lunes, 8 de julio de 2024

Cómo desapareció el miedo de la galería alargada. E.F. Benson (1867-1940)

Church-Peveril es una casa tan acosada y frecuentada por espectros, tanto visibles como audibles, que ningún miembro de la familia que vive bajo su acre y medio de tejados de color verde cobrizo se toma mínimamente en serio los fenómenos psíquicos. Para los Peveril la aparición de un fantasma es un hecho que apenas tiene mayor significado que la del correo para aquellos que viven en casas más ordinarias. Es decir, llega prácticamente todos los días, llama (o provoca algún otro ruido), se le ve subir por la calzada (o por cualquier otro lugar). Yo mismo, encontrándome allí, he visto a la actual señora Peveril, que es bastante corta de vista, escudriñar en la oscuridad mientras tomábamos el café en la terraza, después de la cena, y decirle a su hija:
—Querida, ¿no es la Dama Azul la que acaba de meterse entre los arbustos? Espero que no asuste a Fio. Silba a Fio para que venga, querida.

(Debe saberse que Fio es el más joven y hermoso de los numerosos perros tejoneras que allí viven.) Blanche Peveril lanzó un silbido rápido y masticó entre sus blanquísimos dientes el azúcar que no se había disuelto y se encontraba en el fondo de su taza de café.

—Bueno, querida, Fio no es tan tonta corno para preocuparnos —dijo—. ¡La pobre tía Bárbara azul es tan aburrida! Siempre que me la encuentro parece como si quisiera hablarme, pero cuando le pregunto: «¿Qué sucede, tía Bárbara?», no responde nunca, sólo señala hacia algún lugar de la casa, en un movimiento vago. Creo que quiere confesar algo que sucedió hace unos doscientos años, pero que ha olvidado de qué se trata.

En ese momento Fio dio dos o tres ladridos breves y complacidos, salió de entre los arbustos moviendo la cola y empezó a corretear alrededor de lo que a mí me parecía un trozo de prado absolutamente vacío.

—¡Mira! Fio ha hecho amistad con ella —comentó la señora Peveril—. Me preguntó por qué se vestirá con ese estúpido tono azul.

De lo anterior puede deducirse que incluso con respecto a los fenómenos psíquicos hay cierta verdad en el proverbio que habla de la familiaridad. Pero no es exacto que los Peveril traten a sus fantasmas con desprecio, pues la mayor parte de los miembros de esa deliciosa familia jamás ha despreciado a nadie salvo a aquellas personas que reconocen no interesarse por la caza, el tiro, el golf o el patinaje. Y dado que todos sus fantasmas pertenecen a la familia, parece razonable suponer que todos ellos, incluso la pobre Dama Azul, destacaron alguna vez en los deportes de campo. Por tanto, y hasta ahora, no han albergado sentimientos de desprecio o falta de amabilidad, sino sólo de piedad. Por ejemplo, le tienen mucho cariño a un Peveril que se rompió el cuello en un vano intento de subir la escalera principal montado en una yegua de pura sangre después de algún acto monstruoso y violento que se había producido en el jardín de atrás, y Blanche baja las escaleras por la mañana con una mirada inusualmente brillante cuando puede anunciar que el amo Anthony «armó mucho alboroto» anoche. Dejando a un lado el hecho de que el amo Anthony hubiera sido un rufián tan vil, también fue un tipo tremendo en el campo, y a los Peveril les gustan estos signos de la continuidad de su soberbia vitalidad. De hecho, cuando uno permanecía en Church-Peveril se suponía que era un cumplido que se le asignara un dormitorio frecuentado por miembros difuntos de la familia. Eso significa que a uno le consideran digno de ver al augusto y villanesco difunto, y que se encontrará en alguna cámara abovedada o cubierta de tapices, sin el beneficio de la luz eléctrica, y le contarán que la tatarabuela Bridget se dedica ocasionalmente a ciertos e imprecisos asuntos junto a la chimenea, pero que es mejor no hablarle, y que uno oirá «tremendamente bien» al amo Anthony si éste utiliza la escalera principal en algún momento anterior al amanecer. Después te abandonan para el reposo nocturno y, tras haberte desvestido entre temblores, empiezas a apagar, desganadamente, las velas. En esas grandes estancias hay corrientes, por lo que los solemnes tapices se mueven, rugen y amainan, y las llamas de la chimenea bailan adoptando las formas de cazadores, guerreros, y recuerdan severas persecuciones. Entonces te metes en la cama, una cama tan enorme que sientes como si se extendiera ante ti el desierto del Sahara, y, lo mismo que los marineros que zarparon con San Pablo, rezas para que llegue el día. En todo momento te das cuenta de que Freddy, Harry, Blanche y posiblemente hasta la señora Peveril son totalmente capaces de disfrazarse y provocar inquietantes ruidos fuera de tu puerta, para que cuando la abras te encuentres frente a un horror que ni siquiera puedes sospechar. Por mi parte, me aferré a la afirmación de que tengo una desconocida enfermedad en las válvulas cardíacas, y así pude dormir sin ser molestado en el ala nueva de la casa, en la que nunca penetran tía Bárbara, la tatarabuela Bridget o el amo Anthony. He olvidado los detalles de la tatarabuela Bridget, pero parece ser que le cortó la garganta a un pariente distante antes de haber sido destripada ella misma con el hacha que se utilizó en Agincourt. Antes de eso había llevado una vida muy apasionada y repleta de incidentes sorprendentes.

Pero hay en Church-Peveril un fantasma del que la familia nunca se ríe, y por el que no sienten ningún interés amigable o divertido, y del que sólo hablan lo necesario para la seguridad de sus invitados. Sería más adecuado describirlo como dos fantasmas, pues la «aparición» en cuestión es la de dos niños muy jóvenes, gemelos. Sin razón alguna, la familia se los toma muy en serio. La historia de éstos, tal como me la contó la señora Peveril, es la siguiente:

En el año de 1602, el que fue el último de la Reina Isabel, recibía en la Corte grandes favores un tal Dick Peveril. Era hermano del amo Joseph Peveril, propietario de las tierras y la casa familiar, quien dos años antes, a la respetable edad de setenta y cuatro años, fue padre de dos muchachos gemelos, primogénitos de su progenie. Se sabe que la regia y anciana virgen le había dicho al bello Dick, casi cuarenta años más joven que su hermano Joseph, «es una pena que no seas el amo de Church-Peveril», y fueron probablemente esas palabras las que le sugirieron un plan siniestro. Pero sea como sea, el guapo Dick, que mantenía adecuadamente la reputación familiar de perversidad, cabalgó hasta Yorkshire y descubrió el conveniente hecho de que a su hermano Joseph le acababa de dar una apoplejía, la cual parecía consecuencia de una racha continuada de tiempo caluroso combinada con la necesidad de apagar la sed con una dosis cada vez mayor de Jerez, y llegó a morir mientras el guapo Dick, que Dios sabrá qué pensamientos tenía en su mente, se dirigía hacia el norte. Llegó así a Church-Peveril a tiempo para el funeral de su hermano. Asistió con gran decoro a las exequias y regresó para pasar uno o dos días de luto con su cuñada viuda, dama de corazón débil poco apta para acoplarse a halcones como aquél. En la segunda noche de su estancia, hizo lo que los Peveril han lamentado hasta hoy. Entró en el dormitorio en el que dormían los gemelos con su ama y estranguló tranquilamente a ésta mientras dormía. Cogió después a los gemelos y los arrojó al fuego que calienta la galería alargada. El tiempo, que hasta el día mismo de la muerte de Joseph había sido tan caluroso, se había vuelto de pronto muy frío, por lo que en la chimenea se amontonaban los leños ardientes y estaba llena de llamas. En medio de esta conflagración abrió una cámara de cremación y arrojó en ella a los dos niños, pateándolos con sus botas de montar. Éstos, que apenas sabían andar, no pudieron salir de aquel lugar ardiente. Se cuenta que él se reía mientras echaba más leños. Se convirtió así en amo de Church-Peveril.

El crimen no le sirvió de mucho, pues no vivió más de un año disfrutando de su herencia teñida de sangre. Cuando yacía como moribundo se confesó al sacerdote que le atendía, pero su espíritu salió de su envoltura carnal antes de que pudieran darle la absolución. Aquella misma noche comenzó en Church-Peveril la aparición de la que hasta hoy raramente habla la familia, y en caso de hacerlo sólo en voz baja y con semblante serio. Una hora o dos después de la muerte del guapo Dick uno de los criados, al pasar por la puerta de la larga galería, escuchó dentro risotadas tan joviales y al mismo tiempo tan siniestras como las que no creía que iba a volver a escuchar en la casa. En uno de esos momentos de valor frío tan cercanos al terror mortal, abrió la puerta y entró, esperando ver alguna manifestación del que yacía muerto en la habitación inferior. Pero lo que vio fue a dos pequeñas figuras vestidas de blanco que avanzaban hacia él con poca seguridad cogidas de la mano sobre el suelo iluminado por la luna.

Los que se encontraban en la habitación de abajo subieron rápidamente sobresaltados por el ruido que produjo el cuerpo del criado al caer, y le encontraron atacado por una convulsión terrible. Poco antes de amanecer recuperó la conciencia y contó su historia. Luego, señalando la puerta con un dedo tembloroso y ceniciento, lanzó un grito y cayó muerto hacia atrás.

En los cincuenta años siguientes se fijó y consolidó esta leyenda extraña y terrible de los gemelos. Por fortuna para los habitantes de la casa, su aparición era muy rara, y durante aquellos años parece ser que sólo fueron vistos en cuatro o cinco ocasiones. Siempre se presentaban por la noche, entre el crepúsculo y el amanecer, siempre en la misma galería alargada, y siempre como dos niños que avanzan sin seguridad, apenas sabiendo andar. Y en todas las ocasiones el desafortunado individuo que les vio murió de manera rápida o terrible, o rápida y terrible al mismo tiempo, después de que se le hubiera presentado la visión maldita. A veces conseguía vivir algunos meses: pero tenía suerte si moría, tal como le sucedió al criado que les vio la primera vez, en pocas horas. Mucho más terrible fue el destino de una tal señora Canning, que tuvo la mala fortuna de verles en mitad del siguiente siglo, o para ser más precisos en el año de 1760. Para entonces las horas y el lugar de la aparición eran bien conocidos, y hasta hace un año se advertía a los visitantes que no entraran en la galería alargada entre el crepúsculo y el amanecer.

Pero la señora Canning, mujer hermosa y de gran inteligencia, además de admiradora y amiga del notorio escéptico señor Voltaire, acudía a propósito al lugar de la aparición y se sentaba allí noche tras noche a pesar de las protestas de todos los demás. Durante cuatro noches no vio nada, pero en la quinta se cumplió su deseo, pues se abrió la puerta situada en mitad de la galería y caminó con paso inseguro hacia ella la pareja de pequeños inocentes de mal augurio. Parece ser que ni siquiera entonces se asustó, pues a la pobre infeliz le pareció adecuado burlarse de ellos y decirles que era hora de que regresaran al fuego. Estos no le respondieron, sino que se dieron la vuelta y se alejaron de ella llorando y sollozando. Inmediatamente después de que desaparecieran de su vista, descendió con movimientos ligeros hasta donde le aguardaban los familiares y huéspedes de la casa, y anunció con aire triunfal que había visto a ambos y tenía necesidad de escribir al señor Voltaire para contarle que había hablado con los espíritus manifestados. Eso le haría reír. Pero cuando meses más tarde le llegaron todas las noticias, no pudo reír en absoluto.

La señora Canning era una de las bellezas de su época, y en el año de 1760 estaba en la cumbre y el cénit de su florecimiento. Su principal atractivo, si es posible destacar un punto donde todo era tan exquisito, radicaba en el color deslumbrante y el brillo incomparable de su tez. Tenía entonces treinta años, pero a pesar de los excesos de su vida conservaba la nieve y las rosas de su juventud, y cortejaba la luz brillante del día que otras mujeres evitaban, pues con ella se mostraba con gran ventaja el esplendor de su piel. Por eso se sintió considerablemente abrumada una mañana, unos quince días después de la extraña experiencia de la galería, al observar en la mejilla izquierda, tres o cuatro centímetros por debajo de sus ojos color turquesa, una manchita grisácea en el cutis, del tamaño de una moneda de tres peniques. En vano se aplicó sus habituales enjuagues y ungüentos: vanas fueron también las artes de su fárdense y de su consejero médico. Se mantuvo apartada durante una semana martirizándose con la soledad y médicos desconocidos, y como consecuencia al final de esa semana no había mejorado para consolarse: lo que sucedió en cambio fue que el tamaño de aquella lamentable mancha gris se había doblado. Después de eso, la desconocida enfermedad, fuera la que fuese, se desarrolló de maneras nuevas y terribles. Desde el centro de la mancha brotaron pequeños zarcillos parecidos a líquenes de color gris verdoso, y apareció otra mancha sobre su labio inferior. También ésta tuvo un crecimiento vegetal y una mañana, al abrir los ojos al horror de un nuevo día, descubrió que su vista se había vuelto extrañamente borrosa. De un salto se acercó a su espejo y lo que vio le hizo gritar horrorizada. Pues del párpado superior había brotado por la noche un nuevo crecimiento, semejante a un champiñón, y sus filamentos se extendían hacia abajo cubriendo la pupila del ojo. Poco después fueron atacadas la lengua y la garganta: se obstruyeron los conductos del aire y, tras tantos sufrimientos, la muerte por sofocación resultó piadosa.

Más aterrador fue todavía el caso de un tal coronel Blantyre, que disparó a los niños con su revolver. Pero lo que sucedió no lo registraremos aquí. Era por tanto esa aparición la que los Peveril se tomaban muy en serio, y a todo invitado que llegara a la casa se le advertía que no entrara bajo ningún pretexto en la galería alargada desde la caída de la noche. Sin embargo durante el día es una habitación deliciosa que merece ser descrita por sí misma, aparte del hecho de que para lo que voy a relatar ahora se necesita una clara comprensión de su geografía. Tiene sus buenos veinticinco metros de longitud, y está iluminada por una fila de seis ventanas altas que dan a los jardines traseros. Una puerta comunica con el rellano superior de la escalera principal, y a mitad de la galería, en la pared que da a las ventanas, hay otra puerta que comunica con la escalera posterior y los alojamientos del servicio, de manera que la galería es un lugar de paso constante para ellos cuando acuden a las habitaciones del primer rellano. Por esa puerta entraron los pequeños niños cuando se le aparecieron a la señora Canning, y se sabe que también en otras ocasiones entraron por ella, pues la habitación de la que les sacó el guapo Dick está exactamente más allá de la parte superior de la escalera posterior. También está en la galería la chimenea a la que los arrojó, y en el extremo hay un gran mirador que da directamente a la avenida. Encima de la chimenea está colgado, con un significado tenebroso, un retrato del guapo Dick con la belleza insolente de su juventud, atribuido a Holbein, y hay frente a las ventanas otra docena de retratos de gran mérito. Durante el día es la sala de estar más frecuentada de la casa, pues sus otros visitantes nunca se presentan allí en esos momentos, ni resuena jamás la risa jovial y dura del guapo Dick, que a veces es escuchada, cuando ha anochecido, por los que pasan por el rellano exterior. Pero a Blanche no se le pone la mirada brillante cuando la oye: se tapa los oídos y se apresura a alejarse lo más posible del sonido de esa alegría atroz.

Durante el día, numerosos ocupantes frecuentan la galería alargada, y resuenan allí muchas risas que en modo alguno son siniestras o saturnianas. Cuando el verano es caluroso, los ocupantes reposan en los asientos de las ventanas, y cuando el invierno extiende sus dedos helados y sopla con estridencia entre sus palmas congeladas, se congregan alrededor de la chimenea del extremo y, en compañía de alegres conversadores, se sientan en el sofá, las sillas, los sillones y el suelo. A menudo he estado sentado allí en las largas tardes de agosto hasta la hora de la cena, pero nunca, al oír que alguien pareciera dispuesto a quedarse hasta más tarde, he dejado de oír la advertencia: «Se cierra al anochecer: ¿nos vamos?» Posteriormente, en los días más cortos del otoño suelen tomar allí el té, y ha sucedido a veces que incluso cuando la alegría era mayor la señora Peveril miraba de pronto por la ventana y decía:

—Queridos, se está haciendo demasiado tarde: prosigamos nuestras absurdas historias abajo, en el salón.

Y entonces, por un momento, un curioso silencio cae siempre sobre los locuaces invitados y familiares, y como si acabáramos de enterarnos de alguna mala noticia todos salimos en silencio del lugar. Hay que decir, sin embargo, que el espíritu de los Peveril (me refiero claro está al de los vivos) es de lo más mercuriano que pueda imaginarse, por lo que el infortunio que cae sobre ellos al pensar en el guapo Dick y sus hechos desaparece de nuevo con sorprendente rapidez.

Poco después de las Navidades del último año se encontraba en Church-Peveril un grupo típico, amplio, juvenil y particularmente alegre, y como de costumbre, el treinta y uno de diciembre la señora Peveril celebraba su baile anual de Nochevieja. La casa estaba atestada y habían acudido la mayor parte de las familias Peveril para que proporcionaran dormitorio a aquellos invitados que no lo tenían. Durante los días anteriores, una helada negra y sin viento había impedido toda actividad de caza, pero mala es la falta de viento que golpea sin producir bien (si se me permite mezclar así las metáforas), y el lago que había bajo la casa se había cubierto durante los últimos dos días con una capa de hielo adecuada y admirable. Todos los que habitaban la casa ocuparon la mañana entera de aquel día realizando veloces y violentas maniobras sobre la esquiva superficie, y en cuanto terminamos el almuerzo todos, con una sola excepción, volvimos a salir precipitadamente.

La excepción fue Madge Dalrymple, quien había tenido la mala fortuna de sufrir una caída bastante seria a primera hora, aunque esperaba que si dejaba reposar su rodilla herida, en lugar de unirse de nuevo a los patinadores, podría bailar aquella noche. Es cierto que aquella esperanza era de lo más optimista, pues sólo pudo regresar a la casa cojeando de manera innoble, pero con esa alegría jovial que caracteriza a los Peveril (es prima hermana de Blanche), comentó que en su estado presente sólo podría obtener un placer tibio con el patinaje, y por ello estaba dispuesta a sacrificar un poco para poder luego ganar mucho.

En consecuencia, tras una rápida taza de café que fue servida en la galería alargada, dejamos a Madge cómodamente reclinada en el sofá grande situado en ángulo recto con la chimenea, con un libro atractivo que le permitiera entretener el tedio hasta la hora del té. Como era de la familia, lo sabía todo sobre el guapo Dick y los niños, y conocía el destino de la señora Canning y el coronel Blantyre, pero cuando nos íbamos oí que Blanche le decía:

—No te quedes hasta el último minuto, querida.
—No —le contestó Madge—. Saldré bastante antes del crepúsculo.

Y así nos fuimos, dejándola a solas en la galería. Madge pasó algunos minutos leyendo su atractivo libro, pero como no conseguía sumergirse en él, lo dejó y se acercó cojeando a la ventana. Aunque apenas eran poco más de las dos, entraba por ella una luz sombría e incierta, ya que el brillo cristalino de la mañana había dado paso a una oscuridad velada que producían las espesas nubes que se acercaban perezosamente desde el nordeste. El cielo entero estaba ya cubierto por ellas, y ocasionalmente algunos copos de nieve se agitaban ondulantes frente a las largas ventanas. Por la oscuridad y el frío de la tarde, le pareció que iba a caer una fuerte nevada en breve, y aquellos signos exteriores tenían un paralelismo interior en esa somnolencia apagada del cerebro que provoca la tormenta en los seres sensibles a las presiones y veleidades del clima. Madge era presa peculiar de esas influencias externas: una mañana alegre producía un brillo y una energía inefables en su espíritu, y en consecuencia la proximidad del mal tiempo le producía una sensación somnolienta que al mismo tiempo la deprimía y adormecía.

En ese estado de ánimo regresó cojeando al sofá situado junto a la chimenea. Toda la casa estaba cómodamente calentada por calefacción de agua, y aunque el fuego de leños y turba, que formaban una combinación adorable, ardía muy bajo, la habitación se encontraba caliente. Contempló ociosamente las llamas menguantes y no volvió a abrir el libro, sino que se quedó tumbada en el sofá de cara a la chimenea, intentando escribir adormecida una o dos cartas en cuya escritura iba retrasada en lugar de irse inmediatamente a su habitación a pasar el tiempo hasta que el regreso de los patinadores volviera a traer la alegría a la casa. Adormecida, empezó a pensar en lo que debía comunicar: una carta a su madre, muy interesada por los asuntos psíquicos de la familia. Le contaría que el amo Anthony había estado prodigiosamente activo en la escalera una o dos noches antes, y que la Dama Azul, con independencia de la severidad del clima, había sido vista paseando aquella misma mañana por la señora Peveril. Resultaba bastante interesante que la Dama Azul hubiera bajado por el paseo de los laureles y se la hubiera visto entrar en los establos, en los que en aquel momento Freddy Peveril estaba inspeccionando los caballos de caza. En ese instante se extendió por los establos un pánico repentino y los caballos empezaron a relinchar, cocear, espantarse y sudar. De los gemelos fatales no se había visto nada en muchos años, pero tal como su madre sabía, los Peveril no utilizaban nunca la galería larga después de la caída del sol.

En ese momento se irguió, al recordar que se encontraba en la galería. Pero apenas sí pasaba un poco de las dos y media, y si se iba a su habitación en media hora tendría tiempo suficiente para escribir esa carta y la otra antes del té. Hasta entonces leería el libro. Se dio cuenta entonces de que lo había dejado en el alféizar de la ventana y no le pareció oportuno ir a recogerlo. Se sentía muy adormilada.

El sofá había sido tapizado recientemente en un terciopelo de tono verde grisáceo, parecido al color del liquen. Era de una textura suave y gruesa, y estiró perezosamente los brazos, uno a cada lado del cuerpo, apretando la lanilla con los dedos. Qué horrible había sido la historia de la señora Canning: lo que le creció en el rostro tenía el color del liquen. Y entonces, sin más transición o desdibujamiento del pensamiento, Madge se quedó dormida.

Soñó. Soñó que despertaba y se encontraba exactamente donde se había dormido, y exactamente en la misma actitud. Las llamas de los leños habían vuelto a avivarse y saltaban sobre las paredes, iluminando adecuadamente el cuadro del guapo Dick colgado sobre la chimenea. En el sueño sabía exactamente lo que había hecho aquel día, y por qué razón se encontraba recostada allí en lugar de estar fuera con los demás patinadores.

Recordaba también (todavía en sueños) que iba a escribir una o dos cartas antes del té, y se dispuso a levantarse para regresar a su habitación. Cuando lo había hecho a medias, vio sus brazos recostados a ambos lados sobre el sofá de terciopelo gris. Pero no podía ver dónde estaban sus manos y dónde empezaba el terciopelo: parecía que los dedos se le hubieran fusionado con la lana. Veía con toda claridad las muñecas, una vena azul en el dorso de las manos y algún nudillo aquí y allá. Luego, en el sueño, recordaba el último pensamiento que había cruzado por su mente antes de dormirse, el crecimiento de una vegetación de color liquen en el rostro, ojos y garganta de la señora Canning. Con ese pensamiento comenzó el terror paralizante de la pesadilla real: sabía que se estaba transformando en ese material gris, pero era absolutamente incapaz de moverse. Muy pronto, el gris se extendería por sus brazos y pies; cuando llegaran de patinar no encontrarían más que un enorme cojín informe de terciopelo color liquen, y sería ella. El horror se hizo más agudo, y entonces, con un esfuerzo violento, se liberó de las garras de ese sueño maligno y despertó.

Permaneció allí tumbada uno o dos minutos, consciente sólo del alivio tremendo que le producía estar despierta. Volvió a tocar con los dedos el agradable terciopelo, y los movió hacia atrás y adelante para asegurarse de que no estaba fusionada con el material gris y suave, tal como había sugerido el sueño. Pero se mantuvo quieta, a pesar de la violencia del despertar, muy somnolienta, y se quedó allí, mirando hacia abajo, hasta darse cuenta de que no podía ver sus manos. Había oscurecido mucho.

En ese momento, un parpadeo repentino de la llama brotó del fuego moribundo y una llamarada de gas ardiente desprendida de la turba inundó la habitación. El retrato del guapo Dick la miraba con malignidad, y volvió a ver sus manos. Se apoderó de ella entonces un pánico peor que el de su sueño. La luz del día había desaparecido totalmente y sabía que estaba a solas en la oscuridad de la terrible galería. Aquel pánico tenía la naturaleza de la pesadilla, pero se sentía incapaz de moverse por causa del terror. Era peor que una pesadilla porque sabía que estaba despierta. Y entonces comprendió plenamente qué era lo que causaba aquel miedo paralizante; supo con absoluta certeza y convicción que iba a ver a los gemelos.

Sintió que de pronto le brotaba una humedad en el rostro al mismo tiempo que dentro de la boca la lengua y la garganta se le quedaban secas, y sintió que la lengua le raspaba en la superficie interior de los dientes. Había desaparecido de sus miembros toda capacidad de movimiento, y estaban muertos e inertes mientras contemplaba con los ojos bien abiertos la negrura. La bola de fuego que había salido de la turba había vuelto a desaparecer y la oscuridad la envolvía.

Entonces, en la pared opuesta, frente a las ventanas, apareció una luz débil de color carmesí oscuro. Pensó por un momento que anunciaba la proximidad de la visión terrible, pero la esperanza se reanimó en su corazón y recordó que espesas nubes habían cubierto el cielo antes de quedarse dormida, y conjeturó que aquella luz procedía del sol, que todavía no se había puesto del todo. Esa repentina recuperación de la esperanza le dio el estímulo necesario para levantarse de un salto del sofá en el que estaba reclinada. Miró por la ventana hacia el exterior y vio una luz apagada en el horizonte. Pero antes de que pudiera dar un paso, había regresado la oscuridad. De la chimenea salía una débil chispa de luz que apenas iluminaba los ladrillos con la que estaba hecha, y la nieve, que caía pesadamente, golpeaba los cristales de las ventanas. No había más luz ni sonido que aquéllos.

No la había abandonado del todo, sin embargo, el valor que le había dado la capacidad de movimiento, por lo que empezó a abrirse paso por la galería. Descubrió entonces que estaba perdida. Tropezó con una silla, y nada más recuperarse tropezó con otra. Después era una mesa la que le impedía el paso, y girando rápidamente hacia un lado se encontró atrapada por el respaldo de un sofá. De nuevo giró y vio la débil luz de la chimenea en el lado contrario al que ella esperaba. Al avanzar a tientas y a ciegas debía haber cambiado de dirección. ¿Pero qué dirección podía tomar? Parecía bloqueada por los muebles, y en todo momento resultaba insistente e inminente el hecho de que dos fantasmas terribles e inocentes se le iban a aparecer.

Comenzó entonces a rezar. «Oh Señor, ilumina nuestra oscuridad», dijo para sí misma. Pero no se acordaba de cómo proseguía la oración, que tan desesperadamente necesitaba. Era algo acerca de los peligros de la noche. Incesantemente tanteaba los alrededores con manos nerviosas. El brillo del fuego que debía haber estado a su izquierda se encontraba de nuevo a la derecha; por tanto debía girar otra vez. «Ilumina nuestra oscuridad», susurraba, para después repetir en voz alta: «Ilumina nuestra oscuridad».

Chocó con una pantalla cuya existencia no recordaba. Precipitadamente tanteó a su lado a ciegas y tocó algo suave y aterciopelado. ¿Se trataba del sofá sobre el que había estado reclinada? En ese caso se encontraba en la cabecera. Tenía cabeza, espalda y pies...
era como una persona recubierta de liquen verde. Perdió totalmente la cabeza. Lo único que podía hacer era rezar; estaba perdida, perdida en un lugar horrible en el que nadie salía en la oscuridad salvo los niños que lloraban. Y escuchó su voz, que crecía desde el susurro al habla, y del habla al grito. Gritó las palabras sagradas, las chilló como si blasfemara mientras se movía a tientas entre mesas, sillas y objetos agradables de la vida ordinaria, pero que se habían vuelto terribles.

Se produjo entonces una respuesta repentina y terrible a la oración vociferada. Una vez más, una bolsa de gas inflamable de la turba de la chimenea se levantó entre las ascuas que ardían lentamente e iluminó la estancia. Vio los ojos malignos del guapo Dick y vio los pequeños y fantasmales copos de nieve cayendo con fuerza en el exterior. Y vio dónde estaba: exactamente delante de la puerta por la que entraban los terribles gemelos. La llama volvió a desaparecer y la dejó una vez más en la negrura. Pero había ganado algo, pues ahora conocía su posición. La parte central de la estancia carecía de muebles, y un movimiento rápido la llevaría hasta la puerta del rellano situado encima de la escalera principal, y por tanto a la seguridad. Con aquel brillo había sido capaz de ver el asa de la puerta, de bronce brillante, luminosa como una estrella. Iría directamente hacia ella, era cuestión sólo de unos segundos.

Tomó una inspiración profunda en parte como alivio y en parte para satisfacer las demandas de su corazón palpitante. Pero sólo había respirado a medias cuando la sobrecogió de nuevo la inmovilidad de la pesadilla. Escuchó entonces un pequeño susurro, nada más que eso, desde la puerta frente a la que se encontraba, y por la que entraron los gemelos. En el exterior no había oscurecido totalmente, pues pudo ver que la puerta se abría. Y allí, en ella, estaban una al lado de la otra las dos pequeñas figuras blancas. Avanzaron hacia ella lentamente, arrastrando los pies. No podía ver con claridad rostro o forma algunos, pero las dos pequeñas figuras blancas avanzaban. Sabía que eran los fantasmas del terror, inocentes del destino terrible que iban a producir, aunque también ella fuera inocente. Con una inconcebible rapidez de pensamiento decidió qué iba a hacer. No les haría daño ni se reiría de ellos, y ellos... ellos sólo eran unos bebés cuando aquel acto perverso y sangriento les había enviado a su ardiente muerte. Seguramente los espíritus de aquellos niños no serían inaccesibles al llanto de aquella que era de su misma sangre y que no había cometido falta alguna que la hiciera merecedora del destino que ellos traían. Si les suplicaba podrían tener piedad, podrían evitar transmitirle la maldición, podrían permitirle que saliera de aquel lugar sin infortunio, sin la sentencia de muerte, o la sombra de cosas peores que la muerte.

Sólo vaciló durante un momento, y luego cayó de rodillas y extendió las manos hacia ellos.
—Queridos míos —dijo—. Sólo me quedé dormida. No he cometido ningún otro mal que ése...
Se detuvo un momento y su tierno corazón juvenil no pensó ya en sí misma, sino en ellos, en aquellos pequeños e inocentes espíritus sobre los que había caído tan terrible destino, que transmitían la muerte mientras otros niños transmitían la risa y un destino placentero. Pero todos aquellos que les habían visto antes les habían temido o se habían burlado de ellos. Y entonces, cuando la luz de la piedad apareció en ella, su miedo desapareció como la hoja arrugada que recubre los dulces y plegados capullos de la primavera.
—Queridos, siento tanta pena por vosotros. No es culpa vuestra que me hayáis traído adonde estoy, pero ya no os tengo miedo. Sólo siento pena por vosotros. Que Dios os bendiga, pobres niños.

Levantó la cabeza y les miró. Aunque estaba muy oscuro pudo verles el rostro, bajo la oscuridad vacilante de las llamas pálidas sacudidas por una corriente. Los rostros no eran desgraciados ni crueles: le sonreían con su sonrisa tímida de niños pequeños. Y mientras ella les miraba fueron desapareciendo lentamente como espirales de vapor en un aire helado. Madge no se movió nada más desaparecer los niños, pues en lugar del miedo que la había envuelto sentía ahora una maravillosa sensación de paz, tan feliz y serena que no deseaba moverse, lo que podría turbarla. Pero al poco se levantó, y abriéndose camino a tientas, aunque sin la sensación de pesadilla presionando en ella, y sin espolearla el frenesí del miedo, salió de la galería y se encontró a Blanche que subía las escaleras silbando y balanceando los patines que llevaba en una mano.

—¿Cómo tienes la pierna, querida? Veo que ya no cojeas.
Hasta ese momento Madge no había pensado en ello.
—Creo que la debo tener bien —contestó—. Pero en cualquier caso me había olvidado de ella. Blanche, querida, no te asustes de lo que voy a decirte, ¿me lo prometes?... He visto a los gemelos.
El rostro de Blanche palideció un momento por el terror.
—¿Cómo? —preguntó en un susurro.
—Sí, los acabo de ver ahora. Pero eran amables, me sonrieron; y yo sentí pena por ellos. No sé por qué, pero estoy segura de que no tengo nada que temer.

Parece ser que Madge tenía razón, pues no le ha sucedido nada desagradable. Algo, podemos suponer que su actitud hacia ellos, su piedad y simpatía, conmovió, disolvió y aniquiló la maldición. La última semana llegué a Church-Peveril después de oscurecer. Cuando pasé por la puerta de la galería, Blanche salió por ella.

—Ah, es usted —me dijo—. Acabo de ver a los gemelos. Parecen tan dulces, se quedaron casi diez minutos. Vamos a tomar el té enseguida.


Confesiones de una mujer. Guy de Maupassant (1850-1893)

Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás revelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió:

-No es nada, es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:

-¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

-Claro que sí, amigo mío.

Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho. Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente. Hacía las diez me dijo de pronto:

-¿Está usted preparada?
Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:
-¿Hay que cargar con bala o con posta?
Pareció sorprendido, y después prosiguió:
-¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.
Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:
-¡Puede usted alabarse de su sangre fría!
Me eché a reír:
-¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!

Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza. Pronto llegamos al borde de los estanques.

Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin. Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:

-¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba? Pues márchese.
Respondí, muy sorprendida:
-Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?
Murmuró:
-Como usted quiera.

Y permanecimos inmóviles. Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja:

-¿Está usted seguro de que pasa por aquí?
Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:
-Estoy seguro, escuche.
Y volvió a reinar el silencio.

Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció:
-¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?

Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aún lo que estaba ocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes. Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:

-¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.


Como para confundirse. Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889)

En una mañana gris de noviembre, caminaba rápido por los muelles. Una fría lluvia humedecía el aire. Oscuros caminantes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas. El ambarino Sena acarreaba desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista.

Mis ideas eran pálidas y nebulosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada en la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejado. desde donde podría llamar a algún coche.

En el mismo instante vi, precisamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués. Había surgido de la niebla como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vapor sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un aire de hospitalidad que apaciguó mi espíritu.

-¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta?

Entré con una sonrisa, la más educada posible. El sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techos de cristal, por la que entraba la lívida claridad del día.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Había mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza alzada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.

Eran miradas sin ideas, vacías, rostros color del tiempo.

Había carteras abiertas, papeles extendidos junto a ellos. Y entonces, noté que la dueña del local, con cuya amable cortesía yo había contado, era la Muerte.

Observé a mis huéspedes.

Seguramente para escapar a las preocupaciones de la agobiante existencia, la mayoría de los que ocupaban la sala habían asesinado sus cuerpos, esperando, de este modo, alcanzar un poco de alivio.

Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre adosados a la pared y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, escuché un carro. Se detenía frente al establecimiento. Supuse que los hombres de negocios me esperarían. Di la vuelta para aprovechar esa suerte.

En efecto, el carruaje acababa de dejar a unos alegres colegiales que necesitaban contemplar la muerte para creer en ella. Hice una seña al coche vacío y dije al cochero:

-¡Al Pasaje de la Ópera!

Unos momentos después, en los bulevares, el tiempo me pareció más nublado, sin horizonte. Los arbustos, esqueléticas vegetaciones, daban la impresión de señalar vagamente, con las puntas de sus negras ramas, a los peatones y a los todavía somnolientos agentes de policía.

El coche rodaba deprisa. Los transeúntes, a través del cristal, me parecían como agua que corre.

Una vez llegado a mi destino, me lancé por la calle repleta de gente preocupada.

Al fondo percibí, justamente enfrente, la puerta de un café -hoy en día consumido en un famoso incendio (porque la vida es sueño)-, que estaba situado al final de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de lóbrego aspecto. Las gotas que caían sobre la cristalera superior oscurecían la pálida luz del sol.

-¡Ahí me esperan -pensé-, con una copa en la mano, los ojos brillantes y burlándose del Destino, mis hombres de negocios!

Toqué el timbre y me encontré en una sala. Desde el techo se filtraba la lívida claridad del día, a través de unos cristales.

En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros.

Mesas de mármol por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar.

Eran rostros color del tiempo, miradas sin ideas.

Había carteras abiertas y papeles desplegados junto a cada uno de ellos.

Observé a estos hombres.

Ciertamente, para escapar a las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de quienes ocupaban la sala habían asesinado sus almas, esperando, así, alcanzar un poco de alivio.

Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre, adosados a la pared, y destinados al riego cotidiano de esos cadáveres, el recuerdo del rodar del coche me vino a la mente.

-¡Seguramente -me dije-, es probable que el cochero se haya visto afectado, con el tiempo, por algún tipo de entorpecimiento, para haberme traído, después de tantas vueltas, a nuestro punto de partida! De todas formas, lo confieso (para que no haya confusión), ¡LA SEGUNDA VISIÓN ES MÁS SINIESTRA QUE LA PRIMERA!...

Cerré, pues, en silencio, la puerta acristalada y volví a mi casa, decidido, sin tener en cuenta lo sucedido -y aunque me ocurriera lo que me ocurriese-, a no hacer negocios nunca más.


Cómo él abandonó el hotel. Louisa Baldwin (1845-1925)

Solía trabajar en el ascensor del Hotel Empire, esa gran construcción en líneas de ladrillos rojos y blancos como panceta rayada, que se levanta en la esquila de la calle ***. Hice mi servicio militar y fui descargado con galones de buena conducta; y esta es la forma en que obtuve el empleo. El hotel era una gran compañía con un comité de administradores compuesto por oficiales retirados y personas por el estilo; caballeros con dinero invertido en el consorcio y nada que hacer más que ponerse nerviosos sobre ello, y mi finado coronel fue uno de ellos. Fue un hombre de buen carácter que nunca dio un paso cuando su genio estuviera cruzado, y cuando le pregunté por un empleo, me dijo "Mole, eres el hombre justo para trabajar en nuestro gran hotel. Los soldados son civiles y prácticos, y el público los quiere más que a los marinos. Se nos fue un hombre y tu ocuparás su lugar."

Me gustaba mi trabajo tanto como la paga, y cuidé el puesto por un año, y aún estaría allí de no mediar una circunstancia. Pero no me anticiparé. La nuestra era un ascensor hidráulico. Nada de esas desvencijadas cosas que se mecían como un loro enjaulado en una escalinata, a la que no podría confiar tranquilo mi cuello. La nuestra andaba tan suave como aceite, que un niño podía estar ahí y estar tan seguro como en el suelo. En vez de tenerla repleta de anuncios como un omnibus, teníamos espejos y las damas se podía ver el reflejo, dar palmaditas en sus peinados, y arreglar el maquillaje. Era como una pequeña salita de estar, con almohadones de tercipelo rojo donde sentarse, de esos que uno no quería hacer más nada que apoyarse encima para sentirse flotando como un ave.

Todos los visitantes acostumbraban a utilizar el ascensor una vez u otra, para subir o bajar. Algunos de ellos eran franceses, y le llamaban "assenser", que era bastante bueno para ellos en su lenguaje, sin duda. Pero no me podía figurar porque los americanos, que podían hablar inglés cuando querían, y estaban buscando siempre la manera de hacer cosas más rápido que los demás, perdían su tiempo llamándole elevador. Yo estaba a cargo desde el mediodía hasta la medianoche. En ese tiempo regresaba la gente que iba al teatro y a los restaurantes, y cada uno que volvía tarde tenía que subir las escaleras, ya que mi día de trabajo había llegado a su fin. Uno de los porteros manejaba el ascensor durante la mañana, hasta que yo llegaba a mi puesto. Entre las doce y las dos de la tarde no había mucho que hacer. Luego había una hora pico con visitantes subiendo y bajando constantemente y el timbre eléctrico llamándome de un piso a otro como en una casa en llamas. Luego venía una temporada de quietud durante la cena, en la que podía sentarme confortable en mi asiento y leer el periódico (únicamente no podía fumar). Algunas veces tenía que pedir a algunos caballeros que no fumaran, ya que iba contra las reglas.

Siempre veía muchas caras y las reconocía, ya que tenía buena vista y buena memoria, y ninguno de los visitantes necesitaba decirme dos veces a donde tenía que llevarlo. Los conocía y sabía sus pisos tan bien como ellos mismos. Fue en noviembre que el coronel Saxby vino al Hotel Empire. Lo advertí particularmente, a causa que lo había conocido antes cuando era soldado. Era un hombre alto, delgado, de cerca de cincuenta años, con una nariz aguileña, ojos penetrantes, y un mostacho gris, que caminaba con rigidez a causa de una herida en la rodilla. Pero lo que me llamó más la atención fue la cicatriz de un sable sobre el costado derecho del rostro. Cuando entró en el ascensor para ir a su habitación en el cuarto piso, pensé que diferencia entre oficiales. El coronel Saxby me recordó un poste del telégrafo, por su altura y delgadez; mi viejo coronel era como un barril en uniforme, un bravo soldado y al mismo tiempo un caballero. El cuarto del Coronel Saxby era el 210, justo el opuesto a la puerta de vidrio que daba al ascensor, así que cada vez que paraba en el piso cuarto, su número 210 me daba a la cara. El Coronel solía subir por el ascensor todos los días, regularmente, a pesar que nunca bajaba en él hasta... Algunas veces cuando él estaba solo en el ascensor, me hablaba. Preguntaba en que regimiento serví y me decía que él conocía a los oficiales del mismo. Pero yo no podía decir que él estuviera confortable hablando de ello. Había algo extraño acerca de él, siempre parecía estar profundamente ensimismado. Nunca se sentaba en el ascensor. Tanto estuviera vacío o repleto de gente, él siempre permanecía parado recto bajo la lámpara, donde la luz caía derecha sobre su pálido rostro y mejilla cicatrizada.

Un día en febrero no llevé al Coronel arriba con el ascensor, y dado que él era muy regular, como un reloj, me di cuenta de ello, pero supuse que estaría fuera algunos días, y ya no pensé más en el asunto. Cada vez que paraba en el cuarto piso, la puerta del 210 estaba cerrada, y dado que él acostumbraba a dejarla abierta, tuve seguridad que el Coronel se había marchado. Al final de la semana escuché a una mucama decir que el Coronel Saxby estaba enfermo; así que esa era la razón de su ausencia. Era martes a la noche, y yo estaba inusualmente ocupado. Había mucha gente que subía y bajaba, y así estuvo toda la noche. Era cerca de la medianoche, y yo estaba a punto de apagar la luz del ascensor, cerrar la puerta y dejar la llave en la oficina para el hombre de la mañana, cuando la campanilla del timbre sonó aguda; miré el dial y vi que era requerido desde el piso cuarto. Cuando pasé del piso segundo al tercero, me pregunté quien sería el pasajero, ya era muy tarde, y pensé que sería un extraño que no conocía las reglas del hotel. Pero cuando paré en el piso cuarto y abrí las puertas, era el Coronel Saxby que estaba parado, envuelto en su capa militar. La puerta de su habitación estaba cerrada, así que pude leer el número en ella. Pensé que el coronel estaba enfermo, en cama, y se veía bastante enfermo, pero tenía su sombrero puesto, y ¿qué iba a hacer un hombre que había estado diez días en cama, durante una noche invernal como aquella? No se si me miró, pero cuando puse el ascensor en movimiento, yo lo miré parado bajo la lámpara, con la sombre de su sombrero cayendo en sus ojos, y la luz cayéndole en la parte inferior de su cara, que estaba muy pálida, con la cicatriz en su mejilla haciéndola parecer aún más pálida.

-Qué bueno volver a verle, señor - dije; pero él nada contestó, y no quise volver a mirarlo. Permaneció parado como una estatua con su capa, y me sentí muy feliz cuando abrí nuevamente la puerta del ascensor para que él pudiera salir al exterior. Lo saludé cuando salía.
-El Coronel quiere salir - dije al portero que estaba parado, mirando, y él abrió la puerta para que el Coronel Saxby pudiera salir caminando afuera, a la nieve.
-¡Qué persona rara! - dijo el portero.
-Lo dicho, - dije - no me gustó el aspecto del Coronel, no parecía el mismo de antes. Estaba enfermo, tendría que estar en cama, y salió afuera una noche como esta.
-Como sea, tiene una capa notable como para mantenerse caliente. Digo, supongo que se habrá ido a una fiesta de disfraces, y bajo su capa ocultaba su disfraz, - dijo el portero, riendo desasosegadamente, de tal manera que ambos nos sentimos un poco raros.
-¡No más pasajeros para mí! - dije; y ya estaba apagando la luz cuando Joe abrió la puerta, y dos caballeros ingresaron, yo sabía que eran doctores. Uno era alto y el otro petiso y ancho, y ambos se encaminaron al ascensor.
-Lo siento caballeros, pero es contra las reglas ir por el ascensor luego de la medianoche.
-¡Tonterías! - dijo el caballero petiso - No ha pasado mucho tiempo de la medianoche, y es cuestión de vida o muerte. Llévenos al cuarto piso - y fueron hacia el ascensor como una flecha, así que fuimos arriba y cuando abrí la puerta, y ellos caminaron derecho al número 210. Una enfermera los atendió, y el doctor petiso preguntó: - ¿Alguna recaída, supongo?

Y pude escuchar su respuesta:

-El paciente murió hace cinco minutos, señor.

Pensé que no era momento de hablar, que era más de lo que podía aguantar. Seguí a los doctores hasta la puerta y dije:

-Hay una equivocación aquí, caballeros, hace un rato llevé al Coronel abajo en el ascensor, cuando el reloj diera las doce, y él salió afuera.

El doctor petiso dijo tajantemente:

-Un caso de confusión de identidades. Usted llevó a alguien más que no era el Coronel.
-Le pido perdón, caballeros, pero era el Coronel en persona. El portero del hotel le abrió la puerta y lo conoce tan bien como yo. Estaba bien abrigado, con su capa militar.
-Pase y véalo por sí mismo - dijo la enfermera.

Seguí a los doctores a la habitación, y ahí estaba el Coronel Saxby, tal y como yo lo había visto hacía unos minutos. Yacía muerto tal y como sus ancestros, y la gran capa tendida sobre la cama, que lo habrá mantenido caliente hasta que ya no pudo sentir más calor. Esa noche no pude conciliar el sueño. Me senté con Joe, esperando a cada minuto escuchar al Coronel llamándome con el timbre. Al siguiente día, cada vez que el timbre del ascensor sonaba, el sudor rompía en mi frente y me sentía tan mal como cuando tuve mi primera acción. Junto con Joe le contamos lo sucedido al gerente, y él dijo que pudo haber sido un sueño; también dijo:

-Saben que no deben hablar al respecto, o el hotel se vaciará en una semana.

El ataúd del Coronel llegó a la siguiente noche. El gerente, los empleados de la funeraria y yo lo llevamos en el ascensor y lo introdujimos en la habitación 210. Mientras esperaba para bajarlo nuevamente una extraña sensación me asaltó. Entonces la puerta se abrió y los cuatro hombres salieron con el ataúd, directo al ascensor, con los pies hacia adelante, y el gerente mirando alrededor mío.

-No puedo hacerlo - dije -, no puede bajar al Coronel de nuevo. Lo bajé ayer a la medianoche, y eso es suficiente para mí.
-Empújalo - dijo el gerente, hablando corto y afilado, y ellos condujeron el féretro hacia el interior del ascensor sin el menor ruido. El gerente entró último y luego cerró la puerta y dijo:
-Mole, tu trabajaste en este ascensor por última vez, me temo.

Y supe que no iba a seguir estando en el Hotel Empire luego de lo que había pasado, por más que hubieran doblado mi sueldo; y me retiré junto con el portero.


Complicidad previa al hecho. Algernon Blackwood (1869-1951)

Al llegar a aquella encrucijada del páramo Martin se detuvo, y permaneció un rato observando perplejo los cuatro letreros del poste indicador. Aquellos no eran los nombres que esperaba encontrar y, además, no figuraban las distancias; su mapa -tuvo que admitir con fastidio- debía estar completamente anticuado. Lo extendió contra el poste y se inclinó para estudiarlo más de cerca. El viento levantaba las esquinas y las batía contra su cara. Apenas conseguía descifrar la letra pequeña a la tenue luz del atardecer. Sin embargo –por lo que alcanzó a distinguir- parecía ser que dos millas más atrás había tomado un desvío equivocado.

Recordaba aquel desvío. El sendero tenía un aspecto muy tentador, y tras vacilar un momento, se había decidido a seguirlo, atraído -como tantos otros caminantes- por el señuelo de que «quizá resultara ser un atajo». La trampa del atajo es tan vieja como la naturaleza humana. Durante algunos minutos estudió alternativamente el poste y el mapa. Caía la noche y la mochila comenzaba a pesarle. Aquellas dos guías no concordaban en nada y la incertidumbre iba haciendo presa en su ánimo. Se sentía desconcertado, frustrado. Cada vez le costaba más trabajo pensar con claridad. Tomar una decisión le parecía la cosa más difícil del mundo.

«Estoy hecho un lío -pensó-, debo estar cansado», y finalmente optó por seguir la indicación que le pareció más prometedora. «Tarde o temprano me conducirá a una posada, aunque no sea a la que yo pretendía llegar.»

Se confió a la suerte del caminante y reanudó la marcha con energía. En el letrero podía leerse «por la colina Litacy», escrito en unos caracteres muy finos y pequeños que parecían oscilar y cambiar de lugar cada vez que los miraba; aquel nombre no figuraba en el mapa, pero al igual que el atajo, resultaba tentador. Un impulso similar al que había sentido antes volvía a determinar su elección. Sólo que esta vez parecía ser más apremiante, casi urgente.

Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de la inmensa soledad del paisaje que le rodeaba. El camino continuaba en línea recta unas cien yardas para después curvarse, como un río plateado, y perderse en el infinito; el intenso tono verdeazulado de las matas de brezo que cubrían los márgenes se fundía con los colores del crepúsculo; y espaciados a uno y otro lado del camino, se alzaban solitarios unos pinos pequeños muy enigmáticos. Desde que se le había ocurrido ese curioso adjetivo no conseguía quitárselo de la cabeza. Eran tantas las cosas que aquella tarde le parecían igualmente enigmáticas... el atajo, el mapa velado, los nombres del poste, sus propios impulsos erráticos o aquel misterioso estado de confusión que le iba embargando. El paisaje entero requería una explicación, aunque quizá «interpretación» fuera la palabra más exacta. Aquellos árboles solitarios se lo habían hecho ver claro ¿Por qué se había extraviado con tanta facilidad? ¿Por qué consentía que aquellas vagas impresiones le indicaran el camino a seguir? ¿Por qué se encontraba aquí, precisamente aquí? ¿Y por qué marchaba ahora «por la colina Litacy»?

Entonces, junto a un prado verde que resplandecía como un rayo de luz en medio de la oscuridad del páramo, distinguió una figura tumbada en la hierba. Era como una mancha en el paisaje, un simple amasijo de harapos sucios a los que su propia fealdad confería cierto aire pintoresco; y su mente -aunque sus conocimientos de alemán eran muy básicos- eligió de inmediato los términos alemanes en vez de los ingleses. Las palabras lump y lumpen acudieron misteriosamente a su memoria. En aquel instante le parecieron las más correctas, las más expresivas, casi como onomatopeyas visuales, si tal cosa fuera posible. Ni «harapos» ni «rufián» habrían hecho justicia a lo que acaba de ver. Sólo en alemán se podía describir aquello con alguna precisión.

Aquel era un mensaje que le enviaba su lado irracional. Pero, aparentemente, le pasó desapercibido. Un momento después, el vagabundo se incorporó y le preguntó la hora. Lo hizo en alemán. Y Martin, sin dudarlo un instante, le respondió también en alemán:

-Halb sieben -las seis y media.

No le falló su intuición. Un vistazo al reloj, cuando lo miró un poco más tarde, se lo confirmó. Oyó que el hombre le decía, con esa solapada insolencia tan característica de los vagabundos:
-Grrasias, muy agrradesido -Martin no había enseñado el reloj; otra intuición de su subconsciente que había obedecido.

Con el ánimo agitado por una extraña mezcla de ideas y sentimientos, avivó el paso y prosiguió su marcha por la soledad del camino. De alguna manera, sabía que le harían esa pregunta y que se la harían en alemán. Aquello hacía que se sintiera nervioso y abatido. Pero había otra cosa que también había contribuido a ese estado de nerviosismo y abatimiento; por alguna extraña razón también se la esperaba... y no se había equivocado. Cuando aquel bulto marrón cubierto de harapos se incorporó para hacerle la pregunta, una parte de él había permanecido tendida en la hierba: había otro bulto marrón y sucio. Eran dos los vagabundos. Pudo verles perfectamente la cara. Tras sus barbas desaliñadas, y medio ocultos por unos viejos sombreros, descubrió unos rostros desagradables y sagaces que le observaban con atención mientras pasaba delante de ellos. Le seguían con la mirada.

Durante un segundo los había mirado fijamente para poder identificarlos mejor. Y había comprendido con horror que sus rostros eran demasiado delicados, demasiado finos y astutos para ser los de unos simples vagabundos. Aquellos hombres no eran ni mucho menos unos vagabundos. Estaban disfrazados.

«¡Qué manera más furtiva de mirarme!», pensó, mientras se alejaba de prisa por aquel camino ensombrecido, plenamente consciente ahora de la abrumadora soledad y desolación del páramo que le rodeaba. Lleno de inquietud y de angustia, aceleró aún más la marcha. De pronto, mientras pensaba en el inoportuno ruido que hacían sus botas de clavos al golpear en la dura superficie del camino, irrumpieron en su mente todo el conjunto de cosas que le habían obsesionado por parecerle «enigmáticas». Le comunicaban un único y categórico mensaje: que todo aquello no tenía nada que ver con él -de ahí su confusión y su perplejidad- que se había entrometido en un escenario que no le correspondía y estaba invadiendo el territorio vital de otra persona. Al tomar algún desvío interno erróneo, se había situado en medio de un conjunto de fuerzas desconocidas que operaban en el pequeño mundo de otro individuo.

Sin darse cuenta, en algún lugar, había traspasado el umbral, y ahora ya se había adentrado demasiado: era un intruso, un entrometido, un mirón. Estaba escuchando, espiando; sus oídos captaban cosas que no tenía ningún derecho a conocer porque no era a él a quien estaban dirigidas. Como un barco en alta mar, interceptaba mensajes de radio que no alcanzaba a descifrar porque su receptor no estaba correctamente sintonizado. Pero había algo más: ¡aquellos mensajes advertían de algún peligro!

El miedo, como la noche, se abatió sobre él. Estaba atrapado en una red de fuerzas sutiles y profundas que era incapaz de controlar, pues desconocía tanto su origen como su propósito. Le habían conducido hacia una inmensa trampa psíquica, elaborada con todo detalle, pero concebida para otra persona. Algo le había atraído hacia ella; algo en el paisaje, en la hora del día, en su estado de ánimo. Alguna oculta debilidad interna había hecho de él una presa fácil. Su miedo pasó a convertirse en terror.

Lo que sucedió entonces ocurrió con tal rapidez y en tan corto espacio de tiempo que le pareció que todo ello se comprimía en un solo instante. Ocurrió de golpe, como en un torbellino. No hubo forma de evitarlo. Haciendo eses de un lado a otro del camino, avanzaba hacia él un hombre que sin duda fingía estar borracho: era un vagabundo. Cuando Martin se apartó para dejarle paso, los bandazos se transformaron en una acometida y el tipo se le vino encima. El impacto fue súbito y brutal; no obstante, mientras se tambaleaba, Martin pudo darse cuenta de que a sus espaldas se abalanzaba sobre él un segundo hombre que le levantó por las piernas y le hizo caer de bruces sobre la tierra con un estrépito sordo.

Entonces comenzaron a lloverle los golpes; distinguió el resplandor de un objeto brillante; y una náusea letal le hundió en un estado de debilidad absoluta que hizo inútil toda defensa. Sintió que un objeto ardiente le penetraba en el cuello y, al instante, comenzó a brotar de sus labios un liquido dulce y viscoso que le asfixiaba. Después, se hizo la oscuridad. ... Sin embargo, en medio de todo el horror yla confusión, se había dado perfecta cuenta de dos cosas: que el primer vagabundo se había escabullido a toda prisa entre los brezales para adelantarle e ir a su encuentro; y que le arrancaban de debajo de la ropa un objeto pesado que unos cierres mantenían firmemente ajustado a su cuerpo...

De repente, las tinieblas se rasgaron, se disiparon del todo. Se encontró de nuevo mirando de cerca el mapa que sostenía apoyado contra el poste. El viento batía las esquinas contra sus mejillas, y él estudiaba atentamente unos nombres, que ahora, podía distinguir con toda nitidez. Alzó la vista: las direcciones que figuraban en el poste eran las que había esperado encontrar, exactamente las mismas que venían en su mapa. Las cosas volvían a estar en su sitio, tal y como debía ser. Leyó el nombre del pueblo al que tenía pensado dirigirse; era perfectamente visible a la luz del crepúsculo, dos millas era la distancia que se indicaba. Perplejo, turbado, incapaz de pensar, apretujó el mapa en el bolsillo sin doblarlo y se apresuró camino adelante como quien acabara de despertar de un sueño espantoso que, en apenas un segundo, hubiera condensado todo el tormento de una prolongada y angustiosa pesadilla.

Se echó a correr con un trote continuo que pronto se convirtió en galope; chorreaba sudor, las piernas le flojeaban y le costaba controlar la respiración. Tan sólo era consciente del deseo irrefrenable de alejarse cuanto antes de aquel poste de la encrucijada donde le había asaltado la terrible visión. Martin, un contable de vacaciones, nunca había sospechado que existieran otros mundos llenos de posibilidades psíquicas. Para él, todo lo ocurrido había sido un auténtico suplicio. Mucho peor que aquella confabulación de jefes y empleados que, en cierta ocasión, le habían acusado injustamente de haber «amañado» un saldo en los libros de cuentas. Corría como si el campo entero, aullando, le pisara los talones. Y en ningún momento le abandonaba la increíble certeza de que nada de aquello le estaba destinado. Había escuchado los secretos de otra persona. Se había apropiado de advertencias que no estaban dirigidas a él, y al hacerlo, había modificado su curso. Había impedido que llegaran a su verdadero destinatario. La conmoción que todo aquello le producía no se podía expresar con palabras. Desajustaba los mecanismos de aquella alma equilibrada y precisa. La advertencia estaba destinada a otra persona, que ya nunca llegaría a recibirla.

El esfuerzo físico acabó por ejercer sobre él un efecto beneficioso y le permitió recobrar hasta cierto punto la calma. A la vista de las luces del pueblo, aminoró la marcha y entró a un ritmo más pausado. Una vez hubo llegado a la posada, inspeccionó y alquiló una habitación, y encargó la cena, a la que acompañó con una sustanciosa y reconfortante jarra de cerveza que le ayudara a mitigar aquella endiablada sed y a completar la total recuperación de su equilibrio mental. Las singulares sensaciones que hasta entonces le habían embargado acabaron por pasársele en gran medida; y de igual manera, le abandonó aquella extraña impresión de que cualquier cosa en su sencillo y saludable mundo requería una explicación. Poseído aún de una vaga inquietud, pero superada ya la sensación de miedo, entró al bar para fumar su pipa de después de cenar y charlar un rato con los parroquianos, como tenía costumbre de hacer cuando estaba de vacaciones. Entonces se fijó en dos hombres que, apoyados en la barra al fondo de la sala, le daban la espalda. Al instante vio sus rostros reflejados en el espejo, y la pipa estuvo a punto de caérsele de la boca. Eran unos rostros bien afeitados, finos y astutos; charlaban mientras tomaban una copa, y Martin alcanzó a coger una o dos palabras de lo que decían: eran palabras alemanas. Los dos vestían bien, no había nada en su atuendo que llamara la atención; con sus trajes de tweed y sus botas de campo podrían haber sido, como él, dos turistas de vacaciones. De pronto, pagaron las copas y se marcharon. En ningún momento llegó a verlos cara a cara, pero volvió a sentirse empapado de sudor y una ráfaga febril de frío y de calor le recorrió todo el cuerpo; había reconocido sin ningún genero de duda a los dos vagabundos, en esta ocasión sin disfrazar... todavía sin disfrazar.

No se movió de su esquina, el regreso de aquel vil terror apenas si le permitía sostener la pipa, que continuaba chupando con frenesí a pesar de estar ya apagada. Con la absoluta claridad de una certeza, acudió de nuevo a su mente la idea de que aquellos hombres no tenían nada que ver con él, y aún más, que por nada del mundo tenía derecho a inmiscuirse en sus asuntos. No tenía locus standi; sería inmoral... incluso si se presentaba la oportunidad. Y tenía la impresión de que la oportunidad se presentaría. Había estado escuchando a escondidas y había accedido a una información privada de carácter secreto que no tenía derecho a utilizar, ni tan siquiera para hacer el bien... ni tan siquiera para salvar una vida. Sentado en aquella esquina -aterrorizado, en silencio- permaneció a la espera de lo que fuera a ocurrir después.

Pero la noche no trajo explicación alguna. No ocurrió nada. Durmió profundamente. En la posada sólo había otro huésped; un hombre, ya entrado en años que, como él, debía de ser un turista. Llevaba gafas con montura de oro, y a la mañana siguiente, Martin oyó cómo preguntaba al posadero el camino para ir a la colina Litacy. Los dientes le empezaron a castañetear y las rodillas le flojearon.

-Doble a la izquierda en el cruce de caminos -se apresuró a decir Martin antes de que el posadero alcanzara a responderle-. Encontrará el poste indicador como a dos millas de aquí; a partir de entonces es cosa de otras cuatro millas.
Con espanto se preguntó cómo diablos podía saberlo.
-Yo voy en la misma dirección -dijo a continuación-. ¡Le acompaño un rato, si no le importa!

Aquellas palabras le habían surgido de manera espontánea, de golpe; sin pensar. Su dirección era justo la contraria pero... no quería que aquel hombre fuera solo. El desconocido, sin embargo, eludió amablemente su ofrecimiento de compañía. Le dio las gracias y le comentó que no tenía pensado partir hasta que el día estuviera más avanzado.

Los tres se encontraban junto al abrevadero que había frente a la posada y, en ese preciso instante, un vagabundo que avanzaba encorvado por el camino alzó la vista y les preguntó la hora. Fue el hombre de las gafas con montura de oro quien respondió.

-Muchas grrassias; muy agrradessido -dijo el vagabundo mientras se alejaba con aquel caminar encorvado y cansino. El posadero, un hombre muy locuaz, aprovechó para hacer un comentario sobre el gran número de alemanes que vivían en Inglaterra y que parecían dispuestos a engrosar las filas de una invasión teutona que, al menos él, consideraba inminente.

Pero Martin no lo escuchó. Aún no había recorrido una milla de camino cuando se adentró en el bosque para enfrentarse con su conciencia a solas. Su debilidad, su cobardía, constituían sin duda un delito. Le atormentaba una genuina angustia. Una docena de veces decidió volver sobre sus pasos, y otras tantas veces, la singular autoridad de aquella voz que le susurraba que no tenía derecho a entrometerse, le detuvo. ¿Cómo iba a actuar basándose en un conocimiento que había obtenido escuchando algo a escondidas? ¿Cómo iba a interferir en los asuntos privados de la vida oculta de otra persona por el simple hecho de haber escuchado, como si de un cruce de líneas se tratara, los peligros secretos que la amenazaban? Una especie de confusión interna le impedía pensar con la más mínima claridad. Aquel desconocido le tomaría por loco. No tenía ningún «hecho» en el que basarse... Reprimió un centenar de impulsos, y finalmente... siguió su camino con el corazón encogido.

Sus dos últimos días de vacaciones fueron un infierno, sembrado de dudas, interrogantes y sobresaltos. Todos ellos justificados más tarde, cuando leyó que un turista había sido asesinado en la colina Litacy. El hombre usaba gafas con montura de oro y llevaba, guardada en un cinturón atado alrededor del cuerpo, una gran cantidad de dinero. Le habían degollado. Y la policía andaba tras la pista de un misterioso par de vagabundos, a los que se creía... alemanes.


Consejero Krespel. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El consejero Krespel era uno de los hombres más extraordinarios con que he tropezado en mi vida. Cuando fui a H... para pasar una temporada, toda la ciudad hablaba de él, pues acababa de realizar una de sus excentricidades. Krespel era famoso como hábil jurista y como diplomático. Un príncipe reinante de Alemania, de segunda categoría, se había dirigido a él para que redactase una Memoria en la que quería hacer constar sus bien fundados derechos a cierto territorio y que pensaba dirigir al emperador. Consiguió su objeto, y recordando que Krespel se había lamentado una vez de no encontrar casa a su gusto, se le ocurrió al príncipe, para recompensarle por su obra, comprar la casa que eligiera Krespel; este no aceptó el regalo en esta forma, sino que insistió en que se le hiciera la casa en el hermoso jardín que había a las puertas de la ciudad. Compró toda clase de materiales y los llevó allí; luego se le vio, durante días enteros, con su extraordinaria vestimenta —que se mandaba hacer según modelos especiales—, matar la cal, cribar la arena, amontonar ladrillos, etc. No trató con ningún maestro de obras ni pensó siquiera en un plano. Un buen día se fue a ver a un maestro de obras de H... y le rogó que a la mañana siguiente, al amanecer, estuviera en el jardín con oficiales, peones y ayudantes para edificar la casa. El maestro de obras le preguntó, como era natural, por el proyecto, y se asombró no poco cuando Krespel le respondió que no lo necesitaba y que todo saldría bien sin él. Cuando al día siguiente, el maestro y sus obreros estuvieron en el sitio indicado, se encontraron con una hondonada cuadrada, y Krespel le dijo:

—Aquí hay que fundar los cimientos de mi casa, y luego las cuatro paredes, que subirán a la altura que yo diga.
—¿Sin puertas ni ventanas? ¿Sin muros de través? —preguntó el maestro, asustado de la locura de Krespel.
—Ni más ni menos que como le digo, buen hombre —repuso Krespel tranquilamente—. Lo demás ya irá saliendo.

Sólo la promesa de una recompensa crecida pudo convencer al maestro para edificar tan extraño edificio; pero jamás se ha hecho nada con más alegría, pues los obreros, que no abandonaban la obra porque allí se les daba de comer y de beber espléndidamente, levantaban las paredes con gran rapidez, hasta que un día Krespel dijo:

—Basta ya.
Pararon los martillos y las llanas; los obreros se bajaron de los andamios y rodearon a Krespel preguntándole muy sonrientes:
—¿Qué hacemos ahora?
—¡Dejadme pensarlo! —exclamó.

Y se marchó corriendo al extremo del jardín, desde donde volvió muy despacio hasta el cuadrado construido; al llegar al muro movió la cabeza de mal humor, se dirigió al otro extremo del jardín, volvió a la edificación y repitió los mismos gestos de antes. Varias veces realizó la operación, hasta que al fin, corriendo, con la cabeza levantada hacia el muro, exclamó:
—Aquí, aquí me tenéis que abrir la puerta.
Dio las medidas en pies y pulgadas y se hizo como él quiso. Entró en la casa sonriendo satisfecho, cuando el maestro le hizo observar que las paredes tenían la altura de una casa de dos pisos corrientes. Krespel recorrió el recinto muy preocupado, llevando detrás a los obreros con los picos y los martillos, y de repente gritó:
—Aquí una ventana de seis pies de altura y cuatro de ancho... Allí una ventanita de tres pies de alto y dos de ancho.

E inmediatamente quedaron abiertas.
Precisamente en esta ocasión fue cuando yo llegué a H..., y era muy divertido ver cientos de personas que rodeaban el jardín lanzando gritos de júbilo cada vez que caían las piedras dando forma a una ventana donde menos se lo podía figurar nadie. El resto de la casa y todos los trabajos necesarios para ella los hizo Krespel del mismo modo, colocando todas las cosas según se le ocurría en el momento. Lo cómico del caso, el convencimiento cada vez más cierto de que al cabo todo se acomodaría mejor de lo que era de esperar, y sobre todo la liberalidad de Krespel, completamente natural en él, tenía a todos muy contentos. Las dificultades que surgieron con aquella manera absurda de edificar se fueron venciendo poco a poco y no mucho tiempo después se veía una hermosa casa que por fuera tenía un aspecto extraño, puesto que ninguna de las ventanas eran iguales, pero en el interior tenía todas las comodidades posibles. Todos los que la veían lo aseguraban así, y yo mismo pude convencerme de ello cuando me la enseñó Krespel después de conocerme. Hasta aquel momento, yo no había hablado con este hombre extravagante, pues la obra le tenía tan ocupado que no acudió ni un solo día, como era costumbre suya, a las comidas de los martes en casa del profesor M..., y le contestó a una invitación especial, que mientras no inaugurase su casa no saldría a la puerta de la calle. Todos los amigos y conocidos esperaban una gran comida con tal motivo; pero Krespel no invitó más que al maestro, con los oficiales, los peones y los ayudantes que edificaron su casa. Los obsequió con los más exquisitos manjares; los albañiles devoraron sin tino pasteles de perdiz; los carpinteros de armar se atracaron de faisanes asados, y los peones, hambrientos, se hartaron por aquella vez de fricasse de trufas. Por la noche acudieron sus mujeres y sus hijas y se organizó un gran baile. Krespel bailó un poco con la mujer del maestro; luego se colocó junto a los músicos y, tomando un violín, dirigió la música hasta el amanecer. El martes siguiente a esta fiesta, que el consejero Krespel dio en honor del pueblo, lo encontré al fin, con gran alegría por mi parte, en casa del profesor M... Cosa más extraña que la manera de presentarse de Krespel no se puede dar. Tieso y desgarbado, a cada momento se figuraba uno que iba a tropezar con algo y hacer una tontería; no ocurrió así, sin embargo, a pesar de que más de una vez la dueña de la casa palideció al verlo moverse alrededor de la mesa donde estaban las preciosas tazas, o cuando maniobraba delante del magnífico espejo que llegaba al suelo, o cuando cogía el jarrón de porcelana y lo alzaba en el aire para contemplar sus colores. En el despacho del profesor fue donde Krespel hizo más cosas raras por curiosearlo todo, llegando hasta a subirse en una butaca tapizada para alcanzar un cuadro y volverlo luego a colgar. Habló mucho y con vehemencia, saltando de un asunto a otro —sobre todo en la mesa—, o insistiendo en una idea como si no pudiera apartarse de ella y metiéndose en un laberinto en el que no se lograba entenderle, hasta que por fin dejaba el tema y la emprendía con otro. Su voz era unas veces alta y chillona, otras apenas perceptible, otras cantarina, y nunca estaba de acuerdo con lo que Krespel decía. Se hablaba de música, encomiando a cierto compositor, y Krespel se echó a reír, diciendo con su voz cantarina:

—Yo quisiera que el demonio, con su negro plumaje, metiera en el infierno, a diez mil millones de toesas, al maldito retorcedor de notas.
Y luego, alto y con vehemencia:
—Es un ángel del cielo, que dedica a Dios sus notas. Su canto es todo luz.
Y se le saltaban las lágrimas.

Hubo que hacer un esfuerzo para recordar que una hora antes habíamos estado hablando de una cantante. Se sirvió asado de liebre, y yo observé que Krespel limpiaba con mucho cuidado los huesos que le tocaron y trató de obtener informaciones precisas de las patas de la liebre, las cuales le dio, sonriendo amablemente, la hija del profesor, muchacha de cinco años. Los niños miraron al consejero con mucha amabilidad durante la comida, y al terminar se levantaron y se acercaron a él, pero con cierto respeto y manteniéndose a tres pasos de distancia.

«¿Qué va a ocurrir aquí?», me pregunté a mí mismo.
Se alzaron los manteles; el consejero sacó del bolsillo una cajita, en la cual tenía un torno de acero, lo sujetó a la mesa y empezó a tornear con gran habilidad y rapidez con los huesos de la liebre toda clase de cajitas y libritos y bolitas, que los chicos acogieron con gran algazara.
En el momento de levantarnos de la mesa, la sobrina del profesor preguntó:
—¿Qué hace nuestra querida Antonieta, querido consejero?
Krespel puso una cara como la del que muerde una naranja agria y quiere demostrar que le ha sabido dulce, convirtiéndose esta expresión en otra completamente hosca y en la que se podía vislumbrar, a mi parecer, mucho de ironía infernal.
—¿Nuestra? ¿Nuestra querida Antonieta? —preguntó con voz arrastrada y desagradable.
El profesor acudió en seguida. En la mirada amenazadora que dirigió a su sobrina comprendí que había tocado una cuerda sensible en Krespel.
—¿Cómo va con el violín? —le preguntó el profesor, cogiendo al consejero las dos manos.
El rostro de Krespel se alegró, y con su tono de voz fuerte respondió:
—Perfectamente, querido profesor. Hoy mismo, he abierto el magnífico violín de Amati64, del que ya le conté por qué casualidad vino a parar a mis manos. Espero que Antonieta habrá desmontado lo restante.
—Antonieta es una buena chica —continuó el profesor.
—Así es, en efecto —repuso el consejero.
Y cogiendo su sombrero y su bastón salió precipitadamente del cuarto.
En el espejo vi sus ojos húmedos de lágrimas.
En cuanto se hubo marchado insté al profesor para que me dijera qué tenía que ver con el violín y sobre todo con Antonieta.
—¡Ah! —exclamó el profesor—. Así como el consejero es en todo un hombre extraño, del mismo modo resulta en la construcción de violines.
—¿En la construcción de violines? —pregunté asombrado.
—Sí —siguió el profesor—. Krespel construye los mejores violines que se pueden hallar en nuestra época, según la opinión de los entendidos; antes solía permitir algunas veces que alguien tocase en ellos, pero hace mucho tiempo que no ocurre así. En cuanto construye un violín toca con él una o dos horas, con gran fuerza y expresión, y luego lo cuelga junto a los otros que posee, sin volver a tocarlo ni permitir que nadie lo toque. Cuando encuentra en cualquier parte un violín de un maestro famoso, lo compra al precio que sea, toca en él una vez, lo deshace para ver cómo está construido y, si no encuentra lo que busca, lo tira a una gran caja llena de violines deshechos.
—¿Y quién es Antonieta? —pregunté con vehemencia.
—Esa sería una cosa —repuso el profesor— que me induciría a despreciar al consejero si no estuviera convencido de que en el fondo hay algo que está unido al carácter bondadoso de Krespel. Cuando, hace muchos años, el consejero llegó a H... vivía como un anacoreta, con un ama de gobierno, en una casa oscura de la calle de... Sus excentricidades despertaron la curiosidad de los vecinos, y en cuanto él lo advirtió buscó y encontró amistades. Lo mismo que en mi casa, se habituaron a él en todas partes, al punto de resultar indispensable. No obstante su exterior áspero, los niños le tomaban cariño en seguida, sin llegar nunca a molestarle, pues a pesar de sus familiaridades siempre le profesaron un cierto respeto que le ponía a cubierto de los abusos. Ya ha visto usted cómo sabe ganarse el afecto de los niños. Todos le teníamos por solterón y nunca protestó por ello. Después de llevar aquí algún tiempo hizo un viaje, nadie supo a dónde, y regresó a los pocos meses. A la noche siguiente del regreso de Krespel se vieron las ventanas de su casa iluminadas de un modo inusitado, lo cual llamó la atención de los vecinos, y mucho más al oír una voz de mujer que cantaba acompañada por un piano. Luego sonaron las cuerdas de un violín, haciendo la competencia a la voz. Se supo que quien tocaba era el consejero. Yo mismo figuraba entre la multitud que el extraordinario concierto reunió delante de su casa, y puedo asegurarle a usted que en mi vida he oído nada parecido y que el arte de las más famosas cantantes me resultó en aquel momento soso y sin atractivos. No tenía la menor idea de aquellas notas sostenidas, de aquellos arpegios, de aquel subir hasta lo más alto del órgano y descender hasta lo más bajo. No hubo una sola persona que no se sintiera invadida por el encanto dulcísimo, y cuando la cantante calló sólo se oyeron suspiros. Sería ya media noche cuando oímos hablar al consejero; al parecer y por el tono, otra voz masculina le hacía reproches, y una voz de mujer que se quejaba. Cada vez con más vehemencia gritaba el consejero, hasta que al fin habló en el tono bajo que usted conoce. Un grito más alto de la mujer le interrumpió; luego todo quedó en silencio de muerte. De súbito se abrió la puerta y apareció en ella un joven que sollozando se metió en una silla de posta que estaba parada allí cerca y que desapareció inmediatamente. Pocos días después, se presentó el consejero muy satisfecho y nadie tuvo valor para preguntarle nada sobre aquella famosa noche. El ama de gobierno contó a los que le preguntaron que su amo había traído una joven lindísima que se llamaba Antonieta y que era la que cantaba tan primorosamente. También los acompañó un joven que se mostraba muy obsequioso con Antonieta y que debía de ser su novio; pero por voluntad de Krespel se había marchado en seguida. Las relaciones de Antonieta con el consejero son hasta ahora un secreto; pero lo cierto parece que tiraniza de un modo cruel a la pobre muchacha. La guarda como el Doctor Bartolo de El barbero de Sevilla a su pupila, al punto que apenas si la permite asomarse a la ventana. Si alguna vez, y a fuerza de muchos ruegos, la lleva a una reunión, la persigue con mirada de Argos y no permite que cante ni toque ni siquiera una nota, cosa que, por lo demás, tampoco hace dentro de casa. El canto de Antonieta en aquella famosa noche ha llegado a ser para la ciudad como una fantasía o una leyenda maravillosa, y hasta los que la oyeron suelen decir cuando oyen a alguna cantante que viene: «Valiente flauta. La única que sabe cantar es Antonieta».

Usted sabe que yo soy muy aficionado a estas cosas fantásticas y, por lo tanto, comprenderá que fue para mí una necesidad el conocer a Antonieta. Había oído muchas veces la opinión del público sobre el canto de Antonieta; pero no sospechaba yo que la maravilla estuviese en este mismo pueblo y encerrada y tiranizada por Krespel. Consecuencia natural de mi fantasía fue oír a la noche siguiente el canto de Antonieta, y como quiera que en un adagio —que me resultó tan risible como si lo hubiera compuesto yo— me conjuró del modo más conmovedor a que la salvase, decidí penetrar en casa de Krespel como Astolfo en el castillo encantado de Alcineo y salvar a la reina del canto.

Pero ocurrió precisamente lo contrario de lo que yo pensara, pues apenas vi dos o tres veces al consejero y hablé con él sobre la estructura de los violines me invitó a visitar su casa. Así lo hice y me enseñó todo el tesoro que poseía en violines. En una habitación había colgados unos treinta, entre ellos uno que tenía todas las trazas de una respetable antigüedad —con cabezas de león talladas, etcétera— y que, colgado un poco más alto que los demás y con una corona de flores, parecía reinar sobre los otros.

—Este violín —dijo Krespel, respondiendo a mis preguntas—, este violín es muy notable; es una pieza admirable de un maestro desconocido; a mi parecer, de tiempos de Tartini66. Estoy convencido de que en el fondo de su estructura hay algo especial y que en cuanto lo desarme descubriré el secreto tras el cual ando hace mucho tiempo; pero... ríase de mí si quiere..., esta cosa muerta, que sólo vive mediante mi mano, me habla a veces de un modo extraño, y el día que toqué este violín por primera vez me pareció que yo no era sino el magnetizador que despertaba a la sonámbula que me anunciaba su presencia con palabras armoniosas. No crea usted que soy tan tonto que dé importancia a tales fantasías; pero lo que sí puedo asegurarle es que no me he atrevido a deshacer este instrumento. Y ahora me alegro de no haberlo hecho, pues desde que Antonieta está aquí toco en él y a la muchacha le gusta mucho oírlo.

Estas palabras las pronunció el consejero muy conmovido, lo cual me animó a preguntarle:
—Mi querido amigo, ¿no querría usted hacerlo también en mi presencia?
Krespel puso un gesto agridulce y me respondió con su voz arrastrada y cantarina:
—No, querido compañero.
Con aquella respuesta quedaba la cosa indefinidamente aplazada. Luego me entretuvo enseñándome toda clase de rarezas, y al fin cogió una cajita, y sacando de ella un papel me lo puso en la mano diciéndome:
—Usted es un aficionado al arte; acepte este obsequio como un recuerdo que le ha de ser caro sobre todas las cosas.

Y con estas palabras me empujó suavemente hacia la puerta y me abrazó en el umbral. En realidad, me había puesto de patitas en la calle. Cuando desdoblé el papel me encontré con un trocito como de una octava de pulgada de una prima y un letrerito que rezaba: «De la prima que tenía el violín de Stamitz cuando dio su último concierto».

El modo con que me echó de su casa Krespel cuando hice mención de Antonieta pareció demostrarme que nunca llegaría a verla; pero no fue así, pues el día que fui a visitar por segunda vez al consejero la encontré en el cuarto de este, ayudándole a armar un violín. El aspecto exterior de Antonieta no era nada notable a primera vista; pero fijándose en ella quedaba uno suspenso de sus ojos azules y de sus hermosos labios rojos y de su aire dulce y amable. Estaba muy pálida; pero apenas se decía algo espiritual o alegre sonreía dulcemente, arrebolándose sus mejillas, que luego quedaban cubiertas de un ligero rubor. Sin encogimiento alguno hablé con Antonieta, sin advertir durante la conversación la mirada de Argos del consejero que le atribuyera el profesor; antes al contrario, continuó en su actitud corriente y hasta me pareció que aprobaba mi conversación con la joven. Repetí con alguna frecuencia las visitas a casa del consejero, y ocurrió que los tres nos habituamos a vernos y formamos un círculo muy agradable. Krespel me resultaba sumamente divertido con sus bromas; pero lo que me producía un verdadero encanto y me hacía soportar toda clase de cosas que en cualquier ocasión me habrían hecho impacientar, era Antonieta. En las rarezas y excentricidades propias del consejero se mezclaba mucho de soso y aburrido. Sobre todo observé que en cuanto hablábamos de música, particularmente de canto, sonreía con su expresión diabólica y decía alguna cosa incongruente y vulgar con la voz cantarina. En la profunda turbación que en tales momentos se leía en las miradas de Antonieta advertí claramente que aquello tenía por objeto evitar que yo le pidiera que cantase. No me di por vencido. Con los obstáculos que Krespel me ponía creció mi deseo de vencerlos y de oír cantar a Antonieta para no ahogarme en sueños y ansias. Una noche estaba Krespel de extraordinario buen humor; había desarmado un violín antiguo de Cremona, encontrándose con que el alma estaba colocada media línea más inclinada de lo usual. ¡Oh admirable experiencia!

Conseguí que se entusiasmase hablando del arte de tocar el violín. La manera de interpretar los grandes maestros, los verdaderos cantantes de que hablaba Krespel, trajo sin buscarla la observación de que ahora se volvía sin poderlo remediar a la afectación instrumentalista que tanto dañaba al canto.

—¿Hay nada más insensato —exclamé yo, levantándome presuroso y dirigiéndome al piano, que abrí sin más rodeos—, hay nada más insensato que esa manera retorcida que en vez de música parece como si las notas fuesen guisantes vertidos en el suelo?
Canté algunas de las fermatas modernas, que sonaban a ratos como un peón suelto, desafinando en algún momento a sabiendas. Krespel se reía con toda su alma.
—¡Ja, ja! Me parece que estoy oyendo a uno de nuestros italianos-alemanes o alemanes-italianos atreverse con un aria de Pucitta67, o de Portogallo68 o de cualquier otro maestro di capella o schiavo d'un primo uomo.
Creí que había llegado el momento.
—¿No es verdad —dije, dirigiéndome a Antonieta—, no es verdad que Antonieta no sabe nada de estos canturreos?

E inmediatamente entoné una deliciosa canción del viejo Leonardo Leo69. Se arrebolaron las mejillas de Antonieta, sus ojos brillaron con brillo inusitado, se acercó al piano..., abrió los labios..., pero en el mismo instante la separó Krespel; me cogió a mí por los hombros y exclamó en voz chillona de tenor:

—Hijito... Hijito... Hijito.
Y luego continuó, murmurando a media voz y cogiéndome de la mano:
—En realidad, faltaría a todas las leyes de la urbanidad y a todas las buenas costumbres, mi querido señor estudiante, si expresase en alta voz mi deseo vivo y ferviente de que el mismísimo demonio le agarrase en este momento por el pescuezo y le llevase a sus dominios; sin llegar a eso, puede usted comprender, querido, que como está muy oscuro y no hay faroles encendidos, si yo le echara por la escalera abajo es posible que se hiciera usted daño en algún miembro importante. Lárguese de mi casa, pues, sin dilación y recuerde con todo el cariño que quiera a su buen amigo, a cuya casa..., entiéndalo bien..., a cuya casa no debe volver nunca.

Con estas palabras me abrazó y se volvió, sujetándome bien, dirigiéndose hacia la puerta de modo que no me fue posible mirar a Antonieta. Comprenderá usted que en mi situación no era posible que yo pegase al consejero, que era lo único que se me ocurría. El profesor se rió mucho de mí y me aseguró que el consejero había acabado para él. Hacer el amor al pie de la ventana y rondar la casa no entraba en mis cálculos, pues para ello estimaba demasiado a Antonieta, mejor dicho, la consideraba como sagrada. Dolorido profundamente, abandoné H...; pero, como suele suceder, los vivos colores de aquel cuadro fantástico fueron palideciendo, y Antonieta y su voz, que nunca había oído, se me representaron al cabo del tiempo como una luz rosada.

A los dos años estaba yo en B... y emprendí un viaje por el sur de Alemania. En el crepúsculo rojizo aparecieron ante mi vista las torres de H... Conforme me iba acercando a la ciudad me sentía invadido de un sentimiento de angustia inexplicable; parecía como si me hubieran puesto en el pecho un peso enorme; no podía respirar; tuve que salirme del coche. Aquella opresión llegó a producirme hasta dolor físico. Al rato creí oír los acordes de un coro que flotaban en el aire..., se hicieron más precisas las notas; distinguí notas masculinas que cantaban un himno religioso.

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —pregunté, sintiendo como si me atravesasen el pecho con un puñal.
—¿No lo ve usted? —respondió el postillón, que iba sentado junto a mí—. ¿No ve usted que están enterrando a una persona en el cementerio?

La verdad era que estábamos junto al cementerio, y advertí un círculo de personas vestidas de negro que se mantenían alrededor de una fosa que estaban cubriendo. Las lágrimas se me saltaron, y me pareció como si allí estuviesen enterrando toda la alegría de la vida. Bajamos rápidamente la colina y desapareció el cementerio; el coro se calló y no lejos de la puerta vi a unos cuantos señores en traje de luto que regresaban del entierro. El profesor y su sobrina iban cogidos del brazo, muy enlutados, y pasaron junto a mí sin conocerme. La sobrina se tapaba los ojos con el pañuelo y sollozaba violentamente. No me fue posible penetrar en la ciudad; envié a mi criado con el equipaje a la fonda en que había de alojarme y me dediqué a correr por aquellos contornos, tan conocidos para mí, con objeto de librarme de una sensación que quizá no tuviera por causa más que el efecto físico del calor del viaje, etc. Cuando penetré en la avenida que conduce a un sitio de recreo, se presentó ante mi vista el espectáculo más extraño que pueda darse. El consejero Krespel iba conducido por dos hombres, de los cuales quería a todo trance escapar con los saltos más extraordinarios. Como de costumbre, iba vestido con una levita gris cortada por él mismo, y en el sombrero de tres picos, echado materialmente sobre una oreja, llevaba un crespón que ondeaba al viento. Pendía de su cintura un tahalí negro, pero en lugar de espada llevaba metido en él un arco de violín. Me quedé helado. «Está loco», pensé, siguiéndole despacito. Aquellos hombres condujeron a Krespel hasta su casa y él los abrazó con grandes risas. Lo dejaron allí, y entonces dirigió la vista hacia donde yo me encontraba, casi a su lado. Me miró fijamente un rato y luego dijo con voz sorda.

—Bienvenido, señor estudiante... Ya comprende usted.

Y cogiéndome por el brazo me arrastró a la casa..., me hizo subir la escalera y me metió en el aposento donde estaban colgados los violines. Todos ellos tenían una cubierta de crespón. Faltaba el violín del maestro antiguo y en su sitio había colgado una corona de hojas de ciprés... Comprendí lo que había sucedido.

—¡Antonieta! ¡Ay, Antonieta! —exclamé sin consuelo.
Krespel estaba junto a mí como petrificado, con los brazos cruzados. Yo le señalé a la corona de ciprés.
—Cuando murió ella —comenzó a decir el consejero con voz cavernosa—, cuando murió se rompió el alma de aquel violín y la caja se hizo mil pedazos. No podía vivir más que con ella y dentro de ella; se puso en la caja y fue enterrado con ella.

Conmovido a más no poder, caí en una butaca. El consejero comenzó a cantar con voz ronca una canción alegre. Era un espectáculo tristísimo el verle saltar de un lado para otro y el crespón, flotando por el cuarto —tenía el sombrero puesto—, enganchándose en los violines. No pude contener un grito una vez que me rozó el crespón; me pareció como si me arrastrara a los profundos abismos de la locura.

De repente, Krespel se quedó tranquilo, y en su tono cantarín comenzó a decir:
—Hijito..., hijito..., ¿por qué gritas de ese modo? ¿Has visto al ángel de la muerte? Eso sucede siempre antes de la ceremonia.
Se colocó en medio del aposento, sacó de la vaina el arco de violín, lo levantó por encima de su cabeza y lo partió en pedazos. Y riendo a carcajadas exclamó:
—Crees que se ha roto, hijito, ¿no es verdad? Pues no lo creas..., no es así..., no es así... ¡Ahora estoy libre..., libre..., libre..., libre! ¡Ya no construiré ningún violín..., ninguno..., ninguno!
Y empezó a entonar una dulce melodía y a bailar a sus acordes en un pie. Lleno de espanto quise alcanzar la salida, pero Krespel me sostuvo y muy tranquilo comenzó a decir:
—Quédese, querido amigo; no considere locura la expresión del dolor que me martiriza mortalmente, y crea que todo ha sucedido por haberme hecho una bata con la que quería tener el aspecto de la Suerte o de Dios.

El consejero siguió diciendo todo género de incoherencias hasta que se quedó completamente agotado. A mi llamamiento acudió el ama de llaves y me sentí muy feliz cuando me vi libre de aquella especie de pesadilla. No dudé un momento de que Krespel se había vuelto loco, pero el profesor creía lo contrario.

—Hay hombres —decía— a los que la Naturaleza o una fatalidad cualquiera les arranca la cubierta con que los demás ocultamos las tonterías. Lo que para nosotros queda en pensamiento, Krespel lo pone en acción. Arrastrado por la amarga ironía espiritual, Krespel hace y dice tonterías. Pero esto es sólo su pararrayos. Devuelve a la tierra lo que es de la tierra y sabe conservar lo divino, continuando en perfecto estado en su interior, a pesar de las locuras que hace. La muerte repentina de Antonieta le ha sido muy dolorosa, pero apostaría a que mañana mismo el consejero continúa dando sus coces habituales.

Y verdaderamente ocurrió una cosa parecida a lo predicho por el profesor. Al día siguiente, Krespel estaba poco más o menos como antes; pero declaró que nunca más volvería a construir un violín ni a tocarlo. Según he sabido después, cumplió su palabra.

Las indicaciones del profesor fortalecieron mi íntimo convencimiento de que la relación, oculta tan cuidadosamente, de Antonieta con el consejero y su misma muerte eran un remordimiento para él que, con seguridad, llevaba aparejada cierta culpa. No quería abandonar H... sin reprocharle el crimen que yo presentía; deseaba llegar hasta su alma para provocar la completa confesión del horrible hecho. Cuanto más pensaba en ello, más claro veía que Krespel era un malvado y más firmemente me aferraba a la idea de espetarle un discurso que, desde luego, pensaba yo que habría de ser una obra maestra de retórica. Así dispuesto y muy sofocado acudí a casa del consejero. Lo encontré torneando juguetes, con su sonrisa tranquila.

—¿Cómo es posible —comencé a decirle sin preparación alguna—, cómo es posible que pueda usted disfrutar de un instante de paz sin sentirse atormentado por el recuerdo del horrible hecho cometido por usted y que debiera producirle siempre el efecto de la picadura de una víbora?
Krespel me miró sorprendido, dejando el cincel a un lado.
—¿Qué quiere usted decir, amigo mío? —me preguntó—. Siéntese en esa silla.

Muy excitado continué mi perorata, entusiasmándome más y más, acusándole de haber asesinado a Antonieta y amenazándole con la venganza eterna. Más celoso que ningún abogado, llegué hasta a asegurarle que procuraría averiguar todos los detalles de la cosa hasta conducirle ante el juez. Me desconcertó un tanto el ver que, cuando terminé mi pomposo discurso, el consejero me miró muy tranquilo sin responder una palabra, como si esperase a que siguiera hablando. Lo intenté, en efecto, pero me salió tan torpe y tan estúpido todo lo que dije, que me callé en seguida. Krespel gozó en mi confusión y su cara se iluminó con una sonrisa irónica. Luego recobró su seriedad y comenzó con tono grave:

—Joven: puedes considerarme loco o tonto; te lo perdono, pues los dos estamos encerrados en el mismo manicomio y te parece mal que yo me tenga por el Dios padre sólo porque tú te tienes por el Dios hijo; pero ¿cómo te atreves a querer meterte en una vida y a atar sus hilos, que son y serán siempre extraños para ti? Ella se ha ido y el secreto ha desaparecido.

Krespel se quedó pensativo; se levantó y dio dos o tres pasos por la habitación. Yo me atreví a rogarle que me aclarase el misterio; él me miró fijamente, me cogió de la mano y me llevó a la ventana, abriendo las dos hojas. Se asomó a ella, y con los brazos apoyados en el alféizar, me contó la historia de su vida. Cuando terminó me separé de él confuso y avergonzado.
Me explicó de la siguiente manera sus relaciones con Antonieta:

A los veinte años, su pasión favorita llevó a Krespel a Italia en busca de los violines de los mejores maestros. Entonces aún no los construía él y no se atrevía, por tanto, a desarmar los que caían en sus manos. En Venecia oyó a la famosa cantante Ángela..., que figuraba como primera parte en el teatro de San Benedetto. Su entusiasmo no se limitó a la parte artística, sino que se extendió a su belleza angelical. Krespel trabó amistad con Ángela, y a pesar de su carácter áspero logró conquistarla, particularmente por su pericia en tocar el violín. Las relaciones los llevaron en poco tiempo al matrimonio, que convinieron en mantener secreto, pues Ángela no quería retirarse del teatro ni cambiar el nombre que tantos triunfos le proporcionara por el poco armonioso de Krespel.

Con ironía mezclada de rabia, me pintó Krespel el martirio que hubo de sufrir una vez casado con Ángela. Toda la terquedad y la mala educación de todas las cantantes de primera fila juntas se encerraban en la figurita de Ángela. Si alguna vez trataba de hacerse el fuerte, Ángela le ponía delante todo un ejército de abates, maestros y académicos que, ignorantes de sus relaciones verdaderas, le consideraban como el adorador impertinente, sólo consentido por la bondad excesiva de la dama. Después de una escena de esta clase, bastante borrascosa, Krespel huyó a la casa de campo de Ángela y procuró olvidar las tristezas del día fantaseando en su violín de Cremona. No llevaba mucho tiempo tranquilo cuando su mujer, que salió casi inmediatamente detrás de él, apareció en el salón. Llegaba del mejor humor y, dispuesta a mostrarse amable, abrazó a su marido y, mirándole con dulzura, apoyó la cabeza en su hombro. Pero Krespel, ensimismado en el mundo de la música, continuó tocando el violín, haciendo repercutir sus ecos, y sin querer rozó a Ángela con el brazo y el arco. Ella se retiró furiosa. Bestia tedesca!, exclamó con ira; y arrancando a su marido el arco de la mano lo partió en mil pedazos contra la mesa de mármol. El consejero se quedó como petrificado ante aquella explosión de furor, y luego, como despertando de un sueño, cogió a su mujer con fuerzas hercúleas, la arrojó por la ventana de su casa y, sin preocuparse de más, huyó a Venecia y después a Alemania. Algún tiempo más tarde, comprendió lo que había hecho. Aunque sabía que la ventana sólo estaba a unos cinco pies del suelo y que en aquellas circunstancias no hubiera podido hacer otra cosa que lo que hizo, se sentía atormentado por cierta inquietud, tanto más cuanto que su mujer le había dado a entender que se hallaba en estado de buena esperanza. No se atrevía a hacer indagaciones, y le sorprendió sobremanera el que al cabo de ocho meses recibió una carta amabilísima de su adorada esposa, en la que no hacía la menor alusión al suceso de la casa de campo y le daba la noticia de que tenía una linda hijita, manifestándole al tiempo sus esperanzas de que el marito amato e padre felicissimo no tardaría en ir a Venecia. Krespel no fue allá; valiéndose de un amigo se enteró de todo lo ocurrido desde el día de su precipitada fuga, y supo que su mujer había caído sobre la hierba como un pajarillo ligero, sin sufrir el más mínimo daño en la caída. El acto heroico de Krespel hizo en su mujer una impresión extraordinaria, produciendo un verdadero cambio; no volvió a dar muestras de mal humor ni de caprichos estúpidos, y el maestro que trabajaba con ella se sentía el hombre más feliz del mundo porque la signora cantaba sus arias sin obligarle a hacer las mil variaciones que solía. El amigo le aconsejaba, sin embargo, que mantuviese en secreto el método de curación empleado con Ángela, pues, de divulgarse, se vería a las cantantes salir a diario por las ventanas. Krespel se emocionó mucho; mandó enganchar; se metió en el coche; pero de repente exclamó: «Alto. ¿No es posible —se dijo a sí mismo— que en cuanto me vuelva a ver se sienta otra vez acometida por el mal espíritu y volvamos a las mismas de antes? Una vez la tiré por la ventana: ¿qué habría de hacer en otro caso semejante? ¿Qué me queda?». Se apeó del coche, escribió una cariñosa carta a su mujer expresándole lo mucho que agradecía su amabilidad al decirle que la hijita tenía como él una pequeña marca detrás de la oreja, y... se quedó en Alemania. La respuesta fue muy expresiva. Protestas de amor..., invitaciones..., quejas por la ausencia del amado..., esperanzas, etc., recorrieron constantemente el camino de Venecia a H... y de H... a Venecia. Ángela fue por fin a Alemania y deslumbró como prima donna en el teatro de F... A pesar de no ser ya joven, deslumbró a todos con el encanto de su voz, que no había perdido nada. Entretanto, Antonieta había crecido y la madre se deshacía en elogios de la manera de cantar de la niña. Los amigos que Krespel tenía en F... se lo confirmaron, instándole a ir a F... para admirar a las dos sublimes cantantes. Pocos sospechaban el parentesco tan cercano que le unía a ellas. Krespel hubiese visto de muy buena gana a su hija, a la que quería de verdad y con la cual soñaba con frecuencia; pero en cuanto pensaba en su mujer, se ponía de mal humor y se quedaba en su casa, entre sus violines desarmados.

Habrá usted oído hablar del compositor B..., de F..., que desapareció de repente sin saber cómo, o quizá le haya conocido. Este individuo se enamoró de Antonieta locamente, y, como quiera que ella le correspondiera, rogó a su madre que consintiera en una unión que había de ser beneficiosa para el arte. Ángela no se opuso, y el consejero accedió también, con tanto más gusto cuanto que las composiciones del joven maestro habían encontrado favor en su severo juicio. Krespel esperaba recibir noticias de haberse consumado el matrimonio, pero, en vez de esto, llegó un sobre de luto escrito por mano desconocida. El doctor B... anunciaba a Krespel que Ángela había enfermado de un grave enfriamiento a la salida del teatro, y, que precisamente la noche antes de ser pedida Antonieta, había muerto. Ángela le había confesado que era mujer de Krespel, y Antonieta, por lo tanto, hija suya, y le rogaba que se apresurase a ir a recoger a la huérfana. Aunque la repentina desaparición de Ángela no dejó de impresionar al consejero, en el fondo se vio libre de un gran peso y sintió que al fin podía respirar con libertad. El mismo día en que recibió la noticia, se puso en camino hacia F... No puede usted figurarse la emoción con que el consejero me pintó su encuentro con Antonieta. En la misma forma extraña de su expresión había algo tan fuerte que no podría nunca repetirlo con exactitud. Antonieta tenía todas las condiciones buenas de su madre y, en cambio, ninguna de las malas. No albergaba ningún demonio que pudiera asomar la cabeza cuando menos se esperase. El novio estaba también allí. Antonieta conmovió a su padre hasta lo más íntimo cantando uno de los motetes del viejo padre Martini70, que sabía le cantara su madre en los tiempos de sus amores. Krespel vertió un torrente de lágrimas; nunca oyó cantar a Ángela de aquella manera. El tono de voz de Antonieta era especial y raro: unas veces semejaba al hálito del arpa de Eolo; otras, el trino del ruiseñor. Parecía como si las notas no tuviesen sitio suficiente en el pecho humano. Antonieta, sofocada de alegría y de amor, cantó y cantó todas sus canciones más lindas y B tocó y tocó entretanto, haciendo aún mayor la inspiración. Krespel oyó primero entusiasmado; luego se quedó pensativo..., silencioso..., ensimismado. Al fin se levantó, estrechó a Antonieta contra su pecho y le rogó en voz baja y sorda:

—No cantes más, si me quieres...; me oprimes el corazón..., me da miedo..., miedo...; no cantes más.
—No —le dijo al doctor R... el consejero al día siguiente—, no era simple semejanza de familia el que su rubor se concentrase, mientras cantaba, en dos manchas rojas sobre las pálidas mejillas; era lo que yo temía.
El doctor, que al comienzo de esta conversación se mostró muy preocupado, respondió:
—Quizá consista en haber hecho esfuerzos para cantar en edad demasiado temprana o un defecto de su constitución; pero el caso es que Antonieta padece de una afección de pecho, que precisamente es lo que da ese encanto especial y extraño a su voz, y la hace colocarse por encima de todas las voces humanas. Pero ello mismo puede ser causa de su muerte prematura, pues si continúa cantando no creo que tenga vida para más de seis meses.

A Krespel le pareció que le atravesaban el pecho con cien puñales. Sentía algo así como si en un árbol hermoso brotasen por vez primera las hojas y los capullos y tuviese que arrancarlo de raíz para que no pudiesen florecer más. Tomó una decisión. Explicó el caso a Antonieta y le dio a elegir entre seguir a su novio y las seducciones del mundo y morir en la flor de la juventud o proporcionar a su padre la tranquilidad de su vejez y vivir largos años. Antonieta abrazó a su padre, llorando; no quería comprender toda la verdad del caso temiendo el momento desgarrador de la decisión. Habló con su novio; pero, a pesar de que este prometió que nunca saldría de la garganta de Antonieta una sola nota, el consejero sabía de sobra que el mismo B... no resistiría a la tentación de oír cantar a Antonieta, aunque no fuese más que las composiciones suyas. El mundo, los aficionados a la música, aunque supiesen el padecimiento de Antonieta, no se resignarían a no escucharla, pues la gente es egoísta y cruel cuando se trata de sus placeres. El consejero desapareció con Antonieta de E.. y se trasladó a H... Desesperado, supo B... la partida. Siguió las huellas de los fugitivos, alcanzó al consejero y llegó tras él a H...

—Verle una vez más, y después morir —suplicó Antonieta.
—¿Morir? ¿Morir? —exclamó el padre, iracundo y sintiendo que un escalofrío le estremecía.
La hija, el único ser en el mundo que podía proporcionarle una alegría jamás sentida, lo único que le ligaba a la vida, imploraba, y él no quería ser cruel con ella; así que decidió que se cumpliese su destino.

B... se puso al piano. Antonieta cantó. Krespel tocó el violín satisfecho, hasta que en las mejillas de la joven aparecieron aquellas dos manchas fatídicas. Entonces mandó callar. Pero cuanto Antonieta se despidió de B... cayó al suelo lanzando un grito.

—Yo creí —así dijo Krespel—, creí que la predicción se cumplía y que estaba muerta; y como no era para mí una novedad, pues me había colocado en lo peor desde el principio, tuve cierta serenidad. Cogí a B... —que con el sombrero tenía el aspecto más ridículo y tonto del mundo— por los hombros, y le dije —el consejero adoptó su voz cantarina—: «Ya que usted, señor pianista, como se había propuesto, ha asesinado a su querida novia, puede usted marcharse tranquilamente, pues si permanece aquí mucho tiempo es posible que le clave en el corazón un cuchillo de monte, para que su sangre dé color a las mejillas de mi hija, que, como usted ve, están muy pálidas. Huya pronto de aquí si no quiere que le persiga o arroje sobre usted un arma». Indudablemente, estas palabras las debí pronunciar en un tono terrible, pues, lanzando un grito de espanto, el bueno de B... se separó de mí y salió precipitado de la casa.

Cuando se marchó B..., el consejero volvió al aposento donde se hallaba Antonieta tendida en el suelo, sin conocimiento. Vio que trataba de incorporarse, que abría un poco los ojos, pero que volvía a cerrarlos como si se hubiera muerto. Krespel comenzó a gritar inconsolable. El médico, que acudió al llamamiento del ama de llaves, declaró que Antonieta padecía un ataque grave, pero que no era de peligro; y, en efecto, se restableció rápidamente, mucho antes de lo que su padre se podía imaginar. La joven se unió a Krespel íntimamente, demostrándole un cariño sin límites; se compenetró con sus caprichos, con sus rarezas y sus extravagancias. Le ayudaba a desarmar violines antiguos y a armar los modernos.

—No quiero cantar más, sino vivir para ti —decía muchas veces, sonriendo, a su padre, cuando se había negado a acceder al ruego de alguien que le había pedido que cantase.

Krespel, sin embargo, procuraba evitar estos momentos, y por eso aparecía muy poco en sociedad y evitaba sobre todo que se encontrase donde hubiese música. Sabía muy bien lo duro que era para Antonieta el renunciar al arte en que se había distinguido tanto. Cuando Krespel compró el admirable violín que enterrara con Antonieta y lo iba a desarmar, su hija le miró con mimo y le preguntó:

—¿También este?
El consejero no sabía qué fuerza superior le impulsó a dejar intacto el violín y a tocar en él. Apenas comenzó a tocar las primera notas, cuando Antonieta exclamó:
—Ahí estoy yo... Ese es mi canto...

En verdad, los sonidos argentinos de aquel instrumento tenían algo maravilloso, parecían salir del pecho humano. Krespel se sintió profundamente conmovido; tocó con más gusto que nunca, y conforme atacaba las escalas, dándoles toda la expresión de que era capaz, Antonieta palmoteaba y exclamaba encantada:

—¡Qué bien lo he hecho! ¡Qué bien lo he hecho!
Desde aquella época su vida fue mucho más tranquila y alegre. Muchas veces le decía a su padre:
—Quisiera cantar un poco, padre.

Krespel descolgaba el violín y tocaba las más lindas canciones de Antonieta, lo cual le producía inmensa alegría. Poco antes de llegar yo, el consejero creyó oír en el cuarto junto al suyo que tocaban el piano; escuchó atento y distinguió claramente que B... preludiaba una pieza con su estilo acostumbrado. Quiso levantarse, pero se sintió como preso por fuertes ligaduras que no le permitieron moverse. Antonieta comenzó a entonar en voz baja una canción, llegando poco a poco a subir, subir hasta el fortissimo, y bajando de nuevo al tono profundo en que B... escribiera para ella una de sus canciones amorosas conforme al estilo del antiguo maestro. Krespel me decía que se encontraba en una situación incomprensible, pues sentía una satisfacción inmensa al tiempo que una profunda angustia. De repente le rodeó una gran claridad y vio a Antonieta y a B... abrazados y contemplándose con arrobo. Las notas de la canción y las del acompañamiento seguían sonando sin que Antonieta cantase ni B... pusiese las manos en el instrumento. El consejero cayó en una especie de desmayo, en el cual siguió oyendo la música y viendo la imagen. Cuando volvió en sí, le pareció que había tenido una pesadilla horrible. Precipitadamente penetró en el cuarto de Antonieta. Con los ojos cerrados, iluminado su rostro por una sonrisa celestial, con las manos cruzadas, yacía sobre el sofá, como si estuviese dormida y soñase con todas las delicias del cielo. Estaba muerta.