martes, 30 de julio de 2024

Bartleby, el escribiente. Herman Melville (1819-1891)

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor. Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos. Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.
-¿Y los borrones? -insinué yo.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia. Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.

Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.

Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.

Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:

-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.

Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby. Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.

Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.

Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente. Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.

Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones. En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:

-Preferiría no hacerlo.

Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.

Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón. Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.

Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.

-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.

Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.

-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.

Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.

-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.

Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.

-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable. No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.

-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
-Nippers. ¿Qué piensa de esto?
-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.

El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.

-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.

No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro. Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.

Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal. Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver. Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.
-Preferiría no hacerlo.
-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?
Silencio.
Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?

Hay que recordar que era de tarde. Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.

-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!

Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.

-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.
-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.
-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?
-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.

Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.

-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.
-Preferiría no hacerlo.
-¿No quiere ir?
-Lo preferiría así.

Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?

-¡Bartleby!
Silencio.
-¡Bartleby! -más fuerte.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.

Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.

-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.
-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.
-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.

¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante. Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía. Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajoso deshabillé.

Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas. La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.

Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .

Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible! Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago! Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura. No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros. Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.

Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión. Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.

La mañana siguiente llegó.
-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
-Preferiría no hacerlo.
-¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.
-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.
-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.

Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte. De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:

-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.

No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias. Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.

-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.
-¿Qué palabra, señor?
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.
-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera...
-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.
-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.

Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato. Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?
-Nunca más.
-¿Y por qué razón?
-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.

Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista. Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.

-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.

Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.

-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.

Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby. Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:

-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.
-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.
-Pero usted debe irse.

Silencio. Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.

-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.

No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto. Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.

-Apuesto a que... -oí decir al pasar.
-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.

Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema. Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:

-Todavía no; estoy ocupado.

Era Bartleby. Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.

-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.

-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.

No contestó.

-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.
-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?

Silenciosamente se retiró a su ermita. Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.

Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más. Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido.

También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.

Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo. ¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.

Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.

Al día siguiente le dije:

-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.

No contestó y no se dijo nada más. En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla. Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.

-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.

Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió. Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street. Lleno de aprensiones, contesté que sí.

-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
-En nombre de Dios, ¿quién es?
-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.

Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía. Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.

-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.

Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia. Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo. Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.

-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.
-Sentado en la baranda -respondió humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.
-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
-No, preferiría no hacer ningún cambio.
-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a la carga.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.
-No, preferiría hacer otra cosa.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.

No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.

Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía. El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.

Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.

-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:

-¿Ése es su amigo?
-Sí.
-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.
-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.
-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.
-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.

Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.

-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.
-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?
-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.
-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.

Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.

-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.
-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.

El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros. Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.

La redonda cara del despensero me interrogó:

-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.
-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
-Con reyes y consejeros -dije yo.

Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!


Blagdaross. Lord Dunsany (1878-1957)

En un campo de las afueras de la ciudad sembrado de ladrillos caía el crepúsculo. Una o dos estrellas aparecían sobre el humo, y en ventanas distantes se encendían misteriosas luces. La quietud y la soledad se hacían cada vez más profundas. Entonces, todas las cosas desechadas que callan durante el día hallaron voces.

Un viejo corcho habló primero. Dijo: Crecí en los bosques de Andalucía, mas nunca escuché los perezosos cantos de España. Crecí fuerte a la luz del sol, aguardando por mi destino. Un día los mercaderes llegaron y nos arrancaron; por la costa, apilados, a lomo de asno, nos llevaron a una ciudad orillas del mar, donde me dieron forma. Un día me enviaron al Norte, a Provenza, y allí cumplí mi destino. Porque me pusieron de guarda sobre el vino hirviente, y durante veinte años permanecí centinela fiel. Durante los primeros años, el vino que guardaba durmió en la botella soñando con Provenza; mas al transcurso del tiempo fue tomando fuerza, hasta que por fin, cuando quiera que un hombre pasaba, el vino me empujaba con todo su poder, diciéndome: ¡Déjame salir! ¡Déjame salir! Y a cada año su vigor aumentaba y acentuaba el vino su clamor siempre que el hombre pasaba; pero nunca logró arrojarme de mi lugar. Pero luego de haberle contenido poderosamente durante veinte años, le trajeron al banquete y me quitaron de mi puesto, y el vino saltó bullicioso y corrió por las venas de los hombres, y exaltó sus almas hasta que se alzaron de sus asientos y cantaron canciones provenzales. Pero a mí me arrojaron, a mí, que había sido su centinela veinte años y que estaba aún tan fuerte y macizo como cuando me pusieron de guarda. Ahora soy un despojo en una fría ciudad del Norte, yo, que he conocido los cielos de Andalucía y guardado muchos años los soles provenzales que arden en el corazón del vino regocijante...

Un fósforo incólume, que alguien había tirado, habló en seguida: Yo soy un niño del Sol -dijo- y un enemigo de las ciudades; hay en mi corazón cosas que no sospecháis. Soy hermano de Etna y Strómboli; guardo en mi fuegos escondidos, que surgirán un día hermosos y fuertes. No entraremos en la servidumbre de ningún hogar, ni moveremos máquinas para nuestro alimento allí donde lo encontremos aquel día en que seamos fuertes. Hay en mi corazón niños maravillosos, cuyos rostros han de ser mas vivaces que el arco iris; firmarán pacto con el viento Norte y éste los empujará adelante; todo será negro tras ellos y negro sobre ellos, y nada habrá bello en el mundo sino ellos; se apoderarán de cuanto hay sobre la tierra y ésta será suya, y nada los detendrá, sino nuestro viejo enemigo, el mar...

Luego habló una vieja tetera rota, y dijo: Soy la amiga de las ciudades. Me siento sobre el hogar entre las esclavas, las pequeñas llamas que se alimentan de carbón. Cuando las esclavas danzan tras las rejas, me siento en medio de la danza y canto y alegro a mis amos. Y entono cantos sobre la molicie del gato, y sobre la inquina que hay hacia él en el corazón del perro, y sobre el torpe andar del niño, y sobre el arrobamiento del señor de la casa cuando cocemos buen té moreno; y a veces, cuando la casa está muy Caliente y contentos el amo y las esclavas, rechazo los vientos hostiles que soplan sobre el mundo...

Y habló después un trozo de vieja cuerda: Fui hecha en un lugar de condena, y condenados tejieron mis fibras en un trabajo sin esperanza. La suciedad del odio se asentó en mi corazón, y por esto jamás dejé libre nada una vez que lo hube sujetado. He atado muchas cosas, implacable, por meses y años; porque acostumbraba a entrar plegándome en los almacenes donde las grandes cajas yacen abiertas al aire, y una de ellas se cerró de súbito y mi fuerza espantosa cayó sobre ella como una maldición, y si sus tablas gemían cuando yo las estrechaba, o si pensando en sus bosques crujían en la noche solitaria, yo las estrechaba todavía más, porque vive en mi alma el pobre odio inútil de los que me tejieron en un lugar de condena. Mas, a pesar de todas las cosas que había retenido con mi garra de prisión, mi última obra fue libertar una. Estaba yo ociosa una noche en la sombra, en el suelo del almacén. Nada se movía, y hasta dormía la arana. Hacia media noche, una gran bandada de rumores ascendió de las planchas del suelo y estremeció los techos. Un hombre vino hacia mí, solo. Y conforme se acercaba reprochábale su alma, y vi que había una gran pugna entre el hombre y su alma, porque su alma no quería dejarle y continuaba reprochándole. Entonces, el hombre me vio y dijo: Esta, al fin, no me faltará. Cuando así le oí decir, determiné que cualquier cosa a que me requiriese sería cumplida hasta el límite. Y cuando formé este propósito en mi corazón impasible, me asió y se subió a una caja vacía que debería atar a la mañana siguiente, y me enlazó por un extremo a una negra viga; mas el nudo fue atado con descuido, porque su alma estaba reprochándole de continuo y no le daba reposo. Después hizo una lazada de mi otro cabo, y entonces el alma del hombre cesó de reprocharle y le gritó jadeante y le suplicó que se pusiera en paz con ella y que nada hiciera de súbito; mas el hombre prosiguó su trabajo y puso la lazada por su cabeza hasta por debajo de la barba, y el alma gritó horriblemente.

...Entonces, el hombre apartó la caja de un puntapié, y al momento comprendí que mi fuerza no bastaba; mas recordé que él había asegurado que no habría de faltarle, y puse todo el vigor de mi odio mugriento en mis fibras y le sostuve con sólo el esfuerzo de la voluntad. Entonces, el alma me gritó que soltara, pero yo dije:

-No; tú humillaste al hombre.

Me gritó que me soltase de la viga, y ya resbalaba, porque sólo me sujetaba a ella por un nudo mal hecho; mas apreté con mi garra de presa y dije de nuevo:

-Tú humillaste al hombre.

Y sofocadamente me dijo otras cosas, mas no respondí; y al fin el alma que vejaba al hombre que en mí había confiado voló y le dejó en paz. Jamás pude luego atar ninguna cosa, porque mis fibras quedaron desgastadas, retorcidas, y aun mi implacable corazón habíase debilitado en la lucha. Poco después me arrojaron aquí. Había cumplido mi trabajo.

Así hablaron entre sí, pero mientras asomaba sobre ellos la forma de un viejo caballito de madera que se quejaba amargamente. Dijo:

...Soy Blagdaross. Triste de mí que yazgo ahora como un despojo entre estas dignas pero humildes criaturas. ¡Ay de aquellos días que nos fueron robados y ay de Aquel Grande que fue mi dueño y mi alma, cuyo espíritu se ha encogido y no puede saber más de mí, ni cabalgar por el mundo en caballerescas empresas! Yo fui Bucéfalo cuando él Alejandro, y le llevé victorioso hasta el Indo. Con él hallé los dragones cuando él era San Jorge, y fui el caballo de Rolando en lucha por la cristiandad, y muchas veces Rocinante. Batallé en los torneos y caminé errante en busca de aventuras, y encontré a Ulises y a los héroes, y las mágicas fiestas. O ya tarde en la noche, antes de encenderse las lámparas en el cuarto de los niños, montaba sobre mí bruscamente y galopábamos a través del Africa. Allí cruzábamos en la noche tropicales selvas y pasábamos oscuros ríos, que centelleaban con los ojos de los cocodrilos, y en donde flotaban los hipopótamos corriente abajo, y misteriosos ganados surgían de pronto en la oscuridad y furtivamente desaparecían. Y después de haber cruzado la selva encendida por las luciérnagas, salíamos a la abierta llanura y galopábamos por ella, y los flamencos escarlata volaban a nuestro lado por las tierras de los reyes sombríos con coronas de oro sobre sus cabezas y cetros en las manos, que salían de sus palacios para vernos pasar. Entonces revolvíame yo súbitamente y el polvo se desprendía de mis cuatro herraduras cuando galopaba hacia casa de nuevo y mi amo era llevado al lecho. Y al otro día montaba en busca de extrañas tierras, hasta que llegábamos a una mágica fortaleza guardada por hechiceros, y derribaba los dragones a la puerta, y siempre volvía con una princesa más bella que el mar.

...Pero mi amo empezó a ensanchar de cuerpo y a encogerse de alma y rara vez salía de aventuras. Al fin vio el oro y nunca más volvió a cabalgarme, y a mí me arrojaron entre esta gentecilla...

Pero mientras el caballito hablaba, dos niños se escaparon, sin permiso de sus padres, de una casa situada en el confín y cruzaron el descampado en busca de aventuras. Uno de ellos llevaba una escoba, y al ver al caballito, nada dijo, pero rompió el astil de la escoba y lo ajustó entre sus tirantes y su camisa, al costado izquierdo. Después montó en el caballito y enarbolando el astil de la escoba, aguzado en la punta, gritó: Saladino está en este desierto con todos sus secuaces; yo soy Corazón de León.

Luego dijo el otro niño:

-Déjame a mí también matar a Saladino.

Y Blagdaross, en su corazón de madera, que estaba henchido con pensamientos de batalla, dijo:

...Aún soy Blagdaross.


Berenice. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

Fue en un libro encuadernado en pergamino, impreso en caracteres góticos y taraceado por la polilla, donde encontré la leyenda de Berenice, a quien suelen llamar la Verónica. Sin darle crédito ni atribuirle autoridad alguna, voy a trasladarla aquí, lector piadoso, que acaso habrás adorado alguna reproducción de la Santa Faz.

Berenice, casada con Misael el rico, era de origen hebreo, nacida, sin embargo, en Alejandría. De su ciudad natal había traído a Sión costumbres refinadas, un vestir lujoso, gasas más sutiles, y joyas más caprichosas que las que usaban sus convecinas y aun las romanas del séquito de la esposa de Pilatos. Berenice gastaba exquisitos perfumes, iguales a los de la tetrarquesa Herodías, y se los traía Misael de sus frecuentes viajes a los países de Arabia y Persia. Con todo eso, Berenice no era dichosa y Misael tampoco.

No tenían hijos. Las entrañas de Berenice no eran fecundas. Y, como la esperanza en la venida del hijo de David, del Mesías prometido, se hubiese exaltado con el yugo puesto en Jerusalén por la despótica Roma, cada matrimonio soñaba con engendrar al Salvador. Las estériles eran objeto de compasiva burla. Cada vez que una aguadora cargada con sus ánforas y con el peso de su embarazo pasaba ante la puerta de Berenice, la opulenta arrojaba una mirada de envidia a la miserable. ¿Quién sabe si sería tan venturosa que albergase en su seno la redención de Israel?

La multitud pensaba en el Redentor y le veía como guerrero formidable semejante a los Jueces campeadores, que antaño hicieron triunfar al pueblo elegido. Traería al cinto espada reluciente, al brazo un escudo de fortaleza, y al impulso invencible de su ardimiento huiría el invasor y sería libre Israel. Volverían los tiempos gloriosos, el triunfo de Jehová y, entre cánticos de alegría, el Templo daría cobijo, también como antaño, a las muchedumbres de las tribus, y el Arca sería otra vez llevada en apoteosis, al son de las chirimías y las cítaras, entre los clamores de gozo del pueblo delirante...

Misael era de los que soñaban así. Y la pena de que Berenice no le diese el hijo esperado le fue alejando de ella y tuvo pasajeros encuentros con campesinas, al paso de las ciudades donde solía pasar. La frialdad creció cuando Misael pudo advertir que Berenice se inclinaba a las sectas que empezaban a surgir en Jerusalén, hombres de blancas túnicas y largos cabellos, que llevaban una vida pura y entendían (al revés de los Doctores de la Ley y Príncipes de los Sacerdotes) que el Mesías no sería un combatiente, sino un manso, varón de paz y humildad, y por el espíritu de mansedumbre redimiría a Sión.

Antiguas profecías lo tenían anunciado: Isaías, el de los labios purificados por el ascua de fuego, lo había dicho expresamente. No un león de Judá, sino un cordero. No trataría de defenderse, pues descendía a ser sacrificado. El precio de su sacrificio era la redención, pero no sólo de Israel, sino de todo el mundo. Y ésta le parecía a Misael la herejía peor. El Mesías tenía que venir para Israel tan solo. ¿Cómo se entiende? ¡El Mesías era para los judíos, para el pueblo de Dios!

Y los esposos disputaban día y noche, aferrado Misael a su exclusivismo patriótico, porfiando Berenice con suave terquedad.

-De todos modos -insistía Misael- yo veo que no viene, pero si ha de venir también para estos romanos que nos oprimen, que nos han hecho esclavos, creo que más vale...

Decíalo, no obstante, de dientes afuera. Según iban alejándose las esperanzas de que Berenice se sintiese madre, aumentaba el afán de Misael. No desesperaba; cierto que su esposa ya iba dejándose atrás la juventud, pero mucho más madura era Sara cuando concibió. Así es que, un día, al volver de una de sus excursiones, trayendo por cierto a Berenice joyeles espléndidos, y mientras ella, agradecida, le rogaba que se sentase a comer y se preparaba a servirle el aguamanos y a lavarle los pies con la húmeda toalla, insistió el marido:

-Berenice, sabe que, en el desierto, bajo la tienda he tenido un sueño: te he visto rodeada de posteridad numerosa. Y el primero de tus retoños, sábelo también, era el Mesías prometido a nuestro pueblo. Tenía la faz muy triste, sangrienta, cubierta de sudor y polvo. ¿Quién me interpretará este sueño? Inquieto estoy.

Calló la esposa, lavó a su señor y le presentó el asado, las tortas de miel y manteca, las uvas de cuelga y las granadas rojas. Le escanció el vino de rubí y le ofreció el agua fresquísima. Y, cuando se hubo saciado y pasado a la terraza, a respirar el aire, regaladamente, Berenice murmuró, con emoción profunda:

-No desees más, Misael, que en mi seno se forme el Mesías. No puede ser. El Mesías ya está entre nosotros.

Y como Misael, atónito, dudase y negase con la cabeza, Berenice replicó:

-Ha venido, ha venido el Hijo de David. Le anunció Yokaanam, ¿no te acuerdas? Aquel varón justo y penitente a quien degollaron, después de la impúdica danza de Salomé, por artimañas de la tetrarquesa. El Hijo de David, unas veces va por los pueblecillos enseñando a las multitudes, otras se le ve en Jerusalén, donde ha arrojado a latigazos del Templo a los mercaderes. Eblis le ha tentado vanamente en la cima de una montaña, y en otra montaña el Maestro ha predicado una ley mejor que la de Moisés, más dulce, más hermosa.

Misael, ya recobrado del asombro, rompió a reír.

-Siempre te dije, esposa mía, que esos nuevos sectarios que hemos visto aparecer te revolverían el seso. Aquí no tenemos más camino, si no viene el Libertador que esperamos, sino ceñirnos los riñones, requerir la espada y caer sobre los invasores, exterminándolos uno por uno. Así hicimos con los moabitas, los amalecitas y los filisteos, y nos fue bien; eran otros tiempos. Había patria. Con Profetas descalzos y que van por los caminos como mendigos, poco medraremos. El Mesías no puede ser el primo de Yokaanam, que era un vagabundo, comedor de langostas silvestres. El Mesías vendrá terrible en su fortaleza, como las haces bien ordenadas. Cuando llegue, menearemos el hierro.

-Te aseguro que se halla ya entre nosotros -repitió tenazmente Berenice-. Lo he sentido en mí; mi corazón ha saltado, como un cabrito que ve a su madre. No lo dudes, Misael. No vivas en la ceguera.

Volvió el comerciante a reírse y tomando su manto, salió a la calle. Quería informarse del tal Mesías, algún embaucador, de seguro. El primer amigo que encontró en la plaza, le dio noticias de la mayor actualidad.

-¿El loco visionario, que se dice Rey de los judíos? ¿Uno al cual siguieron las turbas y le hicieron una entrada triunfal? ¡Bah! Hoy mismo le prenden, y se afirma que le darán muerte mañana.

Misael se estremeció. Nada le importaba el seudo-Profeta, pero le molestaba la pena que iba a sentir Berenice. Y decidió callar. Tiempo había de que lo supiese. De noche, sin embargo, fue agitado su sueño. Dio mil vueltas y habló alto, con inarticuladas voces. A las afectuosas preguntas de Berenice, contestó con efugios. No sabía... Acaso la comida, el vino, el cansancio que sigue a un largo viaje...

Al día siguiente, recorrió la ciudad. Se hablaba mucho de la captura del Rabí. Supo Misael que le habían flagelado. Habló con fariseos y saduceos, que se quejaban de la indulgencia del Pretor romano con el impostor. A bien que ellos habían fomentado un movimiento popular, una especie de motín, y los romanos temían siempre a los desórdenes y algaradas, que podían fomentar en el pueblo la rebelión.

Y por la tarde, supo más Misael: el Rabí iba a ser crucificado...

Volvió a su casa el comerciante con extraña sensación de peso y amargor en la conciencia. Deseaba hablar, informar a Berenice, y temía, de hacerlo, que corriese desalada al lugar del suplicio. Taciturno, se sentó en el patio, donde una fuente se deshilaba en un tazón de jaspe.

Berenice estaba a su lado. Pálida y triste, no respondía casi a sus palabras. Enmudecieron al fin los dos. Los despertó un tumulto en la calle. Las siervas clamaban con histéricos gemidos. Llantos femeniles se oían en la calle también. Berenice saltó, se precipitó. Pasaba una lúgubre comitiva, y entre ella, un hombre cargado con enorme cruz, que no podía levantar en peso, y que arrastraba de rodillas cayendo y levantándose. El hombre sería joven y hermoso, pero no era fácil comprenderlo, porque el semblante apenas podía distinguirse entre las guedejas del pelo pegado a las sienes por el sudor de la agonía y la coagulada sangre que había corrido por la frente abajo. Berenice no sollozaba, no gritaba; permanecía con los ojos dilatados de horror, fascinada por la intensidad del sentimiento. Al fin, se lanzó, desenrolló el velo fino que cubría su cabeza y corrió, abriéndose paso entre la muchedumbre y rechazando con la mano a los verdugos, a secar aquel rostro empapado, a limpiar aquellas facciones ultrajadas y embebidas de impurezas. El sentenciado la miró un momento, y la mirada se clavó como hierro ardiente en el alma de la piadosa.

Misael la había seguido para protegerla y fue el primero en notar el prodigio...

La faz del reo se había quedado impresa en la tela tres veces, en tres dobleces simétricos, y era el mismo rostro, y el mirar, el mirar maravilloso que derretía el corazón más duro...

Y Misael, cayendo prosternado, gritó:

-¡Era cierto! ¡Había venido el Mesías!


Bâtard. Jack London (1876-1916)

Bâtard era un demonio. Esto era algo que se sabía por todas las tierras del Norte. Muchos hombres lo llamaban «Hijo del Infierno», pero su dueño, Black Leclère, eligió para él el ofensivo nombre de Bâtard. Y como Black Leclère era también un demonio, los dos formaban una buena pareja. Hay un dicho que asegura que cuando dos demonios se juntan, se produce un infierno. Esto era de esperar, y esto fue lo que sin duda se esperaba cuando Bâtard y Black Leclère se juntaron. La primera vez que se vieron, siendo Bâtard un cachorro ya crecido, flaco y hambriento y con los ojos llenos de amargura, se saludaron con gruñidos amenazadores y perversas miradas, porque Leclère levantaba el labio superior y enseñaba sus dientes blancos y crueles, como si fuera un lobo. Y en esta ocasión lo levantó, y sus ojos lanzaron un destello de maldad, al tiempo que agarraba a Bâtard y lo arrancaba del resto de la camada, que no cesaba de revolcarse. La verdad es que se adivinaban el pensamiento, porque tan pronto como Bâtard clavó sus colmillos de cachorro en la mano de Leclère, le cortó éste la respiración con la firme presión de sus dedos.

-Sacredam -dijo en francés, suavemente, mientras se quitaba con un movimiento de la mano la sangre que, rápida, había brotado tras la mordedura, y dirigía la vista al cachorrillo que jadeaba sobre la nieve, tratando de recuperar la respiración.

Leclère se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sixty Mile Post.

-Por esto es por lo que más me gusta. ¿Cuánto? ¡Oiga usted, M'sieu! ¿Cuánto quiere? ¡Se lo compro ahora mismo! ¡Inmediatamente!

Y como Leclère sentía un odio tan profundo por Bâtard, lo compró y le puso un nombre ofensivo. Durante cinco años recorrieron los dos las tierras del Norte, desde St. Michael y el delta del Yukon hasta los confines de Pelly, e incluso llegaron hasta el río Peace, en Athabasca, y el lago Great Slave. Y se labraron una fama de maldad indiscutible, algo nunca visto con anterioridad entre un hombre y un perro.

Bâtard no conoció a su padre, y de ahí su nombre, pero según John Hamlin, éste había sido un gran lobo gris. En cuanto a la madre, él recordaba, no con mucha precisión, que era una husky, desafiante y pendenciera, obscena, fornida, de ancha frente y pecho corpulento, de mirada maligna, con un apego felino a la vida y una habilidad especial para el engaño y la maldad. No se podía tener fe ni confianza en ella. Sólo en sus traiciones se podía confiar, y sus aventuras amorosas en el bosque atestiguaban su absoluta depravación. En los progenitores de Bâtard había mucha fuerza y mucha maldad, y él las había heredado junto con su carne y su sangre. Y entonces apareció Black Leclère y puso su mano implacable sobre el pedacito de vida palpitante que era el cachorro, y la apretó y zahirió hasta moldear toda una bestia erizada, dispuesta a cualquier canallada y rebosante de odio, siniestra, malvada, diabólica. Con un dueño adecuado, Bâtard podía haber llegado a ser un perro de trineo normal y bastante eficiente. Nunca tuvo esa oportunidad, pues Leclère no hizo más que reafirmar la iniquidad que llevaba en sus genes.

La historia de Bâtard y de Leclère es la historia de una guerra implacable y cruel, que duró cinco años y de la que es un fiel testimonio el primer encuentro que tuvieron. Para empezar, la culpa fue de Leclère, porque odiaba con inteligencia y conocimiento, mientras que el torpe cachorrillo de largas patas lo hacía a ciegas, instintivamente, sin método ni razón. Al principio, las muestras de crueldad no eran sofisticadas (esto vendría más tarde) y se reducirían a simples golpes de una brutalidad cruel. En una de estas ocasiones, Bâtard se lesionó una oreja. Nunca volvió a controlar los músculos cortados y le quedó la oreja colgando, inerte para siempre, como recuerdo perenne de su torturador. Y nunca lo olvidó.

Mientras fue un cachorro su rebeldía fue inocente. Siempre resultaba derrotado, pero volvía a la carga, porque su naturaleza lo impulsaba a volver a la carga. Y no se le podía vencer. El dolor del látigo y el garrote le hacían emitir intensos gañidos, pero, pese a todo, siempre contestaba con un gruñido desafiante, su alma exigía amargamente venganza y no dejaba de granjearse más golpes y más palos. Pero en él estaba el férreo apego a la vida de su madre. Nada podía acabar con él. Mejoraba con la mala suerte, engordaba con el hambre, y como consecuencia de esta lucha terrible por la supervivencia desarrolló una inteligencia preternatural. Suyas eran la cautela y la astucia de la perra esquimal que fue su madre, y la fiereza y el valor del perro lobo, su padre.

Probablemente, el no quejarse nunca le venía de su padre. Los gañidos de cachorro se acabaron cuando sus patas dejaron de ser larguiruchas, de modo que se hizo torvo y taciturno, rápido para atacar, lento para prevenir. Contestaba a las maldiciones con gruñidos, a los golpes con zarpazos, mostrando al tiempo su odio implacable a través de una sonrisa que dejaba ver sus dientes, pero nunca pudo Leclère hacerle gritar de nuevo de miedo o de dolor, aun estando en la mayor de las agonías. Y esta imposibilidad de vencerle no hacía más que avivar el odio que sentía Leclère y que lo empujaba a mayores maldades.

Si Leclère le daba a Bâtard medio pez y a sus compañeros uno entero, Bâtard se dedicaba a robarles los peces a los otros perros. También robaba víveres que estaban escondidos y era autor de mil fechorías, hasta que se convirtió en el terror de todos los perros y de sus dueños. ¿Que Leclère pegaba a Bâtard y acariciaba a Babette, que no era ni la mitad de trabajadora de lo que era él...? Hasta que Bâtard la tiró sobre la nieve y le rompió las patas traseras con sus fuertes mandíbulas, de modo que Leclère se vio obligado a pegarle un tiro. Del mismo modo, a través de sangrientas batallas, Bâtard dominó a todos sus compañeros, les impuso la ley del más fuerte y los obligó a vivir bajo la ley que él dictaba.

Durante cinco años no oyó más que una sola palabra cariñosa, ni recibió más que una suave caricia de una mano, así es que no supo entonces qué era eso. Saltó como lo que era: un animal salvaje, y sus mandíbulas se cerraron en un instante. Fue el misionero de Sunrise, un recién llegado al país, quien le dirigió esa palabra cariñosa y le hizo esa suave caricia con su mano. Y durante los seis meses siguientes no pudo éste escribir ninguna carta a los Estados Unidos, y el cirujano de McQuestion tuvo que recorrer quinientos kilómetros sobre el hielo para salvarle de la gangrena.

Los hombres y los perros miraban a Bâtard con recelo cuando se adentraba por sus campamentos y puestos. Los hombres lo recibían con el pie levantado, amagando darle un puntapié, los perros con el pelo erizado y enseñando sus colmillos. En cierta ocasión, un hombre dio una patada a Bâtard, y Bâtard, con una rápida dentellada de lobo, cerró sus mandíbulas, como si fuera una trampa de acero, sobre la pantorrilla del hombre e hincó los dientes hasta el hueso. Ante esto, el hombre estaba decidido a quitarle la vida si no hubiera sido por Black Leclère, que se interpuso entre ellos con sus ojos siniestros, blandiendo un cuchillo de caza. ¡Matar a Bâtard! ¡Ah, eso era un placer que Leclère se reservaba para sí! Algún día ocurriría esto, o si no... Pero, ¿quién sabe? En cualquier caso, ya se resolvería el problema.

Porque ellos se habían convertido en un problema el uno para el otro. El simple aire que aspiraba cada uno era un desafío para el otro. El odio que sentían los unía de una forma que el amor nunca conseguiría. Leclère estaba decidido a esperar el día en que Bâtard decayera en su ánimo y se agazapara y lamentara a sus pies. Y en cuanto a Bâtard, Leclère bien sabía lo que pasaba por la mente de Bâtard, y lo había leído con tal claridad que cuando Bâtard estaba a su espalda, no dejaba de echar una mirada hacia atrás. Los hombres se extrañaron cuando Leclère rechazó una gran cantidad de dinero por el perro.

-Algún día lo matarás y no valdrá nada -le dijo John Hamlin en cierta ocasión que Bâtard yacía jadeando en la nieve, donde Leclère lo había lanzado de un puntapié y nadie sabía si tenía las costillas rotas ni se atrevían a comprobarlo.
-Eso -decía Leclère, cortante-, eso es asunto mío, M'sieu.

Y los hombres se quedaban maravillados de que Bâtard no se escapara. No lo entendían. Pero Leclère sí lo entendía. Él era un hombre que vivía gran parte del tiempo al aire libre, más allá del sonido de la voz humana y había aprendido a reconocer el lenguaje del viento y de la tormenta, el suspiro de la noche, el susurro del amanecer, el estruendo del día. De una forma confusa oía el crecer de las plantas, el fluir de la savia, el nacimiento de la flor. Y conocía el sutil lenguaje de las cosas que se mueven: el conejo en su madriguera, el siniestro cuervo con su sordo batir de alas, el arrastre del oso bajo la luna, el deslizar del lobo como una sombra gris, entre el crepúsculo y la oscuridad. Para él, el lenguaje de Bâtard era claro y directo. Sabía muy bien por qué Bâtard no se escapaba, y por eso miraba hacia atrás con tanta frecuencia.

Cuando Bâtard estaba enfadado no resultaba agradable mirarle, y en más de una ocasión en que había saltado al cuello de Leclère terminó postrado en la nieve, estremeciéndose y sin sentido, tras el golpe del látigo, siempre a mano. Y así, Bâtard aprendió a esperar su oportunidad. Cuando su fuerza se desarrolló al máximo, en plena juventud, pensó que había llegado su hora. Tenía un ancho pecho, poderosos músculos, su tamaño era superior al corriente y el cuello, desde la cabeza a los hombros, era una masa de pelo erizado: por su aspecto físico era un perro lobo de pura raza. Leclère yacía dormido dentro de sus pieles cuando Bâtard creyó que había llegado el momento. Se deslizó hacia él a hurtadillas, con la cabeza pegada a la tierra y su única oreja hacia atrás, con el suave pisar de un felino. Bâtard respiraba quedamente, muy quedamente, y no levantó la cabeza hasta que lo tuvo al alcance de la mano. Paró un momento y miró hacia la garganta, recia y curtida, que, desnuda, mostraba sus venas y latía con un ritmo firme y regular. La baba comenzó a caer por sus colmillos y la lengua se deslizó hacia fuera, ante la vista, y en ese momento se acordó de la oreja que le colgaba, de los innumerables golpes e increíbles maldades, y sin hacer ningún ruido saltó sobre el hombre que dormía.

Leclère despertó con la punzada de los colmillos en su garganta, y como tenía todo el instinto de un animal, despertó totalmente despejado y con completa conciencia de lo que ocurría. Agarró la tráquea de Bâtard con ambas manos y salió rodando de las pieles que le cubrían para presionar con todo su peso. Pero miles de antepasados de Bâtard se habían aferrado a las gargantas de innumerables alces y caribús y los habían derribado, y él tenía la sabiduría de todos esos antepasados. Cuando todo el peso de Leclère cayó sobre él, metió sus patas traseras y clavó sus garras en el pecho y el abdomen del hombre, rasgando y abriéndose paso entre la piel y músculos. Y cuando sintió el peso del hombre combarse hacia arriba, se aferró al cuello del hombre, sacudiéndolo. Los otros perros de su equipo se acercaron, formando un círculo amenazador, y Bâtard, sin aliento y a punto de perder el sentido, comprendió que estaban ansiosos por echarle el diente. Pero lo que le importaba no era esto, sino el hombre que estaba encima de él, y siguió rasgando y clavando sus garras y sacudiendo el cuello al que se mantenía aferrado con todas sus fuerzas. Pero Leclère lo estrangulaba con las dos manos hasta que el pecho de Bâtard subía y bajaba, retorciéndose en busca del aire que se le negaba, y se le nublaron los ojos hasta perder la expresión, y las mandíbulas se aflojaron poco a poco y la lengua le asomó negra e hinchada.

-¿Qué, vale ya, demonio? -dijo Leclère entrecortadamente, con la boca y la garganta encharcadas en su propia sangre, al tiempo que apartaba de él al perro ya inconsciente.

Después, Leclère apartó con improperios a los otros perros que iban por Bâtard. Se abrieron en un círculo más amplio y se sentaron alerta sobre sus patas traseras, lamiéndose los labios y con todos los pelos del cuello erizados. Bâtard se recuperó en seguida y a la voz de Leclère se puso en pie, tambaleándose y moviéndose débilmente hacia adelante y hacia atrás.

-¡Ah, eres un auténtico demonio! -farfulló Leclère-. ¡Ya te daré yo a ti! ¡Verás la paliza que te voy a dar! ¡Santo cielo!

Bâtard, sintiendo que el aire le quemaba como el alcohol sus exhaustos pulmones, se lanzó de lleno a la cara del hombre, y sus mandíbulas se cerraron sin presa, con un ruido metálico. Rodaron sobre la nieve una y otra vez, mientras Leclère lo golpeaba con sus puños como un loco. Luego se separaron, frente a frente, y avanzaron y retrocedieron en círculo el uno en torno al otro. Leclère pudo haber sacado su cuchillo. El rifle estaba a sus pies. Pero la bestia que en él había estaba alerta y rabiosa. Él lo haría con las manos y los dientes. Bâtard dio un salto, pero Leclère lo derribó con un golpe de su puño, cayó sobre él y clavó sus dientes en el hombro del perro hasta llegar al hueso. Era una escena salvaje en un escenario primitivo, como podría haber tenido lugar en el mundo salvaje de los primeros tiempos. Un claro abierto en un bosque sombrío, un círculo de perros mostrando sus dientes y en el centro dos bestias, unidas en el combate, atacándose y gruñendo, locamente enfurecidas, jadeantes, sollozando, maldiciendo, esforzándose, presos de una pasión salvaje, ansiosos por matar y rasgar, abrir jirones y clavar sus garras con primitiva brutalidad.

Pero Leclère agarró a Bâtard por detrás de la oreja, derribándolo de un puñetazo que por un instante le hizo perder el conocimiento. Después, Leclère saltó sobre él con sus pies, dando botes arriba y abajo, en su afán por clavarlo a tierra, hecho trizas. Bâtard tenía las dos patas traseras rotas antes de que Leclère parara para recuperar fuerzas.

-¡Ah, ah, ah! -gritaba, incapaz de articular palabra, y agitando su puño mientras sentía que no podía hacer uso de su laringe y su garganta.

Pero no era posible dominar a Bâtard. Allí yacía convulsionándose, sin amparo, con el labio levantado y retorcido en su intento de esbozar un gruñido para el que no tenía fuerzas. Leclère le dio una patada y las mandíbulas, cansadas, se cerraron sobre el tobillo sin poder rasgar la piel. Entonces, Leclère levantó el látigo y se dispuso a hacerlo pedazos, gritando a cada golpe de látigo:

-¡Esta vez te voy a romper en pedazos! ¡Por los santos del cielo que lo voy a hacer!

Al final, exhausto y desfallecido por la pérdida de sangre, se plegó sobre sí mismo, cayendo junto a su víctima, y cuando los perros lobos se acercaron a tomarse la revancha, su último acto consciente fue arrastrarse y colocarse sobre Bâtard para protegerlo de los colmillos de éstos. Esto ocurría no lejos de Sunrise, y el misionero, al abrirle la puerta a Leclère unas horas después, se sorprendió al observar la ausencia de Bâtard en el tiro de perros. Y no se sorprendió menos cuando Leclère levantó las pieles del trineo, recogió a Bâtard en sus brazos y cruzó el umbral, dando traspiés. Daba la casualidad de que el médico de McQuestion, que era todo un rufián, estaba allí de cotilleo, y entre los dos se dispusieron a recomponer a Leclère.

-¡Muchas gracias, pero no! -dijo-. ¡Arreglen primero al perro! ¿Que se muera? No, no merece la pena. ¡Porque a él lo tengo que hacer pedazos yo! Y por eso no debe morir ahora.

El médico consideró un prodigio, y el misionero un milagro, el hecho de que Leclère se recuperara, y estaba tan débil que en la primavera tuvo unas fiebres y volvió a recaer. Bâtard lo pasó aún peor, pero se impuso su apego a la vida, y los huesos de sus patas traseras se soldaron, y sus órganos se enderezaron durante la serie de semanas que permaneció amarrado al suelo. Y cuando Leclère, por fin convaleciente, cetrino y tembloroso, tomaba el sol junto a la puerta de la cabaña, Bâtard había impuesto su supremacía sobre los de su clase y sometido a su dominio no sólo a sus propios compañeros, sino también a los perros del misionero.

Ni movió un músculo ni se le erizó un pelo cuando, por primera vez, Leclère salió dando unos pasos del brazo del misionero y se dejó caer lentamente y con infinito cuidado en la banqueta de tres patas.

-¡Bien, bien! ¡Vaya sol más rico! -dijo, extendiendo sus manos ajadas para calentárselas.

Después, su mirada cayó sobre el perro, y el antiguo destello volvió de nuevo a ensombrecer sus ojos. Tocó suavemente al misionero en el brazo.

-¡Padre, este Bâtard es todo un demonio! Me va a tener que traer una pistola para que pueda tomar el sol en paz.

Y a partir de entonces, durante muchos días, se sentó al sol ante la puerta de la cabaña. Nunca se dormía y la pistola siempre permanecía sobre sus rodillas. Bâtard tenía una manera especial de buscar el arma con la mirada, en el lugar acostumbrado, y esto era lo primero que hacía cada mañana. Al verla, levantaba el labio ligeramente en señal de que entendía, y Leclère levantaba a su vez el labio en una mueca que servía de respuesta. Un día, el misionero se dio cuenta de la estratagema.

-¡Santo cielo! ¡Estoy seguro de que el animal entiende!

Leclère se rió suavemente.

-¡Mire usted, padre! Esto que yo estoy diciendo ahora lo está escuchando.

Y como prueba de que así era, Bâtard levantó su única oreja, de forma inequívoca, para poder oír mejor.

-«Matar» es lo que digo.

Bâtard lanzó un profundo gruñido, el pelo se le erizó a lo largo del cuello y todos los músculos se le pusieron tensos y a la expectativa.

-Levanto la pistola, así, de esta forma.

Y haciendo coincidir la acción con la palabra, le mostró la pistola a Bâtard. Bâtard dio un salto, de lado, y fue a parar a la vuelta de la esquina de la cabaña, fuera del alcance de la vista.

-¡Santo cielo! -repetía el misionero cada cierto tiempo.

Leclère sonreía orgulloso.

-¿Pero cómo es que no se va?

El francés se encogió de hombros, en un gesto propio de su raza, y que podía tener un significado muy amplio, desde una total ignorancia a una completa comprensión.

-¿Entonces, por qué no lo mata usted?

De nuevo levantó los hombros:

-Padre, no ha llegado su hora todavía -dijo tras una pausa-. Es un auténtico demonio. Algún día lo haré pedazos, así, así de pequeñitos. ¿Entendido? Muy bien.

Un día, Leclère reunió a todos sus perros y se trasladó en una embarcación hasta Forty Mile y continuó al Porcupine, donde recibió un encargo de la P C. Company y continuó explorando la mayor parte del año. Más tarde, ascendió por el Koyokuk hasta la desértica Artic City, y después descendió de campamento en campamento a lo largo del Yukon. Y durante estos interminables meses no dejó Bâtard de recibir lecciones. Supo de muchas torturas, y especialmente la del hambre, la de la sed, la del fuego y la peor de todas, la tortura de la música.

Como les sucede a los demás animales de su misma especie, a él no le gustaba la música. Le producía una angustia infinita, el tormento se le extendía a cada nervio y sentía que se le rasgaban todas las fibras de su ser. Y de ahí sus aullidos, largos y de lobo, como cuando aúllan los lobos a las estrellas en las noches de helada. No podía dejar de hacerlo. Era su única debilidad en el desafío que mantenía con Leclère, y también su vergüenza. Leclère, por su parte, sentía pasión por la música, tanta como la que sentía por la bebida. Y cuando su alma clamaba por manifestarse, normalmente elegía una de estas dos formas de expresión y la mayoría de las veces las dos. Cuando estaba bebido, una inspiración musical inundaba su cerebro, y el demonio que en él habitaba se alzaba rampante, lo que lo capacitaba a llevar a cabo la satisfacción mayor de su alma: torturar a Bâtard.

-Y ahora, disfrutaremos de un poquito de música -solía decir-. ¿Eh? ¿Qué te parece, Bâtard?

No era más que una vieja armónica muy usada, conservada con gran cariño y reparada con paciencia, pero no había otra mejor, y de sus lengüetas plateadas extraía misteriosas y errantes melodías que aquellos hombres no habían oído nunca. Entonces, Bâtard, con la garganta enmudecida y los dientes fuertemente apretados, retrocedía, palmo a palmo, hasta la esquina más alejada de la cabaña. Y Leclère, sin dejar de tocar y con el garrote bajo el brazo, perseguía al animal, palmo a palmo, paso a paso, hasta que ya no podía retroceder más.

Al principio, Bâtard se acurrucaba en el espacio más pequeño que podía, arrastrándose pegado al suelo, pero, según se iba acercando la música, se veía obligado a incorporarse, con la espalda incrustada en los leños de la pared y agitando en el aire las patas delanteras como si quisiera espantar las ondulantes ondas de sonido. Seguía con los dientes apretados, pero su cuerpo se veía afectado por fuertes contracciones musculares, extraños retorcimientos y convulsiones, hasta que todo él terminaba temblando y retorciéndose en un tormento silencioso. Cuando perdía el control, se le abrían las mandíbulas espasmódicamente, y salían intensas vibraciones guturales de un registro demasiado bajo para que el oído humano las pudiera captar. Y después se le abrían los agujeros de la nariz, se le dilataban los ojos, se le ponía el pelo de punta, rabioso por la impotencia, y surgía el dilatado aullido de lobo. Comenzaba con una indistinta nota ascendente que se iba engrosando hasta un estallido de sonido que rompía el corazón, y luego iba desvaneciéndose en una triste cadencia, y luego, otra vez la nota que subía, octava tras octava, el quebranto del corazón, la infinita pena y tristeza desvaneciéndose, desapareciendo, cayendo y muriendo lentamente.

Era un auténtico infierno. Y Leclère, con una intuición diabólica, parecía adivinar su enervamiento y la convulsión de su corazón, y entre lamentos, temblores y los más gravítonos sollozos le arrancaba el último jirón de su pena. Daba miedo, y durante las veinticuatro horas siguientes Bâtard estaba nervioso y tenso, saltando ante los ruidos más corrientes, persiguiendo a su propia sombra, pero, sobre todo, cruel y dominante con sus compañeros de equipo. No mostraba ninguna señal de estar compungido, sino que cada vez estuvo más hosco y taciturno, esperando que llegara su hora con una paciencia inescrutable que comenzó a desorientar y crear zozobra en Leclère. El perro yacía frente a la luz del fuego, sin moverse, durante horas, mirando fijamente a Leclère, que estaba ante él, y mostrándole su odio a través de la amargura de sus ojos.

A menudo sentía el hombre que se había introducido en la misma esencia de la vida: esa esencia invencible que impele al halcón a través de los cielos como un rayo emplumado, que guía al gran pato gris por los parajes, que impulsa al salmón preñado a lo largo de cinco mil kilómetros del impetuoso caudal del Yukon. En tales ocasiones se sentía empujado a expresar la invencible esencia de su vida, y con abundante alcohol, música enloquecedora y Bâtard, se entregaba a grandes orgías, en las que con sus limitadas fuerzas se sentía capaz de cualquier cosa, y desafiaba a cuanto existía, había existido y estaba por venir.

-Ahí hay algo -afirmaba, mientras que la música que surgía de las fantasías de su mente tocaba las cuerdas secretas del ser de Bâtard, dando lugar al largo y fúnebre aullido.
-Consigo que salga con mis dos manos. ¡Así, así! ¡Ja, ja! Es cómico. Es muy cómico. Los sacerdotes cantan salmos, las mujeres rezan, los hombres blasfeman, los pajaritos hacen «pío-pío», y Bâtard hace «guau-guau», y todo es la misma cosa. ¡Ja, ja!

El padre Gautier, un valioso sacerdote, en cierta ocasión lo reprendió, dándole ejemplos concretos del castigo que le podía acarrear su perdición. Nunca volvió a hacerlo.

-Puede que sea así, padre -contestó-. Pero yo creo que pasaré por el infierno como un chasquido, como la cicuta en el fuego. ¿No le parece, padre?

Pero todas las cosas malas terminan alguna vez, igual que las buenas, y así ocurrió con Leclère. Con la bajada de las aguas del verano partió de McDougall para Sunrise en una balsa de pértiga. Se fue de McDougall en compañía de Timothy Brown y llegó a Sunrise solo. Además, se supo que habían peleado antes de partir, porque el Lizzie, un estrepitoso vapor de ruedas de diez toneladas, veinticuatro horas más tarde, cargó con Leclère durante tres días. Y cuando éste embarcó lo hizo con un inconfundible agujero de bala atravesándole el hombro y una historia sobre una emboscada y un asesinato.

En Sunrise había habido una huelga y la situación era muy distinta. Con la invasión de varios cientos de buscadores de oro, whisky en abundancia y media docena de jugadores profesionales bien equipados, el misionero había visto tirada por la borda su labor de años con los indios. Cuando las mujeres indias empezaron a dedicarse a guisar los frijoles y a mantener el fuego vivo para los mineros sin esposa, y los hombres a cambiar sus cálidas pieles por botellas negras y relojes rotos, él se metió en la cama, dijo «Santo cielo» y partió para rendir su última cuenta en una caja alargada y de tosca madera. Tras lo cual los jugadores trasladaron su ruleta y mesas de jugar a las cartas al edificio que ocupaba la misión, y el rechinar de platos y vasos se extendía desde el amanecer hasta la noche y continuaba hasta el nuevo amanecer.

Pero resulta que Timothy Brown era muy estimado entre estos aventureros del Norte. Lo único que había contra él era que tenía mal pronto y un puño siempre dispuesto, poca cosa que compensaba con su buen corazón y clemencia. Por otra parte, Leclère no tenía nada con que compensar. Era «negro», como lo testimoniaba más de una acción inolvidable, y se le odiaba tanto como al otro se le quería. Así que los hombres de Sunrise le pusieron una venda desinfectada en el hombro y lo plantaron ante el juez Lynch.

Era un asunto fácil. Se había peleado con Timothy Brown en McDougall. Con Timothy Brown se había ido de McDougall. Había llegado a Sunrise sin Timothy Brown. Teniendo en cuenta su maldad, la unánime conclusión era que había matado a Timothy Brown. Por su parte, Leclère reconoció los hechos, pero rebatió la conclusión a que habían llegado, dando su propia explicación. A unos cuarenta kilómetros de Sunrise se hallaban él y Timothy Brown impeliendo la barca con la pértiga a lo largo de la rocosa costa. Desde esta costa partieron dos disparos de rifle. Timothy Brown cayó de la balsa y se hundió entre burbujas de color rojo, y esto fue lo último que se supo de Timothy Brown. En cuanto a él, Leclère, cayó al fondo de la barca con una punzada en el hombro. Allí permaneció quieto, mirando a la orilla sin que lo vieran. Al cabo de un tiempo, dos indios asomaron la cabeza y se acercaron a la orilla del agua, llevando entre ellos una canoa de corteza de abedul. Mientras se montaban, Leclère hizo un disparo. Le arreó a uno, que cayó de lado, de la misma manera que Timothy Brown. El otro se metió en el fondo de la canoa, y después la canoa y la barca fueron río abajo en una pelea a la deriva. A continuación, se vieron atrapados en una corriente que se bifurcaba y la canoa pasó a un lado de una isla y la barca de pértiga a la otra. Esto es lo último que se supo de la canoa, y él llegó a Sunrise. En cuanto al indio, por la forma que saltó de la canoa, estaba seguro de que lo había derribado. Y eso era todo.

No se consideró la explicación adecuada. Le concedieron una tregua de diez horas mientras el Lizzie bajaba a investigar. Diez horas más tarde regresó resoplando a Sunrise. No había nada que investigar. No se había encontrado ninguna prueba que confirmara sus declaraciones. Le dijeron que hiciera el testamento porque era propietario de una concesión de cincuenta mil dólares en Sunrise y ellos eran gente que exigían que se cumpliera la ley, pero también la administraban con justicia.

Leclère se encogió de hombros.

-Pero una cosa, por favor -dijo-. Lo que ustedes llamarían un pequeño favor. Eso es, un pequeño favor. Dono mis cincuenta mil dólares a la Iglesia, y mi perro esquimal, al demonio. ¿Que cuál es el pequeño favor? Primero, lo cuelgan a él, y después, a mí. ¿A que es buena idea?

Estuvieron de acuerdo en que lo era: sí, que «Hijo del Infierno» abriera paso a su amo a través de la última frontera, y la ejecución se llevaría a cabo en la orilla del río, donde una gran pícea se alzaba solitaria. Slackwater Charley hizo un nudo de reo en el extremo de una soga de arrastre, y tras deslizar el nudo sobre la cabeza de Leclère, se lo ajustó fuerte al cuello. Con las manos atadas a la espalda, lo subieron sobre una caja de galletas. Después, pasaron el cabo de la cuerda corrediza sobre una rama que colgaba, dejándola tensa y firme. Al dar una patada en la parte baja de la caja, se quedaría colgando en el aire.

-Ahora vamos con el perro -dijo Webster Shaw, en otro tiempo ingeniero de minas-. Tendrás que ponerle la cuerda, Slackwater.

Leclère sonrió. Slackwater mascó un poco de tabaco, hizo un nudo corredizo y con calma enrolló unas cuantas vueltas en su mano. Se detuvo un par de veces para sacudirse unos mosquitos muy molestos de la cara. Todos se quitaban mosquitos menos Leclère, alrededor de cuya cabeza se podía ver una pequeña nube. Incluso Bâtard, que yacía completamente extendido en el suelo, podía apartar los insectos de sus ojos y de su boca frotando con las patas delanteras. Pero mientras Slackwater esperaba a que Bâtard levantara la cabeza, se oyó un ligero grito en el silencio del aire y se divisó a un hombre que venía corriendo por la meseta desde Sunrise y agitaba las manos. Era el tendero.

-¡Déjenlo, muchachos! -dijo, jadeando al acercarse a ellos.
-El pequeño Sandy y Bemardotte acaban de llegar -explicó mientras recuperaba la respiración-. Desembarcaron abajo y subieron por el atajo. Han traído a Beaver con ellos. Lo recogieron de su canoa, que estaba atrancada en un pequeño canal, con un par de agujeros de bala. El otro tipo era Klok-Kutz, el que dio una paliza de muerte a su mujer y se quitó del medio.
-¿Lo ven? ¡Lo que les dije! -gritó Leclère, entusiasmado-. Ése es sin lugar a duda. Lo sé. Les dije la verdad.
-Lo que hay que hacer es enseñarles modales a estos malditos indios -dijo Webster Shaw-. Se están haciendo gordos y descarados y vamos a tener que bajarles los humos. Reúne a todos los muchachos y a colgar a Beaver para que sirva de escarmiento. Ése va a ser el programa. Vayamos a ver lo que tiene que decir en su defensa.
-¡Eh, M'sieu! -gritó Leclère cuando el grupo comenzó a desaparecer a la luz de crepúsculo en dirección a Sunrise-. Me gustaría mucho poder ver la función.
-¡Te soltaremos cuando volvamos! -gritó Webster por encima del hombro-. Entre tanto, recapacita sobre tus pecados y los caminos de la providencia. Te hará bien, así que agradécelo.

Y como sucede con los hombres que están acostumbrados a correr grandes riesgos, que tienen los nervios templados y mucha dosis de paciencia, así ocurría a Leclère, que se dispuso a la larga espera, es decir, que se preparó mentalmente para ello. El cuerpo no podía tener ningún alivio, porque la cuerda tirante lo obligaba a permanecer rígido y erguido. La más mínima relajación en los músculos de las piernas le incrustaban en el cuello el nudo de la tosca soga, mientras que la posición erguida le producía mucho dolor en el hombro herido. Sacaba el labio superior hacia afuera y soplaba hacia arriba de la cara para quitarse los mosquitos de los ojos. Pero la situación compensaba, después de todo, pues bien valía la pena padecer un poco físicamente a cambio de haber sido arrancado de las fauces de la muerte; lo que sí era mala suerte era que se iba a perder el ahorcamiento de Beaver.

Y así estaba él meditando, hasta que sus ojos se tropezaron con Bâtard, dormido sobre el suelo, despatarrado y con la cabeza entre las patas delanteras. Y entonces Leclère dejó de meditar. Estudió al animal detalladamente, esforzándose por apreciar si el sueño era real o fingido. Los costados de Bâtard latían regularmente, pero a Leclère le parecía que el aire entraba y salía una pizca demasiado deprisa; también le parecía que todos sus pelos estaban en un estado de alerta y vigilancia que desmentían ese aparente sueño a pierna suelta. Habría dado su concesión de Sunrise por estar seguro de que el perro no estaba despierto, y una vez, cuando una de sus patas crujió, miró rápido y temeroso a Bâtard para ver si se alzaba. No se levantó entonces, pero más tarde lo hizo, lenta y perezosamente, se estiró y miró a su alrededor con cuidado.

-Sacredam -dijo Leclère sin aliento.

Tras asegurarse de que nadie lo podía ver ni oír, Bâtard se sentó, sonrió con el labio superior, levantó la vista hacia Leclère y se lamió los labios.

-Ya ha llegado mi hora -dijo el hombre con una fuerte y sardónica carcajada.

Bâtard se acercó, la oreja inútil colgando; la soga, agarrada hacia delante, dando muestras de una comprensión diabólica. Echó la cabeza hacia un lado burlonamente, avanzando con pasos afectados y juguetones. Frotó su cuerpo suavemente contra la caja hasta que se tambaleó una y otra vez. Leclère se balanceó con cuidado, tratando de mantener el equilibrio.

-Bâtard -dijo despacio-. Ten cuidado. Te mataré.

Bâtard gruñó al oír estas palabras y movió la caja con más fuerza. Después se alzó sobre las patas traseras y con las delanteras lanzó todo su peso contra la parte más alta de la caja. Leclère dio una patada, pero la soga le mordió el cuello, frenándole tan bruscamente que casi pierde el equilibrio.

-¡Eh, tú! ¡Fuera, largo de aquí! -gritó Leclère.

Bâtard retrocedió unos veinte pies con ligereza diabólica en su porte, que era inconfundible para Leclère. Recordó cómo el perro a menudo rompía la costra de hielo en el agujero de agua, izándose y lanzando sobre él toda la fuerza de su cuerpo, y al recordarlo comprendió lo que estaba pasando por su cabeza. Bâtard miró a su alrededor y se detuvo. Hizo una mueca, mostrando sus blancos dientes, a la que contestó Leclère, y a continuación lanzó su cuerpo con todas sus fuerzas contra la caja.

Quince minutos más tarde, Slackwater Charley y Webster Shaw, al regresar, pudieron ver a través de la tenue luz cómo se balanceaba un péndulo fantasmagórico hacia adelante y hacia atrás. Cuando rápidamente se acercaron, reconocieron el cuerpo inerte del hombre y algo vivo que, aferrado a él, no dejaba de sacudirlo y daba lugar al balanceo.

-¡Oye, tú! ¡Largo de ahí, «Hijo del Infierno»! -gritó Webster Shaw.

Pero Bâtard le dirigió la mirada y le ladró amenazador, sin abrir sus mandíbulas. Slackwater Charley sacó el revólver, pero la mano le temblaba como si tuviera escalofríos y se le caía.

-Toma, cógela tú -dijo, pasándole el arma.

Webster Shaw soltó una risa seca, fijó el blanco entre los ardientes ojos y apretó el gatillo. El cuerpo de Bâtard se retorció con el impacto, golpeó el suelo espasmódicamente durante un momento, y de repente se quedó inerte. Pero sus mandíbulas continuaron apretadas con fuerza.