lunes, 29 de julio de 2024

Beatriz (Satanás) Ramón de Valle-Inclán (1866-1936)

Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada. La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta--Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.

La Condesa era unigénita del célebre Marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara --nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio--, el Marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia! Los títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondariu y Señor de Goa, extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.

Si más tarde tituló de Condesa fue por gracia pontificia.

II.
La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:
-¿Da su permiso la Señora Condesa?
-Adelante, Fray Ángel.

El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá, en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó:

-¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz?
La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró: ¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros. Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
-Sí que los hace, pero lleva, veinte años encamada.
-Se manda el coche, Fray Ángel.
-Imposible por esos caminos, señora.
-Se la trae en silla de manos.
-Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...

Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:

-¡Pobre hija! ¡Pobre hija!
Fray Ángel preguntó:
-¿No estará sola?

La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:

-Está con mi tía la Generala y con el Señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.
-¡Ah! ¿Pero está aquí el Señor Penitenciario?
La Condesa respondió tristemente:
-Mi tía le ha traído.
Fray Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto.
-¿Qué ha dicho el Señor Penitenciario?
-Yo no le he visto aún.
-¿Hace mucho que está ahí?
-Tampoco lo sé, Fray Ángel.
-¿No lo sabe la Señora Condesa?
- No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón.

Fray Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie.

-Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con un gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.
La Condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado.
-¡Dios lo haga!
Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Ángel se adelantó: la mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.

III.
Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera, legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:

-¡Pobre niña! ¡Pobre niña!
Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El Señor Penitenciario le preguntó en voz baja:

-¿Cuándo llegará ese fraile?
Tal vez haya llegado.
-¡Pobre Condesa! ¿Qué hará?
-¡Quién sabe!
-¿Ella no sospecha nada?
-¡No podía sospechar!
Es tan doloroso tener que decírselo.
Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena. Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El Señor Penitenciario se acercó.

-Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel.
La voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida. Fray Ángel no está en el palacio, Señor Penitenciario. Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedamente.

- No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor.
-¡Dios mío! ¿Qué pasa?
-¡Calla!
Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El Señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral. Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor. Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña.

-¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!...
Cabalgó en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en voz alta:

ORACIÓN:
¡Oh, Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra y os ungió Madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria y mi salvación eterna. Amén.

Beatriz repitió:
-¡Amén!

IV.
Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: la puente de plata y los nueve róeles de oro que Don Enrique II diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:

- Es un terrible golpe, Condesa...
La dama suspiró.
-¡Terrible, Señor Penitenciario!
Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar:
- ¡Temo tanto lo que usted va a decirme!
El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas.
-¡Es preciso acatar la voluntad de Dios!
-¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?
-¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios nosotros no los conocemos.
La Condesa cruzó las manos dolorida.
- Ver a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás.
El canónigo la interrumpió:
-¡No, esa niña no está poseída!... Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma todavía me estremece!...
La Condesa levantó los ojos al cielo.
-¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, Señor Penitenciario.
- No, Condesa; no lo estuvo jamás.
La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de perdérsele. El Señor Penitenciario lo recogió de la alfombra. Era menudo, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz.

- Aquí está, Condesa.
- Gracias, Señor Penitenciario.
El canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita. Tenía la frente desguarnecida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:
- En este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás...
La Condesa le miró horrorizada.
-¿Fray Ángel?
El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo.
- Esa ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de ella!...
La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera. Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó:
- Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!
La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:
-¡Yo haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!
El canónigo se puso en pie lleno de severidad.
- Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.

Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Allá afuera las campanas de un convento volteaban alegremente anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado dormía, roncando, el gato.

V.
Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio... La Condesa estremecióse oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía. Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente, yerta y angustiada, manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: un Cristo de ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos.

--¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!
Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos.
-¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora.
Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho.
-¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura lívida, donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas.

-¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!
-¡No! ¡No!
Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el suelo. Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:
- Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme... Yo te llamé gritando.. Tú no me oíste... Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...
-¡Calla, hija mía! ¡No recuerdes!...

Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta, de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente. La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz; las venas, azules, dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud.

- ¡Al fin descansa!
- Sí.
- ¡Pobre alma blanca!
Sentóse y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio. Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.

VI.
A medianoche llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz preguntó a los criados:

-¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?
En vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:
- Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.
-¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?...
- Estos tristes ojos a nadie vieron.
Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba. Los ojos, sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada.
-¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.
La Condesa, que permanecía en pie en medio de la estancia, interrogó:
-¿Pero no vio a un fraile?
- A nadie, mi señora.
-¿Quién llevó el aviso?
- No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.
La dama preguntó temblando:
-¿Es buen agüero eso?...
-¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:
- A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene, mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal.

- La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

La Condesa se acercó a la saludadora. El rostro de la dama parecía el de una muerta y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas.

-¿Sabe hacer condenaciones?
- ¡Ay, mi Condesa, es muy grande pecado!
-¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.
La saludadora meditó un momento.
- Sé hacerlas, mi Condesa.
- Pues hágalas...
-¿A quién, mi Señora?
- A un capellán de mi casa.
La saludadora inclinó la cabeza.
- Para eso hace menester del breviario.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:
-¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y oscuras del infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.

Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, esperan el día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de luna descubrieran flotando en el río... ¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!


Berenice. Edgar Allan Poe (1809-1849)

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiar naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad (una enfermedad fatal) cayó sobre ella mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligida y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.


La boda de John Carrington. Edith Nesbit (1858-1924)

Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.

John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.

-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.

Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada. Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.

Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella? Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.

No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla. John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.

-Mi amor, mi amor, !creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!

Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.

La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.

Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.

-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.

Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.

-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.

Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio. Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.

-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.

Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche. Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:

-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.

No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.

-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.

Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto. Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.

-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.

Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.

-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!

Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida. Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?

Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.

Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.

-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.

El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.

Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.

-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!

Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.

Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.

Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos. Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.

En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos. Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.

-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.

El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados. Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.

-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...

Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo: No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.

-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.

La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve. Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.

El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.

Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.

-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!

¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo, en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.

Y así fue la boda de John Charrington.


Bethmoora. Lord Dunsany (1878-1957)

Hay una suave frescura en las noches de Londres, como si una brisa peregrina hubiese perdido a sus compañeros en las tierras altas de Kent, y hubiera entrado furtivamente al pueblo. Las veredas están húmedas y brillantes. En nuestros oídos, que a esta hora tardía se tornan muy agudos, golpea el sonido de alguna pisada lejana. El sonido de los pasos se vuelve más y más fuerte, ocupando toda la noche. Y una figura enfundada de negro pasa de largo, dirigiendo sus pisadas hacia la oscuridad. Uno que viene de bailar se dirige a casa. En algún lugar, un baile ha cerrado sus puertas. Sus luces amarillentas se han apagado, los músicos callan, los bailarines se han ido con el aire de la noche, y el Tiempo ha dicho al respecto "Que sea pasado y cerrado, y puesto entre las cosas que he guardado".

Las sombras comienzan a apartarse de sus lugares de reunión. Los gatos furtivos, no menos silenciosamente que aquellas sombras flacas y muertas, regresan a casa.

De esta forma, incluso en Londres tenemos nuestros tenues presagios de la llegada del amanecer, ante los cuales las aves y las bestias y las estrellas claman hacia los campos ilimitados.

En qué momento, no lo sé, percibo que la noche ha sido irremediablemente destronada. Repentinamente, la cansina palidez de las lámparas me revela que las calles están silenciosas y espectralmente tranquilas, no porque haya alguna fuerza particular en la noche, sino porque los hombres no se han levantado aún del sueño para desafiarla. Del mismo modo, he visto guardias abatidos y desaliñados en portales palaciegos, quienes aún portan armaduras antiguas aunque los reinos de la monarquía que guardan se hayan encogido a una sola provincia, que ningún enemigo se ha preocupado de invadir.

Y ya se manifiesta, por el aspecto de las luces de la calle, vergonzosamente dependientes de la noche, que los picos de las montañas inglesas ya han visto el amanecer, que las cimas de Dover se alzan blancas en la mañana y que la niebla marina se ha levantado y avanza tierra adentro.

Y ahora han llegado varios hombres con un caballo y están mojando las calles.

¡Mirad!, la noche ha muerto.

¡Qué recuerdos, qué fantasías llenan nuestra mente! Una noche más ya ha sido recogida por las hostiles manos del Tiempo. Un millón de cosas artificiales cubiertas, durante un momento, en el misterio; como mendigos vestidos de púrpura sentados sobre tronos terribles.

Cuatro millones de personas dormidas, soñando. ¿Qué mundos habrán visitado? ¿Con quién se habrán encontrado? Sin embargo, mis pensamientos están lejos de aquí, con Bethmoora en su soledad, cuyas puertas se baten abiertas. Hacia delante y atrás oscilan y crujen, crujen con el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy hermosas, pero nadie las contempla ahora. El viento del desierto deposita arena en sus bisagras y ningún vigilante viene a aliviarlas. Ningún guardia merodea por las almenas de Bethmoora, ningún enemigo las ataca. No hay luces en sus casas, ni pisadas en sus calles. Se alza allí, muerta y solitaria, al otro lado de las Colinas de Hap. Me gustaría contemplar Bethmoora una vez mas, pero no me atrevo.

Hace muchos años, según me contaron, Bethmoora fue desolada.

Su devastación es comentada en las tabernas donde los hombres de mar se reúnen, y algunos viajeros me han hablado de ella.

Yo tenía la esperanza de contemplar Bethmoora otra vez.

Hace muchos años, dicen, que la cosecha fue recogida de los viñedos que conocí, donde ahora todo es desierto. Era un día radiante y la gente de la ciudad danzaba por los viñedos, mientras que aquí y allá alguien tocaba el kalipac. Los arbustos púrpuras estaban en flor, y la nieve brillaba sobre las Colinas de Hap.

Fuera de las puertas de cobre, las uvas se aplastaban en tinas para hacer el syrabub. Había sido una buena cosecha.

En los pequeños jardines al borde del desierto los hombres golpeaban el tambang y el tittibuk, y tocaban melodiosamente el zootibar.

Allí todo era regocijo, canciones y baile, porque la cosecha se había recogido y, por lo tanto, habría suficiente syrabub para los meses de invierno, y mucho más para intercambiar por turquesas y esmeraldas con los comerciantes que bajaban de Oxuhahn. De este modo, celebraron todo el día la cosecha de la estrecha franja de tierra cultivable que se encuentra entre Bethmoora y el desierto, el que se junta con el cielo en el Sur.

Y cuando el calor del día comenzó a disminuir y el sol se acercó a las nieves de las Colinas de Hap, aún se alzaba clara la nota del zootibar desde los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines aun se enroscaban entre las flores. Durante todo el día, tres hombres en mulas habían sido vistos cruzando la cara de las Colinas de Hap. Hacia delante y hacia atrás se movían mientras la huella serpenteaba hacia abajo, y más abajo. Tres manchas negras contra la nieve. Fueron vistos por primera vez muy temprano en la mañana, arriba, cerca del hombro de Peol Jagganoth y parecían venir saliendo de Utnar Vehi.

Todo el día vinieron. Y en el ocaso, justo antes que las luces salgan y los colores cambien, aparecieron frente a las puertas de cobre de Bethmoora. Llevaban estacas, como las que portan los mensajeros en esas tierras y parecieron sombríamente ataviados cuando los danzantes, con sus vestidos verde y lila, los rodearon. Aquellos europeos que estuvieron presentes y oyeron el mensaje entregado no conocían el lenguaje, y solamente captaron el nombre Uthar Vehi. Pero el mensaje fue breve, y pasó rápidamente de boca en boca, y casi al instante, la gente incendió sus viñedos y comenzó a huir de Bethmoora, dirigiéndose la mayoría hacia el norte, aunque algunos fueron al Este. Se precipitaron fuera de sus hermosas casas blancas y salieron a torrentes por las puertas de cobre.

La vibración de tambang y del tittibuk súbitamente cesó así como la nota del zootibar, y el tintineante kalica se detuvo un momento después. Los tres extraños viajeros regresaron, inmediatamente al ser entregado su mensaje, por el mismo camino que habían venido. Era la hora en que una luz ya habría aparecido en alguna elevada torre y, ventana tras ventana, habría derramado en el crepúsculo su luz, que atemoriza a los leones, y las puertas de cobre se habrían cerrado. Pero ninguna luz asomaba de las ventanas aquella noche, ni lo ha hecho desde entonces, y aquellas puertas de cobre fueron dejadas abiertas y nunca se han cerrado. El sonido crepitante del rojo fuego se elevaba desde los viñedos y el sonido de pies escapando suavemente. No hubo gritos, ni ningún otro sonido, sólo el rápido y determinado escape. Huyeron tan veloz y tranquilamente como un rebaño de ganado que escapa al ver repentinamente a un hombre. Era como si algo temido por generaciones hubiese sobrevenido, de lo que sólo podía escaparse a través de una huida inmediata, que no dejaba tiempo para indecisiones.

El miedo también tomó a los Europeos, que igualmente huyeron.

Y cuál era el mensaje; nunca lo he sabido.

Muchos creen que era un mensaje de Thuba Mlee, el misterioso emperador de aquellas tierras, jamás visto por hombre alguno, informando que Bethmoora debía ser desalojada. Otros dicen que el mensaje era una advertencia de los dioses, mas si se trataba de dioses amigables o de dioses adversos, no lo saben.

Y otros sostienen que la Plaga había asolado una linea de ciudades en Uthar Vehi, siguiendo el curso del viento suroeste que por muchas semanas había estado soplando entre ellas, hacia Bethmoora.

Algunos dicen que la terrible enfermedad gnousar afectaba a los tres viajeros y que incluso sus mismas mulas se encontraban embebidas en ella, y suponen que el hambre los había conducido a la ciudad. Sin embargo, no sugieren alguna mejor razón para un crimen tan terrible.

Más la mayoría cree que fue un mensaje del desierto mismo, quien es dueño de toda la Tierra hacia el sur, dictado con su peculiar bramido a aquellos tres hombres que conocían su voz, hombres que han estado en las desoladas arenas sin tiendas durante la noche, que han estado día tras día sin agua, hombres que han estado allí donde el desierto murmura, y han llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.

Dicen que el desierto tenía necesidad de Bethmoora, que deseaba entrar en sus hermosas calles y enviar a sus templos y a sus casas sus vientos de tormenta cargados de arena. Porque él odia, con su antiguo y maligno corazón, el sonido y la visión del hombre, y deseaba tener a Bethmoora silenciosa e imperturbable, guardada para el extraño amor que le susurra ante sus puertas.

Si supiera cuál fue el mensaje que los tres hombres en mulas llevaron y entregaron en la entrada de cobre, creo que iría y contemplaría Bethmoora una vez más. Pues aquí en Londres me sobreviene un gran anhelo de ver una vez mas aquella blanca y hermosa ciudad. Sin embargo, no me atrevo pues no sé qué peligro tendré que enfrentar. Si acaso deberé arriesgarme a la furia de los terribles y desconocidos dioses, o a alguna enfermedad lenta e innombrable, o a la maldición del desierto, o la tortura en alguna pequeña habitación privada del Emperador Thuba Mleen, o a algo que los viajeros no han revelado, quizá más temible aún.


La bestia en la cueva. H.P. Lovecraft (1890-1937)

La horrible conclusión que se había ido abriendo paso en mi espíritu era ahora una terrible seguridad. Estaba perdido, perdido sin esperanza en el amplio recinto de la caverna de Mamut. Mirase a dónde mirase no podía encontrar ningún objeto de referencia para alcanzar la salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del mundo exterior. La esperanza se había esfumado. Sin embargo, educado por una vida de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos habían enloquecido en circunstancias como esta, pero yo no. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos senderos tortuosos.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total. Mientras me encontraba bajo la luz débil y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas, tratando de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme. En vez de salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Resolví no dejar piedra sin mover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios.

Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso suelo de la caverna.

¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar los gritos cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes incisivos. Estos impactos eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.

Me convencí que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me llegaría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro no serviría para preservarme de un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo y pasase de largo. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.

Noté que debía estar armado para defenderme del ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes, y esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde.

Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión se hizo tremenda. Mi fantasía hizo surgir formas terribles de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo.

Estaba petrificado, encadenado al suelo. Dudaba que pudiera lanzar el proyectil cuando llegase el momento crucial. Ahora las pisadas estaban al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, que mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia.

Después de ajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció inmóvil. Casi agobiado por el alivio me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. Corrí a toda velocidad en la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.

La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola, cuando de pronto un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.

Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.

El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.

Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.

El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡UN HOMBRE!