viernes, 19 de julio de 2024

La aventura del estudiante alemán. Washington Irving (1783-1859)

Una noche tormentosa, durante la época de la Revolución francesa, a altas horas de la noche, un joven alemán regresaba a su alojamiento, cruzando la parte antigua de París. Relampagueaba y en las calles estrechas resonaba el batir de los truenos; pero primero debo decir algo acerca de este joven alemán.

Gottfried Wolfgang era un joven de buena familia. Durante algunos años había estudiado en la Universidad de Gotinga, pero como tenía un espíritu entusiasta y era un visionario, se dedicó a esas extrañas doctrinas especulativas, que durante tanto tiempo han fascinado a los estudiantes alemanes. Su vida retirada, su intensa dedicación y la rara naturaleza de sus estudios produjeron un extraño efecto sobre su cuerpo y espíritu.

Su salud se resintió y su imaginación enfermó. Se entregó a fantásticas especulaciones acerca de la esencia del espíritu, hasta que, como Swedenborg, se encerró en un mundo ideal, que construyó a su alrededor. Se imaginaba, sin que se sepa cómo ni por qué, que sobre él pesaba una influencia maligna; que un genio o espíritu desencarnado buscaba posesionarse de él y perderlo. El peso de esta idea produjo sobre su temperamento melancólico los resultados más sombríos; se dejó agobiar por el abatimiento. Sus amigos descubrieron la enfermedad mental y decidieron que el mejor remedio era un cambio de ambiente; así, se decidió que fuera a continuar sus estudios en la alegre y esplendorosa París.

Wolfgang llegó a París cuando empezaba la revolución. El delirio popular capturó de inmediato su entusiasmo y se dejó dominar por las teorías políticas y filosóficas de la época, pero las escenas sangrientas que siguieron sacudieron su naturaleza sensible y, asqueado con la sociedad y el mundo, se aisló aún más. Se enclaustró en un apartamento solitario en el Quartier Latin, el barrio de los estudiantes, Allí, en una lóbrega calleja, no lejos de los austeros muros de la Sorbona, continuó sus estudios favoritos. A veces pasaba horas enteras en las grandes bibliotecas de París, catacumbas de autores antiguos, revolcando obras obsoletas entre nubes de polvo, en busca de alimento para su apetito enfermo. En cierta forma, era como un ave de rapiña, que se alimentaba en el osario de la literatura decadente.

Aunque Wolfgang era un solitario, tenía un temperamento ardiente. Era demasiado tímido e ignorante del mundo para hacer proposiciones a las mujeres hermosas, aunque era un apasionado admirador de la belleza femenina y, en su solitaria habitación, a menudo soñaba con formas y rostros que había visto y su fantasía creaba imágenes de belleza que sobrepasaban toda realidad.

Durante uno de estos sueños, su mente excitada le produjo un extraño efecto. Era un rostro femenino de extraordinaria belleza. Tan poderosa fue la impresión recibida, que una y otra vez soñó con él; de día perseguía sus pensamientos y de noche sus sueños; en suma: se enamoró apasionadamente de esta sombra de sus sueños. Tanto duró, que se convirtió en una de esas ideas que están siempre presentes en los melancólicos y que a menudo se confunden con la locura.

Tal era Gottfried Wolfgang y tal su estado en la época a que me refiero.

Regresaba a su apartamento una noche tempestuosa, por unas callejas viejas y sombrías del Marais, en la parte antigua de París. Los truenos resonaban sobre las elevadas casas de las estrechas calles. Llegó a la Place de Greve, donde tenían lugar las ejecuciones públicas. Los relámpagos temblaban sobre los pináculos del antiguo Hotel de Ville y esparcían rayos que centelleaban en el espacio abierto. Al pasar frente a la guillotina, Wolfgang retrocedió con horror. El reinado del terror estaba en su apogeo y la guillotina, espantoso instrumento de tortura, estaba siempre lista; en el cadalso continuamente corría la sangre de los virtuosos y los valientes. Ese mismo día había estado muy activa en su habitual carnicería humana y cruelmente se erguía, en medio de una ciudad silenciosa y dormida, esperando nuevas víctimas.

Wolfgang se angustió, y ya se apartaba tembloroso del horrible instrumento, cuando notó la sombra de una figura que se agachaba al pie de los escalones que conducían al patíbulo. Una sucesión de relámpagos la reveló más claramente: se trataba de una mujer vestida de negro. Estaba sentada en uno de los escalones inferiores, inclinada hacia adelante y con la cara escondida en el regazo; sus largas trenzas desgreñadas le llegaban hasta el suelo, mezclándose con el agua que caía a torrentes. Wolfgang hizo una pausa. Había algo de terrible en ese solitario monumento de dolor. La mujer parecía estar por encima de lo normal. Wolfgang sabía que los tiempos eran azarosos y que muchas hermosas cabezas que antes descansaban sobre cómodos cojines, ahora vagaban desposeídas de hogar. Quizá se tratase de una doliente con el corazón destrozado, a quien la temible hacha había dejado solitaria, a quien le habían arrebatado sus seres más queridos para arrojarlos a la eternidad.

Se acercó a ella y le habló en tono compasivo. Ella alzó la cara y lo miró salvajemente. ¡Cuál sería su asombro al observar, a la luz de un relámpago, que era el mismo rostro que le perseguía en sus sueños! Estaba pálido y desconsolado, pero era el mismo rostro pasmosamente bello.

Tembloroso y dominado por emociones opuestas, Wolfgang se acercó de nuevo a ella. Le habló de estar expuesta a la intemperie a tal hora y con tan violenta tempestad y se ofreció a llevarla a donde sus amigos.

-¡No tengo amigos sobre la tierra! -dijo ella.
-Pero tiene hogar -replicó Wolfgang.
-Sí, ¡en la tumba!
-Si un extraño puede haceros tal ofrecimiento -dijo él- sin peligro de ser mal interpretado, os ofrezco mi habitación como refugio y yo me ofrezco como un amigo devoto. Yo mismo carezco de amigos en París y soy extranjero, pero si mi vida puede seros de utilidad, está a vuestra disposición y estoy dispuesto a sacrificarla antes de que os ocurra algún daño o deshonra.

Había tanta honestidad en la actitud de este joven, que sus palabras tuvieron efecto. Su acento extranjero, también, estaba a su favor: demostraba que no era un habitante común de París. Ciertamente, no se puede dudar de la elocuencia del verdadero entusiasmo. La desconocida se entregó, sin reservas, a la custodia del estudiante.

La sostuvo en su andar vacilante a través del Pont Neuf y por el sitio donde el populacho había derribado la estatua de Enrique IV. La tormenta había cedido y los truenos sólo se oían a lo lejos. Todavía la ciudad estaba tranquila; el gran volcán de pasiones humanas dormitaba, mientras de nuevo recobraba fuerzas para la explosión del día siguiente. El estudiante llevó su carga a través de las antiguas callejas del Quartier Latin y junto a las negruzcas paredes de la Sorbona, hasta el sucio hotel donde habitaba. La vieja portera que les franqueó la entrada, se sorprendió ante el extraño espectáculo de Wolfgang en compañía femenina.

Al entrar en el apartamento, por primera vez el estudiante se sonrojó de ver la pobreza de su habitación. No tenía sino una alcoba, un salón pasado de moda, densamente tallado y fantásticamente amoblado con los restos de una antigua magnificencia, porque era uno de esos hoteles en el barrio del Luxemburgo, que antes perteneciera a la nobleza. Estaba cargado de libros y papeles y todo lo demás que es corriente en un estudiante; su cama estaba en un rincón.

Una vez que Wolfgang hubo encendido una luz y contemplado a la desconocida, más que antes se extasió con su belleza. Su rostro era pálido, pero de una deslumbrante belleza, que resaltaba por la profusión de su brillante cabello, que colgaba como en un racimo a su alrededor. Sus ojos eran grandes y fulgentes y tenían una expresión casi salvaje. Hasta donde su negro vestido permitía observar su figura, esta era casi perfecta. Su apariencia general era en extremo impresionante, aunque estaba vestida muy sencillamente. Lo único que parecía un adorno, era una ancha banda negra que llevaba en el cuello y que estaba adornada con diamantes.

Para el estudiante comenzó la preocupación de cómo ayudar a aquel ser que se había entregado a su custodia. Pensó en dejarle su habitación y buscar alojamiento en otra parte. Pero estaba tan fascinado por sus encantos; parecía haber tal hechizo sobre sus sentidos y su pensamiento, que no podía apartarse de ella. Sus modales, también, eran extraños e indescriptibles. Dejó de hablar de la guillotina. Su pesar había desaparecido. Con sus atenciones, el estudiante se había ganado su confianza y, aparentemente, su corazón. Evidentemente, ella también tenía un espíritu entusiasta como él y las personas así se entienden prontamente.

En el apasionamiento del momento, Wolfgang le confesó su amor. Le contó sus misteriosos sueños y de cómo ella se había adueñado de su corazón, aun antes de que la hubiera conocido. Ella quedó extrañamente impresionada por esta declaración accedió a reconocer que se había sentido impulsada hacia él de una manera igualmente indescriptible. Era la época de las teorías desenfrenadas y de las acciones impetuosas. Se suprimían los viejos prejuicios y supersticiones; todo estaba bajo el dominio de la diosa razón. Entre los disparates de los viejos tiempos, se empezaban a considerar las formas y ceremonias del matrimonio. Los acuerdos sociales estaban de moda. Wolfgang era teórico en demasía para no dejarse tentar por las teorías liberales de su época.

-¿Por qué separarnos? -dijo él- Nuestros corazones se han unido; ante los ojos de la razón y el honor somos uno solo. ¿Qué necesidad hay de formas sórdidas para unir las almas?

La desconocida escuchaba con atención: evidentemente, había aprendido en la misma escuela.

-No tenéis ni hogar ni familia, -prosiguió él- permitidme ser todo para vos, o mejor, seámoslo todo el uno para el otro. Si las formas son necesarias, las respetaremos. Aquí está mi mano. Me entrego a ti para siempre.
-¿Para siempre? -dijo la desconocida, con solemnidad.
-¡Para siempre! -repitió Wolfgang.

La desconocida apretó la mano extendida y murmuró:

-Entonces soy tuya. -Luego se reclinó en el pecho de Wolfgang.

A la mañana siguiente, el estudiante dejó a su esposa durmiendo y salió en busca de un apartamento más grande y más apropiado para su nuevo estado. Cuando regresó, encontró acostada a su recién desposada, con la cabeza fuera de la cama y un brazo colgando. Le habló, pero no recibió respuesta alguna. Tomó su mano: estaba fría y sin pulso; su cara estaba pálida y cadavérica. Estaba muerta.

Horrorizado y fuera de sí, llamó a los de la casa. Siguió una escena de confusión. Se llamó a la policía. El oficial de policía entró en la habitación y retrocedió al observar el cuerpo.

-¡Cielos! -exclamó- ¿cómo llegó esta mujer aquí?
-¿Qué sabe usted de ella? -preguntó ansiosamente Wolfgang.
-¿Qué sé? -dijo el oficial- ayer fue guillotinada.

Avanzó; deshizo el nudo del collar negro que tenía el cadáver; ¡y la cabeza rodó por el suelo! El estudiante perdió el control de sí mismo.

-¡El demonio!, ¡el demonio ha tomado posesión de mí! -chillaba- ¡estoy perdido para siempre!

Trataron de calmarlo, pero todo fue en vano. Estaba dominado por la horrible idea de que un demonio había reanimado el cadáver para apoderarse de él. Enloqueció y murió en un sanatorio.

Un anciano de cabeza fantasmal terminó su relato.

-¿Es este un hecho verdadero? -preguntó el caballero.
-Un hecho del cual no se puede dudar -replicó el primero- Lo obtuve de la mejor fuente. El estudiante mismo me lo contó. Lo conocí en el manicomio de París.


Probable aventura de tres hombres de letras. Lord Dunsany (1878-1957)

Cuando los nómadas llegaron a El Lola lo hicieron sin sus canciones y la cuestión de robar la caja dorada se planteó en toda su magnitud. Por una parte, muchos de ellos habían buscado la caja dorada, que (como los etíopes saben) es un receptáculo de poemas de fabuloso valor; y su funesto destino es todavía plática usual en Arabia. Por otra parte, era triste sentarse de noche alrededor del fuego de campamento sin nuevas canciones.

Fue la tribu de Hetch la que discutió estas cuestiones un atardecer en los llanos bajo la cumbre de Mluna. Su tierra natal había sido la vía a través del mundo de inmemoriales nómadas; y a los más viejos de ellos les inquietaba que no hubiera nuevas canciones. Mientras tanto, insensible a las inquietudes humanas y, hasta ahora, a la noche que estaba ocultando los llanos, la cumbre de Mluna, en calma al resplandor del crepúsculo, miraba hacia la Tierra Incierta. Y fue en el llano que hay en la ladera conocida de Mluna donde, en el preciso momento en que la estrella vespertina aparecía como un ratón y las llamas del fuego de campamento elevaban sus aislados penachos humeantes desanimadas por alguna canción, los nómadas planearon precipitadamente aquel imprudente proyecto que el mundo conoció como La Búsqueda De La Caja Dorada.

Ninguna otra precaución más acertada podían haber tomado los más ancianos de los nómadas que la de decidir que su ladrón fuera el propio Slith, aquel mismo ladrón que (como he escrito) ganó por la mano al rey de Westfalia en tantas aulas regentadas por institutrices. No obstante, era tal el peso de la caja que deberían acompañarle otros, y Sippy y Slorg eran ladrones no menos ágiles que los que hoy en día pueden encontrarse entre los vendedores de antigüedades.

Así es que al día siguiente los tres ascendieron las estribaciones del Mluna y durmieron en sus nieves tan bien como pudieron, antes que arriesgarse a pasar la noche en los bosques de la Tierra Incierta. Y amaneció un día radiante y los pájaros se hartaron de cantar, mas la selva de abajo y el yermo de más allá y los pelados y ominosos riscos presentaban un indecible aspecto amenazador.

Aunque tenía veinte años de experiencia como ladrón, Slith hablaba poco; únicamente cuando alguno de los otros dos hacía rodar una piedra con su pie, o, más tarde en la selva, cuando alguno de ellos pisaba una rama, les decía bruscamente en voz baja siempre las mismas palabras: "eso no está bien". Sabía que en dos días de viaje no podía convertirlos en mejores ladrones, y, cualesquiera que fueran las dudas que tuviera, no interfería más.

Desde las estribaciones del Mluna descendieron a los bancos de nubes, y de éstos a la selva, cuyas bestias autóctonas, como tan bien sabían los tres ladrones, comían todo tipo de carne ya fuera de pez o de humano. Allí cada uno de los ladrones sacó un dios de su bolsillo y suplicó protección en el infortunado bosque, esperando tener así una triple posibilidad de escapar de semejante lugar, ya que si uno de ellos era devorado seguramente lo serían los otros dos, mas confiaban en que también fuera cierto el corolario, y todos podrían escapar si uno de ellos lo conseguía. Ninguno de los tres supo si alguno de esos dioses fue propicio y actuó, o si lo fueron los tres, o si fue la casualidad la que les salvó de ser devorados en la selva por bestias odiosas; mas desde luego, ni los emisarios del dios que más temían, ni la ira del dios local de aquel ominoso lugar, ocasionaron la inmediata perdición de los tres aventureros. Así que llegaron al Brezal Retumbante, en el corazón de la Tierra Incierta, cuyos borrascosos altozanos se debían a la ondulación del terreno y a la erosión del terremoto, en calma durante algún tiempo.

Algo tan enorme que parecía increíble que se pudiera mover tan despacio avanzaba majestuosamente a su lado, y lograron pasar tan desapercibidos que una palabra resonó en la imaginación de los tres: "Si... si... si...". Y cuando este peligro al fin pasó, siguieron de nuevo su camino cautelosamente y pronto vieron al pequeño e inofensivo mipt, medio elfo mitad gnomo, profiriendo estridentes y alegres chillidos en los confines del mundo. Y se alejaron poco a poco para no ser vistos, pues decían que la curiosidad del mipt había llegado a ser fabulosa y que, aunque inofensivo, le disgustaban los secretos. No obstante, probablemente les repugnaba la forma en que el mipt hozaba los huesos de los muertos, aunque no reconocieran su aversión, ya que no es propio de aventureros preocuparse por quién roerá sus huesos. Sea como fuere, se alejaron del mipt y casi al mismo tiempo llegaron al árbol marchito, meta de su aventura, sabiendo que junto a ellos se encontraba la grieta en el Mundo y el puente entre lo Malo y lo Peor, y que debajo de ellos se levantaba la casa del Dueño de la Caja.

Éste era su sencillo plan: introducirse en el pasadizo del precipicio superior; bajar corriendo por él en silencio (por supuesto descalzos), teniendo en cuenta la advertencia a los viajeros grabada en la piedra, que los intérpretes toman por "Es Mejor No..."; no tocar las bayas que por algún motivo están allí, en el flanco derecho según se desciende; llegar de esa manera hasta el guardián que ha estado dormido en su pedestal durante mil años y todavía duerme; y, por fin, entrar por la ventana abierta. Uno debía esperar fuera junto a la grieta en el Mundo hasta que los otros dos salieran con la caja dorada y, si estos pedían ayuda, aquél debía amenazar inmediatamente con soltar la grapa de acero que sujeta la grieta. Cuando obtuvieran la caja deberían correr toda la noche y el día siguiente hasta que los bancos de nubes que cubren las laderas del Mluna se interpusieran completamente entre ellos y el Dueño de la Caja.

La puerta del precipicio estaba abierta. Dirigidos hasta el final por Slith, descendieron los fríos peldaños. Cada uno de ellos lanzó una impaciente mirada a las hermosas bayas. El guardián seguía durmiendo en su pedestal. Slorg subió por una escala, que Slith sabía dónde encontrar, hasta la grapa de acero del otro lado de la grieta en el Mundo, y aguardó junto a ella con un escoplo en la mano, permaneciendo atento a cualquier adversidad. Mientras tanto, sus amigos se introdujeron en la casa, sin que se oyera ningún ruido. Slith y Sippy pronto encontraron la caja dorada: todo parecía suceder como ellos lo habían planeado; solamente quedaba por comprobar si era la que buscaban y ver la forma de escapar con ella de aquel espantoso lugar. Al abrigo del pedestal, tan próximos al guardián que podían sentir su calor, que paradójicamente helaba la sangre de los más intrépidos, rompieron el cierre de esmeraldas y abrieron la caja dorada; y allí, a la luz de ingeniosos destellos que Slith sabía cómo conseguir, inspeccionaron el contenido, procurando tapar con sus cuerpos tan escasa luz.

Cuál no sería su alegría, incluso en aquellos peligrosos momentos, cuando descubrieron, mientras acechaban entre el guardián y el abismo, que la caja contenía quince odas sin par en verso alcaico, cinco sonetos, con mucho los más hermosos del mundo, nueve baladas al estilo provenzal que no tenían parangón en todo el florilegio de la humanidad, un poema dedicado a una polilla en veintiocho estrofas perfectas, una muestra en verso libre de unas cien líneas de un nivel que no consta que el hombre haya alcanzado todavía, así como quince poemas líricos a los que ningún mercader se atrevería a poner precio. De buena gana habrían vuelto a leer estos tesoros, ya que hacían saltar las lágrimas y traían recuerdos de cosas agradables de nuestra infancia y melodiosas voces de lejanos sepulcros; mas Slith señaló imperiosamente el camino por el que habían venido. La luz se extinguió y Slorg y Sippy suspiraron y luego cogieron la caja.

El guardián dormía todavía su sueño milenario. Cuando salieron vieron aquella indulgente silla junto a los confines del Mundo en la que el Dueño de la Caja se había sentado últimamente para leer interesadamente y en solitario los más hermosos versos y canciones que jamás soñara poeta alguno. Llegaron en silencio al pie de las escaleras; entonces aconteció que, al acercarse a un sitio seguro, en la hora más secreta de la noche, una mano encendió una escandalosa luz en una cámara alta sin hacer ningún ruido. Al principio parecía tratarse de una luz corriente, aunque fatal en un momento como éste; mas cuando empezó a seguirles como un detective y a enrojecer cada vez más mientras les vigilaba, entonces desapareció su optimismo.

Muy imprudentemente, Sippy intentó huir, y Slorg, con similar imprudencia, trató de esconderse. Mas Slith, sabiendo muy bien por qué habían encendido una luz en aquella cámara secreta y quién la había encendido, saltó por encima de los confines del Mundo y todavía está cayendo a través de la negrura sin reverberación del abismo.


Hechos tocantes al difunto Arthur Jermyn y su familia. H.P. Lovecraft (1890-1937)

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana (si es que somos una especie aparte); porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico.

Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no regresó.

Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía... seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas.

Sin embargo, después de su último viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa del Congo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente.

Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes.

Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había quedado irreconocible.

II.

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-hall de origen desconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que no habían aceptado socialmente.

La delicadeza poética de Arthur Jermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los datos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn.

Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después.

De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya de por sí- era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano.

Los criados se quedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano... asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con las leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror, nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.


El artista de lo bello. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Un anciano, con su bella hija cogida del brazo, paseaba por la calle, y pasó de la oscuridad de la tarde nublada a la luz que caía sobre el pavimento desde el escaparate de una pequeña tienda. Era un escaparate proyectado hacia el exterior, y en el interior había colgados una variedad de relojes, de similor, de plata y uno o dos de oro, todos con la faz de espaldas a la calle, como si no deseara informar a los paseantes de la hora que era. Sentado dentro de la tienda, oblicuamente al escaparate, con su rostro pálido inclinado seriamente sobre un delicado mecanismo sobre el que caía el brillo concentrado de una pantalla, se veía a un hombre joven.

—¿Qué podrá estar haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden, también él relojero, aunque jubilado, y antiguo maestro de ese joven cuya ocupación ahora le intrigaba—. ¿Qué estará haciendo ese hombre? Estos últimos seis meses siempre que he pasado junto a su tienda lo he visto igual de atareado que ahora.
Con sus tonterías habituales, le quedaría un poco lejano el buscar el movimiento perpetuo; y sin embargo conozco lo suficiente la profesión como para estar seguro de que eso en lo que trabaja no forma parte de la maquinaria de un reloj.
—Padre —dijo Annie sin mostrar mucho interés en la cuestión—. Quizás Owen esté inventando un nuevo tipo de cronómetro. Estoy segura de que tiene suficiente ingenio para ello.
—¡Bah, niña! No tiene ingenio para inventar nada mejor que un muñeco articulado —respondió el padre, quien en anteriores ocasiones se había sentido muy vejado por el genio irregular de Owen Warland—. ¡Vaya peste de ingenio! Lo único que he sabido que ha hecho fue estropear la precisión de algunos de los mejores relojes de mi tienda. ¡El sol se saldría de su órbita y desarreglaría todo el curso del tiempo antes de que su ingenio, como dije antes, fuera capaz de captar algo más importante que un juguete!
—¡Calle, padre! ¡Le está oyendo! —susurró Annie presionando el brazo del anciano—. Sus oídos son tan delicados como sus sentimientos; y ya sabe usted lo fácilmente que se turban. Sigamos andando.

Peter Hovenden y su hija Annie siguieron caminando sin hablar más, hasta que se metieron en una calle secundaria de la ciudad y cruzaron la puerta abierta del taller de un herrero. Dentro se veía la forja, que ahora ardía e iluminaba el techo alto y oscuro, para luego limitar su brillo a una estrecha franja del suelo cubierto de carbón, según que el fuelle expulsara o inspirara el aire desde sus grandes pulmones de cuero. En los intervalos de brillantez era fácil distinguir los objetos de las esquinas más lejanas del taller, y las herraduras que colgaban en la pared; en la oscuridad momentánea, el fuego parecía brillar en medio de la vaguedad de un espacio abierto. Moviéndose entre esa alternancia de brillo rojo y oscuridad apareció la figura del herrero, que merecía la pena ser visto bajo ese aspecto pintoresco de la luz y la sombra, cuando las llamas brillantes luchaban con la noche negra, como si cada una extrajera su fuerza de la otra.

Inmediatamente sacó de entre los carbones una barra candente de hierro, la colocó sobre el yunque, elevó su poderoso brazo y enseguida se vio envuelto en miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían por la oscuridad circundante.

—Esto sí que da gusto verlo —dijo el viejo relojero—. Sé bien lo que es trabajar con el oro; pero después de decirlo y hacerlo todo, a mí dame el que trabaja con hierro. Éste sí que trabaja sobre la realidad. ¿Qué te parece, Annie, hija?
—Por favor, padre, no hable tan fuerte —susurró Annie—. Robert Danforth va a oírle.
—¿Y qué si me oye? —contestó Peter Hovenden—. Te repito que es algo bueno y saludable depender de la fuerza y la realidad, y ganarse el pan con el brazo desnudo y fornido de un herrero. Un relojero confunde su cerebro con sus ruedas dentro de una rueda, o pierde la salud o la bendición de la vista, como me sucedió a mí, y se encuentra a una edad mediana, o un poco después, que ya no puede trabajar en su profesión y no vale para ninguna otra cosa, y sin embargo es demasiado pobre para vivir con comodidad. Por eso te lo repito, a mí dame el ganar el dinero principalmente con la fuerza. Y además, ¡cómo le quita el buen sentido a un hombre! ¿Has oído alguna vez que un herrero esté tan loco como ese Owen Warland?
—¡Bien dicho, tío Hovenden! —gritó Robert Danforth desde la forja, con una voz plena, profunda y alegre que produjo un eco en el techo—. ¿Y qué opina la señorita Annie de esa doctrina? Supongo que pensará que es un oficio mucho más de caballero remendar el reloj de una dama que forjar una herradura o hacer una parrilla.

Annie tiró de su padre hacia delante sin darle tiempo a responder. Pero volvamos al taller de Owen Warland y meditemos más en su historia y carácter de lo que estarían dispuestos a hacerlo Peter Hovenden, o probablemente su hija Annie, o el antiguo compañero de escuela de Owen, Robert Danforth. Desde que sus pequeños dedos pudieron coger una navaja, Owen había sobresalido por su delicado ingenio, que a veces le permitía hacer hermosas formas en madera, sobre todo figuras de flores y pájaros, y otras veces parecía apuntar a los misterios ocultos de los mecanismos. Pero lo hacía siempre buscando la armonía, jamás un mal remedo de lo útil. Nunca, como solía hacer la masa de artesanos escolares, construía pequeños molinos de viento en la esquina de un granero, o molinos de agua sobre el torrente más cercano. Quienes descubrieron en el muchacho una peculiaridad que les hiciera pensar que merecía la pena observarle atentamente, a veces tenían motivos para suponer que estaba intentando imitar los bellos movimientos de la naturaleza tal como se ejemplifica en el vuelo de los pájaros o la actividad de los pequeños animales. De hecho parecía una nueva explotación del amor a lo hermoso, que podría haberle convertido en poeta, pintor o escultor, y que había refinado completamente toda tosquedad utilitaria, tal como le habría podido suceder en cualquiera de las bellas artes. Contemplaba con singular desagrado los procesos rígidos y regulares de la maquinaria ordinaria. En una ocasión en la que le llevaron a contemplar una máquina de vapor, creyendo que su comprensión intuitiva de los principios mecánicos se vería gratificada, se puso pálido y se mareó, como si le hubieran enseñado algo monstruoso y que no era natural. Ese horror se debió en parte al tamaño y la energía terrible del trabajador de hierro; pues el carácter de la mente de Owen era microscópico, y tendía por naturaleza a lo diminuto de acuerdo con su estructura pequeña y con la maravillosa pequeñez y el delicado poder de sus dedos. Y no es que su sentido de la belleza disminuyera con ello hasta convertirse en un sentir de lo bonito. La idea de belleza no tenía relación con el tamaño, y podía desarrollarse igualmente en un espacio demasiado pequeño para que no fuera posible otra investigación que la microscópica, tanto como por el amplio margen que se mide por la distancia del arco iris. Pero en todo caso, esta minuciosidad característica de sus objetos y logros fue la causa de que la gente fuera más incapaz de apreciar el genio de Owen Warland. Los parientes del muchacho no vieron que se pudiera hacer nada mejor que contratarlo como aprendiz de un relojero, quizás no existiera nada mejor, esperando que su extraño ingenio pudiera ser así regulado y sirviera para fines útiles.

La opinión que tenía Peter Hovenden de su aprendiz ha sido ya expresada. No podía sacar nada del muchacho. Es cierto que la captación de los misterios profesionales por parte de Owen fue inconcebiblemente rápida; pero olvidaba totalmente, o despreciaba, el principal objetivo de la profesión de relojero, y se interesaba por la medición del tiempo tanto como si éste se hubiera fusionado con la eternidad. Sin embargo, mientras permaneció bajo la atención de su maestro, gracias a la falta de fuerza de Owen fue posible, mediante órdenes estrictas y una vigilancia estrecha, restringir dentro de unos límites su excentricidad creativa; pero cuando terminó el aprendizaje y se hizo cargo del pequeño taller que Peter Hovenden se vio obligado a abandonar por dificultades de la vista, la gente se dio cuenta de que Owen Warland no era una persona adecuada para conseguir que el ciego Padre Tiempo recorriera su curso diario. Uno de sus proyectos más racionales fue el de conectar un funcionamiento musical con la maquinaria de sus relojes, de manera que todas las duras disonancias de la vida pudieran volverse armónicas, y cada momento pasajero cayera en el abismo del pasado dentro de doradas gotas armónicas. Si le confiaban para su reparación un reloj de familia —uno de esos relojes altos y antiguos que casi han llegado a convertirse en aliados de la naturaleza humana al haber medido la vida de muchas generaciones—, se disponía a arreglar una danza o profesión funeraria de figuras por delante de su faz venerable, representando doce horas alegres o melancólicas. Varias rarezas de este tipo destruyeron totalmente la fama del joven relojero para esa clase de personas serias y amantes de los hechos que sostienen la opinión de que el tiempo no es algo con lo que deba jugarse, puesto que lo consideran como el medio de avanzar y prosperar en este mundo o de preparase para el siguiente. Su clientela disminuyó rápidamente; un infortunio, sin embargo, que probablemente Owen Warland consideró uno de sus mejores accidentes, pues cada vez estaba más y más absorbido por una ocupación secreta que exigía de toda su ciencia y destreza manual, dando asimismo pleno empleo a las tendencias características de su genio. En esa búsqueda había consumido ya muchos meses.

Después de que el viejo relojero y su hermosa hija le vieran desde la oscuridad de la calle, Owen Warland sintió una palpitación nerviosa que hizo que sus manos temblaran demasiado violentamente como para seguir con la delicada labor que estaba realizando entonces.

—¡Era la propia Annie! —murmuró—. Debería haberlo sabido por esta palpitación de mi corazón antes de escuchar la voz de su padre. ¡Ay, cómo palpita! Hoy apenas seré capaz de volver a trabajar en este mecanismo exquisito. ¡Annie! ¡Mi queridísima Annie! Deberías dar firmeza a mi corazón y mi mano, en lugar de agitarlos así; pues mi esfuerzo por dar forma al espíritu mismo de la belleza, y darle movimiento, es solamente por ti. ¡Ay, corazón palpitante, tranquilízate! Si mi trabajo se ve así reducido, tendré sueños vagos e insatisfechos que harán que mañana me levante sin espíritu.

Mientras se esforzaba por regresar a su tarea, se abrió la puerta del taller y entró por ella no otra que la figura fornida que Peter Hovenden se había detenido a admirar en mitad de la luz y la sombra de la herrería. Robert Danforth llevaba con él un pequeño yunque que él mismo había fabricado y construido de manera peculiar, y que el joven artista le había pedido recientemente. Owen examinó el artículo y dijo que estaba de acuerdo con lo que deseaba.

—Hombre, claro —contestó Robert Danforth con su potente voz, que llenaba el taller como lo haría el sonido de un violonchelo—. En mi profesión me considero igual que cualquiera; aunque mal me habría ido en la tuya con un puño como éste —añadió riendo mientras estrechaba con su enorme mano la mano delicada de Owen—. ¿Pero qué importa eso? Pongo más fuerza en un golpe de mi martillo que toda la que tú hayas gastado desde que eras aprendiz, ¿no te parece?
—Muy probablemente —respondió la tenue y baja voz de Owen—. La fuerza es un monstruo terrenal. Yo no la pretendo. Mi fuerza, sea la que sea, es totalmente espiritual.
—Muy bien, Owen, ¿pero en qué estás trabajando? —preguntó su viejo amigo del colegio, todavía en un tono tan potente que hizo que el artista se encogiera, sobre todo porque la cuestión se relacionaba con un tema tan sagrado como el absorbente sueño de su imaginación—. Dice la gente que estás intentando descubrir el movimiento continuo.
—¿El movimiento continuo? ¡Tonterías! —contestó Owen Warland con un gesto de desagrado, pues en él los pequeños malos humores eran frecuentes—. Nunca podrá descubrirse. Es un sueño que puede engañar al hombre cuyo cerebro esté preocupado por la materia, pero no a mí. Además, aunque ese descubrimiento fuera posible, no merecería la pena para mí lograrlo sólo para que el secreto se utilizara para los propósitos a los que sirven ahora el vapor y el poder hidráulico. No tengo ambiciones de que me honren considerándome padre de un nuevo tipo de máquina de desmotar algodón.
—¡Eso sí que sería divertido! —gritó el herrero rompiendo en tal carcajada que el propio Owen y las campanas de cristal de su expositor se estremecieron al unísono—. ¡No, no, Owen! Ningún hijo tuyo tendrá nervios y tendones de hierro. Bueno, no te molestaré más. Buenas noches, Owen, y éxito, y si necesitas alguna ayuda, como un buen golpe de martillo en el yunque, soy tu hombre.
Y con otra risotada, el forzudo salió del taller.

«Qué extraño es que todas mis meditaciones, mis propósitos, mi pasión por lo bello, mi conciencia de la capacidad para crearlo —un poder más delicado y etéreo, del que este gigante terrenal no puede tener ni idea—, que todo, todo parezca tan vano e inútil cuando se cruza Robert Danforth en mi camino», susurró Owen Warland para sí mismo apoyando la cabeza en su mano. «Si me lo encontrara a menudo, me volvería loco. Su fuerza bruta y dura oscurece y confunde el elemento espiritual que hay en mí; pero también yo seré fuerte a mi manera. No cederé ante él.»

Sacó de debajo de una campana de cristal una maquinaria diminuta que puso bajo la luz concentrada de su lámpara, y mirándola fijamente a través de una lupa procedió a operar con un delicado instrumento de acero. Sin embargo, un instante después volvía a apoyar la espalda en la silla y entrelazaba las manos, y había en su rostro tal mirada de horror que sus pequeños rasgos resultaron tan impresionantes como lo hubieran sido los de un gigante.

—¡Cielos! ¿Qué he hecho? —exclamó—. El vapor, la influencia de esa fuerza bruta: me ha confundido y oscurecido mi percepción. He dado ese golpe, el golpe fatal que temí desde el principio. Todo ha terminado, el trabajo de meses, el objetivo de mi vida. ¡Estoy arruinado!

Y se quedó allí sentado, presa de una extraña desesperación, hasta que su lámpara parpadeó y dejó en la oscuridad al artista de lo bello. Sucede que las ideas que crecen dentro de la imaginación, y que en ella parecen tan atractivas y de un valor que está más lejos de lo que cualquier hombre puede llamar valioso, están expuestas a ser sacudidas y aniquiladas por el contacto con lo práctico. Es requisito del artista ideal poseer una fuerza de carácter que apenas parece compatible con su delicadeza; debe mantener la fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo le ataca con su total escepticismo; debe erguirse frente a la humanidad y ser él su único discípulo, tanto con respecto a su genio como a los objetivos a los que se dirige. Durante un tiempo Owen Warland sucumbió a su prueba severa pero inevitable. Fue perezoso durante unas semanas, en las que su cabeza estaba siempre apoyada en las manos, hasta tal punto que las gentes de la ciudad apenas si tenían la oportunidad de verle la cara. Cuando por fin la levantó a la luz del día, era perceptible en ella un cambio frío, sombrío, inexpresable. Pero en la opinión de Peter Hovenden, y de esa orden de seres sagaces e inteligentes que piensan que la vida debería estar regulada, como un reloj, con pesos de plomo, el cambio le había mejorado totalmente. De hecho Owen se aplicó ahora a su profesión con una laboriosidad tenaz. Era maravilloso contemplar la obtusa gravedad con la que inspeccionaba las ruedas de un reloj de plata grande y viejo; de esa manera complacía al propietario, en cuya faltriquera se había ido desgastando hasta que llegó a considerar que el reloj formaba parte de su propia vida, y en consecuencia se preocupaba mucho por la manera en que lo trataran. Como consecuencia de la buena fama así adquirida, las propias autoridades invitaron a Owen Warland a que arreglara el reloj de la torre de la iglesia. Tuvo un éxito tan admirable en este asunto de interés público que los comerciantes reconocieron bruscamente sus méritos en la Bolsa; la enfermera susurraba sus alabanzas mientras daba la poción al enfermo; el amante le bendecía al llegar la hora de la cita; y en general la ciudad dio gracias a Owen por la puntualidad de la hora de la cena. En resumen, el fuerte peso que sentía sobre su espíritu permitió mantenerlo todo en orden, no sólo dentro de su propio sistema, sino en cualquier parte en la que fuera audible el acento de hierro del reloj de la iglesia. Fue una circunstancia pequeña, aunque característica de su estado actual, el que cuando fue empleado para grabar nombres o iniciales en cucharas de plata escribiera las letras con el estilo más sencillo posible, omitiendo una variedad de floreos caprichosos que habían distinguido hasta entonces su trabajo.

Un día, durante la época de esta feliz transformación, Peter Hovenden acudió a visitar a su antiguo aprendiz.

—Owen, me alegra escuchar tan buenos informes de ti en todas partes, y especialmente desde lo de ese reloj de la ciudad, que hablaba en tu favor cada hora de las veinticuatro que tiene el día. Sólo con liberarte totalmente de tus tonterías absurdas sobre lo bello, que ni yo ni nadie más, ni tú mismo por añadidura, ha podido entender nunca, sólo con liberarte de eso tu éxito en la vida es tan seguro como la luz del día. Vaya, si sigues por este camino incluso me aventuraría a dejar que revisaras este precioso y viejo reloj, pues, salvo mi hija Annie, no tengo ninguna otra cosa en el mundo que sea tan valiosa.
—Casi no me atrevería a tocarlo, señor —contestó Owen en tono abatido, pues se sentía sobrecogido por la presencia de su viejo maestro.
—Con el tiempo —dijo este último—... con el tiempo serás capaz de hacerlo.

El viejo relojero, con la libertad que se derivaba de forma natural de su anterior autoridad, inspeccionó el trabajo que tenía Owen en la mano en ese momento, junto con otros que estaba realizando. Entretanto el artista apenas si podía levantar la cabeza. No había nada que fuera tan contrario a su naturaleza como la sagacidad fría y poco imaginativa de ese hombre, a cuyo contacto todo se convertía en un sueño salvo la materia más densa del mundo físico. Owen gimió en su espíritu y rogó fervientemente para verse liberado de él.

—Pero ¿qué es esto? —gritó Peter Hovenden abruptamente levantando una polvorienta campana de cristal bajo la que apareció algo mecánico tan delicado y diminuto como el sistema anatómico de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Owen! ¡Owen! En estas pequeñas cadenas, ruedas y paletas hay brujería. ¡Fíjate! Con un pellizco de mi índice y pulgar voy a liberarte de todos los peligros futuros.
—Por el cielo —gritó Owen Warland saltando con maravillosa energía—. ¡Si no quiere volverme loco, no lo toque! La más ligera presión de su dedo me arruinaría para siempre.
—¡Ajá, joven! ¿Así que es esto? —preguntó el viejo relojero mirándole con tanta penetración que torturaba el alma de Owen con la amargura de las críticas mundanas— . Bien, sigue tu propio rumbo; pero te advierto que en este pequeño mecanismo vive tu espíritu maligno. ¿Quieres que lo exorcice?
—Usted es mi espíritu maligno —contestó Owen muy excitado—. ¡Usted es el mundo duro y burdo! Los pensamientos cargados y el abatimiento que deja en mí es lo que me atasca, de otro modo hace tiempo que habría logrado la tarea para la que fui creado.

Peter Hovenden sacudió la cabeza con esa mezcla de desprecio e indignación que la humanidad, de la que él era en parte un representante, se consideraba con derecho a sentir hacia todos los simples que buscan otro premio distinto a lo que van encontrando a lo largo del camino. Se despidió entonces, con un dedo levantado y una mueca en el rostro que acosó los sueños del artista durante muchas noches. En el momento de la visita de su viejo maestro, Owen estaba probablemente a punto de retomar la tarea abandonada; pero con ese acontecimiento siniestro regresó al estado del que estaba saliendo lentamente.

Mas la tendencia innata de su alma sólo había estado acumulando nuevo vigor durante su aparente pereza. Conforme avanzaba el verano abandonó casi totalmente su negocio y dejó que el Padre Tiempo, tal como era representado por los relojes de muñeca y pared que tenía bajo su control, deambulara al azar por la vida humana, produciendo infinita confusión a lo largo de las desconcertadas horas. Tal como decía la gente, malgastaba el tiempo de luz solar paseando por los bosques y campos y las orillas de los ríos. Allí, como un niño, se divertía persiguiendo mariposas u observando el movimiento de los insectos acuáticos. Había algo verdaderamente misterioso en la fijeza con la que contemplaba esos jugueteos cuando retozaban en la brisa, o examinaba la estructura de un insecto imperial al que había apresado. La caza de mariposas era un buen símbolo de la persecución ideal a la que había dedicado tantas horas doradas; pero ¿tendría alguna vez en su mano la idea de lo bello, lo mismo que tenía ahora la mariposa que la simbolizaba? Fueron dulces, sin duda, aquellos días, concordantes con el alma del artista. Estuvieron repletos de concepciones magníficas que brillaban a través de su mundo intelectual como brillan las mariposas en la atmósfera exterior, y que por el momento eran reales para él, sin el trabajo, la perplejidad y las numerosas decepciones implicadas en el intento de hacerlos visibles para el ojo de nuestros sentidos. Pero desgraciadamente el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro material, no puede contentarse con el gozo interior de lo hermoso, sino que debe perseguir el misterio aleteante más allá de este dominio etéreo, y aplastar su frágil ser al captarlo materialmente. Owen Warland sintió el impulso de dar realidad exterior a sus ideas tan irresistiblemente como cualquier poeta o pintor que hayan adornado el mundo de una belleza más oscura y ligera copiada imperfectamente de la riqueza de sus visiones.

La noche era ahora su momento para avanzar lentamente en la recreación de la única idea a la que dedicaba toda su actividad intelectual. Siempre, al acercarse el atardecer, entraba en la ciudad, se encerraba en su taller y trabajaba con paciente delicadeza del tacto durante muchas horas. Le sobresaltaba a veces la llamada del vigilante, que cuando todo el mundo debía estar dormido pasaba el haz de su lámpara a través de las grietas de las persianas de Owen Warland. Para la sensibilidad mórbida de su mente, la luz del día parecía entrometerse interfiriendo su búsqueda. Por eso en los días nublados e inclementes permanecía sentado con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera envolviendo su sensible cerebro en una niebla de meditaciones indefinidas; pues era un alivio escapar de la claridad aguda con la que se veía obligado a dar forma a sus pensamientos durante el trabajo nocturno. De uno de esos ataques de languidez despertó por la entrada de Annie Hovenden, quien acudió a la tienda con la libertad de una cliente, pero también con algo de la familiaridad de una amiga de la infancia. Se le había hecho un agujero en el dedal de plata y quería que Owen lo reparara.

—Aunque no sé si condescenderás a esa tarea —le dijo ella, riendo— ahora que estás tan embebido en la idea de dar espíritu a la maquinaria.
—¿De dónde sacaste esa idea, Annie? —preguntó Owen con sorpresa.
—Ah, de mi cabeza —respondió ella—. Y también de algo que te oí decir, hace mucho, cuando sólo eras un muchacho, y yo una niña pequeña. Pero bueno, ¿me arreglarás mi pobre dedal?
—Por ti haría cualquier cosa, Annie —replicó Owen Warland—. Cualquier cosa, aunque para ello tuviera que trabajar en la forja de Robert Danforth.
—¡Sí que sería bonito ver eso! —replicó Annie mirando con imperceptible fragilidad el cuerpo pequeño y esbelto del artista—. Bueno, aquí está el dedal.
—Pero qué extraña es esa idea tuya sobre la espiritualización de la máquina — añadió Owen.

Y entonces se introdujo en su mente el pensamiento de que la joven poseía el don de comprenderle mejor que el resto del mundo. Qué ayuda y fuerza sería para él, en su trabajo solitario, si pudiera obtener la simpatía del único ser al que amaba. A las personas cuya búsqueda les aísla de los asuntos comunes de la vida —que van por delante de la humanidad, o están separados de ésta—, a veces les sobreviene la sensación de un frío moral que hace que el espíritu se estremezca como si hubiera alcanzado las soledades congeladas que rodean el Polo. Lo que sea capaz de sentir el profeta, el poeta, el reformista, el criminal o cualquier otro hombre con anhelos humanos, aunque separado de la multitud por un destino peculiar, el pobre Owen lo sentía.

—¡Annie, cómo me alegraría poder contarte el secreto de mi trabajo! —exclamó volviéndose tan pálido como la muerte ante ese simple pensamiento—. Creo que tú lo estimarías correctamente. Sé que lo oirías con una reverencia que no puedo esperar del mundo duro y material.
—¿Que podría hacerlo? ¡Seguro que lo haría! —contestó Annie Hovenden con una risa ligera—. Venga, explícame enseguida qué significa este pequeño tiovivo, trabajado con tanta delicadeza que podría ser un juguete para la reina Mab. ¡Vamos! Yo lo pondré en movimiento.
—¡Un momento! —exclamó Owen—. ¡Un momento!
Annie había tocado de la manera más ligera posible, con la punta de una aguja, la misma parte diminuta de la complicada maquinaria que ya hemos mencionado más de una vez, en el momento en que el artista la cogió por la muñeca con una fuerza que la hizo lanzar un grito. Ella se asustó por la convulsión de rabia intensa y angustia que cruzó por los rasgos de Owen. Al instante siguiente, él dejaba hundir la cabeza entre las manos.
—Vete, Annie —murmuró—. Me he engañado a mí mismo y debo sufrir por ello.

Ansiaba simpatía, y pensé, imaginé y soñé que podías dármela; pero careces del talismán que permitiría admitirte entre mis secretos, Annie. Ese roce ha deshecho el trabajo de meses y el pensamiento de una vida. ¡No ha sido tu culpa, Annie, pero me has arruinado!

¡Pobre Owen Warland! Se había equivocado, ciertamente, pero se le podía perdonar; pues si algún espíritu humano hubiera podido reverenciar suficientemente los procesos tan sagrados a sus ojos, tenía que haber sido una mujer. Posiblemente Annie Hovenden no le habría decepcionado de haber estado ella iluminada por la inteligencia profunda del amor.

El artista pasó el invierno siguiente de una manera que satisfizo a todos los que todavía depositaban alguna esperanza en él, cuando en verdad estaba irrevocablemente destinado a la inutilidad por lo que respectaba al mundo, y a un destino personal nocivo. La muerte de un pariente le había hecho tomar posesión de una pequeña herencia. Liberado así de la necesidad del trabajo, y habiendo perdido la influencia resuelta de un gran propósito —grande, al menos, para él—, se abandonó a unos hábitos contra los que debería haberse asegurado por la delicadeza de sus sistemas. Pero cuando se oscurece la parte etérea de un hombre de genio, la parte terrenal asume una influencia más incontrolable, pues ha perdido ahora el equilibrio que la providencia había ajustado tan delicadamente, y que en una naturaleza más tosca se ajusta mediante algún otro método. Owen Warland probó los estados benditos que puede proporcionar la turbulencia. Contempló el mundo a través del medio dorado del vino, y tuvo las visiones que suben alegres y burbujeantes por el borde de la copa, pueblan el aire con formas de agradable locura y pronto se vuelven fantasmales y tristes. Incluso cuando se había producido ya este cambio fatal e inevitable, el joven siguió bebiendo la copa de los encantamientos, aunque su vapor sólo sirviera para envolver la vida de tristeza, y llenar la tristeza de espectros que se burlaban de él. Había una cierta pesadez del espíritu que, siendo real, y la sensación más profunda de la que era consciente ahora el artista, resultaba más intolerable que cualquier horror y desgracia fantástica que invocara el abuso del vino. En este último caso podía recordar, incluso en la neblina de su problema, que no era más que un engaño; pero en el primer caso, la pesada angustia era su vida real.

De ese estado peligroso fue redimido por un incidente que presenció más de una persona, aunque ni el más sagaz fue capaz de explicar o conjeturar cómo actuó sobre la mente de Owen Warland. Fue muy simple. Una cálida tarde de primavera, cuando el artista estaba sentado entre sus compañeros de juerga con un vaso de vino ante él, una mariposa espléndida entró por la ventana abierta y aleteó junto a su cabeza.

—¡Ah! —exclamó Owen, que había bebido mucho—. ¿Vuelves a estar viva, hija del sol y compañera de juego de la brisa de verano, tras tu siesta del fatal invierno? ¡Entonces es la hora de que vuelva al trabajo!

Y dejando sobre la mesa la copa sin vaciar, se despidió y no volvió a beber otra gota de vino. Reanudó sus paseos por bosques y campos. Podría imaginarse que la brillante mariposa, que había entrado como un espíritu por la ventana mientras Owen estaba sentado con los toscos borrachos, era ciertamente un espíritu encargado de recordarle la vida pura e ideal que le había convertido en alguien etéreo en medio de los hombres. Podría imaginarse que fue a buscar este espíritu en sus territorios soleados; pues como en el verano anterior, le vieron deslizarse siempre que había aparecido una mariposa, perdiéndose en su contemplación. Cuando ésta emprendía el vuelo sus ojos seguían la visión alada, como si su camino aéreo le mostrara el sendero hasta el cielo. ¿Pero cuál podía ser el propósito de ese trabajo fuera de estación, que volvió a reanudar tal como sabía el vigilante por las franjas de luz que se filtraban a través de las grietas de las persianas de Owen Warland? La gente de la ciudad tenía una explicación general de todas esas singularidades. ¡Owen Warland se había vuelto loco! Qué universalmente eficaz, qué satisfactorio también, y tranquilizante para la sensibilidad herida de los estrechos y torpes, es este sencillo método de explicar todo lo que queda más allá del alcance de las personas más ordinarias del mundo. Desde los tiempos de San Pablo hasta los de nuestro pobre pequeño artista de lo bello, el mismo talismán se había aplicado a la solución de todos los misterios de palabra o hecho de los hombres que hablaban o actuaban demasiado sabiamente o demasiado bien. En el caso de Owen Warland el juicio de sus conciudadanos pudo haber sido correcto. Quizás estaba loco.

La falta de simpatía, ese contraste entre él mismo y sus vecinos, que eliminaba la restricción del ejemplo, pudo bastar para enloquecerlo. O posiblemente había captado tanta radiación etérea como para confundirle, en un sentido terrenal, al mezclarse con la luz común del día. Una tarde, cuando el artista había regresado de su habitual paseo y acababa de lanzar el brillo de su lámpara sobre la delicada obra tan frecuentemente interrumpida, pero siempre reanudada, como si su destino estuviera encarnado en su mecanismo, le sorprendió la entrada del viejo Peter Hovenden. Owen no podía encontrarse nunca con ese hombre sin que se le encogiera el corazón. De todo el mundo, era el más terrible, a causa de una comprensión afilada que le permitía ver con tanta claridad lo que veía, y no creer, con tan poco compromiso, lo que no podía ver. En esta ocasión, el viejo relojero simplemente tenía una o dos palabras afables que decirle.

—Owen, muchacho, queremos que vengas a casa mañana por la noche. El artista empezó a murmurar alguna excusa.
—No, no, tienes que venir en recuerdo de los tiempos en que eras uno de la casa —dijo Peter Hovenden—. ¿Es que no sabes que mi hija Annie se ha comprometido con Robert Danforth? Estamos preparando una fiesta, a nuestra manera humilde, para celebrar el acontecimiento.
—¡Ah! —dijo Owen.

Ese pequeño monosílabo fue lo único que dijo; su tono pareció frío y despreocupado para un oído como el de Peter Hovenden; y sin embargo en él iba el grito ahogado del corazón del pobre artista, que se comprimió en su interior como un hombre que sujetara un espíritu maligno. Sin embargo se permitió un estallido ligero que fue imperceptible para el viejo relojero. Levantando el instrumento con el que iba a iniciar el trabajo, lo dejó caer sobre el pequeño sistema de la maquinaria que, de nuevo, le había costado meses de pensamiento y trabajo. ¡Quedó destrozada por el golpe! La historia de Owen Warland no habría sido una representación aceptable de la vida inquieta de quienes se esfuerzan por crear lo hermoso si, en medio de todas las demás influencias frustrantes, no se hubiera interpuesto el amor quitándole la habilidad de la mano. Exteriormente no había sido un amante ardiente ni emprendedor; la vida de su pasión había confinado sus tumultos y vicisitudes totalmente dentro de la imaginación del artista, por lo que la propia Annie apenas había tenido de ésta algo más que la percepción intuitiva de una mujer; pero en opinión de Owen cubría todo el campo de su vida. Olvidándose de la época en que ella se había mostrado incapaz de ninguna respuesta profunda, él había persistido en relacionar todos sus sueños de éxito artístico con la imagen de Annie; ella era la forma visible en que se le manifestaba a él el poder espiritual que veneraba, y sobre cuyo altar esperaba poner una ofrenda digna.

Desde luego, Owen se había engañado; no había en Annie Hovenden esos atributos con los que su imaginación la había dotado. Ella, en la apariencia que tomaba ante la visión interior de él, era suya tanto como lo sería el mecanismo misterioso si llegara alguna vez a realizarlo. Si el éxito en el amor le hubiera convencido de su error, si hubiera atraído a Annie hacia su pecho viendo allí cómo se convertía de ángel en mujer ordinaria, la decepción pop haberle hecho regresar, con concentrada energía, al único objetivo que le quedaba pero si hubiera encontrado a Annie tal como él la imaginaba, su destino habría sido tan rico en belleza que por mera redundancia habría podido trabajar lo hermoso de una manera más digna de aquella por la que se había esforzado; pero la forma en que su pena llegó hasta él, la sensación de que el ángel de su vida le había sido arrebatado y se había entregado a un hombre tosco de la tierra y el hierro, que no necesitaba ni apreciaba sus servicios... eso era la perversidad misma del destino que hace que la existencia humana parezca demasiado absurda y contradictoria como para ser el escenario de cualquier otra esperanza o cualquier otro miedo. A Owen Warland no le quedaba otra cosa que sentarse como un hombre aturdido.

Estuvo enfermo. Tras recuperarse, su cuerpo pequeño y delgado asumió un adorno de carne más obtuso que el que había llevado nunca. Sus mejillas delgadas se redondearon; su pequeña y delicada mano, conformada tan espiritualmente para realizar tareas mágicas, se volvió más rolliza que la mano de un próspero bebé. Su aspecto era tan infantil que podría haber inducido a un desconocido a palmearle la cabeza, aunque se habría detenido en el acto preguntándose qué tipo de niño era aquél.

Era como si el espíritu se hubiera marchado de él, dejando que el cuerpo floreciera en una especia de existencia vegetal. No es que Owen Warland fuera idiota. Podía hablar, y no irracionalmente. La verdad es que la gente empezó a pensar en él como en un charlatán, pues podía lanzar discursos de una duración fatigosa acerca de las maravillas de la mecánica que había leído en los libros y que había aprendido a considerar como absolutamente fabulosas. Enumeraba entre ellas al hombre de bronce, construido por Alberto Magno, y la cabeza de bronce de Fray Bacon; y llegando a épocas posteriores, el autómata de un pequeño coche con caballos, que se decía que había sido fabricado por el Delfín de Francia; junto con un insecto que zumbaba junto al oído como una mosca viva, y que sólo era un ingenio de diminutos resortes de acero. Se contaba también la historia de un pato que nadaba, graznaba y comía; aunque si cualquier ciudadano honesto lo hubiera comprado por dinero, se habría sentido engañado con la aparición mecánica de un pato.

—Pero estoy convencido de que todos esos relatos son simples embustes — terminaba diciendo Owen Warland.

Después, con cierto aire de misterio, confesaba que en otro tiempo había pensado de manera diferente. En sus tiempos de ocio y ensoñación había creído posible, en un cierto sentido, espiritualizar la maquinaria, combinando, con la nueva especie de vida y movimiento así producida, una belleza que alcanzaría el ideal que la naturaleza se había propuesto en todas sus criaturas, pero que nunca se había tomado el esfuerzo de realizar. Sin embargo no parecía recordar con percepción muy clara el proceso para lograr ese objeto y ni siquiera el propio diseño.

—Ahora me he apartado de todo eso —decía—. Era uno de esos sueños con los que los jóvenes siempre se están engañando. Ahora que he adquirido un poco de sentido común, me hace reír pensar en ello.

¡Pobre, pobre caído Owen Warland! Éstos eran los síntomas de que había dejado de ser un habitante de la esfera superior que está, invisible, a nuestro alrededor. Había perdido la fe en lo invisible y se enorgullecía ahora, como invariablemente hacen tantos infortunados, de la sabiduría de rechazar gran parte de lo que incluso había visto, y no confiar en nada de lo que su mano tocara. Esta es la calamidad de los hombres cuya parte espiritual muere en ellos y dejan que el entendimiento más grosero les asimile más y más a las cosas que puede conocer; pero en Owen Warland el espíritu no había muerto; sólo dormía.

Se desconoce cómo despertó de nuevo. Quizás el sueño lánguido fue roto por un dolor convulso. Quizás, como en un caso anterior, entró la mariposa y quedó suspendida sobre su cabeza, volviendo a darle la inspiración —pues esta criatura del sol había tenido siempre una misión misteriosa para el artista—, el propósito anterior de su vida. Pero tanto si fue el dolor o la felicidad lo que volvió a conmocionar sus venas, su primer impulso fue el de agradecer al cielo por haberle vuelto de nuevo la persona de pensamiento, imaginación y agudísima sensibilidad que hacía tiempo había dejado de ser.

—Y ahora a la tarea —dijo—. Jamás sentí tanta fuerza como ahora.
Sin embargo, aunque se sentía fuerte, se vio incitado a trabajar con más diligencia temiendo que la muerte le sorprendiera en medio de su esfuerzo. Esa ansiedad es común, quizás, a todos los hombres que ponen el corazón en algo tan elevado, en su propia visión de la tarea, hasta el punto de que la vida sólo tiene importancia como una condición para ese logro. Mientras amamos la vida por sí misma, raras veces tememos perderla. Cuando deseamos la vida para el logro de un objetivo, reconocemos la fragilidad de su textura. Pero, junto con esta sensación de inseguridad, hay una fe vital en nuestra invulnerabilidad ante la flecha de la muerte mientras estemos comprometidos en una tarea que parece nos haya asignado la providencia como lo adecuado que tenemos que hacer, y que el mundo tendría motivos para quejarse si la dejáramos inacabada. ¿Puede creer el filósofo, engrandecido con la inspiración de una idea que va a reformar a la humanidad, que va a ser llamado para que abandone esta existencia sensible en el instante mismo en que está cobrando aliento para pronunciar la palabra de luz? Si así pereciera, las fatigadas eras podrían pasar —y la arena de la vida del mundo podría caer gota a gota— antes de que otro intelecto estuviera preparado para desarrollar la verdad que él podría haber pronunciado. Pero la historia nos da muchos ejemplos en los que el espíritu más precioso, manifestado en una época particular en forma humana, ha desaparecido inoportunamente sin que se le concediera espacio, por lo que puede saber el juicio mortal, para realizar su misión en la tierra. El profeta muere, y el hombre de corazón lánguido y cerebro torpe sigue viviendo. El poeta deja su canción a medio cantar, o la termina, más allá del alcance de los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor, como hizo Allston, deja la mitad de su concepción en el lienzo para entristecernos con su belleza imperfecta, y va a pintar la totalidad, si no es irreverencia decir esto, con los tonos del cielo. Pero más bien es posible que los diseños incompletos de esta vida no se perfeccionen en parte alguna.

Así, la frecuente desaparición de los proyectos más queridos del hombre debe tomarse como una prueba de que los hechos de la tierra, aunque se hayan vuelto etéreos por la piedad o el genio, carecen de valor, salvo como ejercicios y manifestaciones del espíritu. En el cielo, todo pensamiento ordinario es superior y más melodioso que la canción de Milton. Entonces, ¿añadiría él otro verso a cualquier melodía que hubiera dejado aquí sin terminar? Mas volvamos a Owen Warland. Tuvo la fortuna, sea ésta buena o mala, de conseguir el propósito de su vida. Pasemos por un largo espacio de pensamiento intenso, esfuerzo anhelante, trabajo minucioso y ansiedad, seguido por un instante de triunfo solitario: dejemos que todo esto sea imaginado y contemplemos después al artista, una tarde de invierno, pidiendo ser admitido junto a la chimenea de Robert Danforth. Allí encontró al hombre de hierro, con su enorme sustancia bien calentada y atemperada por las influencias domésticas. Y allí estaba también Annie, transformada ahora en una matrona, habiendo acaparado una gran parte de la naturaleza sencilla y robusta de su esposo, pero imbuida también, como Owen Warland seguía creyendo, de una gracia más delicada que podría permitirle servir de intérprete entre la fuerza y la belleza. Sucedió asimismo que aquella tarde el viejo Peter Hovenden estaba invitado junto a la chimenea de su hija; y fue su recordada expresión de aguda y fría crítica lo primero que encontró la mirada del artista.

—¡Mi viejo amigo Owen! —gritó Robert Danforth, levantándose y comprimiendo los delicados dedos del artista con una mano habituada a sujetar barras de hierro—. Qué amable que hayas venido a vernos por fin. Tenía miedo de que tu movimiento continuo te hubiera embrujado haciéndote olvidar los recuerdos de los viejos tiempos.
—Nos alegramos de verte —dijo Annie mientras un rubor enrojecía su mejilla de matrona—. No es de buen amigo estar alejado tanto tiempo.
—Y bien, Owen —preguntó el viejo relojero como primer saludo—. ¿Cómo va lo bello? ¿Lo has creado por fin?

El artista no respondió de inmediato, pues le sorprendió la aparición de un niño pequeño y fuerte que avanzó dando traspiés sobre la alfombra; un pequeño personaje que había surgido misteriosamente del infinito, pero con algo tan fuerte y real en su composición que parecía moldeado a partir de la sustancia más densa que pudiera proporcionar la tierra. El ilusionado niño se arrastró hacia el recién llegado, y poniéndose sobre las extremidades, tal como lo decía Robert Danforth, miró a Owen con una apariencia de observación tan sagaz que la madre no pudo evitar intercambiar una mirada de orgullo con su esposo. Pero el artista se sentía inquieto por la mirada del niño, pues creía ver un parecido entre ésta y la expresión habitual de Peter Hovenden.

Debió imaginar que el viejo relojero se hallaba comprimido en esa forma de bebé, y mirándole desde los ojos del niño repetía, como en realidad estaba haciendo ahora el anciano, la maliciosa pregunta:

—¡Lo bello, Owen! ¿Cómo vas con lo bello? ¿Has conseguido crearlo?
—Lo he conseguido —contestó el artista con una momentánea luz de triunfo en los ojos y una sonrisa iluminada, aunque impregnada de tal profundidad de pensamiento que casi era tristeza—. Sí, amigos míos, es la verdad. Lo he logrado.
—¿De verdad? —preguntó Annie con una mirada de jovencita alegre que brotaba de nuevo de su rostro—. ¿Y se puede preguntar ahora cuál es el secreto?
—Por supuesto, he venido para revelarlo —respondió Owen Warland—. ¡Conoceréis, veréis, tocaréis y poseeréis el secreto! Pues Annie, si puedo seguir dirigiéndome por ese nombre a la amiga de mis años infantiles, Annie, ha sido como regalo de bodas que he trabajado ese mecanismo espiritualizado, esa armonía del movimiento, ese misterio de la belleza. Llega tarde, cierto; pero así es como vamos avanzando en la vida. Cuando los objetos empiezan a perder esa frescura del tono, y nuestra alma la delicadeza de su percepción, es cuando más se necesita el espíritu de la belleza. Pero, perdóname, Annie, si sabes valorar este regalo, no llegará demasiado tarde.

Mientras hablaba sacó algo parecido a un joyero. De su propia mano lo había tallado ricamente en ébano, e incrustado con una imaginativa tracería de perlas que representaba a un muchacho persiguiendo una mariposa, que en otra parte se había convertido en un espíritu alado que volaba hacia el cielo; mientras que el muchacho, o joven, había encontrado tal eficacia en su poderoso deseo que ascendía desde la tierra hasta la nube, y desde la nube a la atmósfera celestial, para obtener lo bello. El artista abrió la caja de ébano y pidió a Annie que colocara un dedo en su borde. Así lo hizo ella, y casi lanzó un grito cuando una mariposa salió aleteando, y posándose en la punta de su dedo, se quedó allí ondeando la amplia magnificencia de sus alas púrpuras moteadas de dorado, como en el preludio de un vuelo. Es imposible expresar en palabras la gloria, el esplendor, la vistosidad delicada que se templaban en la belleza de ese objeto. La mariposa ideal de la naturaleza estaba aquí realizada en toda su perfección; no con el modelo de esos insectos descoloridos que vuelan entre las flores terrenales, sino de aquellos que están suspendidos sobre los prados del paraíso para que los ángeles niños y el espíritu de los niños fallecidos se diviertan con ellos. La riqueza era visible en sus alas, el brillo de sus ojos parecía imbuido de espíritu. La luz de la chimenea brillaba alrededor de esa maravilla, pero parecía relucir por su propia radiación, e iluminaba el dedo y la mano extendida sobre la que se posaba con un resplandor blanco semejante al de las piedras preciosas. En su belleza perfecta se perdía totalmente la consideración del tamaño. Si sus alas hubieran llegado al firmamento, la mente no podría haber estado más repleta o satisfecha.

—¡Hermoso! ¡Hermoso! —exclamó Annie—. ¿Está viva?
—¿Viva? Claro que sí—contestó su marido—. ¿Te crees que cualquier mortal tiene la suficiente habilidad como para hacer una mariposa, o tomarse el trabajo de fabricarla, cuando cualquier niño puede coger una docena de ellas en una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto! Pero esa bonita caja ha sido fabricada sin duda por nuestro amigo Owen; y realmente le da fama.
En ese momento la mariposa movió de nuevo las alas con un movimiento tan absolutamente parecido a la vida que Annie se sobresaltó, incluso se asustó; pues, a pesar de la opinión de su esposo, no estaba segura de si era ciertamente un ser vivo una pieza de mecanismo maravilloso.
—¿Está viva? —preguntó con más seriedad que antes.
—Juzga por ti misma —dijo Owen Warland, mirándola al rostro con absoluta atención.

La mariposa voló por el aire, aleteó alrededor de la cabeza de Annie y se remontó hasta una zona alejada del salón, aunque era todavía perceptible a la vista por el brillo estrellado en que la envolvía el movimiento de las alas. El niño siguió su curso desde el suelo con sus ojillos sagaces. Tras volar por la habitación, regresó en una curva espiral y volvió a posarse sobre el dedo de Annie.

—Pero ¿está viva? —volvió a exclamar ella; y el dedo en el que el brillante misterio se había posado estaba tan tembloroso que la mariposa tuvo que equilibrarse con sus alas—. Dime si está viva o si tú la has creado.
—¿Por qué preguntas quién la creó, si es tan hermosa? —contestó Owen Warland—. ¿Viva? Claro, Annie; bien puede decirse que posee vida, pues ha absorbido en ella mi propio ser; y en el secreto de esa mariposa, y en su belleza, que no es simplemente exterior, sino profunda como todo su sistema, está representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad y el alma de un artista de lo bello. Sí, yo la creé. Pero... —y aquí su semblante cambió algo—. Esta mariposa no es ya para mí lo que era cuando la contemplé lejos, en las ensoñaciones de mi juventud.
—Sea como sea, es un hermoso juguete —dijo el herrero sonriendo con placer infantil—. Me pregunto si condescenderá a posarse sobre un dedo grande y torpe como el mío. Sostenla ahí, Annie.

Haciendo lo que le pedía el artista, Annie tocó con la punta de su dedo el de su marido; y tras un retraso momentáneo, la mariposa aleteó de uno a otro. Fue el preludio de un segundo vuelo, con un movimiento de las alas similar, aunque no exactamente igual, al del primer experimento. Luego, ascendiendo desde el dedo fornido del herrero, se elevó hasta el techo en una curva cada vez más amplia, recorrió el ancho de la habitación y regresó, con un movimiento ondulante, a la punta del dedo desde la que había partido.

—¡Vaya, esto vence a toda naturaleza! —gritó Robert Danforth concediendo la mayor alabanza que sabía expresar; y ciertamente, si se hubiera detenido ahí, un hombre de palabras más hermosas y percepción más aguda no habría podido decir más —. Confieso que esto me sobrepasa. Pero ¿y qué? Hay un uso más real en un buen golpe de mi martillo que en el trabajo de cinco años que nuestro amigo Owen ha malgastado en esa mariposa.

En ese momento el niño aplaudió y empezó a emitir sonidos ininteligibles, pidiendo evidentemente que le dieran la mariposa como juguete. Owen Warland miró de soslayo a Annie para descubrir si estaba de acuerdo con lo que había dicho su marido acerca del valor comparativo de lo bello y lo práctico. En medio de toda su amabilidad hacia él, de toda la admiración y sorpresa con la que contemplaba el trabajo maravilloso de sus manos y la encarnación de su idea, había un secreto desdén... quizás secreto hasta para la propia conciencia de Annie, y perceptible sólo para un discernimiento intuitivo como el del artista. Pero Owen, en las últimas fases de su búsqueda, había salido de la región en la que un descubrimiento semejante podría haber representado una tortura. Sabía que el mundo, y Annie como representante del mundo, con independencia de las alabanzas que pudiera otorgar nunca sería capaz de decirle la palabra adecuada ni de tener el sentimiento adecuado que podría ser la recompensa perfecta para un artista que, al simbolizar una elevada moral en una bagatela material, al convertir lo que era terrenal en espiritual, había obtenido lo bello con el trabajo de sus manos. Hasta ese último momento no aprendería Owen que la recompensa de toda alta ejecución sólo puede buscarse dentro de uno mismo, o buscarse en vano. Había sin embargo una visión del asunto que Annie y su marido, incluso Peter Hovenden, podían entender plenamente, y que podría haberles convencido de que ese trabajo de años había merecido la pena. Owen Warland podría haberles dicho que esa mariposa, ese juguete, ese regalo de bodas de un relojero pobre a la esposa de un herrero, era en realidad una gema artística que un monarca habría comprado con honores y abundantes riquezas, y habría atesorado entre las joyas de su reino como la más maravillosa y excepcional de todas. Pero el artista sonrió y guardó el secreto para sí.

—Padre —dijo Annie pensando que una palabra de alabanza del viejo relojero podría satisfacer a su antiguo aprendiz—. Ven a admirar esta hermosa mariposa.
—Déjame ver —contestó Peter Hovenden levantándose de su asiento con una sonrisa sarcástica en el rostro que provocaba siempre dudas en los demás, puesto que él mismo dudaba de todo salvo de una existencia material—. Aquí está mi dedo para que se pose encima. La entenderé mejor cuando la haya tocado.

Pero con gran asombro de Annie, cuando la punta del dedo del padre tocó la del marido, en la que estaba quieta la mariposa, el insecto inclinó las alas y estuvo a punto de caer al suelo. Hasta los puntos dorados brillantes de las alas y el cuerpo, si es que los ojos de Annie no la engañaban, se oscurecieron, y el color púrpura brillante adoptó un tono oscuro, y el brillo estelar que relucía alrededor de la mano del herrero se debilitó hasta desaparecer.

—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —gritó Annie alarmada.
—Ha sido delicadamente trabajada —contestó tranquilamente el artista—. Tal como te dije, ha embebido una esencia espiritual... llámalo magnetismo, o lo que prefieras. En una atmósfera de duda y burla, su exquisita susceptibilidad se siente torturada, como el alma de aquel que le ha instilado su propia vida. Ya ha perdido su belleza; en unos momentos más su mecanismo quedará irreparablemente herido.
—¡Aparta la mano, padre! —ordenó Annie palideciendo—. Aquí está mi hijo; déjala sobre su mano inocente. Quizás ahí su vida se reanime y sus colores se vuelvan más brillantes que nunca.

El padre retiró el dedo con una sonrisa áspera. La mariposa pareció recuperar entonces el poder del movimiento voluntario, y sus tonos asumieron una gran parte del brillo original, y la radiación estelar, que era su atributo más etéreo, volvió a formar un halo a su alrededor. Al principio, al ser traspasada desde la mano de Robert Danforth al pequeño dedo del niño, esa radiación se hizo tan poderosa que llegó a producir la sombra del niño en la pared. Entretanto él extendió su mano rolliza como había visto hacer a su padre y su madre, y contempló con placer infantil el movimiento de las alas del insecto. Sin embargo había allí una cierta expresión extraña de sagacidad que hizo que Owen Warland sintiera como si estuviera allí parcialmente el viejo Peter Hovenden, y parcialmente se redimiera de su duro escepticismo con la fe infantil.

—¡Qué sabio parece el pequeño mono! —susurró Robert Danforth a su esposa.
—Jamás vi esa mirada en el rostro de un niño —respondió Annie admirando a su propio hijo, y con buenas razones, mucho más que a la artística mariposa—. El sabe del misterio más que nosotros.

Como si la mariposa, igual que el artista, fuera consciente de algo que no congeniaba totalmente con la naturaleza infantil, alternativamente centelleaba y se oscurecía. Finalmente se levantó de la pequeña mano del niño con un movimiento aéreo que parecía impulsarla hacia arriba sin esfuerzo, como si los instintos etéreos con los que la había dotado el espíritu de su creador impulsaran involuntariamente esa hermosa visión hacia una esfera superior. De no haber encontrado una obstrucción, podría haberse encumbrado al cielo y volverse inmortal. Pero su brillo irradió sobre el techo; la textura exquisita de sus alas se rozó contra ese medio terrenal; Y una o dos chispas, como si fueran polvo de estrellas, cayeron flotando y quedaron brillantes sobre la alfombra. Entonces la mariposa bajó aleteando y, en lugar de regresar al niño, pareció verse atraída hacia la mano del artista.

—¡No, no! —murmuró Owen Warland como si su obra de arte pudiera entenderle —. Ya has salido del corazón de tu amo. No hay regreso para ti.

Con un movimiento ondulante, y emitiendo una radiación temblorosa, la mariposa, por así decirlo, luchó moviéndose hacia el niño, y estuvo a punto de posarse en su dedo; pero cuando se hallaba todavía suspendida en el aire, el pequeño hijo de la fuerza, con la expresión aguda y astuta de su abuelo en el rostro, cogió el insecto maravilloso y lo comprimió en la mano. Annie lanzó un grito. El viejo Peter Hovenden lanzó una carcajada fría y burlona. El herrero, haciendo fuerza, abrió la mano del niño y encontró en la palma un pequeño montón de fragmentos brillantes, de los que había desaparecido para siempre el misterio de la belleza. Y en cuanto a Owen Warland, contempló plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de su vida, y que sin embargo no era tal. Había captado otra mariposa muy distinta a ésta. Cuando el artista se eleva lo suficiente para conseguir lo bello, el símbolo con que lo hizo perceptible para los sentidos mortales deviene poco valioso para sus ojos, mientras que su espíritu toma posesión del gozo de la realidad.