jueves, 12 de septiembre de 2024

Poemas. Charles Simic (1938-2023)

Poema sin título.


Pregunto al plomo:
¿Por qué has permitido
que se te convierta en bala?
¿Has olvidado a los alquimistas?
¿Has abandonado la esperanza
de convertirte en oro?

Nadie responde.
Plomo. Bala.
Con nombres como éstos
el sueño es largo y profundo.





Descripción de una cosa perdida.


Nunca tuvo un nombre,
Ni recuerdo como la encontré
La llevé en mi bolsillo
Como un botón perdido
Sólo que no era un botón.

Películas de terror,
Cafeterías nocturnas
Oscuros bares
Y salones de billar
En calles lluviosas

Llevó una quieta, ordinaria existencia
Como una sombra en un sueño
Un ángel en un prendedor
Y luego se desvaneció.
Los años pasaron con su fila

De estaciones sin nombre,
Hasta que alguien me dijo eso era todo!
Y lo tonto que fui
Descendí en una plataforma vacía
Sin ningún pueblo a la vista.





Conversación radial.


"Tuve suerte de tener una biblia conmigo
cuando los alienígenas me abducieron..."

America, le grité a la radio
Incluso a las dos de la mañana eres un manicomio!

No, retiro lo dicho!
Tú eres un ángel de piedra en el cementerio

Escuchando a los gansos en el cielo
Tus ojos cegados por la nieve.





Feria campestre.


Si tu no viste el perro de seis patas
No importa
Nosotros sí, y pasó la mayor parte del tiempo echado en el rincón
En cuanto a las patas adicionales

Uno se acostumbraba rápidamente a ellas
Y pensaba en otras cosas
Como, qué noche tan fría y oscura
Para estar al aire libre en la feria.





El objeto inanimado.


En mis largas conversaciones nocturnas con los carceleros, retomé la cuestión del objeto: ¿Permanece indiferente si es percibido o no? (Tenia en mente aquél escondido y encontrado póstumamente mientras la celda recientemente desocupada era fumigada y barrida.)

“Como un demonio, grabado en madera, de alguna especie salida de una pesadilla,” gijo uno. “En código,” dijo otro. Estábamos tomando en trago casero que nos hacía dar vueltas la cabeza. “Cuando un botón del cuello cae al piso y apenas hace ruido,” dijo el tercero con una sonrisa, pero yo no dije nada.

“Si tan sólo uno pudiera dejar alguito que haga a otros pensar,” pensé para mis adentros.

Mientras tanto, estaba mi pedazo de botella rota para preocuparme. Era verde y tenía un filo letal. Ya no recordaba su escondite, a no ser que sólo la hubiera soñando, o ésta era otra celda, otra prisión en una serie infinita de prisiones y largas conversaciones nocturnas con mis carceleros.





Rumbo al camión. 


Una ligera nevada, como escarcha, ha caído durante la noche.
Melancólico, el periodista confronta

Al hombre transparente en un mundo traducido,
Donde se alimenta de un conocimiento nuevo,

En una estación, un clima matutino, de elucidación,
Un refrigerio de aire frío, aliento frío,

Una percepción de aliento frío, más revelador que
Una percepción de sueño, más poderosa

Que el poder del sueño, una claridad emergiendo
Del frío, levemente irisada, levemente deslumbrada,

Pero una perfección emergiendo de un conocimiento nuevo,
Un entendimiento más allá del periodismo,

Un modo de pronunciar la palabra dentro de la lengua
Bajo los árboles invernales de la terraza.





Tocón de lápiz rojo.


Te sacaron una punta finísima
Con una hoja de afeitarse oxidada.
Luego la mano desconocida barrió lo rasurado
Hacia su palma húmeda
Y se perdió de vista.

Yacías en el escritorio junto
Al documento de aspecto oficial
Con una larga lista de nombres.
Quedaba en nosotros imaginar el resto:
El techo alto con sus grietas

Y extrañas manchas de agua;
La ventana con su vista
A tejados cubiertos de nieve.

Un mundo variado, inconcebible
Rodeando tu severa presencia
Por todos lados,
Tocón de lápiz rojo.





Ejercicio de sombreo. 


A esta calle le vendría bien un poco de sombra
Y lo mismo va para ese niño
Que juega solo en el sol,
Que una sombra se dispare sobre él como un gatito negro.
Sus padres siempre sentados con las persianas abiertas.
La escalera al sótano
Ya casi no es usada
Excepto por un vagabundo ocasional.
Como un tropel de actores itinerantes ataviados para hacer Hamlet,
Las sombras nocturnas llegan.
Pasan sus días ocultas en los árboles
Fuera del palacio de justicia.
Ahora viene la parte difícil:
¿Qué hacer con las lápidas del camposanto?
Al sol no le importan las ambigüedades,
Pero a mí sí. Yo abro mi puerta y las dejo pasar.





Hotel Insomnia. 


Me gustaba mi covacha.
Su ventana que daba a una pared,
Al lado había un piano.
Varias noches al mes
un viejo lisiado venía a tocar
“Mi Cielo Azul”.

Casi siempre, sin embargo, todo estaba quieto.
Cada cuarto con su araña de sobretodo pesado
que atrapaba su mosca con una telaraña
de fumarada y delirio. Tan oscuro,
que no podía ver mi cara en el espejo.

A las 5 a.m. los pies desnudos del piso de arriba.
La “Gitana” adivina,
cuya tienda queda en la esquina,
yéndose a orinar después de una noche de amor.
Y una vez también, un niño sollozando.
Tan cerca se oyó, que pensé
por un momento, sollozaba yo mismo.





El espantapájaros. 


Se puede refutar la existencia de Dios
pero no la del diablo.

No verás mejores tomates en mucho tiempo.
Ven, Marta, muérdelos,
como si fueran manzanas.
Y después de cada mordisco
añade una pizca de sal.

Si el jugo se desliza por tu cuello
y mancha de rojo tu escote,
inclínate sobre el lavabo.

Desde allí podrás ver a tu marido,
parado en mitad del sembrado:
una de sus ideas más amargas se le encara
y extiende sus brazos como un espantapájaros.





Shelley.


Para M. Follain

Poeta de las hojas muertas barridas como fantasmas,
llevadas como multitudes pestilentes, te leí por primera vez
una noche lluviosa en la Ciudad de Nueva York,
con mi atroz acento eslavo,
recitando los melifluos versos
de un volumen desgastado, muy manchado
que había comprado temprano ese día
en una librería de libros usados en la Cuarta Avenida
administrada por un iniciado de los maestros de lo oculto.

El poco dinero que tenía casi lo gasté todo,
caminé por las calles con mi nariz metida en el libro.
Me senté en una sucia cafetería
con las moscas del verano pasado sobre la mesa.
El dueño era un ex marino
al que le había salido una joroba en la espalda
mientras contemplaba la lluvia, la calle vacía.
Estaba contento de verme sentado y leyendo.
Me volvía a llenar la taza con un líquido oscuro como el río Estigia.

Shelley hablaba de un rey loco, ciego y moribundo;
de gobernantes que no veían, no sentían, ni sabían;
de tumbas de las que un glorioso Fantasma podía
irrumpir para iluminar nuestro día tempestuoso.

Yo también me sentía como un glorioso fantasma
yendo a cenar
en un restaurante chino que conocía muy bien.
Tenía un mozo con tres dedos
que me traía mi sopa y arroz todas las noches
sin decir siquiera una palabra.

Nunca vi a nadie más allí.
La cocina estaba separada por una cortina
de cuentas de vidrio que sonaba débilmente
cuando quiera que se abría la puerta de entrada.
La puerta de entrada se abrió aquella noche
para admitir una pálida muchachita con anteojos.

El poeta hablaba del universo eterno
de las cosas... de destellos de un mundo más remoto
que el alma visita en el sueño...
De un desierto poblado sólo por tormentas...

Las calles estaban salpicadas de paraguas rotos
que se veían como fúnebres cometas
que esa muchachita china podría haber fabricado.
Los bares de la calle MacDougal se estaban vaciando.
Había habido una pelea.
Un hombre se apoyaba en un poste de luz
con los brazos extendidos como si estuviera crucificado,
la lluvia lavaba la sangre de su cara.

En un callejón débilmente iluminado
donde la acera brillaba como un espejo de sala de baile
a la hora de cierre...
un hombre bien vestido sin zapatos
me pidió dinero.
Le brillaban los ojos, se veía triunfante
como un maestro de esgrima
que recién había dado una estocada mortal.

Cuán extraño era todo eso... los desechos del mundo
esa oscura noche de octubre...
El amarillento volumen de poesía
con sus Esplendores y Penumbras
que yo estudiaba a la luz de las vitrinas:
farmacias y barberías,
temeroso de mi pequeño cuarto sin ventanas
frío como una tumba de un emperador niño.





Carta. 


Queridos filósofos: me pongo triste cuando pienso.
¿A vosotros os pasa lo mismo?
Justo cuando estoy a punto de hincar los dientes en el noumenon,
alguna novia antigua me viene a distraer.
"¡Ni siquiera está viva!" grito a los cielos.

La luz invernal me hizo tomar ese camino.
Vi lechos cubiertos con frazadas grises idénticas.
Vi hombres de mirada sombría sosteniendo mujeres desnudas
mientras las manguereaban con agua fría.
¿Era para calmarles los nervios o castigo?

Fui a visitar a mi amigo Bob quien me dijo:
"Alcanzamos lo real cuando vencimos la seducción de las imágenes".
Yo estaba dichoso, hasta que me di cuenta
de que tal abstinencia nunca sería posible para mí.
Me sorprendí mirando por la ventana.

El padre de Bob llevaba a su perro a pasear.
Se movía dolorosamente; el perro lo aguardaba.
No había nadie más en el parque,
sólo árboles desnudos con una infinidad de formas trágicas
que hacían más difíciles las cosas.





En la biblioteca. 


Para Octavio

Hay un libro llamado
"Diccionario de Ángeles".
Nadie lo ha abierto en cincuenta años,
lo sé, porque cuando lo abrí
sus tapas crujieron, las páginas
se derrumbaron. Allí descubrí

que los ángeles habían sido una vez tan numerosos
como especies de moscas.
El cielo al ocaso
Solía estar espeso de ellos.
Había que agitar las manos
para mantenerlos apartados.
Ahora el sol brilla

a través de las altas ventanas.
La biblioteca es un lugar apacible.
Ángeles y dioses se apilaban
en libros oscuros no abiertos.
El gran secreto está
en algún estante junto al cual la Srta. Jones
pasa todos los días en sus rondas.

Ella es muy alta, de modo que mantiene
su cabeza inclinada como si escuchara.
Los libros están susurrando.
Yo no oigo nada, pero ella sí.





Primavera. 


Esto es lo que vi: nieve vieja en el suelo,
tres mirlos acicalándose,
y mi vecina que salió en camisa de dormir
a tender en la cuerda las camisas de su marido.

El viento matutino hacía difícil engancharlas,
levantó el vestido tan por encima de sus rodillas
que tuvo que dejar de hacer lo que estaba haciendo
y dio una buena carcajada mientras se cubría.





Escena callejera. 


Un muchachito ciego
con un letrero de papel
prendido en su pecho.
Demasiado pequeño para estar fuera
mendigando solo,
pero allí estaba.

Este extraño siglo
con sus matanzas de inocentes,
su vuelo a la luna,
y ahora él aguardando
meen una ciudad extraña,
en una calle donde me perdí.

Al oírme aproximar,
se sacó un juguete de goma
de la boca
como para decir algo,
pero no lo hizo.

Era una cabeza, la cabeza de un muñeco,
muy mordisqueado,
la levantó para que la viera.
Los dos sonrieron con una mueca.





Guante perdido.


He aquí un guante negro de mujer.
Debe haber significado algo.
Un considerado extraño lo dejó
sobre el buzón rojo de la esquina.

Por tres días el cielo estuvo agitado,
luego, hoy día, cayeron algunos copos de nieve
sobre el guante que alguien,
en el intertanto, había dado vuelta,
de modo que sus dedos podían cerrarse

un poco... sin formar un puño todavía.
Yo, en tanto, esperé, con la noche que venía.
Algo me dijo que no me moviera.
Aquí donde las llamas se alzan de los tarros de basura,
y los sin casa duermen de pie.





La silla.


Esta silla fue una vez alumna de Euclides.

El libro de sus leyes reposa sobre su asiento.
Las ventanas de la escuela estaban abiertas,
De suerte que el viento volteaba las páginas
Susurrando las gloriosas pruebas.

El sol se puso sobre los dorados tejados.
Por todas partes las sombras se alargaron,
Pero Euclides no dijo nada de eso.