jueves, 8 de agosto de 2024

El retorno del brujo. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Me encontraba sin trabajo desde hacía varios meses, y mis ahorros estaban peligrosamente próximos al agotamiento. Así que me llevé una gran alegría al recibir respuesta favorable de John Carnby, invitándome a que presentara mis informes personalmente. Carnby había puesto un anuncio pidiendo un secretario, especificando que los interesados debían enviar previamente una relación de sus aptitudes por carta, y yo había escrito solicitando la plaza.

Carnby, evidentemente, era un intelectual solitario que sentía aversión a tomar contacto con una larga lista de desconocidos y había elegido el modo de eliminar de antemano, si no a todos los descartables, por lo menos a gran número de ellos. Había especificado los requisitos de manera exhaustiva y escueta, y éstos eran de naturaleza tal que excluían aun a las personas normalmente bien instruidas. Entre otras cosas se necesitaba conocer el árabe, y por fortuna yo poseía cierto dominio de esta rara lengua.

Encontré su casa, de cuya situación tenía una vaga idea, al final de una avenida de las afueras de Oakland. Era una casa grande de dos plantas, a la sombra de añosos robles, oscurecida por una frondosa y exuberante piedra, entre setos de ligustro sin podar y una maleza que lo había ido invadiendo todo durante muchos años. Estaba separada de sus vecinos, a un lado por un solar vacío y cubierto de hierba, y al otro por una maraña de parras y árboles que rodeaban las negras ruinas de una mansión quemada.

Aparte de su aspecto de prolongado abandono, había algo lúgubre y triste en el lugar; algo inherente a la silueta de la casa, a las furtivas y oscuras ventanas, a los mismos perfiles deformados de los robles y a la extrañamente invasora maleza. De algún modo, mi entusiasmo menguó un tanto al entrar en el terreno y avanzar por un camino sin limpiar, hasta la puerta principal.

Cuando me encontré en presencia de John Carnby, mi júbilo disminuyó aún más; no habría podido dar una razón concreta de este escalofrío premonitorio, de la oscura, lúgubre sensación de alarma que experimenté, y del precipitado hundimiento de mi alegría. Puede que influyera en mí, tanto como el hombre mismo, la oscura biblioteca en que me recibió: una estancia cuyas sombras mohosas jamás podrían ser disipadas por el sol o las luces de una lámpara. Efectivamente, debía de ser esto; pues John Carnby era casi exactamente la clase de persona que yo me había imaginado.

Tenía todo el aspecto de un sabio solitario que ha dedicado pacientes años a algún tema de investigación erudita. Era delgado y encorvado, con la frente abultada y una mata de pelo gris; y la palidez de la biblioteca se reflejaba en sus mejillas cavernosas y bien afeitadas. Pero junto a esto, denotaba un medroso encogimiento que indicaba algo más que la timidez normal de una persona de vida retirada, y una incesante aprensión que se delataba en cada mirada de sus ojos febriles y ojerosos, en cada movimiento de sus huesudas manos. Con toda probabilidad, su salud se había visto gravemente deteriorada por el exceso de trabajo, y no pude por menos de preguntarme cuál sería la naturaleza de los estudios que le habían convertido en una temblorosa ruina. Sin embargo, tenía algo —quizá la anchura de sus hombros inclinados, y el decidido perfil aguileño de su rostro— que daba la impresión de haber gozado en otro tiempo de gran fuerza y un vigor no enteramente agotados.

Su voz fue inesperadamente profunda y sonora.

—Creo que se quedará usted, señor Ogden —dijo, tras unas cuantas preguntas formularias, casi todas relativas a mis conocimientos lingüísticos, y en particular a mi dominio del árabe—. Sus obligaciones no serán muy pesadas; pero necesito a alguien que esté disponible en cualquier momento en que yo lo necesite. Así que deberá vivir conmigo. Puedo darle una habitación cómoda, y le garantizo que mis guisos no le envenenarán. Trabajo a menudo de noche; espero que no le resulte demasiado enojosa la irregularidad del horario.

Sin duda debería haber experimentado una inmensa alegría ante la seguridad de que el puesto de secretario iba a ser para mí. Pero en vez de eso, sentí una confusa, irracional renuencia, y una vaga advertencia de maldad al darle las gracias a John Carnby y decirle que estaba dispuesto a trasladarme a su casa cuando él deseara. Parecía muy complacido; y por un momento desapareció el extraño recelo de su actitud.

—Véngase en seguida... esta misma tarde, si puede —dijo—. Me alegraré mucho de tenerle aquí, y cuanto antes mejor. He estado viviendo completamente solo durante algún tiempo, y debo confesar que la soledad está empezando a cansarme. Además, me he ido retrasando en mis trabajos por falta de la ayuda adecuada. Mi hermano vivía conmigo y solía ayudarme, pero ha emprendido un largo viaje.

Volví a mi alojamiento en el pueblo, pagué la cuenta con los últimos dólares que me quedaban, recogí mis cosas, y menos de una hora después estaba de nuevo en casa de mi patrón. Me asignó una habitación del segundo piso, la cual, aunque polvorienta y sin ventilación, era más que lujosa en comparación con el cuartucho que la falta de dinero me había obligado a ocupar durante algún tiempo. Luego me llevó a su estudio, que estaba también en el piso de arriba, al final del rellano. Allí, me explicó, era donde llevaría a cabo la mayor parte de mi futura tarea. Apenas pude contener una exclamación de sorpresa al contemplar el interior del aposento. Era muy semejante a lo que yo imaginaba que podría ser la madriguera de algún brujo. Había mesas esparcidas con arcaicos instrumentos de dudoso uso, cartas astrológicas, cráneos y alambiques y vasijas de cristal, incensarios como los de las iglesias católicas, y volúmenes encuadernados en piel carcomida con cierres manchados de verdín. En un rincón se alzaba el esqueleto de un gran simio; en otro, un esqueleto humano; y del techo colgaba un cocodrilo disecado.

Había estanterías repletas de libros, y tras una mirada superficial a los títulos me di cuenta de que constituían una colección particularmente amplia de obras antiguas y modernas sobre demonología y artes negras. Había algunos cuadros y grabados horripilantes en las paredes, alusivos a temas parecidos; y toda la atmósfera de la habitación exhalaba una mezcolanza de supersticiones semiolvidadas. Normalmente, habría sonreído al encontrarme ante semejantes cosas; pero de alguna manera, en esta casa solitaria, junto al neurótico Carnby, me fue difícil reprimir un verdadero estremecimiento.

Sobre una de las mesas, contrastando diametralmente con esta mezcla de medievalismo y satanismo, había una máquina de escribir, rodeada de montones de desordenadas hojas manuscritas. En un extremo de la habitación había una alcoba pequeña aislada por una cortina, con una cama en la que dormía Carnby. En el extremo opuesto, entre el esqueleto humano y el de simio, descubrí un armario cerrado, pegado a la pared. Carnby había notado mi sorpresa, y me miró con una expresión aguda, analítica, que me fue imposible interpretar. Empezó a hablar en tono explicativo.

—He escrito una historia del demonismo y la hechicería —declaró—. Es un campo fascinante al que siempre han dado de lado. Ahora voy a preparar una monografía en la que trato de relacionar las prácticas mágicas y el culto al demonio de todas las épocas y pueblos. Su trabajo, al menos durante un tiempo, consistirá en pasar a máquina y ordenar las extensas notas preliminares que he redactado, y ayudarme a extraer otras citas y ordenar la correspondencia. Sus conocimientos del árabe me serán inestimables; para ciertos datos esenciales, dependo de un ejemplar del Necronomicón en su texto árabe original. Tengo motivos para pensar que hay ciertas omisiones y errores en la versión latina de Olaus Wormius.

Yo había oído hablar de este raro y casi fabuloso libro, pero jamás lo había visto. Se decía que en él se contenían los últimos secretos del saber maligno y prohibido; y que además, el texto original, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, era una rareza inconseguible. Me pregunté cómo habría llegado a parar a manos de Carnby.

—Le mostraré el libro después de cenar —prosiguió Carnby—. Seguramente podrá desentrañar uno o dos pasajes que me han tenido desorientado durante mucho tiempo.

La cena, preparada y servida por mi propio patrón, supuso un feliz cambio en los menús de restaurante barato a los que estaba habituado. Carnby parecía haber perdido casi todo su nerviosismo. Era muy locuaz y hasta empezó a dar muestras de cierta jovialidad de intelectual después de compartir una botella de suave sauterne. No obstante, sin motivo aparente, me sentía turbado por recelos y presentimientos cuyo verdadero origen no podía analizar ni averiguar.

Regresamos al estudio, y Carnby sacó de un cajón que tenía cerrado con llave el volumen del que había hablado. Era enormemente viejo; tenía unas cubiertas de ébano adornadas con arabescos de plata y estaba rotulado con un rojo brillante. Cuando abrí sus páginas amarillentas me hice atrás con un gesto involuntario, debido al olor que emanó de él: un olor semejante al de la descomposición física, como si el libro hubiese estado entre cadáveres, en algún cementerio olvidado, y le hubiese afectado la corrupción.

Los ojos de Carnby centellearon con una luz febril al coger de mis manos el viejo manuscrito y abrirlo por en medio. Señaló un pasaje con su flaco dedo.

—Dígame qué dice aquí —pidió con un susurro tenso, excitado.

Descifré el párrafo, lentamente, con cierta dificultad, y escribí una versión inglesa aproximada con el lápiz que Carnby me ofreció. Luego, a petición suya, lo leí en voz alta:

—«Es sabido verdaderamente por muy pocos, pero es un hecho comprobable, que la voluntad de un hechicero muerto tiene poder sobre su propio cuerpo y puede levantarlo de la tumba y hacerle ejecutar luego cualquier acción que no haya cumplido en vida. Y tales resurrecciones sirven invariablemente para llevar a cabo acciones malévolas y en perjuicio de los demás. Muy prontamente puede el cadáver ser animado, si todos sus miembros se han conservado intactos; y no obstante, hay casos en que la superior voluntad del brujo ha levantado los miembros separados de un cuerpo cortado en muchos trozos, haciendo que cumplieran su fin, tanto separadamente como en transitoria reunión. Pero en todos los casos, después de haberse cumplido la acción, el cuerpo vuelve a su anterior estado.»

Naturalmente, esto era una sarta de incoherencias de lo más absurda. Probablemente, fue la expresión extraña, obsesionada con que escuchaba mi patrón, más que este detestable pasaje del Necronomicón, lo que me produjo un escalofrío y me hizo estremecer violentamente cuando, hacia el final de mi lectura, oí el roce indescriptible de alguien o algo que se escabullía en el rellano de fuera. Pero al terminar el párrafo y alzar la vista hacia Carnby, me quedé aún más impresionado, ante la expresión de rigidez y estupor que había asumido su semblante: parecía que acababa de ver el espectro de un condenado. De algún modo, tuve la sensación de que estaba atento a aquel ruido singular del pasillo, más que a mi traducción de Abdul Alhazred.

—La casa está llena de ratas —explicó, al captar mi mirada inquisitiva—. Nunca he podido librarme de ellas, a pesar de todos mis esfuerzos.

El ruido, que aún seguía, era semejante al que podía producir una rata al arrastrar algún objeto por el suelo. Pareció acercarse, venir hacia la puerta de la habitación de Carnby; luego, tras una pausa, comenzó de nuevo y se alejó; la turbación de mi patrón era manifiesta. Escuchó con temerosa atención y pareció seguir el avance del ruido con un terror que iba en aumento conforme se acercaba, y disminuía visiblemente al retirarse.

—Estoy muy nervioso —dijo—. He trabajado demasiado últimamente, y éste es el resultado. Hasta un pequeño ruido me trastorna.

El ruido se había alejado ahora hacia algún rincón de la casa. Cacnby pareció recobrarse ligeramente.

—¿Le importaría volver a leerme su traducción? —pidió—. Quiero seguirla muy atentamente, palabra por palabra.

Obedecí. El escuchó con la misma expresión preocupada de antes, y esta vez no nos vino a interrumpir ningún ruido del rellano. El rostro de Carnby se puso más pálido aún, como si la última gota de sangre le hubiera abandonado, cuando leí las frases finales; y el fuego de sus ojos cavernosos se asemejó a una fosforescencia en el fondo de una cripta.

—Es un pasaje de lo más notable —comentó—. Tenía mis dudas sobre su significado, dado mi escaso conocimiento del árabe; sabía que este párrafo estaba completamente suprimido en la traducción latina de Olaus Wormius. Gracias por su buena traducción. Me lo ha aclarado totalmente.

Su tono fue seco y formulario, como si se contuviese y pugnara por reprimir un mundo de inimaginables pensamientos y emociones. De algún modo, sentía que Carnby estaba más nervioso y trastornado que antes, y también que mi lectura del Necronomicón había contribuido de alguna misteriosa manera a que aumentara su turbación. Su expresión era lívida y abstraída, concentrada, como si su mente estuviese absorta en algún asunto desagradable y prohibido.

Sin embargo, tras recobrarse, me pidió que le tradujese otro pasaje. Este resultó ser una rara fórmula mágica para exorcizar a los muertos, con un ritual que implicaba el uso de exóticos bálsamos de Arabia y el correcto recitado de lo menos un centenar de nombres de gules y demonios. Lo transcribí todo para Carnby, y él lo estudió durante largo rato con una ansiedad que me pareció muy distinta de la preocupación científica.

—Esto también falta en Olaus Wormius —observó, y tras leerlo por dos veces dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en el mismo cajón donde tenía el Necronomicón.

Esa noche fue de las más extrañas que he pasado jamás. Mientras permanecimos sentados discutiendo hora tras hora las versiones de este impío volumen, me fui dando cuenta más y más claramente de que mi patrón estaba mortalmente asustado por algo; temía estar solo y me retenía a su lado más que nada por esa razón. Parecía estar constantemente esperando y escuchando con penosa, torturada expectación, y veía que tenía sólo una conciencia maquinal de cuanto decíamos él y yo. Entre los inquietantes objetos de la habitación, en aquella atmósfera de maldad solapada, de horror inconfesable, la parte racional de mi mente empezaba a sucumbir lentamente ante una recrudescencia de oscuros terrores ancestrales. Aunque en mis momentos normales he despreciado siempre tales cosas, estaba dispuesto ahora a creer en los más disparatados desvaríos de la fantasía supersticiosa. Indudablemente, merced a una especie de contagio mental, había captado el terror oculto que Carnby padecía.

Sin embargo, el hombre no admitió los verdaderos sentimientos que evidenciaba su actitud, sino que habló repetidamente de una afección nerviosa. Más de una vez, durante nuestra conversación, trató de darme a entender que su interés por lo preternatural y lo satánico era enteramente intelectual, que al igual que yo, no creía en tales cosas. Sin embargo, me di cuenta de que sus explicaciones eran falsas; que estaba imbuido y obsesionado por una auténtica fe en todo aquello que pretendía considerar con científica objetividad, y que evidentemente había caído víctima de algún horror imaginario relacionado con sus investigaciones ocultistas. Pero mi intuición no me permitió dar con la clave de la naturaleza de este horror.

No se repitieron los ruidos que habían alarmado tanto a mi patrón. Estuvimos allí hasta después de las doce ocupados en el texto del árabe loco abierto ante nosotros. Por último, Carnby pareció darse cuenta de lo avanzado de la hora.

—Me temo que le he retenido demasiado —dijo excusándose—. Debe irse a dormir. Soy un egoísta; he olvidado que estas horas no son habituales para los demás como para mí.

Rechacé formalmente su autorreproche como exigía la cortesía, le di las buenas noches y me dirigí a mi habitación con una enorme sensación de alivio. Me pareció como si hubiese dejado detrás de mí, en la habitación de Carnby, todo el sombrío temor y la opresión a que había estado sometido. En el largo corredor sólo ardía una luz. Estaba cerca de la puerta de Carnby; mi puerta, en el extremo, cerca del arranque de la escalera, se hallaba sumida en completa oscuridad. Al alargar la mano para coger el picaporte, oí un ruido detrás de mí; volví la cabeza y vi un bulto confuso que saltó del rellano al último escalón, desapareciendo de mi vista. Me quedé horriblemente sobresaltado; pues aunque fue una visión fugaz y vaga, me pareció un cuerpo demasiado pálido para que fuese una rata; por otra parte, su silueta no sugería la de ningún animal. No habría podido asegurar qué era, pero su aspecto me pareció indeciblemente monstruoso. Las piernas me temblaban violentamente, y más arriba oí golpes extraños, como el rodar de un objeto y el caer de escalón en escalón. El ruido se repitió a intervalos regulares, y finalmente cesó.

Aun cuando la seguridad del alma y el cuerpo hubiesen dependido de ello, no habría podido volver a la escalera; no habría podido acercarme a los escalones de arriba para averiguar la causa de los poco naturales golpes. Cualquier otro, quizá, habría ido. Yo, en cambio, tras permanecer un momento petrificado, entré en mi habitación, cerré la puerta y me metí en la cama con un torbellino de dudas irresueltas y presa de un equívoco terror. Dejé la vela encendida, y permanecí despierto durante horas, esperando de un momento a otro la repetición de ese abominable ruido. Pero la casa estaba en silencio como un depósito de cadáveres, y no oí nada. Por último, a pesar de mis previsiones en sentido contrario, me quedé dormido, y no me desperté sino después de muchas horas de sueño pesado y reparador. Eran las diez, como indicaba mi reloj. Me pregunté si mi patrón me habría dejado que durmiese deliberadamente, o no se había levantado tampoco. Me vestí y bajé, descubriendo que me esperaba ante la mesa del desayuno. Estaba más pálido y tembloroso que el día anterior, como si hubiese dormido mal.

—Espero que las ratas no le hayan molestado demasiado —observó, tras un saludo preliminar—. Verdaderamente, hay que hacer algo con ellas.
—No me han molestado en absoluto —contesté. En cierto modo, me fue completamente imposible aludir al extraño y ambiguo ser que había visto y oído retirarse la noche anterior. Evidentemente, me había equivocado; era indudable que no había sido sino una rata, en definitiva, que arrastraba algo escaleras abajo. Traté de olvidar la cadencia espantosa del ruido y la fugaz visión de la inconcebible silueta en la oscuridad.

Mi patrón me miró con suma atención, como si quisiese penetrar en lo más recóndito de mi espíritu. El desayuno transcurrió lúgubremente. Y el día que siguió no fue menos triste. Carnby se recluyó hasta mediada la tarde y me dejó que campara por mis respetos en la bien surtida pero convencional biblioteca de abajo. No se me ocurría qué podía hacer Carnby a solas en su habitación; pero más de una vez me pareció oír las débiles y monótonas entonaciones de una voz solemne. Mil ideas alarmantes y presentimientos desagradables invadieron mi cerebro. Cada vez más, la atmósfera de esta casa me envolvía y ahogaba con su misterio infecto y ponzoñoso; en todas partes percibía la invisible asechanza de íncubos malévolos. Casi sentí alivio cuando mi patrón me llamó a su estudio. Al entrar, noté el aire impregnado de un olor pungente y aromático, y me llegaron las volutas evanescentes de un vapor azulenco, como de gomas y esencias orientales ardiendo en incensarios de iglesia. La alfombrilla de Ispahan había sido corrida de su sitio, junto a la pared, al centro de la habitación, pero no bastaba para cubrir una señal redonda de color violáceo semejante al dibujo de un círculo mágico en el suelo. Indudablemente, Carnby había estado ejecutando alguna especie de conjuro; y me vino al pensamiento la pavorosa fórmula que había traducido.

Sin embargo, no dio ninguna explicación de lo que había estado haciendo. Su actitud había cambiado notablemente y tenía más aplomo y confianza que el día anterior. De un modo casi profesional, depositó ante mí un mazo de hojas manuscritas que quería que pasase a máquina. El tecleo de la máquina me ayudó un poco a disipar las malignas aprensiones que me asediaban, y casi pude sonreír ante la recherche y terrible información contenida en las notas de mi patrón, casi todas relativas a fórmulas para la adquisición de poderes ilícitos. Pero no obstante, por debajo de mi confianza, había una vaga, amplia inquietud.

Llegó la noche; y después de cenar regresamos otra vez al estudio. Había ahora una tensión en la actitud de Carnby, como si aguardase ansiosamente el resultado de algún experimento secreto. Seguí con mi trabajo; pero me contagió un poco su emoción, y una y otra vez me sorprendía a mí mismo en una actitud de forzada atención. Finalmente, por encima del tecleo de la máquina, oí el extraño caminar vacilante en el rellano. Carnby lo oyó también, y su expresión de confianza se esfumó completamente, siendo sustituida por la de deplorable terror.

El ruido se fue acercando, seguido de un roce apagado de arrastrar algo; luego se oyeron más ruidos, como titubeos y carreritas, de las más diversas calidades, pero igualmente imposibles de identificar. Al parecer, el rellano estaba atestado, como si todo un ejército de ratas tirara de alguna carroña y se la llevase como botín. Y no obstante, ningún roedor ni manada de roedores podía haber producido tales ruidos ni habría podido arrastrar nada tan pesado como el objeto que venía detrás. Había algo en la naturaleza de estos ruidos, algo sin nombre ni definición, que hizo que me subiera un lento escalofrío por el espinazo.

—¡Dios mío! ¿Qué es todo este estrépito? —exclamé.
—¡Las ratas! ¡Le digo que son las ratas! —la voz de Carnby fue un alarido histérico.

Un momento más tarde, sonó una inequívoca llamada a la puerta, muy cerca del suelo. Al mismo tiempo, oí un sonoro topetazo en el armario cerrado del otro extremo de la habitación. Carnby había permanecido de pie, pero ahora se hundió sin fuerzas en una silla. Su semblante estaba ceniciento, y tenía la expresión contraída por un pavor casi demencial. La duda y tensión pesadillescas se hicieron insufribles; corrí a la puerta y la abrí de golpe a pesar de la frenética oposición de mi patrón. Yo no tenía idea de lo que me iba a encontrar al otro lado del umbral, en el oscuro rellano.

Cuando miré y vi la cosa que estuve a punto de pisar, mi sensación fue de estupor y de auténtica náusea. Era una mano humana que había sido cortada por la muñeca; una mano huesuda, azulenca, como la de un cadáver de una semana, con tierra vegetal en los dedos y bajo las largas uñas. ¡El infame miembro se había movido! ¡Se había retirado para evitarme, y se arrastraba por el pasillo a la manera de un cangrejo! Y siguiéndola con la mirada, vi que había otras cosas más allá, una de las cuales identifiqué como un pie humano y otra como un antebrazo. No me atreví a mirar lo demás. Todo se alejaba lenta, horriblemente, en macabra procesión, y no puedo describir la forma en que se movía. La vitalidad individual de cada sección era horrible hasta más allá de lo soportable. Era una vitalidad que estaba más allá de la vida; sin embargo, el aire estaba cargado de corrupción, de carroña. Aparté los ojos, retrocedí a la habitación de Carnby y cerré tras de mí con mano temblorosa. Carnby estaba a mi lado con la llave, que hizo girar en la cerradura con dedos torpes, tan débiles como los de un anciano.

—¿Los ha visto? —preguntó con un susurro seco, quebrado.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué significa todo eso? —grité.

Carnby volvió a su silla, tambaleándose por la flojedad. Sus facciones parecían consumidas por algún horror interior que le devoraba, y se estremecía visiblemente como por un interminable escalofrío. Me senté en una silla junto a él y entonces comenzó a contarme entre tartamudeos su increíble confesión, medio incoherente, haciendo muecas, y muchas interrupciones y pausas:

—Es más fuerte que yo... incluso muerto, incluso con el cuerpo desmembrado por el bisturí y el serrucho de cirujano que he utilizado. Yo creía que no podría regresar después de eso... después de haberle enterrado a trozos en una docena de sitios diferentes, en el sótano, bajo los arbustos, al pie de las hiedras. Pero el Necronomicón tiene razón... y Helman Carnby lo sabía. Me lo advirtió antes de matarle, me dijo que podía volver, aun en esas condiciones.

»Pero no le creí. Odiaba a Helman, y él me odiaba a mí también. El había alcanzado un poder y un conocimiento superiores, y los Oscuros le protegían más que a mí. Por eso maté a mi hermano gemelo, hermano además en el culto de Satanás y de Aquellos que existían aun antes que Satanás. Habíamos estudiado juntos durante muchos años. Habíamos celebrado misas negras juntos y éramos asistidos por los mismos demonios familiares. Pero Helman Carnby había ahondado en lo oculto, en lo prohibido, hasta unos niveles que me fue imposible seguir. Le temía, y llegó un momento en que no pude soportar más su superioridad.

»Hace más de una semana... hace diez días, cometí el crimen. Pero Helman, o alguna parte de él, ha regresado noche tras noche... ¡Dios! ¡Sus malditas manos se arrastran por el suelo! ¡Sus pies, sus brazos, los trozos de sus piernas, suben las escaleras de algún modo abominable para perseguirme!... ¡Cristo! Su torso espantoso, sanguinolento, yace a la espera. Se lo aseguro, sus manos han venido incluso de día a llamar y tantear a mi puerta... y hasta he tropezado con sus brazos en la oscuridad.

»¡Oh, Dios! Me volveré loco con todos estos terrores. Pero él quiere atormentarme, quiere torturarme hasta que mi cerebro sucumba. Por eso me persigue, despedazado de esta manera. Podría acabar conmigo cuando quisiese, con el poder demoníaco que posee. Podría reunir sus miembros separados y su cuerpo y matarme como le maté a él. ¡Cuán cuidadosamente enterré sus trozos, con qué infinita previsión! ¡Y qué inútil ha sido! Enterré el serrucho, también, en el rincón más apartado del jardín, lo más lejos posible de sus manos perversas y ansiosas. Pero su cabeza no la enterré con los demás trozos: la guardé en ese armario del fondo de la habitación. A veces la oigo moverse dentro, como la ha oído usted hace un rato... Pero él no necesita la cabeza, su voluntad está en otra parte, y puede actuar inteligentemente a través de todos sus miembros.
»Naturalmente, cerré todas las puertas y ventanas por la noche, cuando descubrí que iba a volver... Pero fue inútil. Y he tratado de exorcizarlo con los conjuros adecuados; con todos los que conozco. Hoy he probado esa eficacísima fórmula del Necronomicón que usted ha traducido para mí. Le he contratado para que me la tradujera. Además, no podía ya soportar por más tiempo el estar solo, y pensé que sería una ayuda tener a alguien más en la casa. Esa fórmula era mi última esperanza. Creía que le detendría; se trata del conjuro más antiguo y terrible. Pero, como ha visto, no sirve...

Su voz se apagó en un murmullo entrecortado, y se quedó mirando ante sí con ojos ciegos, insoportables, en los que sorprendí la llama incipiente de la locura. No pude decir nada; la confesión que acababa de hacerme era indeciblemente atroz. La tremenda impresión moral y el horror preternatural me habían dejado casi estupefacto. Mis sentidos quedaron anulados; y hasta que no empecé a recobrarme, no sentí que me invadía irresistiblemente una oleada de aversión por el hombre que tenía junto a mí.

Me puse de pie. La casa había quedado cada vez más silenciosa, como si el ejército horripilante y macabro se hubiese retirado ahora a sus diversas sepulturas. Carnby había dejado la llave en la cerradura, así que me dirigí a la puerta y la hice girar rápidamente.

—¿Se va? No se marche —suplicó Carnby con una voz temblorosa de alarma, al verme con la mano en el picaporte.
—Sí, me marcho —dije fríamente—. Renuncio a mi puesto ahora mismo; voy a recoger mis cosas y marcharme de aquí lo antes posible.

Abrí la puerta y salí, negándome a escuchar los argumentos y súplicas y protestas que había empezado a murmurar. Por esta vez, preferí afrontar cualquier cosa que acechase en el oscuro pasillo, por horrenda y terrible que fuese, a soportar por más tiempo la compañía de John Carnby. El rellano estaba vacío; me estremecí de repulsión ante el recuerdo de lo que había visto, y eché a correr hacia mi habitación. Creo que habría gritado, de haber notado el más leve movimiento en las sombras.

Empecé a hacer la maleta con un sentimiento de la más frenética urgencia y premura. Me parecía que no podría escapar inmediatamente de esta casa de secretos abominables, en cuya atmósfera reinaba una asfixiante amenaza. Con las prisas me equivocaba, tropezaba con las sillas y el cerebro y los dedos se me acorchaban y paralizaban de miedo. Casi había terminado mi tarea, cuando oí un ruido de pasos lentos y regulares que subían las escaleras. Sabía que no era Carnby, pues se había encerrado con llave inmediatamente después de salir yo de su habitación, y estaba seguro de que nada habría podido hacerle salir. En cualquier caso, difícilmente habría podido bajar sin que yo le hubiese oído.

Los pasos llegaron al rellano y pasaron por delante de mi puerta con la misma mortal repetición, inexorable como el movimiento de una máquina. Efectivamente, no eran los pasos nerviosos y furtivos de John Carnby. ¿Quién podía ser, entonces? Se me heló la sangre en las venas; no me atreví a concluir el razonamiento que se suscitó en mi mente. Los pasos se detuvieron; yo sabía que habían llegado a la puerta de la habitación de Carnby. Siguió una pausa en la que apenas me fue posible respirar; a continuación, oí un estrépito espantoso de madera destrozada, y, más fuerte aún, el penetrante alarido de un hombre en el más extremo grado de terror.

Me sentí inmovilizado, como si una invisible mano de hierro me sujetase; y no tengo idea de cuánto tiempo esperé y escuché. El grito se había apagado en un repentino silencio; y no oí nada ahora, salvo un apagado, singular, periódico ruido que mi cerebro se negó a identificar. No fue mi propia decisión, sino otra voluntad más fuerte que la mía, la que me movió finalmente y me impulsó a ir al estudio de Carnby. Sentí la presencia de esa voluntad como una fuerza irresistible, sobrehumana: como un poder demoníaco, un maligno hipnotismo.

La puerta del estudio había sido hundida, y colgaba de una bisagra. Estaba astillada como por un impacto superior al de una fuerza mortal. Aún ardía una luz en la estancia, y el abominable ruido que oía cesó al aproximarme al umbral. Fue seguido de una quietud malévola y absoluta. Me detuve nuevamente, incapaz de dar un paso más. Pero esta vez fue algo muy distinto del infernal e irresistible magnetismo lo que me petrificó las piernas y me detuvo ante el umbral. Miré hacia la habitación —el rectángulo de la puerta estaba iluminado por una luz invisible desde donde yo estaba—, y vi a un lado la alfombrilla oriental, y la horrenda silueta de una sombra monstruosa e inmóvil que se proyectaba fuera de ella, en el suelo. Enorme, alargada y contrahecha, la sombra parecía proyectada por los brazos y el torso de un hombre desnudo e inclinado hacia adelante, con una sierra de cirujano en la mano. Su monstruosidad consistía en que, si bien los hombros, pecho, abdomen y brazos se distinguían perfectamente, la sombra carecía de cabeza, y parecía terminar bruscamente en un cuello cercenado. Era imposible, según su postura, que la cabeza quedara oculta por el escorzo.

Me quedé expectante, incapaz de entrar ni de retirarme. La sangre se me había escapado del corazón en una especie de oleada fría, y pensé que se me había helado el cerebro. Hubo una interminable pausa de horror, y luego, en un lugar oculto de la habitación de Carnby, en el armario cerrado, sonó un estallido espantoso y violento, de madera astillada y chirriar de bisagras, seguido del topetazo lúgubre y siniestro de un objeto desconocido al golpear el suelo. Otra vez reinó el silencio; un silencio de concentrada Maldad, por encima de su triunfo abominable. La sombra no se había movido. Su actitud era de horrenda contemplación, con la sierra todavía en su mano serena, como si examinase su obra ejecutada. Transcurrió otro intervalo, y luego, súbitamente, presencié la espantosa e inexplicable desintegración de la sombra, que pareció fragmentarse fácil y suavemente en múltiples sombras diferentes, antes de desaparecer de la vista. No sé describir en qué forma, ni especificar en qué trozos tuvo lugar esta singular fragmentación, esta división múltiple. Al mismo tiempo, oí el apagado chocar de una herramienta metálica sobre la alfombrilla persa, y un sonido producido, no por la caída de un cuerpo, sino de muchos.

Una vez más reinó el silencio, un silencio como de algún cementerio nocturno, cuando los sepultureros y los gules han concluido ya su macabra tarea y quedan solos los muertos.

Atraído por un fatal mesmerismo, guiado como un sonámbulo por un demonio invisible, entré en la habitación. Yo sabía, con una presciencia abominable, cuál era el espectáculo que me aguardaba al otro lado del umbral: el doble montón de trozos humanos; unos, frescos y sanguinolentos, otros ya azules y putrefactos y manchados de tierra, en horrenda confusión sobre la alfombra. Del montón sobresalían una sierra de cirujano y un bisturí enrojecidos; y cerca, entre la alfombra y el armario abierto con la puerta destrozada, yacía una cabeza humana de cara a los restos y en postura erecta, en el mismo estado de corrupción incipiente que el cuerpo al que pertenecía; pero juro que vi borrarse una malévola mueca de gozo de su semblante cuando entré. Aun bajo los signos de corrupción, mostraba un evidente parecido con el de John Carnby, y no podía pertenecer sino a un hermano gemelo de éste.

Imposible describir aquí las horribles deducciones que obnubilaban mi cerebro como una nube negra y viscosa. El horror que contemplé —y el horror aún mayor que supuse— habrían hecho palidecer a las más inmundas enormidades del infierno en sus helados abismos. Sólo una cosa pudo servir de consuelo y misericordia: aquella fuerza me obligó a contemplar la intolerable escena unos instantes nada más. Luego, de repente, sentí que algo se retiraba de la habitación; el maligno encanto se había roto, la irresistible voluntad que me había tenido cautivo se había ido. Me había dejado ahora, a la vez que abandonaba el cadáver desmembrado de Helman Carnby. Me sentí libre de marcharme; y salí apresuradamente de la horrible cámara, y eché a correr temerariamente por la casa, hasta salir a la oscuridad exterior de la noche.


El reloj que marchaba hacia atrás. Edward Page Mitchell (1852-1927)

Una fila de álamos de Lombardía se erguía frente a la mansión de mi tía abuela Gertrudis, a la orilla del río Sheepscot. En su aspecto personal, mi tía abuela se parecía mucho a aquellos árboles. Poseía ese aire de anemia sin esperanza que los distingue de los de una especie más elegante. Era alta, de severo perfil y sumamente flaca. La ropa se pegaba a su cuerpo. Estoy seguro de que si los dioses hubieran tenido oportunidad de imponerle el destino de Dafne, ella hubiese ocupado su puesto en la sombría fila, sencilla y naturalmente, un álamo tan melancólico como cualquiera de los demás. La imagen de esta venerable pariente es una de las más antiguas que conservo. Tanto viva como muerta, su participación en los acontecimientos que estoy a punto de narrar fue protagónica. Considero, por otra parte, que estos acontecimientos carecen de igual en toda la experiencia del género humano.

Durante nuestras obligadas visitas a la tía Gertrudis, en Maine, mi primo Harry y yo solíamos especular acerca de su edad. ¿Tenía sesenta años o doblaba esa edad? Nuestros datos no eran precisos y su edad podía ser tanto una como otra. Objetos anticuados rodeaban a la anciana dama, quien aparentemente vivía en el pasado. Durante sus breves momentos de comunicación después de la segunda taza de té, o en la plaza, donde los álamos proyectaban tenues sombras hacia el oriente, ella habituaba referirnos algo de sus supuestos antepasados. Digo supuestos, porque jamás creímos completamente que tales antepasados hubiesen existido. Una genealogía es algo tonto. La que sigue es la de tía Gertrudis, reducida a su mínima expresión:

Su tatarabuela (1599-1642) era una holandesa, desposada con un refugiado puritano, quien zarpó de Leyden hacia Plymouth en la nave "Ann" en el año del Señor de 1632. Esta madre fundadora tuvo una hija, la bisabuela de la Tía Gertrudis (1640-1718), quien llegó al Distrito Oriental de Massachussets a principios del siglo pasado y fue raptada por los indígenas en las guerras de Penobscot. Su hija (1680-1776) llegó a ver estas colonias libres e independientes y aportó a la población de la naciente república no menos de diecinueve valientes hijos y hermosas hijas. Una de éstas (1735-1802) contrajo matrimonio con un capitán de barco de Wiscasset, dedicado al comercio con las Indias Occidentales, con quien embarcó. Dicha mujer padeció dos naufragios, uno de ellos en lo que se conoce hoy como Seguin Island, y el otro en San Salvador, donde precisamente nació tía Gertrudis.

La narración de este relato familiar acabó por hartarnos y tal vez la repetición constante y la desconsiderada insistencia con que las mencionadas fechas fueron introducidas en nuestros jóvenes oídos haya sido lo que nos transformó en escépticos. Como ya he dicho, los antepasados de la tía Gertrudis nos merecían muy poca confianza, nos resultaban sumamente improbables. Y era nuestra impresión que las bisabuelas, abuelas, etc., etc., no eran sino mitos, mientras que la protagonista de todas las aventuras que se les atribuían no era otra que la misma tía Gertrudis, quien habría sobrevivido siglo tras siglo, en tanto que generaciones enteras de sus contemporáneos morían como todo el mundo.

En el primer descanso de la escalinata en cuadro de la mansión, se alzaba un alto reloj holandés. Su caja medía más de ocho pies, estaba construida de una oscura madera roja que no era caoba, y poseía curiosas incrustaciones de plata. No se trataba de un mueble común. Cien años atrás, había prosperado en la ciudad de Brunswick un relojero llamado Cary, artesano industrioso y cabal. Eran pocas las casas acomodadas de aquella parte de la costa que carecían de un reloj Cary. Pero el de la tía Gertrudis había marcado las horas y los minutos de dos siglos enteros antes de que el artífice de Brunswick viniera a este mundo. Ya funcionaba cuando Guillermo el Taciturno perforó los diques para socorrer a la asediada Leyden. El nombre del fabricante, Jan Lipperdam, y la fecha, 1572, eran todavía legibles en anchas letras y números negros que ocupaban casi todo el cuadrante. Las obras maestras de Cary eran plebeyas y recientes en comparación con este antiquísimo aristócrata. La alegre luna holandesa, hecha para mostrar sus fases sobre un paisaje de molinos de viento y polders estaba hábilmente pintada. Una mano experta había tallado el siniestro adorno que aparecía en la parte superior, una calavera atravesada por una espada de doble filo. A semejanza de todos los relojes del siglo dieciséis, éste no poseía péndulo. Un sencillo escape de Van Wyck controlaba el descenso de las pesas hasta el fondo de la elevada caja.

Pero estas pesas no se movían nunca. Años tras años, cuando Harry y yo retornábamos a Maine, encontrábamos las manecillas del viejo reloj señalando las tres y cuarto, la misma hora que señalaban la primera vez que las vimos. La obesa luna colgaba perpetuamente en el tercer cuarto, tan inmóvil como la calavera de arriba. Algún misterio rodeaba a aquel movimiento silenciado y a aquellas manecillas paralizadas. Tía Gertrudis nos contó que el mecanismo había dejado de funcionar desde el día en que un rayo atravesó el reloj y nos mostró un oscuro orificio en el costado de la caja, cerca de la parte superior, al que acompañaba una abismal hendedura que descendía unos cuantos pies. Esta explicación no llegó a conformarnos, pues no guardaba relación alguna con la violencia de su rechazo cuando le propusimos recurrir a los servicios de un relojero de la población, ni con la agitación desusada que exhibió en aquella ocasión en que sorprendió a Harry en una escalera de mano, con una llave prestada en la mano, a punto de poner a prueba por su cuenta la suspendida vitalidad del reloj.

Una noche de agosto, cuando ya habíamos dejado atrás nuestra niñez, fui despertado por un ruido que provenía de la sala. Sacudí a mi primo para despertarlo.

—Hay alguien en la casa —susurré.
Salimos sigilosamente de nuestra habitación y llegamos a las escaleras. Una luz mortecina llegaba desde abajo. Contuvimos la respiración y descendimos silenciosamente hasta el segundo descanso. Harry se aferró a mi brazo y señaló sobre el pasamanos, atrayéndome al mismo tiempo hacia las sombras. Vimos entonces algo extraño. Tía Gertrudis estaba de pie sobre una silla delante del viejo reloj, tan espectral con su blanco camisón y su blanca toca de noche, como uno de los álamos cubiertos de nieve. Entonces, el piso crujió ligeramente bajo nuestros pies. Ella se volvió con un movimiento repentino, escudriñando en la tinieblas y sosteniendo una vela en nuestra dirección, de modo que toda la luz bañaba su pálido rostro. Me pareció entonces mucho más vieja que cuando le había dado las buenas noches. Se quedó inmóvil durante unos minutos, de no ser por el brazo tembloroso que sostenía la vela. Después, evidentemente tranquilizada, colocó la luz en un anaquel y volvió a ocuparse del reloj.

Vimos entonces que la anciana dama extraía una llave de atrás de la esfera y procedía a dar cuerda a las pesas. Podíamos percibir su respiración breve y rápida. Sus manos se apoyaban a ambos lados de la caja y su cara se mantenía muy cerca del cuadrante, como si lo estuviera sometiendo a un ansioso escrutinio. Permaneció en esa posición largo tiempo. La oímos exhalar un suspiro de alivio y por un instante se volvió ligeramente hacia nosotros. Jamás olvidaré la expresión de salvaje alegría que transfiguró sus facciones en ese momento. Las agujas del reloj estaban moviéndose; y se movían hacia atrás. Tía Gertrudis rodeó el reloj con ambos brazos y apretó contra él su marchita mejilla. Lo besó varias veces. Lo acarició de cien maneras distintas como si hubiese sido algo viviente y amado. Lo mimaba y le hablaba con palabras que podíamos oír pero no entendíamos. Las manecillas continuaban moviéndose hacia atrás. Entonces, se echó hacia atrás con un grito repentino. El reloj se había detenido. Vimos que su alto cuerpo tambaleaba por un instante sobre la silla. Extendió los brazos con un gesto convulsivo de terror y desesperación, llevó violentamente el minutero a su habitual posición de las tres y cuarto, y se desplomó en el suelo.

II.
Tía Gertrudis me legaba en su testamento sus acciones bancadas y de la empresa de gas, sus valores inmobiliarios, títulos ferroviarios y otros bienes; y confería a Harry el reloj. Pensamos entonces que era aquella una división muy desigual y más sorprendente aún por el hecho de que mi primo parecía haber sido siempre su favorito. No muy seriamente, hicimos un minucioso examen del antiguo aparato, auscultando su caja de madera en busca de gavetas secretas, y tanteando incluso con una aguja de tejer el no muy complicado mecanismo, a fin de asegurarnos de que nuestra caprichosa pariente no hubiese ocultado allí algún codicilo u otro documento similar que cambiara las apariencias del asunto. No descubrimos nada. En el testamento se había establecido una provisión para nuestros estudios en la Universidad de Leyden. Abandonamos la academia militar en la cual habíamos aprendido un poco sobre las teorías de la guerra y mucho sobre el arte de quedarse parado con las narices perpendiculares a las puntas de los pies, y nos embarcamos sin demora alguna. Con nosotros vino el reloj, y a los pocos meses el aparato ya ocupaba un rincón en una habitación de la Breede Straat.

El producto del ingenio de Jan Lipperdam, repuesto así en su ambiente nativo, continuó dando las tres y cuarto con su antigua fidelidad. Hacía ya casi trescientos años que el creador del reloj yacía bajo la tierra. La habilidad de todos los herederos de su artesanía que residían en Leyden no logró hacerlo andar ni hacia adelante ni hacia atrás. Muy pronto aprendimos el holandés necesario para hacernos entender por la gente del pueblo, los profesores y muchos de los ochocientos y pico de estudiantes con los cuales nos relacionamos. Este idioma, que parece tan difícil al principio, es sólo una especie de inglés modificado. Déle usted unas cuantas vueltas y pronto le habrá entrado en la cabeza como uno de esos criptogramas que consisten en escribir de corrido todas las palabras de una frase, dividiéndola luego en los lugares que no corresponden. La adquisición del idioma y lo novedoso de lo que nos rodeaba se agotó al poco tiempo y nos dedicamos entonces a ocupaciones más o menos regulares. Harry se entregó con cierta asiduidad al estudio de la sociología, con énfasis especial en las amables doncellas de cara redonda de Leyden. Yo me interné en la metafísica superior.

Fuera de nuestros respectivos estudios, teníamos una base común de infatigable interés. Para nuestro asombro, descubrimos que ni uno de cada veinte miembros de la facultad o de los estudiantes sabía algo o daba un comino por la gloriosa historia de la ciudad, o al menos por las circunstancias en las cuales la universidad misma había sido fundada por el Príncipe de Orange. En marcado contraste con la indiferencia general estaba el entusiasmo del Profesor Van Stopp, el preceptor que yo había elegido para atravesar las nebulosas de la filosofía especulativa. Este eminente hegeliano era un viejecito consumido por el tabaco, con un casquete sobre unas facciones que me recordaban curiosamente las de tía Gertrudis. No hubiera sido mayor la semejanza facial si hubiese sido su hermano. Así se lo expresé en una ocasión en que nos hallábamos en la Stadthuis, contemplando el retrato del héroe del asedio, el burgomaestre Van del Werf. El profesor se rió y dijo: "Le mostraré lo que es una coincidencia aún más extraordinaria", y guiándome a través de! salón hasta el gran cuadro del sitio, pintado por Wanntrs, señaló la figura de un ciudadano que participaba en la defensa. Era verdad. Van Stopp podría haber sido perfectamente un hijo del ciudadano y el ciudadano podría haber sido el padre de tía Gertrudis.

El profesor parecía habernos tomado afecto. A menudo íbamos a visitarlo en sus habitaciones en un anticuo caserón de la Ripenburg Straat, una de las pocas casas que, construidas antes de 1574, se mantenían aún en pie. Él solía acompañarnos a pie a través de los hermosos suburbios de la ciudad, por rectos caminos bordeados de álamos que nos retrotraían mentalmente a la orilla del Sheepscot. Nos llevaba a la cima de la derruida torre romana en el centro de la población y desde las mismas murallas almenadas desde las cuales ojos ansiosos habían observado, trescientos años atrás, el lento avance de la flota del almirante Boisot sobre los polders sumergidos, nos indicó el gran dique del Larrelscheiding, excavado para que los océanos pudieran ayudar a los Zelandeses de Boisot a reunir a los aliados y alimentar a los hambrientos habitantes. Nos mostró el cuartel general del español Valdez en Leyderdorp y nos contó cómo un ciclón envió un violento viento del noroeste la noche del primero de octubre, acumulando el agua donde había sido de escasa profundidad y arrastrando a la flota entre Zoetrnvoude y Zweiten, hasta las murallas mismas de la fortaleza de Lammen, el último baluarte de los sitiadores y el último obstáculo en la ruta de socorro a los famélicos habitantes. Después, nos enseñó el lugar donde, la noche anterior a la retirada del ejército del asedio, una enorme brecha fue abierta por los valones procedentes de Lammen en la muralla de Leyden, cerca de Cow Gate.

—¡Caramba! —gritó Harry, contagiado por la elocuencia de la narración del profesor—, ese fue el momento decisivo del asedio.
El profesor no dijo nada. Permaneció con los brazos cruzados, mirando intensamente a los ojos de mi primo.
—Porque —continuó Harry—, si ese lugar no hubiese sido vigilado, o si la defensa hubiese fallado y hubiera tenido éxito la irrupción del asalto nocturno desde Lammen, la ciudad habría sido incendiada y el pueblo masacrado ante los ojos del almirante Boisot y la flota de socorro. ¿Quién defendió la brecha?
Van Stopp respondió con mucha lentitud, como si midiera cada palabra:
—La historia registra la explosión de la mina bajo la muralla de la ciudad la última noche del asedio; pero no relata lo que sucedió en la defensa ni menciona el nombre del defensor. Sin embargo, no hay hombre viviente que haya tenido sobre sus espaldas una responsabilidad tan grande como la que el destino confió a este héroe desconocido. ¿Fue el azar el que lo envió a enfrentar ese peligro inesperado? Consideren algunas de las consecuencias que hubiera acarreado su fracaso. La caída de Leyden habría aniquilado la última esperanza del Príncipe de Orange y de los estados libres. La tiranía de Felipe habría sido restablecida. El nacimiento de la libertad religiosa y del gobierno del pueblo habría sido postergado por quién sabe cuántos siglos. ¿Quién sabe si podría haber habido una república de los Estados Unidos de Norteamérica si no hubiera existido una Holanda Unida? Nuestra universidad, que ha dado al mundo a Grocio, Scaliger, Arminio y Descartes, fue fundada como consecuencia de la exitosa defensa de la brecha por este héroe. Es a él a quien debernos nuestra presencia hoy aquí. Más aún, le deben ustedes su propia existencia. Sus antepasados eran oriundos de Lévele, y él fue quien esa noche se interpuso entre sus vidas y los carniceros de fuera, de las murallas.

El pequeño profesor pareció agigantarse ante nosotros, un gigante de entusiasmo y patriotismo. Los ojos le brillaban y sus mejillas estaban enrojecidas.

—¡Vuelvan a su hogar, muchachos —dijo Van Stopp— y agradezcan a Dios la existencia de aquel par de ojos vigilantes y aquel intrépido corazón en las murallas de la ciudad, más allá de la Cow Gate, mientras los ciudadanos de Leyden se esforzaban por ver la flota en el Zoeterwonde!

III.
La lluvia salpicaba las ventanas una velada en el otoño de nuestro tercer año en Leyden, cuando el profesor Van Stopp nos honró con una visita en la Breede Straat. Jamás había visto al anciano caballero de tan buen humor. No cesaba de hablar. Los chismes de la ciudad, las noticias de Europa, las novedades de la ciencia, la poesía, la filosofía, eran mencionadas a su debido momento y tratadas con la misma alegría. Traté de hacerlo hablar de Hegel, con cuyo capítulo sobre la complejidad e interependencia de las cosas estaba lidiando a la sazón.

—¿No comprende usted el retorno del sí mismo al sí mismo a través de lo otro? —dijo sonriente—. Bien, ya lo comprenderá algún día.

Harry permanecía callado y preocupado. Su silencio poco a poco llegó a afectar incluso al profesor. La conversación declinó y continuamos allí sentados durante un buen rato sin decir palabra. De vez en cuando brillaba un relámpago seguido por un trueno lejano.

—Su reloj no funciona —notó súbitamente el profesor—. ¿Lo ha hecho alguna vez?
—Nunca, desde que tenemos memoria —respondí—. Es decir, una sola vez, y entonces anduvo hacia atrás. Fue cuando tía Gertrudis...
Advertí que Harry me dirigía una mirada de advertencia. Me reí y tartamudeé.
—El reloj es viejo e inútil. No se puede hacer que funcione bien.
—¿Sólo hacia atrás? —dijo el profesor, tranquilamente y como si no notase mi turbación—. Bueno, ¿y por que no podría un reloj retroceder? ¿Por qué no daría vuelta el tiempo mismo, su propio curso?
Parecía aguardar una respuesta. Yo no tenía ninguna para dar.
—Lo creía suficientemente hegeliano como para admitir —prosiguió— que toda condición incluye su propia contradicción. El Tiempo es una condición, no un elemento esencial. Visto desde el punto de vista de lo Absoluto, la secuencia por la cual el futuro sigue al presente y el presente sigue al pasado es puramente arbitraria. Ayer, hoy, mañana; no existe razón en la naturaleza de las cosas por la cual el orden no pudiera ser mañana, hoy, ayer.

Un trueno más nítido interrumpió las especulaciones del profesor.

—El día es producido por la rotación del planeta sobre su eje de oeste a este. Supongo que podrá usted concebir condiciones en las cuales pudiera girar de este a oeste, como si estuviera desenrollando las rotaciones de eras pretéritas. ¿Es tanto más difícil imaginar al Tiempo desenrollándose? ¿El reflujo de la marea del Tiempo, en vez del flujo de la misma; el pasado desplegándose, mientras el futuro se aleja; los siglos retrocediendo; el curso de los acontecimientos dirigiéndose al Comienzo y no, como ahora, hacia el fin?
—Pero —interpuse— sabemos sin embargo que, hasta donde nos concierne, el...
—¡Sabemos! —exclamó Van Stopp, con sorna creciente—. Su inteligencia no tiene vuelo. Siguen los pasos de Compte y su lodosa caterva de arrastrados y cobardes. Hablan con asombrosa seguridad de su posición en el universo. Parecen creer que su miserable y pequeña individualidad tiene un firme punto de apoyo en el Absoluto. No obstante esta noche se acostarán para soñar con la existencia de hombres, mujeres, niños y bestias del pasado o del futuro. ¿Cómo puede saber si en este momento usted, usted mismo, con toda la vanidad de sus pensamientos decimonónicos, no es más que la creación de un sueño del futuro, soñado, digamos, por algún filósofo del siglo dieciséis? ¿Cómo puede usted saber si es algo más que la creación de un sueño del pasado, soñado por algún hegeliano del siglo veintitrés? ¿Cómo puede usted saber, muchacho, que no ha de desvanecerse en el siglo XVI o el año 2060 en el instante en que el que está soñando, despierte?

No había réplica posible para esta metafísica pura. Harry bostezó. Me puse de pie y fui hasta la ventana. El profesor Van Stopp se acercó al reloj.

—Ah, hijos míos —dijo—, no existe un devenir señalado para el acontecer humano. Pasado, presente y futuro están urdidos juntos en una malla inextricable. ¿Quién puede decir que este reloj no está en lo justo al retroceder?

El estallido de un trueno sacudió la casa. La tormenta ya se hallaba sobre nosotros. No bien hubo desaparecido aquel brillo enceguecedor, el profesor Van Stopp ya se hallaba sobre una silla ante el elevado aparato. Su rostro se asemejaba más que nunca al de tía Gertrudis y su posición era la misma que ella había adoptado en aquel último cuarto de hora en que dio cuerda al reloj. El mismo pensamiento nos sacudió a Harry y a mí.

—¡Deténgase! —gritamos mientras él empezaba a dar cuerda al mecanismo—. Puede significar la muerte si...

Las demacradas facciones del profesor brillaban con el mismo extraño entusiasmo que había transformado las de tía Gertrudis.

—Es verdad —dijo—, puede ser la muerte para mí; pero también puede significar el despertar. El pasado, el presente y el futuro entrelazados unos con otros. La lanzadera va de aquí para allá, adelante y atrás...

Había dado cuerda al reloj. Las agujas empezaban a barrer vertiginosamente el cuadrante de derecha a izquierda con rapidez inconcebible, y parecía que en su movimiento nos arrastraba también a nosotros. Las eternidades parecían contraerse en minutos, en tanto, que las vidas humanas eran expulsadas a cada latido. Van Stopp, con los brazos extendidos, se tambaleaba en su silla como si estuviera borracho. La casa volvió a estremecerse por un tremendo estallido de la tormenta. En ese mismo instante una bola de fuego que dejó una estela de vapor de sulfuro y llenó la habitación con su luz deslumbrante pasó sobre nuestras cabezas y atropello el reloj. Van Stopp estaba postrado. Las manecillas dejaron de girar.

IV.
El estampido del trueno sonaba como un continuo cañoneo. El resplandor de los relámpagos semejaba la sostenida luz de una conflagración. Cubriéndonos los ojos con las manos, Harry y yo nos precipitamos hacia la noche. Bajo un cielo rojizo, la gente se encaminaba apresuradamente hacia la Stadthius. Llamas en la dirección de la torre romana nos indicaron que el corazón de la ciudad estaba ardiendo. Las caras de los que vimos eran macilentas y demacradas. De todos lados nos llegaban frases inconexas de queja y desesperación.

—La carne de caballo a diez chelines la libra —dijo alguien— y el pan a dieciséis chelines.
—¡Pan, realmente! —replicó una anciana—. Hace ocho semanas que no veo una migaja. Mi nietita, la renga, se murió anoche.
—¿Saben lo que hizo Gekke Betje, la lavandera? Estaba muerta de hambre. Se le murió el bebé y ella y su esposo...

Un cañonazo más fuerte interrumpió bruscamente esta revelación. Nos dirigimos hacia la ciudadela, cruzándonos aquí y allá algunos soldados y a muchos ciudadanos con rostros tristes bajo sus aludos sombreros de fieltro.

—Allá donde está la pólvora hay pan suficiente, y completo perdón, también. Valdez lanzó la proclama de otra amnistía por sobre las murallas esta mañana.
Una excitada multitud rodeó inmediatamente al orador gritando.
—Pero, ¿y la flota?
—La flota está encallada en el polder de Greemway. Boisot puede volver los ojos hacia el mar esperando un viento favorable, hasta que el hambre y la pestilencia se hayan llevado a todos los hijos de la ciudad y su arca no estará por eso ni siquiera un cabo más cerca. Muerte por la plaga, muerte por el hambre, muerte por el fuego y las descargas de la fusilería... eso es lo que el burgomaestre nos ofrece a cambio de la gloria para sí mismo y el reino para Orange.
—Él nos pide —dijo un fornido ciudadano— que resistamos solamente veinticuatro horas más y que mientras tanto imploremos un viento procedente del océano.
—Ah, sí —dijo el que había tronado antes—. Sigan rezando. Hay suficiente pan guardado bajo llave en la bodega de Pieter Adrianzoon Van der Werf. Yo les garantizo que eso es lo que le da tan maravilloso estómago para resistir al Muy Católico Rey.

Una muchacha con trenzas rubias se abrió paso a través del gentío y enfrentó al demonio.

—Buena gente —dijo la doncella—, no lo escuchéis. Es un traidor con corazón de español. Soy la hija de Pieter. No tenemos pan. Comimos tortas de malta y nabos silvestres, como el resto de ustedes, hasta que se nos terminó. Luego pelamos las hojas verdes de los tilos y los sauces de nuestro jardín y las comimos. Hemos comido hasta los cardos y las malezas que crecían entre las piedrecitas junto al canal. Ese cobarde miente.

Sin embargo, la insinuación había tenido su efecto. La muchedumbre, que se había convertido en una turba, ya marchaba, como una furiosa marea, en dirección a la casa del burgomaestre. Un rufián alzó la mano para golpear a la muchacha y apartarla del camino. En un instante el canalla se encontraba caído en el suelo bajo los pies de sus compañeros y Harry, jurando y lleno de furia, estaba al lado de la doncella, lanzando desafíos en buen inglés a espaldas de la multitud que se retiraba rápidamente. La muchacha rodeó espontáneamente su cuello y lo besó.

—Gracias, —dijo—. Eres un valiente muchacho. Mi nombre es Gertruyd van der Wert.

Harry buscaba torpemente las apropiadas frases en holandés pero ella no podía aguardar sus cumplidos.

—Le harán daño a mi padre —dijo—, y nos guió apresuradamente por estrechas callejuelas hacia la plaza del mercado, a la que dominaba la iglesia con sus dos agujas—. Allí está —exclamó—, en los escalones de San Pancracio.

En el mercado había un tumulto. La conflagración que rugía más allá de la iglesia y las voces de los cañones españoles y valones fuera de las murallas eran menos airadas que el bramido de esta multitud de hombres desesperados clamando por el pan que una sola palabra de los labios de su conductor les traería.

—Ríndete al Rey —gritaban—, o enviaremos tu cadáver a Lammen como prenda de sometimiento de parte de Leyden.

Un hombre alto, que llevaba una cabeza a cualquiera de los ciudadanos que lo enfrentaban y de tez tan oscura que nos preguntamos cómo podía ser el padre de Gertruyd, oyó la amenaza en silencio. Cuando el burgomaestre habló, la turba prestó atención a pesar de su furia.

—¿Qué solicitáis, amigos míos? ¿Qué quebremos nuestro voto y rindamos Leyden a los españoles? Eso significa someternos a un destino mucho más horrible que la muerte por falta de alimentos. ¡Debo cumplir el juramento! Matadme, si tenéis que hacerlo. Sólo puedo morir una vez ya sea por vuestras manos o por las del enemigo o por la mano de Dios. Muramos de hambre, si es nuestro destino, y demos a la muerte nuestra bienvenida si llega en lugar del deshonor. Vuestras amenazas no me afectan; mi vida está a vuestra disposición. Tomad, aquí está mi espada, hundidla en mi pecho, y dividios mi carne para aplacar vuestra hambre. Mientras viva, no esperéis rendición ninguna.

Se hizo un nuevo silencio mientras la turba vacilaba. Luego se oyeron algunos murmullos a nuestro alrededor y, dominándolos, resonó entonces la voz clara de la muchacha cuya mano Harry todavía aferraba... sin necesidad, o por lo menos así me parecía.

—¿No sentís el viento del mar? Por fin ha llegado. ¡A la torre! Y el primero que llegue allí verá las hinchadas velas blancas de las naves del príncipe a la luz de a luna.

Durante varias horas recorrí las calles de la ciudad buscando en vano a mi primo y a su compañera; el súbito desplazamiento de la multitud hacia la torre romana nos había separado. Por todos lados vi señales evidentes del severo castigo que había llevado a este valiente pueblo al borde de la desesperación. Un hombre de mirada hambrienta perseguía a una rata flaca por la orilla del canal. Una joven madre, con dos bebés muertos en los brazos, estaba sentada en una puerta a la cual llevaban los cadáveres de su esposo y su padre, recién muertos en las murallas. En medio de una calle desierta, pasé cerca de una pila de cadáveres insepultos que superaba mi altura. La pestilencia había actuado allí... más generosa que los españoles, porque no ofrecía ninguna promesa traicionera mientras daba sus golpes mortales. Hacia la mañana, el viento aumentó hasta convertirse en un huracán. Ya no se dormía en Leyden ni se hablaba más de rendición, ya no se pensaba en la defensa ni importaba. Estas palabras estaba en los labios de todos los que yo encontré:

—¡La luz del día traerá la flota!

¿Trajo a la flota la luz del día? La historia dice que sí, pero yo no fui testigo del hecho. Sólo sé que antes del amanecer el huracán culminó en una violenta tormenta de truenos, y que al mismo tiempo una explosión sorda, más violenta que la tormenta, sacudió a la ciudad. Yo estaba en la muchedumbre que observaba desde el Montículo Romano, esperando ver las primeras señales del socorro que se aproximaba. La sacudida alejó la esperanza de todos los rostros.

—¡Su mina ha alcanzado la muralla!

Pero, ¿dónde? Me abrí paso hasta que hallé al burgomaestre entre el resto de la gente.

—Pronto —murmuré—. Es pasando la Cow Gate y de este lado de la Torre de Borgoña.

Me lanzó una mirada y luego se alejó dando grandes zancadas, sin hacer intento alguno de tranquilizar el pánico general. Lo seguí de cerca. Fue una dura carrera de casi media milla hasta el baluarte en cuestión. Cuando llegamos a la Cow Gate, lo que vimos fue una gran brecha, donde había estado la muralla, abierta hacia los pantanosos campos; en el foso, afuera y abajo, una confusión de rostros mirando hacia arriba, rostros de hombres que bregaban como demonios para llenar la abertura y que ora ganaban unos pocos metros y ora eran empujados hacia atrás; sobre el destrozado baluarte, un puñado de soldados y gente del pueblo formaban una verdadera muralla viviente donde faltaban los materiales; un puñado de mujeres y muchachas pasaba piedras a los defensores, baldes de agua hirviente, brea, aceite y cal viva, y algunas de ellas arrojaban aros de alquitrán ardiente sobre cabezas de los españoles del foso; mi primo Harry dirigía a los hombres mientras Gertruyd... la hija del burgomaestre, animaba a las mujeres.

Pero lo que más atrajo mi atención fue la frenética actividad de una diminuta figura de negro que, con un enorme cucharón, derramaba plomo fundido sobre las cabezas de los asaltantes. Cuando se volvió hacia la fogata y la caldera que le proveía la munición, sus rasgos se exhibieron a la luz. Di un grito de sorpresa; el que lanzaba el plomo fundido era el profesor Van Stopp. El burgomaestre Van der Werf se volvió al oír mi repentina exclamación y entonces le dije:

—¿Quién es ese? ¿El hombre que está en la caldera?
—Ese —replicó Van der Werf— es el hermano de mi esposa, el relojero Jan Lipperdam.

El problema de la brecha terminó antes de que tuviéramos tiempo de entender la situación. Los españoles que habían derribado la pared de ladrillos y piedras descubrieron que la muralla humana era inexpugnable. Ni siquiera pudieron mantener sus posiciones en el foso; fueron empujados hacia las tinieblas. En ese momento, sentí un agudo dolor en el brazo izquierdo. Algún proyectil perdido debe haberme golpeado mientras contemplaba la lucha.

—¿Quién ha hecho esto? —demandó el burgomaestre— ¿Quién se ha mantenido alerta vigilando hoy, mientras el resto de nosotros nos esforzábamos como tontos por ver lo que pasaría mañana?
Gertruyd van de Werf se adelantó orgullosamente, guiando a mi primo.
—Padre mío, —dijo—, él me ha salvado la vida.
—Eso es mucho para mí —dijo el burgomaestre—, pero no es todo. Él ha salvado a Leyden y, por lo tanto, a toda Holanda.

Yo empezaba a sentir los efectos del mareo. Las caras a mi alrededor parecían irreales. ¿Por qué estábamos aquí con esta gente? ¿Por qué seguían los truenos y los relámpagos? ¿Por qué el relojero Jan Lipperdam se volvía hacia mí con el rostro del profesor Van Stopp?

—¡Harry! —dije— volvamos a nuestras habitaciones.

Pero, si bien tomó fuerte y afectuosamente mi mano, su otra mano todavía asía la de la muchacha, y no se movió. Luego, una especie de náusea se apoderó de mi, y mi cabeza empezó a dar vueltas y la brecha y sus defensores desaparecieron de mi vista.

V.
Tres días más tarde me hallaba sentado con un brazo vendado en mí acostumbrado asiento en el salón de conferencias de Van Stopp. El lugar a mi lado estaba vacante.

—Oímos hablar mucho —dijo el profesor hegeliano, leyendo de una libreta de notas con su seco y apresurado tono usual— de la influencia del siglo dieciséis sobre el diecinueve. Ningún filósofo, por lo que yo sé, ha estudiado la influencia del siglo diecinueve sobre el dieciséis. Si la causa produce el efecto, ¿el efecto nunca induce la causa? La ley de la herencia, a diferencia de todas las otras leyes de este universo de mente y materia, ¿opera sólo en una dirección? ¿Le debe el descendiente todo al antepasado, y el antepasado nada al descendiente? El destino, que puede apoderarse de nuestra existencia y por sus propias razones llevarnos hacia el lejano futuro, ¿nunca nos lleva al pasado?

Regresé a mis habitaciones en la Breede Straat, donde mi único compañero era el silencioso reloj.


El retorno de Imray. Rudyard Kipling (1865-1936)

Imray consiguió lo imposible. Sin previo aviso, sin motivo concebible, en plena juventud, en el umbral de su carrera, se le antojó desaparecer del mundo, es decir, de la pequeña estación de la India donde vivía.

Un día como hoy, aparecía lleno de vida, sano, feliz, perfectamente visible entre las mesas de billar del Club. Cierta mañana, desapareció, y ninguna de las diversas búsquedas que se emprendieron arrojó resultados sobre su paradero. Había abandonado su lugar en el mundo. No había acudido a su despacho a la hora habitual y su dog-cart no aparecía en ninguna vía pública. Por este motivo y porque estaba obstaculizando en un grado microscópico el poderoso mecanismo de la administración del Imperio de la India, el Imperio se detuvo un instante microscópico para investigar el destino de Imray. Se dragaron los estanques y los pozos y se despacharon telegramas a lo largo de las líneas del ferrocarril, hasta el puerto de mar más próximo, a doscientas millas de distancia... Pero Imray no aparecía al extremo de los cables de las dragas, ni en los hilos de telégrafos. Se había ido, y la pequeña estación donde vivía no volvió a saber nada de él. Después, la poderosa maquinaria del gran Imperio de la India siguió su curso, pues no podía retrasar su marcha, e Imray dejó de ser un hombre para convertirse en un misterio, es decir, una de esas cosas que sirven para que los hombres hablen durante un mes alrededor de las mesas del Club, y que luego se olvidan por completo. Sus armas, sus caballos y sus coches se vendieron al mejor postor. Su superior escribió una carta absurda a la madre, en la que declaraba que Imray había desaparecido de forma inexplicable y que su bungalow estaba vacío.

Al cabo de tres o cuatro meses de calor sofocante, mi amigo Strickland, de la policía, creyó conveniente alquilar el bungalow al propietario indígena. Esto sucedió antes de que estableciera relaciones formales con Miss Youghal —un suceso que ha sido descrito en otra parte—, en los tiempos en que sus investigaciones se centraban en la vida indígena. Su forma de vida era bastante peculiar, y la gente deploraba su conducta y sus costumbres. Siempre había alimentos en la casa, pero jamás se comía a horas regulares. Comía de pie, o paseándose de un lado a otro, cualquier cosa que encontrara en la despensa... una costumbre no demasiado aconsejable para los seres humanos. Sus enseres domésticos se limitaban a seis rifles, tres revólveres, cinco sillas de montar y una colección de sólidas cañas para la pesca del masheer, más grandes y resistentes que las que se emplean para la pesca del salmón. Todas estas cosas ocupaban la mitad del bungalow. La otra mitad se la había cedido Strickland a su perra, Tietjens, una enorme bestia de Rampur que devoraba diariamente la ración de dos hombres. La perra le hablaba a Strickland en su propio lenguaje, y, siempre que salía a dar un paseo fuera de casa y observaba algo cuya intención iba encaminada a destruir la paz de Su Majestad, la Reina Emperatriz, regresaba inmediatamente con su amo y le proporcionaba la información. Strickland tomaba las medidas oportunas; problemas, multas y encarcelamiento de algunas personas solía ser el resultado de sus pesquisas. Los indígenas creían que Tietjens era un demonio familiar y la trataban con gran respeto... un respeto que tenía su origen en el miedo y en el odio. Uno de los cuartos del bungalow estaba reservado especialmente para su uso personal. Poseía un somier, una manta y un abrevadero. Si alguien entraba por la noche en la habitación de Strickland, tenía la costumbre de derribar al intruso y ladrar desaforadamente hasta que llegara alguien con una luz. De hecho, la perra le había salvado la vida a Strickland en cierta ocasión, cuando se encontraba en la Frontera persiguiendo a un asesino local. Al despuntar el alba, el asesino se presentó en la tienda de Strickland con intención de mandarle a un lugar situado más allá de las islas Andamán . Tietjens atrapó al hombre cuando se arrastraba hacia el interior de la tienda con una daga entre los dientes. Una vez establecido ante los ojos de la ley el historial de sus iniquidades, el asesino fue conducido a prisión. Desde entonces Tietjens lleva un collar de plata en bruto y ostenta un monograma en su manta de cama, y la manta es nada menos que de doble tejido de Cachemira... y es que Tietjens es una perra muy delicada.

Bajo ninguna circunstancia podía separarse de Strickland. En una ocasión, cuando su amo estaba postrado por la fiebre, causó enormes problemas a los médicos, pues no encontraba la forma de ayudar a su amo y no permitía que ningún otro animal lo intentara. Macarnaght, del servicio médico de la India, se vio obligado a golpearla en la cabeza con la culata de una pistola, antes de que el animal se diera cuenta de que debía dejar sitio a los que podían administrar quinina.

Poco tiempo después de que Strickland alquilara el bungalow de Imray, algunos asuntos personales me obligaron a pasar unos días en aquella estación. Como venía siendo habitual, los alojamientos del Club estaban al completo, de modo que fui a alojarme en casa de Strickland. Era un atractivo bungalow de ocho habitaciones, con un tejado recubierto de paja para evitar las goteras producidas por la lluvia. Bajo la brea del tejado se extendía un techo de tela, similar a un techo blanqueado con cal. El propietario lo había repintado cuando Strickland alquiló el bungalow. A menos que ustedes conozcan cómo están construidos los bungalows en la India, jamás sospecharían que por encima de la tela reinan las tinieblas cavernosas del tejado triangular, donde las vigas y los espacios interiores cobijan toda suerte de ratas, murciélagos, hormigas, y demás bichos ponzoñosos.

Tietjens me dio la bienvenida en la veranda, con un ladrido que se parecía al estampido de la campana de St Paul, y posó sus patas delanteras en mi espalda para darme a entender que se alegraba de verme. Strickland se las había ingeniado para preparar con sus propias manos una especie de comida que denominó desayuno, e inmediatamente después de ingerirla salió a cumplir con sus obligaciones. Así que me quedé solo, en compañía de Tietjens y mis propios asuntos personales. El calor del verano se iba atenuando y daba paso a la cálida humedad de las lluvias. No había apenas movimiento en el aire caliente, pero la lluvia caía a ráfagas sobre la tierra y levantaba una neblina azulada al rebotar en los charcos de agua. Los bambúes, las anonas, las flores de Pascua y los mangos del jardín se mantenían inmóviles bajo el azote del agua tibia, y las ranas empezaban a croar entre los setos de aloes. Un poco antes de la caída de la noche, cuando arreciaba la lluvia, me senté en la veranda trasera y escuché el rugido de la lluvia al romper en los aleros; tuve que rascarme varias veces, porque estaba cubierto de eso que se denomina «salpullido provocado por exceso de calor». Tietjens salió conmigo y apoyó la cabeza sobre mis rodillas: estaba muy triste. Cuando el té estuvo preparado, le di unas cuantas galletas y salí a tomarlo a la veranda, pues allí me sentía un poco más fresco. Las habitaciones del bungalow, a mis espaldas, habían quedado sumidas en la oscuridad. Podía sentir el olor de las sillas de montar de Strickland, el aceite de sus armas de fuego, y no tenía ganas de sentarme entre esas cosas. Mi sirviente personal vino a buscarme a la caída de la noche, con la muselina de sus ropas completamente ceñida a su cuerpo mojado, y me anunció que un caballero había llamado y que deseaba ser recibido. Muy en contra de mi voluntad —tal vez a causa de la oscuridad que reinaba en las habitaciones—, me dirigí al desierto salón y le ordené a mi sirviente que trajera las lámparas. No sé si allí había estado esperando, o no, un visitante —de hecho me pareció ver una figura junto a una de las ventanas—, pero, cuando trajeron las lámparas e iluminaron el salón, no había nada, a excepción del chapoteo de la lluvia en el exterior y el olor de la tierra mojada en mis narices. Le expliqué a mi sirviente que tenía menos juicio de lo que debería tener y regresé a la veranda para hablar con Tietjens. La perra se había metido bajo la lluvia y me costó bastante trabajo conseguir que volviera a mi lado, incluso sobornándola con galletas azucaradas. Strickland llegó a la hora de la cena, completamente calado, y lo primero que dijo fue:

—¿Ha venido alguien?
Le pedí disculpas y le expliqué que mi sirviente me había hecho ir al salón, pero que se trataba de una falsa alarma. Tal vez, algún vagabundo había intentado hablar con Strickland, después se lo había pensado mejor y había desaparecido sin dar su nombre. Strickland ordenó que sirvieran la cena, sin hacer ningún comentario, y como se trataba de una verdadera cena, acompañada incluso de un mantel blanco, nos sentamos a la mesa.

A las nueve en punto, Strickland anunció que quería irse a la cama; yo también estaba muy cansado. Tietjens, que había estado tumbada debajo de la mesa, se levantó y se dirigió a la veranda, al rincón más abrigado, en cuanto su amo se retiró a su dormitorio, que estaba al lado del majestuoso dormitorio reservado a Tietjens. Si una simple esposa hubiera deseado dormir en el exterior, bajo la lluvia persistente, no habría tenido ninguna importancia; pero Tietjens era una perra, y por tanto, un animal más noble. Miré a Strickland; esperaba verle coger el látigo y salir a despellejarla viva. Se limitó a sonreír de una manera extraña, como sonreiría un hombre que acaba de contar una desagradable tragedia doméstica.

—Siempre hace lo mismo, desde que vinimos a vivir aquí —dijo—. Déjala.
La perra, al fin y al cabo, era la perra de Strickland, así que no dije nada, pero comprendí lo que Strickland sentía al quitarle importancia al asunto. Tietjens se instaló al otro lado de la ventana de mi dormitorio. Los truenos se sucedían, retumbaban en el tejado y, finalmente, morían a lo lejos. Los relámpagos salpicaban el cielo como un huevo lanzado contra la puerta de un granero, pero los resplandores eran de color azul pálido, no amarillo. Al mirar a través de las ranuras de la persiana de bambú, pude ver que la perra estaba erguida, en la veranda, con los pelos del torso erizados y las patas ancladas firmemente en el suelo, tan tensas como los cables metálicos que mantienen un puente en suspensión. Intenté dormir en los cortos intervalos que dejaba el estallido de los truenos, pero tenía la sensación constante de que alguien me reclamaba con urgencia. Quienquiera que fuese, me llamaba por mi nombre, pero su voz no era más que un ronco rumor. Los truenos cesaron y Tietj ens se adentró en el jardín y se puso a ladrar a la luna, que descendía en el horizonte. Alguien intentó abrir la puerta de mi dormitorio, caminó de un lado a otro de la casa y se detuvo a respirar profundamente en las verandas; y, justo cuando empezaba a dormirme, me pareció oír golpes y gritos desordenados en algún lugar por encima de mi cabeza... o tal vez en la puerta.

Corrí a la habitación de Strickland y le pregunté si se encontraba mal y si me había llamado. Estaba tumbado en la cama, medio desnudo, con una pipa en la boca.

—Ya suponía que vendrías —dijo—. ¿Dices que si he estado paseando por la casa hace un rato?
Le expliqué que había escuchado pasos en el comedor, en el cuarto de fumar, y en dos o tres habitaciones más. Él se limitó a reír y me dijo que volviera a acostarme. Me metí en la cama y dormí hasta la mañana, pero, en medio de mis sueños confusos, tenía la extraña convicción de que estaba cometiendo una injusticia con alguien al no atender sus demandas. No sabría decir con exactitud en qué consistían esas demandas, pero Alguien que se agitaba desasosegadamente, suspiraba, manoseaba los cerrojos de las puertas, acechaba y deambulaba por la casa, me recriminaba por mi negligencia. Medio dormido, escuché los ladridos de Tietjens en el jardín y el chapoteo de la lluvia.

Estuve alojado en el bungalow dos días. Strickland se iba a la oficina y me dejaba solo durante ocho o diez horas, con Tietjens como única compañía. Mientras duraba la luz del sol, me encontraba a gusto, y Tietjens también; pero, al anochecer, nos trasladábamos a la veranda trasera, donde nos acariciábamos el uno al otro y disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Estábamos solos en la casa y, sin embargo, se sentía la presencia de un inquilino con el que no deseaba ninguna clase de trato. No llegué a verle, pero lo que sí pude ver fue el movimiento de las cortinas que separaban las diferentes piezas de la casa justo en el momento en que acababa de pasar, y escuché también el crujido del bambú de las sillas cuando se liberaban del peso que habían estado soportando. Y en cierta ocasión, cuando entré a buscar un libro en el comedor, sentí que alguien, agazapado entre las sombras de la veranda principal, esperaba a que yo saliera de allí. Tietjens contribuía a hacer más interesante el anochecer mirando ferozmente hacia el interior de las habitaciones oscuras y persiguiendo con el pelo erizado los movimientos de algo que no se podía ver. No entró en ninguna habitación, pero sus ojos se movían de un lado a otro con un interés obsesivo: era más que suficiente. Sólo cuando mi sirviente vino a encender las lámparas y dejar habitable la casa, la perra entró conmigo y pasó el tiempo sentada sobre sus ancas, vigilando los movimientos de un ser invisible a mis espaldas. Los perros son unos alegres compañeros.

Le expliqué a Strickland, lo más amablemente que pude, que regresaría al Club y que intentaría conseguir alojamiento allí. Admiraba su hospitalidad, me agradaban sus armas y sus cañas de pescar, pero me inquietaban su casa y su atmósfera. Me escuchó hasta el final; después sonrió con aire aburrido, pero sin desprecio, pues Strickland es un hombre sumamente comprensivo.

—Quédate —dijo—, y espera a que averigüemos qué significa todo esto. Estoy al corriente de todo lo que me has contado desde que alquilé el bungalow. Quédate y espera. Tietjens me abandona. ¿Vas a hacerlo tú también?

Yo le había ayudado en un pequeño asunto, relacionado con un ídolo pagano, que estuvo a punto de abrirme las puertas de un asilo para enfermos mentales y no tenía ganas de ayudarle en nuevas experiencias. Era un hombre a quien le caían las cosas desagradables con la misma naturalidad con que les caen a las personas corrientes las invitaciones a cenar.

Por consiguiente, le expliqué con claridad que le profesaba un gran afecto y que estaría encantado de verle durante el día, pero que no me interesaba dormir bajo su techo. Esto sucedió después de cenar; Tietjens había salido ya a tumbarse en la veranda.

—¡Por mi alma! ¡No me sorprende! —dijo Strickland, con la mirada fija en la tela del techo—. ¡Mira allí!
Las colas de dos serpientes de color oscuro colgaban entre el techo y la cornisa de la pared. Proyectaban largas sombras a la luz de las lámparas.
—Tenías miedo de las serpientes, sin duda —dijo.

Temo y odio a las serpientes; porque, cuando se mira al fondo de los ojos de una serpiente, se vislumbra que sabe todo lo que hay que saber sobre la caída del hombre, y que siente el mismo desprecio que sintió el Demonio cuando Adán fue expulsado del Edén. Además, su picadura es casi siempre fatal, aparte de que se te pueden colar por las perneras de los pantalones.

—Deberías revisar el techo —dije—. Dame una caña de masheer, y las haremos caer al suelo.
—Se esconderán entre las vigas del techo —dijo Strickland—. No puedo soportar que haya serpientes sobre mi cabeza. Subiré al techo. Si consigo echarlas abajo, estáte preparado con una baqueta y golpéalas hasta hacerlas pedazos.

No me entusiasmaba ayudar a Strickland en este trabajo, pero cogí la baqueta y esperé en el comedor. Strickland trajo una escalera de jardinero de la veranda y la colocó contra la pared de la habitación. Las colas de las serpientes se retiraron y desaparecieron por el hueco. Podíamos escuchar el ruido seco que hacían los largos cuerpos al reptar por la holgada tela del techo en su huida precipitada. Strickland cogió una lámpara y se la llevó, mientras yo intentaba hacerle comprender el peligro que entrañaba cazar serpientes ocultas entre el techo y el tejado, aparte de los daños que ocasionaría a la propiedad si se desgarraba la tela del techo.

—¡Tonterías! —dijo Strickland—. Seguro que irán a esconderse cerca de las paredes, por la tela. Los ladrillos están demasiado fríos para ellas, y lo que buscan es el calor de la habitación.
Después metió la mano por el extremo de la tela y la rasgó a partir de la cornisa. La tela cedió produciendo un estrepitoso sonido de desgarramiento. Un instante después introdujo la cabeza en el oscuro hueco abierto en el ángulo de las vigas del tejado. Yo apreté los dientes y levanté la baqueta, pues no tenía la menor idea de lo que podía caer.

—¡Hum! —dijo Strickland, y su voz retumbó en el tejado—. Aquí arriba hay espacio para hacer unas cuantas habitaciones... ¡Por Júpiter! ¡Alguien las está ocupando ya!
—¿Serpientes? —dije desde abajo.
—No. Un búfalo. Alcánzame las dos últimas piezas de una caña de masheers, y lo empujaré. Está tumbado en la viga principal del tejado.
Le alcancé la caña.
—¡He aquí un nido de búhos y serpientes! No me sorprende que les guste vivir aquí a las serpientes —dijo Strickland, penetrando un poco más en el interior del tejado.
Vi su codo debatiéndose con la caña.
—¡Sal de ahí, quienquiera que seas! ¡Cuidado con la cabeza ahí abajo! ¡Esto se cae!

Vi que la tela del techo se hundía casi en el centro de la habitación, formando una especie de saco con un bulto que presionaba con fuerza hacia abajo, hasta rozar la lámpara encendida que había sobre la mesa. Alejé la lámpara del peligro y di unos pasos hacia atrás. Entonces la tela se desprendió de las paredes, se desgarró, se agitó, se partió en dos, y dejó caer sobre la mesa algo que no me atreví a mirar hasta que Strickland bajó de la escalera y se puso a mi lado. No dijo gran cosa; era un hombre de pocas palabras. Recogió los extremos del mantel y cubrió los restos que estaban sobre la mesa.

—¡Qué sorpresa! —dijo, colocando la lámpara sobre la mesa—. Nuestro amigo Imray ha vuelto. ¡Oh! ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres?

Se produjo un movimiento bajo el mantel y una pequeña serpiente salió reptando, para acabar aplastada por el mango de la caña de masheer. Strickland se quedó pensativo y se sirvió algo de beber. La cosa que había bajo el mantel no dio más señales de vida.

—¿Es Imray? —pregunté.
Strickland retiró el mantel durante un instante y miro.
—Es Imray —dijo—. Tiene la garganta abierta de oreja a oreja.
Entonces, los dos a la vez, pensamos en voz baja:
—Ésta es la razón por la que se escuchaban esos murmullos por toda la casa.

Tietjens, en el jardín, se puso a ladrar de forma salvaje. Poco después su enorme hocico empujó la puerta del comedor. Aspiró profundamente y se quedó tranquila. El mugriento techo de tela colgaba casi al nivel de la mesa y apenas quedaba espacio para alejarse del siniestro descubrimiento. Tietjens entró y se sentó. Tenía los dientes al descubierto bajo los belfos y las patas delanteras plantadas en el suelo. Miró a Strickland.

—Es un mal asunto, mi vieja amiga —dijo—. Los hombres no suelen trepar a los tejados de los bungalows para morir, y no cierran la tela del techo tras ellos. Hemos de reflexionar sobre esta cuestión.
—Vamos a reflexionar a otra parte —dije.
—¡Excelente idea! Apaga las lámparas. Iremos a mi dormitorio.

No apagué las lámparas. Entré el primero en el dormitorio de Strickland y dejé que él restableciera la oscuridad. Después me siguió. Encendimos nuestras pipas y reflexionamos. Strickland reflexionó. Yo fumé ansiosamente... Estaba asustado.

—Imray ha vuelto —dijo Strickland—. La cuestión es: ¿quién asesinó a Imray? No digas nada, ya tengo una idea. Cuando alquilé este bungalow, tomé a mi cargo a la mayoría de los sirvientes de Imray. Imray era un hombre bondadoso e inofensivo, ¿no crees?
Asentí; aunque el bulto que había bajo la tela no parecía ninguna de esas dos cosas.
—Si llamo a todos los sirvientes, se ampararán en la multitud y mentirán como El arios. ¿Qué sugieres?
—Llámales de uno en uno —dije.
—En ese caso saldrán corriendo a informar a sus compañeros —dijo Strickland—. Debemos mantenerlos separados. ¿Crees que tu sirviente sabe algo?
—Tal vez, no lo sé; pero me parece poco probable. Ha estado aquí sólo dos o tres días —respondí—. ¿Cuál es tu idea?
—No puedo explicártelo ahora. ¿Cómo demonios se las apañó para pasar el cuerpo al otro lado del techo?

Se escuchó una sonora tos al otro lado de la puerta del dormitorio de Strickland. Esto significaba que Bahadur Khan, su ayuda de cámara, se había despertado y venía a ayudar a Strickland a meterse en la cama.

—Pasa —dijo Strickland—. Hace mucho calor esta noche, ¿verdad?

Bahadur Khan, un enorme Mahometano de seis pies, tocado con un turbante verde, declaró que, efectivamente, hacía mucho calor esa noche, pero que volvería a llover, lo cual, con el permiso de su Señoría, sería de gran ayuda para el campo.

—Así será, si Dios quiere —dijo Strickland, mientras se quitaba las botas—. Se me ha metido en la cabeza, Bahadur Khan, que te he hecho trabajar despiadadamente muchos días... desde el primer día que entraste a mi servicio. ¿Cuánto tiempo hace de eso?
—¿Es que lo ha olvidado el Hijo del Cielo? Fue cuando el Sahib Imray partió en secreto hacia Europa; y yo —sí, yo también— entré al honorable servicio del protector de los pobres.
—¿Así que el Sahib Imray se fue a Europa...?
—Eso es lo que se dice entre los que fueron sus sirvientes.
—Y tú, ¿entrarás de nuevo a su servicio cuando regrese?
—Sin dudarlo, Sahib. Era un buen amo, y protegía a los que dependían de él.
—Eso es cierto. Estoy muy cansado, pero mañana voy a salir a cazar gamos. Tráeme el rifle que suelo usar para cazar gamos. Está en el estuche de allá.

El sirviente se paró ante el estuche; cogió los cañones, la culata y las demás piezas y se las tendió a Strickland, que las ensambló bostezando con aire de tristeza. Después metió la mano en el estuche, cogió un cartucho y lo introdujo en la recámara de la Express 360.

—¡Así que el Sahib Imray se fue a Europa en secreto! Es muy extraño, Bahadur Khan, ¿no crees?
—¿Qué puedo saber yo de la conducta del hombre blanco, Hijo del Cielo?
—Muy poco, ciertamente. Pero sabrás algo más dentro de un instante. Al parecer, el Sahib Imray ha regresado de sus largos viajes y en este preciso momento está descansando en la habitación de al lado, esperando a su sirviente.
—¡Sahib!
La luz de la lámpara brilló a lo largo de los cañones del rifle cuando se pusieron a la altura del fuerte pecho de Bahadur Khan.
—¡Ve allí y mira! —dijo Strickland—. Coge una lámpara. Tu amo está cansado y te espera. ¡Ve!

El hombre cogió una lámpara y entró en el comedor, seguido de Strickland, que casi le empujaba con la boca del rifle. Durante unos instantes miró hacia las negras profundidades que se extendían más allá del techo de tela, después hacia la retorcida serpiente que había bajo sus pies, y, finalmente, mientras su rostro adquiría un barniz grisáceo, hacia la cosa que yacía bajo el mantel.

—¿Lo has visto? —dijo Strickland, tras un momento de silencio.
—Lo he visto. Soy arcilla en las manos del hombre blanco. ¿Qué va a hacer su Presencia?
—Colgarte dentro de un mes. ¿Te parece poco?
—¿Por matarlo? No, Sahib, piénselo. Una vez, cuando paseaba entre nosotros, sus sirvientes, fijó sus ojos sobre mi hijo, que sólo tenía cuatro años. ¡El lo hechizó! Y a los diez días murió de fiebre... ¡mi hijo!
—¿Qué dijo el Sahib Imray?
—Dijo que era un niño muy hermoso, y le dio una palmada en la cabeza; por eso murió mi hijo. Por eso yo maté al Sahib Imray, al anochecer, cuando regresó de la oficina, mientras dormía. Por eso lo llevé a rastras hasta las vigas del techo y lo arreglé después. El Hijo del Cielo lo sabe todo. Yo soy el sirviente del Hijo del Cielo.
Strickland me miró por encima del rifle y dijo en inglés vernáculo:
—¿Has oído lo que acaba de decir? Él lo mató.
El rostro de Bahadur Khan se veía de un color gris ceniciento a la luz de la lámpara. Enseguida sintió la necesidad de justificarse.
—Estoy atrapado —dijo—, pero el crimen lo cometió aquel hombre. El echó un embrujo a mi hijo, y yo lo maté y lo escondí. Sólo los hombres que se sirven de los demonios —miró fijamente a Tietjens, que estaba tendida delante de él, imperturbable—, sólo esa clase de hombres podrían saber lo que hice.
—Fue muy ingenioso. Pero deberías haberle atado a la viga con una soga. Ahora serás tú el que cuelgue de una soga. ¡Ordenanza!

Un soñoliento policía respondió a la llamada de Strickland. Le seguía otro policía. Tietjens continuaba mostrando una tranquilidad maravillosa.

—Llevadlo a la comisaría —dijo Strickland—. Es un caso urgente.
—¿Me colgarán, entonces? —dijo Bahadur Khan, sin hacer el menor intento de escapar y manteniendo los ojos fijos en el suelo.
—Si el sol brilla y el agua corre... ¡sí! —dijo Strickland.
Bahadur Khan dio un paso hacia atrás, se estremeció de pronto y se quedó inmóvil. Los dos policías esperaban nuevas órdenes.
—¡Marchaos! —dijo Strickland.
—¡No! Yo me iré más rápido —dijo Bahadur Khan—. ¡Mirad! Soy ya un hombre muerto.
Levantó el pie; la cabeza de la moribunda serpiente estaba aferrada al dedo meñique y mordía con rabia en la agonía de la muerte.
—Yo provengo de una familia de propietarios —dijo Bahadur Khan, balanceándose ligeramente—. Para mí sería una deshonra marchar en público al cadalso. Por eso elijo este otro camino. Recuerden que las camisas del Sahib están correctamente numeradas y que hay una pastilla extra de jabón en la jofaina. Mi hijo fue hechizado, yyo asesiné al brujo. Mi honor está a salvo, y... Y... muero.

Murió al cabo de una hora, como mueren los que han sido picados por una pequeña karaitde piel oscura, y los policías se llevaron su cuerpo, el de Bahadur Khan, y el de la cosa que había bajo el mantel, al lugar adecuado. Era todo lo que se necesitaba para esclarecer la desaparición de Imray.

—Esto —dijo Strickland con calma, al tiempo que trepaba a su cama—, esto es lo que se llama el siglo XIX. ¿Has oído lo que dijo ese hombre?
—Lo he oído —respondí—. Imray cometió un error.
—Simplemente porque no conocía la naturaleza de los orientales... y la coincidencia de una pequeña fiebre estacional. Bahadur Khan había estado a su servicio durante cuatro años.
Sentí un escalofrío. Mi sirviente personal llevaba a mi servicio el mismo tiempo. Cuando entré en mi dormitorio, mi sirviente me estaba esperando, impasible, como la efigie de cobre de un penique, para ayudarme a quitarme las botas.
—¿Qué le ha pasado a Bahadur Khan? —dije.
—Fue mordido por una serpiente y murió. El resto lo sabe el Sahib —fue la respuesta.
—¿Y qué es exactamente lo que sabes tú sobre el resto del asunto?
—Todo lo que se puede deducir de Uno que venía al anochecer a exigir una satisfacción. Despacio, Sahib. Déjeme que le ayude a quitarse las botas.
Justo en el momento en que empezaba a coger el sueño, muerto de cansancio, escuché el grito de Strickland, al otro lado del bungalow.
—¡Tietjens ha vuelto a su sitio!

Así lo hizo, en efecto. El gran lebrel se tumbó majestuosamente en su propia cama, sobre su propia manta, en su propio cuarto, al lado del de Strickland. En el comedor, la desgarrada tela del techo oscilaba sobre la mesa, inútil, despojada de su siniestra carga.