miércoles, 17 de julio de 2024

Casa en alquiler. Sheridan Le Fanu (1814-1873)

Había estado mucho tiempo enfermo y mi médico y me aconsejó que fuera a pasar la convalecencia en algún pueblecito tranquilo y soleado de la costa meridional francesa, alejándose del clima húmedo y brumoso de mi pueblo natal irlandés.

Nada especial me retenía en Dublín: sin ser rico, disponía de unos ahorros que me permitían vivir con cierta holgura. Desde hacía mucho tiempo carecía de familia, por lo que decidí, una vez que me sentí con fuerzas suficientes, embarcarme para Marsella.

Mi criado, llamado Jones, me acompañó en este viaje. Antiguo Sargento en el ejército de España del duque de Wellington, era, por entonces, un viejo delgado; enérgico y de unos sesenta años de edad. Yo lo apreciaba mucho, no sólo por la devoción que me testimoniaba sino, además, por las numerosas cualidades que le hacían sumamente valioso.

En Marsella, adonde llegamos a principios del año 1840, me indicaron que había una casa en alquiler en un pueblecito de pescadores de la costa provenzal. Insistieron en que se trataba de un lugar muy bello, de clima agradable y maravillosas panorámicas. Como el alquiler era muy barato, acabe por aceptar, modificando así los proyectos que tenía de establecerme cerca de Nápoles. Días más tarde llegamos al pueblecito de pescadores. La casa, me dijo el agente inmobiliario al entregarme las llaves, había pertenecido durante cierto tiempo a un célebre marino francés, el bailío de Suffren.

Una vez cerrada la puerta, Jones me miró y me dijo , bruscamente, con esa franqueza castrense tan peculiar en él y que yo tanto admiraba:

—Señor, esta casa no me agrada en absoluto.

Me eché a reír y contesté: .

-¿Qué le ves de malo? Por mi parte, la encuentro encantadora, exquisitamente amueblada, bien situada y muy soleada.

Jones se encogió de hombros, gruñó algo que no entendí y se dispuso a subir nuestro equipaje. Mi nueva, residencia se componía de una planta baja, en la que estaban situados el vestíbulo, el salón, el comedor y un despacho, y de un piso superior en el que había tres dormitorios para los señores y dos para los domésticos.

El agente inmobiliario había convenido conmigo en que una mujer del pueblo vendría a hacer la limpieza y a prepararnos las comidas. Me senté en un sillón del despacho y me puse a contemplar el mar a través de la ventana, mientras soñaba en las jornadas felices de que disfrutaría durante mi estancia en aquel lugar tan bonito. Instantes después llamaron a la puerta.

-Entre- dije.

Una pobre mujer, doblada por el peso de los, años y la miseria, apareció en el umbral.

-Soy Gabriella, su cocinera.

La manera de presentarse me hizo sonreír, pues se veía qué aquella humilde pueblerina ignoraba el lenguaje ceremonioso utilizado por los domésticos profesionales. Pero no le di la menor importancia, ya que siempre he sido un hombre sencillo y por encima de todo tipo de prejuicios sociales, y aprecio a las personas por sus valores morales y no por su lenguaje más o menos refinado.

-Muy bien, Gabriella, ha sido un placer el conocerla, respondí- En cuanto a su salario y al trabajo que tendrá que hacer en esta casa, ya se arreglara con Jones.

Luego le dije que podía retirarse. Cuando llegó la hora de la cena, tuve que hacer un tremendo esfuerzo, pues la anciana tenía la costumbre de condimentar mucho las comidas. Mas a medida que fue pasando el tiempo, no sólo me acostumbré a ellas, sino que incluso llegaron a gustarme.

A las ocho de la noche, Gabriella regresó a su casa, y yo, cansado por el agotador viaje, decidí acostarme temprano. Le dije a Jones que podía disponer de toda la noche, me dirigí a mi habitación y me metí en la cama. Había cogido una novela francesa de M. Hugo, pero en honor a la verdad, debo confesar que apenas pude llegar a la tercera página; no sé si fue el libro o el cansancio, pero a los pocos minutos. me quedé profundamente dormido.

Un ruido extraño me despertó y habría jurado que en la habitación había alguien más que respiraba jadeando. La oscuridad era total, por consiguiente, no podía ver nada. Nunca he sido un hombre timorato, como lo demuestra mi historial militar durante el tiempo que serví En la India, pero debo confesar que en aquel instante me sentí dominado por un terror espantoso. Me incorporé en la cama y, no pudiendo resistir más aquella tensión nerviosa, grité:

-¿Quién está ahí?

Nadie contestó, pero tuve la impresión, casi la certeza, de que alguien se aproximaba a mí, pues sentía aquella respiración jadeante cada vez más cercana. Volví a insistir, esta vez aún más nervioso: -¿Quién esta ahí?

Algo frío, húmedo y pegajoso rozó mi muñeca. Perdí el control de mis nervios y me puse a gritar con desesperación:

-Jones, Jones, corre, ayúdame, socorro, socorro!

Pero todo permaneció tan silencioso como antes. No Se oía nada en toda la casa, y llegué a la conclusión de que Jones estaría divirtiéndose por los bares del pueblo o, quizá, habría sido víctima, asimismo, de aquella cosa, de mi misterioso visitante. Mis gritos parecieron haber parado en seco el avance de aquel espectro, fantasma o lo que fuese, pues sentía su hálito a la misma distancia.

Como no ocurría nada, acabe por apaciguarme y me convencí de que todo no había sido más que una alucinación auditiva. Fue desagradable, por cierto; pero no tenía nada de qué inquietarme. De todas formas, y para acabar con toda duda cogí el mechero y encendí una vela. Al mismo tiempo que la llama empezaba a brillar, oí unos pasos precipitados y un gran ruido, como producido por un tejido grueso restregado con fuerza.

A la luz de la vela comprobé que en mi habitación, no había nadie más que yo, y cuando me disponía a apagar la luz y volver a dormir, mis ojos se clavaron maquinalmente en el suelo; este estaba cubierto de unas manchas negruzcas que en aquel instante no pude identificar. Me bajé de la cama y examiné con más detenimiento aquellas extrañas manchas. Lo que vi me llenó de horror: unas huellas de pies desnudos partían de la cabecera de mi lecho y se detenían, no delante de la puerta de la habitación como habría sido lógico suponer, si mi extraño visitante era un ladrón como yo sospechaba, sino delante del muro que daba a la parte posterior de la casa. ¿Había atravesado la pared aquella cosa?

Era, imposible; Ningún ser humano puede atravesar un muro de piedra. Como, aquel misterio ya empezaba a ponerme nervioso otra vez, empecé a gritar con todas mis fuerzas, llamando a Jones; mas fue en vano. Entonces tome una decisión que lamentaría durante el resto de mi vida.

Me vestí con rapidez, sin quitar los ojos del muro cogí mi pistola y me acerque al lugar donde desaparecían las huellas. Al examinar éstas de cerca, comprobé que, en efecto, penetraban en el tabique: la prueba era que una de ellas parecía cortada en dos a ras del plinto. Entonces pensé que podía tratarse de un muro giratorio que daba acceso a una escalera secreta. Empujé con todas mis fuerzas en cada centímetro cuadrado de la pared, pero esta no cedía. De repente, oí que en algún sitio del tabique giraban unos goznes invisibles; un rectángulo negro apareció en él, al mismo tiempo que una bocanada de aire pestilente penetraba por mis orificios nasales. Cogí la palmatoria, empuñé mi pistola y franqueé el misterioso umbral. La débil luz que proyectaba mí vela iluminaba una escalera de piedra que se hundía en espiral en las entrañas de la tierra. Me armé de valor y empecé a descender. Llegué a contar trescientos noventa y seis escalones; ya casi ni podía respirar, pero puesto que me había embarcado en aquella aventura, lo lógico era seguir hasta el final, descubrir quién era mi extraño visitante nocturno. Empecé a caminar por un pasadizo estrecho por cuyo suelo avanzaban las huellas. Cuando ya había recorrido unas cien yardas, me vi detenido por una pesada puerta de hierro; la empujé, resistió un poco y, al fin se abrió, produciendo un siniestro chirrido.

Por un instante, una luz intensa me deslumbró; pero una vez que mis ojos se hubieron acomodado poco a poco a la misma, me di cuenta de que me encontraba dentro de una inmensa caverna en la que flotaba una especie de bruma lechosa. Incluso me pareció que aquella luz procedía de esta misma bruma. Unas formas movedizas, que apenas podía distinguir, atravesaban mi campo visual. Sólo veía con claridad las huellas de los pasos que había seguido hasta allí. Entonces me puse a temblar de horror; a la débil luz de mi vela, había podido discernir el contorno de unas huellas de pies humanos..., pero allí comprobé que estaban sangrantes. ¿Qué cuadro macabro iría a descubrir si me aventuraba a proseguir mi camino? Con seguridad algo siniestro y horripilante. De modo que decidí volver sobre mis pasos, subir a mi habitación y abandonar aquella casa al día siguiente. Di media vuelta para buscar la puerta por donde había entrado. Cuál no sería mi estupor y desesperación al comprobar que había desaparecido. En ese momento, una risa sarcástica llegó a mis oídos. Creo que perdí la cabeza y me puse a correr mientras gritaba pidiendo socorro; no sabía adónde iba. Unos ruidos siniestros resonaban en la estancia, mientras sentía que unas cosas inmundas me rozaban, unas formas monstruosas que parecían obstruirme el camino.

Todo esto duró mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? No lo sé: unos minutos, unos siglos, quizá una eternidad. La bruma era cada vez más espesa y luminosa, mientras unas voces lanzaban alaridos en francés, en inglés, en alemán y en italiano; unas llamadas que yo no comprendía. Y fue entonces cuando comenzó la lluvia de sangre ..., Al principio, gruesas gotas- aisladas, luego una verdadera tormenta de sangre que, sin embargo, daba la impresión de respetar el camino que yo tomase y me facilitaba la huida.

-Michael O'Grady —dijo de repente una voz fuerte que rugió como un trueno bajo las bóvedas de la caverna.

Me sobresalté al oír mi nombre, y tras armarme de un valor ilusorio pregunté temblando:

-Sí, soy yo. ¿Quién es usted? ¿Qué desea de mí?
-¿Quién soy yo? No se lo diré en absoluto. En cuanto a lo que quiero, lo único que deseo es
que me ayude en algo muy importante para mí.

Durante unos instantes permanecí mudo de asombro, y cuando traté de hablar de nuevo, esa voz cavernosa y siniestra retumbó en el hediondo antro:

-En el cementerio de Saint-Tropez hay una tumba sin cruz y sin nombre. Deseo que mañana vaya usted a colocar sobre la losa un ramo de flores, y que haga decir tres misas en la iglesia por el reposo de un alma atormentada. ¿Me promete usted que cumplirá mi deseo?

¿Qué habría hecho usted, lector, en mi lugar? Le prometí que cumpliría todos sus deseos, lo que quisiera. Mi invisible interlocutor prosiguió:

-De, acuerdo. Pero no olvide de cumplir su promesa. Sobre todo, Michael O’Grady, no la olvide.

Hubo un brusco y pesado silencio, preñado de tácitas amenazas, y luego la voz continuó:

-Y ahora, regrese a su habitación.

Se calló, la lluvia de sangre cesó de caer y la puerta de hierro, situada a unos metros delante de mí, empezó a elevarse hasta que quedó completamente abierta. A pesar de mi emoción, no había soltado ni mi pistola ni la vela, y me lancé con rapidez hacia la puerta, corriendo como un gamo por el ahora libre pasadizo.

No sé cómo pude encontrar el camino de regreso; lo cierto es que minutos más tarde me hallaba acostado en mi cama, y después quedé sumido en el más profundo de los sueños, sin tener la más ligera pesadilla. Al día siguiente por la mañana, Jones vino a despertarme. Mientras descorría las cortinas de la ventana, a través de las cuales radiaba el sol de un hermoso día, y se disponía a prepararme el desayuno, yo, poco a poco; me despeje -por completo del sueño de la víspera.

-Dime una cosa, Jones -pregunté-; ¿a qué hora regresaste anoche a casa?
-Entre las once y las doce, Señor.
¿No oíste nada sospechoso?
-No, Señor.

Jones se dispuso a prepararme el desayuno, sin conceder la menor atención a la pregunta, para mí tan importante, que le había formulado. Pero, de repente, se volvió bruscamente, clavó en mí sus acerados ojos y me dijo a quemarropa:

-Ruego al señor que me perdone, pero anoche oí unas cosas muy extrañas, mientras bebía unos vasos en una taberna del pueblo. Resulta que mis impresiones sobre esta casa, aquellas que le expuse ayer al señor, fueron confirmadas por unos pescadores en ese lugar. Me dijeron que esta casa tiene muy mala reputación, y, que jamás ningún inquilino ha permanecido mucho tiempo en ella, desde la muerte del bailío de Suffren. La gente llegaba, pero a los pocos días la abandonaba como Si estuviera habitada por mil fantasmas o por el espectro del difunto bailío. Bueno, eso es lo que me contaron los pescadores.

Como Jones era para mí, más que un doméstico, un amigo, detalle que ya expuse al lector al principio del presente relato, le conté todo lo que me había sucedido durante mi aventura nocturna de la víspera. A medida que le relataba todos los pormenores de la misma, observé que su rostro se endurecía. Cuando termine, Jones movió la cabeza con aire de persona entendida en la materia y dijo:

-Creo, señor, que ya sé lo que ha sucedido. Si me lo permite, voy a hacer una pequeña investigación por mi cuenta para cerciorarme de lo que sospecho.

Acepté curioso la proposición de mí doméstico. Este empezó por examinar el muro. Ya no había ninguna de aquellas huellas sangrientas, ni tampoco ningún fragmento de materia negra Jones trató de encontrar la entrada de la escalera secreta. Fue en vano. Se puso a golpear el muro, tratando de localizar algún punto que sonara a hueco, pero tampoco tuvo éxito en esta tarea. Perplejo, mi pobre doméstico me propuso derribar el muro con un pico y un buen martillo. Me opuse a ello, alegando que la casa no era nuestra como para ponernos a destrozarla., El día era muy hermoso, la atmósfera estaba saturada del perfume de las flores y yo me encontraba de muy buen humor; acabe por decirle al Jones, para disuadirle del todo:

-Escucha, Jones no vale la pena que te calientes más la cabeza tratando de descubrir la puerta secreta. Probablemente he tenido una pesadilla, y Si tuviéramos que hacer caso de todos los sueños, tendríamos para largo. Vamos, déjalo y ocupémonos en otras cosas. Al mediodía, me pareció que Gabriella me miraba de una forma muy extraña, con ojos en los que brillaba una especie de curiosidad malsana., No le habría dado mucha importancia a este detalle si, hacia el final de la comida, no me hubiera murmurado al oído, al pasar junto a mí, las siguientes y misteriosas palabras:

-Saint-Tropez tiene un cementerio muy bonito; creo que al señor le interesaría sacrificar unas horas y visitarlo lo antes posible.

Ah! ¡La miserable vieja! De golpe y porrazo, todos los terrores y angustias de la noche pasada acudieron a mi mente, y sentí unas ansias locas de estrangular con , mis propias manos a la cocinera. Pero me calme casi al instante, pensando que sólo podía tratarse de una simple coincidencia. Por lo demás, ¿cómo podía_Gabriella estar al corriente de aquella espantosa pesadilla?

Después de comer, decidí dar un largo paseo por los alrededores. Jones me acompañó. Nos pusimos a caminar en silencio por las calles de aquel pueblecito de pescadores. Me agradó mucho ver sus casas altas y estrechas, tan cerca unas de otras que habría sido posible saltar de una vivienda a la de la acera de enfrente. Unas mujeres, engalanadas con oropeles multicolores, hablaban en el lenguaje cantarín y animado típico de aquella región. Finalmente llegamos a La Poche, el puerto de los pescadores. El mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, cosa que me extraño, ya que desde mi infancia estaba acostumbrado al tormentoso océano Atlántico. Algunas velas blancas se divisaban en el horizonte, bajo un cielo azul puro. Me sentía dichoso de vivir en, aquel pacífico y bello pueblecito de pescadores, y olvidé la pesadilla que había tenido la víspera.

Sólo el azar guiaba en aquel instante nuestros pasos, mientras Jones y yo caminábamos por un sendero bordeado de setos en flor. Daba gusto respirar el aire marino y sentir Sobre la piel la calurosa caricia del sol. Una verja de hierro en muy mal estado nos cortó el paso cuando, al llegar al final del sendero, nos vimos obligados a girar a la izquierda; me acerque a ella, la abrí sin ninguna dificultad y momentos después, nos encontrábamos en el interior del cementerio. Aquella sorpresa no me pareció nada extraña, sino una cosa meramente fortuita, que me ofrecía la oportunidad de visitar el cementerio y satisfacer la curiosidad que habían despertado en mí las palabras de mi cocinera. En lugares semejantes, es corriente encontrar tanto bonitas tumbas como emocionantes inscripciones grabadas en ellas. Ese cementerio no tenía el aspecto siniestro y mórbido de nuestros camposantos nórdicos. Jones, que siempre había sido un hombre supersticioso, me dijo que prefería esperarme fuera mientras yo satisfacía mi curiosidad. Le di mi permiso y me puse a recorrer el cementerio, fijándome de vez en cuando en aquellas tumbas que llamaban mi atención. Ninguna de ellas daba impresión de tristeza: las lápidas de color rosa o blanco estaban casi cubiertas por una exuberante vegetación, y daba la impresión de que por todas partes brotaban flores.

De repente, me sentí dominado por una espantosa sensación de terror; me encontraba ante una lápida gris, desnuda, siniestra, sin inscripción ni flores. Una impresión abominable de asco parecía emanar de ella. Algunas imágenes furtivas pasaron por delante de mis ojos. Creí que volvía a oír la extraña voz de la caverna. No pude soportarlo más y salí huyendo.

Aquella misma tarde me marché de Saint-Tropez. Había intentado enterarme de aquello que encerraba esa tumba, pero ninguna de las personas a las que interrogue supo satisfacer mi curiosidad. Cuando oían mi pregunta, se santiguaban y trataban de cambiar de conversación. Nadie sabía nada o, seguramente, nadie quería saber nada... Entonces me acorde de Gabriella; ella sí que podría decirme lo que encerraba la siniestra tumba. La busque por todas partes, pero no pude hallarla; había desaparecido, nadie la había visto. Cualquiera habría pensado que se había volatilizado en el aire sin dejar el más mínimo rastro.

A pesar de todo, cumplí con la promesa que le hiciera a aquello que habitaba en las profundidades de la caverna de la casita que había alquilado; ordene que cubrieran de flores la misteriosa tumba y luego fui a ver al cura del lugar, para pagarle tres misas por el eterno descanso de un alma en pena. Cuando el sacerdote oyó mis palabras, se asombró tanto como si le hubiese preguntado dónde se hallaba la tumba del conde Drácula. Una vez pasado su estupor dijo:

-Lo siento mucho, mas no puedo complacerle. De todas formas, le agradecería que me dijera por qué desea que diga tres misas por un alma en pena. ¿Qué interés le guía al intentar pagarme esas
tres misas? Disculpe mi curiosidad, pero es que me extraña mucho.

Entonces le conté toda mi espantosa historia, Sin ahorrar el más mínimo detalle; desde aquella primera noche en que entrara en mi habitación el misterioso y furtivo visitante, hasta el instante en que oí su siniestra voz haciéndome prometerle que depositaría unas flores sobre aquella tumba y haría dar tres misas por un alma en pena.

Observé cómo el sacerdote, mientras yo hablaba, me escuchaba con mucha atención, sin adoptar esa postura, con la que generalmente se suele escuchar el relato de una persona neurótica de mente ardiente e imaginativa, sino todo lo contrario; como si le estuviera contando algo importante e interesante para él. Cuando termine mi relato, el cura permaneció silencioso durante unos segundos, como si estuviera meditando sobre todo lo que había dicho. Luego, se levantó y se puso a pasear, al mismo tiempo que me decía:

-La Iglesia; como usted sabe, desconfía en grado sumo de las visiones y manifestaciones de ese género. A mi juicio, creo que su sueño tiene una causa muy natural, y que esa historia de la tumba misteriosa del cementerio de nuestro pueblo no es más que una simple coincidencia.
-Pero usted también sabe -le respondí respetuosamente que la Casa del bailíode Suffren goza de mala reputación entre los habitantes del pueblo, es decir, todos creen que allí ocurren cosas muy extrañas, como si estuviera embrujada. ¿Qué puede decirme a este respecto? ¿Cuál es su autorizada opinión sobre tan misteriosos hechos?

Mas el sacerdote no pudo o no quiso decirme nada, alegando que hacía poco que residía en Saint-Tropez, pero que, de todas formas, no hiciera caso de aquellas historias de resucitados y duendes a la que tan inclinados son los marineros, sean del país que fueren. Salí de la sacristía con la conciencia en paz. ¿Pero por qué entonces, se preguntará el lector, me marché tan pronto del pueblo, sin querer pasar ni una noche más en aquella casa?

Tenía un motivo muy poderoso; cuando abri la puerta de la casa, oí muy claramente, y Jones, que me seguía, también oyó la voz que me decía:

-Muchísimas gracias, Michael O'Grady.


Cita en Averoigne. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Mientras se dirigía a Vyones por el sendero cubierto de hojas que atravesaba los bosques de Averoigne, Gerard de l'Automne meditaba sobre las rimas de una nueva balada que estaba componiendo en honor de Fleurette. Pero más que en la balada, sus verdaderos progresos radicaban en él mismo, sobre todo desde que se había puesto en marcha para encontrarse con Fleurette, a quien había prometido una cita entre robles y hayas, como se promete a cualquier muchacha campesina que se precie. Su amor estaba en esa fase en que, incluso para un trovador profesional, anda más cautivo de la ensoñación que de la inspiración. Así, continuamente pensaba en situaciones que iban más allá del intercambio de palabras amorosas. Los árboles y los prados habían adquirido el fresco esplendor de las primaveras medievales; la hierba estaba salpicada de diminutas poblaciones de flores azules, blancas y amarillas, como bordadas artísticamente; junto al camino discurría un arroyuelo cristalino cuyo murmullo remitía al delicioso parloteo de ondinas bajo las aguas. El aire, acunado por los rayos del sol, llegaba como en bocanadas de juventud y aventura; y los deseos que emanaban del corazón de Gerard semejaban mezclarse de modo místico con la balsamina silvestre.

Gerard era un trovero cuya juventud y numerosas peripecias le habían reportado fama considerable. Siguiendo la costumbre de su oficio, vagaba de corte en corte, de castillo en castillo. En aquellos días era el invitado del conde de la Frenaie, cuya elevada fortaleza dominaba más de la mitad de los bosques circundantes. Un día, cuando visitaba Vyones, singular ciudad catedralicia muy próxima al bosque de Averoigne, el trovador vio a Fleurette, hija de un adinerado mercero que se llamaba Guillaume Cochin; y aunque parezca extraño, se enamoró sinceramente de la joven, más de lo que suele ser común entre personas de su talante y oficio. Se las arregló para revelarle sus sentimientos. Y así, tras un mes a base de cartas de amor, baladas y entrevistas furtivas mediadas por una alcahueta, ella concertó una cita silvestre aprovechando que su padre debía ausentarse. Escoltada por una dama de compañía y un sirviente, a primera hora de la tarde debía salir de Vyones y encontrarse con Gerard bajo un haya enorme y muy vieja. Una vez allí, los sirvientes debían retirarse discretamente para que los amantes pudieran estar solos. Era poco probable que alguien los viera o importunase: el tupido e inmemorial bosque tenía muy mala fama entre los campesinos. En algún lugar yacían las ruinas del derruido y encantado castillo de Faussesflammes. Asimismo, había una doble tumba sin consagrar en la que el señor Hugh du Malinbois y su castellana, célebre por sus prácticas brujescas, estaban enterrados desde hacía más de doscientos años. Circulaban leyendas espeluznantes en torno a sus figuras y espectros, había historias de hombres lobo y duendes, de hadas, demonios y vampiros que infestaban Averoigne. Gerard había prestado poca atención a aquellos rumores y consideraba improbable que tales engendros osaran aparecérsele a plena luz del día. La alocada Fleurette también era del mismo parecer; ahora bien, para que los criados la acompañasen había sido necesario prometerles una sustanciosa recompensa, ya que ellos sí creían plenamente en las supersticiones de la comarca.

Gerard se había olvidado por completo de las siniestras leyendas de Averoigne; aceleró su marcha por el sendero moteado por los rayos del sol que se filtraban por las enramadas. Estaba a sólo un recodo del punto de encuentro; el corazón le latía con desenfreno y emoción al preguntarse si Fleurette ya lo estaría esperando. Desistió de seguir componiendo la balada; en las tres millas recorridas desde La Frenaie, se había quedado a mitad de esbozar la primera estancia. Aquellos pensamientos propios de un joven enamorado e impaciente fueron interrumpidos por un horrísono grito, nacido de la repulsa y el terror más intensos, que parecía proceder de la verde calma de los pinos que se alzaban junto al sendero. Sorprendido, escrutó las gruesas ramas. Y cuando se restableció el silencio, percibió el son de pasos amortiguados y apresurados y el correteo de varios cuerpos. Volvió a oír el grito, inconfundiblemente proferido por una mujer que se encontraba en peligro. Aflojó las correas de la daga envainada y, empuñando con decisión un largo garrote de carpe para protegerse de las víboras que, se decía, acechaban en los bosques de Averoigne, se internó sin demora ni indecisión entre los troncos de denso follaje. En un pequeño claro abierto más allá de los árboles, descubrió a una mujer que pugnaba por zafarse de tres rufianes excepcionalmente brutales y malvados. A pesar de las circunstancias, Gerard se dio cuenta de que jamás los había visto en su vida. La mujer, ataviada con una toga esmeralda como el verde de sus ojos, manifestaba en el rostro la palidez de las cosas muertas, una belleza sobrenatural, y sus labios lucían el carmesí intenso de la sangre joven. Por su parte, los hombres eran oscuros como sarracenos, sus ojos ardientes brasas bajo las cejas, tupidas y gruesas como las cerdas de una bestia. Sus pies guardaban una forma muy peculiar; sin embargo, Gerard no reparó en aquel hecho hasta mucho después, cuando recordó que, aunque se movían con agilidad pasmosa, exhibían una extraña deformidad. Por algún inexplicable motivo, nunca fue capaz de rememorar cómo iban vestidos.

La mujer le dirigió una mirada suplicante nada más reparar en él. Los agresores, en cambio, parecieron no prestarle atención. Sin embargo, la peluda mano de uno de ellos aprisionó las de la mujer, que en vano intentaba ir junto al hombre que venía a salvarla. Enarbolando el garrote, Gerard se precipitó contra los villanos. Asestó tal golpe sobre la cabeza del que estaba más cerca que debería haberlo tumbado. Sin embargo, el palo sólo hendió el aire y Gerard hizo grandes esfuerzos para mantener el equilibrio. Desconcertado y sin entender nada, se dio cuenta de que el barullo de las figuras se había desvanecido por completo. Los tres hombres habían desaparecido pero, en medio de las ramas de un alto pino alejado del claro, las pálidas facciones de la mujer, antes de fundirse en la espesura, por un instante le sonrieron con tenue, casi imperceptible malicia. Se hizo la luz en Gerard; y mientras se persignaba, un fuerte estremecimiento le recorrió el cuerpo. Unos fantasmas o demonios lo habían engañado, sin duda con maléficos propósitos; había sido objeto de algún extraño encantamiento. Todo aquello tenía que ver con las sombrías leyendas de los bosques de Averoigne. Retrocedió sus pasos hasta el sendero. Sin embargo, cuando pensó que estaba de nuevo en el punto donde había oído los gritos, el sendero ya no existía; tampoco reconoció ni vio nada que le recordase un solo rasgo del bosque. El follaje ya no era de un verde intenso, sino lúgubre. Los árboles presentaban las trazas propias de los cipreses, o eran presa del decaimiento otoñal o de su muerte definitiva. En lugar de aguas cantarinas había una laguna de aguas oscuras y espesas como sangre coagulada, sin que en ellas se reflejasen las oscuras juncias otoñales que la flanqueaban como la cabellera de un suicida y los troncos de las mimbreras que se retorcían en las márgenes.

Gerard tenía la plena convicción de padecer un malvado encantamiento. El precio de atender a la llamada de auxilio había sido cazado por el hechizo, haber sido atraído hacia el centro de su influjo. Ignoraba qué clase de poderes brujescos o demoniacos lo habían elegido como víctima; no obstante, estaba seguro de que acechaban fuerzas sobrenaturales. Asió con más fuerza el garrote de carpe y, mientras intentaba descubrir indicios tangibles de una maligna presencia, se encomendó a todos los santos que conocía. Imperaba la más absoluta desolación; el entorno era lugar propicio para una reunión entre cadáveres y demonios. Nada se movía, ni una sola hoja caída, ni un solo murmullo de ramas movidas por el viento, ni un solo trino de pájaro ni zumbido de abejas, ni un solo borboteo de agua. Parecía como si el sol jamás se hubiese alzado sobre aquellos cielos mortecinos; la luz diurna brillaba débilmente, sin matices ni variaciones, sin claros ni oscuros. Gerard escrutó aquel entorno con suma atención: cuanto más se fijaba más aumentaba su intranquilidad, a cada mirada descubría algo inquietante. En el bosque se movían unas luces que, si las observaba con atención, huían como espejismos; sobre la laguna se dibujaban rostros que aparecían y desaparecían cual burbujas con vida propia antes de poder discernir sus rasgos. Y al escudriñar todo el lago, se preguntó por qué hasta entonces no había visto aquel castillo con tantas torretas de piedra vetusta cuyas murallas se asentaban cerca de las aguas estancadas. Tan gris y desgastado lo vio, que semejaba haber permanecido de aquella guisa durante incontables eras entre aguas putrefactas y cielos gangrenados. Era más antiguo que el mundo, anterior a la luz, coetáneo del miedo y la oscuridad. En él habitaba y se extendía un terror inmaterial que se intuía en sus bastiones.

No se apreciaban indicios de que estuviese habitado, ni en las torretas ni en la torre del homenaje ondeaban banderas o estandartes. Pero Gerard tenía la certeza, como si una voz se lo hubiera advertido con total nitidez, de que allí se encontraba el origen de la brujería de la que era víctima. Le envolvió un pánico creciente, creyó notar el batir de unas alas malignas, el murmullo de amenazas y conjuras demoniacas. Se dio la vuelta y, a carrera tendida, se zambulló en la fúnebre maleza. En medio de su azoramiento, en plena carrera, pensó en Fleurette, se preguntó si lo estaría aguardando en el punto de encuentro, o si ella y su séquito también habrían sido atraídos hacia aquel reino de enfermizas fantasías y estarían atrapados en él. Volvió a elevar sus plegarias e imploró a los santos por que velasen tanto por ella como por él mismo. La floresta era un cúmulo de desconciertos y misterios. Carecía de rasgos distintivos ni huellas de animales. Los oscuros cipreses y los moribundos árboles otoñales eran cada vez más espesos, como si una perversa voluntad los aunase para impedirle la huida. Las ramas eran brazos implacables que procuraban por todos los medios cerrarle el paso. Gerard habría jurado que sentía cómo se le enroscaban con el vigor y la suavidad de cosas vivas. Se resistió con todas sus fuerzas, al borde de la locura, y le pareció oír el chasquido de una carcajada mefistofélica que se mofaba de sus denuedos. Por fin, con un respingo de alivio, dio con una especie de camino forestal. Se internó en él y corrió como alma que lleva el diablo. Y al cabo de poco, se topó con las orillas de la laguna y, sobre las impávidas aguas, divisó las altas torres del castillo intemporal. Volvió a dar la vuelta y a fundirse en la espesura. Y de nuevo, tras peripecias parecidas, sus pasos lo condujeron a la laguna.

Abatido, sintiéndose botín de lo inevitable, se resignó y abandonó cualquier tentativa de huida. Tenía totalmente embotado el entendimiento, afligido como por designio de una voluntad superior que le anulaba cualquier atisbo de minúscula oposición. Incapaz de resistirse, una asoladora y aborrecible coacción lo empujó por la orilla de la laguna en dirección al castillo. Cuando estuvo más cerca, vio que lo rodeaba un foso de aguas estancadas como las de la laguna, cubiertas por espumarajos de corrupción. El puente levadizo estaba bajado, la poterna abierta, como si ya estuvieran esperándolo hacía rato. Sin embargo, no parecía habitado, los muros de aquella gris edificación estaban tan silenciosos como los de un sepulcro. Y más fúnebre que todo el conjunto era la mole cuadrada y alta de la impresionante torre del homenaje. Impelido por el mismo poder que lo había guiado desde la laguna, cruzó el puente levadizo y superó la barbacana para acceder hasta un patio vacío. Ventanas con barrotes semejaban contemplarlo con mirada vacua desde las alturas; y en el extremo opuesto del patio, una puerta inexplicablemente abierta revelaba un oscuro vestíbulo. Al aproximarse a la entrada, un hombre estaba plantado bajo el umbral. Hubiera jurado que, justo un momento antes, allí no había nadie. Gerard seguía llevando su garrote; y aunque su entendimiento le decía que resultaría inútil contra cualquier enemigo sobrenatural, una enigmática intuición lo urgió a asirlo con más resolución a medida que se aproximaba a la figura de la puerta.

Era un hombre extraordinariamente alto y de facciones cadavéricas, ataviado con prendas muy anticuadas. Tenía los labios acentuadamente rojos, que contrastaban aún más con su barba azulada y la mortuoria palidez del rostro. Se acordó de los labios carmesíes de la mujer que, junto con sus agresores, se había desvanecido misteriosamente cuando Gerard se había acercado a ellos. Tenía los ojos blancos, la mirada pálida. Gerard se estremeció al mirarlos, al percibir la sonrisa fría e irónica de sus labios escarlatas, madriguera de un universo de secretos demasiado abominables para revelarlos.

-Soy el señor du Malinbois -dijo el individuo con tono empalagoso y huero, lo que incrementó la sensación de repulsa del trovador. Y cuando separó los labios, Gerard entrevió unos dientes artificiosamente pequeños, puntiagudos como los de una bestia feroz-. La Fortuna ha querido que seais mi huésped -prosiguió-. Ruda e insuficiente es la hospitalidad que os puedo dispensar, y no sería de extrañar que encontraseis mi morada más bien lúgubre. Pero mi bienvenida es absolutamente sincera; considerad vuestro cuanto haya en mi casa.
-Os doy las gracias por tan gentil ofrecimiento -contestó Gerard-. Pero debo reunirme con un amigo y, por extraños designios, parece que me he perdido. Os agradecería en grado sumo si pudierais indicarme el camino hacia Vyones. No lejos de aquí debe haber algún sendero; he sido lo suficientemente estúpido como para desviarme de él.

Sus propias palabras le sonaron vacías, desesperadas a medida que las pronunciaba; y aquel nombre, señor du Malinbois, le resonaba en la cabeza como los acordes de una marcha fúnebre, aunque fuese incapaz de recordar las ideas macabras y fantasmagóricas a las que lo asociaba.

-Lamentablemente, desde mi castillo no hay senderos hacia Vyones -replicó el extraño-. Y en cuanto a vuestra cita, la tendréis en otro lugar y de un modo distinto. Así pues, insisto en que aceptéis mi hospitalidad. Entrad, os lo ruego, y dejad vuestro garrote en la puerta. Ya no os hará ninguna falta.

Gerard creyó que sus últimas palabras las había pronunciado con desagrado y aversión, que sus ojos observaban el garrote de carpe con oscura inquietud. El peculiar tono de sus palabras y sus ademanes le despertaron más pensamientos macabros y espectrales, si bien no los pudo expresar del todo hasta mucho después. Algo le aconsejaba no separarse del objeto, pese a la probable ineficacia contra un enemigo etéreo o un ser diabólico. Por ese motivo, dijo:

-Apelo a vuestra magnanimidad para que me permitáis quedarme con el garrote. Hice voto de llevarlo conmigo, empuñarlo en la derecha y no dejarlo más allá del alcance de mi brazo hasta haber matado dos víboras con él.
-Extraño voto el vuestro -observó su anfitrión-. Llevadlo con vos, si os place. Que decidáis cargar con un bastón de madera no es asunto de mi incumbencia.

Se giró abruptamente y le instó a que lo siguiese. Gerard obedeció con renuencia; antes de entrar, miró por última vez el pálido cielo y el patio vacío. Se percató, ya sin maravillarse, de que una repentina y furtiva oscuridad sin luna ni estrellas se hubiese cernido sobre el castillo, como si para hacerlo hubiera estado aguardando a que Gerard penetrase en la morada. Grande como los pliegues de un tapiz desgastado, sin aire fresco, el interior era agobiante como las tinieblas de un sepulcro sellado durante siglos. Nada más cruzar el umbral fue presa de una auténtica opresión, resultaba difícil respirar con normalidad. Unos faroles ardían en la penumbra del vestíbulo, aunque no podía precisar si en realidad iluminaban algo. La luz que irradiaban era singularmente vaga, indefinida, y en el vestíbulo se proyectaban infinitud de sombras que se movían con desasosiego, pese a que las llamas estaban quietas como si ardiesen en el velatorio de una cripta sin ventanas. Al final del corredor, el señor du Malinbois abrió una pesada puerta de madera oscura. Más allá, en lo que parecía el refectorio del castillo, vio a varias personas sentadas a una larga mesa a la luz de faroles no menos débiles e inquietantes que los del vestíbulo. En una atmósfera tan ambigua y extraña, sus rostros inspiraban una tenebrosa desconfianza, como víctimas de una escabrosa distorsión. Le pareció que apenas podía discernir las sombras y las figuras reunidas alrededor de la tabla. Aun así, reconoció a la mujer del vestido verde esmeralda que se había desvanecido tan misteriosamente entre los pinos cuando había corrido a rescatarla. A su lado, tremendamente pálida, triste y aterrorizada, estaba Fleurette Cochin. En el último extremo, reservado a los criados y demás servidumbre, se hallaban la dama y el criado que la habían acompañado a la cita.

El señor du Malinbois se giró hacia el trovador con una sonrisa de sardónica diversión.
-Creo que ya conocéis a los aquí presentes -observó-. Ahora bien, todavía no os he presentado formalmente a Agathe, mi esposa, que preside la mesa. Agathe, permitidme que os presente a Gerard de l'Automne, joven trovador de profusa fama y prestigio.

Sin musitar palabra, la mujer asintió levemente y señaló la silla que estaba enfrente de Fleurette. Gerard se sentó y el señor du Malinbois, a la usanza feudal, ocupó plaza en la cabecera de la mesa al lado de su esposa. Por primera vez, Gerard se percató de que había servidumbre. Varios criados penetraron en la estancia y depositaron sobre la mesa diversas clases de vinos y viandas. Prodigiosamente rápidos y silenciosos, resultaba muy difícil precisar sus facciones o la clase de atavíos que llevaban. Parecían moverse como el presagio de un siniestro y perpetuo crepúsculo. Gerard se turbó al notar que le recordaban a los villanos demoniacos que habían desaparecido en el claro del bosque poco después de su ataque. La comida se celebró entre sensaciones extrañas y fúnebres. Una ineludible pesadumbre, un horror sofocante, una terrible opresión, apabullaron a Gerard. Tenía un alud de preguntas que hacer a Fleurette, así como pedir explicaciones a sus anfitriones y, sin embargo, le resultó imposible construir y articular el más mínimo sonido. Sólo podía mirar a su amada y contemplar reflejado en ella su mismo desconcierto y horrendo cautiverio. El señor du Malinbois y su esposa permanecieron en silencio; durante la comida intercambiaron miradas de complicidad cuyo significado sólo conocían ellos. Obviamente, los criados de Fleurette estaban paralizados por el terror, como el pájaro encadenado por la mirada hipnótica de una serpiente venenosa.

Los alimentos tenían un sabor peculiar pero muy exquisitos; los vinos eran extraordinariamente añejos, semejaban retener en sus posos de topacio o púrpura el fuego perpetuo de siglos olvidados. Ahora bien, Gerard y Fleurette apenas si mojaron los labios, y se dieron cuenta de que el señor du Malinbois y su dama ni bebieron ni probaron la comida. Las tinieblas de la estancia se acentuaron; los movimientos de la servidumbre devinieron más furtivos y espectrales; el aire estancado, portador de un peligro innombrable, estaba poseído por el hechizo de una magia negra y letal. Pese a los penetrantes efluvios de las exóticas viandas y los vinos de solera, se percibía el hedor de criptas ocultas, de putrefacción embalsamada y centenaria, junto con la peculiar fragancia especiada que parecía emanar de la dama. Gerard recordó las numerosas historias de las leyendas de Averoigne y que había menoscabado tras escucharlas. Evocó la historia de un tal señor du Malinbois y de su dama, la última y más depravada de su estirpe, ambos enterrados en algún lugar de aquel bosque desde hacía varios siglos; que la gente evitaba su sepulcro pues, aun después de muertos, seguían atormentando con sus hechizos. Se preguntó qué habría aturdido su memoria de tal modo que, la primera vez que oyó el nombre de su anfitrión, había olvidado quién era -o había sido- en realidad. Le vinieron otras historias a la cabeza, y no hicieron sino confirmar las sospechas que tenía respecto a la naturaleza de aquella gente en cuyas manos había caído. Asimismo, se acordó de una superstición popular que hablaba de cómo usar una estaca de madera y cayó en la cuenta del interés que el señor du Malinbois había manifestado por su garrote de carpe. Lo había dejado en el suelo, junto a su silla; comprobó que seguía allí. Muy lentamente y con disimulo, apoyó el pie sobre él.

Finalizó la comida. El anfitrión y su dama se levantaron.
-Os conduciré a vuestros aposentos -anunció el señor du Malinbois, con una sombría e inextricable mirada que abarcó a todos sus convidados-. Cada cual dispondrá de su propia cámara, si ese es vuestro deseo; o Fleurette Cochin y su dama, Angelique, pueden dormir juntas, y Raoul, el criado, puede compartir habitación con messieur Gerard.

Fleurette y Gerard se inclinaron por la segunda opción. Aborrecían hasta extremos insufribles la mera idea de pasar una noche solos en aquel enigmático castillo. Los cuatro fueron acompañados a sus estancias respectivas, emplazadas una frente a la otra en un pasillo cuya longitud apenas si esbozaban las tenues luces. Fleurette y Gerard se desearon unas desesperadas buenas noches sin querer separarse el uno del otro bajo la coaccionadora presencia de su anfitrión. ¡Cuán poco se parecía la cita con que habían soñado! Ambos estaban trastornados ante la situación sobrenatural, los inciertos horrores e ineluctables embrujos de que eran víctimas. Nada más dejar a Fleurette, Gerard comenzó a maldecirse por cobarde, por no haberse opuesto a separarse de su lado. Se maravilló de los efectos del servilismo que gobernaba sus facultades. Parecía como si no fuese él, que una extraña voluntad se hubiese apoderado de la suya y que lo manejara a su antojo. La habitación del trovador estaba amueblada con un diván y un lecho enorme cuyas cortinas estaban dispuestas y tejidas con tela muy antigua. Ardían velas que recordaban a las de un funeral y el aire hedía a estancado, como si no se hubiera renovado en siglos.

-Que tengáis dulces sueños -deseó el señor du Malinbois. La sonrisa que acompañó a sus palabras era tan turbadora como el tono pringoso y sepulcral con que las pronunció.

Cuando salió y cerró la puerta, un profundo alivio reconfortó a los dos jóvenes. Un alivio que apenas alteró el chasquido de una llave en la cerradura de la puerta. Gerard inspeccionó la estancia y se acercó a su única ventana; a través de ella sólo vio la opresiva oscuridad de una noche muy cerrada, como si todo el lugar estuviera sepultado bajo tierra y asfixiado por el moho. Después, poseído por un acceso de ira a causa de su separación de Fleurette, se precipitó contra la puerta y la golpeó, en vano, con sus puños. Dándose cuenta de la inutilidad de su acción, desistió y se giró hacia el criado.

-Bueno, Raoul -dijo-, ¿qué te parece todo esto?

Antes de contestarle, Raoul se persignó y su rostro devino la encarnación de un terror inmenso.

-Creo, messieur -contestó al fin-, que nos han echado un maléfico hechizo, y que los cuerpos y almas de vos, yo, mademoiselle Fleurette y dama Angelique corren mortal peligro.
-Soy de la misma opinión -repuso Gerard-. Lo mejor será dormir por turnos. El que esté de guardia empuñará el garrote de carpe. Pero antes voy a afilarle el extremo con mi daga. Estoy convencido de que sabrás cómo usarlo si tenemos visita. Pues si tal cosa sucede, no me cabe la menor duda de quiénes serán y cuáles serán sus propósitos. Estamos en un castillo irreal en calidad de invitados de gente que lleva muerta, o presumiblemente muerta, más de doscientos años. Y esos seres, cuando despiertan, practican una serie de hábitos que, supongo, no hace falta que te explique.
-Decís bien, messieur -dijo Raoul sin poder reprimir un estremecimiento, pero mirando con vivo interés cómo Gerard afilaba el bastón.

Dejó el extremo aguzado como una lanza; escondió con cuidado las virutas. Incluso labró en la madera una pequeña cruz en medio del garrote pensando que, de este modo, quizá aumentaría su eficacia o los preservaría de ser molestados. Acto seguido, bastón en mano, se sentó sobre la cama; desde allí dominaba toda la estancia entre las cortinas.

-Duerme tú primero, Raoul -le indicó el diván, que estaba cerca de la puerta.

Durante algunos minutos se cruzaron unos pocos comentarios más. Tras oír el relato de Raoul sobre cómo Fleurette, Angelique y él mismo habían sido atraídos por los gritos de auxilio de una dama entre los pinos y habían sido incapaces de volver al camino, el trovador cambió de tema. Para contrarrestar la torturante preocupación por Fleurette, comenzó a hablar frívolamente sobre asuntos que nada tenían que ver con su actual situación. De repente, notó que Raoul ya no le replicaba: se había dormido. En contra de su voluntad y los temores que lo acechaban, casi inmediatamente se apoderó de él un irresistible cansancio. A través de su imparable somnolencia, percibió un susurro como de alas que batían por los corredores del castillo; captó la pronunciación sibilante de voces ominosas, como las de los allegados que responden a invocaciones de magos, y creyó oír, aun en las bóvedas, torres y estancias más apartadas, pisadas de pies que se apresuraban a cumplir secretos y malignos cometidos. Pero pronto una negra malla de olvido se cernió sobre su cabeza y la sitió implacablemente, hasta ahogar los recelos de sus agitados sentidos.

Cuando al fin despertó, las velas se habían consumido por completo; una artificial claridad diurna se filtraba por la ventana. El garrote seguía en su mano y, aunque continuaba con los sentidos embotados a causa del extraño sueño, fue consciente de que nada malo le había sucedido. Pero al mirar entre las cortinas, descubrió que Raoul yacía sobre el diván mortalmente pálido, exangüe, con apariencia de moribundo agotado. Corrió hacia él. Una pequeña herida escarlata le brillaba en el cuello; el pulso le latía muy despacio, débilmente, como cuando se ha perdido mucha sangre. Tenía un aspecto muy mustio, como si la vida ya no corriese por sus venas. Un penetrante aroma emanó del diván, evocación espectral del perfume de dama Agathe. Tras muchos esfuerzos, Gerard consiguió incorporar al sirviente. Raoul estaba muy débil y somnoliento. No podía recordar nada; le invadió un profundo horror al darse cuenta de lo que le había sucedido.

-La próxima vez será vuestro turno, messieur -gritó-. Los vampiros nos retendrán entre estos muros con sus malas artes hasta haber bebido nuestra última gota de sangre. Sus hechizos son como la mandrágora o los brebajes narcotizantes de Catay, nadie se puede resistir a ellos.

Gerard intentó abrir la puerta y, para su sorpresa, descubrió que no estaba cerrada. Satisfechos sus apetitos, la vampiresa había descuidado las precauciones. Imperaba una gran tranquilidad. Le pareció a Gerard que el inquieto espíritu del mal ahora estaba apaciguado, que las oscuras alas del horror y la maldad se habían marchado para cumplir otras misiones siniestras invocadas por hechiceros, que sus acólitos estaban sumidos en un sueño temporal. Abrió la puerta, miró a ambos lados del desierto corredor y llamó a la puerta de enfrente. Completamente vestida, Fleurette abrió la puerta al instante y se echó en sus brazos sin pronunciar palabra, buscando su mirada con tierna ansiedad. Por encima de ella, vio a Angelique, sentada sobre la cama, inmóvil, con una herida en el cuello similar a la de Raoul. Antes de que Fleurette comenzase a explicarlo, comprendió que la mujer había sufrido un percance nocturno idéntico al del sirviente. Mientras procuraba confortar y tranquilizar a Fleurette, sus pensamientos se obsesionaron con un hecho peculiar: fuera no se veía a nadie, y era más que probable que el señor du Malinbois y su dama estuviesen dormidos, resarciéndose del festín. Gerard se imaginó el lugar y el modo como dormían, y se volvió aún más pensativo al calcular algunas de las posibilidades que se le ocurrieron.

-Animaos, ángel mío -dijo a Fleurette-. Quizá dentro de muy poco podamos huir de esta abominable telaraña de superchería. Pero debo dejaros por un rato y hablar de nuevo con Raoul, pues precisaré de su ayuda.

Regresó a su aposento. El sirviente estaba sentado sobre el diván, persignándose una y otra vez, debilitado, murmurando oraciones con voz hueca, casi a punto de apagarse.

-Raoul -dijo el trovador con cierta brusquedad-, debes reunir todas las fuerzas que te queden y acompañarme. Entre estos muros que nos aprisionan, los pasadizos antiguos y sombríos, las elevadas torres y los pesados bastiones, sólo una cosa existe de veras, el resto no es sino mero espejismo. Debemos encontrar esa realidad a la que me refiero y enfrentarnos a ella con coraje, como auténticos cristianos. Recorramos el castillo antes que sus dueños despierten de su vampírico letargo.

Se desplazó por los tortuosos corredores con una rapidez impensable. En su mente había reconstruido el vetusto montón de almenas y torreones que había visto el día anterior. Y conjeturó que la torre del homenaje, emplazada en el centro de la fortaleza, bien pudiera ser el lugar que buscaba. Con el afilado garrote en mano, y Raoul rezagado como sin fuerzas detrás de él, cruzó las puertas de muchas estancias secretas, miró por las numerosas ventanas que daban a la ceguera de un patio interior. Finalmente, salió a la planta baja de acceso a la torre del homenaje. Era una estancia de grandes proporciones, desprovista de ornamentación, construida totalmente en piedra. Las estrechas saeteras de la parte superior del muro la iluminaban deficientemente; pese a todo, Gerard distinguió la brillante silueta de un objeto que, en un lugar como aquel, forzosamente llamaba la atención: una tumba de mármol. Al aproximarse, descubrió que estaba extrañamente desgastada, maculada por líquenes grises y amarillos que florecían sólo al incidir sobre ellos los rayos fugaces del sol. La losa que la cubría tenía doble espesor y, para levantarla, se precisaba toda la fuerza de dos hombres.

Raoul contemplaba la tumba con expresión embobada.
-¿Y ahora qué hacemos, messieur? -inquirió.
-Estamos a punto de penetrar en el tálamo de nuestros anfitriones, Raoul.

Siguiendo sus indicaciones, el criado asió un extremo de la losa y Gerard tomó el otro. Con un esfuerzo que les hizo forzar al máximo tendones y músculos, intentaron apartarla, pero la losa apenas se movió. Por fortuna, cogiendo los dos el mismo extremo, pudieron inclinarla; se deslizó y cayó sobre el suelo provocando un enorme estruendo. El interior de la tumba contenía dos ataúdes: en uno yacía el señor Hugh du Malinbois; en el otro, su esposa, Agathe. Ambos parecían disfrutar un sueño tan plácido como el de los niños; las facciones de sus rostros llevaban estampada una serena maldad, una perfidia saciada, y el escarlata de los labios refulgía como nunca. Sin pensárselo dos veces, Gerard hendió el pecho del señor du Malinbois con la punta afilada del garrote. El cuerpo se desmenuzó como si estuviese hecho de cenizas amasadas y pintadas hasta darles apariencia humana. Se percibió un ligero hedor de corrupción y antigüedad. A continuación, repitió la maniobra en el pecho de la señora. Y a la par que su disgregación, el suelo y los muros de la torre del homenaje parecieron disolverse en un atormentado vapor, se desmoronaron por cada uno de los lados de la torre como sacudidos por un trueno mudo.

Confundidos, embriagados por una inefable sensación de vértigo, Gerard y Raoul se apercibieron de que todo el castillo se había desvanecido como las almenas y torreones de una tormenta extinguida; que la laguna muerta y sus ominosas orillas ya no agredían con maléficas visiones. Ambos se hallaban en medio de un claro silvestre, bajo la hermosa luz de un sol vespertino. Del castillo sólo quedaba la tumba sucia de líquenes. Fleurette y su dama quedaban a cierta distancia. Gerard corrió hacia la hija del mercero y la tomó en sus brazos. Ella estaba confundida por aquellas experiencias, como quien escapa del laberinto nocturno de una pesadilla para descubrir que todo ha sido un sueño.

-Creo, dueña mía -afirmó Gerard-, que el señor du Malinbois y su dama no interrumpirán nuestra próxima cita.

Fleurette, todavía aturdida, sólo le pudo responder con un beso.


Santa Cecilia o el poder de la música. Heinrich Von Kleist (1777-1811)

(Una leyenda)

A fines del siglo xvi, cuando las luchas iconoclastas azotaban los Países Bajos, tres hermanos, jóvenes estudiantes de Wittenberg, se reunieron con un cuarto —que tenía en Amberes un puesto de predicador protestante— en Aquisgrán. Iban a reclamar allí una herencia que les había correspondido por parte de un anciano tío desconocido para todos ellos y, no habiendo en el lugar nadie a quien pudieran dirigirse, se hospedaron en una posada. Transcurridos algunos días, que pasaron escuchando al predicador contar de los extraños incidentes ocurridos en los Países Bajos, coincidió que las monjas del convento de Santa Cecilia, el cual se hallaba por aquel entonces a las puertas de dicha ciudad, se disponían a celebrar solemnemente la festividad del Corpus Christi; de tal suerte que los cuatro hermanos, encendidos por el desenfreno de la juventud y el ejemplo de los neerlandeses, decidieron ofrecer también a la ciudad de Aquisgrán un espectáculo iconoclasta. El predicador, que ya había encabezado más de una vez idénticas acciones, reunió la víspera a buen número de jóvenes bachilleres e hijos de comerciantes afectos a las nuevas doctrinas, los cuales pasaron la noche de francachela en la posada ensartando imprecaciones contra el papado; y apenas se hubo alzado el día sobre las almenas de la ciudad se proveyeron de hachas y toda suerte de aperos de destrucción para dar comienzo a su desaforado quehacer. Alborozados acordaron una seña a la cual empezarían a apedrear los ventanales, decorados con historias bíblicas, y con la certeza de encontrar gran apoyo entre el pueblo se encaminaron al templo de inmediato, pues ya tocaban las campanas, resueltos a no dejar piedra sobre piedra.

La abadesa, quien ya al romper el día había sido enterada por un amigo del peligro que se cernía sobre el convento, en vano envió repetidas veces a solicitar del oficial imperial que estaba al mando de la ciudad una guardia que protegiera el convento; el oficial, enemigo él mismo del papado y, como tal, simpatizante al menos en secreto de las nuevas doctrinas, supo negarle la guardia con el hábil pretexto de que veía visiones y que no existía ni sombra de peligro para su convento. Entretanto llegó la hora en que había de iniciarse la ceremonia, y entre miedos y rezos se aprestaron las monjas para la misa, llenas de congoja por cuanto había de sobrevenirles. Nadie las protegía salvo un viejo alguacil septuagenario, el cual se apostó a la entrada de la iglesia con un puñado de mozos leales armados.

En los conventos, como es sabido, las propias monjas interpretan su música, duchas en tañer toda suerte de instrumentos; a menudo con una precisión, juicio y sensibilidad que en las orquestas masculinas (acaso por el género femenino de tan misterioso arte) se echa en falta. El caso era, para multiplicar la angustia, que la maestra de capilla, la hermana Antonia, la cual solía dirigir la orquesta, había enfermado pocos días antes de unas violentas fiebres tifoideas; de modo que a más de los cuatro impíos hermanos, a quienes ya se distinguía embozados en sus capas bajo las pilastras de la iglesia, el convento se hallaba asimismo inmerso en la más viva zozobra por mor de ejecutar una obra musical digna. La abadesa, que a última hora del día anterior había ordenado interpretar una antiquísima misa italiana debida a un maestro desconocido con la cual la orquesta ya había obtenido en varias ocasiones cumplidos resultados gracias a una especial sacralidad y magnificencia con que estaba compuesta, poniendo mayor ahínco que nunca en su empeño mandó bajar a la celda de la hermana Antonia por saber cómo se hallaba ésta; mas la monja que de ello se hizo cargo regresó con la noticia de que la hermana yacía postrada en estado de completa inconsciencia y que ni por asomo podía pensarse en que asumiera la dirección de la pieza prevista.

Entretanto en el templo, donde paulatinamente se habían ido congregando más de cien reprobos de todos los estamentos y edades provistos de hachas y palanquetas, se producían incidentes de la mayor gravedad: habían hostigado con suma indecencia a algunos de los guardianes apostados en los pórticos y se habían permitido las expresiones más insolentes e impúdicas contra las monjas que de tanto en tanto, ocupadas en piadosos menesteres, se dejaban ver solas por las naves; de tal suerte que el alguacil se llegó a la sacristía e imploró de rodillas a la abadesa que suspendiera la celebración y se dirigiera a la ciudad para ponerse bajo la protección del comandante. Mas la abadesa porfió inconmovible en llevar a cabo la ceremonia prevista para honra del Altísimo; recordó al alguacil su deber de proteger con alma y vida la misa y la solemne procesión que habían de celebrarse en el templo y, como sonara en aquel preciso instante la campana, ordenó a las monjas que la rodeaban medrosas y trémulas que tomasen un oratorio, sin importar cuál ni de qué mérito fuera, y con su ejecución dieran comienzo de inmediato. Sin tardanza se aprestaron a ello las monjas en la cantona del órgano: repartieron la partitura de una obra musical que ya se había ofrecido a menudo, y estaban probando y afinando violines, oboes y bajos cuando de improviso apareció por la escalera la hermana Antonia, fresca y lozana, con el rostro algo pálido; llevaba bajo el brazo la partitura de la antiquísima misa italiana en cuya interpretación había insistido la abadesa con tal premura.

Al preguntar las monjas asombradas «¿de dónde venía y cómo se había recuperado tan de repente?», respondió: «¡Tanto da, amigas, tanto da!», repartió la partitura que llevaba consigo y ardiendo de entusiasmo se sentó ella misma al órgano para asumir la dirección de la exquisita pieza. Con ello sobrevino al corazón de las piadosas mujeres un milagroso consuelo celestial: en el acto se situaron con sus instrumentos ante los atriles; la propia angustia que las atenazaba se añadió para llevar sus almas como en volandas por todos los cielos de la armonía. El oratorio fue interpretado con el mayor y más extraordinario esplendor musical; no se movió durante toda la representación ni un hálito en las naves ni en los bancos: en particular durante el Salve Regina y más aún el Gloria in Excelsis fue como si todos los presentes en la iglesia estuvieran muertos, de tal suerte que pese a los cuatro hermanos malditos de Dios y sus secuaces ni una mota del suelo se tocó, perdurando así el convento hasta finalizar la Guerra de los Treinta Años, cuando fue con todo secularizado en virtud de un artículo de la Paz de Westfalia.

Seis años más tarde, cuando ya este acontecimiento había sido olvidado largo tiempo atrás, llegó desde La Haya la madre de aquellos cuatro mozalbetes y, declarando compungida que habían desaparecido sin dejar rastro, inició ante el magistrado de Aquisgrán una investigación judicial acerca de la ruta que pudieran haber emprendido desde allí. Las últimas noticias que se había tenido de ellos en los Países Bajos, de donde eran originarios en realidad, consistían —según informó ella— en una carta del predicador escrita antes del citado período, la víspera de una festividad del Corpus Christi, a su amigo, maestro en Amberes, en cuyas cuatro páginas de apretada escritura anunciaba a éste con gran regocijo, o antes bien desenfreno, una acción prevista contra el convento de Santa Cecilia sobre la cual no quiso sin embargo la madre entrar en más detalles.

Tras algún vano esfuerzo por localizar a las personas que buscaba aquella afligida mujer, a alguien le vino por fin a las mientes que, desde hacía ya una serie de años que coincidían aproximadamente con las fechas, cuatro jóvenes de patria y procedencia desconocidas se hallaban en el manicomio de la ciudad, fundado poco antes por la providencia del Emperador. Mas como padecieran una delirante obsesión religiosa y su conducta, según dijo haber oído vagamente el tribunal, fuera en extremo atribulada y melancólica, coincidía todo ello demasiado poco con el ánimo de sus hijos, desgraciadamente bien conocido por la madre, como para que ella, ante todo al resultar casi seguro que dichas personas eran católicas, hubiera debido conceder mayor importancia a esta información. No obstante, extrañamente afectada por algunos rasgos con que los describían, se llegó un buen día al manicomio en compañía de un corchete y rogó a los alcaides que, a fin de efectuar una comprobación, le permitieran acceder a la celda de los cuatro infelices dementes allí recluidos.

Mas cómo describir el espanto de la pobre mujer cuando, a primera vista y según entraba por la puerta, reconoció a sus hijos: estaban sentados, vestidos con largas sotanas negras, en torno a una mesa sobre la que se encontraba un crucifijo al que parecían rezar, apoyados en silencio sobre el tablero con las manos juntas. Al preguntar la mujer, que se había desplomado privada de sus fuerzas sobre una silla, «¿qué estaban haciendo?», le respondieron los alcaides que «sólo estaban adorando al Salvador, del cual creían comprender mejor que nadie, según sus propias afirmaciones, que era el verdadero hijo del único Dios». Añadieron que «los muchachos llevaban aquella vida fantasmal desde hacía ya seis años; eran parcos en el yantar y el descanso; sus labios no proferían ni un sonido; únicamente al dar la medianoche se levantaban de sus asientos y entonces, con una voz que hacía estallar las ventanas de la casa, entonaban el Gloria in Excelsis». Los alcaides concluyeron asegurando que físicamente los jóvenes gozaban de perfecta salud, sin podérseles negar incluso una cierta alegría, si bien muy grave y ceremoniosa; que cuando los llamaban locos se encogían conmiserativamente de hombros y ya habían declarado más de una vez que «si la noble ciudad de Aquisgrán supiera lo que ellos, dejaría también ella sus quehaceres a un lado y asimismo se prosternaría a cantar el Gloria ante la cruz del Señor». La mujer, no pudiendo soportar la escalofriante visión de aquellos desdichados, se hizo conducir poco después de nuevo a su casa, temblándole las rodillas, y a fin de recabar información sobre las causas de tan atroz suceso se llegó a la mañana del siguiente día a casa de don Veit Gotthelf, un conocido comerciante de paños de la ciudad, pues de este hombre hacía mención la carta escrita por el predicador, desprendiéndose de ella que había participado con gran celo en el proyecto de destruir el convento de Santa Cecilia en la festividad del Corpus Christi. Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que entretanto había contraído matrimonio, engendrado varios hijos y heredado el considerable negocio de su padre, recibió a la forastera con mil atenciones; y no bien fue enterado del motivo que a él la conducía, echó el cerrojo a la puerta y tras invitarla a tomar asiento en una silla se le oyó decir lo siguiente:

«¡Querida señora mía! Si a mí, que hace seis años estuve en estrecho contacto con vuestros hijos, no vais a complicarme por ello en pesquisas judiciales, os confesaré con el corazón en la mano y sin reserva alguna que ¡sí, teníamos el propósito al que alude la carta! Por qué fracasó aquel acto, para cuya realización estaba todo dispuesto con la mayor exactitud y perfección verdaderamente demoníaca, me resulta inconcebible; el propio cielo parece haber tomado el convento de las piadosas mujeres bajo su santa protección. Pues sabed que vuestros hijos ya se habían permitido, como preludio de actuaciones más decisivas, varias bufonadas malévolas destinadas a perturbar el servicio divino: más de trescientos bribones de entre los muros de nuestra entonces descarriada ciudad, provistos de hachas y rollos embreados, no esperaban más que la señal que había de dar el predicador para arrasar el templo.

Muy al contrario, al comenzar empero la música, vuestros hijos, repentinamente y de tal guisa que llama nuestra atención, se despojan todos a una de sus sombreros y poco a poco, con honda e indecible emoción, se cubren con las manos el rostro inclinado hacia el suelo, y el predicador, volviéndose de súbito tras una pausa estremecedora, nos grita a todos en alta y terrible voz "¡que nos descubramos nosotros también!" En vano le exhortan algunos camaradas con susurros, golpeándole ligeramente con los codos, a que dé la señal convenida para el ataque iconoclasta: en lugar de responder, el predicador se arrodilla con las manos puestas sobre el pecho en forma de cruz y junto con sus hermanos, hundiendo fervorosos la frente en el polvo, recita toda la serie de plegarias de las que hasta muy poco antes había hecho mofa. Hondamente confundidos por tal escena, el triste hato de exaltados, privado de su cabecilla, queda sumido en indecisión e inacción hasta el final del oratorio cuyos sones descienden maravillosos desde la cantoría; y como en ese preciso momento, por orden del comandante, un retén efectuase varios arrestos y prendiera a algunos de los reprobos que se habían permitido desórdenes, no le resta al mísero tropel otra posibilidad que abandonar la casa de Dios al amparo del apretado gentío que emprende la marcha. A última hora, tras haber preguntado en la posada sin éxito una y otra vez por vuestros hijos, que no habían regresado, salgo de nuevo con algunos amigos, presa de la más terrible inquietud, hacia el convento para que los guardianes, que habían sido de gran ayuda a la guardia imperial, me informaran sobre ellos. Mas ¡cómo describiros mi espanto, noble señora, al ver que aquellos cuatro hombres continúan, poseídos de ardiente fervor, ante el altar de la iglesia, prosternados con las manos juntas, de bruces contra el suelo, como petrificados!

En vano los exhorta el alguacil, que pasa en aquel instante, a abandonar el templo, diciéndoles que allí ya oscurece por completo y nadie queda, tironeándoles de la capa y sacudiéndoles los brazos; ellos se incorporan a medias, como en sueños, y no le prestan oídos hasta que ordena a sus mozos que los tomen bajo el brazo y los saquen por el pórtico: donde al fin, si bien entre suspiros y volviéndose a menudo de tal guisa que desgarraba el corazón a mirar la catedral, la cual lanzaba detrás nuestro magníficos destellos bajo la radiante luz del sol, nos siguen a la ciudad. En el camino de regreso les preguntamos los amigos y yo reiteradas veces, tierna y afectuosamente, qué cosa horrenda, por todos los cielos, les había sobrevenido, capaz de trastocar en tal medida su más profundo ánimo; con amistosas miradas estrechan nuestras manos, miran pensativos al suelo y se enjugan, ¡ay!, de cuando en cuando las lágrimas de los ojos con una expresión que aún hoy me parte el corazón. Más tarde, una vez llegados a su hospedaje, con ingenio y delicadeza se tejen una cruz de ramillas de abedul y la depositan, sujeta por un montoncito de cera entre dos candelas con las que aparece la moza, sobre la gran mesa que ocupa el centro de la estancia, y mientras los amigos, cuyo número aumenta de hora en hora, permanecen aparte retorciéndose las manos y, mudos de pesar, observan en corrillos dispersos sus silenciosos y espectrales manejos, toman ellos asiento en torno a la mesa como si tuvieran cerrados los sentidos a cualquier otra imagen y en silencio se disponen con las manos juntas a la adoración. No apetecen ni las viandas que, conforme se le había ordenado por la mañana, trae la moza para agasajo de los correligionarios, ni más tarde, al caer la noche, el jergón que les ha preparado en el aposento contiguo porque parecen cansados; los amigos, por no atizar el enojo del posadero, al cual inquieta sobremanera semejante proceder, han de sentarse a una mesa opíparamente dispuesta a un lado y tomar los manjares preparados para una numerosa compañía, adobados con la sal de sus amargas lágrimas.

En ese momento toca de pronto la hora de la medianoche; vuestros cuatro hijos, tras aguzar un instante el oído hacia el sordo tañer de la campana, de improviso se yerguen todos a una de sus asientos; y mientras nosotros, truncando el festín, tornamos hacia ellos los ojos, poseídos de temerosa expectación por lo que habría de seguir a tan extraño y sorprendente inicio, con una voz horrísona y escalofriante comienzan a entonar el Gloria in Excelsis. Así han de sonar leopardos y lobos cuando en la gélida estación invernal aullan al firmamento: los pilares de la casa, os lo aseguro, se estremecieron, y las ventanas, alcanzadas por el visible aliento de sus pulmones, amenazaban tintineando con saltar en pedazos cual si lanzaran puñados de pesada arena contra su superficie. Ante tan horripilante escena huimos en desbandada, como posesos, con los cabellos erizados; nos dispersamos, abandonando capas y sombreros, por las calles adyacentes, las cuales en breve se vieron atestadas, en nuestro lugar, por más de cien personas que el pavor arrancara del sueño; el pueblo se abre paso, forzando la puerta de la casa, por la escalera que conduce a la sala para acudir a la fuente de aquel escalofriante e intolerable vocerío que, cual desde los labios de pecadores eternamente condenados al más hondo abismo del infierno en llamas, se elevaba gimiendo por lograr misericordia hasta los oídos de Dios.

Al fin, con la campanada de la una, habiendo hecho caso omiso de la cólera del posadero y de las estremecidas exclamaciones del pueblo que los rodea, cierran su boca; se enjugan con un lienzo el sudor de la frente que les corre en grandes gotas por la barbilla y el pecho; y tras desplegar sus capas se tienden sobre el entarimado para reposar una hora de tan atroces quehaceres. El posadero, que los deja hacer, apenas los ve adormecerse traza la señal de la cruz sobre ellos; y contento de verse libre por el momento de la calamidad logra que el gentío allí reunido, que murmura enigmáticamente entre sí, abandone la habitación, asegurando que la mañana producirá un cambio curativo. Mas, ¡por desdicha!, ya con el primer canto del gallo se yerguen de nuevo los infelices para reanudar frente al crucifijo que se encuentra encima de la mesa la misma yerma y espectral vida monástica que sólo el agotamiento les obligara a suspender durante breves instantes.

No aceptan del posadero, cuyo corazón se deshace ante su desgarradora estampa, consejo ni auxilio alguno; le ruegan rechace amablemente a los amigos que de ordinario solían reunirse con regularidad cada mañana en sus habitaciones; no desean nada más de él que pan y agua y algo de paja, quien ser posible, para la noche: de tal modo que este hombre, quien de otra suerte sacara pingües ganancias de su jovialidad, viose obligado a denunciar a los tribunales todo el suceso y rogarles que le sacaran de la casa a aquellos cuatro hombres, en los cuales anidaba sin duda el mal espíritu. Con lo cual fueron sometidos por orden del magistrado a revisión médica y, como sabéis, al declararlos dementes, recluidos en las dependencias del manicomio que la caridad del Emperador recién fallecido fundara intramuros de nuestra ciudad para el bien de los desdichados de tal índole». Esto y aún más contó Veit Gotthelf, el comerciante de paños, que aquí omitimos por creer haber dicho ya suficiente para arrojar luz sobre las causas últimas del asunto; y exhortó a la señora una vez más a no complicarlo bajo ningún concepto en caso que se produjeran investigaciones judiciales sobre aquel hecho.

Tres días más tarde, dado que la mujer, estremecida en lo más hondo por dicho relato, había salido hacia el convento del brazo de una amiga con la melancólica intención de tener ante su vista, durante un paseo pues hacía precisamente buen tiempo, el terrible escenario en que Dios había aniquilado a sus hijos como con rayos invisibles, encontraron las señoras el templo con la entrada cerrada con tablones, ya que se encontraba en obras, y empinándose con esfuerzo para mirar por entre las aberturas de las tablas no pudieron distinguir otra cosa del interior que el rosetón lanzando magníficos destellos al fondo de la iglesia. Los obreros, cantando alegres canciones, se afanaban a centenares sobre la filigrana de frágiles andamios en elevar algo más de un tercio las torres y revestir los tejados y pináculos de éstas, que hasta entonces habían estado cubiertos sólo de pizarra, con cobre claro y resistente que relucía bajo los rayos del sol. En esto se divisaba por detrás de la construcción una tormenta, negrísima, con ribetes dorados; ya había descargado sobre la región de Aquisgrán y, luego de lanzar algunos débiles rayos en la dirección en que se encontraba el templo, descendía disuelta en brumas hacia el este, murmurando huraña.

Coincidió que, según observaban las mujeres desde lo alto de la escalera de la amplia casa conventual este doble espectáculo, sumidas a saber en qué pensamientos, descubrió por azar una hermana del convento que por allí pasaba quién era la mujer que se encontraba bajo el pórtico; de tal suerte que la abadesa, habiendo oído hablar de una carta referente al día de Corpus Christi que aquélla llevaba consigo, mandó acto seguido que bajara la hermana a buscarlas y a rogar a la señora neerlandesa que subiera a verla. Ésta, si bien conturbada por un instante, se dispuso no menos respetuosamente a obedecer el mandato que le había sido transmitido; y mientras a invitación de una monja la amiga se retiraba a un cuarto contiguo muy próximo a la entrada, se abrieron a la forastera, según ascendía por la escalera, los batientes de las puertas que daban paso a la solana de bello trazado.

Allí encontró a la abadesa, una noble dama de aspecto callado y regio, sentada en un sillón, el pie apoyado en un escabel que descansaba sobre una garra de dragón; a su lado, sobre un atril, se hallaba la partitura de una obra musical. La abadesa, tras ordenar que se le ofreciera asiento a la extranjera, le reveló que ya había sabido por el burgomaestre de su llegada a la ciudad; y tras mostrar caritativo interés por el estado de sus infelices hijos y alentarla asimismo a resignarse en lo posible al destino que sufrían pues ya nada se podía remediar, le expresó su deseo de ver la carta que escribiera el predicador a su amigo, el maestro de Amberes. La mujer, que sabía lo bastante del mundo como para comprender qué consecuencias podía acarrear semejante paso, se vio apurada por un instante; sin embargo, dado que la honorable faz de la dama exigía confianza incondicional y en modo alguno procedía pensar que pudiera ser su intención hacer público uso del contenido de aquélla, sacó pues tras una breve reflexión la carta de su seno y la entregó a la principesca dama imprimiendo un fervoroso beso en su mano. La mujer, mientras la abadesa recorría la carta, lanzó entonces una mirada a la partitura abierta al descuido sobre el atril; y como hubiera dado en pensar por el relato del comerciante de paños que bien podría haber sido el poder de las notas lo que aquel terrorífico día aniquilara y confundiera el ánimo de sus pobres hijos, preguntó a la hermana que estaba en pie detrás de su silla, volviéndose hacia ella tímidamente «si acaso era aquélla la obra musical que hacía seis años, en la mañana de cierta extraña festividad del Corpus, fue interpretada en la catedral».

Al responder la joven hermana que «¡sí!; recordaba haber oído hablar de ello y desde entonces solía encontrarse, cuando no se precisaba, en el aposento de la reverendísima madre», se puso en pie la mujer, estremecida en lo más vivo, y avanzó hasta el atril, asaltada a saber por qué pensamientos. Observó los desconocidos signos mágicos con los que un temible espíritu parecía trazarse un círculo y sintió como si la tragara la tierra al encontrarlo abierto precisamente por el Gloria in Excelsis. Fue como si todo el pavor de la música que había destruido a sus hijos sobrevolara fragoroso su cabeza; creyó perder el sentido sólo con mirarlo y, tras haber llevado la hoja a sus labios, conmovida por una infinita emoción de humildad y sometimiento a la divina omnipotencia, regresó a su asiento. Entretanto había terminado la abadesa de leer la carta y al doblarla dijo: «Dios mismo amparó el convento aquel prodigioso día contra la altanería de vuestros hijos en su grave descarrío. De qué medios se valió para ello puede seros indiferente a vos que sois protestante: incluso lo que se os pudiera decir al respecto difícilmente lo comprenderíais. Pues sabed que nadie en absoluto sabe quién, en la urgencia de la terrible hora en que la iconoclasia había de abatirse sobre nosotras, dirigió realmente la obra que veis allí abierta, serenamente sentada ante el órgano.

Por un testimonio que a la mañana del siguiente día fue tomado en presencia del alguacil y de varios hombres más y depositado en el archivo, queda probado que la hermana Antonia, la única que podía dirigir la obra, permaneció durante todo el tiempo que duró la ejecución de aquélla en el rincón de su celda, postrada, inconsciente, incapaz por completo de hacer uso de sus miembros; una monja que por ser pariente carnal le había sido asignada para que cuidara de su salud física no se movió de junto a su cabecera durante toda la mañana en que se celebró en la catedral la fiesta del Corpus. En efecto, la propia hermana Antonia hubiera sin duda confirmado y dado fe de la circunstancia de que no fue ella quien de tan extraña y perturbadora manera apareció en la cantería del órgano si su estado de completa privación de los sentidos hubiera permitido interrogarla al respecto y la enferma, a causa de las fiebres tifoideas que padecía y las cuales en un principio no parecieron en absoluto poner en peligro su vida, no hubiera fallecido al anochecer de aquel mismo día.

El propio arzobispo de Tréveris, al cual se informó de este suceso, ya ha pronunciado la única palabra que lo explica: a saber, que la propia Santa Cecilia obró tal milagro terrible y grandioso a un tiempo; y del Papa he recibido igualmente un breve pontificio con el cual confirma este extremo». Y con ello devolvió a la mujer la carta, que sólo había solicitado para obtener información más concreta sobre lo que ya sabía, con la promesa de que no haría uso alguno de ella; y luego de preguntarle aún si existía esperanza de recuperación para sus hijos, y si se podía contribuir a tal fin con algo, dinero u otro género de contribución, lo cual negó la mujer llorando y besando la orla de su manto, la despidió afablemente con la mano y la dejó marchar.

Aquí llega a su término esta leyenda. La mujer, cuya presencia en Aquisgrán era completamente inútil, después de depositar en los tribunales un pequeño capital para el bien de sus pobres hijos retornó a La Haya, donde un año más tarde, profundamente conmovida por este suceso, regresó al seno de la Iglesia Católica: los hijos por su parte murieron a edad avanzada, alegres y satisfechos, tras haber cantado una vez más de principio a fin, según su costumbre, el Gloria in Excelsis.


Chu-bu and Sheemish. Lord Dunsany (1878-1957)

Los martes por la tarde era costumbre en el templo de Chu-bu que el sacerdote entrara y cantara: "Nadie existe salvo Chu-bu". Y toda la gente se alegraba y gritaba: "Nadie existe salvo Chu-bu". Y ofrecían miel a Chu-bu, y maíz y manteca de cerdo. De esta manera era glorificado.

Chu-bu era un ídolo algo antiguo, como puede comprobarse por el color de la madera. Había sido esculpido en caoba y después pulimentado. Luego lo habían erigido sobre un pedestal de diorita con un brasero delante para quemar especias y dorados platos llanos para la manteca. De esta manera adoraban a Chu-bu. Debía haber estado allí más de cien años, cuando un día los sacerdotes llegaron al templo con otro ídolo y lo erigieron sobre un pedestal cerca de Chu-bu, cantando: "También existe Sheemish".

Palpablemente Sheemish era un ídolo moderno, y aunque su madera había adquirido un tono rojo oscuro, podía uno figurarse que acababa de ser esculpido. Y ofrecieron miel a Sheemish lo mismo que a Chu-bu, y también maíz y manteca de cerdo. La furia de Chu-bu no conoció límite de tiempo estuvo furioso toda la noche y al día siguiente todavía lo estaba. La situación exigía inmediatos prodigios. Seguramente el ídolo no tenía potestad para devastar la ciudad con una peste que matara a todos sus sacerdotes, por lo que sabiamente concentró los poderes divinos que tenía a fin de originar un pequeño terremoto. "Así -pensaba Chu-bu- me reafirmaré como único dios, y los hombres escupirán sobre Sheemish". Chu-bu insistió y volvió a insistir, mas el terremoto no llegaba todavía, cuando de pronto se dio cuenta de que el aborrecido Sheemish osaba tratar de hacer un milagro también. Dejó de ocuparse del terremoto y estuvo atento -¿o debería decir con todos los sentidos alerta?- a lo que Sheemish estaba pensando, pues los dioses se enteran de lo que pasa en la mente gracias a un sentido distinto a los otros cinco. Sheemish trataba también de provocar un terremoto.

El móvil del nuevo dios era probablemente hacer valer sus derechos. Dudo que Chu-bu comprendiera o se preocupase lo más mínimo por ese motivo; para un ídolo inflamado de celos era suficiente que su detestable rival estuviera a punto de hacer un milagro. Todo el poder de Chu-bu viró inmediatamente en redondo, oponiéndose resueltamente al terremoto, por pequeño que éste fuera. Durante algún tiempo todo siguió igual en el templo de Chu-bu, sin que se produjera ningún terremoto. Ser un dios y no poder realizar un milagro es una sensación desesperante; es como si un hombre decidiera estornudar y no le saliera el estornudo; como si alguien intentara nadar provisto de pesadas botas o pretendiera recordar un nombre completamente olvidado: todos estos sufrimientos padecía Sheemish.

Y el martes llegaron los sacerdotes y los fieles, y todos adoraron a Chu-bu y le ofrecieron manteca de cerdo, diciendo: "Oh, Chu-bu, que has creado todo"; y luego los sacerdotes cantaron: "También existe Sheemish"; y Chu-bu se avergonzó y no habló en tres días. En el templo de Chu-bu había pájaros sagrados, y al acercarse el tercer día y su noche, la mente de Chu-bu descubrió, por así decirlo, que había excrementos en la cabeza de Sheemish. Chu-bu habló a Sheemish como hablan los dioses, sin mover los labios ni siquiera alterar el silencio, diciendo: "Hay excrementos en tu cabeza, oh, Sheemish". A lo largo de toda la noche murmuró una y otra vez: "Hay excrementos en la cabeza de Sheemish". Y cuando al amanecer se oyeron voces a lo lejos, Chu-bu se mostró exultante con el despertar de las cosas de la Tierra, y exclamó hasta que el sol estuvo alto: "Excrementos, hay excrementos en la cabeza de Sheemish"; y al mediodía dijo: "Por tanto, Sheemish debe de ser dios". De esa manera dejó confundido a Sheemish.

Y el martes llegó alguien y lavó su cabeza con agua de rosas, y de nuevo fue adorado y le cantaron: "También existe Sheemish". Y Chu-bu todavía estaba contento, pues decía: "La cabeza de Sheemish ha sido profanada", y de nuevo: "Su cabeza fue profanada, eso está bien". Y he aquí que una tarde había también excrementos en la cabeza de Chu-bu, circunstancia de la que se apercibió Sheemish inmediatamente. Con los dioses no ocurre como con los hombres. Nosotros nos enfadamos unos con otros y cambiamos continuamente de parecer, mas la ira de los dioses es perdurable. Chu-bu recordaba y Sheemish no olvidaba. Hablaron entre ellos como nosotros no solemos hacer, en silencio, pero oyéndose uno al otro, y sus puntos de vista no fueron como los nuestros. No deberíamos juzgarlos solamente mediante criterios humanos. A lo largo de toda la noche hablaron y en todo ese tiempo únicamente pronunciaron estas palabras: "Sucio Chu-bu". "Sucio Sheemish". "Sucio Chu-bu". "Sucio Sheemish" toda la noche. Al amanecer su ira no se había agotado, ni se habían hartado de acusarse mutuamente. Y, poco a poco, Chu-bu vino a darse cuenta de que no era más que el igual de Sheemish.

Todos los dioses son celosos; mas esta igualdad con el adversario Sheemish, un objeto de madera pintada cien años después que el propio Chu-bu, y la adoración a él prestada en el templo del mismo Chu-bu, eran particularmente amargas. Aunque fuera dios, Chu-bu era celoso; y cuando llegó de nuevo el martes, tercer día de la adoración a Sheemish, Chu-bu no pudo soportarlo más. Sentía que debía manifestar su enojo a toda costa, y con toda la vehemencia de su voluntad reanudó sus intentos de provocar un pequeño terremoto. Nada más irse del templo los adoradores, Chu-bu se concentró a fin de realizar el milagro; de vez en cuando sus meditaciones se veían alteradas por la ya familiar máxima "Sucio Chu-bu"; mas Chu-bu perseveraba ferozmente, sin dejar de decir lo que quería decir y ya había dicho novecientas veces, y pronto cesaron incluso esas interrupciones.

Cesaron porque Sheemish había retomado un proyecto que nunca había abandonado del todo: el deseo de exaltarse e imponerse a Chu-bu, realizando un milagro; y, como estaban en una zona volcánica, había elegido un pequeño terremoto como milagro más fácilmente asequible a un dios pequeño. Ahora bien, un milagro solicitado a la vez por dos dioses tiene el doble de probabilidad de cumplirse que si es deseado por uno solo, y una posibilidad incalculablemente mayor que cuando dos dioses tiran cada uno por su lado; como ocurre en el caso de dioses más antiguos y más importantes: cuando el sol y la luna apuntan a la misma dirección tenemos las mayores mareas.

Chu-bu nada sabía de la teoría de las mareas, y estaba demasiado ocupado con su milagro para darse cuenta de lo que Sheemish estaba haciendo. Y súbitamente se consumó el milagro. Fue un terremoto muy localizado, pues existen otros dioses además de Chu-bu o incluso Sheemish, y éstos habían querido que fuera pequeño; mas derribó algunos monolitos de una columnata que soportaba un ala del templo e hizo caer todo un muro del mismo; y las humildes casuchas de los habitantes de aquella ciudad temblaron un poco, y algunas puertas se bloquearon y no podían abrirse. Ni Chu-bu ni Sheemish pretendían hacer nada más; mas habían puesto en marcha una vieja ley más antigua que el propio Chu-bu: la ley de la gravedad, que aquella columnata había aplacado durante centenares de años; y el templo de Chu-bu se estremeció, luego se tambaleó una vez y finalmente se derrumbó sobre las cabezas de Chu-bu y Sheemish.

Nadie lo reconstruyó, pues nadie osaba acercarse a dioses tan terribles. Algunos dijeron que Chu-bu hizo el milagro; otros dijeron que fue Sheemish; y se originó un cisma. Los más débiles, alarmados por el encono de las sectas rivales, buscaron un término medio y dijeron que ambos lo habían realizado; mas ninguno de ellos adivinó la verdad: que lo hicieron por rivalidad. Y un rumor surgió, y ambas sectas lo compartieron: quien tocase a Chu-bu o mirase a Sheemish, moriría.

Así fue como adquirí a Chu-bu cuando una vez realicé un viaje más allá de las colinas de Ting. Lo encontré en el derrumbado templo de Chu-bu: sus manos y dedos de los pies sobresalían de los escombros, y estaba tendido boca arriba. Y en esa misma postura en que lo encontré lo he mantenido hasta la fecha sobre la repisa de la chimenea; de esa manera está menos expuesto a ser derribado. Sheemish estaba roto, de manera que lo dejé donde estaba. Y Chu-bu parece tan desvalido, con sus regordetas manos alzadas, que , a veces, me entran ganas de inclinarme ante él y rezarle, diciendo: "Oh, Chu-bu, tú que lo has creado todo , socorre a tu siervo". Chu-bu no puede hacer mucho, aunque estoy seguro de que en cierta ocasión en una partida de bridge me envió un as de triunfos, después de que en toda la velada no había tenido una sola carta que mereciera la pena. La suerte podía haber hecho por mí otro tanto, mas eso no se lo conté a Chu-bu.


Celephaïs. H.P. Lovecraft (1890-1937)

En un sueño, Kuranes vio la ciudad del valle, y la costa que se extendía más allá, y el nevado pico que dominaba el mar, y las galeras de alegres colores que salían del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar se junta con el cielo. Fue en un sueño también, donde recibió el nombre de Kuranes, ya que despierto se llamaba de otra manera. Quizá le resultó natural soñar un nuevo nombre, pues era el último miembro de su familia, y estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos los que hablaban con él y recordaban quién había sido. Había perdido sus tierras y riquezas; y le tenía sin cuidado la vida de las gentes de su alrededor; porque él prefería soñar y escribir sobre sus sueños.

Sus escritos hacían reír a quienes los enseñaba, por lo que algún tiempo después se los guardó para sí, y finalmente dejó de escribir. Cuanto más se retraía del mundo que le rodeaba, más maravillosos se volvían sus sueños; y habría sido completamente inútil intentar transcribirlos al papel. Kuranes no era moderno, y no pensaba como los demás escritores. Mientras ellos se esforzaban en despojar la vida de sus bordados ropajes del mito y mostrar con desnuda fealdad lo repugnante que es la realidad, Kuranes buscaba tan sólo la belleza. Y cuando no conseguía revelar la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía y la ilusión, en cuyo mismo umbral la descubría entre los brumosos recuerdos de los cuentos y los sueños de niñez.

No son muchas las personas que saben las maravillas que guardan para ellas los relatos y visiones de su propia juventud; pues cuando somos niños escuchamos y soñamos y pensamos pensamientos a medias sugeridos; y cuando llegamos a la madurez y tratamos de recordar, la ponzoña de la vida nos ha vuelto torpes y prosaicos. Pero algunos de nosotros despiertan por la noche con extraños fantasmas de montes y jardines encantados, de fuentes que cantan al sol, de dorados acantilados que se asoman a unos mares rumorosos, de llanuras que se extienden en torno a soñolientas ciudades de bronce y de piedra, y de oscuras compañías de héroes que cabalgan sobre enjaezados caballos blancos por los linderos de bosques espesos; entonces sabemos que hemos vuelto la mirada, a través de la puerta de marfil, hacia ese mundo de maravilla que fue nuestro, antes de alcanzar la sabiduría y la infelicidad.

Kuranes regresó súbitamente a su viejo mundo de la niñez. Había estado soñando con la casa donde había nacido: el gran edificio de piedra cubierto de hiedra, donde habían vivido tres generaciones de antepasados suyos, y donde él había esperado morir. Brillaba la luna, y Kuranes había salido sigilosamente a la fragante noche de verano; atravesó los jardines, descendió por las terrazas, dejó atrás los grandes robles del parque, y recorrió el largo camino que conducía al pueblo. El pueblo parecía muy viejo; tenía su borde mordido como la luna que ha empezado a menguar, y Kuranes se preguntó si los tejados puntiagudos de las casas ocultaban el sueño o la muerte.

En las calles había tallos de larga hierba, y los cristales de las ventanas de uno y otro lado estaban rotos o miraban ciegamente. Kuranes no se detuvo, sino que siguió caminando trabajosamente, como llamado hacia algún objetivo. No se atrevió a desobedecer ese impulso por temor a que resultase una ilusión como las solicitudes y aspiraciones de la vida despierta, que no conducen a objetivo ninguno. Luego se sintió atraído hacia un callejón que salía de la calle del pueblo en dirección a los acantilados del canal, y llegó al final de todo... al precipicio y abismo donde el pueblo y el mundo caían súbitamente en un vacío infinito, y donde incluso el cielo, allá delante, estaba vacío y no lo iluminaban siquiera la luna roída o las curiosas estrellas.

La fe le había instado a seguir avanzando hacia el precipicio, arrojándose al abismo, por el que descendió flotando, flotando, flotando; pasó oscuros, informes sueños no soñados, esferas de apagado resplandor que podían ser sueños apenas soñados, y seres alados y rientes que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Luego pareció abrirse una grieta de claridad en las tinieblas que tenía ante sí, y vio la ciudad del valle brillando espléndidamente allá, allá abajo, sobre un fondo de mar y de cielo, y una montaña coronada de nieve cerca de la costa.

Kuranes despertó en el instante en que vio la ciudad; sin embargo, supo con esa mirada fugaz que no era otra que Celefais, la ciudad del Valle de Ooth-Nargai, situada más allá de los Montes Tanarios, donde su espíritu había morado durante la eternidad de una hora, en una tarde de verano, hacía mucho tiempo, cuando había huido de su niñera y había dejado que la cálida brisa del mar lo aquietara y lo durmiera mientras observaba las nubes desde el acantilado próximo al pueblo. Había protestado cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron a casa; porque precisamente en el momento en que lo hicieron volver en sí, estaba a punto de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el cielo se junta con el mar. Ahora se sintió igualmente irritado al despertar, ya que al cabo de cuarenta monótonos años había encontrado su ciudad fabulosa.

Pero tres noches después, Kuranes volvió a Celefais. Como antes, soñó primero con el pueblo que parecía dormido o muerto, y con el abismo al que debía descender flotando en silencio; luego apareció la grieta de claridad una vez más, contempló los relucientes alminares de la ciudad, las graciosas galeras fondeadas en el puerto azul, y los árboles gingco del Monte Arán mecidos por la brisa marina. Pero esta vez no lo sacaron del sueño; y descendió suavemente hacia la herbosa ladera como un ser alado, hasta que al fin sus pies descansaron blandamente en el césped. En efecto, había regresado al valle de Ooth-Nargai, y a la espléndida ciudad de Celefais.

Kuranes paseó en medio de yerbas fragantes y flores espléndidas, cruzó el burbujeante Naraxa por el minúsculo puente de madera donde había tallado su nombre hacía muchísimos años, atravesó la rumorosa arboleda, y se dirigió hacia el gran puente de piedra que hay a la entrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los mármoles de sus muros no habían perdido su frescor, ni se habían empañado las pulidas estatuas de bronce que sostenían. Y Kuranes vio que no tenía por qué temer que hubiesen desaparecido las cosas que él conocía; porque hasta los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como él los recordaba. Cuando entró en la ciudad, y cruzó las puertas de bronce, y pisó el pavimento de ónice, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás se hubiese ausentado; y lo mismo ocurrió en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes, adornados con guirnaldas de orquídeas le dijeron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino sólo la perpetua juventud.

A continuación, Kuranes bajó por la Calle de los Pilares hasta la muralla del mar, y se mezcló con los mercaderes y marineros y los hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se junta con el mar. Allí permaneció mucho tiempo, mirando por encima del puerto resplandeciente donde las ondulaciones del agua centelleaban bajo un sol desconocido, y donde se mecían fondeadas las galeras de lejanos lugares. Y contempló también el Monte Arán, que se alzaba majestuoso desde la orilla, con sus verdes laderas cubiertas de árboles cimbreantes y con su blanca cima rozando el cielo.

Más que nunca deseó Kuranes zarpar en una galera hacia lejanos lugares, de los que tantas historias extrañas había oído; así que buscó nuevamente al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado en el mismo cofre de especias en que lo viera en el pasado; y Athib no pareció tener conciencia del tiempo transcurrido. Luego fueron los dos en bote a una galera del puerto, dio órdenes a los remeros, y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron por las aguas ondulantes, hasta que al fin llegaron al horizonte, donde el mar se junta con el cielo. No se detuvo aquí la galera, sino que siguió navegando ágilmente por el cielo azul entre vellones de nube teñidos de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes divisó extrañas tierras y ríos y ciudades de insuperable belleza, tendidas indolentemente a un sol que no parecía disminuir ni desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que su viaje no terminaba nunca, y que pronto entraría en el puerto de Sarannian, la ciudad de mármol rosa de las nubes, construida sobre la etérea costa donde el viento de poniente sopla hacia el cielo; pero cuando las más elevadas de las torres esculpidas de la ciudad surgieron a la vista, se produjo un ruido en alguna parte del espacio, y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres.

Después, Kuranes buscó en vano durante meses la maravillosa ciudad de Celefais y sus galeras que hacían la ruta del cielo; y aunque sus sueños lo llevaron a numerosos y espléndidos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar el Valle de Ooth-Nargai, situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde brillaban débiles y solitarias fogatas de campamento, muy diseminadas, y había extrañas y velludas manadas de reses cuyos cabestros portaban tintineantes cencerros; y en la parte más inculta de esta región montañosa, tan remota que pocos hombres podían haberla visto, descubrió una especie de muralla o calzada empedrada, espantosamente antigua, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y demasiado gigantesca para haber sido construida por manos humanas.

Más allá de esa muralla, en la claridad gris del alba, llegó a un país de exóticos jardines y cerezos; y cuando el sol se elevó, contempló tanta belleza de flores blancas, verdes follajes y campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de roja techumbre, que, embargado de felicidad, olvidó Celefais por un instante. Pero nuevamente la recordó al descender por un blanco camino hacia una pagoda de roja techumbre; y si hubiese querido preguntar por ella a la gente de esta tierra, habría descubierto que no había allí gente alguna, sino pájaros y abejas y mariposas.

Otra noche, Kuranes subió por una interminable y húmeda escalera de caracol, hecha de piedra, y llegó a la ventana de una torre que dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena; y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido anteriormente. Habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai, si no hubiese surgido la temible aurora de algún remoto lugar del otro lado del horizonte, mostrando las ruinas y antigüedades de la ciudad, y el estancamiento del río cubierto de cañas, y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis regresara de sus conquistas para encontrarse con la venganza de los dioses.

Y así, Kuranes buscó inútilmente la maravillosa ciudad de Celefais y las galeras que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan, contemplando entretanto numerosas maravillas y escapando en una ocasión milagrosamente del indescriptible gran sacerdote que se oculta tras una máscara de seda amarilla y vive solitario en un monasterio prehistórico de piedra, en la fría y desierta meseta de Leng. Al cabo del tiempo, le resultaron tan insoportables los desolados intervalos del día, que empezó a procurarse drogas a fin de aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó enormemente, y en una ocasión lo trasladó a una región del espacio donde no existen las formas, pero los gases incandescentes estudian los secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo que esta parte del espacio estaba al exterior de lo que él llamaba el infinito. El gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una infinitud de materia, energía y gravitación. Kuranes se sintió ahora muy deseoso de regresar a la Celefais salpicada de alminares, y aumentó su dosis de droga.

Después, un día de verano, lo echaron de su buhardilla, y vagó sin rumbo por las calles, cruzó un puente, y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más escuálidas. Y allí fue donde culminó su realización, y encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.

Hermosos eran los caballeros, montados sobre caballos ruanos y ataviados con relucientes armaduras, y cuyos tabardos tenían bordados extraños blasones con hilo de oro. Eran tantos, que Kuranes casi los tomó por un ejército, aunque habían sido enviados en su honor; porque era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, motivo por el cual iba a ser nombrado ahora su dios supremo. A continuación, dieron a Kuranes un caballo y lo colocaron a la cabeza de la comitiva, y emprendieron la marcha majestuosa por las campiñas de Surrey, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido. Era muy extraño, pero mientras cabalgaban parecía que retrocedían en el tiempo; pues cada vez que cruzaban un pueblo en el crepúsculo, veían a sus vecinos y sus casas como Chaucer y sus predecesores les vieron; y hasta se cruzaban a veces con algún caballero con un pequeño grupo de seguidores. Al avecinarse la noche marcharon más deprisa, y no tardaron en galopar tan prodigiosamente como si volaran en el aire.

Cuando empezaba a alborear, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto agitarse de animación en su niñez, y dormido o muerto durante sus sueños. Ahora estaba vivo, y los madrugadores aldeanos hicieron una reverencia al paso de los jinetes calle abajo, entre el resonar de los cascos, que luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños.

Kuranes se había precipitado en ese abismo de noche solamente, y se preguntaba cómo sería de día; así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, una luz radiante y dorada surgió de occidente y vistió el paisaje con refulgentes ropajes. El abismo era un caos hirviente de rosáceo y cerúleo esplendor; unas voces invisibles cantaban gozosas mientras el séquito de caballeros saltaba al vacío y descendía flotando graciosamente a través de las nubes luminosas y los plateados centelleos. Seguían flotando interminablemente los jinetes, y sus corceles pateaban el éter como si galopasen sobre doradas arenas; luego, los encendidos vapores se abrieron para revelar un resplandor aún más grande: el resplandor de la ciudad de Celefais, y la costa, más allá; y el pico que dominaba el mar, y las galeras de vivos colores que zarpan del puerto rumbo a lejanas regiones donde el cielo se junta con el mar.

Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y todas las regiones vecinas de los sueños, y tuvo su corte alternativamente en Celefais y en la Serannian formada de nubes. Y aún reina allí, y reinará feliz para siempre; aunque al pie de los acantilados de Innsmouth, las corrientes del canal jugaban con el cuerpo de un vagabundo que había cruzado el pueblo semidesierto al amanecer; jugaban burlonamente, y lo arrojaban contra las rocas, junto a las Torres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonario obeso y cervecero disfruta de un ambiente comprado de nobleza extinguida.