miércoles, 29 de mayo de 2024

Leonore. Gottfried August Bürger (1747-1794)

Amaneció Lenore junto al alba carmesí,
surgiendo de temibles visiones,
"¿Eres infiel, William, o estás muerto?
hace tanto que has marchado..."
Pues él, con los guerreros de Federico,
a la lejana Praga fue a luchar;
nunca escribió, en el fragor del combate,
y triste estaba el corazón sincero que lo añoraba.

La Emperatriz y el Rey,
cansados de una lucha sin cuartel,
al fin terminaron con el odio pertinaz,
que inspiraba la rivalidad:
y la multitud marcial, con risas y canciones,
hablaba de su hogar mientras marchaba,
y ¡clank, clank, clank! venían los rangos,
al sonido de las trompetas que crecía.

Y aquí y allí, en todas partes,
a lo largo del sendero lleno de gente,
venían viejos y jóvenes, con música alegre,
a unirse a las bandas;
y los niños saltaban y gritaban para espiar a la multitud,
y temblando y estremecida la novia empujaba:
Pero ¡Oh! para los labios suaves de Lenore
se habían terminado los besos y agradecimientos.

Corría rápidamente mirando hombre por hombre
con ojos anhelantes;
pero se sentía sola en la multitud poderosa,
como si la presionara y aplastara,
Mientras pasaba de la tropa (un grupo agradable)
orgullosas las plumas ondeaban y caían,
Ella se arrancaba los cabellos y giraba,
y como loca se retorcía contra el piso.

Su madre la acariciaba con ternura,
con suaves palabras de aliento:
"Hija mía, que Dios te contemple
y te tranquilice, niña mía."
"¡Oh, madre, madre! ¡Lo que se fue, se fue!
No comprendo cómo el mundo sigue rodando:
¿Qué piedad tiene Dios conmigo?
¡Pena, pena y aflicción, para mi pesado corazón!

"¡Cielos, ayúdenla!
¡Niña, reza un Ave María!
Grandes y sabios son los actos de Dios;
Él te ama y se compadece de ti."
"¡Fuera, madre, fuera con esas mentiras!
¿Acaso Él ve mi desesperación, o escucha mi llanto?
¿Qué importa ahora esperar o rezar?
La noche ha llegado, el día ha muerto.

"¡Ayuda, Cielos, ayuda! Quien conoce al Padre
sabe por cierto que ama a su niña:
El pan y el vino de su mano divina
suavizarán su ira temperamental."
"¡Oh, madre, querida madre! el vino y el pan
no aliviarán la angustia que tortura mi mente;
porque será tarde para el pan y el vino
para este frío cádaver que aúlla desde la tumba."

"¿Qué pasaría si la falsa fe del traidor falló,
instigada por dulces tentaciones?
¿Qué pasaría si en la lejana Hungría
el tomó otra novia?
Rechaza al frágil tonto, mujer,
que acepta piedras y rechaza las perlas:
mientras que el alma y el cuerpo estén juntos
en su corazón traicionero siempre habrá tormentas."

"¡Oh madre, oh madre! ¡Lo muerto, muerto está,
y perdido quedará!
La muerte, la muerte es el destino de mi alma,
aplastada, quebrada y desolada.
¡La chispa de mi vida! ¡Abajo, abajo a la tumba:
muere sola en la noche, muere lejos en la oscuridad!
¿Qué piedad tiene Dios de mí?
¡Lamentos, ay, por mi pesado corazón!"

"Ayuda, Cielos, ayuda, y no la abandonen
porque sus penas son muy agudas,
no sabe lo que dice,
¡Oh, no consideren pecado sus palabras!
Abandona, hija mía, tu desdicha,
y piensa en las felicidades prometidas,
para que tenga paz tu mente
y sé una esperanza y hogar y novia para él."

"¿Madre mía, qué es la felicidad?
¿Madre mía, qué es el infierno?
¡Mi felicidad es estar con Guillermo,
Sin él, el mundo es infierno!
Muero sola en la noche, lejos en la oscuridad!
Tierra y Cielo, Cielo y tierra,
nada peor que estar sin Guillermo."

Esta pena quebraba el pecho de Lenore,
y apesadumbraba su cerebro;
Así surgía su lamento al Poder en lo alto,
para dudar y quejarse:
Sacudiendo sus manos y golpeando su seno,
Gritando y aullando sin descanso,
hasta que su suave velo la luna desplegó,
y las estrellas brillaron en el azul oscuro.

¡Pero se escuchan unos ruidos y el trote
de un pesado caballo!
¡Cómo retumba el acero mientras surge el jinete!
¡Cómo grita el eco!
Mientras silenciosa y claramente la campana gentil
repiquetea y tintinea dulcemente;
y claro y muy bajo a través del tablón de la puerta
llega una voz a los oídos:

"¡Hola, hola! Destraben la puerta;
¿Estás despierta, novia mía, o dormida?
¿Tu corazón aún está libre y fiel al mío?
¿Estás riendo, novia mía, o llorando?"
"¡Oh, cansada estoy, Guillermo, he esperado por ti,
Lamentandóme mientras aguardaba todo el día,
llorando con una gran pena,
por la crueldad de tu demora."

"Hasta la mortal medianoche no descansamos,
he viajado rápido desde muy lejos,
y aquí estoy de vuelta con ellos
ahora ya pasó la oscuridad."
"Ah! Descansa con ellos hasta que la noche esté tranquila,
suave debes ser, y blando, y cálido:
Escucha al viento, cómo susurra y golpea
a través de las hierbas espinosas."

"A través de las zarzas de espinos déjalos suspirar,
Déjalos suspirar, niña, déjalos!
Calma la fiereza del ojo brillante de mi cabalgadura,
y su orgulloso y salvaje penacho.
Arriba, arriba y lejos! No pararé,
Carguen rápido detrás mío, arriba, arriba y lejos!
Cientos de millas serán cabalgadas
hasta que pueda reposar en la cama nupcial."

"¡Qué! cabalgar cien millas esta noche,
llevado por esas locas fantasías!
¿No escuchas la campana con su lamento,
mientras tocan las once?"
"Mira, mira! Mira! la luna brilla:
Nosotros y los muertos cabalgamos rápido en la noche.
Es por una apuesta que te llevaré
al recinto nupcial cada vez que nazca el día."

"¡Oh! ¿Dónde está el cuarto, querido Guillermo,
y dónde la cama, Guillermo?
"Lejos, lejos de aquí: quieto, estrecho y frío:
tablón y fondo y tapa."
"¿Hay lugar para mí?"
"¡Para mí y para tí,
Sube, sube a la montura rápidamente!
Los invitados a la boda están listos,
y la puerta de la cámara está abierta."

Aquí a la derecha y allá a la izquierda,
pasaban los sembrados de maíz y tréboles,
y los puentes apenas vistos por los ojos asombrados,
mientras los sobrevolaban traqueteando.
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Los muertos viajan rápido a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Oh, no, déjalos dormir en su lecho polvoriento!"

En la fresca y suave brisa que flotaba alrededor
mientras los cuervos volaban sobre sus cabezas,
¡Din dón! ¡Din Dón! Es el sonido, es la canción,
"Lugar, hagan lugar para los muertos que pasan!"
Lentamente el tren funerario se acerca,
llevando el ataúd, llevando el ferétro;
y el lamento de su canto era crudo y sibilante,
como el croar de las ranas en las marismas.

"Desenterraste tu cádaver en la medianoche oscura,
con himnos y tañidos y gemidos,
Pero yo te devuelvo al hogar, mi joven esposa,
para una fiesta nupcial más hermosa.
Ven, corista, ven con tu gentío coral,
y canten solemnemente una canción de bodas,
Ven, hermano, ven - deja escapar la bendición
que no se interrumpa el descanso del novio y la novia."

¡Pasan a la derecha, pasan a la izquierda,
los árboles y montañas en la carrera!
¡A la izquierda, y a la derecha y la izquierda,
vuelan sobre el pueblo y el mercado!
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Los muertos viajan rápido a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Oh! déjalos solos en su lecho polvoriento!"

¡Mira, mira, mira! en el árbol del patíbulo,
mientras bailan rodando alocadamente,
arriba y abajo, al resplandor lunar,
un grupo volátil, semi perdidos: "¡Jo, jo! loca multitud,
vengan aquí, y unánse al comienzo de mi veloz carrera; Vengan,
bailénme una danza, oh bailarines,
mientras nos encerramos en los tablones del lecho nupcial."

¡Cómo corre la luna allá en lo alto,
en la salvaje carrera alocada!
¡Afuera y adentro, moviéndose como las estrellas
y giran sobre el cielo resplandeciente!
"¿Qué pretende mi amado? La luna brilla,
Rápidamente los muertos cabalgan a través de la noche.
¿Acaso mi amado teme a los tranquilos muertos?"
"¡Ay! Déjalos solos en su lecho polvoriento!"

"¡Corcel, corcel! apura la marcha,
que la arena del tiempo está bien gastada;
¡Corcel, corcel, rápido! comienza el día,
El aroma matutino se siente.
Termina nuestra cabalgata, termina:
¡Hagan lugar, espacio para el novio y la novia!
¡Finalmente, al fin hemos llegado al sitio,
porque la velocidad del muerto no ha aminorado!

Y rápidamente hacia una puerta de hierro,
llegaron con las riendas sueltas;
Al toque del jinete los cerrojos cedieron,
y las trabas se quebraron y cayeron;
las puertas se abrieron ante el toque de difuntos,
y sobre las blancas tumbas se lanzaron sin orden ni concierto:
las tumbas parecían arbustos sombríos,
mientras brillaban por la débil luz de la luna.

¡Pero mira, mira! en un parpadear,
una maravilla fantasmal,
la chaqueta del jinete, pedazo a pedazo,
se cae como ceniza brillante,
Sin sangre y sin pelo, una calavera desnuda,
la visión de esa macabra cabeza fue horrible,
ya no estaba allí la máscara de la vida,
y el esqueleto llevaba un reloj de arena y una guadaña.

Fuerte relinchó el caballo mientras se hundía,
y las chispas caían desparramadas:
¿Qué hombre podría decir si hubiera huído,
o se hubiera desmayado en terreno abierto?
¡Lamentos desde la tierra y aullidos en el aire!
¡Gritos y gemidos por todas partes!
Semimuerta, medio viva, el alma de Lenore
luchó como nunca antes había luchado.

La tropa del cementerio -un grupo fantasmagórico-
rodeó a la mujer agonizante;
Adentro y afuera en sus volteretas
a través del giro de los danzarines:
"Paciencia, paciencia, cuando el corazón se está quebrando;
A tu Dios no se le hacen preguntas:
¡Fuera de tu cuerpo y liberada:
El Cielo conservará tu alma eternamente!"


Mater Dolorosa. William Barnes (1801-1886)

Tuve un sueño esta noche
Como si hubiese dormido,
Su mirada ha carcomido
Mi llanto, que aún persiste:
Mi pequeño muchacho se ha ido,
Se ha ido y ha dejado la tristeza,
¡Oh, aquel muchacho
Que no era para este mundo!

Allí en los altos cielos
A mi hijo he buscado,
En un lejano tren asolado
Por infantes justos y mansos,
Vestidos de lirios blancos,
Alumbrados por una lámpara;
Cada uno fue claro a la vista,
Más ninguno de ellos hablaba.

Entonces, una pequeña tristeza,
Mi muchacho se acercó hasta mí,
Pero la luz que él portaba
Ya no quemaba en la lámpara.
Él, para aclarar mis dudas,
Dijo, volviendo el rostro en penumbras:
Apaga tus lágrimas, Madre;
Ya nunca debes llorar.


Cigarrillos, whisky y mujeres salvajes. Anne Sexton (1928-1974)

 (De una canción)

Tal vez nací de rodillas,
nací tosiendo en el largo invierno,
nací esperando el beso de la piedad,
nací con cierta pasión por la rapidez
y así, cuando las cosas progresaron,
aprendí sobre la empalizada
y lo que se saca fuera, el  gas de la enema.
Por dos  o tres aprendí a no arrodillarme,
a no esperar, a plantar mis fuegos bajo tierra
donde no hay nadie a quien susurrarle o acostar a morir
excepto las muñecas, perfectas y terribles.

Ahora que escribí muchas palabras,
y revelé tantos amores, y para tantos,
y he sido enteramente lo que siempre fui –
una mujer de exceso, de fervor y ambición,
encuentro que el esfuerzo fue inútil.
¿Acaso en estos días
no miro al espejo y veo
a una rata ebria esquivando mis ojos?
¿No siento tan intenso el hambre
que moriría antes que mirarla a la cara?

Me arrodillo una vez más,
por si acaso la piedad llegase
justo a tiempo.


Poemas. Johann Wolfgang Von Goethe (1749-1832)

Un lamento al amanecer.


Oh tú, cruel, mortalmente hermosa doncella,
Dime qué gran pecado he cometido
Para que me hayas atado, escondido,
Dime porqué has roto la solemne promesa.

Fue ayer, sí, ayer, cuando con ternura
Tocaste mi mano, y con dulce acento afirmaste:
Si, vendré, vendré cuando se acerque la mañana,
Envuelta en brumas a tu cuarto llegaré.

Sobre el crepúsculo esperé junto a la puerta sin llave,
Revisé con cuidadoso esmero todas las bisagras
Y me regocijé al comprobar que no gemían.

¡Qué noche de ansias expectantes!
Pues miré, y cada sonido fue esperanza;
Si por casualidad dormité unos breves instantes,
Mi corazón siempre se mantuvo despierto
Para arrancarme del sopor inquieto.

Si, bendecí la noche y al manto de tinieblas
Que con tanta dulzura cubría las cosas;
Disfruté del silencio universal
Mientras escuchaba en la penumbra,
Ya que hasta el mínimo rumor me parecía un signo.

Si ella tiene estos pensamientos, mis pensamientos,
Si ella tiene estos sentimientos, mis sentimientos,
No aguardará el arribo de la mañana
Y con seguridad vendrá hasta mí.

Un pequeño gato saltó en el suelo,
Atrapando a un ratón en un rincón,
Fue ese el único sonido en la habitación,
Jamás anhelé tanto escuchar unos pasos,
Jamás ansié tanto escuchar sus pasos.

Y allí permanecí, y permaneceré siempre,
Ya llegaba el resplandor del amanecer,
Y aquí y allí se oían los primeros movimientos.

¿Es ahí en la puerta? ¿En el umbral de mi puerta?
Acostado en la cama me apoyé sobre el codo,
Mirando fijo la puerta, apenas iluminada,
En caso de que en el silencio se abriera.
Las cortinas se alzaban y caían
En la quieta serenidad del cuarto.

Y el día gris brilló, y brillará siempre,
En la habitación contigua se oyó una puerta,
Como si alguien saliese a ganarse el sustento,
Oí el estrepitoso temblor de los pasos
Cuando las puertas de la ciudad fueron abiertas,
Escuché el alboroto en el mercado, en cada esquina;
Quemándome con la vida, el griterío y la confusión.

En la casa los sonidos iban y venían,
Arriba y abajo de las escaleras,
Las puertas chirriaban,
Se abrían y cerraban,
Y como si fuese algo normal, que todos vivimos,
De mi desgarrada esperanza no brotaron lágrimas.

Finalmente el sol, ese odiado esplendor,
Cayó sobre mis paredes, sobre mis ventanas,
Cubriéndolo todo, apresurándose en el jardín.
No hubo alivio para mi aliento, hirviente de anhelos,
Con la brisa fresca de la mañana,
Y, podría ser, aún sigo allí, esperándote:
Pero no puedo encontrarte bajo los árboles,
Ni en mi sombrío sepulcro en el bosque.




Pensamientos nocturnos.


¡Oh, Desdichadas estrellas! Vuestro destino lamento.

Vosotras que han iluminado el mar y el marinero,
Radiantes destellos que adornan los cielos;

Dioses y hombres os han despreciado:
No las aman, jamás han aprendido a amar.
Incesante e interminable danza os mueve
En el espacioso cielo, donde vuestro encanto se despliega.

Qué lejos habéis viajado, penetrantes gemas del abismo.
Demorado en mi amor, en el único amor en mí;
Confieso que yo también os he olvidado.




La novia de Corinto.


Provenía de Atenas un joven
que llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.
Él contaba con la amable recepción de uno de sus habitantes:
sus padres estaban unidos por la hospitalidad,
y habían convenido, mucho tiempo atrás,
el matrimonio de una y otro:
su hija y su hijo.
Pero, ¿sería bienvenido aún
si no compra con cariño este favor?
Él es todavía pagano, como los suyos;
pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.
Cuando nace una nueva fe,
el amor y la fe jurada, frecuentemente,
se destruyen como una mala yerba.
Ya la casa entera reposa;
padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre;
que recibe con diligencia al huésped:
de inmediato lo conduce a la habitación más bella.
Previniendo sus deseos ,
le presenta los vinos y manjares más preciados.
Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.
Pese al buen alimento servido,
él no siente deseo alguno de comer;
la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.
Y, vestido, se recuesta en el lecho.
Casi está dormido
cuando un huésped extraño
se introduce en la recámara
por la puerta abierta.
Al resplandor de la lámpara ve avanzar
por el cuarto a una joven silenciosa y púdica,
cubierta de un velo y un vestido blancos;
una lazo negro y oro ciñe la frente.
Cuando ella lo percibe
se azora y estremece
y alza blanca su mano.
“Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casa
que para nada me avisan la presencia de un huésped?
Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,
y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza.
Pero sigue reposando en tu lecho,
me alejaré con la rapidez con que vine”
“Quédate, bella joven”, grita él
levantándose con precipitación.
“He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,
y he aquí, querida niña, que tu traes el amor.
¡Estás pálida de miedo!
Ven, querida, joven, ven
y gustaremos juntos los goces divinos”
“Quédate lejos de mí, buen hombre, deténte.
Yo no estoy consagrada a la alegría.
El último paso, ay, fue dado
por mi querida madre: vencida por la enfermedad,
ella hizo al mejorar el juramento
de que mi juventud y mi cuerpo
serían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo.
“Y apenas el brillante cortejo de los antiguos dioses
partió la casa quedó en silencio.
Ya no se adora más que a un solo Dios
invisible en el cielo, Salvador sobre la cruz;
a quien nadie aquí le ofrece en sacrificio
toros o corderos
sino víctimas humanas en cantidad infinita.”
Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;
ninguna escapa a su espíritu.
“¿Será posible que en esta callada habitación
frente a mí esté mi novia bien amada?
¡Sé mía entonces !
Los juramentos de nuestros padres
nos valieron ya la bendición del Cielo.”
“No soy yo quien te está destinada, buen hombre;
se reservó para ti a mi más joven hermana.
Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos,
en sus brazos, piensa en mí;
en mí que no pienso sino en ti,
que me consumo de amor
y que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.”
“No, lo juro por esta flama
que desde ahora Himeneo hace por nosotros brillar:
tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer,
y tú me acompañarás a la casa de mi padre:
bien amada, quédate aquí;
celebra conmigo, en este mismo instante,
aunque inesperado, nuestro festín nupcial!”
Entonces intercambiaron ellos los gajes de la fidelidad:
ella le tiende una cadena de oro
y el desea ofrecerle una copa
de plata de arte incomparable
“¡Esta copa no es para mí;
pero te pido
me regales un rizo de tus cabellos!”
En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,
y entonces, solamente, la joven parece sentirse a gusto.
Ávidamente, de sus labios pálidos, ella bebió
el vino de un rojo sombrío como la sangre.
Pero del pan de trigo
que él le ofreció amablemente,
no tomó la menor migaja.
Y ella tiende la copa al joven,
quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente.
Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.
Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.
Pero ella se resiste
a toda súplica
hasta que él se echa a llorar en la cama.
Y viene ella y se tiende cerca de él.
“¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.
Pero, ay, si tocas mis miembros
sentirás estremecido lo que te escondí:
blanca como la nieve
pero fría como el hielo
es la amante que tu has escogido!”
Él la toma con ardor en sus vigorosos brazos,
llevado por la fuerza de su joven amor.
“Espera entonces recalentarte más cerca de mí todavía,
aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí.
Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,
que nuestro amor se desborde!
¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?”
Más fuerte aún los unió el amor:
las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.
Con avidez ella aspira el fuego de sus labios,
y ninguno se siente vivir si no es en el otro.
Con la furia amorosa del joven
la sangre congelada de la muchacha se recalienta;
pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.
Mientras tanto la madre, retrasada por los cuidados del aseo,
pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.
Escucha tras la puerta, oyó largo tiempo
esos sonidos extraños:
voces voluptuosas y lamentos
de un novio y de su prometida,
balbuceantes insensatos del amor.
Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta,
porque ante todo desea convencerse plenamente:
escucha colérica los juramentos de amor más solemnes,
las palabras de amor y de promesa:
“¡Silencio, el gallo despierta!”
“—Pero la noche que viene
¿vendrás de nuevo?” Y besos sobre besos.
La madre no puede contener más tiempo su indignación,
abre con rapidez la bien sabida cerradura.
“¿En esta casa hay entonces hijas perdidas,
capaces de entregarse así de pronto al extraño?”
Abre la puerta, entra.
y a la luz de la lámpara
distingue, oh Cielos, a su propia hija.
Y el joven, en el primer momento de terror,
quiere cubrir con su velo a la muchacha,
esconder bajo el tapiz a la bien amada.
Pero ella se defiende y libera con prontitud
como con la fuerza de un espíritu
su alta estatura
se yergue lentamente sobre el lecho.
Madre, madre”, dice con una voz sepulcral,
“¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella?
Me expulsa usted de esta cama cálida?
¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación?
¿Ya no le satisface
en buena hora haberme amortajado en un sudario
y depositado en la tumba?
“Pero una ley que me es propia me impulsa
fuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra.
Los cantos salmodiados por tus sacerdotes
y su bendición no tienen efecto alguno.
El agua y la sal son incapaces
de extinguir los ardores juveniles
y, ay, la tierra no enfría el amor.
“Este joven me fue prometido,
cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,
Madre, y usted faltó a su promesa
ligándose por un juramento bárbaro y sin valor.
Porque ningún Dios acogerá
a una madre que jura
rehusar la mano de su hija.
Una fuerza me arroja fuera de la fosa
para buscar todavía los bienes de los que me despojaron,
para amar aún al esposo ya perdido
y para aspirar la sangre de su corazón.
Y cuando éste muera,
me pondré en busca de otros
y mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.
“Bello joven, tus días están contados.
Morirás de languidez, en este sitio.
Te regalé mi collar,
yo me llevo el rizo de tus cabellos.
Míralo bien:
mañana tus cabellos estarán grises;
solamente en la tumba renegrecerán.
“Escuche, ahora, madre, mi última plegaria:
Haga levantar una hoguera,
abra la estrecha tumba donde me ahogo,
y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.
Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses.




La danza de la muerte.


El guardián miró hacia abajo en la medio de la noche:
Sobre las tumbas que yacen dispersas allí,
Con su luz plateada la luna llenaba el espacio,
Y la iglesia como el día parecía brillar,
Entonces vió, primero una tumba, y luego otra que se abría,
Y hombres y mujeres fueron vistos al avanzar,
Envueltos en pálidas y níveas mortajas.

Apurados por correr pronto doblaron los tobillos,
Girando en rondas y danzas tan alegres,
El joven y el viejo, el rico y los pobres.
Pero las mortajas les molestaban,
Y como la modestia no puede perturbarlos,
Se sacudieron, y pronto aparecieron los sudarios
Dispersos y confusos sobre las tumbas.

Entonces agitaron las piernas, estremecieron los muslos,
Mientras la tropa con extraños gestos avanzaba,
Los gritos y clamores se elevaron alto,
Hasta que el tiempo y la danza marcaron el mismo ritmo.
La vista del guardián parecía abrumada de maravillas
Cuando el villano Tentador le habló así al oído:
Aprovecha una de las mortajas que allí yacen.

Rápido como el pensamiento la tomó y huyó
Detrás del portal de la capilla a toda velocidad;
La luna seguía derramando su blanquecina luz
Sobre la danza que temerariamente se desarrollaba.
Pero los bailarines se fueron retirando uno a uno,
Y sus mortajas, mientras se desvanecían, reposaron,
Y bajo el césped todo estuvo tranquilo.

Pero uno de ellos tropieza y queda tendido allí,
E intenta alcanzar el sepulcro con desesperación;
Sin embargo, sus camaradas lo ignoraban,
Y él percibió el aroma del sudario en el aire.
Así que agitó la puerta, pues el guardián se protegía,
Para repeler al enemigo, bajo el bendito peso
De las cruces de metal.

El sudario debe conseguir, pues sin él no hay descanso,
Permaneció unos instantes reflexionando
Sobre los ornamentos góticos que el espectro ansiaba.
¡Pobre guardián! ¡Su destino está sellado!
Como una larga y espantosa araña, en súbito andar,
Así avanzaba el pérfido y espantoso gusano.

El guardián tembló, y la palidez lo sobrecogió;
Mientras el fantasma buscaba su sombría mortaja,
Cuando al final (ahora nada puede salvarlo)
En un diente de hierro fue capturado,
Cuando el luctuoso brillo de la luna se apagaba,
Cuando sonoro estalló el trueno de la campana,
Desvaneciendo el esqueleto, deshecho en átomos.




El rey de los Elfos.


¿Quién cabalga tan tarde a través del viento y la noche?
Es un padre con su hijo.
Tiene al pequeño en su brazo
Lo lleva seguro en su tibio regazo.

Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?
Es ist der Vater mit seinem Kind;
Er hat den Knaben wohl in dem Arm,
Er faßt ihn sicher, er hält ihn warm.

"Hijo mío ¿Por qué escondes tu rostro asustado?"
"¿No ves padre al Rey de los Elfos?
¿El Rey de los Elfos con corona y manto?"
"Hijo mío es el rastro de la neblina."

"Mein Sohn, was birgst du so bang dein Gesicht?"
"Siehst, Vater, du den Erlkönig nicht?
Den Erlenkönig mit Kron und Schweif?"
"Mein Sohn, es ist ein Nebelstreif."

"¡Dulce niño ven conmigo!
Jugaré maravillosos juegos contigo;
Muchas encantadoras flores están en la orilla,
Mi madre tiene muchas prendas doradas."

"Du liebes Kind, komm, geh mit mir!
Gar schöne Spiele spiel' ich mit dir;
Manch' bunte Blumen sind an dem Strand,
Meine Mutter hat manch gülden Gewand."

"Padre mío, padre mío ¿no oyes
Lo que el Rey de los Elfos me promete?"
"Calma, mantén la calma hijo mío;
El viento mueve las hojas secas. "

"Mein Vater, mein Vater, und hörest du nicht,
Was Erlenkönig mir leise verspricht?"
"Sei ruhig, bleibe ruhig, mein Kind;
In dürren Blättern säuselt der Wind."

"¿No vienes conmigo buen niño?
Mis hijas te atenderán bien;
Mis hijas hacen su danza nocturna,
Y ellas te arrullarán y bailarán para que duermas."

"Willst, feiner Knabe, du mit mir gehn?
Meine Töchter sollen dich warten schön;
Meine Töchter führen den nächtlichen Reihn,
Und wiegen und tanzen und singen dich ein."

"Padre mío, padre mío ¿no ves acaso ahí,
A las hijas del Rey de los Elfos en ese lugar oscuro?"
"Hijo mío, hijo mío, claro que lo veo:
Son los árboles de sauce grises."

"Mein Vater, mein Vater, und siehst du nicht dort
Erlkönigs Töchter am düstern Ort?"
"Mein Sohn, mein Sohn, ich seh es genau:
Es scheinen die alten Weiden so grau."

"Te amo; me encanta tu hermosa figura;
Y si no haces caso usaré la fuerza."
"¡Padre mío, padre mío, ahora me toca!
¡El Rey de los Elfos me ha herido!"

"Ich liebe dich, mich reizt deine schöne Gestalt;
Und bist du nicht willig, so brauch ich Gewalt."
"Mein Vater, mein Vater, jetzt faßt er mich an!
Erlkönig hat mir ein Leids getan!"

El padre tiembla y cabalga mas aprisa,
Lleva al niño que gime en sus brazos,
Llega a la alquería con dificultad y urgencia;
En sus brazos el niño estaba muerto.

Dem Vater grauset's, er reitet geschwind,
Er hält in Armen das ächzende Kind,
Erreicht den Hof mit Müh' und Not;
In seinen Armen das Kind war tot.




El espejo de la musa.


Cierto día, temprano, cuando el empeño se adornó con impaciencia,
La Musa siguió la corriente del río,
Hasta un rincón apartado y tranquilo.
Rápida y sonora fluía
La cambiante superficie distorsionada,
Hacia sus figura encantadora que huía,
Entonces la Diosa abandonó la ira.
Sin embargo, el arroyo la llamó burlándose::
¿No verás entonces la verdad en mi claro espejo?
Pero ella corría lejos, cerca del océano;
En su figura el regocijo alababa,
Adornando debidamente su guirnalda.




Amor sin descanso.


¡A través de la lluvia, de la nieve,
A través de la tempestad voy!
Entre las cuevas centelleantes,
Sobre las brumosas olas voy,
¡Siempre adelante, siempre!
La paz, el descanso, han volado.

Rápido entre la tristeza
Deseo ser masacrado,
Que toda la simpleza
Sostenida en la vida
Sea la adicción de un anhelo,
Donde el corazón siente por el corazón,
Pareciendo que ambos arden,
Pareciendo que ambos sienten.

¿Cómo voy a volar?
¡Vanos fueron todos los enfrentamientos!
Brillante corona de la vida,
Turbulenta dicha...
¡Amor, tu eres esto!


Esta pequeña bolsa. Jane Austen (1775-1857)

Esta pequeña bolsa, espero, probará
Que no fue hecha en vano,
Pues si necesitas una mano
Toda la ayuda te brindará.

Y cuando estemos listos a partir
También servirá para otro fin,
Posa tus ojos en la bolsa vacía
Y recordarás a tu amiga.


Poemas II. Jorge Luis Borges (1899-1986)

Un ciego.


No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
no sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.

Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.

Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,

Pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.




Soy.


Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.




Soneto del vino.


¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?

Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.

En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este día le canto

otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.




Sábado.


Afuera hay un ocaso, alhaja oscura
engastada en el tiempo,
y una honda ciudad ciega
de hombres que no te vieron.
La tarde calla o canta.
Alguien descrucifica los anhelos
clavados en el piano.
Siempre, la multitud de tu hermosura.
A despecho de tu desamor
tu hermosura
prodiga su milagro por el tiempo.
Esta en ti la ventura
como la primavera en la hoja nueva.
Ya casi no soy nadie,
soy tan solo ese anhelo
que se pierde en la tarde.
En ti esta la delicia
como esta la crueldad en las espadas.

Agravando la reja esta la noche.
En la sala severa
se buscan como ciegos nuestras dos soledades.
Sobrevive a la tarde
la blancura gloriosa de tu carne.
En nuestro amor hay una pena
que se parece al alma.

que ayer solo eras toda hermosura
eres también todo amor, ahora.




Poema de los dones.


Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.




Poema de la cantidad.


Pienso en el parco cielo puritano
de solitarias y perdidas luces
que Emerson miraría tantas noches
desde la nieve y el rigor de Concord.
Aquí son demasiadas las estrellas.
El hombre es demasiado. Las innúmeras
generaciones de aves y de insectos,
del jaguar constelado y de la sierpe,
de ramas que se tejen y entretejen,
del café, de la arena y de las hojas
oprimen las mañanas y prodigan
su minucioso laberinto inútil.
Acaso cada hormiga que pisamos
es única ante Dios, que la precisa
para la ejecución de las puntuales
leyes que rigen su curiosos mundo.
Si así no fuera, el universo entero
sería un error y un oneroso caos.
los espejos del ébano y del agua,
el espejo inventivo de los sueños,
los líquenes, los peces, las madréporas,
las filas de tortugas en el tiempo,
las luciérnagas de una sola tarde,
las dinastías de las araucarias,
las perfiladas letras de un volumen
que la noche no borra, son sin duda
no menos personales y enigmáticas
que yo, que las confundo. no me atrevo
a juzgar la lepra o a Calígula.




Montevideo.


Resbalo por tu tarde como el cansancio por la piedad de un declive.
La noche nueva es como un ala sobre tus azoteas.
Eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente.
Eres nuestra y fiestera, como la estrella que duplican las aguas.
Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio.




Milonga de dos hermanos.


Traiga cuentos la guitarra
de cuando el fierro brillaba,
cuentos de truco y de taba,
de cuadreras y de copas,
cuentos de la Costa Brava
y el Camino de las Tropas.

Venga una historia de ayer
que apreciarán los más lerdos;
el destino no hace acuerdos
y nadie se lo reproche
ya estoy viendo que esta noche
vienen del Sur los recuerdos.

Velay, señores, la historia
de los hermanos Iberra,
hombres de amor y de guerra
y en el peligro primeros,
la flor de los cuchilleros
y ahora los tapa la tierra.

Suelen al hombre perder
la soberbia o la codicia:
también el coraje envicia
a quien le da noche y día
el que era menor debía
más muertes a la justicia.

Cuando Juan Iberra vio
que el menor lo aventajaba,
la paciencia se le acaba
y le fue tendiendo un lazo
le dio muerte de un balazo,
allá por la Costa Brava.

Así de manera fiel
conté la historia hasta el fin;
es la historia de Caín
que sigue matando a Abel.




Los justos.


Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.




Los espejos.


Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita

Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

Hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el Hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.




Los Borges.


Nada o muy poco sé de mis mayores
portugueses, los Borges: vaga gente
que prosigue en mi carne, oscuramente,
sus hábitos, rigores y temores.

Tenues como si nunca hubieran sido
y ajenos a los trámites del arte,
indescifrablemente forman parte
del tiempo, de la tierra y del olvido.

Mejor así. Cumplida la faena,
son Portugal, son la famosa gente
que forzó las murallas del Oriente

y se dio al mar y al otro mar de arena.
Son el rey que en el místico desierto
se perdió y el que jura que no ha muerto.




Lo perdido.


¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue, la venturosa
o la de triste horror, esa otra cosa
que pudo ser la espada o el escudo

y que no fue? ¿Dónde estará el perdido
antepasado persa o el noruego,
dónde el azar de no quedarme ciego,
dónde el ancla y el mar, dónde el olvido

de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura
noche que al rudo labrador confía
el iletrado y laborioso día,

según lo quiere la literatura?
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera.




Lectores.


De aquel hidalgo de cetrina y seca
tez y de heroico afán se conjetura
que, en víspera perpetua de aventura,
no salió nunca de su biblioteca.

La crónica puntual que sus empeños
narra y sus tragicómicos desplantes
fue soñada por él, no por Cervantes,
y no es más que una crónica de sueños.

Tal es también mi suerte. Sé que hay algo
inmortal y esencial que he sepultado
en esa biblioteca del pasado
en que leí la historia del hidalgo.
Las lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña con vagas cosas que no sabe.




Las causas.


Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.




La prueba.


Del otro lado de la puerta un hombre
deja caer su corrupción. En vano
elevará esta noche una plegaria
a su curioso dios, que es tres, dos, uno,
y se dirá que es inmortal. Ahora
oye la profecía de su muerte
y sabe que es un animal sentado.
Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos
los vermes y el olvido.




La moneda de hierro.


Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
las dos contrarias caras que serán la respuesta
de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?

Miremos. En el orbe superior se entretejan
el firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.

La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
que es también un espejo magnífico. Su reverso
es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.




La lluvia.


Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.




La llave en salónica.


Abarbanel, Farías o Pinedo,
arrojados de España por impía
persecución, conservan todavía
la llave de una casa de Toledo.

Libres ahora de esperanza y miedo,
miran la llave al declinar el día;
en el bronce hay ayeres, lejanía,
cansado brillo y sufrimiento quedo.

Hoy que su puerta es polvo, el instrumento
es cifra de la diáspora y del viento,
afín a esa otra llave del santuario

que alguien lanzó al azul cuando el romano
acometió con fuego temerario,
y que en el cielo recibió una mano.




La búsqueda.


Al término de tres generaciones
vuelvo a los campos de los Acevedo,
que fueron mis mayores. Vagamente
los he buscado en esta vieja casa
blanca y rectangular, en la frescura
de sus dos galerías, en la sombra
creciente que proyectan los pilares,
en el intemporal grito del pájaro,
en la lluvia que abruma la azotea,
en el crepúsculo de los espejos,
en un reflejo, un eco, que fue suyo
y que ahora es mío, sin que yo lo sepa.
He mirado los hierros de la reja
que detuvo las lanzas del desierto,
la palmera partida por el rayo,
los negros toros de Aberdeen, la tarde,
las casuarinas que ellos nunca vieron.
Aquí fueron la espada y el peligro,
las duras proscripciones, las patriadas;
firmes en el caballo, aquí rigieron
la sin principio y la sin fin llanura
los estancieros de las largas leguas.
Pedro Pascual, Miguel, Judas Tadeo...
Quién me dirá si misteriosamente,
bajo este techo de una sola noche,
más allá de los años y del polvo,
más allá del cristal de la memoria,
no nos hemos unido y confundido,
yo en el sueño, pero ellos en la muerte.




Instantes.


Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos,
haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos habas,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.




Inscripción en cualquier sepulcro.


No arriesgue el mármol temerario
gárrulas transgresiones al todopoder del olvido,
enumerando con prolijidad
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.
Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla
y el mármol no hable lo que callan los hombres.
Lo esencial de la vida fenecida
-la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del goce-
siempre perdurará.
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.




H. O.


En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido paraíso,
que en los atardeceres no está abierta
a mi paso. Cumplida la jornada,
una esperada voz me esperaría
en la disgregación de cada día
y en la paz de la noche enamorada.
Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
el abuso de la literatura
y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
las dos abstractas fechas y el olvido.




Fundación mítica de Buenos Aires.


¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.


Poemas. Alfonsina Storni (1892-1938)

Viaje.


Hoy me mira la luna
blanca y desmesurada.

Es la misma de anoche,
la misma de mañana.

Pero es otra, que nunca
fue tan grande y tan pálida.

Tiemblo como las luces
tiemblan sobre las aguas.

Tiemblo como en los ojos
suelen temblar las lágrimas.

Tiemblo como en las carnes
sabe temblar el alma.

¡Oh! la luna ha movido
sus dos labios de plata.

¡Oh! la luna me ha dicho
las tres viejas palabras:

«Muerte, amor y misterio...»
¡Oh, mis carnes se acaban!

Sobre las carnes muertas
alma mía se enarca.

Alma ?gato nocturno?
sobre la luna salta.

Va por los cielos largos
triste y acurrucada.

Va por los cielos largos
sobre la luna blanca.




Un lápiz.


Por diez centavos lo compré en la esquina
y vendiómelo un ángel desgarbado;
cuando a sacarle punta lo ponía
lo vi como un cañón pequeño y fuerte.

Saltó la mina que estallaba ideas
y otra vez despuntólo el ángel triste.
Salí con él y un rostro de alto bronce
lo arrió de mi memoria. Distraída

lo eché en el bolso entre pañuelos, cartas,
resecas flores, tubos colorantes,
billetes, papeletas y turrones.

Iba hacia no sé dónde y con violencia
me alzó cualquier vehículo, y golpeando
iba mi bolso con su bomba adentro.




Tú, que nunca serás.


Sábado fue, y capricho el beso dado,
capricho de varón, audaz y fino,
mas fue dulce el capricho masculino
a este mi corazón, lobezno alado.

No es que crea, no creo, si inclinado
sobre mis manos te sentí divino,
y me embriagué. Comprendo que este vino
no es para mí, mas juega y rueda el dado.

Yo soy esa mujer que vive alerta,
tú el tremendo varón que se despierta
en un torrente que se ensancha en río,

y más se encrespa mientras corre y poda.
Ah, me resisto, más me tiene toda,
tú, que nunca serás del todo mío.




Tu dulzura.


Camino lentamente por la senda de acacias,
me perfuman las manos sus pétalos de nieve,
mis cabellos se inquietan bajo céfiro leve
y el alma es como espuma de las aristocracias.

Genio bueno: este día conmigo te congracias,
apenas un suspiro me torna eterna y breve...
¿Voy a volar acaso ya que el alma se mueve?
En mis pies cobran alas y danzan las tres Gracias.

Es que anoche tus manos, en mis manos de fuego,
dieron tantas dulzuras a mi sangre, que luego,
llenóseme la boca de mieles perfumadas.

Tan frescas que en la limpia madrugada de Estío
mucho temo volverme corriendo al caserío
prendidas en mis labios mariposas doradas.




Retrato de García Lorca.


Buscando raíces de alas
la frente
se le desplaza
a derecha
e izquierda.

Y sobre el remolino
de la cara
se le fija,
telón del más allá,
comba y ancha.

Una alimaña
le grita en la nariz
que intenta aplastársele
enfurecida...

Irrumpe un griego
por sus ojos distantes.

Un griego
que sofocan de enredaderas
las colinas andaluzas
de sus pómulos
y el valle trémulo
de su boca.

Salta su garganta
hacia afuera
pidiendo
la navaja lunada
de aguas filosas.

Cortádsela.
De norte a sud.
De este a oeste.

Dejad volar la cabeza,
la cabeza sola,
herida de ondas marinas
negras...

Y de caracolas de sátiro
que le caen
como campánulas
en la cara
de máscara antigua.

Apagadle
la voz de madera,
cavernosa,
arrebujada
en las catacumbas nasales.

Libradlo de ella,
y de sus brazos dulces,
y de su cuerpo terroso.

Forzadle sólo,
antes de lanzarlo
al espacio,
el arco de las cejas
hasta hacerlos puentes
del Atlántico,
del Pacífico...

Por donde los ojos,
navíos extraviados,
circulen
sin puertos
ni orillas...




Razones y paisajes del amor.


I
AMOR

Baja del cielo la endiablada punta
Con que carne mortal hieres y engañas.
Untada viene de divinas mañas
y cielo y tierra su veneno junta.

La sangre de hombre que en la herida apunta
florece en selvas: sus crecidas cañas
de sombras de oro, hienden las entrañas
del cielo prieto, y su ascender pregunta.

En su vano aguardar de la respuesta
las cañas doblan la empinada testa.
Flamea el cielo sus azules gasas.

Vientos negros, detrás de los cristales
de las estrellas, mueven grandes masas
de mundos muertos, por sus arrabales.

II
OBRA DE AMOR

Rosas y lirios ves en el espino;
juegas a ser: te cabe en una mano,
esmeralda pequeña, el océano;
hablas sin lengua, enredas el destino.

Plantas la testa en el azul divino
y antípodas, tus pies, en el lejano
revés del mundo; y te haces soberano,
y desatas al sol de tu camino.

Miras el horizonte y tu mirada
hace nacer en noche la alborada;
sueñas y crean hueso tus ficciones.

Muda la mano que te alzaba en vuelo,
y a tus pies cae, cristal roto, el cielo,
y polvo y sombra levan sus talones.

III
PAISAJE DE AMOR MUERTO

Ya te hundes, sol; mis aguas se coloran
de llamaradas por morir; ya cae
mi corazón desenhebrado, y trae,
la noche, filos que en el viento lloran.

Ya en opacas orillas se avizoran
manadas negras; ya mi lengua atrae
betún de muerte; y ya no se distrae
de mí, la espina; y sombras me devoran.

Pellejo muerto, el sol, se tumba al cabo
Como un perro girando sobre el rabo,
la tierra se echa a descansar, cansada.

Mano huesosa apaga los luceros:
Chirrían, pedregosos sus senderos,
con la pupila negra y descarnada.




Queja.


Señor, mi queja es ésta,
Tú me comprenderás;
De amor me estoy muriendo,
Pero no puedo amar.

Persigo lo perfecto
En mí y en los demás,
Persigo lo perfecto
Para poder amar.

Me consumo en mi fuego,
¡Señor, piedad, piedad!
De amor me estoy muriendo,
¡Pero no puedo amar!




Paz.


Vamos hacia los árboles... el sueño
Se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
Nos será blanda, la tristeza leve.

Vamos hacia los árboles, el alma
Adormecida de perfume agreste.
Pero calla, no hables, sé piadoso;
No despiertes los pájaros que duermen.




Lo inacabable.


No tienes tú la culpa si en tus manos
mi amor se deshojó como una rosa:
Vendrá la primavera y habrá flores...
El tronco seco dará nuevas hojas.

Las lágrimas vertidas se harán perlas
de un collar nuevo; romperá la sombra
un sol precioso que dará a las venas
la savia fresca, loca y bullidora.

Tú seguirás tu ruta; yo la mía
y ambos, libertos, como mariposas
perderemos el polen de las alas
y hallaremos más polen en la flora.

Las palabras se secan como ríos
y los besos se secan como rosas,
pero por cada muerte siete vidas
buscan los labios demandando aurora.

Mas... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!
¡Y toda primavera que se esboza
es un cadáver más que adquiere vida
y es un capullo más que se deshoja!




Letanías de la tierra muerta.


Llegará un día en que la raza humana
Se habrá secado como planta vana,

Y el viejo sol en el espacio sea
Carbón inútil de apagada tea.

Llegará un día en que el enfriado mundo
Será un silencio lúgubre y profundo:

Una gran sombra rodeará la esfera
Donde no volverá la primavera;

La tierra muerta, como un ojo ciego,
Seguirá andando siempre sin sosiego,

Pero en la sombra, a tientas, solitaria,
Sin un canto, ni un ¡ay!, ni una plegaria.

Sola, con sus criaturas preferidas
En el seno cansadas y dormidas.

(Madre que marcha aún con el veneno
de los hijos ya muertos en el seno.)

Ni una ciudad de pie... Ruinas y escombros
Soportará sobre los muertos hombros.

Desde allí arriba, negra la montaña
La mirará con expresión huraña.

Acaso el mar no será más que un duro
Bloque de hielo, como todo oscuro.

Y así, angustiado en su dureza, a solas
Soñará con sus buques y sus olas,

Y pasará los años en acecho
De un solo barco que le surque el pecho.

Y allá, donde la tierra se le aduna,
Ensoñará la playa con la luna,

Y ya nada tendrá más que el deseo,
Pues la luna será otro mausoleo.

En vano querrá el bloque mover bocas
Para tragar los hombres, y las rocas

Oír sobre ellas el horrendo grito
Del náufrago clamando al infinito:

Ya nada quedará; de polo a polo
Lo habrá barrido todo un viento solo:

Voluptuosas moradas de latinos
Y míseros refugios de beduinos;

Oscuras cuevas de los esquimales
Y finas y lujosas catedrales;

Y negros, y amarillos y cobrizos,
Y blancos y malayos y mestizos

Se mirarán entonces bajo tierra
Pidiéndose perdón por tanta guerra.

De las manos tomados, la redonda
Tierra, circundarán en una ronda.

Y gemirán en coro de lamentos:
¡Oh cuántos vanos, torpes sufrimientos!

?La tierra era un jardín lleno de rosas
Y lleno de ciudades primorosas;

?Se recostaban sobre ríos unas,
Otras sobre los bosques y lagunas.

?Entre ellas se tendían finos rieles,
Que eran a modo de esperanzas fieles,

?Y florecía el campo, y todo era
Risueño y fresco como una pradera;

?Y en vez de comprender, puñal en mano
Estábamos, hermano contra hermano;

?Calumniábanse entre ellas las mujeres
Y poblaban el mundo mercaderes;

?Íbamos todos contra el que era bueno
A cargarlo de lodo y de veneno...

?Y ahora, blancos huesos, la redonda
Tierra rodeamos en hermana ronda.

?Y de la humana, nuestra llamarada,
¡Sobre la tierra en pie no queda nada!

* * *

Pero quién sabe si una estatua muda
De pie no quede aún sola y desnuda.

Y así, surcando por las sombras, sea
El último refugio de la idea.

El último refugio de la forma
Que quiso definir de Dios la norma

Y que, aplastada por su sutileza,
Sin entenderla, dio con la belleza.

Y alguna dulce, cariñosa estrella,
Preguntará tal vez: ¿Quién es aquélla?

¿Quién es esa mujer que así se atreve,
Sola, en el mundo muerto que se mueve?

Y la amará por celestial instinto
Hasta que caiga al fin desde su plinto.

Y acaso un día, por piedad sin nombre
Hacia esta pobre tierra y hacia el hombre,

La luz de un sol que viaje pasajero
Vuelva a incendiarla en su fulgor primero,

Y le insinúe: Oh fatigada esfera:
¡Sueña un momento con la primavera!

?Absórbeme un instante: soy el alma
Universal que muda y no se calma...

¡Cómo se moverán bajo la tierra
Aquellos muertos que su seno encierra!

¡Cómo pujando hacia la luz divina
Querrán volar al que los ilumina!

Mas será en vano que los muertos ojos
Pretendan alcanzar los rayos rojos.

¡En vano! ¡En vano!... ¡Demasiado espesas
Serán las capas, ay, sobre sus huesas!...

Amontonados todos y vencidos,
Ya no podrán dejar los viejos nidos,

Y al llamado del astro pasajero,
Ningún hombre podrá gritar: ¡Yo quiero!...




La inquietud del rosal.


El rosal en su inquieto modo de florecer
va quemando la savia que alimenta su ser.
¡Fijaos en las rosas que caen del rosal:
Tantas son que la planta morirá de este mal!
El rosal no es adulto y su vida impaciente
se consume al dar flores precipitadamente.




Indolencia.


A pesar de mí misma te amo; eres tan vano
como hermoso, y me dice, vigilante, el orgullo:
«¿Para esto elegías? Gusto bajo es el tuyo;
no te vendas a nada, ni a un perfil de romano»

Y me dicta el deseo, tenebroso y pagano,
de abrirte un ancho tajo por donde tu murmullo
vital fuera colado... Sólo muerto mi arrullo
más dulce te envolviera, buscando boca y mano.

?¿Salomé rediviva? ?Son más pobres mis gestos.
Ya para cosas trágicas malos tiempos son éstos.
Yo soy la que incompleta vive siempre su vida.

Pues no pierde su línea por una fiesta griega
y al acaso indeciso, ondulante, se pliega
con los ojos lejanos y el alma distraída.




Golondrinas.


Las dulces mensajeras de la tristeza son...
son avecillas negras, negras como la noche.
¡Negras como el dolor!

¡Las dulces golondrinas que en invierno se van
y que dejan el nido abandonado y solo
para cruzar el mar!

Cada vez que las veo siento un frío sutil...
¡Oh! ¡Negras avecillas, inquietas avecillas
amantes de abril!

¡Oh! ¡Pobres golondrinas que se van a buscar
como los emigrantes, a las tierras extrañas,
la migaja de pan!

¡Golondrinas, llegaos! ¡Golondrinas, venid!
¡Venid primaverales, con las alas de luto
llegaos hasta mí!

Sostenedme en las alas... Sostenedme y cruzad
de un volido tan sólo, eterno y más eterno
la inmensidad del mar...

¿Sabéis cómo se viaja hasta el país del sol?...
¿Sabéis dónde se encuentra la eterna primavera,
la fuente del amor?...

¡Llevadme, golondrinas! ¡Llevadme! ¡No temáis!
Yo soy una bohemia, una pobre bohemia
¡Llevadme donde vais!

¿No sabéis, golondrinas errantes, no sabéis,
que tengo el alma enferma porque no puedo irme
volando yo también?

¡Golondrinas, llegaos! ¡Golondrinas, venid!
¡Venid primaverales! ¡Con las alas de luto
llegaos hasta mí!

¡Venid! ¡Llevadme pronto a correr el albur!...
¡Qué lástima, pequeñas, que no tengáis las alas
tejidas en azul!


Poemas. Isabella Valancy Crawford (1850-1887)

La rosa.


La Rosa fue otorgada al hombre para esto:
Cuando la contemple en sus últimos años
Los besos del recuerdo surgirán del pasado,
Y del amor y la pena su llanto prolongado;
O siendo ciego deberá sentir el anhelo
De los viejos aromas que rondan su corazón,
Hasta que vea en el amplio lienzo de la memoria
Todas las rosas que conoció.

Quizás la tribulación guíe su dedo descuidado
Sobre el cristal frágil de la copa restante,
Entonces sentirá los labios muertos del infante
Sobre sus propios labios desgastados.

Tal vez sordo y enamorado de su estrella
Casi escuchará una fugaz alondra,
O el amor distante del ruiseñor
A través del oscuro rocío brillante.

El dolor perdido en caminos interminables,
Tumbas arcaicas en círculos y reflejos,
Su poderoso y vital aliento canta su suerte
Convocando las raíces del sombrío Tejo,
Atándolo a la vida, jamás a la muerte.




El lecho de lirios.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
Fluyó hacia abajo en un lecho de lirios;

Envuelto en una pausa de oro yacía,
Entre los brazos de una apacible bahía.

Temblaba solo en su barca de corteza,
Mientras los lirios rompían con certeza

El inmóvil cristal de la marea,
Hiriendo la frágil proa de madera.

O cuando cerca de los delgadas plantas
Levanta sus afiladas escamas de plata;

O cuando en el viento frío y sonoro
Cae la libélula envuelta en oro

Y todas las joyas y las amplias aguas,
En anillos cantan en sus alas;

O cómo el alma ardiente y alada,
Que de la oscuridad desciende en llamas

Sobre la fría ola, como el bálsamo
Que por un gran espíritu es derramado,

El alma vuela en libertad, y el silencio se aferra
A las horas inmóviles, como cuelga la Tierra,

Cortando la oscuridad, en los árboles,
A medias enterrados hasta las rodillas.

Se sentó en su quietud de plácidas hojas,
Aferrado a sus sombras, doradas y rojas,

Y sobre el suelo cóncavo, como una espiga,
Cayó el rostro entre luces ambarinas.

Orgullosa y valiente espuma de madera,
Perla brillante, una doncella frente a la marea.

Y él hubo de cantar de su alma el amor,
Con la voz del águila y el dolor.

En lo alto, fuertes pinos fueron hechos de su lengua,
Sus labios florecieron suaves en la sombra de la tormenta,

Besando los femeninos pétalos, plateados despojos,
Como lirios blancos en un íntimo arroyo.

Hasta hoy él permanece allí, en reposo,
Su imagen pintada en ella, descanso glorioso.

Una isla entre dos azules no se derrite,
Una gota de rocío en la costa

Se alza como un crepúsculo púrpura,
Sobre la vasta arena durmiendo bajo el cielo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
Fluyó hacia arriba desde un lecho de lirios;

Todas las flores, todos los lirios,
En la luz de la tarde la corteza agitaron.

Sus labios frescos rodearon la aguda proa,
Sus caricias suaves treparon por los flancos,

Con labios y senos tejieron su bóveda,
Robando a sus ojos la noche estrellada;

Con mano dorada ella tomó el cabello
De una nube roja, hasta su planicie de azur.

Furtivo, el dorado atardecer fluyó,
Un viento frío de su cuerpo huyó.

Aceptaron lo alto, los árboles oscuros,
Y los bajos lirios que cubrían todo.

Su bote de cedro, perfumado, rojizo,
Escapó lejos de su lecho de lirios.




El ciervo oscuro.

Un ciervo asustado, bajo el gris azulado de la noche,
Reposa más allá de los oscuros pinos.
Detrás -a la distancia de una lámpara-
La flecha del cazador brilla:
Sus botas están manchadas de rojo,
Las ve mientras se inclina sobre el terreno,
Y desde los picos escondidos su odio vuela,
La pluma azul alza su cabeza en la niebla,
¡Bien podría huir de la furtiva noche!

La pálida, pálida luna, un delicado copo de nieve,
Corta los flancos de su refugio:
Derribando las estrellas que pasan,
Como el tañido silencioso de una campana de madera.
El viento levanta las hojas del suelo,
Silbando en el temblor de las cañas;
Su ronco palpitar agita el bosque,
Con gran clamor sobre la pista del acechado.
¡Rápido, rápido huye el oscuro ciervo!

¡Lejos! Bajo el copo delicado, muy lejos,
Yace herido sobre la llanura:
Su grito viaja en el viento nocturno,
Sus espesas lágrimas caen con la lluvia;
Como lirios pálidos, las nubes crecen blancas
Sobre el sendero umbrío;
En su desnudo nido en las alturas,
El águila de ojos rojos lo contempla;
Él se tambalea, se debate, tiembla en la noche.
¡El oscuro ciervo se funde con la bahía!

Sus pies caminan en las olas del espacio;
Sus astas suben y bajan en la sombra,
Ya no huye, tuerce su rostro aterciopelado
Hacia el cazador, el Sol;
Él sella los lirios brumosos, y en lo alto
Sus cuernos llenan el oeste.
La cigüeña navega a través del cielo,
Los picos lloran al verlo morir,
El viento se detuvo en su pecho.

El rugido del lago quiebra las olas
Sumergiendo sus guerreros de plata;
Como la bóveda de una cueva de cristal
El duro, fiero Muskallunge,
Deslumbra la costa con rojos destellos,
Los caídos fuegos del concilio se encienden;
El avetoro regaña en el aire,
El pato salvaje se zambulle donde
Las espigas famélicas descansan.

Rayo tras rayo el sol desaparece;
Abandonando la costilla roja del ciervo,
Su pecho, almohada viva del viento, sangra;
Él tropieza sobre la marea,
Siente las hambrientas olas del espacio
Rugiendo en la cima del mundo.
Los blancos copos cubren su rostro,
Más rápidos que el sol en su feroz carrera,
Perforando su corazón cálido.

Sus astas caen, una vez más olfatea
La espuma de los sabuesos del día;
La sangre sobre su crin azul se quema,
Tiñendo de rojo la alfombra de flores;
Las cuernos hieren las olas -llorando,
El viento en su pecho se demora-
Él se hunde en el espacio, rojo resplandece el cielo,
La tierra húmeda se torna púrpura mientras muere:
El fuerte y oscuro ciervo.




El campo de las almas.


En mi canoa blanca, como el plateado aire
Sobre el Río de la Muerte que oscuro pasa,
Cuando las lunas del mundo son circulares,
Yo remaba volviendo del Campo de las Almas.
Y cuando los deseos del bajo pantano se apenan,
Llegan las plumas sombrías de las Hojas que Cantan.

Doscientas veces las lunas de primavera
Rodaron sobre el aliento azur de la bahía,
Adornándome con las alas del águila,
Pintando mi rostro con el Tinte de la Muerte,
Y de las cañas sobre mi cadáver rompieron
Los solemnes anillos del azul, el último humo.

Doscientas veces las lunas invernales
Arroparon la tierra muerta con su manto pálido;
Doscientas veces las aves del viento salvaje
Chillaron sobre el rubor de la luz dorada
En aquella dulce alba, cuando el verano urdía
Su choza sombría de hojas perfectas.

Doscientas lunas de hojas decrecientes han pasado
Desde que colocaron el arco sobre mi mano muerta,
Cantando a mi alrededor la Canción del Dolor,
Mientras tomaba mi camino en la tierra de los espíritus;
Sin embargo, cuando el cielo azul quiebra su aliento
Llegan las plumas sombrías de las Hojas que Cantan.

Blancas son las chozas en aquel campo lejano,
Donde el ciervo de ojos claros corre por los llanos;
¡No hay pantanos amargos ni marjales cerrados
En la tierra donde feliz caza el gran Manitou!
Y la luna de verano rueda eternamente
Sobre los hombres rojos del Campo de las Almas.

Azules son sus lagos, como el pecho de las palomas salvajes,
Murmurando suave mientras oyen sus apacibles notas;
Tan calmos como las estrellas que duermen en el cielo,
Los lirios amarillos flotando sobre ellos;
Y las canoas, como escamas de nieve plateada,
Atraviesan el lecho de juncos que vienen y van.

Verdes son sus bosques; sin aires violentos
Azotando la arboleda en el crepúsculo,
Con el llanto de los árboles que se afligen detrás;
Pero el viento del sur, amigo del gran Manitou,
Cuando el verde es bañado por el rocío,
Dobla alientos floridos de su caña roja.

Sobre ellos nunca caen las blancas heladas,
Ni sus ramas brillan con el Tinte de la Muerte;
Manitou sonríe en su cielo de cristal,
Cerrando sobre ellos su aliento vital;
Y allí su voz no ruge en el trueno feroz,
Allí cerca de sus felices campos de caza.

Pero a veces anhelo, sobre mi canoa blanca,
Volver a los llanos y bosques del mundo:
Allí está la flecha negra que me penetró,
Allí está la mujer que me dio a luz,
Allí, en la luz del alba de un joven,
Gané el corazón del lirio del ocaso.

Y el amor es una cuerda creciendo fuera de la vida,
Y teñida en el rojo de un corazón vivo;
Y el tiempo es el cuchillo herrumbrado del cazador,
Que jamás podrá cortar aquellos hilos carmesí:
Navego desde la orilla de los espíritus a explorar
Donde el tejido de aquella cuerda comenzó.

Pero no regresaré con las manos vacías,
Muchas riquezas acumulo en mi canoa;
Capullos que florecen en la tierra de los espíritus,
Inmortales sonrisas del gran Manitou;
Y cuando remo hacia las costas de la Tierra
Las disperso sobre el corazón del hombre blanco.

Pues el amor es el aliento del alma puesta en libertad;
Entonces cruzo el Río de la Muerte que oscuro pasa,
Para que mi espíritu pueda susurrar suave
A los que aguardan por el Campo de las Almas.
Cuando sonríe la luz del día,
Cuando la noche pálida se vuelve triste,
Llegan las plumas sombrías de las Hojas que Cantan.


Dormir en tierra. José Revueltas (1914-1976)

Pesado, con su lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río se arrastraba lleno de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de vegetación. Era un deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa, pulida, en una atmósfera sin movimiento, que sobre la piel se sentía igual que una sábana gigantesca a la que terminaran de pasar por encima una plancha caliente.
                Las casitas de madera del puerto, montadas en zancos sobre la orilla del río para quedar a salvo de las crecientes, parecían temblar, con ligeras y cambiantes distorsiones, vistas a través del vaho abrumador, quieto, de un aire que no se movía, de un aire que estaba ahí, empezando, muerto como el agua de un estanque. De las casitas se elevaba trabajosamente, vertical y despacioso, trazando sobre el agresivo azul del cielo una apenas ondulada línea blanca de gis, un humo concreto, corporal, macizo, que no terminaría de salir nunca de las pequeñas chimeneas de lámina que se veían encima de los techos. Aquellas casas formaban, paralelas al Coatzacoalcos, la primera fila de un conjunto de callejuelas miserables, en la proximidad del muelle.
                La calle, tendida al borde del río con sus tabernas, sus burdeles, sus barracas para comer, tenía una quietud extraña, un ruido, una delirante inmovilidad ruidosa, con aquella música de la sinfonola, en absoluto una música no humana, que no cesaba jamás, como si la ejecutaran por sí solos los instrumentos que se hubieran vuelto locos. Eso hacía que las propias gentes—también los perros y los cerdos, irreales hasta casi no existir—parecieran más bien cosas que gentes, materia inanimada desprovista totalmente de pensamiento, en medio del calor absurdo que lo impregnaba todo.
                Nadie abrigaba el menor propósito, ni lo abrigaría en este mundo, de que la música se dejase de oír un solo instante, pero lo que era más extraordinario todavía, que dejara de ser la misma canción inexorablemente repetida y, sin embargo, ya tan soberana y autónoma como una ley de la naturaleza.
La tortuguita se fue a pasear…
                Los obreros sin trabajo, despedidos de la refinería de petróleo unos meses antes, escuchaban como muertos, sentados a la sombra de las casas, casi sin hablar, hartos los unos de los otros, con una indiferencia pesada y triste de esclavos. Parecían tener una cierta convicción sorda, instintiva, de que ya no podrían abandonar esta calle, este refugio desamparado, igual que si estuvieran sujetos por un cepo, unidos por la indolente esperanza de un barco que descargar o cualquier otra ocupación improbable, inconcreta, que pudiese serles remunerativa, pero de la que les resultaba imposible precisar nada. Allá en sus hogares, entretanto, sus mujeres acumularían lentamente hacia ellos ese rencor herido, resignado, de darles algo de comer, en cualquier forma —“rajándose el alma”—, a su horrible, a su vil regreso cada día, puntuales como si salieran de la fábrica. Esa calle. Esa calle.
La tortuguita se fue a pasear…
                La calle de los sin trabajo y de las prostitutas baratas, sin zapatos, de las prostitutas que no tenían zapatos.
                Ahí estaban algunas de ellas en lo alto de sus casas, a horcajadas sobre el pasamanos en la parte superior de la escalera, o apoyadas sobre un hombro en el marco de las puertas, con los vestidos de tela corriente que les ceñían los cuerpos desnudos en absoluto por el sudor, jadeantes extrañas vacas sagradas y sucias, lentas, ociosas, todas con la misma expresión de desesperanzado aburrimiento, húmedas.
                Miraban sin moverse, con atenta y anhelante estupidez, hacía el río, donde El Tritón, un viejo remolcador, maniobraba para sujetar una gran barcaza averiada que había traído desde Puerto México. Una mirada entendida, sabia, que deducía con precisión, del estado de la maniobra, cuándo terminaría la faena, en espera de que después vinieran algunos de los diez o doce tripulantes, antes de zarpar nuevamente El Tritón, a poseerlas, apresurados y sumisos, a cambio de las toscas monedas de cobre y los pegajosos billetes que llevarían encima.
                —¡Les faltaban como seis horas! —comentó alguna, la entonación vacía, lenta, llena de paciencia desesperada.
                Nadie añadió una palabra más; no había por qué hacerlo. La cosa era segura, de cualquier modo. Vendrían. Los tripulantes de El Tritón vendrían antes de zarpar. Ellas miraban, solamente. Eso era lo único que les quedaba en la vida por ahora: no apartar los ojos de aquel remolcador negro, ese feo barco ancho, y como mutilado. Ahí estaba y no podían hacer otra cosa que mirarlo, mirar ese destino que se aproxima, 14 quedarse quietas ahí, como a mitad de la vía por donde viene la locomotora que no podrá salirse nunca de sus rieles.
                Entre las prostitutas y los tripulantes del barco existía aquella prerrelación íntima, concreta, casi doméstica y familiar, que existe entre el astrónomo y el cuerpo cósmico que inevitablemente entrará en la órbita de la tierra y que entonces se volverá de inmediato un sujeto palpitante y real —largamente destinado a que el hombre lo posea— bajo la primera mirada terrestre. Los hombres del remolcador, sin conocerlas, las habían pensado, establecido, elaborado en todos sus detalles, desde el momento mismo que supieron que El Tritón se dirigiría a Minatitlán, y ellas por su parte los aguardaban, todo esto de un modo tan específico y determinado, que el encuentro era ya, desde ahora, el acto único, particular y amoroso de dos sentenciados a muerte. Entonces miraban hacia el remolcador. No podían hacer otra cosa; estaban condenadas a mirarlo, como en el infierno.
La tortuguita se fue a pasear…
                La última de seis monedas hacía girar por sexta vez el disco de la sinfonola cuya canción estaba por terminarse. Ninguna de las mujeres hubiera comprendido esa libertad de que la música se dejara oír. Era una de esas cosas imposibles que hay en la vida. Entre las mujeres hubo algo parecido a una lejana y perezosa animación, esa animación de bestias sonámbulas que tienen los animales dentro de una jaula. —¿Y ora a quién le toca ser la pendeja…? —se escuchó que alguna preguntaba.
                Ese calificativo merecía, por convención tranquilamente aceptada, aquella a quien le correspondiera el turno de recoger las monedas para alimentar a la sinfonola hasta el fin de los siglos. Los rostros casi giraron hacia una mujer de toscas proporciones y baja estatura que tenía ese horrorizante atractivo de ciertas piezas arqueológicas, la piel llena de gruesos poros y unos muslos breves bajo el cerámico vientre atroz.
                —¡Le toca a La Chunca!—gritaron.
                No, no le correspondía el turno a La Chunca, pero como era tan fea, la maliciosa injusticia regocijaba a todas.
                —¡A La Chunca, a La Chunca!
                Era curioso verlas a cada una, sucias palomas impuras, en aquellos palomares sórdidos, no todos con escaleras sino muchos de ellos tan sólo con unos travesaños clavados en los horcones sobre los que descansaba la casa, quietas y opacas, pero con algo que no era del todo lo que corresponde a una prostituta, cierta cosa no envilecida por completo, tal vez la actitud infantil de jugar como si fuesen chiquillas, o por el contrario, como si se tratara de chiquillas que se habían entregado a la prostitución y aún no estaban seguras, todavía no dominaban de un modo absoluto los secretos del oficio.
                —¡A La Chunca, a La Chunca!—en las expresiones disimuladas de su rostro había ese aire malo y satisfecho que proporciona la alegre impunidad de los delitos cometidos en común.
                —¿Y luego? —replicó La Chunca, indiferente desde el vacío mental donde se encontraba—.  ¿Por qué no había yo dir…?
                Con todo, se trataba de moverse, de romper aquella inercia increíble, nadar en esa atmósfera de fuego hasta la cantina, bajo el espantoso sol.
                La Chunca bajó por cada uno de los travesaños de su casa con la pausada lentitud y la melancólica obediencia de un chimpancé enfermo que se somete a las órdenes del domador. En seguida, con el aire de una limosnera ciega, fue recogiendo las monedas que le arrojaban desde lo alto cada una de las prostitutas y luego se alejó hacia la taberna en la esquina de la calle, donde estaba la sinfonola.
                Un griterío soez y entusiasta se elevó entre los sin trabajo al paso de la prostituta, mientras algunas manos, detenidas en el aire, fingían para asustarla, el intento de una nalgada procaz sobre sus animales e impúdicas posaderas empapadas de sudor. Con los ojos bajos, la mirada fija en el suelo, La Chunca soslayaba el cuerpo, ajena y sin ver, exactamente una ciega que se defendía tan sólo con el oído, torpe y concentrada.
                Al extremo de la fila de los sin trabajo uno de ellos se deslizó a espaldas de la prostituta, perversamente alegre, agazapado, en tanto pedía silencio con el índice sobre los labios, dispuesto a ejecutar alguna divertida broma que los demás aguardaban ya, con un brillo cómplice en los ojos y cierta sonrisa llena de envidiosa admiración.
                Se aproximaba con una cautela maligna, anhelante, las comisuras de la boca distendidas hacia abajo y la actitud de quien contiene la respiración, sucio y cómico, sin que La Chunca pudiese advertirlo. Aquello sucedió con una desenvuelta rapidez, jubilosa y brutal, en medio de los aullidos frenéticos, casi dolientes de gozo, que lanzaban los sin trabajo. El hombre había logrado levantar la falda de La Chunca y hacerle una prolongada caricia obscena, entre la carne desnuda, pero con una suerte de tal maestría, que el espectáculo resultó para todos algo de lo más extraordinario que habían visto nunca en su vida. Una espesa felicidad les resbalaba por dentro, una dicha llena de rencor que salía de sus gargantas en esos alaridos agrios y sexuales, como en un velorio, en igual forma que si al mismo tiempo estuviera ahí, de cuerpo presente, algún difunto muy triste y suyo, y ellos debieran llorar con una furia misericordiosa y arrebatadora, despojados para siempre por el amor de Dios. Igual que en la Iglesia, igual que cuando se arrodillaban en la Iglesia.
                La Chunca no se pudo defender, inerme y atontada, idéntica a las iguanas que no, aciertan a discernir de dónde proviene el peligro cuando se les arroja una piedra, y permanecen inmóviles, pétreas, poseídas de una antigua angustia telúrica, con el desamparo de los primeros tiempos zoológicos, el rostro estúpido de impotencia, borracha perdida, es decir, no que lo estuviera, sino igual que una borracha imbecilizada hasta lo último por el alcohol, hasta donde ya no se puede más.
                No comprendía, evidentemente aquello estaba más allá de lo que podía comprender en esta tierra y en esta existencia. Clavó sobre los hombres una mirada remota, una mirada loca y turbia de dulzura a causa de la estremecida piedad, de la compasión sin límites que la embargaba hacia su propio ser. Se había replegado contra uno de los horcones y por sus mejillas de piedra rodaban unas lágrimas extrañas, sin sentido, no suyas, no pertenecientes de modo alguno a su sagrado cuerpo de infame prostituta.
La tortuguita se fue a pasear…
                Otra de las prostitutas apareció ahí de pronto junto a La Chunca, después de lanzarse de un salto desde el palomar. Respiraba con una agitación galopante, la morena piel del rostro muy pálida, amenazando a los hombres con una navaja, pero sin que se alterase una voz queda, precisa y llena de agravio, que parecía subirle desde la planta de los pies hasta los labios.
                —¿Qué hijoputas quieren con ella, malditos? ¡Digan! ¿Quién fue ése que ofendió a La Chunca?
                Los sin trabajo se volvieron de espaldas, con el aire del que no escucha, la mirada muy atenta, como si algo muy importante y complicado solicitase de ellos una concentrada reflexión en el punto opuesto. La Chunca, entretanto, había desaparecido en el interior de la cantina, y ahora estaría ya ante la sinfonola, con las monedas.
                ¡Todo lo quieren de balde! ¿Eh? —continuaba su imprecación la prostituta, sin abandonar la navaja— Se pasan el día oyendo música que nosotras pagamos con nuestro dinero, que nuestro dinero nos cuesta, y todavía quieren maloriarnos… ¿Muy fácil no? ¿Qué dijeron?
                Un hondo sentido de justicia y de ira hacía fulgurar las pupilas de la hembra, pero al mismo tiempo se notaba cierta inseguridad en su actitud, como si le fuese imposible encontrar razones incontestables, de un valor absoluto, para su protesta. No podía remitir el agravio, la baja ofensa sufrida por La Chunca, sino al dinero, a que aquello se hizo de un modo gratuito, cuando lo que justificaría cualquier cosa, puesto que ellas eran tan sólo unas simples prostitutas, “mujeres de la calle” y nada más, habría sido el pago correspondiente. De este modo la mujer tuvo entonces una transición súbita, en la cual lo primero que hizo fue guardarse la navaja en el refajo. Hablaba ahora con un extraño tono persuasivo.
                —El que traiga con qué, ya sabe… —la voz aquí se volvió afectuosa del todo, con un leve toque de amargura humilde—, …pues para eso somos lo que somos, pero siempre que se nos brille “la de acá”—y al decir “la de acá” flexionaba el pulgar y el índice en círculo para indicar la forma de las monedas—. Pero así a la brava, ¡niguas! ¡No hay que ser! ¡Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa! —concluyó por fin a tiempo que giraba hacia la dirección por donde ya venía hacia ella La Chunca, el paso miedoso y apresurado.
                Con una solapada sonrisa los hombres permanecían en su misma actitud, atentos a fingir esa divertida indiferencia que los relevaba de sentirse blanco individual de cualquier acusación.
                La mujer echó un brazo en derredor del cuello de La Chunca.
                —¡Cuenta siempre conmigo, manita! —dijo con bronca y ríspida dulzura—. ¡No hagas aprecio de estos pinches güeyes! Entonces, ambas subieron, una después de la otra, al palomar de La Chunca, pero no sin antes recoger la parte posterior de sus faldas, a través de las piernas, para sujetarlas por delante con una mano, mientras subían, y de este modo no dar pie a nuevas procacidades de los sin trabajo.
—¡No sé para qué me lo trujeron! —exclamó La Chunca al entrar la primera en aquella especie de mísero tapanco a que se reducía toda su casa. Era un único cuarto de madera con las paredes tapizadas de papel periódico donde se veían los titulares, fotografías, anuncios y noticias de las más diversas publicaciones del país y del mundo. Hasta un periódico de Shangai, con unos extraños caracteres, sin duda proveniente de los chinos propietarios de comercios y cafés en la localidad, que eran numerosos. En un rincón estaba la cama de tablas, cubierta tan sólo por una raída colcha de algodón, y plegada junto a su cabecera, pendiente de un alambre sujeto entre el ángulo de las dos paredes, una mugrosa manta, quién sabe para qué, servía de cortina, acaso nada más como un símbolo de cierto misterioso pudor. El resto de los muebles lo formaban una mesa de ocote, un brasero de lámina, algunos cajones y dos sillas. Esto era todo.
                Fija a mitad del cuarto, con un aire de obstinada incredulidad, sin atreverse a dar un paso adelante, La Chunca meneaba la cabeza con bruscos sacudimientos intermitentes, arrítmicos.
                —¡No sé pa qué me lo trujeron!—repitió doliente.
                Se refería al niño. Ahí estaba el muchachito, como de siete años, quieto, los negrísimos ojos agrandados por una incertidumbre atenta, sin aventurarse a decir una sola palabra, dispuesto a recibir con silenciosa sorpresa todo cuanto pudiera ocurrirle de inesperado y desconocido, en este suceder de hechos incomprensible que él no podía sino aceptar. Era el hijo de La Chunca.
                Apenas unos días antes, después de que dio sepultura a su pobrecita madre muerta, con la que el niño viviera allá en el pueblo. La Chunca había encomendado al muchacho con unos vecinos, bajo la promesa demandarles algunos centavos, y ahora resultaba que estas buenas gentes se lo devolvieron ayer sin explicar nada, nomás porque sí.
                Ni La Chunca ni su hijo podían comprenderlo.
                La otra prostituta se acordó de que anoche, cuando supo esta desgracia de La Chunca, no había tenido oportunidad de preguntarle cómo se llamaba el niño.
                —¡Ulalio! —respondió La Chunca—, se nombra así porque lo tuve el mero día de San Ulalio.
                Miró a la criatura un instante más, con un rencor tierno y amoroso, pues toda la enervante tristeza suya de las últimas horas tenía su origen en la infeliz presencia de aquel niño.
                —¡Escuincle de porra! —añadió, para rematar luego con una voz sumisa y desgarrada—. ¡Ya estaría de Dios, ora sí como quien dice, que hijo de puta bías de ser aunque yo no lo quisiera!
2
A bordo de El Tritón el contramaestre descargaba toda la furia de su negra cólera sobre los fatigados tripulantes, que hacían lo imposible por trabajar más de prisa.
                —¡Cárguenle calor, güevones! —gritaba, ronco, torvo—. ¡A l’hora del rancho sí que son buenos … ! ¿Pero qué tal pa trabajar, jijos de un chingao…? ¡Cárguenle!
                Se hubiera podido trabajar a un ritmo menos febril, pero el capitán había decidido que zarparan hoy mismo para atracar al día siguiente en Veracruz. Ésa era la causa de la cólera del contramaestre, y como las gallinas de arriba siempre cagan a las de abajo, pensaba, no, había más remedio que fastidiar a los “boludos” aquellos. También él había sido boludo, esto es, marinero raso, en tiempos de don Porfirio, y la cosa no era mejor entonces en la Armada, sino todo lo contrario, bajo la salvaje disciplina que reinaba en cada barco. Aquello no era ninguna broma; no era ninguna baba de perico.
                Pero éstos qué iban a saber de aquellos sufrimientos, ni tantito así, comparados con las blanduras de hoy, donde hasta un simple grumete puede levantarle acta a todo un oficial si éste le pega.  Antes uno se aguantaba y si llovían los golpes era de ley mantenerse firmes, con la mano en posición de saludo, hasta no caer hecho un guiñapo. Por no hablar del pañol de cadenas, donde lo encerraban a uno con cualquier pretexto o sin pretexto. Una fiesta de los cien mil carajos, durante noches y días enteros, dentro de un pedazo de medio metro. Lo rodeaba a uno el montón de eslabones, como serpientes enroscadas unas con otras, sin dejarlo moverse, sin permitirle el más insignificante cambio de postura. Luego había que añadir la peste; ese olor que no se da en ninguna otra parte, que se desprende de las vegetaciones nacidas sobre las cadenas en el fondo del mar. Un olor de pescado descompuesto, de hierro podrido, que lo hacía a uno deshacerse de náuseas. Cuando sacaban al prisionero de ahí, era para que se portara en adelante muy derechito, muy comedido, con un miedo horrible, un pavor espantoso, que hasta los más machos hacía llorar, de que lo pudieran devolver a ese infierno. Bueno, descontando las veces, que no fueron pocas, en que se les olvidaba que ahí estaba un hombre dentro del pañol, en los momentos de soltar las anclas, cuando el barco se fondeaba. Desde la cubierta, por la parte de proa, veíamos subir entonces, de abajo del mar, una nube roja, que se extendía poco a poco hasta llegar a la superficie como un gran manchón. Era la sangre del cristiano. Así todos nos dábamos cuenta de que las cadenas, al salir disparadas como de rayo, habían arrastrado al que estaba metido dentro no dejándole ni madre. No; esos “boludos” de hoy no podían quejarse.

—¡Cárguenle calor, jijos de su pelona!
                El contramaestre resoplaba de un lado para otro, también aturdido por la fatiga. Era un animal lleno de pelos por todas partes, en la frente, en los pómulos, un oso hirsuto cuyos ojos apenas eran visibles entre las semicanosas cejas enmarañadas. Sentía una cólera enorme, capaz de cualquier cosa, pero que distaba mucho de satisfacerse con los insultos y gritos que lanzaba. Ese capitán de todos los diablos; los viejos güinches mal engrasados del remolcador, que se atoraban en el momento más preciso; el maldito sol que parecía tener enfrente un cristal de aumento del tamaño de todo el cielo para calentar más, hasta que hirvieran los malditos sesos; la orden de zarpar este mismo día; zarpar hoy, no dormir en tierra, seguir navegando.
                Hubiese querido romper algo, destrozar algún objeto, alguna materia eterna, resistente hasta la eternidad, pero que él podría convertir en polvo a puñetazos, a dentelladas; la embarcación misma. Se detuvo, jadeante, del lado de la banda de estribor y volvió la vista hacia el muelle.
                Algo como una fascinación aplastante le hizo sentir que todos los músculos del cuerpo se le aflojaban con una especie de frío repulsivo, lleno, de precisión fisiológica. Ahí estaba el infeliz, ahí estaba el desgraciado. Ahí estaba, en el muelle, aquel niño inverosímil y espantoso, quieto como desde un principio, como desde hacía tres o cuatro horas, igual que una estatua, sin apartar la mirada muda que salía de sus dos grandes ojos atónitos de la figura del contramaestre, fijos sobre él como los de un pájaro disecado que lo persiguiera completamente sin expresión. Estaban separados apenas por unos tres metros de distancia, el viejo oso colérico en la cubierta del remolcador y el niño allá abajo, sobrenatural como un ángel castigado.
                —¡Lárgate de una vez al carajo! —gritó con un odio extraño el contramaestre—. ¡Ya te dije que a bordo no hay lugar para nadie más! Este barco no es asilo. ¡Cabrón escuincle tan necio! ¡Lárgate te digo!
                A pesar suyo el contramaestre temblaba. Eso, eso y no otra cosa era el origen de la rabia que sentía desde que se encontró con el chiquillo en el muelle, al venir de la Capitanía hacia el remolcador, cuatro o cinco horas antes. Ahí lo estaba esperando el niño.
                —Mi mamá dice que por el amor de Dios me lleve en el barco—le había dicho el niño—. No quiere tenerme porque soy hijo de puta.
                Lo dijo así, simplemente, como algo superior, fatal y divino, que no estaba obligado a comprender.
                El contramaestre se había estremecido con una especie de ahogo blando, y ahora se daba cuenta de que ahí fue donde comenzó a nacer en él esa cólera, esa rabia, ese odio que sentía hacia su piedad, la cólera de que algo le hiciera sentir dolor por otro, por un semejante, por otro perro podrido como él. El niño era hijo de eso, pero había dicho las inocentes y malditas palabras separándolas de su madre; su madre era una cosa y él era hijo de otra muy distinta.
                Una ira desgarradora cegaba al contramaestre. El niño permanecía inmóvil, ahí estaba en el muelle desde hacía muchos años, desde antes de nacer, desde antes de ser un hijo de puta.
                —¿No entiendes? ¿Qué ganas con estar ahí parado, terco como una mula? ¿Estás sordo? ¡Orita verás si no entiendes!
                En esos momentos el contramaestre había visto salir de la cocina al galopín, quien llevaba en una mano el balde de los desperdicios, lleno de agua gris, de escamas, de tripas, de sangre sonrosada, que debía arrojar por la borda.
                —¡Daca!— ordenó al tiempo que le arrebataba el balde.
                Con el balde en las manos hizo un extravagante movimiento de vaivén hacia atrás, que se antojaba lentísimo, escultórico, como el del atleta, que dispara el disco, y luego un rápido contramovimiento en un corto espacio hacia adelante, que detuvo de pronto, y entonces los desperdicios se proyectaron en el aire cayendo sobre el cuerpo del chiquillo.
                “¡Quihubo! ¿No qué no?”, iba a exclamar con aire de triunfo, pero desde lo alto del puente la voz del capitán lo hizo girar de golpe como si alguien hubiese tirado de una palanca invisible. Por encima de la cubierta inclinada del balde vacío de los desperdicios rodó, al modo que el cuerpo vivo que tuviera impulso propio, hasta detenerse a los pies del galopín como por efecto de una cierta estupefacción súbita.
                —¡Venga usted! — ordenó el capitán al contramaestre, quién se apresuró a trepar la escalerilla. Entraron en la cámara de radiotelegrafía.
                El capitán llevaba la gorra caída hacia atrás y hacia la oreja, sonriente, semialcoholizado, conforme a su costumbre. Era prieto, la cara mofletuda, indígena y de expresión feliz. El total estrabismo de ojo, condenado en definitiva en mantenerse en un rincón de su cuenca, tirando hacia la sien, cosa que en otras personas da a sus fisonomías un aire de asustada severidad, en él por el contrario, expresaba una malicia cínica y juguetona, cierto sarcasmo alegre.
                Hasta ese momento el contramaestre no se dio cuenta de que el capitán tenía —lo habría tenido desde antes de que entraran en la cámara— un papel en la mano. El capitán se lo tendió.
                El radiotelegrafista, con sus dos negras ventosas auditivas que le succionaban las orejas, atento a las sagradas voces interiores que le venían del más allá, los miraba con una mirada distante, pura, de faquir, una mirada sin ojos.
                —Mire— el capitán sonreía con su parte estrábica—: es el “meteorológico” de hace unos minutos —explicó respecto al papel—, de apenas unos minutos antes de que usted bañara en mierda al muchacho— era la forma efusiva, mañosa de reprenderlo.
                El contramaestre juntó los talones y se llevó la mano a la gorra, sin tomar el boletín meteorológico que se le ofrecía.
                —A su disposición, mi capitán; me doy por arrestado —repuso. Era en verdad un oso de circo, con la mano en alto, torpe y aturdido.
                El capitán insistió aproximándole el boletín al rostro con leve intención provocadora, mientras el ojo se burlaba.
                —¡Léalo! Veracruz reporta viento moderado del norte. Tendremos una navegación cómoda. ¿Estará listo para que zarpemos a las seis de la tarde?
                Después de tomar el boletín, el contramaestre lo había mirado concentradamente por unos segundos, sin leerlo, y ahora clavaba la vista en el capitán en la actitud de quien acepta un reto.
                —Mucho mejor—dijo—. La maniobra terminará a las cinco en punto.
                —De no cumplir su promesa, entonces sí habrá arresto, y de ese modo pagará usted por lo del chamaco también.
                La mirada diagonal del ojo torcido irradiaba ahora una especie de inocencia triste. Tal vez este hombre habría tenido un hijo así, como el muchacho del muelle.
                Abajo se escuchó el silbato del cabo de turno que llamaba para la comida del mediodía.
                —Si quiere comer en tierra, contramaestre—propuso el capitán—, ahí lo alcanzo en el Gato Negro y nos echamos un dominó. Puede retirarse.
                El oso peludo dio las gracias. Después descendió las escalerillas del puente. En cubierta, al girar hacia el punto de la banda donde los marineros ya tendían una pasarela de madera encima del muelle, se detuvo con un asombro amargo.
                Era imposible creerlo, pero el espantoso niño permanecía en el mismo lugar, un niño de madera, un niño preorgánico no perteneciente al reino.
                Atrás, a unos cuantos pasos, ahora también se encontraba La Chunca, el rostro inclinado sobre el pecho, la mirada tonta y sin luz hundida en el suelo con la obstinación homicida de un cuchillo terrible, la hoja de pedernal con la que los antiguos mexicanos arrancaban a sus hijos el corazón.
                El contramaestre dudó unos instantes. Hubiera querido no cruzar junto a ese niño de pesadilla, junto a esa mujer. La blusa de manta del chiquillo estaba llena de porquería, manchas amarillentas y despojos orgánicos, como si alguien hubiese vomitado sobre él. No se había limpiado siquiera; no se había movido.
                El contramaestre procuraba dominarse, ocultar una rara turbación que lo sacudía por dentro. ¿Esa mujer, esa dolorosa bestia idiotizada, sería madre del niño?
                Precisamente fue la mujer quien le salió al paso con una escalofriante humildad, sin levantar los ojos. Sabía, dijo La Chunca, que el barco zarpaba para Veracruz. En la mano extendida la mujer mostraba unas monedas de cobre y dos o tres arrugados billetes de a peso.
                —¡Llévese al muchacho en el barco, mi jefe! En Veracruz lo deja con una amiga mía que allá vive. El muchacho lleva la dirección. ¿Qué tanto perjuicio puede causarle hacerme esta caridá? Le doy estos poquitos centavos, aparte si tiene gusto en pasarla conmigo sin que nada le cueste.
                Hablaba con una entonación dulce, susurrante y tibia, llena de amor. Su ofrecimiento de “pasarla” con aquel hombre, de entregársele, era casto, sin mácula. Lo que ella no quería era tener ese hijo infortunado, que ese hijo fuese suyo; lo que anhelaba era despojarse de él como en una especie de aborto tardío, después de siete años.
                Sentía el contramaestre que una piedad atroz se le untaba en le garganta, nauseabunda y dolorosa, haciéndole nacer otra vez en el alma esta ira insensata que lo movía a golpear, a destrozar el rostro de aquella hembra envilecida y sucia.
                —¡Hazte a un lado! —exclamó apartándola de un empellón—. Por causa de tu mugroso escuincle por nada y me plantan un arresto. ¡Ya estuvo! ¡A volar!
                Lo dijo con un aire seguro, firme y autoritario, para enseguida encaminarse hacia El Gato Negro.
                La Chunca y su hijo Eulalio no se volvieron para mirarlo alejarse. Ya para qué; la cosa no tenía remedio. Sus ojos estaban puestos nuevamente sobre la turbia masa del remolcador.
                De pronto, por primera vez en su vida La Chunca escuchó que su hijo sollozaba. Una negra ola de soledad le abrasó el corazón con su lumbre inmisericorde.
                —¡No llore, papacito santo…! —balbuceó junto al niño a modo de consuelo.
                Papacito santo. Sin darse cuenta la Chunca se valía, para con su hijo, de la misma expresión de cariño mercenario con que trataba a los clientes, allá en su palomar.
                Desde la terraza de madera de El Gato Negro, el contramaestre, sentado en una mesa en espera del capitán, miró en dirección del muelle. Ya no estaba ahí ni la mujer ni el niño. Un hondo suspiro lo hizo descansar con satisfecha y tranquila plenitud.
3
Esbeltas y marineras, La Gaviota y La Azucena, embarcaciones de pescadores, seguían la misma derrota de El Tritón, a corta distancia, después de que éste hubo traspuesto la desembocadura del Coatzacoalcos.
                La cinta del río, de un color tan diferente a las aguas del mar, formaba un largo camino sobre el Golfo, hundiéndose en su seno cual una espada luminosa que hubiese desgarrado, con una herida de ámbar, aquella profunda piel sombría.
                El contramaestre había cumplido su ofrecimiento de terminar anticipadamente la maniobra y en estos instantes, un poco más de hora y media después de haber zarpado de Minatitlán a las cinco en punto, El Tritón navegaba en pleno mar abierto.
                El segundo “meteorológico”—que recibiera el radiotelegrafista en los momentos mismos de zarpar— anunciaba que el viento había arreciado allá, en Veracruz, a esa hora precisa, a las cinco.
                “Tardaremos todavía en encontrarnos con él”, pensó el contramaestre. Con él. Cobraba corporeidad, como si se tratase de un ser humano, alguien que vendría, una persona esperada, conocida, que llegará a la casa. —¿Dónde estás ahora? —masculló—. ¿Dónde estás, viejo perro, viento maldito?
                Antes de que llegara, apenas al presentirlo, le inspiraba un miedo embriagante, un miedo con sopor, un abandono, esa aterrorizada laxitud que provoca el vaho del coyote sobre sus víctimas para que ya no ofrezcan resistencia. Quería verlo, sin embargo. Encontrarse con él, pelear en su contra a brazo partido, igual que con un toro, retarlo, incitarlo, ver su impotente rabia enloquecida de otro furioso, derribarlo y oír sus bramidos de bestia sangrante y el retumbar de su cuerpo rodando hacia el abismo, en la negrura del hemisferio, al otro lado de mar. El segundo boletín no dejaba dudas: Viento fuerte del norte, con rachas huracanadas.
                Vendría. Se encontrarían.
                El contramaestre se aproximó a la bitácora para apreciar el rumbo. Trescientos ochenta grados. Esto quería decir que iban enfilados hacia el nor-noroeste. Después debían tomar norte franco.
                Miró al mar con una expresión seria, grave, interrogándolo en silencio como si aguardara una respuesta honrada, veraz, que no podía negársele a él de ningún modo. Las gruesas olas se desplazaban en masas profundas, empujadas desde abajo por los hombros de un gigante ciego, algún dios condenado a castigo para siempre.
                “Dime algo, mar”, pidió de pronto extrañamente, en silencio, con un raro sosiego y una tensa unción, que resultaban sorprendentes y conmovedoras en un oso peludo como él, en un oso que casi podía llorar.
                —Otra vez el infierno —dijo en seguida en voz muy queda y misteriosa. Estaba solo en el puente y hablaba con el mar. La tierra había desaparecido. La tierra—. Dime cualquier cosa, lo que se te antoje— volvió a pedir, la vista clavada en las olas, en esos torsos, en esos pedazos de cíclope que inútilmente querían recobrar otra vez su forma completa, enlazados, desesperados. Debía sufrir; el mar también debía sufrir, grande y esclavo, sin reposo, insomne desde el principio de los siglos. Debía sufrir de eternidad—. Acuérdate. Ella salió de noche. Acuérdate, mar. Dime algo. En esa ocasión quiso dormir en tierra. Dormimos. Después salió. Dime, mar.
                Se entregaba a este recuerdo con una ferocidad suicida, libre, sin trabas, una ciega ferocidad de toxicómano vencido. Era una siniestra perturbación de su alma, un fascinante morbo que iba y venía en el tiempo para aparecer cuando menos lo esperaba, sin evocarlo, igual que un planeta del martirio que repitiese su órbita de vez en vez.
                Ella había insistido en dormir en tierra, cuando menos esa noche de aniversario, después de tres años de vivir con él a bordo del balandro. El balandro era su casa, una patria única, una posesión inalienable.
                Fue por los tiempos en que él estuvo fuera de la Armada, cuando lo dieron de baja por haber participado en la sedición de una fragata que había secundado a ciertos locos generales de tierra adentro, sublevados contra el régimen. Se hizo patrón del balandro, entonces, y así vivió.
                Se habían mirado larga y osadamente en el muelle, sin decirse una palabra y luego ella subió a bordo para quedarse ahí en el barco a vivir. Casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad. El caso es que durante esos tres años nunca habían dormido juntos en tierra.
                Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.
                Quería que durmieran en tierra esa única vez. Había en ella algo maduro y terrible, una profundidad hermética, de bestia melancólica, rodeada de silencios. Durante las largas travesías lo acompañaba junto a la caña del timón, echada boca abajo sobre la cubierta, con los ojos inyectados y abiertos y los labios pegados contra el piso, como si lo besara o lamiera, igual que un perro enyerbado.
                Salió de noche. Al día siguiente el balandro ya no estaba en el puerto. El timonel había olvidado su gorra junto a la bita donde atracaban. Era un muchacho bello y sombrío, que tenía una bárbara mirada negra, de pedernal.
                El contramaestre entrecerró los párpados temblorosos. Ella estaba hecha para amar con esa inclemencia homicida de náufrago, con esa lumbre sin límites, con esa voracidad invasora. Estaba hecha para amar como nunca lo había amado a él.
                Fue entonces cuando comprendió lo que significaba ese perro enyerbado con los labios abiertos contra el suelo y la mirada fija como un hachazo, esa mujer que permanecía horas enteras sin moverse, avasallada al pie de la caña del timón junto al hermoso mancebo sombrío.
                “Dime algo mar…, cualquier cosa, lo que sea, aunque no venga a cuento…” La había sentido deslizarse fuera de la cama con un aire predeterminado, alucinante, de helada hipnosis. Luego la miró salir del cuarto, cerrar la puerta a sus espaldas, perderse, en fin. Iba con los pies desnudos, desnuda toda bajo el solo corpiño de gasa. Esperó a que sus pasos se alejaran. Si no se hubiera ido la habría estrangulado al amanecer, antes de que volvieran al balandro, pasada esa noche en que dormían juntos en tierra por vez primera. El cuarto de la posada estaba vacío y a cada instante con menos paredes, sin paredes ya, sin aliento, un cuarto como el mar, solitario como el mar. Miró largamente por la ventana, inmóvil hasta deshumanizarse, hasta que se hubo desangrado por completo. La blanca figura de gasa caminaba por el muro del rompeolas en dirección al muelle. La sombra recia del timonel se desprendió del balandro, donde la aguardaba, para salir a su encuentro. Los vio unirse y zarpar.
                Era cosa de salir de este recuerdo venenoso. Hacía esfuerzos por evadirse de aquel cuarto sin paredes, en la posada del puerto, desde donde los vio embarcar. Pero ese cuarto era lo mismo que el puente del remolcador donde ahora se encontraba, ceñido por las aguas, abandonado, solo, con la mirada fija sobre los dos jóvenes amantes que iban a entregarse en alta mar.
                El balandro no volvió a aparecer ni nunca se tuvieron noticias de su destino. Quizá mar adentro ellos mismos habrían hundido la nave, para no volver jamás después de haberse amado. Ella se lo habría propuesto al timonel en alguno de esos pardos crepúsculos en que se quedaba con los labios abiertos contra el suelo, muerta de amor. Ella misma se lo habría pedido. “Tú debes saberlo, mar…”
                Sintió de súbito que el barco cabeceaba muy hondo. Esto debía haber comenzado algunos minutos antes de que él se hubiera dado cuenta. Escuchaba el zumbar angustioso de la propela que giraba fuera del agua mientras la proa se hundía. Luego el movimiento inverso silenciaba este zumbar, la proa en alto y la cubierta barrida por las gruesas olas.
                Al abrir los párpados pudo darse cuenta, como entre sueños, que La Gaviota y La Azucena viraban al sur, enfilando hacia tierra, en la derrota opuesta a El Tritón, como si huyeran. “Algo han de haber venteado estos pescadores —se dijo—; saben más que uno, pertenecen más al mar…” No obstante, este cabeceo de El Tritón pudiera significar tan sólo que ya habían tomado norte franco y que el mar los golpeaba de frente. Pudiera ser. Miró la bitácora para cerciorarse. Trescientos sesenta grados, en efecto; con todo, no acertaba a sentirse tranquilo. El aire se veía ceniciento y rebotado como el agua sucia, un aire que comenzaba a perder la luz, ciego y con harapos, igual que un viejo mendigo implorante, a punto de romper en largos sollozos, después en alaridos.
                El contramaestre se encaminó a la cámara del radiotelegrafista. Abrió la puerta.
                —¿Qué dice Veracruz…?
                El operador se volvió hacia él con ese rostro siempre cansado e irreal de las personas que no hablan sino consigo mismas, que sólo dialogan por dentro, como los buzos. Se quitó los audífonos con una sonrisa triste. Iba a decir algo, pero se puso en pie, súbitamente alerta, sorprendido.
                ¡Mire!—señalaba hacia fuera de la cámara, con el mentón. El contramaestre giró de soslayo.
                Eran unas nubes bajas, trozos desgarrados de nube que corrían, que pasaban huyendo con siniestra rapidez, como un hato de ovejas perseguido por los lobos.
                Los dos hombres se leían los pensamientos uno al otro con una precisión enfermiza. La cita era para después, para dos horas más tarde, según los cálculos, de acuerdo con la velocidad que llevaba el viento al pasar por Veracruz a las cinco. Pero ahí estaba ya; ahí estaban los aullidos sin garganta del ciclón.
                El radiotelegrafista se inclinó con suavidad hacia el aparato. Su voz se hizo de pronto monótona, profesional.
                —Veracruz. Veracruz. Veracruz. ¡Cambio!
                Respondieron, de quién sabe qué rincón del cosmos, unos gritos inhumanos, gargantas degolladas, el taladro eléctrico de un dentista, perros con hidrofobia, roncos, alguien que raspaba un vidrio con arena. El operador empujó la palanca. Silencio.
                —Hay mucha estática. No me oyen —dijo con aire tranquilo. Se secó sobre las piernas las manos que chorreaban sudor.
—¿Tienes miedo? —preguntó el contramaestre sin saber por qué hacía esta pregunta. Acaso por las manos empapadas en sudor. El telegrafista sonrió.
                —Sí—repuso con la misma tranquilidad.
                Volvió a inclinarse sobre el aparato:
                —¡Veracruz! ¡Veracruz! ¡Veracruz!
                Se acordó de Genaro, su amigo, el radiotelegrafista de Veracruz. Debía estar de servicio a estas horas.
                —¡Veracruz! ¡Veracruz! ¿Genaro? ¿Genaro? Veracruz. Veracruz, conteste Veracruz. ¿Me oyes, Genaro? Llamando a Veracruz. Conteste. ¡Cambio!
                Otra vez un cacareo de gallinas encolerizadas, el ruido de alguna trepanación, silbidos. Los dos hombres esperaban tensos, sin parpadear, a que aquello terminará algún día. El barco ahora daba bruscos bandazos.
                —¿Morales? ¿Morales? —el aparato había respondido por fin. Los dos hombres se cambiaron una mirada rápida, sin comentar—. ¡Aquí, Veracruz! ¡Habla Genaro!
                De pronto la voz del aparato pareció sorprenderse bajo el efecto de una duda inconcebible.
                —¿De dónde me estás hablando, Morales? ¡Cambio!
                Exigía una respuesta perentoria con ese tono aprensivo, casi maternal. El telegrafista Morales imaginó a Genaro en la oficina de Veracruz, inclinando sobre los aparatos, la expresión llena de asombro. Obedeció al requerimiento de Genaro y empujó la palanquita de cambio para que lo escucharan allá, a quién sabe cuántas millas de distancia.
                —¡Aquí!, El Tritón! Habló desde El Tritón, Genaro. Está aquí el contramaestre Galindo, que te saluda… —en seguida quiso bromear—: —¿Qué tal se nos irá a poner con esta brisita que se ha soltado…? ¡Cambio!
                Veracruz repuso con una maldición: —¡Den máquina atrás! —gritó— ¡Puede que todavía tengan tiempo! El ciclón no tarda en alcanzarlos —aquí la voz se hizo afectuosa, a pesar de las circunstancias— ¡Muy buenas, contramaestre Galindo!
                El contramaestre clavó una intensa mirada cariñosa, fraternal, sobre Morales.
                —Sigue reportándonos—dijo con súbito afecto—. Voy con el capitán.
                Al salir, la puerta de la cámara se cerró con gran estrépito por la fuerza del viento. Apenas se podía caminar sobre cubierta. El barco bailaba. Las altas paredes del mar subían, ora a babor, ora a estribor, para hundirse en seguida y volver a subir, vertiginosas.
                Con grandes trabajos el contramaestre llegó hasta el capitán, que maniobraba con la caña del timón. Lo recibió a gritos, como un condenado.
                —¡Vamos a intentar la ciaboga! ¡Póngase su chaleco salvavidas! ¡Se lo ordeno! ¡Y ahora lárguese pa que regrese en seguida!
                La ciaboga, es decir, una máquina avante y otra atrás, que los haría girar sobre su propio eje ciento ochenta grados. Una maniobra audaz, que significaba ganar un tiempo precioso.
                Era lo único que podía salvarlos. El ciclón casi los alcanzaba ya. La atmósfera se había vuelto líquida, empañada y golpeaba en derredor móvil y ondulante, con la agilidad cruel de un látigo. Un viraje simple se llevaría mucho tiempo; en cambio la ciaboga era rápida.
                Bajó de un salto a su camarote y entró como una racha. Lo dominaba una excitación animal, mezcla de miedo y alegría, ante la lucha venidera. Algo de odio—un deseo rabioso de matar al adversario, de tenerlo en un puño y apretar hasta que se ahogase—. El camarote estaba en tinieblas, negro, sin límites. Tiró del interruptor de la luz. Nada. Alguna avería en las instalaciones, se dijo. Bien; esto podía implicar muchas cosas—graves todas ella—pero ya no quiso detenerse a juzgarlas. Lo más idiota de todo era que se le hubiese olvidado en donde demonios podía estar el chaleco salvavidas. Echó mano de la linterna que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y en seguida arrojó sobre la pared del camarote un círculo de luz que fue a detenerse encima de la percha vacía. El círculo giraba en todas direcciones, como el ojo de un Polifemo impaciente. Se detuvo sobre la litera y en seguida avanzó como para precisar mejor aquello que miraba y que hacía temblar su luz con leves vibraciones de espanto. Era un extraño animal, un bulto encogido sobre sí mismo, una especie de mico aterrorizado, con dos ojos redondos y salvajes que no se movían, que no acertaban siquiera a parpadear.
                —¡No me haga nada, señor! —suplicó de pronto el mico replegándose todavía más en la litera—. ¡Me metí a escondidas! ¡Déjeme ir a Veracruz, no me vaya a echar al mar!
                Era al hijo de La Chunca. El contramaestre no podía articular una sola palabra. Sintió que sobre sus peludas mejillas resbalaban unas lágrimas gruesas. Tenía una necesidad atroz de arrodillarse.
                —¿Y de dónde diantres sacas que quiero echarte al mar? —acertó a decir por fin, con una patética entonación de payaso a causa de que al mismo tiempo sollozaba.
                Se aproximó al muchacho para sentarse junto a él en la litera, con la actitud más tranquilizadora que pudo adoptar.
—Mira. Te llevaré a Veracruz, no faltaba más, ya que te colaste a bordo. ¡Yo no quería embarcarte, pero ya estás aquí, qué diablos!
                El niño rebuscó entre sus ropas y luego tendió un papel al contramaestre.
                —En Veracruz tengo gente que me tenga. Mire.
                Pasaban los minutos. Pronto tendría encima al ciclón. El contramaestre desdobló el papelito las tres veces que era necesario para extenderlo por completo. Era un papelito santo, un papel sagrado. Lo examinó a la luz de la lámpara:
                Señora Felipa Martínez. Puerto de Veracruz, Ver. Cuida mucho a mi hijo. Felipa.
                Esto era todo.
                —¡Malhaya tu madre! —estalló el contramaestre—. ¿A qué casa, a qué dirección, con qué gente vas a llegar? ¡Se necesita ser animales, indios cerreros, bestias!
                El muchacho volvió a replegarse contra el rincón, poseído de un miedo horrible. Temblaba castañeteando los dientes, encogiendo el cuerpo con toda su alma a fin de librarse de aquel hombre inclemente, lleno de odio, que volvía a maldecir a su madre, que volvía a insultarla como todos los demás. Bajo el cuerpo del niño, al replegarse hacia el rincón, quedó al descubierto el chaleco salvavidas que había venido a buscar el contramaestre.
                Los alaridos del viento llegaban hasta el camarote, ululantes, desatados, atormentadores como en una visión de fiebre. Un golpe de mar hizo caer al hombretón sobre el chiquillo. Pensó entonces el contramaestre que todo aquello era haber perdido mucho tiempo, ahí dentro del camarote.
                Tomó el chaleco salvavidas y violentamente, con brusca energía, zarandeando al niño sin consideración, lo hizo introducir los brazos y luego ató en torno de su cuerpo aquella vestidura. El niño parecía haber enloquecido, pateaba, mordía, arañaba con una desesperación delirante. Con el muchachito en brazos el contramaestre salió a cubierta.
                El barco comenzaba a escorar. Aquello no tenía remedio y entonces el contramaestre se aproximó a la borda con el niño a cuestas. Éste le clavaba los dientes en una oreja, sin desprenderse de ella, rabioso, feroz, atado a la vida con una fuerza milenaria. Se la arrancaría, claro está. Con un fuerte impulso el hombre tiró del niño y lo arrojó al mar. Acaso se salvara. El desgarrón de la oreja fue como el ruido de un árbol gigantesco al caer derribado, unos círculos concéntricos de dolor, que se abrían, que se extendían como luces fosforescentes dentro de la negra noche del cráneo.
El Tritón dejó de responder durante un lapso muy prolongado a los requerimientos de la estación radiotelegráfica de Veracruz. Después se escuchó la voz del telegrafista Morales.
                —¿Genaro? Perdona. No te contesté porque trataba de abrir la puerta. El viento no me deja. Estoy herméticamente encerrado en la cámara de radiotelegrafía, sin poder salir. Parece que en estos momentos comenzamos a hundirnos. Despídeme de mi mujer. Saludos a todos los muchachos.
                Al amanecer y en compañía de un grupo de infantes de marina, Genaro recorría las playas de Antón Lizardo en espera de que pudiese aparecer alguno de los náufragos de El Tritón. No apareció nadie, no encontraron a nadie, aunque El Tritón se había hundido a esas alturas y apenas a escasas tres millas de la costa. Por cuanto al niño que habían descubierto en la playa, su presencia era inexplicable porque nadie había reportado que fuese a bordo de El Tritón; era, en cierto modo, un niño inexistente, del cual resultaba imposible informar a las autoridades superiores que había sido el único ser humano que se salvara de la catástrofe. Sin embargo, en el chaleco salvavidas del niño se veían impresas con toda claridad las letras de El Tritón.
                Genaro tomó en brazos a la criatura, interrogándola con suavidad, con afecto.
                —¡Me tiró al mar! —exclamó el niño con odio—. El hombre me tiró al mar. No quería que yo fuera en el barco. Era un hombre lleno de pelos, que me daba miedo. Quiso que me ahogara en el mar…
                Genaro estrechó al niño contra su pecho. “Un hombre peludo y que daba miedo”, pensó. “Era él, era él. Era el contramaestre Galindo, el mejor hombre que he conocido en la tierra.”