domingo, 4 de agosto de 2024

El Fénix en la espada. Robert E. Howard (1906-1936)

Por encima de los sombríos chapiteles y de las relucientes torres se extendía la oscuridad y el silencio previo al amanecer. En una oscura callejuela, en un complicado laberinto de tortuosos caminos, cuatro figuras enmascaradas salieron apresuradamente por una puerta que ha abierto furtivamente una mano morena. Salieron a toda prisa a la noche cubiertos con sus capas y desapareciendo con sigilo como si hubieran sido fantasmas. Detrás de ellos, un rostro de expresión burlona se dejaba ver en la puerta entreabierta, y unos ojos diabólicos brillaban con malevolencia en la oscuridad.

—Entrad en la noche, criaturas de la oscuridad —dijo una voz burlona—. Oh, estúpidos, la muerte os persigue como un perro ciego, y ni siquiera lo sospecháis.

El que había pronunciado aquellas palabras cerró la puerta con cerrojo, y luego se dirigió hacia el pasillo, llevando una vela en la mano. Era un gigante sombrío; su piel oscura revelaba su origen estigio. Entró en una habitación interior, donde un hombre alto y enjuto, vestido con un traje de terciopelo, se arrellanaba como un gato enorme y holgazán en un sofá de seda, y bebía vino de una enorme copa de oro.

—Bien, Ascalante —dijo el estigio, al tiempo que dejaba en su sitio la vela—, tus rufianes han salido sigilosamente a la calle como ratas de sus ratoneras. Te vales de extrañas herramientas.
—¿Herramientas? —repuso Ascalante—. ¿Cómo? Eso es lo que ellos me consideran a mí. Durante meses, desde que los cuatro conspiradores me hicieron venir del desierto del sur, he vivido entre mis enemigos, ocultándome durante el día en esta oscura casa y acechando en siniestros pasadizos cada noche. Y he conseguido lo que los nobles rebeldes no pudieron lograr. A través de ellos y de otros agentes que jamás me han visto, he llenado el imperio de malestar y de sedición. En suma, trabajando en la sombra he preparado el terreno para la caída del rey que reina en la luz. Por Mitra, fui estadista antes de ser un proscrito.
—¿Y esos embaucadores que se creen tus maestros?
—Seguirán creyendo que les obedezco hasta que logremos nuestro objetivo. ¿Quiénes son ellos para igualar el talento de Ascalante? Volmana, el conde enano de Karaban. Gromel, el caudillo gigante de la Legión Negra. Dion, el obeso barón de Attlus. Rinaldo, el atolondrado juglar. Yo soy la fuerza que ha amalgamado el acero de cada uno de ellos, y les aplastaré cuando llegue el momento. Pero eso forma parte del futuro, y el rey, en cambio, morirá esta misma noche.
—Hace algunos días vi salir de la ciudad a los escuadrones imperiales —dijo el estigio.
—Cabalgaban hacia la frontera invadida por los pictos, que se han vuelto locos con el fuerte licor que les he dado. La enorme riqueza de Dion lo hizo posible. Y Volmana hizo posible que dispusiéramos del resto de las tropas imperiales que quedan en la ciudad. Por medio de sus nobles parientes de Nemedia, fue fácil convencer al rey Numa para que requiera la presencia del conde Trocero de Poitain, mariscal de Aquilonia. Y, debido a su rango, además de su propio ejército le acompañará una escolta imperial, y, Próspero, el hombre de confianza del rey Conan. Sólo queda la guardia personal del rey en la ciudad... además de la Legión Negra. A través de Gromel he corrompido a un oficial derrochador de esa guardia y le he sobornado para que aleje a sus hombres de la puerta del rey a medianoche. Entonces, con dieciséis granujas sanguinarios a mis órdenes, nos introduciremos en el palacio por un túnel secreto. Cuando hayamos conseguido nuestro objetivo, aunque el pueblo no se alce para aclamarnos, la Legión Negra de Gromel será suficiente para controlar la ciudad y la corona.
—¿Y Dion cree que le vais a dar la corona a él?
—Sí. El muy estúpido la reclama por unas gotas de sangre real que corren por sus venas. Conan comete un grave error al dejar vivos a hombres que presumen de descender de la antigua dinastía a la que él arrebató la corona de Aquilonia. Volmana desea volver a gozar de la protección de la corona como en el antiguo régimen, para poder devolver a su arruinada hacienda su antiguo esplendor. Gromel odia a Palantides, el capitán de los Dragones Negros, y ansia el mando de todo el ejército con la tenacidad de un bosonio. De todos ellos, el único que no tiene ambiciones personales es Rinaldo. Considera a Conan un bárbaro asesino y tosco que vino del norte para saquear una tierra civilizada. Idealiza al rey que Conan asesinó para conseguir la corona, recordando únicamente que aquél protegía de vez en cuando las artes, olvidando las vilezas de su reinado, y haciendo que la gente también olvide. Ya entonan públicamente el Lamento por el rey en el que Rinaldo alaba al infame difunto y describe a Conan como "un salvaje de negro corazón procedente del abismo". Conan no hace caso, pero la gente le maldice.
—¿Por qué odia a Conan?
—Los poetas siempre odian a los que ostentan el poder. Para ellos la perfección está siempre del otro lado de la última revuelta, o más allá de la siguiente. Huyen del presente con sueños acerca del pasado y del futuro. Rinaldo es una llama de idealismo que él cree que se eleva para destruir al tirano y liberar al pueblo. En cuanto a mí... bueno, hace unos meses no tenía más ambición que asaltar caravanas durante el resto de mi vida. Ahora, en cambio, los viejos sueños reviven. Conan morirá. Dion subirá al trono. Después, también él morirá. Uno a uno, todos los que se oponen a mí morirán por el fuego o el acero, o por medio de esos mortíferos vinos que tú preparas tan bien. ¡Ascalante, rey de Aquilonia! ¿No te parece que suena muy bien?

El estigio se encogió de hombros.

—Hubo un tiempo —dijo con amargura— en que también yo tenía mis ambiciones, a cuyo lado las vuestras parecen ridículas e infantiles. ¡Qué bajo he caído! Mis viejos amigos y rivales quedarían horrorizados si pudieran ver a Toth-Amon el del Anillo, sirviendo de esclavo a un proscrito, y proscribiéndose él mismo. ¡Envuelto en las mezquinas ambiciones de nobles y reyes!
—Tú confías en tu magia y en tus ridículas ceremonias —repuso Ascalante—. Yo confío en mi ingenio y en mi espada.
—El ingenio y la espada no sirven de nada contra los poderes de la Oscuridad —gruñó el estigio, de cuyos negros ojos se desprendían destellos amenazadores—. Si yo no hubiera perdido el Anillo, nuestra situación sería muy diferente.
—Sin embargo —contestó impaciente el proscrito—, llevas las marcas de mis latigazos en la espalda, y probablemente seguirás llevándolas.
—¡No estés tan seguro! —El diabólico rencor del estigio brilló por un instante en sus ojos iracundos—. Algún día, de algún modo, encontraré el Anillo otra vez, y entonces, por los colmillos de la serpiente Set que me las pagarás...

El aquilonio se levantó enojado y le golpeó brutalmente en la boca. Toth retrocedió; la sangre le mojaba los labios.

—Eres demasiado osado, perro —gruñó el proscrito—. Ten cuidado, aún soy tu amo y conozco tu terrible secreto. Delátame si te atreves. Grita por ahí que Ascalante está en la ciudad conspirando contra el rey.
—No lo haré —murmuró el estigio, limpiándose la sangre de los labios.
—No, no te atreverás —dijo Ascalante con siniestra sonrisa—. Porque si muero por tus malas artes o por traición, un sacerdote ermitaño que vive en el desierto del sur se enterará y romperá el sello del manuscrito que le entregué. Y cuando lo haya leído, mandará un mensaje a Estigia, y un viento se levantará desde el sur, a medianoche. ¿Y dónde te esconderás entonces Toth-Amon?

El esclavo se estremeció, y su oscuro rostro palideció.

—¡Basta! —Ascalante cambió el tono repentinamente—. Tengo trabajo para ti. No me fío de Dion. Le ordené que se fuera a su hacienda en el campo y que permaneciera allí hasta que el trabajo de esta noche estuviera terminado. El gordo estúpido jamás pudo disimular su nerviosismo ante el rey. Síguele, y si no le alcanzas en el camino ve hasta su hacienda y quédate con él hasta que mandemos llamarle. No le pierdas de vista. Está ofuscado por el miedo, y podría acabar desertando... puede incluso revelarle a Conan lo que se trama contra él, con la esperanza de salvar así el pellejo. ¡Vete!

El esclavo hizo una reverencia, ocultando el odio que sentía, y obedeció. Ascalante volvió a su vino. Sobre las brillantes torres se reflejaba un amanecer rojo como la sangre.


La habitación era amplia y vistosa, con ricos tapices sobre las paredes, mullidas alfombras sobre el suelo de marfil y un alto techo adornado con tallas de plata. Detrás de un escritorio de marfil incrustado en oro había un hombre de hombros anchos y piel bronceada, que no parecía estar en consonancia con aquel lujoso aposento. Pertenecía más bien al sol y a los vientos de la montaña. Hasta el más mínimo movimiento revelaba unos músculos de acero y una mente aguda, así como la coordinación propia del hombre nacido para el combate. No había nada pausado ni moderado en sus acciones. O estaba completamente quieto —inmóvil como una estatua de bronce— o en continuo movimiento, pero no con las sacudidas espasmódicas de unos nervios en tensión, sino con la rapidez de un felino que nublaba la vista de quien intentara seguir sus movimientos.

Sus ropas eran de telas caras pero sencillas. No llevaba anillos ni adornos, y se sujetaba la negra cabellera únicamente con una cinta de tela plateada. Dejó la pluma dorada con la que había estado garabateando algo sobre unas tablas cubiertas de cera, apoyó la barbilla en la mano y clavó sus ojos azules en el hombre que estaba de pie frente a él. Éste estaba ocupado en sus propios asuntos, arreglando los cordones de su armadura engastada en oro y silbando distraído. Un comportamiento bastante extraño si tenemos en cuenta que se hallaba delante de un rey.

—Próspero —dijo el hombre de la mesa—, estos asuntos de estado me agotan más que todas las batallas juntas.
—Es parte del juego, Conan —respondió el poitanio de ojos oscuros—. Eres rey y debes interpretar tu papel.
—Ojalá pudiera ir contigo a Nemedia —dijo Conan con envidia—. Parece que hace siglos que no monto a caballo... pero Publius dice que hay asuntos en la ciudad que requieren mi presencia. ¡Maldito sea! Cuando destroné a la antigua dinastía —siguió diciendo con la confianza que existía entre el poitanio y él—, todo fue muy fácil, aunque parecía muy duro entonces. Recordando ahora la época violenta que vino después, aquellos días de fatigas, intrigas, matanzas y tribulaciones no parecen más que un sueño. Y soñé hasta el final, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía muerto a mis pies y arranqué la corona de su ensangrentada cabeza para ponerla sobre la mía, sentí que había logrado todos mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para mantenerla. En aquellos días lejanos lo único que quería era una espada afilada y un camino directo hacia mis enemigos. Ahora, ningún camino es recto y mi espada es inútil.

»Cuando derroqué a Numedides, entonces yo era el libertador... y ahora escupen a mis espaldas. Han erigido una estatua de ese canalla en el templo de Mitra y la gente se lamenta ante ella, aclamándola como a la efigie sagrada de un monarca sagrado al que un bárbaro sanguinario asesinó. Cuando, siendo mercenario, guiaba a sus ejércitos a la victoria, a Aquilonia no le preocupaba que fuera extranjero, pero ahora no me lo perdona. Ahora van al templo de Mitra para quemar incienso a la memoria de Numedides hombres que fueron mutilados y torturados por sus verdugos, hombres cuyos hijos murieron en sus mazmorras, y cuyas esposas e hijas fueron arrastradas a su harén. ¡Los muy olvidadizos y estúpidos!

—Rinaldo tiene la culpa —repuso Próspero, haciendo otra muesca en el cinturón del que pendía la vaina de su espada—. Canta canciones que vuelven locas a las gentes. Cuélgalo con su traje de bufón de la torre más alta de la ciudad. Déjalo que componga rimas para los buitres.

Conan negó con su cabeza de felino.

—No, Próspero. No está en mis manos. Un gran poeta es más grande que cualquier rey. Sus canciones son más poderosas que mi cetro; casi se me salía el corazón del pecho cuando cantaba para mí. Yo moriré y seré olvidado, pero las canciones de Rinaldo vivirán por siempre. No, Próspero —siguió diciendo el rey, mientras una sombra de duda oscurecía sus ojos—, hay algo oculto, alguna conspiración de la que no estamos enterados. Lo presiento, tal como en mi juventud presentía al tigre oculto entre la hierba. Un malestar latente recorre todo el reino. Soy como un cazador que se protege cerca de su pequeña hoguera en la selva y oye pasos sigilosos en la oscuridad y casi puede ver el brillo de unos ojos ardientes. ¡Si tan sólo pudiera enfrentarme con algo tangible, algo en lo que pudiera clavar la espada! Te lo he dicho, no es casualidad que los pictos hayan atacado las fronteras tan violentamente en estos últimos días, de modo que los bosonios se han visto obligados a pedir ayuda para rechazar su ataque. Debí haber ido allí con mis tropas.
—Publius temía una confabulación para atraparte y asesinarte al otro lado de la frontera —replicó Próspero, al tiempo que arreglaba la sedosa cubierta de la cota de malla y admiraba su esbelta figura en un espejo plateado—. Por eso te recomendó permanecer en la ciudad. Estos temores nacen de tus instintos bárbaros. ¡Deja que la gente critique! Los mercenarios están con nosotros, y los Dragones Negros y todos los rufianes de Poitain confían ciegamente en ti. El único peligro es que te asesinen, y eso es imposible con los hombres de la guardia imperial protegiéndote día y noche. ¿Qué estás haciendo?
—Un mapa —respondió Conan, ufano—. Los mapas de la corte señalan claramente los territorios del sur, del este y del oeste, pero en el norte son confusos e incompletos. Yo mismo estoy añadiendo las tierras del norte. Aquí está Cimmeria, donde yo nací. Y... Asgard y Vanaheim

Próspero echó un vistazo al mapa.

—Por Mitra, casi había creído que esos países eran una fantasía.

Conan rió a carcajadas, tocando sin querer las cicatrices de su rostro moreno.

—¡Pensarías de otro modo si hubieras pasado tu juventud en las fronteras del norte de Cimmeria! Asgard está situada al norte, y Vanaheim al noroeste de Cimmeria, y siempre hay guerras a lo largo de las fronteras.
—¿Cómo son esos hombres del norte? —preguntó Próspero.
—Altos y rubios, de ojos azules. Adoran al dios Ymir, el gigante de hielo, y cada tribu tiene su propio rey. Son rebeldes y salvajes. Combaten durante el día y beben cerveza y entonan canciones soeces por la noche.
—Entonces tú eres como ellos —se burló Próspero—. Te ríes a carcajadas, bebes bastante y cantas bellas canciones; aunque no conozco ningún otro cimmerio que beba nada que no sea agua o que ría o entone otra cosa que no sean cantos tristes.
—Puede que sea a causa de la tierra en la que viven —contestó el rey—. No existe una tierra más triste... de montañas, de bosques sombríos, cubierta por cielos casi siempre grises y fuertes vientos recorren sus lóbregos valles.
—No es de extrañar que sus hombres sean tristes —dijo Próspero encogiéndose de hombros, al tiempo que pensaba en las alegres y soleadas llanuras y en los azules y tranquilos ríos de Poitain, la provincia más meridional de Aquilonia.
—No tienen esperanza en esta vida ni en la otra —repuso Conan—. Sus dioses son Crom y su oscura estirpe, que reinan sobre un lugar tenebroso de tinieblas eternas que es el mundo de los muertos. ¡Mitra! Prefiero a los aesires.
—Bueno —sonrió Próspero—, los sombríos montes de Cimmeria están muy lejos de aquí. Y ahora debo irme. Beberé a tu salud una copa de vino blanco nemedio en la corte de Numa.
—Muy bien —gruñó el rey—, ¡pero besa a las bailarinas de Numa sólo en tu propio nombre, no vayas a crear complicaciones diplomáticas!

Su sonora carcajada se oyó fuera de la habitación.

El sol se ponía, y se fundía el verde brumoso de la floresta con un fugaz tono dorado. Sus débiles rayos se reflejaban en la gruesa cadena de oro que Dion de Attalus hacía girar sin cesar entre sus gruesos dedos, sentado en medio del vistoso conjunto de flores y árboles de su jardín. Movió su pesado cuerpo en el asiento de mármol y miró furtivamente en derredor, como buscando un enemigo al acecho. Estaba sentado dentro de un círculo de árboles de delgado tronco, cuyas ramas entrecruzadas proyectaban una espesa sombra sobre él. Muy cerca se oía una fuente, y otras, ocultas en varias partes del jardín, susurraban una melodía eterna.

Sólo acompañaba a Dion una oscura figura instalada en un banco de mármol, que observaba al barón con ojos sombríos. Dion prestaba poca atención a Toth-Amon. Sabía que era un esclavo en el que Ascalante confiaba, pero, al igual que muchos hombres ricos, ignoraba a los de menor rango social.

—No tienes por qué estar tan nervioso —dijo Toth—. El plan no puede fracasar.
—Ascalante puede cometer errores igual que cualquiera —contestó bruscamente Dion, estremeciéndose ante la sola idea del fracaso.
—Él no —repuso el estigio, riendo a carcajadas—, de otro modo yo no sería su esclavo, sino su amo.
—¿De qué hablas? —preguntó Dion malhumorado, poco atento a la conversación.

Toth-Amon se mordió los labios. A pesar del dominio que tenía de sí mismo, su odio, rabia y vergüenza reprimidas estaban a punto de estallar a la primera oportunidad. No había contado con que Dion no le viera como a un ser humano con cerebro e inteligencia, sino como a un simple esclavo, y, como tal, una criatura despreciable.

—Escúchame —dijo Toth—. Tú serás rey. Pero no conoces a Ascalante. No debes fiarte de él después de que Conan sea asesinado. Yo puedo ayudarte. Si me proteges cuando llegues al poder, te ayudaré. Escucha, señor. Fui un gran hechicero en el sur. Los hombres consideraban a Toth-Amon igual a Rammon. El rey Ctesphon de Estigia me hizo un gran honor rebajando a los otros brujos para elevarme a mí por encima de ellos. Me odiaban, pero me temían, pues yo controlaba a los seres de otro mundo, que acudían a mi llamada y obedecían mis órdenes. ¡Por Set, mis enemigos sabían que podían despertar a medianoche y sentir las garras de un horror insondable en la garganta! Practiqué magia negra y terrible con el Anillo de Set, que encontré en una oscura tumba bajo tierra, olvidada ya antes de que el primer hombre saliera arrastrándose del mar.

»Pero un ladrón me robó el Anillo, y mis poderes desaparecieron. Los brujos quisieron matarme, mas logré huir. Yo viajaba con una caravana por las tierras de Koth, disfrazado de pastor de camellos, cuando los salteadores de Ascalante nos atacaron. Asesinaron a todos los miembros de la caravana, excepto a mí mismo; me salvé al revelarle mi identidad a Ascalante, jurando servirle. ¡Ha sido una amarga esclavitud! Para tenerme en sus manos, escribió mi historia en un manuscrito sellado y se lo entregó a un eremita que vive en la frontera meridional de Koth. No puedo asesinarle mientras duerme, ni entregarle a sus enemigos, pues entonces el ermitaño abriría el manuscrito y lo leería... eso es lo que Ascalante le ordenó. Y luego haría correr el rumor en Estigia...

Toth se estremeció, y una palidez cenicienta tino su piel oscura.

—Los hombres de Aquilonia no me conocen —dijo—. Pero si mis enemigos de Estigia supieran mi paradero, medio mundo sería insuficiente para librarme de una muerte que haría estremecerse a una estatua de bronce. Solamente un rey con castillos y ejércitos de hombres armados podría protegerme. Y algún día encontraré el Anillo...
—¿Anillo? ¿Anillo?

Toth había subestimado el enorme egoísmo de aquel hombre. Dion ni siquiera había escuchado las palabras del esclavo, tan ensimismado como estaba en sus propios pensamientos, pero la última palabra le sacó de su distracción.

—¿Anillo? —repitió—. Eso me recuerda... mi anillo de la buena suerte. Se lo compré a un ladrón shemita que juró habérselo robado a un brujo del sur, y aseguró que me traería suerte. Le pagué lo suficiente, bien lo sabe Mitra. Por los dioses, ahora necesito suerte, pues con Volmana y Ascalante mezclándome en sus malditas intrigas... buscaré el anillo.

Toth dio un salto, la sangre le subió a la cabeza, mientras arrojaba llamas por los ojos con la furia pasmosa de un hombre que de pronto comprende la completa estupidez de un imbécil. Dion no le prestó atención. Levantando una tapa secreta en el asiento de mármol, rebuscó entre un montón de adornos de todas clases —amuletos bárbaros, trozos de hueso, bisuterías—, amuletos de la buena suerte que su naturaleza supersticiosa le había incitado a coleccionar.

—¡Ah, aquí está! —dijo triunfante mientras sacaba un extraño anillo.

Era de un metal parecido al cobre, y tenía la forma de una serpiente enroscada con la cola en la boca. Sus ojos eran unas piedras amarillas que brillaban siniestramente. Toth-Amon gritó como si lo hubiera golpeado, y Dion se volvió y miró boquiabierto su pálido rostro. Los ojos del esclavo ardían, tenía la boca completamente abierta, y las enormes y oscuras manos extendidas como garras.

—¡El Anillo! ¡Por Set! ¡El Anillo! —gritó—. Mi Anillo... el que me robaron...

El acero brilló en la mano del estigio, y con un movimiento de sus anchos y oscuros hombros clavó una daga en el grueso cuerpo del barón. El agudo quejido de Dion devino en gorgoteo, y su fofo cuerpo se desplomó como mantequilla disuelta. Estúpido hasta el final, murió aterrado, sin comprender por qué. Apartando el cadáver que yacía en el suelo, Toth aferró el anillo con las dos manos: de sus oscuros ojos se desprendía una aterradora avidez.

—¡Mi Anillo! —murmuró regocijado—. ¡Mi poder!

Ni siquiera el propio estigio supo cuánto tiempo había permanecido inclinado sobre el funesto objeto, inmóvil como una estatua, absorbiendo su aura maligna. Cuando despertó de su ensueño y alejó su mente de los negros abismos en los que había estado, la luna brillaba, proyectando largas sombras sobre el banco del jardín a cuyos pies se extendía la oscura forma del que había sido señor de Attalus.

—¡Ya se terminó, Ascalante, se acabó! —murmuró el estigio, y sus ojos enrojecieron como los de un vampiro en la oscuridad.

Cogió un puñado de sangre coagulada del charco en el que yacía su víctima y lo frotó contra los ojos de la serpiente de cobre, hasta que los destellos amarillos quedaron cubiertos por una máscara de color carmesí.—Cierra los ojos, serpiente mística —pronunció con espeluznante susurro—. ¡Cierra los ojos a la luz de la luna y ábrelos a los abismos más oscuros! ¿Qué ves, oh serpiente de Set? ¿A quién llamas en los abismos de la Noche? ¿De quién es la sombra que cae sobre la pálida luz? ¡Tráemelo, oh serpiente de Set!

Mientras acariciaba las escamas rítmicamente con la mano, trazando sobre el anillo un círculo que siempre volvía al punto de partida, su voz se atenuó aún más, y susurraba oscuros nombres y horripilantes conjuros olvidados en la faz de la tierra, pero no en los siniestros territorios de la oscura Estigia, donde formas monstruosas se agitan en la oscuridad de las tumbas. Una corriente de aire sopló a su alrededor, como el remolino que se produce en el agua cuando se sumerge una criatura. Un viento insondable y gélido —como si se hubiera abierto una puerta— le sopló en la cara. Toth sintió una presencia a sus espaldas, pero no se volvió para mirar. Mantuvo los ojos fijos en el mármol iluminado por la luna, sobre el que flotaba inmóvil una tenue sombra. Mientras continuaba susurrando sus conjuros, la sombra creció hasta convertirse en una forma clara y horripilante.

Parecía un mandril gigante, pero no un mandril de los que habitan en la tierra, ni siquiera en Estigia. Sin mirar, pero sacando de su cinto una sandalia de su amo —que siempre llevaba consigo con la débil esperanza de poder utilizarla cuando llegara el momento—, Toth la arrojó.

—¡Has de conocerle, esclavo del Anillo! —exclamó—. ¡Busca al que lo usó, y destrúyele! ¡Mírale a los ojos e incéndiale el alma antes de cortarle el cuello! ¡Mátale! Sí —agregó en una ciega explosión de ira—, a él y a todos los demás!

Recortada su figura contra el muro que iluminaba la luna, Toth vio que el monstruo inclinaba su deforme cabeza y lo olía como si hubiera sido un abominable sabueso. Entonces la siniestra cabeza se echó hacia atrás, la cosa se dio media vuelta y se fue como un viento entre los árboles. El estigio extendió los brazos con loco frenesí, y sus ojos y dientes brillaron a la luz de la luna. Un soldado que estaba de guardia fuera de las murallas gritó de horror al ver la enorme sombra negra con ojos ardientes que se alejaba de la muralla y pasaba a su lado como un huracán. Pero se alejó tan rápidamente que el atónito guerrero se quedó pensando si se habría tratado de un sueño o alucinación.

El rey Conan se encontraba solo en sus aposentos de cúpula dorada, durmiendo y soñando. A través de la bruma gris oyó una extraña llamada, débil y remota, y, aunque no la entendió, atravesó la bruma como un hombre que camina a través de las nubes. La voz se fue haciendo más nítida a medida que se acercaba, hasta que entendió lo que decía. Le estaba llamando a él a través de los abismos del Espacio o del Tiempo. Entonces la bruma se hizo menos densa, y vio que se encontraba en un enorme corredor oscuro que parecía hecho de sólida piedra negra. Estaba en penumbras, pero por alguna extraña razón, tal vez mágica, podía ver con claridad. El suelo, el techo y las paredes estaban pulidos y brillaban tenuemente, y en ellas habían sido talladas las figuras de héroes antiguos y de dioses casi olvidados.

Se estremeció al ver el contorno en sombras de los Ancianos Innominados, e intuyó que ningún pie mortal había pisado aquel corredor en siglos. Llegó hasta una amplia escalera tallada en la sólida roca, cuyos lados estaban adornados con símbolos esotéricos tan antiguos y terribles que al rey Conan se le erizó el cabello. Los peldaños estaban adornados con la figura tallada de Set, la Antigua Serpiente, de modo que a cada paso que daba apoyaba su pie en la cabeza de éste, tal como había ocurrido desde la antigüedad. El cimmerio se sentía desasosegado.

Pero la voz siguió llamándole, y finalmente, en una oscuridad impenetrable para sus ojos humanos, llegó hasta una extraña cripta y vio una figura de barba blanca sentada sobre una tumba. Conan se estremeció y aferró su espada, pero la figura le habló con voz sepulcral.

—Oh, humano, ¿me conoces?
—¡Por Crom que no! —juró el rey.
—Hombre —dijo el anciano—, soy Epemitreus.
—¡Pero Epemitreus el Sabio murió hace quince siglos! —balbució Conan.
—¡Escucha! —ordenó el otro—. Así como una piedra que se arroja a un lago envía ondas a la costa, los acontecimientos del Mundo Invisible han irrumpido como olas en mi sueño. Te he marcado, Conan de Cimmeria, y el sello de hechos fundamentales y trascendentes ha sido estampado sobre ti. Pero los demonios andan sueltos en la tierra, y tu espada no puede nada contra ellos.
—Hablas de forma enigmática —dijo Conan, inquieto—. Déjame ver a mi enemigo y le destrozaré el cráneo.
—Dirige tu furia bárbara contra tus enemigos de carne y hueso —repuso el anciano—. No es contra los hombres que he de protegerte. Hay mundos oscuros que el hombre desconoce, por los que andan monstruos informes; se trata de demonios que pueden ser atraídos desde los Vacíos Exteriores para que adopten una forma material y destrocen y devoren bajo las órdenes de magos malignos. Hay una serpiente en tu casa, oh rey, hay un reptil en tu reino, que ha venido de Estigia con la oscura sabiduría de las sombras en su alma lóbrega. Al igual que un hombre que sueña con una serpiente que se arrastra hacia él, he sentido la presencia maligna del acólito de Set. Está borracho de poder, y, cuando ataca a su enemigo, es capaz de destruir un reino. Te he llamado a fin de entregarte un arma para que luches contra él y contra su banda infernal.
—Pero ¿por qué? —preguntó Conan desconcertado—. Se dice que tú descansas en el negro corazón del Golamira, desde donde has enviado a tu fantasma de alas invisibles para ayudar a Aquilonia en épocas de necesidad, pero yo... soy un extranjero y un bárbaro.
—¡Paz! —repuso el otro, y su fantasmagórica voz resonó en la enorme caverna llena de sombras—. Tu destino y el de Aquilonia están unidos. Tremendos acontecimientos se están tejiendo en las entrañas del Destino, y un hechicero sediento de sangre no ha de interponerse ante el destino imperial.

»Hace siglos, Set rodeó el mundo como una serpiente pitón abraza a su presa. Toda mi vida, que duró lo que la vida de tres hombres corrientes, he luchado contra él. Le arrastré hasta las sombras del misterioso sur, pero en la oscura Estigia los hombres todavía veneran a quien nosotros consideramos el archidemonio. De la misma manera que he luchado contra Set, ahora peleo contra sus adoradores y acólitos. Dame tu espada.

Conan, asombrado, se la dio, y el anciano trazó en la hoja un extraño símbolo que brillaba como el fuego entre las sombras. Y al instante la cripta, la tumba y el anciano desaparecieron, y Conan, desconcertado, se levantó de un salto del lecho que se encontraba en la enorme habitación de cúpula dorada. Y cuando se levantó, todavía aturdido por el extraño sueño, se dio cuenta de que estaba sosteniendo la espada en la mano. Y se le erizó el cabello al notar que en la hoja había un símbolo grabado; se trataba de la silueta de un fénix.

Recordó que en la tumba vista en sueños le había parecido ver una figura similar, tallada en la piedra. Ahora se preguntaba si se trataría de una figura de piedra, y se estremeció al pensar lo extraño que era todo aquello. Entonces un sonido furtivo que oyó en el pasillo lo hizo volver en sí, y sin detenerse a averiguar de qué se trataba comenzó a ponerse la armadura. Volvía a ser el bárbaro receloso y alerta como un lobo acorralado.

En el silencio que reinaba en el corredor del palacio del rey, acechaban veinte siluetas furtivas. Sus sigilosos pies, descalzos o cubiertos con sandalias de suave cuero, no hacían ningún ruido sobre la gruesa alfombra que cubría el suelo de mármol. Las antorchas que había en la pared arrojaban destellos rojizos sobre las dagas, espadas y hachas de combate.

—¡Silencio! —susurró Ascalante—. ¡No respiréis tan pesadamente, quienquiera que sea el que lo esté haciendo! El oficial de la guardia nocturna ha dejado muy pocos centinelas en el palacio, y los ha emborrachado, pero de todos modos debemos andarnos con cautela. ¡Atrás! ¡Aquí vienen los guardias!

Se apiñaron detrás de unas columnas talladas, e inmediatamente diez gigantes con armadura negra pasaron a su lado. Miraron extrañados al oficial que se los llevaba de sus puestos. Éste estaba pálido en el momento en que los guardias pasaron junto al escondite de los conspiradores, y se secaba el sudor de la frente con mano temblorosa. Era joven, y no le resultaba fácil traicionar a un rey. Maldijo mentalmente sus extravagancias, que le habían endeudado con los prestamistas, convirtiéndolo en juguete de políticos intrigantes. Los guardias siguieron de largo y desaparecieron en el corredor.

—¡Muy bien! —dijo Ascalante sonriendo—. Conan está durmiendo sin protección. ¡De prisa! Si nos cogen mientras le matamos, estamos perdidos... pero nadie abrazará la causa de un rey muerto.
—¡Sí, daos prisa! —ordenó Rinaldo cuyos ojos azules centelleaban bajo el brillo de la espada—. ¡Mi sable está sediento de sangre! ¡Escucho el ruido de los buitres! ¡Adelante!

Avanzaron rápidamente por el corredor y se detuvieron ante una puerta dorada, que tenía grabado el símbolo del dragón real de Aquilonia.

—¡Gromel! —gritó Ascalante—. ¡Tira abajo esta puerta!

El gigante respiró hondo y se abalanzó sobre la puerta, que chirrió y se combó ante el impacto. El hombre dio un paso atrás y volvió a la carga. La puerta se hizo pedazos con ruido de goznes salidos y de madera destrozada, y cayó hacia adelante.

—¡Entrad! —bramó Ascalante, inflamado de odio.
—¡Adelante! —gritó Rinaldo—. ¡Muerte al tirano!

Al entrar, se detuvieron en seco. Conan estaba frente a ellos, despierto y al acecho, con la armadura puesta y su enorme espada en la mano, y no desnudo y dormido como ellos esperaban.
Durante un instante, la escena se congeló —los cuatro nobles rebeldes al lado de la puerta destrozada, y la horda de salvajes que les seguía— y todos se quedaron paralizados al ver al gigante de ojos fogosos de pie, con la espada en la mano, en el centro de la habitación iluminada por las velas. En aquel momento Ascalante vio sobre una pequeña mesa que había en el lecho real el cetro de plata y la pequeña corona dorada de Aquilonia, y sintió que enloquecía de deseo.

—¡Adelante, bribones! —gritó el proscrito—. ¡Somos veinte contra uno, y él no lleva casco!

Era cierto; no había tenido tiempo de ponerse el pesado casco ni las placas laterales de la coraza, ni de coger el enorme escudo de la pared. Pero aun así, Conan estaba mejor protegido que cualquiera de sus enemigos, salvo Volmana y Gromel, que llevaban armadura completa. El rey les miró, sin saber quiénes eran. No conocía a Ascalante, y Rinaldo llevaba la cara cubierta con la armadura. Pero no había tiempo para conjeturas. Dando gritos que se elevaban hasta el techo, los asesinos entraron en la habitación, con Gromel a la cabeza. Éste entró embistiendo como un toro, espada en mano para dar la primera estocada. Conan se acercó a él de un salto, blandiendo la espada con todas sus fuerzas. El enorme sable trazó un arco en el aire y golpeó el casco del bosonio. La hoja y el casco vibraron, y Gromel cayó al suelo, muerto. Conan dio un paso atrás, aferrando la empuñadura rota.

—¡Gromel! —exclamó al tiempo que escupía, con los ojos centelleando de asombro, cuando el casco hendido dejó ver la cabeza destrozada.

En ese momento, el resto del grupo se abalanzó sobre él. La punta de una daga le rozó las costillas a través de la armadura. El filo de una espada brilló delante de sus ojos. Apartó al hombre que empuñaba la daga con la mano izquierda, y le golpeó la sien con la empuñadura rota. Los sesos del hombre le salpicaron la cara.

—¡Cinco de vosotros, vigilad la puerta! —gritó Ascalante, que se debatía en medio de un remolino de acero, pues temía que Conan huyera.

Los bribones se quedaron inmóviles, mientras su jefe cogía a algunos de ellos y los empujaba hacia la puerta. En aquel preciso instante, Conan saltó en dirección a la pared y cogió un hacha que colgaba allí. Con la espalda contra la pared, se enfrentó a los hombres y saltó en medio del círculo formado por éstos. El cimmerio nunca peleaba a la defensiva; aun en la situación más desventajosa y desesperada, no permitía que el enemigo tomara la iniciativa. Cualquier otro hombre hubiera muerto en aquellas circunstancias y, a decir verdad, Conan no tenía muchas esperanzas de sobrevivir, pero deseaba con todas sus fuerzas infligir el mayor daño posible antes de que le mataran. Su espíritu de bárbaro estaba lleno del ardor de la batalla, y los cantos de guerra de los antiguos héroes resonaban en sus oídos.

Cuando saltó desde la pared, su hacha derribó, hizo que un enemigo cayera con el brazo cercenado, y de un terrible revés aplastó el cráneo de otros. Las espadas gemían vengativas a su alrededor, pero la muerte sólo le rozaba a una distancia de milímetros. El cimmerio se movía con cegadora velocidad. Parecía un tigre rodeado de simios, y al saltar, esquivar y atacar ofrecía un blanco en perpetuo movimiento al tiempo que su hacha tejía un manto de muerte a su alrededor.
Durante unos instantes, los asesinos le rodearon con fiereza, atacando, pero su mismo número era una desventaja, porque chocaban unos contra otros; luego retrocedieron. Los dos cadáveres que había en el suelo daban fe de la furia del rey, si bien Conan sangraba por varias heridas que tenía en el brazo, el cuello y las piernas.

—¡Bellacos! —gritó Rinaldo, quitándose el casco emplumado—. ¿Estáis acobardados? ¿Es que el déspota ha de seguir viviendo? ¡Acabad con él!

Y se lanzó hacia adelante, dando estocadas como un loco, pero Conan, al reconocerle, le quitó la espada de un hachazo, y le arrojó al suelo con un fuerte empujón. El rey recibió una estocada de Ascalante en el brazo izquierdo, pero éste a duras penas logró salvar la vida, amenazada por el hacha del cimmerio. Uno de los bribones se arrojó a los pies de Conan; después de luchar por un momento con lo que parecía una sólida torre de hierro, levantó la mirada y vio el hacha, pero fue tarde para eludirla. En el ínterin, uno de sus compañeros levantó la espada con ambas manos y atravesó la placa que cubría el hombro izquierdo del rey, hiriéndole. En un segundo, la coraza de Conan quedó cubierta de sangre. Volmana, incitando a los atacantes con su salvaje impaciencia, avanzó con una expresión asesina en el rostro e intentó hundir su arma en la cabeza, descubierta de Conan. El rey se agachó rápidamente y el sable le cortó un mechón de pelo negro. El cimmerio giró sobre sus talones y atacó. El hacha se clavó a través de la coraza de acero, y Volmana cayó al suelo con una herida en el costado.

—¡Volmana! —dijo Conan sin aliento—. Vete a conspirar al infierno...

Inmediatamente se aprestó a enfrentarse a Rinaldo, que atacaba con salvaje furia, armado tan sólo con una daga. Conan saltó hacia atrás, levantando el hacha.

—¡Rinaldo! —dijo con desesperación—. ¡Atrás! No quiero matarte...
—¡Muere, tirano! —gritó el enloquecido juglar, abalanzándose sobre el rey.

Conan demoró el golpe que estaba a punto de descargar hasta que ya fue tarde. Pero cuando sintió el acero en el costado, atacó con ciega desesperación. Rinaldo cayó al suelo con el cráneo destrozado, y Conan retrocedió hasta la pared, cubierto con la sangre que manaba de sus heridas.

—¡Ataca ahora, y mátale! —gritó Ascalante.

Conan apoyó la espalda contra la pared y levantó el hacha. Estaba de pie, como la imagen del primitivo indomable —las piernas separadas, la cabeza echada hacia adelante, una mano apoyada en la pared, la otra aferrando el hacha, con los enormes músculos en tensión, como cuerdas de hierro, y el rostro congelado en una furiosa mueca—, y los ojos le centelleaban a través de la nube de sangre que estaba velándolos. Los hombres titubearon... aunque fueran salvajes, criminales y disolutos, pertenecían a la llamada civilización, y frente a ellos estaba el bárbaro... el hombre que tenía el hábito de matar. Se acobardaron al verlo... el tigre moribundo aún podía darles muerte. Conan percibió su incertidumbre y sonrió con una mueca feroz.

—¿Quién ha de morir primero? —musitó con la boca herida y los labios cubiertos de sangre.

Ascalante saltó como un lobo con increíble rapidez y se agachó para eludir la muerte que se le acercaba siseando. Giró frenéticamente sobre sus talones para esquivarla y rodó por el suelo, mientras Conan se recuperaba del golpe fallido y atacaba de nuevo. Esta vez el hacha se hundió varias pulgadas en el suelo, cerca de las piernas de Ascalante. Otro forajido eligió aquel momento para atacar, seguido por sus compañeros. Trató de matar a Conan antes de que el cimmerio pudiera arrancar el hacha del suelo, pero calculó mal. El bárbaro cogió el hacha manchada de sangre y le asestó un golpe a su enemigo. Una caricatura de hombre de color carmesí fue arrojada hacia atrás entre las piernas de los atacantes.

Entonces, un grito terrible surgió de labios de los bribones que estaban en la puerta, pues habían visto una negra sombra deforme sobre la pared. Ascalante se dio media vuelta al oír el grito, y aullando y blasfemando como perros, salieron corriendo por el pasillo. Ascalante no miró en dirección a la puerta; sólo tenía ojos para el rey herido. Suponía que el ruido de la batalla habría despertado a la gente del palacio, y que los guardias leales estarían a punto de prenderle, aunque le resultaba extraño que sus bribones gritaran de aquella manera al huir. Conan no miró hacia la puerta, porque estaba contemplando al proscrito que tenía los ojos ardientes del lobo moribundo. Ni siquiera en aquel momento abandonó a Ascalante su cínica filosofía.

—Todo parece estar perdido, especialmente el honor —murmuró—. Sin embargo, el rey se está muriendo de pie... y...

No se sabe qué otros pensamientos le pasaron por la cabeza, porque en mitad de la frase se acercó a Conan, en el preciso instante en que el cimmerio se limpiaba con una mano la sangre que le cubría la cara. Pero en el momento en que atacó, hubo un extraño movimiento en el aire, y sintió una cosa terriblemente pesada entre los hombros. Cayó al suelo, y unos enormes colmillos se hundieron dolorosamente en su carne. Retorciéndose con desesperación, volvió la cabeza y vio el rostro de la Pesadilla y de la locura. Encima de él había una enorme cosa negra, que él sabía que no había nacido en un mundo humano. Tenía los negros colmillos de la cosa cerca de su garganta, y la mirada de sus ojos amarillos le quemó las extremidades como un viento mortífero quema la mies en el campo.

Su rostro abominable trascendía la mera animalidad. Podía tratarse del rostro de una momia antigua y maligna, animada con demoníaca vida. En aquellos rasgos repelentes, los ojos desorbitados del proscrito creían ver una especie de sombra en medio de la locura que le rodeaba, una cierta similitud terrible con el esclavo Toth-Amon. Entonces, la filosofía cínica y autosuficiente de Ascalante le abandonó, y murió con un grito aterrador antes de que los babeantes colmillos lo tocaran. Conan, limpiándose la sangre que le cubría la cara, miraba atónito. Al principio pensó que lo que había sobre el cuerpo retorcido de Ascalante era un enorme sabueso negro, pero luego se dio cuenta de que no se trataba de un perro sino de un mono.

Con un aullido que parecía el eco del grito de agonía de Ascalante, se alejó de la pared y se enfrentó a la cosa con un golpe de hacha en el que se había concentrado toda la fuerza desesperada de sus electrizados nervios. El arma que había arrojado brilló desde el cráneo que habría tenido que destrozar, y el rey fue arrojado a través de la habitación por el impacto del gigantesco cuerpo. Las mandíbulas babeantes se cerraron sobre el brazo con el que Conan se protegía la garganta, pero el monstruo no hizo ningún esfuerzo por matarle. Lanzó una mirada demoníaca por encima de su brazo destrozado y la clavó en los ojos de Conan, en los que comenzaban a reflejarse el horror que se expresaba en los ojos muertos de Ascalante. Conan sintió que el alma le ardía y comenzaba a salirse de su cuerpo para hundirse en los abismos amarillos del horror cósmico que brillaban con fantasmagórico resplandor en el caos informe que crecía a su alrededor. Aquellos ojos crecían y crecían, y Conan vislumbró en ellos la realidad de todos los horrores abismales y blasfemos que acechan en la oscuridad exterior del vacío informe, y de los negros abismos siderales. Abrió su boca manchada de sangre para gritar su odio y su repugnancia, pero de sus labios sólo le surgió un chasquido.

Pero el horror que había paralizado y destruido a Ascalante inflamó al cimmerio con una terrible furia similar a la locura. Con un impulso volcánico de todo su cuerpo, saltó hacia atrás, indiferente al dolor que sentía en el brazo destrozado, arrastrando al monstruo. Y su mano fue a dar con algo que su aturdido cerebro reconoció como la empuñadura de su espada rota. La aferró instintivamente y la empuñó con todas sus fuerzas, como si se hubiera tratado de una daga. La hoja rota se hundió profundamente, y el brazo de Conan quedó libre cuando la repelente boca se abrió en un último suspiro de agonía. El rey fue arrojado a un lado, y, apoyándose en una mano, vio las terribles convulsiones del monstruo, de cuyas heridas brotaba sangre espesa. Y mientras todavía le observaba, sus movimientos cesaron y se quedó tendido en el suelo, sacudiéndose con espasmos, al tiempo que miraba hacia arriba con sus ojos muertos. Conan parpadeó y se limpió la sangre de la cara. Le parecía que la cosa se derretía y se desintegraba, convirtiéndose en una masa viscosa e informe.

Entonces llegó a sus oídos una confusión de voces, y la habitación se llenó de gente del palacio —caballeros, nobles, damas, hombres de armas, consejeros— que balbucían, gritaban y chocaban unos con otros. Allí estaban los Dragones Negros, enloquecidos de ira, maldiciendo, con las manos en las empuñaduras y juramentos en los labios. No se veía al joven oficial de la guardia por ningún lado, a pesar de que le buscaron afanosamente.

—¡Gromel! ¡Volmana! ¡Rinaldo! —exclamaba Publius, el consejero jefe, metiendo sus manos regordetas entre los cadáveres—. ¡Negra traición! ¡Alguien ha de pagar por esto! Llamad a los guardias.
—¡La guardia está aquí, viejo estúpido! —dijo imperiosamente Palantides, el comandante de los Dragones Negros, olvidando el rango de Publius en aquel tenso momento—. Será mejor que dejes de chillar y nos ayudes a vendar las heridas del rey. Da la impresión de que va a morir desangrado.
—¡Sí, sí! —gritó Publius, que era un hombre de ideas más que de acción—. Debemos vendarle las heridas. ¡Manda a buscar a todos los médicos de la corte! ¡Oh, mi señor, qué vergüenza para la ciudad! ¿Estás completamente muerto?
—¡Cerdo! —dijo el rey desde el lecho en el que le habían colocado.

Le acercaron una copa a los labios manchados de sangre y bebió como un hombre medio muerto de sed.

—¡Bien! —dijo con un gruñido—. Matar reseca la garganta.

Los hombres consiguieron detener la hemorragia, y la vitalidad innata del bárbaro se puso de manifiesto una vez más.

—Curad primero las heridas del costado —dijo a los médicos de la corte—. Rinaldo me escribió una canción de muerte allí, y la pluma estaba muy afilada.
—Deberíamos haberle ahorcado hace tiempo —farfulló Publius—. No se puede esperar nada bueno de los poetas... ¿quién es éste? Tocó con nerviosismo el cadáver de Ascalante con el pie.—¡Por Mitra! —exclamó el comandante—. ¡Es Ascalante, el conde de Thune! ¿Qué diablos le trajo aquí desde el desierto?
—Pero ¿por qué tiene esa expresión en el rostro? —preguntó Publius con un susurro, alejándose, con los ojos desorbitados y erizado el cabello.

Los demás permanecieron en silencio mientras contemplaban al proscrito muerto.

—Si hubieras visto lo que él y yo vimos —gruñó el rey, incorporándose a pesar de las protestas de los médicos—, no te sorprenderías. Lo verás con tus propios ojos si miras...

Se interrumpió en mitad de la frase, boquiabierto, señalando con un dedo el vacío. En el lugar en el que había estado el monstruo muerto, no se veía más que el suelo de mármol.

—¡Por Crom! —juró—. ¡La cosa se ha hundido con la materia hedionda de la que surgió!
—El rey está delirando —susurró un noble. Conan le oyó y profirió un juramento bárbaro.
—¡Por Badb, por Morrigan, por Macha y por Nemain! —dijo furioso—. ¡Estoy cuerdo! Era como una mezcla de momia estigia y mandril. Entró por la puerta, y los bribones de Ascalante huyeron al verle. Mató a Ascalante, que estaba a punto de atravesarme con la espada. Entonces vino hacia mí y lo maté... no sé cómo, porque mi hacha rebotó como si se hubiera tratado de una roca. Pero creo que el Sabio Epemitreus tuvo algo que ver con esto...
—¡Escucha cómo pronuncia el nombre de Epemitreus, muerto hace mil quinientos años! —se decían unos a otros en voz baja.
—¡Por Ymir! —exclamó el rey con voz tronante—. ¡Esta noche hablé con Epemitreus! Me llamó en sueños, y yo avancé por un corredor de piedra negra en el que había tallas de antiguos dioses, en dirección a una escalera también de piedra, en cuyos peldaños había figuras de Set, hasta que llegué a una cripta en la que había una tumba con un fénix tallado...
—¡En nombre de Mitra, mi señor! ¡Calla! —dijo el sumo sacerdote de Mitra, con el rostro ceniciento.

Conan sacudió la cabeza como un león agita la melena, y habló como un gruñido de bestia salvaje.

—¿Acaso soy un esclavo, para callarme porque tú me lo ordenes?
—¡No, no, mi señor! —repuso el sumo sacerdote temblando, pero no de miedo, ante la cólera del rey—. No tenía intenciones de ofenderte. Luego se acercó a Conan y le dijo algo al oído.
—Mi señor, esta cuestión está más allá de la comprensión humana. Sólo un pequeño grupo de sacerdotes conoce el secreto del corredor de piedra negra que manos desconocidas esculpieron en el negro corazón del monte Golamira, o acerca de la tumba protegida por el fénix en la que fue enterrado Epemitreus hace mil quinientos años. Y desde entonces ningún ser humano ha entrado allí, porque los elegidos, después de colocar al Sabio en la cripta, cerraron la entrada del corredor de modo que nadie pudiera encontrarla, y hoy en día ni siquiera los sumos sacerdotes saben dónde está. El pequeño grupo de acólitos de Mitra conoce sólo de oídas, por boca de los sumos sacerdotes, el lugar del reposo eterno de Epemitreus en el negro corazón de Golamira, y guardan celosamente el secreto. Éste es uno de los Misterios en los que se basa el culto de Mitra.
—No sé por medio de qué artes mágicas Epemitreus me llevó hasta él —repuso Conan—. Pero yo he hablado con él, y me hizo una marca en la espada. No sé por qué esa señal resultó mortífera para los demonios, ni qué magia había en ella, pero aunque la espada se rompió al golpear el casco de Gromel, el fragmento que quedó fue lo bastante largo como para matar al monstruo.
—Déjame ver tu espada —susurró el sumo sacerdote con la garganta seca.

Conan le enseñó la espada rota, y el sumo sacerdote lanzó un grito y se puso de rodillas.

—¡Mitra nos proteja contra el poder de las tinieblas! —dijo jadeando—. ¡En la espada está grabado el emblema del fénix inmortal que se cierne eternamente sobre su tumba! ¡Es el signo secreto que sólo él puede hacer! ¡Rápido, una vela! ¡Mirad otra vez en el lugar donde el rey dice que murió el demonio!

Éste había yacido a la sombra de un biombo roto. Arrojaron el biombo a un lado y alumbraron el suelo con la luz de la vela. En la habitación reinaba un silencio estremecedor mientras buscaban la señal. Poco después algunos caían de rodillas al suelo invocando a Mitra, y otros huían gritando de la habitación. Allí en el suelo, en el lugar donde había muerto el monstruo, yacía una sombra tangible, una enorme mancha oscura que no se podía borrar; la cosa había dejado su contorno claramente marcado con su sangre, y aquel contorno no se parecía al de ningún ser conocido en el mundo. Estaba allí, terrible y siniestro, como la sombra de uno de los dioses mono que se agazapan en los sombríos altares de los oscuros templos de Estigia.


El funeral de John Mortonson. Ambrose Bierce (1842-1914)

John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la escena. El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal. Esto no fue bueno; no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía permanecen mudas.

A medida que las horas iban pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos, quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia. Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija. Lúgubremente y en tono bajo, el hombre de Dios comenzó su elogio de la muerte, y su dolorosa voz, mezclada con los sollozos cuya intención era para estimular al auditorio, pareció como el sonido del mar sombrío. El deprimente día se oscureció a medida que él hablaba; una cortina de nubes acechó el cielo y un par de gotas de lluvia se hicieron audibles. Pareció como si la naturaleza entera estuviera llorando por John Mortonson.

Cuando el ministro hubo terminado su elogio con una oración, se cantó un himno y los portadores del féretro tomaron su lugar detrás del mismo.

Cuando las últimas notas del himno tocaron a su fin la viuda corrió hasta el ataúd, cayendo sobre el mismo y llorando histéricamente. Gradualmente fue cediendo a la disuasión y a comportarse; y el ministro trataba de alejar su vista de la muerte bajo el cristal. Ella extendió sus brazos y con un grito cayó insensible.

Los dolientes se acercaron al ataúd, los amigos los siguieron, y cuando el reloj sobre el mantel solemnemente daba las tres, todos miraron fijamente sobre el rostro del difunto John Mortonson.

Ellos retrocedieron, débilmente. Un hombre, tratando en su terror de escapar de la desagradable visión, tropezó contra el ataúd tan pesadamente como para golpeando uno de sus delicados soportes. El ataúd cayó al piso, el cristal estalló en miles de pedazos por el golpe.
Desde la abertura del cristal salió el gato de John Mortonson, que perezosamente brincó al piso, sentándose, limpiando tranquilamente su criminal hocico con la pata delantera, para retirarse con dignidad de la estancia.


El ferrocarril celestial. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

No hace mucho tiempo, al traspasar la puerta de los sueños visité esa región de la tierra en la que está la famosa Ciudad de la Destrucción. Me interesó mucho enterarme de que, gracias al espíritu cívico de algunos de sus habitantes, recientemente se había trazado una línea de ferrocarril entre esta populosa y floreciente urbe y la Ciudad Celestial. Como tenía un poco de tiempo, decidí satisfacer mi curiosidad realizando un viaje hasta allí. Por ello una hermosa mañana, tras pagar la cuenta del hotel y ordenar al conserje que pusiera mi equipaje en la parte trasera de un coche, tomé asiento en el vehículo y partí para la estación de ferrocarril. Mi buena fortuna me hizo disfrutar de la compañía de un caballero, un tal señor Smooth-it-away, que, aunque no había llegado a visitar la Ciudad Celestial, parecía conocer muy bien, sin embargo, sus leyes, costumbres, política y estadísticas, lo mismo que las de la Ciudad de la Destrucción, en la que había nacido. Como además era director de la empresa del ferrocarril, y uno de sus más importantes accionistas, podía darme toda la información que yo deseara con respecto a esa loable empresa.

Traqueteamos en el coche hasta salir de la ciudad, y a escasa distancia de ésta cruzamos un puente de construcción elegante, aunque me pareció demasiado ligero para sostener un peso considerable. A ambos lados había un extenso cenagal que no habría resultado más desagradable a la vista o el olfato de haberse vaciado allí la suciedad de todas las perreras de la tierra.

—Es el famoso Cenagal del Abatimiento —comentó el señor Smooth-itaway—.Una desgracia para toda la vecindad; y tanto mayor por cuanto que podría convertirse fácilmente en tierra firme.
—Había oído que se han hecho esfuerzos en ese sentido desde tiempo inmemorial —contesté yo—. El predicador Bunyan menciona que se han arrojado aquí en vano más de veinte mil carretas cargadas de sanas enseñanzas.
—¡Es muy probable! ¿Y qué podía esperarse de ese material tan insustancial? —preguntó el señor Smooth-it-away—. Fíjese en este adecuado puente. Conseguimos unos cimientos suficientes para él arrojando al cenagal algunas ediciones de libros de moralidad; volúmenes de filosofía francesa y racionalismo alemán; tratados, sermones y ensayos de clérigos modernos; extractos de Platón y Confucio y varias sagas hindúes, junto con algunos ingeniosos comentarios sobre los textos de las Escrituras; todo ello, mediante un proceso científico, se convirtió en una masa semejante al granito. El fangal entero podría llenarse con materias similares.

Sin embargo a mí me pareció que el puente vibraba y subía y bajaba de una manera formidable; y a pesar del testimonio del señor Smooth-it-away acerca de la solidez de sus cimientos, no me gustaría cruzarlo en un ómnibus atestado, sobre todo si cada uno de los pasajeros llevaba tanto equipaje como el caballero y yo mismo. Lo pasamos, no obstante, sin accidente, llegando muy pronto a la estación. Ese edificio, muy pulcro y espacioso, se levantaba sobre la sede del pequeño portillo que antiguamente, como recordarán todos los viejos peregrinos, estaba directamente encima del camino, y por su inadecuada estrechez representaba una gran obstrucción para el viajero de mente liberal y estómago expansivo. El lector de John Bunyan se alegrará de saber que el amigable evangelista del cristiano, que acostumbraba a dar a cada peregrino un pergamino místico, preside ahora el despacho de billetes. Es cierto que algunas personas maliciosas niegan que este famoso personaje sea idéntico al Evangelista de la antigüedad, e incluso pretenden poder aportar pruebas coherentes de la impostura. Sin comprometerme en una disputa, observaré simplemente que, por lo que me dicta mi experiencia, las piezas cuadradas de cartón que se entregan ahora a los pasajeros resultan mucho más convenientes y útiles para el camino que el antiguo rollo de pergamino. Pero declino opinar acerca de si se aceptan con igual facilidad en la puerta de la Ciudad Celestial.

En la estación se hallaban ya un gran número de pasajeros esperando la partida del tren. Por el aspecto y el porte de estas personas era fácil juzgar que los sentimientos de la comunidad habían sufrido un cambio muy favorable en relación al peregrinaje celestial. Al corazón de Bunyan le habría agradado verlo. En lugar de un hombre solitario y andrajoso, con una enorme carga a la espalda, caminando despacio y penosamente mientras la ciudad entera le abucheaba, había aquí grupos formados por los principales nobles y las personas más respetables de la vecindad, que partían hacia la Ciudad Celestial tan alegremente como si el peregrinaje fuera simplemente un viaje de verano. Entre los caballeros había personajes de merecida eminencia: magistrados, políticos y hombres ricos cuyo ejemplo religioso sería muy recomendable para sus hermanos menores. Me alegró descubrir también en la parte de las damas a algunas de esas flores de la sociedad de moda que pueden resultar un adorno bien adecuado para los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Había muchas conversaciones agradables acerca de las noticias del día, temas de negocios y política, o asuntos divertidos más ligeros; mientras que la religión aunque indudablemente era el objetivo principal en el corazón, quedaba por elegancia en un segundo plano. Incluso un ateo habría escuchado muy poco, o nada, que atacara a su sensibilidad.

No debo olvidar mencionar una gran conveniencia del nuevo método de peregrinaje. Nuestras enormes cargas, en lugar de llevarlas sobre nuestros hombros tal como se acostumbraba en la antigüedad, iban todas cómodamente depositadas en el coche de equipajes, y se me aseguró que serían entregadas a sus propietarios respectivos al final del viaje. Al benevolente lector le complacerá asimismo saber otra cosa. Debe recordarse que existía una antigua enemistad entre el Príncipe Belcebú y el guardador del portillo, y que los seguidores del primer y distinguido personaje acostumbraban a lanzar flechas mortales a los peregrinos honestos que llamaban a la puerta. Para honor tanto del ilustre potentado antes mencionado como de los dignos y sabios directores del ferrocarril, esa disputa se había arreglado pacíficamente por el principio del compromiso mutuo. Los súbditos del príncipe son empleados ahora en gran número en la estación, ocupándose algunos del equipaje, otros de recoger el combustible, alimentar los motores u otras tareas afines; y puedo afirmar con conocimiento que en ningún otro ferrocarril se encontrarán personas más atentas a su tarea, más deseosas de acomodar o más agradables en general a los pasajeros. Todo buen corazón seguramente se sentirá jubiloso de que se haya encontrado un arreglo tan satisfactorio a una dificultad inmemorial.

—¿Dónde está el señor Greatheart? —pregunté—. Sin duda los directores habrán contratado a ese famoso y antiguo campeón para que sea el revisor principal del ferrocarril.
—Bueno, no —contestó el señor Smooth-it-away con una tos seca—. Se le ofreció el empleo de encargado de los frenos; pero si quiere que le diga la verdad, nuestro amigo Greatheart se ha vuelto absolutamente rígido y estrecho en su vejez. Tantas veces ha guiado a los peregrinos a pie por los caminos que considera un pecado viajar de cualquier otro modo. Además, el pobre viejo guarda una enemistad tan enérgica hacia el Príncipe Belcebú que siempre se está peleando o cruzando insultos con alguno de los súbditos del príncipe, haciendo que nos indispongamos de nuevo con ellos. Por eso en general no nos apenó que, en una rabieta, el honesto Greatheart se fuera a la Ciudad Celestial dejándonos en libertad de elegir un hombre más adecuado y acomodaticio. Allí viene el maquinista del tren. Probablemente le reconocerá enseguida.

En ese momento la máquina se colocaba delante de los coches, y debo confesar que se asemejaba mucho más a un demonio mecánico que nos conduciría a las regiones infernales que a un artilugio laudable para llevarnos a la Ciudad Celestial. En la parte superior se sentó un personaje casi envuelto en humo y llamas que, no se asuste el lector, parecían brotar de su boca y su estómago, tanto como del abdomen soldado de la máquina.

—¿Me engañan mis ojos? —pregunté—. ¿Qué demonios es eso? ¿Un ser vivo? ¡Si es así, es el hermano de la máquina sobre la que cabalga!
—¡Bah, bah, qué obtuso es usted! —contestó el señor Smooth-it-away con una risa cordial—. ¿Es que no conoce a Apolíon, el viejo enemigo de los cristianos, con los que libró tan fiera batalla en el Valle de la Humillación? Fue él quien hizo la máquina; y le hemos reconciliado con la costumbre de ir de peregrinaje, contratándole como maquinista jefe.
—¡Bravo, bravo! —exclamé con irreprimible entusiasmo—. Esto muestra la liberalidad de la época; esto prueba, más que cualquier otra cosa, que todos los prejuicios rancios están en el camino justo para ser eliminados. ¡Y cómo se regocija el cristiano al enterarse de esa feliz transformación de su antiguo antagonista! Me será muy placentero informar sobre él cuando lleguemos a la Ciudad Celestial.

Sentados cómodamente todos los pasajeros, empezamos a traquetear alegremente consiguiendo en diez minutos una distancia probablemente mayor de la que un cristiano recorría a pie penosamente en un día entero. Era de risa cuando miramos, por así decirlo, a la cola de un rayo, observar a dos polvorientos caminantes con el antiguo traje de peregrino, con la concha y el cayado, los rollos místicos de pergamino en las manos y la carga intolerable sobre la espalda. La obstinación con la que esos honestos hermanos persistían en gemir y dar traspiés por un camino difícil en lugar de aprovecharse de las mejoras modernas, provocó gran alegría entre nuestros hermanos más sabios. Saludamos a los dos peregrinos con muchas agradables pullas y un estruendo de risas; y ellos nos miraron con semblantes tan tristes y absurdamente compasivos que nuestra alegría se hizo diez veces más estrepitosa. Apollon participó también cordialmente en la broma, y se esforzó por lanzar el humo y las llamas de la máquina, o de su propia respiración, hacia sus rostros, envolviéndoles en una atmósfera de vapor ardiente. Estas pequeñas bromas nos divertían enormemente, y sin duda dieron a los peregrinos la gratificación de que pudieran considerarse mártires.

A cierta distancia del ferrocarril el señor Smooth-it-away señaló hacia un edificio grande y antiguo que dijo era una taberna que antiguamente había sido un famoso lugar de reposo para peregrinos. En el libro del camino de Bunyan se menciona como la Casa del Intérprete.

—Hacía tiempo que tenía curiosidad por visitar esa casa —comenté yo.
—No es una de nuestras paradas, tal como advertirá —contestó mi compañero—.El tabernero se opuso violentamente al ferrocarril; y es normal que lo hiciera, pues la vía dejó a un lado su negocio privándole con seguridad de todos sus clientes famosos.

Pero el sendero sigue pasando junto a su puerta, y el anciano caballero recibe de vez en cuando la llamada de algún viajero simple al que entretiene con comidas tan anticuadas como él mismo. Antes de que nuestra conversación sobre ese tema llegara a una conclusión, pasamos junto al lugar en el que la carga del cristiano cayó de sus hombros ante la vista de la Cruz. Ello sirvió como tema para que el señor Smooth-it-away, el señor Live-forthe-world, el señor Hide-sin-in-the-heart, el señor Scaly-conscience y un grupo de caballeros procedentes de la ciudad de Shun-repentance, disertaran largamente sobre las inestimables ventajas resultantes de la seguridad de nuestro equipaje. Yo mismo, y en realidad todos los pasajeros, nos mostramos totalmente unánimes con esa opinión acerca del asunto; pues nuestras cargas eran ricas en muchas cosas que se consideraban preciosas en todo el mundo; y especialmente cada uno de nosotros poseía una gran variedad de Hábitos favoritos, que confiábamos no estarían de moda ni siquiera en los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Habría sido un triste espectáculo ver toda esa serie de valiosos artículos cayendo en el sepulcro. Y así, conversando acerca de las circunstancias favorables de nuestra posición, en comparación con las de los peregrinos del pasado y los de mente estrecha del día de hoy, nos encontramos pronto al pie de la Colina de la Dificultad. A través del corazón mismo de esta montaña rocosa se había abierto un túnel de admirable arquitectura, con un elevado arco y una espaciosa doble vía; por tanto, a menos que la tierra y las rocas se desmoronaran, sería un monumento eterno a la habilidad y capacidad emprendedora del constructor. Es una gran ventaja, aunque no resulte esencial, el que los materiales del corazón de la Colina de la Dificultad se hayan empleado para rellenar el Valle de la Humillación, evitando así la necesidad de descender a ese desagradable e insano agujero.

—Es una mejora ciertamente maravillosa —comenté yo—. Pero me habría alegrado tener la oportunidad de visitar el Palacio Hermoso, y ser presentado a las encantadores y jóvenes damas —la señorita Prudencia, la señorita Piedad y la señorita Caridad, y todas las demás—, que tienen la amabilidad de entretener allí a los peregrinos.
—¡Jóvenes damas! —exclamó el señor Smooth-it-away en cuanto la risa le dejó hablar—. ¡Y encantadoras! Vaya, mi querido amigo, son doncellas viejas todas y cada una de ellas: estiradas, almidonadas, secas y angulosas; y me atrevería a decir que ninguna de ellas ha cambiado tanto como la moda de sus vestidos desde la época del peregrinaje cristiano.
—Ah, bien, entonces podemos pasar muy bien de conocerlas —contesté muy reconfortado.

El respetable Apollon estaba soltando ahora vapor a una velocidad prodigiosa, deseoso quizás de liberarse de los recuerdos desagradables relacionados con la zona en la que había tenido el desastroso encuentro con el cristiano. Consultando el libro de viajes del señor Bunyan, comprendí que debíamos estar ahora a pocos kilómetros del Valle de la Sombra de la Muerte, a cuya triste región llegaríamos, a la velocidad que llevábamos, mucho antes de lo que parecía deseable. En realidad no esperaba nada mejor que encontrarme con el arroyo por un lado y el cenagal por el otro; pero al comunicar mis aprensiones al señor Smooth-it-away, me aseguró éste que las dificultades de ese paso, incluso en sus peores condiciones, se habían exagerado mucho, y que dado el actual estado de mejoras podía considerarme tan seguro como en cualquier otro ferrocarril de la cristiandad.

Mientras así hablábamos, el tren penetró en ese temible valle. Aunque me confieso culpable de algunas absurdas palpitaciones del corazón mientras recorríamos presurosamente la calzada allí construida, sería sin embargo injusto no mencionar encomiásticamente la audacia de su concepción original y el ingenio de quienes la ejecutaron. Asimismo era gratificante observar cuánto cuidado se había puesto en deshacer la oscuridad permanente compensando la falta de la alegre luz del sol, pues ni un solo rayo de ésta penetraba nunca entre aquellas terribles sombras. Para ello, el gas inflamable que sale en abundancia del suelo se recogía por medio de tuberías que comunicaban con una cuádruple fila de lámparas a lo largo del todo el conducto. Por tanto, se había obtenido resplandor incluso de la maldición sulfurosa que hay permanentemente en el valle: aunque era un brillo dañino para los ojos, y que producía cierta confusión, tal como descubrí por los cambios que producía en el rostro de mis compañeros. A este respecto, y en comparación con la luz diurna natural, se da la misma diferencia que entre la verdad y la falsedad; pero si el lector ha recorrido alguna vez ese Valle Oscuro, habrá aprendido a agradecer cualquier luz que pudiera conseguir; y si no la lograba del cielo que hay arriba, era mejor obtenerla del condenado suelo que tenía debajo. Tan rojo era el brillo de esas lámparas que parecían construir paredes de fuego a ambos lados del camino, entre las cuales avanzábamos a la velocidad del rayo al tiempo que un trueno reverberante llenaba con sus ecos el valle. De haberse salido la máquina de la vía —una catástrofe, se susurraba, que no carecía de precedentes—, sin duda nos habría recibido el pozo sin fondo, si es que existía tal lugar.

Precisamente cuando algunas tonterías tenebrosas de esta naturaleza habían hecho estremecer mi corazón, escuché un grito tremendo que recorrió a toda velocidad el valle como si mil diablos hubieran reventado sus pulmones para lanzarlo, pero que simplemente resultó ser el silbido de la máquina al llegar a una parada.

El lugar en el que acabábamos de detenemos es el mismo que nuestro amiga Bunyan —un hombre sincero, pero infectado de muchas ideas fantásticas— había designado, en términos más claros de lo que a mí me gustaría repetir, como la boca de la región infernal. Debía tratarse sin embargo de un error, por cuanto que el señor Smooth-it-away, mientras permanecíamos en la caverna misteriosa y cubierta de humo, aprovechó la ocasión para demostrar que Tophet no tenía ni siquiera una existencia metafórica. Nos aseguró que ese lugar no es otro que el cráter de un volcán casi extinguido en el que los directores habían establecido forjas para la fabricación del hierro de las vías. Por tanto se obtiene allí abundante suministro de combustible para el uso de las máquinas. Quienquiera que hubiera contemplado la tenebrosa oscuridad de la ancha boca de la caverna, por la que de vez en cuando brotaban enormes lenguas de llamas oscuras, y hubiera visto los monstruos , extraños y formados a medias, y hubiera tenido visiones de los rostros horrible mente grotescos que parecía formar el humo, y hubiera escuchado los murmullos terribles, y los gritos, y los susurros profundos y estremecedores de las explosiones, que a veces tomaban la forma de palabras casi articuladas, habría aceptado tan de buena gana como nosotros la consoladora explicación del señor Smooth-it-away. Además, los habitantes de la caverna eran personajes desagradables, oscuros, tiznados por el humo, generalmente deformes, con pies desfigurados, y un brillo rojizo oscuro en los ojos, como si sus corazones hubieran apresado el fuego y lo estuvieran lanzando por las ventanas superiores. Me sorprendió, considerándolo una peculiaridad, el que los trabajadores de la forja y los que llevaban el combustible a la máquina cuando empezaron a respirar soltaran claramente humo por la boca y la nariz.

Entre los ociosos que deambulaban por el tren, casi todos dando bocanadas a cigarros que habían encendido en la llama del cráter, me sorprendió encontrar a varios que estaba yo seguro de que ya antes habían ido por ferrocarril a la Ciudad Celestial. Parecían oscuros, salvajes y cubiertos de humo, y se asemejaban singularmente a los habitantes nativos que, también ellos, tenían una desagradable inclinación a las pullas y muecas maliciosas, por cuya costumbre se les había quedado una contorsión del rostro.

Como había hablado ya con una de esas personas —un tipo indolente que no servía para nada y respondía al nombre de Take-it-easy—, le llamé y le pregunté que a qué se dedicaba allí.
—¿No partió usted hacia la Ciudad Celestial? —pregunté.
—Eso es un hecho —contestó el señor Take-it-easy lanzando descuidadamente una bocanada de humo a mis ojos—. Pero escuché unos relatos tan malos acerca del lugar que jamás me esforcé por subir la colina sobre la que se levanta la ciudad. Allí no hay negocios, no hay diversión, no hay nada que beber y no dejan fumar, y suena música de iglesia desde la mañana hasta la noche. No me quedaría en un lugar así ni aunque me ofrecieran gratis casa y comida.
—Pero mi buen señor Take-it-easy —dije yo—. ¿Por qué ha fijado aquí su residencia, de entre todos los lugares del mundo?
—Ah —respondió el gandul sonriendo—. Es un lugar muy caluroso, me he encontrado con muchísimos viejos amigos, y en general el lugar me conviene. Espero verle regresar pronto. Y le deseo un viaje agradable.

Mientras así me hablaba, sonó la campana de la máquina y partimos velozmente dejando algunos pasajeros y sin coger a ninguno nuevo. Traqueteando valle adelante, nos deslumbró como antes el fuerte resplandor de las lámparas de gas. Pero a veces, en la oscuridad del brillo intenso, unos rostros ceñudos que tenían el aspecto y la expresión de los pecados individuales, o las pasiones malignas, parecían traspasar el velo de luz, nos contemplaban y extendían una mano grande y oscura, como si pretendieran retrasar nuestro avance. Casi llegué a pensar que se trataba de mis propios pecados que me atraían hacia allí. En realidad se trataba sólo de caprichos de la imaginación, simples engaños de los que sinceramente debía avergonzarme; pero a lo largo de todo el Valle Oscuro fui atormentado, acosado y tristemente confundido por el mismo tipo de ensoñaciones. Los gases mefíticos de esa región intoxicaban el cerebro.

Sin embargo, cuando la luz del día natural empezó a luchar con el brillo de los faroles, esas imágenes vanas perdieron su viveza y acabaron por desaparecer con el primer rayo de sol que nos iluminó en cuanto salimos del Valle de la Sombra de la Muerte. Y cuando habían recorrido ya dos kilómetros casi habría podido jurar que todo aquel recorrido tenebroso no era más que un sueño.

Tal como dice John Bunyan, al final del valle hay una caverna en la que habitaban en su tiempo dos gigantes crueles, Pope y Pagan, quienes habían cubierto el suelo de su residencia con los huesos de los peregrinos masacrados. Ya no están allí esos viles y viejos trogloditas; pero en su cueva abandonada hay otro gigante terrible que se dedica a lanzarse sobre los viajeros honestos y engordarlos, para servirlos luego en su mesa, con abundantes comidas de humo, niebla, luz de luna, patatas crudas y serrín. Es alemán de nacimiento, y recibe el nombre de Gigante Trascendentalista; pero en cuanto a su forma, rasgos, sustancia y naturaleza general, la principal peculiaridad de este bellaco enorme es que ni él mismo ha sabido describirse ni nadie ha conseguido hacerlo por él. Mientras cruzamos la boca de la caverna, pudimos vislumbrarlo velozmente y tenía un aspecto semejante a una figura mal proporcionada, aunque todavía se parecía mucho más a un montón de niebla y oscuridad. Nos gritó, pero con una fraseología tan extraña que no sabíamos lo que quería decir, ni siquiera si se sentía animado o asustado.

Al final del día el tren penetró estruendosamente en la antigua ciudad de Vanidad, donde la Feria de las Vanidades sigue siendo muy próspera y muestra un resumen de todo lo que hay de brillante, alegre y fascinante bajo el sol. Como me proponía quedarme allí un tiempo considerable, me gratificó saber que no existe ya la falta de armonía entre los habitantes de la ciudad y los peregrinos, que impulsaba a los primeros a medidas tan lamentablemente erróneas como la persecución de los cristianos y el martirio de los fieles. Por el contrario, como el nuevo ferrocarril ha traído con él un importante comercio y una entrada constante de extranjeros, el señor de la Feria de las Vanidades es su primer patrón, y los capitalistas de la ciudad se encuentran entre los accionistas más importantes. Muchos pasajeros se detienen por motivos de placer o negocios en la feria, en lugar de seguir avanzando hacia la Ciudad Celestial. Y lo cierto es que son tales los encantos del lugar que la gente suele afirmar que es el verdadero y único cielo; resueltamente afirman que no hay otro, que los que buscan más allá no son más que soñadores, y que aunque el fabuloso brillo de la Ciudad Celestial estuviera un kilómetro más allá de las puertas de Vanidad, ni siquiera entonces serían tan estúpidos como para ir allí. Sin suscribir esos encomios quizás exagerados, puedo afirmar sinceramente que mi estancia en la ciudad fue muy agradable, y mi relación con sus habitantes me produjo gran diversión e instrucción.

Siendo por naturaleza de disposición seria, dirigí mi atención hacia las ventajas sólidas que se derivarían de residir allí, en lugar de a los placeres efervescentes que son el objetivo principal de muchos visitantes. El lector cristiano que no tenga ningún relato de la ciudad posterior a la época de Bunyan se sorprenderá de oír que casi todas las calles tienen su iglesia, y que en ningún lugar se respeta más a los reverendos clérigos que en la Feria de las Vanidades. Y bien que merecen tan honorable estima, pues las máximas de sabiduría y virtud que salen de sus labios proceden de una profunda fuente espiritual y tienden a un objetivo religioso tan elevado como el de los más sabios filósofos de la antigüedad. Como justificación de esta gran alabanza sólo necesito mencionar los nombres del reverendo señor Shallow-deep, el reverendo señor Stumbleat-truth, ese hermoso personaje clerical que es el reverendo señor This-to-day, que espera traspasar pronto su público al reverendo señor That-tomorrow; junto con el reverendo señor Bewilderment, y reverendo señor Clog-the-spirit, y por último el más grande, el reverendo doctor Wind-of-doctrine. Los trabajos de estos teólogos eminentes son impulsados por los de innumerables conferenciantes que difunden una profundidad tan diversa en todos los temas de la ciencia humana o celestial que cualquier hombre puede conseguir una erudición total sin ni siquiera tomarse el trabajo de aprender a leer. De esta manera la literatura se vuelve etérea asumiendo como medio la voz humana; y el conocimiento, al depositar todas sus partículas más pesadas, salvo sin duda el oro, se exhala en un sonido que penetra después en los oídos siempre abiertos de la comunidad. Estos métodos ingeniosos forman una especie de maquinaria mediante al cual el pensamiento y el estudio pasan a cada persona sin que ésta oponga el más ligero inconveniente. Existe otra especie de máquina para la manufactura sana de la moralidad individual. La sociedad obtiene estos resultados excelentes en todo tipo de propósitos virtuosos, para lo que un hombre simplemente tiene que conectarse con los demás arrojando por así decirlo su cuota de virtud a la cantidad común, y el presidente y los directores se ocuparán de que se aplique bien la suma total. Éstas y otras muchas mejoras maravillosas en la ética, la religión y la literatura las entendí claramente gracias al ingenio del señor Smooth-it-away, lo que me inspiró una gran admiración por la Feria de las Vanidades.

En una época de panfletos llenaría un volumen si me dedicara a registrar todas las observaciones que hice en esa gran capital del placer y los negocios humanos. Había una gama ilimitada de la sociedad —el poderoso, el sabio, el ingenioso y el famoso en todas las posiciones de la vida; príncipes, presidentes, poetas, generales, artistas, actores y filántropos—, todos los cuales ponían su propio mercado en la feria, y no consideraban que esos bienes que atraían su fantasía tuvieran un precio exorbitante.

Aunque uno no pensara en comprar o vender, era una buena idea pasear despacio por los bazares y observar los diversos movimientos que se producían.

Pensé que algunos de los compradores hacían tratos realmente estúpidos. Por ejemplo, un joven que había heredado una fortuna espléndida gastó una parte considerable de ésta en la compra de enfermedades, y empleó finalmente el resto de su dinero en un gran lote de arrepentimiento y un traje de andrajos. Una joven muy hermosa cambió un corazón tan claro como el cristal, que le parecía su posesión más valiosa, por otra joya del mismo tipo, pero tan gastada y con tan poco brillo que no parecía en absoluto valiosa. En una tienda había muchas grandes coronas de laurel y mirto que deseaban comprar con urgencia soldados, autores, estadistas y otras personas diversas; algunos pagaban esas guirnaldas insignificantes con su vida, otros con una laboriosa servidumbre de muchos años, y muchos sacrificaban lo que les era más valioso y sin embargo al final se quedaban sin la corona. Había una especie de acción o vale, llamado Conciencia, del que existía una gran demanda y servía para comprar casi cualquier cosa. Ciertamente muy pocos bienes de alto precio podían obtenerse sin pagar una fuerte suma con esa moneda particular, y los negocios de un hombre raras veces resultaban muy lucrativos a menos que supiera con exactitud cuándo y cómo meter en el mercado su provisión de conciencia. Sin embargo, como esta acción era lo único que tenía un valor permanente, quien se separara de ella podía estar seguro de perder a la larga. Algunas de las especulaciones tenían un carácter cuestionable. Ocasionalmente, un miembro del Congreso restablecía su bolsa con la venta de sus electores; y se aseguraba que funcionarios públicos habían vendido con frecuencia el país a precios muy moderados. Eran miles los que vendían su felicidad por un capricho. Las cadenas de oro tenían gran demanda, y se compraban a costa casi de cualquier sacrificio. Y en verdad los que de acuerdo con el viejo refrán deseaban vender cualquier cosa valiosa por una canción encontraban compradores en toda la Feria; y había innumerables platos de lentejas bien calientes para los que querían vender su derecho de primogenitura. Sin embargo había algunos artículos que no podían encontrarse en estado auténtico en la Feria de las Vanidades. Si un cliente deseaba renovar su porción de juventud, los tratantes le ofrecían unos dientes postizos y una peluca de color castaño rojizo; y si quería paz mental, le recomendaban opio o una botella de brandy.

Terrenos y mansiones doradas situados en la Ciudad Celestial se cambiaban a menudo, muy desventajosamente, por unos años de alquiler de pequeños e inadecuados apartamentos en la Feria de las Vanidades. El propio Príncipe Belcebú estaba muy interesado por este tipo de tráfico, y a veces condescendía a entrometerse en asuntos menores. En una ocasión tuve el placer de verle negociar el alma a un avaro, y tras muchas e ingeniosas escaramuzas por ambos lados su alteza consiguió obtenerla por el valor de seis peniques. Con una sonrisa, el príncipe comentó que había perdido en la transacción.

Día tras día, mientras caminaba por las calles de Vanidad, mis maneras y porte se fueron asemejando más y más a los de los habitantes. El lugar empezó a parecerme mi hogar; casi llegó a borrarse de mi mente la idea de proseguir mi viaje hacia la Ciudad Celestial. Sin embargo, me lo recordó el ver a la misma pareja de peregrinos simples de quienes tanto nos habíamos reído cuando Apollon lanzó humo y vapor a sus rostros al comienzo de nuestro viaje. Allí estaban ellos, en medio del denso bullicio de Vanidad; los tratantes les ofrecían su púrpura y sus más finas telas y joyas, los hombres de ingenio y humor se burlaban de ellos, un par de rollizas damas se los comían con los ojos, y el benevolente señor Smoothit-away les susurraba parte de su sabiduría, señalándoles un templo recién levantado; pero allí estaban esos hombres dignos y simples que hacían que todo pareciera salvaje y monstruoso simplemente porque con tenacidad se negaban a tomar parte en sus negocios o placeres.

Uno de ellos —su nombre era Stick-to-the-right- supongo que percibió en mi rostro una especie de simpatía, casi de admiración, que con gran sorpresa por mi parte no podía dejar de sentir por esta pragmática pareja. Ello le impulsó a dirigirse a mí.

—Señor, ¿se considera usted un peregrino? —preguntó con una voz triste, pero al mismo tiempo suave y amable.
—Así es, mi derecho a esa apelación es indudable —contesté—. Simplemente paso una temporada aquí, en la Feria de las Vanidades, pero me dirijo a la Ciudad Celestial en el nuevo ferrocarril.
—Ay, amigo, le aseguro, y le suplico que reciba la verdad que hay en mis palabras, que todo el asunto no es más que una burbuja. Podría viajar en él toda la vida, y vivir mil años, y nunca llegaría más allá de los límites de la Feria de las Vanidades. Sí, aunque creyera estar entrando por las puertas de la ciudad bendita, no sería otra cosa que un engaño miserable.
—El Señor de la Ciudad Celestial se ha negado y se negará siempre a conceder un acta de incorporación a este ferrocarril —empezó a decir el otro peregrino, cuyo nombre era señor Foot-it-to-heaven-. Y a menos que se obtenga ese acta, ningún pasajero tendrá nunca la esperanza de entrar en sus dominios. Y por ello todo hombre que compre un billete debe poner en sus cuentas que ha perdido el dinero, que es el valor de su propia alma.
—¡Bah, tonterías! —exclamó el señor Smooth-it-away cogiéndome del brazo y alejándome de ellos—. Esos hombres deberían ser acusados de calumnias. Si la ley siguiera siendo lo que fue en la Feria de las Vanidades, los veríamos gesticular a través de los barrotes de hierro de las ventanas de la prisión.

Ese incidente produjo una considerable impresión en mi mente, y con otras circunstancias contribuyó a indisponerme hacia una residencia permanente en la ciudad de Vanidad; aunque desde luego no era lo bastante simple como para abandonar mi plan original de deslizarme cómoda y fácilmente por el ferrocarril. Aun así, cada vez estaba más ansioso por irme. Había algo extraño que me turbaba. Entre las ocupaciones o diversiones de la Feria, nada había más común que el que una persona que podía estar en una fiesta, teatro o iglesia, o traficando en busca de riqueza y honores, o haciendo cualquier otra cosa, y por muy inoportuna que fuera la interrupción —desapareciera repentinamente como una burbuja de jabón y nunca lo volvieran a ver sus amigos—; y tan acostumbrados estaban éstos a esos pequeños accidentes que seguían con sus asuntos tan tranquilamente como si no hubiera pasado nada. Pero a mí me parecía de otro modo.

Finalmente, tras residir bastante tiempo en la Feria, reanudé mi viaje hacia la Ciudad Celestial, llevando todavía a mi lado al señor Smooth-it-away. A escasa distancia de los barrios residenciales de Vanidad, pasamos junto a la antigua mina de plata, que Demas fue el primero en descubrir y que ahora se trabaja con grandes beneficios, pues proporciona casi todas las monedas acuñadas en el mundo. Un poco más lejos estaba el lugar en el que la esposa de Lot se quedó para siempre con el semblante de una columna de sal. Desde entonces los viajeros curiosos se han ido llevando pequeños trozos. Si todos los pesares fueran castigados tan rigurosamente como lo fueron los de esta pobre dama, mi deseo de los placeres abandonados en la Feria de las Vanidades podría haber producido un cambio similar en mi sustancia corporal, dejándome como advertencia para peregrinos futuros.

El siguiente objeto notable era un edificio grande construido con piedra cubierta de musgo, pero con un estilo arquitectónico moderno y aéreo. La máquina se detuvo cerca de él emitiendo el habitual y tremendo grito.

—Éste era antiguamente el castillo del temido gigante Desesperación —comentó el señor Smooth-it-away—. Pero desde su muerte el señor Flimsy-faith lo ha reparado, y dirige allí una excelente casa de entretenimientos. Es una de nuestras paradas. —Parece unido de manera muy ligera —comenté yo observando los muros gruesos pero frágiles—. No envidio su morada al señor Flimsy-faith. Algún día se caerá sobre las cabezas de sus ocupantes.
—En todo caso nosotros escaparemos —comento el señor Smooth-it-away—, pues Apolíon está lanzando vapor otra vez.

El camino se sumergía ahora en una garganta de los Montes Delectables, y atravesaba el campo en el que en épocas anteriores vagaban los cielos tropezando con las tumbas. Una de esas lápidas antiguas había sido lanzada en mitad del camino por una persona maliciosa, haciendo que el tren diera un salto terrible. Arriba, en el lado escabroso de una montaña, vi una puerta de hierro oxidado, cubierta a medias por arbustos y plantas trepadoras, por cuyas grietas salía humo.

—¿Es ésa la puerta de la ladera que aseguran los pastores cristianos era un atajo al infierno? —pregunté.
—Ésa era una broma de los pastores —contestó sonriendo el señor Smoothit-away —. No es ni más ni menos que la puerta de una caverna que utilizan para preparar jamones ahumados.

Mi recuerdo del viaje se vuelve durante un trecho oscuro y confuso porque me sobrecogió una somnolencia singular debida al hecho de que estábamos pasando por un terreno encantado cuyo aire estimula la disposición al sueño. Desperté sin embargo en cuanto cruzamos las fronteras de la agradable tierra Beulah. Todos los pasajeros se frotaban los ojos, comparaban la horade sus relojes y se felicitaban unos a otros por la perspectiva de llegar tan a tiempo al final del viaje. Las dulces brisas de este clima feliz eran refrescantes en nuestra nariz; contemplábamos los chorros brillantes de las fuentes plateadas, teniendo por encima árboles de hermoso follaje y frutos deliciosos, que se habían propagado mediante injertos de los jardines celestiales. En una ocasión, mientras avanzábamos como un huracán hubo un aleteo y vimos la brillante aparición de un ángel en el aire que velozmente acudía a realizar alguna misión celestial. La máquina anunció ahora la proximidad de la estación término con un último y horrible grito, en el cual parecía poder distinguirse todo tipo de lamentación y dolor, y la acerva fiereza de la cólera, mezclado todo con la risa salvaje de un diablo o un loco. A lo largo de todo el viaje, en cada parada, Apollon había ejercitado su ingenio lanzando los sonidos más abominables por el silbato de la máquina de vapor; pero en este esfuerzo final se superó a sí mismo y creó un estruendo infernal que, además de turbar a los pacíficos habitantes de Beulah, debió enviar sus discordancias incluso más allá de las puertas celestiales.

Mientras el horrible clamor seguía resonando en nuestros oídos, escuchamos una melodía jubilosa, como si mil instrumentos de música, con altura, profundidad y dulzura en sus tonos, al mismo tiempo tierna y triunfal, sonara al unísono para saludar a algún héroe ilustre que llegaba, que había combatido por el bien y obtenido una victoria gloriosa, e iba a dejar a un lado para siempre sus armas magulladas. Mirando para saber cuál sería el motivo de esa alegre armonía, al bajar del coche vi que una multitud de seres brillantes se había reunido al otro lado del río para dar la bienvenida a los dos peregrinos pobres, que emergían ahora de las profundidades. Eran los mismos a quienes Apollon y nosotros habíamos perseguido con mofas, pullas y vapor ardiente al comienzo del viaje; los mismos cuyo aspecto nada terrenal y palabras impresionantes habían agitado mi conciencia en medio de las ensoñaciones desbocadas de la Feria de las Vanidades.

—Es sorprendente lo bien que han llegado esos hombres —grité al señor Smoothit- away—. Me gustaría que estuviéramos seguros de ser recibidos igualmente.
—¡No tema, no tema! —respondió mi amigo—. Vamos, apresurémonos; la barca nos llevará directamente y en tres minutos estará al otro lado del río. Sin duda encontrará algún coche que le suba hasta las puertas de la ciudad.

Un barco de vapor, la última mejora en esta importante ruta, estaba a la orilla del río lanzando humo, piafando y emitiendo todo tipo de sonidos desagradables que indicaban que iba a partir de inmediato. Subí rápidamente a bordo con el resto de los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban muy perturbados: algunos se desgañitaban preguntando por su equipaje; algunos se arrancaban los cabellos exclamando que el barco explotaría o se hundiría; otros estaban ya pálidos por el movimiento de la corriente; algunos contemplaban asustados el mal aspecto del timonel; y otros seguían adormilados por la influencia de la Tierra Encantada. Al mirar hacia la orilla, me sorprendió ver al señor Smooth-it-away agitando la mano en señal de despedida.

—¿No va a la Ciudad Celestial? —le pregunté.
—¡Oh, no! —respondió con una sonrisa extraña y esa misma desagradable contorsión del rostro que había observado en los habitantes del Valle Oscuro—. ¡Oh, no! He llegado hasta aquí sólo por lo agradable de su compañía. ¡Adiós! Volveremos a encontramos.

Y entonces mi excelente amigo el señor Smooth-it-away lanzó una carcajada en medio de la cual salió de su boca y nariz una corona de humo, mientras un centelleo de llamas horripilantes salía de cada uno de sus ojos demostrando, de manera indudable, que su corazón era una llama rojiza. ¡Qué demonio tan insolente! Negar la existencia de Tophet cuando sentía sus crueles torturas rabiando dentro de su pecho. Corrí al lado del barco intentando arrojarme a la orilla; pero las ruedas, al empezar a girar, arrojaron sobre mí una espuma tan fría —tan mortalmente fría, con ese frío que no abandonará nunca esas aguas hasta que la Muerte se ahogue en su propio río—, que con un estremecimiento y un temblor del corazón desperté. ¡Gracias al cielo sólo había sido un sueño!


El fumador de pipa. Martin Armstrong (1882-1974)

Por lo general no me importa caminar bajo la lluvia, pero en aquella ocasión la lluvia era torrencial y aún tenía diez millas que recorrer. Por eso me detuve ante la primera casa, más o menos a una milla del pueblo siguiente, y miré por encima de la canela del jardín. La casa no tenía un aspecto muy prometedor, pues vi en seguida que estaba vacía. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había una sola con persianas ni visillos. Por una de ellas, del piso bajo, vi paredes desnudas, la desnuda repisa de una chimenea y una parrilla vacía. También el jardín estaba descuidado, los lechos de flores llenos de hierbas; apenas se lo habría reconocido como tal jardín de no ser por la cerca, los vestigios de senderos rectos y los arbustos de lilas que estaban en plena flor y que regaban de agua la hierba cada vez que el viento los sacudía.

Es fácil imaginar, pues, que me sorprendiera cuando un hombre salió de entre las lilas y vino hacia mí lentamente por el sendero. Lo sorprendente no era sólo que estuviera allí, sino que paseaba por allí sin objeto, con la cabeza descubierta y sin impermeable, bajo aquella lluvia que empapaba y calaba. Era un hombre más bien gordo y vestido de clérigo, canoso, calvo, bien afeitado, con el aspecto engreído de intensidad excesiva que ve uno en los retratos de William Blake. Advertí en seguida cómo los brazos le colgaban desmayadamente junto a los costados. Sus ropas y –lo que lo hacía aún más extraño– su cara estaban chorreando agua. No parecía notar en absoluto la lluvia. Pero yo sí. Estaba empezando a correrme por el pelo y a bajarme por el cuello, y dije:

–Usted perdone, señor, pero ¿puedo pasar a guarecerme?
Se sobresaltó y alzó unos ojos desconcertados que se encontraron con los míos.
–¿Guarecerse?–dijo.
–Sí –respondí yo–, de la lluvia.
–Ah, de la lluvia. Sí señor, no faltaría más. Hágame el favor de pasar.

Abrí la cancela del jardín y lo seguí por un sendero hacia la puerta principal, donde él se hizo a un lado con una leve inclinación para dejarme pasar primero.

–Me temo que no lo encontrará muy acogedor –dijo cuando estábamos ya en la entrada–. No obstante, pase usted, señor; aquí dentro, la primera puerta a la izquierda.

La habitación, que era amplia y con un ventanal saledizo dividido en cinco vidrieras, estaba vacía, con la excepción de una mesa y un banco de madera de pino y una mesa más pequeña en un rincón cerca de la puerta y sobre la que había una lámpara no encendida.

–Hágame el favor de sentarse, señor –dijo, señalando el banco con otra leve inclinación. Había una cortesía anticuada en sus modales y en su manera de hablar. Él no se sentó, sino que dio unos pasos hasta el ventanal y se quedó de pe, mirando el jardín chorreante, los brazos aún colgándole ociosamente junto a los costados.
–Por lo visto, a usted no le importa la lluvia tanto como a mí, señor –dije, tratando de ser amable.

Se dio la vuelta y tuve la impresión de que no podía volver la cabeza y de que por eso tenía que volver el cuerpo entero para mirarme.

—¡No, oh, no! –respondió–. En absoluto De hecho no había reparado en ella hasta que usted me la hizo notar.
–Pero debe de estar usted muy mojado –dije yo–. ¿No sería más prudente que se cambiara?
– ¿Qué me cambiara? –su absorta mirada se hizo inquisitiva y suspicaz ante la pregunta.
–Que se cambiara de ropa, la mojada.
-¿Que me cambiara de ropa? ––dijo––. ¡Oh, no! ¡Oh, por Dios, no, señor! Si está mojada, sin duda se secará a su hora. Entiendo que aquí dentro no llueve, ¿verdad?
Le mire a la cara. Realmente estaba pidiendo información al respecto.
–No –respondí–, aquí dentro no llueve, gracias a Dios.
–Me temo que no puedo ofrecerle nada –dijo cortésmente–, Viene una mujer del pueblo por la mañana y a media tarde, pero entretanto no tengo ninguna ayuda –abrió y cerró sus manos colgantes–. A menos –añadió– que quiera usted pasar a la cocina y hacerse una taza de té, si entiende usted de esas cosas.
Rehusé, pero le pedí permiso para fumarme un cigarrillo.
–Hágame el favor –dijo–. Me temo que no tengo ninguno que ofrecerle. El otro, mi predecesor, solía fumar cigarrillos, pero yo soy fumador de pipa —sacó pipa y tabaco del bolsillo; era un alivio verle emplear sus brazos y manos.

Cuando ambos hubimos prendido nuestro tabaco, yo volví a hablar: todo el rato era consciente de que recaía sobre mí la responsabilidad de la conversación; de que, si yo no hubiera hablado, mi extraño anfitrión no habría hecho la menor tentativa de romper el silencio, sino que se habría limitado a permanecer de pie, con los brazos caídos junto a los costados, mirando directamente al frente, bien al jardín, bien a mí. Eché una ojeada a la desnuda habitación.

—Supongo que acaba usted de mudarse, ¿no? —dije.
—¿Mudarme? —se desplazó mínimamente y volvió de nuevo hacía mí su absorta mirada, intensa y desazonante.
—De mudarse a esta casa, quiero decir.
—Oh, no —dijo—. Oh, no, por Dios, señor. Llevo aquí varios años; o, mejor dicho, yo mismo llevo aquí casi un año, y el otro, mi predecesor, pasó aquí cinco años con anterioridad. Sí, ahora debe de hacer siete meses que murió. Sin duda, señor —una melancólica, pensativa sonrisa transformó inesperadamente su rostro—, sin duda no me creerá, Mrs. Bellows no me creyó, cuando le diga que llevo sólo siete meses aquí, eso más o menos.
—Si usted lo dice, señor —respondí— ¿por qué no habría de creerle?
Dio unos pasos hacia mí y alzó la mano derecha. Se la cogí de mala gana, una mano gorda, fofa, fría, que me produjo una sensación desagradable.
—Gracias, señor —dijo—, gracias. ¡Es usted el primero, el primerísimo…!
Solté la mano y él no terminó la frase: Se había sumido, aparentemente, en un ensueño. Luego volvió a empezar:
—Sin duda todo habría ido bien, habría bastado con que mi… esto es, el viejo tío de mi predecesor no le hubiera dejado esta casa. Más le hubiera valido seguir donde estaba. Era clérigo, sabe usted —abrió las manos, dándose a ver a sí mismo—. Éstas son sus ropas de clérigo. De pronto me preguntó:
—¿Usted cree en la confesión?
—¿En la confesión? —dije yo— ¿Quiere usted decir en el sentido religioso del término?
Se acercó un paso. Ahora casi me tocaba.
—Lo que quiero decir es —dijo, bajando la voz y mirándome intensamente—, ¿cree usted que confesar, confesar un pecado o un… un crimen, reporta alivio?
¿Qué iba a contarme? Me habría gustado decir “No”, para disuadir a la pobre criatura de hacerme ninguna confesión, ero había hecho su pregunta con tal tono de súplica que no tuve corazón para rechazarlo.
—Sí —dije—, creo que al hablar de ello puede uno librarse muchas veces de un peso en la conciencia.
—¡Ha sido usted tan comprensivo, señor —dijo con una de sus corteses inclinaciones—, que estoy tentado de abusar…! —alzó una de sus pesadas manos con un gesto sin sentido y la dejó caer de nuevo—. ¿Tendría usted paciencia para escuchar?
Estaba de pie a mi lado como si fuera el maniquí de un sastre que hubiera sido colocado allí. Su pierna tocada mi rodilla. Me sentí fuertemente repelido por su vecindad.
—¿No quiere sentarse ahí? —dije, señalando el otro extremo del banco en el que yo estaba sentado—. Me resultaría más fácil escucharle.

Volvió el cuerpo y miró absorta y seriamente el banco, luego se sentó en él, dándome la cara, con una pierna a cada lado, inclinado hacia mí. Estaba a punto de hablar, pero se frenó y miró a la ventana y la puerta. Luego se sacó la pipa de la boca y la depositó en la mesa, y sus ojos se volvieron a mí.

—Mi secreto, mi terrible secreto —dijo—, es que soy un asesino.
Su declaración me horrorizó, como no podía ser menos; y sin embargo, creo, apenas me sorprendió. Su extremada rareza me había preparado, hasta cierto punto, para algo bastante sombrío. Contuve el aliento y lo miré fijamente, y él, con horror en sus ojos, me devolvió la mirada fija. Parecía estar esperando a que yo hablara, pero en un primer momento no pude hablar. ¿Qué podía yo decir, en nombre de la cordura? Lo que por fin dije fue algo fantásticamente inadecuado.
—Y esto —dije—. ¿le remuerde la conciencia?
—Me obsesiona —dijo, apretando de repente sus manos pesadas, fofas, que reposaban sobre el banco ante él—. ¿Tendría usted paciencia…?
Asentí.
—Cuéntemelo —dije.
—De no haber sido por la herencia de esta casa —empezó—, nada habría sucedido. El otro, mi predecesor, habría permanecido en su rectoría, y yo… yo no habría hecho nunca acto de aparición. Aunque hay que reconocer que él, mi predecesor, no estaba contento en su rectoría. Se enfrentó con hostilidades, sospechas. Por eso vino a esta casa al principio, sólo a título de prueba, ya ve. Le fue legada vacía: simplemente la casa, sin muebles, sin dinero, y se vino y puso un par de cosas, esta mesa, este banco, unos cuantos utensilios de cocina, una cama plegable arriba. Quería, ya ve, probarla primero. Lo atraía el apartamiento de la casa, pero quería asegurarse de ella en otros sentidos. Algunas casas, ve usted, son seguras, y otras no lo son, y quería asegurarse de que ésta era una casa segura antes de mudarse a ella —hizo una pausa y luego dijo con mucha seriedad—: permítame aconsejarle, amigo mío, que siempre haga eso cuando considere la posibilidad de mudarse a una casa desconocida: porque algunas casas son muy inseguras.
Asentí.
—¡Ya lo creo! —dije—. Paredes húmedas, mal alcantarillado y demás.
Él negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es eso. Algo mucho más serio que eso. Me refiero al espíritu de la casa. ¿No siente usted —su mirada absorta se hizo más penetrante que nunca— que ésta es una casa peligrosa?
Me encogí de hombros.
—Las casas vacías son siempre un poco raras —dije.
Reflexionó sobre esta afirmación.
—¿Y ha notado usted —inquirió por fin— la rareza de ésta?
Sentí, en efecto, al hacerme él la pregunta, que la casa era rara; pero era la rareza de él, lo sabía perfectamente, y las sombrías insinuaciones de su charla, lo que la hacían rara, y respondí:
—No es más rara que otras casas vacías, señor.
Me miró con incredulidad.
—¡Extraño! —dijo— Extraño que no lo sienta usted. Aunque bien es verdad que… que el otro, mi predecesor, no lo sintió al principio. Ni siquiera esta habitación (porque esta habitación, señor, es la habitación peligrosa) le pareció extraña al principio; no, pese a que hay en ella una cosa muy curiosa.

Si hubiera hecho bueno, habría puesto fin a la conversación y me habría marchado, pues la charla y el comportamiento del viejo me estaban haciendo sentir cada vez más incómodo. Pero no hacía bueno: estaba lloviendo con más fuerza que nunca y se estaba poniendo muy oscuro. Evidentemente estábamos en medio de una tormenta.
El viejo se levantó del banco.
—Me parece que ahora puedo mostrarle —dijo— esa cosa curiosa de la habitación. Sólo se ve después de que ha oscurecido, pero me parece que ya está lo bastante oscuro.

Se acercó a la mesita del rincón y se puso a encender la lámpara. Cuando estuvo encendida y él hubo vuelto a su lugar el globo de cristal esmerilado, la llevó a la mesa más grande y la colocó a mi izquierda.

—Ahora —me dijo—, siéntese a la mesa de frente.
Así lo hice. Ante mí, al otro lado de la habitación desnuda, se hallaba el ventanal saledizo con sus cinco vidrieras y sin visillos.
—Ahora está usted sentado —dijo, posando una pesada mano sobre mi hombro— donde el otro, mi predecesor, solía sentarse para sus comidas.
No pude reprimir un respingo, ni resistir el impulso de volverme y mirarle. Me resultaba molesto tenerlo de pie a mi lado, detrás de mí, fuera de mi vista. Pareció sorprendido.
—No se alarme, señor, hágame el favor —dijo—; vuélvase y dígame lo que ve.
Obedecí.
—Veo el ventanal —dije.
—¿Eso es todo? —preguntó.
Miré fijamente el ventanal.
—No —dije—. Veo también cinco reflejos de mí mismo, uno en cada vidriera del ventanal.
—Eso es —dijo el viejo—, ¡eso es! Eso es lo que veía el otro cuando comía a solas. Veía a los otros cinco, cada uno tomando su solitaria comida. Cuando él se echaba un poco de agua, cada uno de ellos se echaba agua; cuando él encendía un cigarrillo, cada uno de ellos encendía un cigarrillo.
—Claro —dije yo—. ¿Y eso alarmaba a su amigo, al clérigo?
—El reverendo James Baxter —dijo el viejo—; así se llamaba. Asegúrese de no olvidarlo, amigo mío; y si la gente le pregunta quién vive aquí, acuérdese de decir que el reverendo James Baxter. ¡Nadie sabe, ve usted, que… que…!
—Nadie sabe lo que me ha contado usted. Entiendo.
—¡Exactamente! –dijo él, bajando repentinamente la voz—. Nadie lo sabe. Ni un alma. Usted es la primera persona a la que se lo he mencionado.
—¿Y no ha sido usted objeto de investigaciones? —pregunté—. A este Mr. Baxter, ¿no se lo echó en falta?
Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ni siquiera Mrs. Bellows, que cuidó de él desde el principio, se ha dado cuenta de lo ocurrido.
Me volví y lo miré con incredulidad.
—No se ha dado cuenta, ¿quiere usted decir…?
—No se ha dado cuenta de que yo no soy él. Ve usted —explicó—, éramos muy parecidos. ¡Así es, tremendamente parecidos! Antes de que se vaya puedo enseñarle una fotografía suya y verá usted mismo.
Ahora decidí que, con lluvia o sin ella, me iba a ir: no parecía haber mucho motivo, aparte de la lluvia, para mi permanencia allí. Me puse en pie.
—Bien, señor —dije—, no puedo sino esperar que sienta usted el beneficio de haber aliviado su conciencia de su… secreto.
El viejo caballero se puso muy agitado. Cerraba y abría sus manos fofas.
—Oh, pero no debe irse aún. No ha oído usted ni la mitad. No ha oído usted cómo ocurrió. ¡Yo esperaba, señor, ha sido usted tan amable, que tendría paciencia y amabilidad para…!
Volví a sentarme en el banco.
—No faltaba más —dije—, si tiene usted más que decir.
—Acababa de decirle, ¿verdad que le había dicho —prosiguió el viejo caballero— que yo… que el otro… que mi predecesor solía sentarse aquí durante sus comidas y veía a sus otros cinco yos imitándolo? Cuando él encendía su cigarrillo, ¡veía otros cinco cigarrillos encenderse simultáneamente…!
—Naturalmente —dije yo.
—Sí, naturalmente —dijo el viejo—; todo era enteramente natural hasta una noche, una noche terrible —se interrumpió y me miró fijamente con horror en sus ojos.
—¿Y entonces? —dije yo.
—Entonces ocurrió algo extraño, horroroso. Cuando él, mi predecesor, hubo encendido su cigarrillo mirando a aquellos otros yos, como siempre hacía, vio que uno de ellos, el de más a la izquierda, había encendido no un cigarrillo, sino una pipa.
Me eché a reír.
—¡Oh, vamos, vamos, señor!
El viejo se retorció las manos lleno de agitación.
—Es cómico, lo sé –dijo—, pero también es terrible. ¿Qué habría pensado usted si lo hubiera visto efectivamente, con sus propios ojos? ¿Acaso no se habría quedado espantado?
—Sí —dije—, si efectivamente hubiera ocurrido. Si hubiera visto una cosa así realmente, desde luego me habría quedado espantado.
—Bien —dijo el viejo—, ocurrió. No había error posible al respecto. Era espantoso, horrible —había tanto horror en su voz como si él mismo lo hubiera visto efectivamente.
—Pero, querido señor mío –le dije—, usted sólo cuenta con la palabra de este Mr. … Mr. Baxter.
Me miró con fijeza, sus ojos resplandecientes de convicción.
—Yo sé que ocurrió –dijo—; lo sé con mucha mayor certeza que si lo hubiera visto. Escuche. La cosa siguió durante cinco días: durante cinco noches seguidas mi predecesor vigiló lleno de horror a ver si la cosa se arreglaba sola.
—Pero ¿por qué no fue… se marchó de la casa? –pregunté.
—No se atrevió –dijo el viejo con un forzado susurro—. No se atrevía a irse: tenía que quedarse y asegurarse con sus propios ojos de que la cosa se había arreglado.
—¿Y no se arregló?
—La sexta noche –dijo el viejo con un hilo de voz— el quinto reflejo, el que había desobedecido, desapareció.
-¿Desapareció?
—Sí, había desaparecido del ventanal. Mi predecesor se quedó sentado, mirando con terror, absorto, el cristal vacío, y los otros cuatro devolvían la aterrada mirada al interior de esta habitación. Él miraba el cristal vacío y luego los miraba a ellos, y ellos le devolvían la mirada fija, a él o a algo detrás de él, con horror en sus ojos. Entonces él empezó a ahogarse… a ahogarse —dijo el viejo jadeando, él mismo casi ahora ahogándose—, a ahogarse, porque había unas manos alrededor de su garganta, agarrándolo, estrangulándolo.
—¿Quiere usted decir que las manos eran las manos del quinto? –pregunté, y fue sólo mi horror ante el horror del viejo lo que me impidió sonreír cínicamente.
—Sí —dijo él con un silbido, y extendió sus manos gordas y pesadas, mirándome con ojos fijos—. Sí. ¡Mis manos!

Por primera vez me sentí realmente aterrorizado. Nos miramos mudos el uno al otro, él jadeando y resollando aún. Luego, esperando calmarle, dije lo más tranquilamente que pude:

—Ya veo: ¿así que usted era el quinto reflejo?
Él señaló su pipa encima de la mesa.
—Sí —jadeó—; yo, el fumador de pipa.

Me puse en pie: tenía el impulso de correr hacia la puerta. Pero algún escrúpulo me retuvo allí inmóvil, la sensación de que sería inhumano dejarlo solo, presa de su horrible fantasía; y con la vaga idea de hacerle entrar en razón, de aliviar su torturada mente, pregunté:

—¿Y qué hizo usted con el cuerpo?

Contuvo el aliento, un estremecimiento le desfiguró el rostro y, apretando sus dos extendidas manos, empezó a golpearse el pecho convulsivamente.

—Éste —gritó con voz agónica—, éste es el cuerpo.