miércoles, 4 de septiembre de 2024

Kidd, el pirata. Washington Irving (1783-1859)

Hace muchos años, poco tiempo después de haber tenido que entregar su Muy Poderosa Majestad el Señor Protector de los Estados Generales de Flandes el territorio de la Nueva Holanda al rey Carlos II de Inglaterra, mientras el territorio se encontraba todavía en un estado de general inquietud, esta provincia era el refugio de numerosos aventureros, gente de vida dudosa y de toda clase de caballeros de industria y de sujetos que miran con disgusto las limitaciones antiguas, impuestas por la ley y los diez mandamientos. Los más notables entre aquéllos eran los bucaneros, hienas del mar que tal vez en tiempo de guerra se habían educado en la escuela del corso, pero que habiendo sentido una vez la dulzura del saqueo, habían conservado para siempre la inclinación por ello. Hay muy poca distancia entre el marino que hace el corso y el pirata.

Ambos luchan por amor del saqueo, sólo que el último es el más bravo, pues afronta al enemigo y a la horca. Sea como quiera, en cualquier escuela que se hubieran educado, los bucaneros que rondaban por las colonias inglesas eran gentes audaces que aun en tiempos de paz causaban enormes perjuicios a las colonias y a los barcos mercantes españoles. Todo contribuía a convertir aquella región en el punto de cita de los piratas, donde podían vender el botín y concertar nuevas maldades: el fácil acceso de la bahía de Manhattoes, el gran número de abras de sus costas y la poca vigilancia que ejercía un gobierno apenas organizado. Mientras trajeron con ellos ricos y variados cargamentos, todo el lujo de los trópicos, y el suntuoso botín de las provincias españolas, vendiéndolo con la despreocupación característica de todos los filibusteros, fueron siempre bienvenidos para los avisados comerciantes de Manhattoes. En pleno día se podía ver por las calles de la pequeña ciudad a estos desesperados, renegados de todos los climas y de todos los países de la tierra, tropezando con los tranquilos mijnheers, vendiendo su extraño botín por la mitad o un cuarto del precio a los inteligentes comerciantes, para gastarlo después en las tabernas, bebiendo, jugando, cantando, jurando, gritando y escandalizando a la vecindad con peleas de media noche y diversiones de rufianes.

Finalmente estos excesos llegaron a tales extremos que se convirtieron en un escándalo y pedían a gritos que interviniera el gobierno. De acuerdo con esto se tomaron medidas para atajar el mal que ya había tomado considerable incremento y exterminar esta gusanería de la colonia.

Entre los agentes empleados para llevar a cabo este propósito se encontraba el tristemente famoso Capitán Kidd. Era un carácter equívoco, uno de esos indescriptibles animales del océano que no vuelan y que no son ni carne ni pescado. Tenía algo de comerciante, un poco más de contrabandista y ribetes de redomado pícaro. Durante muchos años había comerciado con los piratas en una embarcación muy veloz y de poco tonelaje, que podía entrar en toda clase de aguas. Conocía todos los puntos donde se ocultaban los piratas; se encontraba siempre efectuando un viaje misterioso, tan ocupado como polluelos en una tormenta. Este obscuro personaje fue elegido por el gobierno para dar caza a los piratas, de acuerdo con el viejo proverbio según el cual lo mejor para deshacerse de un perro es echarle otro.

Kidd salió de Nueva York en 1695, en un barco llamado «La Galera de la Aventura», bien armado y debidamente provisto de su patente de corso. Al llegar a uno de sus numerosos refugios, estableció nuevas condiciones para su tripulación, incorporó algunos de sus viejos camaradas, gente de armas tomar, y se dirigió al Oriente. En lugar de perseguir a los piratas se dirigió a la isla de Madera, Bonavista y Madagascar, llegando hasta la entrada del Mar Rojo. Aquí, entre otras muchas fechorías, capturó una embarcación ricamente cargada, cuya tripulación era árabe, pero su capitán era inglés. Kidd era muy capaz de hacer pasar esto por una hazaña, puesto que se trataba de una especie de cruzada contra los infieles, pero el gobierno había perdido ya hacía mucho tiempo todo entusiasmo por esos triunfos cristianos. Después de haber recorrido todos los mares, vendiendo el producto de sus robos y cambiando varias veces de barco, Kidd tuvo la audacia de volver a Boston, cargado de botín, con una tripulación atrevida que le pisaba los talones.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. Los bucaneros ya no podían impunemente mostrar sus barbas en las colonias. El nuevo gobernador, lord Bellamont, se había distinguido por su celo en extirparlos; tenía mayor razón en estar enojado con Kidd por haber contribuido al nombramiento de éste para que persiguiera a los piratas; en cuanto apareció en Boston se dio la alarma y se tomaron medidas para arrestarlo. Sin embargo, el carácter audaz de Kidd y los esfuerzos desesperados de los compañeros, que le seguían como perros de presa, condujeron a que el arresto no fuera inmediato. Se dice que se aprovechó de este tiempo para enterrar gran parte de sus tesoros, y se paseaba después con la cabeza alta por las calles de Boston. Cuando se le arrestó intentó defenderse, pero fue desarmado y llevado a la prisión junto con sus compañeros. Era tan formidable la fama de estos piratas y su tripulación, que se creyó aconsejable despachar una fragata para llevar a él y sus compañeros a Inglaterra. En vano se hicieron esfuerzos para arrancarle de las manos de la justicia; él y sus compañeros fueron juzgados, condenados y ahorcados en Londres. Kidd tardó en morir, pues la cuerda que rodeaba su cuello se rompió bajo su peso. Se le ató por segunda vez de una manera más efectiva. Sin duda de ahí proviene la leyenda según la cual Kidd tenía la vida encantada, y se le había ahorcado dos veces.

Tales son los hechos principales de la vida del Capitán Kidd, que han dado origen a una gran maraña de tradiciones. La noticia de que había enterrado grandes tesoros de oro y joyas antes de ser arrestado, puso en conmoción a todos los buenos habitantes de la costa. Se oían rumores y más rumores, según los cuales se habían encontrado grandes sumas de dinero en monedas con inscripciones moriscas, sin duda botín de sus fechorías en Oriente, pero que el común de la gente consideraba con un terror supersticioso, tomando las letras árabes por caracteres diabólicos o mágicos.

Algunos decían que el tesoro había sido enterrado en varios lugares solitarios y deshabitados cerca de Plymouth y el Cabo Cod, pero gradualmente se empezó a citar otros lugares del país, no sólo en la costa oriental, sino también a lo largo del brazo de mar, llegando a tejer una leyenda áurea referente a Manhattoes y Long Island. De hecho, las rigurosas medidas de lord Bellamont produjeron una repentina zozobra entre los bucaneros que se encontraban en aquel momento repartidos por toda la provincia. Ocultaron su dinero y sus joyas en lugares apartados, a lo largo de las costas deshabitadas de los ríos y del mar, dispersándose ellos mismos por todo el territorio. La acción de la justicia impidió que muchos de ellos volvieran alguna vez a desenterrar lo que habían ocultado, meta desde entonces de los buscadores de tesoros.

Este es el origen de los frecuentes relatos acerca de rocas o árboles que llevan extraños signos, que se supone indican el lugar donde hay enterrado dinero; muchos han buscado y pocos encontrado el botín de los piratas. En todas las historias, referentes a estas empresas, el diablo desempeñaba un gran papel. O se ganaba su amistad mediante diversas ceremonias e invocaciones, o se celebraba con él algún pacto solemne. De todas maneras, siempre se inclinaba a jugar alguna mala partida a los buscadores de tesoros. Algunos cavaban hasta llegar a un cofre de hierro, cuando, casi invariablemente, ocurría algo extraño e imprevisto. De repente la tierra se desplomaría llenando la excavación, o los buscadores de tesoros huirían aterrorizados ante algún extraño ruido o alguna aparición; algunas veces aparecía el mismo diablo, para llevarse el botín que parecía estar finalmente al alcance de los buscadores, que, sin embargo, al día siguiente no encontrarían el menor rastro de sus trabajos de la noche anterior.

No obstante, todos estos rumores eran extremadamente vagos y excitaban mi curiosidad sin satisfacerla. Nada hay en este mundo tan difícil de alcanzar como la verdad, y no hay nada en el mundo que me interese fuera de ella. Entre los viejos habitantes de la provincia, eran particularmente las viejas holandesas de la misma mi fuente favorita de información auténtica. Pero aunque me enorgullezco de saber más que ningún otra persona acerca del folklore de mi provincia natal, durante mucho tiempo mis investigaciones no condujeron a ningún resultado substancial. Finalmente, ocurrió que un día el azar me deparó un interesante hallazgo. Era al fin del verano, cuando me encontraba descansando de la fatiga mental producida por algunos intensos estudios, dedicado a la pesca en uno de aquellos ríos que habían sido el lugar predilecto de mi juventud, en compañía de varios notables burgers de mi ciudad natal, entre los cuales había más de un ilustre miembro de esa corporación, cuyo nombre, si yo me atreviera a citarlo, honraría estas pobres páginas. Nuestro deporte nos era indiferente. Los peces estaban empeñados por lo visto en no morder el anzuelo, y aunque cambiamos varias veces de lugar, no tuvimos mejor suerte. Al fin anclamos cerca de una fila de rocas, sobre la costa oriental de la isla de Manhattan. Era un día cálido y sin viento. El río corría sin oleaje y sin formar torbellinos; todo estaba tan tranquilo y quieto, que casi nos asombraba cuando algún pájaro abandonaba el árbol donde se encontraba, hendía después el aire y se precipitaba al agua para buscar su presa. Mientras cabeceábamos en nuestro bote, semiadormecidos por la cálida tranquilidad del día y la forzada ociosidad de nuestro deporte, uno de los notables, concejal de la ciudad, mientras le dominaba el sueño, dejó que se hundiera su caña de pescar. Al despertarse, le pareció que había pescado algo gordo, a juzgar por el peso. Al subirlo a la superficie encontramos, con gran sorpresa nuestra, que era una pistola, de modelo muy extraño y curioso, que por la herrumbre que la cubría y por estar carcomida la culata y cubierta de conchas, debía encontrarse en el agua desde hacía mucho tiempo. La inesperada aparición de aquel instrumento de lucha fue motivo de amplias especulaciones entre mis pacíficos compañeros. Uno supuso que había caído al agua durante la guerra de la Independencia; otro, de la forma peculiar del arma, dedujo que provenía de los primeros viajeros que visitaron la colonia, tal vez el famoso Adrián Block, que exploró el brazo de mar y descubrió la isla que lleva su nombre, tan famosa ahora por sus quesos. Pero un tercero, después de observarla durante algún tiempo, afirmó que era de origen español. «Aseguraría -dijo- que si esa pistola pudiera hablar, nos contaría extrañas historias de encarnizadas luchas con los caballeros españoles. No tengo la menor duda que es una reliquia de los viejos tiempos de los bucaneros. ¿Quién sabe si no perteneció al mismo Kidd?»

«Ah, ese Kidd era un hombre audaz -exclamó un ballenero del Cabo Cod, de enérgicas facciones-. Conozco una vieja canción acerca de él:

Mi nombre es capitán Kidd
Cuando yo recorría los mares
Cuando yo recorría los mares.

»Y sigue refiriendo cómo ganó el favor del diablo enterrando la Biblia:

Tenía la Biblia en la mano,
Cuando yo recorría los mares,
Y la enterré en la arena,
Cuando yo recorría los mares.

A propósito, recuerdo una historia de un hombre que una vez desenterró un tesoro del Capitán Kidd; la escribió un vecino mío y yo la aprendí de memoria. Como los peces no pican, se la contaré a ustedes ahora, para pasar el tiempo». -Y diciendo esto nos relató la siguiente historia...


Juntos y separados. Virginia Woolf (1882-1941)

La señora Dalloway les presentó diciendo que aquel hombre le gustaría. La conversación comenzó varios minutos antes de que dijeran algo, debido a que, tanto el señor Serle como la señorita Anning, contemplaban el cielo, y en la mente de los dos el cielo siguió vertiendo su significado, aunque de manera muy diferente, hasta el momento en que la presencia del señor Serle, a su lado, se hizo tan patente a la señorita Anning que no pudo ver el cielo, en sí mismo, simplemente, sino el cielo como fondo del alto cuerpo, los ojos oscuros, el cabello gris, las manos unidas, la severamente melancólica (a la señorita Anning le habían dicho «falsamente melancólica») cara de Roderick Serle, y, pese a saber que era una tontería, la señorita Anning se sintió impelida a decir:

«¡Qué noche tan hermosa!»

¡Qué insensatez! ¡Qué estúpida insensatez! Sin embargo, una tiene derecho a decir estupideces, a la edad de cuarenta años, en presencia del cielo, que tiene la virtud de convertir al más sabio en imbécil —en porcioncillas de paja—, y a ella y al señor Serle en átomos, en motas, allí, en pie, junto a la ventana de la casa de la señora Dalloway, y sus vidas eran, a la luz de la luna, tan largas como la de un insecto, y de parecida importancia.

«¡Bueno!», dijo la señorita Anning, palmoteando con energía el almohadón del sofá. Y el señor Serle se sentó, a su lado. ¿Era, el señor Serle, «falsamente melancólico», como le dijeron? Provocada por el cielo, que parecía dar a todo un carácter un tanto trivial —lo que se decía, lo que se hacía—, la señorita Anning volvió a decir algo totalmente vulgar:

«En Canterbury conocí a una señorita Serle, cuando viví allí, de niña.»

Con el cielo en su mente, todas las tumbas de sus antepasados hicieron inmediatamente acto de presencia en la mente del señor Serle, bajo una romántica luz azul, se dilataron y oscurecieron sus ojos, y repuso: «Sí.»

«Descendemos de una familia normanda que vino con el Conquistador. En la catedral está enterrado un Richard Serle. Fue caballero de la jarretera.»

La señorita Anning pensó que, por pura casualidad, había descubierto al verdadero hombre sobre el cual se había construido el hombre falso. Bajo la influencia de la luna (para la señorita Anning, la luna simbolizaba el hombre, ahora podía verla por una rendija en las cortinas, y de vez en cuando le echaba una ojeada), la señorita Anning era capaz de decir casi cualquier cosa, y ahora se dispuso a desenterrar el hombre verdadero sepultado bajo el hombre falso, mientras se decía a sí misma: «Adelante, Stanley, adelante», que era una de sus divisas, un espoleo secreto, o uno de esos flagelos que las personas de media edad a menudo utilizan para fustigar algún vicio inveterado, que era, en la señorita Anning, el de una deplorable timidez, o, mejor dicho, indolencia, por cuando no radicaba en carencia de valentía, sino en falta de energías, especialmente en lo tocante a hablar con hombres, quienes la intimidaban un tanto, por lo que a menudo la conversación de la señorita Anning se extinguía ahogada en vulgaridades aburridas, y era amiga de muy pocos hombres; poquísimos íntimos, realmente, pensaba la señorita Anning, aun cuando, a fin de cuentas, ¿acaso los necesitaba? No. Tenía a Sarah, a Arthur, la casita, el perro chow y, desde luego, aquello, pensó, sumergiéndose, empapándose, incluso mientras estaba sentada en el sofá, al lado del señor Serle, en aquello, en la sensación que tenía, al llegar a casa, de algo reunido allá, de un puñado de milagros, que la señorita Anning no podía creer que otra gente tuviera (ya que era únicamente ella quien tenía a Arthur, Sarah, la casita y el chow), pero he aquí que estaba empapándose de nuevo en la posesión profundamente satisfactoria, pensando que teniendo esto y la luna (la luna era música), podía permitirse el lujo de hacer caso omiso de aquel hombre y del orgullo de aquel hombre en los Serles enterrados. ¡No! Ahí estaba el peligro —no debía sumirse en el torpor—, a su edad, no. «Adelante, Stanley, adelante», se dijo a sí misma, y preguntó al señor Serle:

«¿Conoce usted Canterbury?»

¡Que si conocía Canterbury! El señor Serle sonrió, pensando cuan absurda era la pregunta, cuan poco sabía aquella agradable y serena mujer que tocaba algún instrumento y parecía inteligente y tenía ojos bonitos, y lucía un collar antiguo muy bello— cuan poco sabía lo que significaba. Que le preguntaran si conocía Canterbury. Cuando los mejores años de su vida, todos sus recuerdos, cosas que jamás fue capaz de decir a nadie, pero que había intentado escribir —ah, sí, había intentado escribir (y suspiró)—, todo estaba centrado en Canterbury. Realmente, daba risa.

Sus suspiros y después sus risas, su melancolía y su sentido del humor eran causa de que la gente le tuviera simpatía, y él lo sabía, pero la simpatía que inspiraba no le había compensado de la frustración, y si bien es cierto que se esponjaba con la simpatía que la gente le tenía (efectuando largas visitas a comprensivas señoras, largas, largas visitas), tampoco cabía negar que lo hacía, en buena parte, amargamente, por cuanto no había llevado a cabo ni la décima parte de lo que hubiera podido llevar a cabo, y había soñado llevar a cabo, siendo muchacho en Canterbury. Cuando se encontraba ante un desconocido, sentía un renacer de la esperanza, debido a que los desconocidos no podían decir que no había hecho todo lo que había prometido, y, al ceder a su encanto, le causaban la impresión de que podía comenzarlo todo de nuevo —¡a los cincuenta años! La señorita Anning había tocado el resorte. Campos y flores y grises edificios cayeron goteando en su mente, formando gotas de plata en los esbeltos y oscuros muros de su mente, y fueron goteando hacia abajo. A menudo sus poemas comenzaban con esas imágenes. Ahora experimentaba el deseo de crear imágenes, sentado al lado de aquella serena mujer.

«Sí, conozco Canterbury», dijo el señor Serle en tono evocador, sentimental, invitando, estimó la señorita Ánning, a que le formulara discretas preguntas, y esto era la causa de que el señor Serle pareciera interesante a tantas personas, y había sido esta extraordinaria facilidad y capacidad de reacción en el conversar la causa de todos los males del señor Serle, pensaba éste a menudo, mientras se quitaba los gemelos de la camisa y ponía las llaves y las monedas en la mesa del vestidor, después de una de esas fiestas (y, durante la temporada social de verano, a veces iba a fiestas todas las noches), y, al bajar a desayunar, transformado en un ser muy diferente, gruñón y desagradable, durante el desayuno, en el trato con su esposa, que estaba inválida, y nunca salía de casa, pero tenía viejos amigos que de vez en cuando la visitaban, en su mayor parte mujeres, interesados en filosofía india y en diferentes curas y diferentes médicos, lo cual Roderick Serle declaraba inútil, mediante una cáustica observación tan inteligente que su mujer no podía contradecir, como no fuera con dulces reconvenciones o una o dos lágrimas —Roderick Serle había fracasado, a menudo pensaba, por haber sido incapaz de prescindir totalmente de la sociedad y del trato con mujeres, que era tan necesario para él, y escribir. Se había sumergido excesivamente en la vida, y en este momento cruzaba las piernas (todos sus movimientos eran un tanto alejados de los convencionalismos, y distinguidos), y no se culpaba a sí mismo, sino que atribuía la culpa al carácter desbordante de su personalidad, que comparaba, con resultados a él favorables, con la de Wordsworth, por ejemplo, y, como sea que había dado tanto a los demás, pensaba, apoyando la cabeza en las manos, éstos, a su vez, estaban obligados a ayudarle, y éste fue el preludio, trémulo, fascinante, excitante, de la conversación; y las imágenes burbujeaban en su mente.

«Es como un árbol frutal, como un cerezo en flor», dijo Roderick Serle, mirando a una mujer aún joven, de hermoso cabello blanco. No dejaba de ser una imagen agradable, pensó Ruth Anning, bastante agradable, sí, pero no estaba muy segura de que sintiera simpatía hacia aquel hombre melancólico y distinguido, con sus gestos; y es raro, pensó, la manera en que los sentimientos de una quedan influenciados. No le gustaba el hombre, sin embargo la comparación efectuada por aquel hombre, entre una mujer y un cerezo, le gustaba bastante. Fibras de la señorita Anning flotaban caprichosamente hacia aquí y hacia allá, como tentáculos de una anémona marina, ahora vivamente interesada, ahora frustrada, y su mente, a millas de distancia, fría y lejana, muy alto en el aire, recibía mensajes que resumiría a su debido tiempo, de manera que, cuando la gente hablara de Roderick Serle (y era un hombre popular), ella podría decir, sin la menor duda: «Me gusta» o «No me gusta», y su opinión sería inalterable. Extraño pensamiento, solemne pensamiento, el de proyectar una luz verde sobre aquello en que la humana relación consiste.

El señor Serle dijo: «Es raro que conozca usted Canterbury.» Y prosiguió: «Constituye siempre una impresionante sorpresa» (había pasado la señora del cabello blanco), «cuando uno conoce a alguien» (era la primera vez que se trataban), «por puro azar, y esta persona se refiere a un aspecto superficial de algo que ha significado mucho para uno, se refiere a ello de manera accidental, por cuanto supongo que Canterbury no fue más, para usted, que una bella y antigua ciudad. ¿Ha dicho que pasó un verano allí, en casa de su tía?» (Esto era cuanto Ruth Anning le iba a decir en lo tocante a su visita a Canterbury.) «Y que visitó los monumentos, y se fue, y jamás volvió a pensar en el asunto.»

Que piense lo que le dé la gana; como sea que no le gustaba, Ruth Anning deseaba que aquel hombre se fuera de su lado, habiéndose formado una idea absurda de ella. Sí, ya que, realmente, sus tres meses en Canterbury fueron pasmosos. De ellos recordaba hasta el último detalle, a pesar de que se trató de una visita meramente ocasional, para ver a la señorita Charlotte Serle, conocida de su tía. Incluso ahora, la señorita Anning podía repetir textualmente las palabras que dijo la señorita Serle con respecto a los truenos. «Siempre que despierto, o que oigo truenos por la noche, pienso: Han matado a alguien.» Y podía ver la dura y peluda alfombra, con dibujos en forma de diamante, y los ojos brillantes y pacíficos de la vieja señora, sosteniendo la taza de té, vacía, en el aire, cuando habló de los truenos. Y la señorita Anning siempre veía Canterbury, todo él nubarrones y pálida flor del manzano, y los alargados y grises muros traseros de los edificios.

Los truenos la sacaron de su rico pasmo de indiferencia de la media edad. «Adelante, Stanley, adelante», se dijo; es decir, este hombre no se irá de mi lado deslizándose, como todos los demás, con una falsa idea de mí; le diré la verdad.

«Adoro Canterbury», dijo la señorita Anning.

El señor Serle se animó instantáneamente. Este era su don, su defecto, su destino.

«Ama Canterbury», repitió el señor Serle, «ya veo que es verdad.»

Los tentáculos de la señorita Anning le mandaron un mensaje, diciéndole que el señor Serle era en extremo agradable.

Sus ojos se encontraron; casi chocaron, por cuanto cada uno de los dos tuvo conciencia de que, detrás de los ojos, el ser encerrado que está sentado en la oscuridad, mientras su superficial y ágil compañero se hace cargo de todas las piruetas y gestos para que la representación prosiga, se había puesto bruscamente en pie; se había despojado de su capa; se había enfrentado con el otro. Fue alarmante; fue terrorífico. Eran ambos entrados en años, y bruñidos hasta haber adquirido una esplendente suavidad, de tal manera que Roderick Serle era capaz de ir quizás a doce fiestas durante la temporada social de verano, sin sentir nada que saliera de lo común, o quizá, tan sólo, sentimentales lamentaciones, y el deseo de lindas imágenes —como esa del cerezo en flor—, y, en todo momento, cuajada en su interior, quieta, una especie de superioridad sobre cuantos le rodeaban, una sensación de recursos no utilizados, que, al regresar a casa, le hacían sentirse descontento de la vida, descontento de sí mismo, bostezante, vacío e inconsecuente. Pero ahora, de repente, al igual que una blanca centella en la niebla (sin embargo, esta imagen se formó por sí sola, con el inevitable carácter del rayo, y adquirió carácter dominante), se había producido; el antiguo éxtasis de la vida; el invencible asalto; sí, por cuanto era desagradable, a pesar de que, al mismo tiempo alegraba y rejuvenecía y llenaba las venas y los nervios de latizas de fuego y de hielo; era terrorífico. «Canterbury, veinte años atrás», dijo la señorita Anning como quien pone una pantalla alrededor de una intensa luz, o cubre un ardiente melocotón con una hoja verde, por ser demasiado fuerte, demasiado maduro, demasiado opulento.

A veces la señorita Anning deseaba haberse casado. A veces la fría paz de la media edad, con sus automáticos medios para proteger la mente y el cuerpo de roces y heridas, le parecía, en comparación con los truenos y la pálida flor del manzano de Canterbury, bajuna. Era capaz de imaginar algo diferente, más parecido al rayo, más intenso. Podía imaginar una sensación física. Podía imaginar...

Y, cosa rara, por cuanto ésta era la primera vez que le veía, los sentidos de la señorita Anning, aquellos tentáculos que la emocionaban y la frustraban, dejaron ahora de enviar mensajes, ahora reposaban tranquilos, como si ella y el señor Serle se conocieran tan bien, estuvieran, en realidad, tan íntimamente unidos, que les bastara con flotar, el uno al lado del otro, río abajo.

De entre todo, nada hay más raro que el trato humano, pensó la señorita Anning, debido a sus cambios, a su extraordinaria irracionalidad, y ahora su antipatía se había transformado en algo que casi era el más intenso y apasionado amor, pero tan pronto se le ocurrió la palabra «amor», la rechazó, y volvió a pensar cuan oscura era la mente, con tan pocas palabras para todas esas pasmosas percepciones, esas alternaciones de dolor y placer. Sí, ya que, ¿cómo denominar aquello? Aquello que ahora sentía, el alejamiento del humano afecto, la desaparición de Serle, y la inmediata necesidad que los dos tenían de ocultar aquello que era tan desolador y degradante para la humana naturaleza que todos se esforzaban en ocultarlo a la vista, sepultándolo; aquel alejamiento, aquel ataque al sentimiento de confianza. Y, en busca de una decente, reconocida y aceptada forma de enterramiento, la señorita Anning dijo:

«Desde luego, hagan lo que hagan, jamás conseguirán estropear Canterbury.»

El señor Serle sonrió; lo aceptó; descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido inverso. Ella había interpretado su papel; él, el suyo. Y así acabó. Y sobre los dos descendió instantáneamente la paralizante ausencia de sentimientos, en la que nada estalla en la mente, en la que sus muros parecen de pizarra, en que la vaciedad casi duele, y los ojos, petrificados y fijos, ven una misma cosa, siempre la misma —una forma, una parrilla para leños del hogar—, con una exactitud que es terrorífica, debido a que no hay emoción, ni idea, ni impresión de clase alguna que acudan a cambiarlo, a modificarlo, a embellecerlo, por cuanto las fuentes del sentimiento parece se hayan secado, y la mente queda rígida, al igual que el cuerpo. Pétreos como estatuas, tanto el señor Serle como la señorita Anning no podían moverse ni hablar, y tuvieron la impresión de que un mago les hubiera liberado, y de que la primavera hubiera infundido torrentes de vida en todas sus venas, cuando Mira Cartwright, dando una maliciosa palmadita en el hombro al señor Serle, dijo:

«Te vi en los Maestros Cantores, y te hiciste el loco. Grosero», dijo la señorita Cartwright, «mereces que no te vuelva a dirigir la palabra en toda la vida.»

Ya podían separarse.


Justo al final. Elizabeth Gaskell (1810-1865)

El doctor Brown era pobre y tuvo que abrirse paso en la vida. Había estudiado medicina en Edimburgo, y sus aptitudes y buena conducta habían hecho que los profesores se fijaran en él. En cuanto lo conocían las damas de sus familias, la figura atractiva y los modales encantadores le convertían en el favorito; y quizá ningún otro estudiante recibía tantas invitaciones a veladas y bailes, o era elegido con tanta frecuencia para ocupar el lugar que había quedado vacante a última hora en una mesa. Nadie sabía quién era, o de dónde venía; pues no tenía familia cercana, como había explicado él en un par de ocasiones; así que ningún pariente de humilde cuna o baja condición podía importunarle. Cuando llegó a la universidad, estaba de luto por su madre.

Margaret, la sobrina del profesor Frazer, recordó esto a su tío una mañana, mientras le contaba que la noche anterior, el doctor James Brown le había pedido que se casara con él, que ella había aceptado, y que él pensaba visitar al profesor Frazer (que, además de tío, era su tutor) esa misma mañana, a fin de obtener su consentimiento. El profesor fue absolutamente consciente, por la actitud de Margaret, de que su aprobación no era más que una formalidad, pues la joven ya había tomado la decisión; y había tenido más de una oportunidad para comprobar lo testaruda que podía llegar a ser. No obstante, corría la misma sangre por sus venas, y él defendía sus opiniones con el mismo empecinamiento. De ahí que, con frecuencia, tío y sobrina discutieran con cierta crudeza sin cambiar ni un ápice sus respectivas opiniones. Precisamente esta vez, el profesor Frazer no podía callarse.

-Entonces, Margaret, te instalarás discretamente como una mendiga, pues ese joven Brown apenas tiene dinero para poder contraer matrimonio; tú, que podrías ser lady Kennedy si quisieras.
-No podría, tío.
-¡No digas tonterías, niña! Sir Alexander es un hombre muy agradable, de mediana edad, si quieres. Pero supongo que una mujer obstinada tiene que salirse con la suya; aunque, si yo hubiera sabido que ese joven entraba en mi casa a hurtadillas para conseguir por medio de halagos que le quisieras, me habría asegurado de que estuviera a suficiente distancia para que tu tía no le invitara a cenar. Sí, puedes refunfuñar; pero ningún caballero habría venido a mi casa para conquistar el cariño de mi sobrina sin informarme antes de sus intenciones y pedirme permiso.
-El doctor Brown es un caballero, tío Frazer, piense lo que piense de él.
-Eso crees. Pero, ¿a quién le importa la opinión de una joven enamorada? Es un muchacho guapo y persuasivo, con buenos modales. Y no pretendo negar su talento. Pero hay algo en él que nunca me ha gustado, y ahora entiendo por qué. ¡Está bien, está bien! Tu tía se sentirá decepcionada contigo, Margaret Pero siempre has sido una criatura obstinada. ¿Te ha contado alguna vez ese Jamie Brown quiénes eran sus padres, a qué se dedicaban o de dónde viene? Y no pregunto por sus antepasados, no tiene aire de haberlos tenido nunca; y tú, ¡una Frazer de Lovat! ¡Vergüenza debiera darte, Margaret! ¿Quién es ese Jamie Brown?
-James Brown, doctor en medicina por la Universidad de Edimburgo: un joven bueno e inteligente, a quien quiero con todo el alma -respondió Margaret, enrojeciendo.
-¡Vaya! ¿Te parece que es forma de hablar para una jovencita? ¿De dónde procede? ¿Quiénes son sus parientes? Si no me da información sobre su familia y sus perspectivas, le echaré fuera de esta casa, Margaret; puedes estar segura.
-Tío -sus ojos estaban llenos de lágrimas de indignación-, soy mayor de edad; usted sabe que es bueno e inteligente; de otro modo, no le habría invitado tan a menudo a su casa. Me caso con él, no con su familia. Es huérfano. No creo que siga en contacto con ningún pariente. No tiene hermanos ni hermanas. Me da igual su procedencia.
-¿Qué era su padre? -inquirió el profesor Frazer con frialdad.
-No lo sé. ¿Por qué he de husmear en los detalles de su familia, y preguntar quién era su padre, cuál era el nombre de soltera de su madre y cuándo se casó su abuela?
-Sin embargo, recuerdo haber oído a Margaret Frazer hablar en favor de una larga línea de respetables antepasados.
-Había olvidado los nuestros, supongo, cuando pronuncié esas palabras. Simon, lord Lovat, ¡un encomiable tío abuelo de los Frazer! Si las historias son ciertas, debería haber sido ahorcado por delincuente, y no decapitado como un caballero leal.
-¡Oh! Si estás decidida a ensuciar tu propio nido, he terminado. Que entre James Brown; me inclinaré ante él y le daré las gracias por dignarse contraer matrimonio con una Frazer.
-Tío -dijo Margaret, llorando a lágrima viva-, ¡no quiero que nos separemos enfadados! Los dos nos queremos mucho. Ha sido usted muy bueno conmigo, y la tía también. Pero he dado mi palabra al doctor Brown, y debo mantenerla. Le amaría aunque fuera el hijo de un campesino. No esperamos ser ricos; pero él tiene ahorrados algunos cientos de libras para empezar, y yo tengo mis cien libras anuales.
-Bueno, bueno, niña, ¡no llores! Lo has dispuesto todo, al parecer; así que me lavo las manos. Me eximo de cualquier responsabilidad. Le contarás a tu tía lo que has acordado con el doctor Brown sobre vuestra boda; y haré lo que desees en este asunto. Pero ¡que no entre ese joven a pedirme el consentimiento! Ni se lo daré, ni se lo quitaré. Las cosas habrían sido muy diferentes si se hubiera tratado de sir Alexander.
-¡Oh, tío Frazer! ¡No diga usted eso! Reciba al doctor Brown y, por lo menos. Hágalo por mí. Dígale que está de acuerdo. ¡Déjeme que sea un poco suya! Es tan triste decidir sola en un momento así, como si no tuviera familia y nadie se preocupara de mí.

Abrieron la puerta de golpe y anunciaron al doctor Brown. Margaret se marchó a toda prisa; y, antes que pudiera darse cuenta, el profesor había dado una especie de consentimiento sin preguntar nada al afortunado joven, que corrió a buscar a su prometida y dejó al tío rezongando.

Lo cierto es que el profesor Frazer y su mujer se oponían tanto al compromiso de Margaret que no podían evitar que se notara tanto en su actitud; aunque tenían la delicadeza de guardar silencio. Pero Margaret percibía que su prometido no era bienvenido. La alegría que le producían sus visitas se veía anulada por el sentimiento de frialdad con que era recibido, y cedió de buena gana al deseo del doctor Brown de que el noviazgo fuera corto; lo que no era en absoluto su plan inicial: esperar hasta que él tuviera una consulta en Londres y sus ingresos convirtieran el matrimonio en un paso prudente. El profesor Frazer y su mujer ni se opusieron ni lo aprobaron. Margaret hubiera preferido la oposición más vehemente a aquella gélida frialdad. Pero ésta la hizo volverse con mayor cariño hacia su afectuoso y comprensivo enamorado. No es que hubiera hablado con él sobre el comportamiento de sus tíos. Mientras no pareciera darse cuenta de éste, no le diría nada. Además, el profesor y su mujer llevaban tanto tiempo ocupándose de ella como unos padres que no se creyó con derecho a dejar que un extraño los enjuiciara.

De modo que realizó más bien con tristeza los preparativos de su futuro con el doctor Brown, sin poder beneficiarse de la sabiduría y experiencia de su tía. Pero Margaret era una joven sensata y prudente. A pesar de gozar de unas comodidades muy cercanas al lujo en casa de su tío, podía prescindir de ellas sin pesa. Cuando el doctor Brown partió a Londres para buscar y preparar su nuevo hogar, ella le pidió que sólo hiciera los arreglos más imprescindibles para recibirla. Se ocuparía de organizar lo que faltaba a su llegada. Él tenía algunos muebles viejos de su madre en un almacén. Le propuso venderlos para comprar otros nuevos, pero Margaret le convenció de que no lo hiciera; los aprovecharían mientras durasen. El servicio doméstico de los recién casados iba a consistir en una mujer escocesa que llevaba mucho tiempo vinculada a la familia Frazer, y que sería la única criada, y en un hombre que el doctor Brown había contratado en Londres, poco después de instalarse en la casa. Un hombre llamado Crawford que había vivido muchos años con un caballero ahora residente en el extranjero, que le había dado la mejor de las recomendaciones cuando el doctor Brown le preguntó por él. Crawford había realizado los trabajos más variados para ese caballero, así que sabía hacer de todo; y el doctor Brown, en todas sus cartas a Margaret, tenía alguna nueva maravilla que contar de su criado. Y se explayaba en ellas con entusiasmo, pues la joven había puesto ligeramente en duda la conveniencia de empezar su vida con un criado; aunque se había dejado convencer por los argumentos del doctor Brown sobre la necesidad de tener una apariencia respetable, ofrecer una buena imagen, etc... ante cualquier persona necesitada de acudir a su consulta, que pudiera desanimarse al ver a la anciana Christie fuera de la cocina, y se negara a dejar algún recado en manos de una persona que hablase un inglés tan ininteligible. Crawford era tan buen carpintero que podía poner baldas, ajustar bisagras, arreglar cerraduras, e incluso llegó a construir una caja con algunos tablones viejos de un cajón de embalaje. Crawford, un día en que su señor había estado demasiado ocupado para salir a cenar, había improvisado una tortilla tan deliciosa como cualquiera de las que el doctor Brown había probado en París cuando estudiaba allí. En pocas palabras, Crawford, a su modo, era una especie de Admirable Crichton?, y Margaret se convenció de que la decisión del doctor Brown de tener un criado era correcta, incluso antes de ser recibida respetuosamente por Crawford, cuando éste abrió la puerta de su nuevo hogar a los recién casados después de su breve luna de miel.

El doctor Brown tenía miedo de que Margaret encontrara la casa inhóspita en aquel estado a medio amueblar; pues sólo había comprado lo imprescindible. Su consulta (¡qué grandilocuente sonaba!) estaba en orden, y todo estaba calculado para causar una buena impresión. Había una alfombra turca que había pertenecido a su madre, y que estaba lo bastante gastada para tener ese aire de respetabilidad que adquiere el mobiliario cuando no parece recién comprado sino una herencia familiar. Y esa atmósfera lo impregnaba todo: la mesa de la biblioteca (comprada de segunda mano, debe confesarse), el escritorio (que había sido de su madre), las sillas de cuero (tan heredadas como la mesa de la biblioteca), las estanterías que Crawford había colocado para los libros, un buen grabado en las paredes, convertían la habitación en un lugar tan agradable que tanto el doctor como la señora Brown pensaron, por lo menos aquella noche, que la pobreza ofrecía las mismas comodidades que la opulencia. Crawford se había tomado la libertad de poner algunas flores en el cuarto -su humilde modo de dar la bienvenida a la señora-, flores tardías de otoño, mezclando la idea del verano con la del invierno, que latía en el brillante fuego de la chimenea. Christie les subió unos deliciosos bollos con el té; y la señora Frazer había suplido su falta de cordialidad, lo mejor que pudo, con una provisión de mermelada y piernas de cordero. El doctor Brown no se quedó tranquilo hasta que no enseñó a Margaret, con voz lastimera, todas las habitaciones que quedaban por amueblar. Pero la joven se rió de su temor de que ella se sintiera decepcionada; y afirmó que nada le agradaría tanto como planificar y arreglar su interior, y que, con su habilidad para la tapicería y la de Crawford para la carpintería, los cuartos se amueblarían casi por arte de magia.

Pero con la mañana y la luz del día volvió la preocupación del doctor Brown. Veía y deploraba todas las grietas del techo, todas las pequeñas manchas del empapelado, y no por él sino por Margaret. No podía dejar de comparar el hogar que él le había ofrecido con el que ella había abandonado. Parecía temer que ella se hubiese arrepentido. Aquella inquietud enfermiza era el único inconveniente de su felicidad; y, para ponerle fin, Margaret se vio inducida a gastar más de lo que se había propuesto en un principio. Compraba este artículo en lugar de aquél porque su marido, si la acompañaba, parecía sumamente desgraciado si sospechaba que ella se privaba del menor deseo por ahorrar. La joven aprendió a eludir su compañía al salir de compras; pues le resultaba muy sencillo elegir el objeto más barato, aunque fuera el más feo, si estaba sola, y no tenía que soportar la mirada de mortificación de su marido cuando le decía tranquilamente al vendedor que no podía permitirse comprar esto o aquello. Al salir de una tienda después de una escena así, el doctor Brown le había dicho:

-¡Oh, Margaret! No debería haberme casado contigo. Tienes que perdonarme.
-¿Perdonarte? -exclamó ella-. ¿Por hacerme tan feliz? No vuelvas a hablar así, te lo ruego.
-¡Oh, Margaret! Pero no olvides que te he pedido que me perdones.

Crawford era todo lo que él le había prometido, y más de lo que podía desear. Era la mano derecha de Margaret en todos sus pequeños planes domésticos, lo que de algún modo irritaba bastante a Christie. La enemistad entre los dos criados era sin duda lo más incómodo de su vida hogareña. Crawford se sentía superior porque conocía Londres, porque disfrutaba del favor de la señora, porque estaba en su poder ayudarla, lo que suponía gozar del privilegio de ser consultado con frecuencia. Christie estaba siempre suspirando por Escocia y lanzando indirectas sobre el modo en que Margaret descuidaba a una persona que la había seguido a un país extranjero, para convertir en su favorito a un desconocido que, además, no era trigo limpio. Pero como nunca esgrimió la menor prueba de sus vagas acusaciones, Margaret prefirió no hacerle preguntas, y las atribuyó a los celos de su compañero. Por lo general, sin embargo, las cuatro personas que formaban aquella familia convivían en armonía. El doctor Brown estaba satisfecho con su casa, con sus criados, con sus perspectivas y, sobre todo, con su animosa mujer. A Margaret, de vez en cuando, le sorprendían ciertos estados de ánimo de su marido; pero esto no debilitaba su cariño, sino que despertaba su compasión por lo que ella creía recelos y sufrimientos patológicos; se trataba de una compasión dispuesta a convertirse en simpatía, tan pronto como pudiera descubrir alguna causa real que justificara aquel abatimiento que en ocasiones le invadía.

Christie no fingía que Crawford le disgustaba, pero, como Margaret se negaba a escuchar sus protestas, y el propio Crawford estaba deseoso de conseguir que la anciana escocesa tuviera una buena opinión de él, no llegó a producirse ninguna ruptura entre ambos. Grosso modo, el famoso y afortunado doctor Brown parecía el miembro más atribulado de la familia. Y no podía deberse a cuestiones económicas. Por uno de esos golpes de suerte que a veces allanan las dificultades de un hombre y lo conducen a un lugar seguro, había progresado mucho en su profesión; y probablemente sus ingresos por el ejercicio de la medicina confirmaban las expectativas que Margaret y él habían concebido en los momentos más optimistas. Pero debo extenderme más en este asunto.

Margaret tenía una renta de algo más de cien libras anuales. A veces sus dividendos habían ascendido a ciento treinta o ciento cuarenta libras; pero no se atrevía a confiar en ello. Al doctor Brown le quedaban mil setecientas libras de las tres mil que le había dejado su madre; y aún tenía que pagar parte del mobiliario, ya que, a pesar de la insistencia de Margaret, no les habían enviado todas las facturas en el momento de la compra. Éstas llegaron una semana antes de que se produjeran los sucesos que voy a relatar. Por supuesto su importe era más elevado de lo que incluso Margaret había esperado, y se sintió preocupada al ver lo mucho que les costaría liquidar la deuda. Pero, por extraño y contradictorio que pueda parecer, ninguna causa real de inquietud o decepción parecía afectar la alegría de su marido. Se rió de su consternación, hizo tintinear la recaudación del día en sus bolsillos, la contó delante de ella, y calculó sus probables ingresos anuales basándose en ese día Margaret cogió las guineas y las llevó en silencio a su secrétaire del piso de arriba; pues había aprendido el difícil arte de disimular sus preocupaciones domésticas en presencia de su marido. Cuando regresó, se mostró animada, aunque seria. El doctor Brown había cogido las facturas en su ausencia y las había sumado.

-Doscientas treinta y seis libras -dijo retirando las cuentas, a fin de dejar sitio para el té que les traía Crawford-. Tampoco es tanto. Pensé que sería mucho más. Mañana iré a la City y venderé algunas acciones para que tu pobre corazoncito se tranquilice. Y no me pongas menos azúcar en el té esta noche para ayudar al pago de esas facturas. Es mejor ganar que ahorrar, y estoy ganando a una notoria velocidad. Sírveme un buen té, Maggie, pues he tenido un buen día de trabajo.

Estaban sentados en la consulta del doctor Brown con el fin de ahorrar combustible. Para aumentar el desasosiego de Margaret, aquella noche la chimenea humeaba. Se había mordido la lengua para no decir nada al respecto, pues recordaba el viejo refrán sobre una chimenea humeante y una mujer gruñona; pero estaba demasiado irritada por las bocanadas de humo que llegaban hasta su bonita labor blanca, y pidió a Crawford, en un tono más severo de lo habitual, que se ocupara de avisar a un deshollinador. A la mañana siguiente, todo parecía haberse arreglado. El doctor Brown la había convencido de que su situación financiera continuaba siendo buena, el fuego ardía mientras desayunaban, y el sol brillaba de modo inusitado en las ventanas. A Margaret le sorprendió oír que Crawford no había podido encontrar a nadie que limpiase la chimenea esa mañana, pero éste le comunicó que había tratado de colocar mejor el carbón para que, al menos ese día, su señora no sufriera ninguna molestia; a la mañana siguiente, conseguiría sin falta un deshollinador. Margaret le dio las gracias y aprobó su plan de hacer una limpieza general del cuarto; y lo hizo en seguida, pues era consciente de que le había hablado con dureza la noche anterior. Decidió pagar todas las facturas y hacer algunas visitas un poco alejadas a la mañana siguiente; y su marido prometió ir a la City y proporcionarle el dinero.

Así lo hizo. Le mostró los billetes aquella tarde y los guardó bajo llave en su escritorio durante la noche: y, por la mañana, ¡los billetes habían desaparecido! Habían desayunado en la salita trasera o comedor a medio amueblar. Una mujer de la limpieza se hallaba fregando la sala delantera después de la marcha de los deshollinadores. El doctor Brown se dirigió a su escritorio, y salió del comedor cantando una vieja melodía escocesa Tardaba tanto en regresar que Margaret fue a buscarlo. Lo encontró sentado en la silla más cercana al escritorio, con la cabeza apoyada en él; y su actitud revelaba el más profundo abatimiento. No pareció oír los pasos de Margaret, mientras ella se abría camino entre las alfombras enrolladas y la pila de sillas. Se vio obligada a tocarle en el hombro antes de conseguir que se moviera.

-¡James, James! -exclamó asustada.
Él la miró casi como si no la conociera.
-¡Oh, Margaret! -dijo, y cogió sus manos y escondió el rostro en su cuello.
-¿Qué ocurre, amor mío? -preguntó la joven, pensando que había enfermado de repente.
-Alguien ha abierto mi escritorio ayer por la noche -gimió sin levantar la mirada ni hacer el menor movimiento.
-Y ha cogido el dinero -añadió Margaret, comprendiendo al instante lo ocurrido.

Era un golpe muy duro; una gran pérdida, mucho mayor que las escasas libras que, en las facturas, habían excedido sus cálculos, y, sin embargo, tenía la sensación de que podía sobrellevarla mejor.

-¡Vaya por Dios! -prosiguió-. Es terrible; pero, después de todo -dijo, tratando de levantarle la cabeza para infundirle todo el aliento de sus ojos dulces y sinceros-. Al principio creí que estabas gravemente enfermo, y las incertidumbres más espantosas pasaron por mi imaginación. Me siento tan aliviada de que sólo sea cuestión de dinero.
-!Sólo dinero! -repitió él tristemente, rehuyendo su mirada, como si no pudiera soportar que viera cuánto le dolía.
-Después de todo -exclamó animada-, no puede haber ido muy lejos. Ayer por la noche, estaba aquí. El deshollinador... tenemos que enviar a Crawford inmediatamente a la policía. ¿No anotaste la numeración de los billetes? -preguntó mientras tocaba la campanilla.
-No; sólo iban a estar una noche en nuestro poder -señaló.
-Tienes razón.

La mujer de la limpieza apareció en la puerta con su cubo de agua caliente. Margaret observó su rostro, como si quisiera leer en él culpabilidad o inocencia. Era una protegida de Christie, que no era nada propensa a pronunciarse a favor de otra persona, y sólo lo hacía si tenía buenos motivos; una viuda honrada y decente con una familia numerosa que mantener. A pesar de su traje mugriento tenía una tez saludable y cuidada, un aire franco y eficiente, y no pareció inmutarse ni sorprenderse al ver al doctor y a la señora Brown en medio de la habitación, perplejos y afligidos. Continuó su trabajo sin prestarles la menor atención. Las sospechas de Margaret recayeron con más fuerza sobre el deshollinador; pero no podía andar muy lejos, los billetes no podían haber entrado en circulación. Un hombre así no podía haber gastado esa suma en tan poco tiempo; y la recuperación del dinero era su primer y único objetivo. Apenas pensaba en las obligaciones posteriores, como la persecución del delincuente y otras consecuencias del delito. Mientras ella concentraba todas sus energías en la rápida recuperación del dinero, revisando mentalmente los pasos que debían dar, su marido seguía completamente desmadejado en la silla, incapaz de colocar sus miembros en una posición que exigiera el menor esfuerzo; su rostro hundido, desconsolado, anunciaba esas arrugas que un disgusto repentino marca en los semblantes más jóvenes y tersos.

-¿Dónde estará Crawford? -dijo Margaret, tocando la campana con vehemencia-. ¡Oh, Crawford! -exclamó al verlo aparecer por la puerta.
-¿Ha ocurrido algo? -interrumpió él, como si la violencia de sus llamadas lo hubiera alarmado hasta hacerle perder su calma habitual-. Había ido a la vuelta de la esquina con la carta que el señor me dio ayer por la noche para el correo y, al volver, me ha dicho Christie que habían tocado la campanilla para que subiera, señora. Le ruego que me disculpe, pero he venido corriendo -y lo cierto es que jadeaba y parecía muy apesadumbrado.
-¡Oh, Crawford! Me temo que el deshollinador ha abierto el escritorio de mi marido, y se ha llevado todo el dinero que guardó ayer por la noche. En cualquier caso, ha desaparecido. ¿Le ha dejado en algún momento solo en la habitación?
-No podría asegurarlo, señora; es posible. Sí, creo que sí. Ahora lo recuerdo... tenía que hacer mi trabajo, y pensé que la mujer de la limpieza habría venido; me fui a la antecocina, y más tarde vino Christie, quejándose del retraso de la señora Roberts; y entonces me di cuenta de que el deshollinador se había quedado solo. Pero ¡qué barbaridad, señora! ¿Quién iba a pensar que era un ser tan depravado?
-¿Cómo conseguiría abrir el escritorio? -preguntó Margaret, volviéndose hacia su marido-. ¿Estaba rota la cerradura?
El se levantó, como si despertara de un sueño.
-¡Sí! ¡No! Supongo que ayer por la noche giré la llave sin mirar. Esta mañana encontré el escritorio cerrado, pero no con llave, y habían forzado la cerradura.
El doctor Brown volvió a sumirse en un silencio aletargado y meditabundo.
-De todos modos, no sirve de nada que perdamos el tiempo con estas preguntas. Vaya tan rápido como pueda a buscar a un policía, Crawford. Sabe el nombre del deshollinador, ¿verdad? -inquirió Margaret cuando el criado se disponía a abandonar la estancia.
-No sabe cuánto lo lamento, señora, pero me puse de acuerdo con el primero que pasó por la calle. Si hubiera sabido...

Pero Margaret se había dado la vuelta con un gesto de impaciencia y de desesperación. Crawford se marchó, sin añadir nada, en busca de un policía. La joven intentó en vano convencer a su marido para que probara el desayuno; lo único que quiso tomar fue una taza de té, que bebió a grandes tragos para aclararse la garganta cuando oyó la voz de Crawford invitando a pasar al policía.

El agente escuchó todo y dijo muy poco. Después vino el inspector. El doctor Brown dejó las explicaciones en manos de Crawford que, al parecer, estaba encantado. Margaret se sentía terriblemente inquieta por la impresión que el robo había causado en su marido. La posible pérdida de esa cantidad era ya algo suficientemente malo; pero permitir que le afectara hasta minar su fortaleza y destruir cualquier impulso de esperanza reflejaba una debilidad de carácter que hizo comprender a Margaret que, aunque no deseaba definir sus sentimientos ni el origen de ellos, si juzgaba a su marido por la actuación de aquella mañana, debía aprender a no confiar más que en sí misma en caso de emergencia. El inspector se volvió repetidas veces hacia el doctor y la señora Brown para escuchar sus respuestas. Fue Margaret quien contestó siempre con frases breves y escuetas, muy diferentes de las largas y enrevesadas explicaciones de Crawford.

Finalmente, el inspector quiso hablar a solas con ella. La joven le siguió a la otra sala, dejando atrás al ofendido Crawford y a su afligido esposo. El inspector dirigió una severa mirada a la mujer de la limpieza, que proseguía sus fregoteos sin inmutarse, le ordenó que saliera, y después preguntó a Margaret de dónde era su criado, cuánto tiempo llevaba con ellos y muchas otras cuestiones que mostraban el rumbo que habían tomado sus sospechas. Margaret se sintió sumamente sorprendida; pero respondió con prontitud a todas sus preguntas y, cuando terminó, observó con atención el rostro del inspector y esperó a que éste confirmara sus sospechas.

El policía -sin decir nada, no obstante- regresó delante de ella a la otra habitación. Crawford se había marchado y el doctor Brown trataba de leer el correo de la mañana (que acababa de llegar); pero sus manos temblaban de tal modo que era incapaz de seguir una línea.

-Doctor Brown -dijo el inspector-, estoy casi convencido de que su criado ha cometido el robo. Lo juzgo así por su forma de comportarse, por su afán de contar la historia, por su modo de intentar arrojar todas las sospechas sobre el deshollinador, cuyo nombre y dirección asegura desconocer; o, al menos, eso dice. Su mujer nos ha contado que ha salido de casa esta mañana, incluso antes de ir a la policía; así que es probable que ya haya encontrado el modo de esconder o deshacerse de los billetes; y dice usted que no anotó su numeración. Aunque tal vez podamos averiguarlo.

En ese momento, Christie llamó a la puerta y, presa de una gran agitación, pidió hablar con Margaret Sacó a relucir una serie adicional de circunstancias sospechosas, ninguna de ellas demasiado grave por sí sola, pero tendentes a imputar el robo a Crawford. Temía que le reprocharan culpar a su compañero de trabajo, y se sorprendió al comprobar lo atentamente que el inspector escuchaba sus palabras. Esto la animó a contar numerosas anécdotas, todas ellas en contra de Crawford, que había preferido ocultar a sus señores por temor a que la consideraran celosa o pendenciera.

-No existe la menor duda sobre el camino a seguir -dijo el inspector, cuando Christie terminó su relato-. Usted, señor, tiene que entregarnos a su criado. Lo llevaremos inmediatamente ante el juez de guardia. Y existen pruebas suficientes para encarcelarlo una semana; durante ese tiempo, quizá descubramos el paradero de los billetes y logremos atar cabos.
-¿Debo denunciarle? -preguntó el doctor Brown, con una palidez casi cadavérica-. Reconozco que es una grave pérdida de dinero para mí; pero luego vendrán los gastos del juicio... la pérdida de tiempo... el...

Se detuvo. Vio clavados en él los ojos indignados de su mujer, y apartó su mirada de inconsciente reproche.

-Sí, inspector -dijo-. Lo entregaré a la policía. Hagan lo que quieran. Hagan lo que crean oportuno. Por supuesto, asumo las consecuencias. Asumimos las consecuencias, ¿verdad Margaret? -habló en un tono muy bajo y nervioso que su mujer prefirió ignorar.
-Díganos exactamente qué hemos de hacer -exclamó ella con frialdad, dirigiéndose al inspector.

Él le dio las indicaciones necesarias para que se presentaran en la comisaría y llevaran a Christie en calidad de testigo, y luego se marchó para encargarse de Crawford. A Margaret le sorprendió ver lo tranquila y pacíficamente que arrestaban al criado. Esperaba oír un escándalo en la casa, o que Crawford, alarmado, hubiera huido antes. Pero, cuando sugirió esto último al policía, éste sonrió y le dijo que, nada más oír la acusación del agente de guardia, había apostado a un oficial detective cerca de la casa para vigilar todas las entradas y salidas; de modo que no habrían tardado en descubrir el paradero de Crawford si éste hubiera intentado escapar.

La atención de Margaret se centró entonces en su marido. El doctor Brown ultimaba sus preparativos para salir a visitar a sus pacientes, y era ostensible que no deseaba conversar. Le prometió volver hacia las once; pues el inspector les había asegurado que, hasta esa hora, su presencia no sería requerida. En una o dos ocasiones, el doctor pareció murmurar para sí: ¡Qué lamentable asunto!. Y Margaret no pudo sino estar de acuerdo; y, ahora que había pasado la necesidad de hablar y actuar, empezó a pensar que debía de tener un corazón muy duro, incapaz de sentir como los demás; pues no había sufrido como su marido al descubrir que el criado al que consideraban un amigo era un vil ladrón. Recordó todos los bonitos detalles que había tenido con ella, desde el día en que, con unas humildes flores, le había dado la bienvenida a su nuevo hogar hasta la víspera, cuando, al verla fatigada, le había preparado espontáneamente una taza de café.. ¡Cuántas veces se había preocupado de traer ropa seca para su marido! ¡Qué ligero era su sueño por las noches! ¡Cuán grande su diligencia por las mañanas! No era de extrañar que su esposo lamentara tanto el descubrimiento de la traición. El problema lo veía en ella misma, una mujer cruel y egoísta, más preocupada por la recuperación del dinero que por el terrible desengaño, si se probaba la acusación contra Crawford.

A las once en punto, el doctor Brown regresó con un carruaje. Christie había considerado que comparecer en una comisaría era una ocasión digna de sus mejores galas, y estaba todo lo elegante que le permitía su vestuario. Pero Margaret y su marido estaban tan pálidos y entristecidos como si fueran los acusados, en vez de los denunciantes.

El doctor Brown no se atrevió a mirar a Crawford mientras el primero se sentaba en el banquillo de testigos y el segundo, en el de acusados. Margaret tuvo el convencimiento de que Crawford hacía todo lo posible por llamar la atención de su amo. Al fracasar, contempló a la joven con una expresión que ella encontró muy enigmática. No hay duda de que su rostro había cambiado. En lugar de la serena mirada de devota obediencia, había adoptado una expresión descarada y desafiante; y, mientras el doctor Brown hablaba del escritorio y su contenido, sonreía de vez en cuando de un modo muy desagradable. Se decretó su prisión preventiva durante una semana; pero, como las pruebas estaban lejos de ser concluyentes, se le puso en libertad bajo fianza. El fiador fue su hermano, un respetable comerciante muy conocido en su vecindad, al que el criado había informado del arresto.

Crawford se encontró así de nuevo en la calle, para la consternación de Christie, que se quitó su ropa de domingo mientras regresaba a casa con el corazón afligido, esperando más que confiando que no fueran asesinados en sus camas antes de que finalizara la semana. Debe añadirse que tampoco Margaret se libraba del miedo acerca de la venganza del criado; les había mirado a ella y a su marido de un modo tan malévolo y rencoroso mientras prestaban declaración.

Pero la ausencia de Crawford dio a Margaret demasiado trabajo para seguir dando vueltas a sus necios temores. Su marcha dejó un enorme vacío en las comodidades diarias que ni Margaret ni Christie, por mucho que se esforzaran, podían suplir. Y era más necesario que nunca que todo estuviera bien, ya que los nervios del doctor Brown se habían visto tan afectados, al descubrir la culpabilidad de su criado, que Margaret llego a temer que cayera enfermo. Por las noches se paseaba de un lado a otro del dormitorio, lamentándose cuando creía que ella dormía; por las mañanas, la joven necesitaba de toda su persuasión para inducirle a salir de casa y visitar a sus pacientes. Jamás había estado tan mal como después de consultar al abogado que llevaba el caso. Margaret comprendió que en todo aquello había algún misterio; pues su marido parecía impaciente por recoger el correo, y se acercaba presuroso a la puerta en cuanto alguien llamaba, y le ocultaba quién era el remitente. Cuando transcurrió la semana, su nerviosismo y su aflicción fueron en aumento.

Un atardecer en que las velas aún no estaban encendidas y él se hallaba sentado junto al fuego, en actitud lánguida, con la cabeza apoyada en una mano, y el brazo en la rodilla, Margaret decidió hacer una prueba, a fin de investigar y descubrir la naturaleza de la herida que él escondía con tanto cuidado. Acercó un escabel y se sentó a sus pies, cogiéndole una mano entre las suyas.

-Quiero que escuches, querido James, una vieja historia que oí en cierta ocasión. Es posible que te interese. Había dos huérfanos, inocentes como niños aunque ya eran dos jóvenes. No eran hermanos y, al poco tiempo, se enamoraron; como lo hicimos nosotros, ¿recuerdas? Pues bien, la muchacha vivía con su familia, pero el joven estaba muy lejos de los suyos, si es que no habían muerto. Sin embargo, ella le amaba hasta tal punto que a veces se alegraba de ser la única que se preocupaba de él. A los amigos de ella no les gustaba tanto; es posible que fueran personas juiciosas e insensibles, y ella una necia. Y no les agradó que se casara con el joven; lo cual fue una estupidez por su parte, ya que no podían decir nada en contra de él. Pero una semana antes de fijar la fecha de la boda, creyeron haber encontrado algo... amor mío, no me sueltes la mano... no tiembles así, ¡sólo quiero que me escuches! La tía de la joven se acercó a ella y le dijo: -Tienes que abandonar a tu prometido, pequeña: su padre fue tentado y pecó; y, si aún sigue convida, es un presidiario deportado. La boda no puede celebrarse-. Pero la joven se puso en pie y dijo: -Si es cierto que él ha conocido ese gran dolor y esa vergüenza, necesita mucho más de mi amor. No le dejaré, ni renunciaré a él, sino que le amaré incluso más que antes. ¡Y, puesto que usted, tía, espera recibir la bendición del cielo por tratar a los demás del mismo modo en que le gustaría ser tratada, le pido que no se lo cuente a nadie!-. Estoy convencida de que la tía guardó el secreto porque las palabras de la joven, por algún extraño motivo, la intimidaron. Pero, cuando se quedó a solas, la muchacha lloró amargamente al pensar en la desgracia que ensombrecía el corazón del hombre que amaba; y decidió esforzarse por alegrar su vida, y ocultarle siempre que conocía su carga; pero ahora cree... ¡Oh, esposo mío! ¡Cuánto tienes que haber sufrido!

Y él apoyó la cabeza en su hombro, y de sus ojos brotaron las lágrimas terribles de un hombre.

-¡Gracias a Dios! -exclamó, finalmente-. Lo sabes todo y no te alejas de mí. ¡Oh, qué cobarde, mentiroso y ruin he sido! ¿Que si he sufrido? Sí, tanto que he estado a punto de enloquecer; y, si hubiera tenido valor, habría podido ahorrarme estos doce largos meses de agonía. Pero es justo que me hayan castigado. Y lo sabías todo antes de casarte conmigo, ¡cuando podías haberte echado atrás!
-No, no podía; ¿acaso habrías roto tu compromiso conmigo si, en idénticas circunstancias, yo hubiera estado en tu lugar?
-No lo sé. Es posible; pues no soy tan valeroso, ni tan bueno, ni tan fuerte como tú, mi querida Margaret. ¿Cómo podría serlo? Te contaré algo más. Mi madre y yo fuimos de un lado a otro, dando las gracias por tener un apellido tan corriente, pero acobardándonos ante cualquier alusión, de un modo que sólo pueden comprender quienes han sido heridos en lo más profundo de su ser. Vivir en una ciudad donde había tribunales de justicia era una tortura; y residir en una ciudad comercial, casi peor. Mi padre era el hijo de un respetable clérigo, muy conocido entre sus hermanos, así que teníamos que evitar una ciudad catedralicia, ya que la deportación del hijo del deán de Saint Botolph había llegado con seguridad a oídos de todos. Yo tenía que recibir una educación; por ese motivo, debíamos vivir en una ciudad, pues mi madre no podía soportar la idea de separarse de mí y yo acudía a un colegio, no a un internado. Éramos muy pobres para nuestra posición social. Éramos la mujer y el hijo de un recluso. Pero, cuando tenía catorce años, mi padre murió en el exilio, dejando, como muchos otros presidiarios de aquella época, una gran fortuna. La heredamos nosotros. Mi madre se encerró en su habitación, y estuvo un día entero llorando y rezando. Luego quiso verme y me dio su parecer. Los dos nos comprometimos a entregar el dinero a alguna organización benéfica, tan pronto como yo fuera mayor de edad. Hasta entonces, ahorramos hasta el último penique de los intereses, aunque en ocasiones pasamos grandes estrecheces, ¡mi educación era tan cara! Pero ¿cómo íbamos a saber de qué manera había acumulado aquel dinero? -y, al llegar aquí, bajó la voz-. Nada más cumplir veintiún años, los periódicos hablaron con admiración del generoso donante anónimo de ciertas cantidades. Odié sus palabras de elogio. Eludía cualquier recuerdo de mi padre. Me acordaba de él vagamente, pero siempre enojado y brutal con mi madre. ¡Mi pobre y dulce madre! Margaret, ella lo amaba; y, sólo por eso, desde que ella murió, he intentado evocar su figura con cariño. Al poco tiempo de morir mi madre, te conocí, amor mío, mi tesoro.

Después de unos instantes de silencio, prosiguió:

-Pero ¡Oh, Margaret, todavía no sabes lo peor. Cuando mi madre falleció, encontré un paquete de documentos legales que hablaban del juicio de mi padre. ¡Pobrecilla! Por qué los había conservado, es algo que no sé. Estaban llenos de anotaciones de su puño y letra; y, por ese motivo, los guardé. Era tan conmovedor leer sus impresiones de aquellos días que vivió en solitaria inocencia mientras él se hundía cada vez más en el crimen. Escondí el paquete (y lo creí en lugar seguro) en un cajón secreto de mi escritorio; pero ese miserable de Crawford lo encontró. Me di cuenta de que faltaban los documentos aquella misma mañana. Su pérdida era mucho más grave que la del dinero; y ahora Crawford amenaza con sacar la terrible verdad a la luz, en un juicio que será público; y supongo que su abogado podrá hacerlo. En cualquier caso, ver cómo lo pregonan a los cuatro vientos... ¡yo, que me he pasado la vida temiendo ese momento! ¡Sobre todo por ti, Margaret! Y, con todo... ¡si pudiéramos evitarlo! ¿Quién dará trabajo al hijo de Brown, el célebre falsificador? Perderé mi consulta. Los hombres me miraran con recelo cuando entre en sus casas. Me empujarán a cometer algún crimen. A veces tengo miedo de que sea hereditario. ¡Oh, Margaret! ¿Qué voy a hacer?

-¿Qué puedes hacer? -preguntó ella.
-Puedo negarme a denunciarle.
-¿Dejar que Crawford quede en libertad sabiendo que es culpable?
-Sé que es culpable.
-Entonces, sencillamente, es algo que no puedes hacer. Dejar que un criminal salga a la calle.
-Pero si no lo hago, la vergüenza y la pobreza se abatirán sobre nosotros. Me preocupa por ti, no por mí. Nunca debería haberme casado.
-Escúchame. No me importa la pobreza; en cuanto a la vergüenza, me dolería veinte veces más si tú y yo, por temor o por cualquier motivo egoísta, consintiéramos en proteger al culpable. No pretendo decir que no lo sentiré cuando la verdad salga a la luz. Pero mi vergüenza se convertirá en orgullo cuando vea que lo olvidas. Hay algo malsano en ti, querido esposo, por haber tenido que ocultar algo toda la vida. Deja que el mundo conozca la verdad y diga las cosas más terribles. A partir de ese momento serás un hombre libre, honrado y respetable, capaz de trabajar sin miedo.
-Ese sinvergüenza de Crawford quiere recibir una respuesta a su insolente misiva -exclamó Christie, asomando la cabeza por la puerta.
-¡Un momento! ¿Puedo contestarle? -dijo Margaret.
Y escribió:

Haga lo que haga o diga lo que diga, sólo tenemos una opción. Ninguna amenaza disuadirá al doctor Brown de cumplir con su deber.
Margaret Brown.

-¡Ya está! -exclamó, pasándole la nota a su marido-. Así verá que estoy al corriente de todo; y sospecho que sabe algo de tu cariño por mí.

La respuesta de Margaret enfureció a Crawford, pero no lo acobardó. Antes de que transcurriera una semana, todo el mundo sabía que el doctor Brown era hijo del famoso Brown, el falsificador. Todo ocurrió tal como él había anticipado: a Crawford le impusieron una dura condena; y el doctor Brown y su mujer se vieron obligados a abandonar su casa y trasladarse a otra más pequeña, donde tuvieron que apretarse el cinturón ayudados por la fiel Christie. Pero el doctor Brown jamás se había sentido tan alegre desde que tenía uso de razón. Ahora sus pies estaban firmemente plantados en el suelo, y cada paso que daba tenía asegurado el éxito. La gente afirmaba haber visto a Margaret, en los peores tiempos, fregando de rodillas la puerta de su casa. Pero yo no lo creo, pues Christie jamás lo hubiera permitido. Y lo único que puedo decir es que, la última vez que visité Londres, vi una placa de cobre con la inscripción Doctor James Brown en la entrada de una hermosa casa.

Y mientras la miraba, un carruaje se detuvo en la puerta y una dama salió de él y entró en la casa; no hay duda de que era la Margaret Frazer de antaño, con un aire más severo y algo más corpulenta, he estado a punto de decir. Mientras contemplaba la casa y recordaba su historia, la vi acercarse al ventanal con un bebé en brazos y todo su rostro se transformó en una sonrisa de infinita dulzura.