jueves, 11 de julio de 2024

Deja a los muertos en paz. Ernst Raupach (1784-1852)

Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.

Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.

Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:

-¿Dormirás eternamente?

Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:

-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.
-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.
-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?
-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.
-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.
-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.
-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡Deja a los muertos en paz!

Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.

-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.
-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡Deja a los muertos en paz!

A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:

-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡Deja a los muertos en paz!
-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.
-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.
-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.
-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!

El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:

-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.

Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.

-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.
-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.

Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.

-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.

Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.

Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.

Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:

-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?

Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.

Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:

-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!

Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.

La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.

En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.

Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.

Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.

Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.

El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.

Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:

-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.

Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.

En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.

Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.

-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.
-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.
-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.
-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.

Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.

-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?
-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.

Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.

Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:

-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!
-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.
-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.
-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?
-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.
-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.
-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?
-Faltan 15 días.
-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.
-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.

Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?

Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:

-¡Te condeno para siempre!
Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.
-Conmigo te condenas.

El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:
-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.
-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.

La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:

-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?

Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:

-¡Conmigo te condenas!

El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.

Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.

El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.

Pronto quedó en llamas, la torre del castillo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:

!Deja a los muertos en paz!


El cuento del padre Meuron. Robert Hugh Benson (1871-1914)

El padre Meuron estuvo voluble durante la cena del sábado. Exclamaba; hacía ademanes; sus ojos negros centelleaban sobre sus mejillas. Nunca había visto sus cabellos tan erizados. Estaba sentado en el lugar más alejado de la mesa, que tenía forma de herradura, y pude, sin temor de ser oído, hacer notar su regocijo al sacerdote inglés que estaba a mi lado. El padre Brent sonrió.

-Está ebrio de gloire -dijo-. A él le toca referir un cuento esta noche.

Eso lo explicaba todo. Sin embargó, yo no tenía gran interés en oír su relato. Abrigaba la convicción de que estaría lleno de oropel y de doncellas que se desmayaban y terminaban sus días en un convento, bajo la dirección espiritual del padre Meuron. Cuando él ascendió a la tribuna, busqué un rincón penumbroso, un tanto apartado del semicírculo, donde podría quedarme dormido sin provocar comentarios. Pero la narración me tomó desprevenido. Guando ocupamos nuestros sitios, y la pipa de Monseñor estuvo encendida, y el propio Monseñor estirado en su silla plegadiza, el francés comenzó su historia. La relató en su propio idioma, pero trataré de darles una versión tan fiel como sea posible.

-Mi contribución a la serie de relatos -comenzó, sentado en el sillón de respaldo recto, en el centro del círculo-, es una historia de exorcismo. He aquí una cuestión con la que no estamos muy familiarizados actualmente los que vivimos en Europa. Diríase que la gracia tiene cierta facultad, acumulada en el transcurso de los siglos, de saturar con su fuerza aun a los objetos del mundo físico. Aun en mi país, en este momento, a pesar de la apostasía que se ha extendido ampliamente y del culto de Satanás, la gracia palpita en el aire; y en efecto, rara vez sucede que un sacerdote tenga que lidiar con un caso de posesión demoníaca. En vuestra respetable Inglaterra también ocurre lo mismo; la piedad sencilla de los protestantes ha mantenido vivo, en cierta medida, el vigor del Evangelio. Aquí, en Italia, las cosas son distintas. Las viejas potestades han sobrevivido al asalto cristiano, y si bien no pueden vivir en la santa Roma, hay rincones donde perduran.

Desde mi lugar vi que el padre Bianchi miraba furtivamente al narrador, y creí leer en esa mirada un involuntario asentimiento.

-Sin embargo -prosiguió el francés, desdeñando encauzar por ahí su relato-, mi historia no acaece en este continente, sino en la isla de La Souffrière. Cuando yo estuve en la isla, el año 1891, era un baluarte de las tinieblas. La gracia, si bien se había apoderado del corazón de los hombres, aún no había penetrado en la creación inferior. ¿Comprenden? Había muchas santas personas a quienes conocía, que frecuentaban los sacramentos y vivían devotamente, pero no todos eran de esa índole. Los antiguos ritos sobrevivían secretamente entre los vulgares, y las tinieblas ¿cómo diré? la oscuridad se corporizaba. No obstante, para los fines de mi relato...

El sacerdote buscó posición más cómoda en su asiento y juntó los dedos como si fueran instrumentos preciosos. Se divertía enormemente, y yo comprendí que estaba preparándose para una revelación.

-Fue en 1891 -repitió- cuando fui allí, a ocupar, con otro de nuestros Padres, la casa misional. No les fastidiaré, caballeros, con el relato de nuestra llegada, aunque muchas de las cosas que vi me causaron asombro. Hasta aquel momento nunca me había parecido tan evidente el poder de los Sacramentos. En los países civilizados, como ya he sugerido, el aire está cargado de gracia. Cada ser no es más que una ola del profundo mar. Al que carece del favor de Dios no le falta Su gracia, presente en cada bocanada de aire que respira. En torno a él, hay templos, hay personas piadosas y religiosas; hay, a sus espaldas, siglos enteros de plegarias. Los edificios mismos en que entra, como nos ha explicado M. Huysmans, tienen la pátina de las oraciones. Aunque sea una criatura malvada, está aún en la casa de su Padre: y el retorno de la muerte a la vida no es, al fin y al cabo, un cruce del abismo. Pero allá, en La Souffriére no hay términos medios: todo es divino o satánico, negro o blanco, cristiano o infernal. Uno está, por decirlo así, en la ribera del mar, observando las rompientes de la gracia, y cada una de ellas es un milagro. He visto a santos catecúmenos echar espuma por la boca, con los ojos en blanco, al caer sobre ellos el agua salvadora y salir de ellos lo que tenían en su interior. Como dice el Evangelio: Spiritus conturbavit illum: et elisus in terram, volutabatur spumans.

El padre Meuron hico una nueva pausa. Me interesó escuchar esta corroboración de evidencias llegadas a mis oídos en otras ocasiones. Más de un misionero me había contado lo mismo; y en sus relatos, yo había vislumbrado un paralelo de aquellos que nos dejaron los primeros predicadores de la fe cristiana en los primitivos tiempos de la Iglesia.

-Yo era incrédulo, al principio -continuó el clérigo-, hasta que vi esas cosas con mis propios ojos. Un viejo sacerdote de la misión reprendió mi incredulidad. Eres ignorante, me dijo; aún tienes las ínfulas de los recién salidos del seminario. Y sus palabras, amigos míos, eran justas. Un lunes por la mañana, estando reunidos en consejo, advertí que aquel viejo sacerdote tenía algo que decir. Se llamaba M. Lasserre. Guardó el más absoluto silencio hasta que quedaron resueltos todos los asuntos de poca monta, y entonces se encaró con el Padre Rector. -Monseñor ha escrito -dijo-, y me ha otorgado el permiso necesario para realizar esa diligencia que usted conoce, padre mío. Y me ordena llevar conmigo otro sacerdote. Solicito que sea el padre Meuron quien me acompañe. Este joven y celoso misionero necesita una lección-. El Rector me miró con una sonrisa, y luego miró al padre Lasserre y asintió con la cabeza, dándole su venia.

-El padre Lasserre le explicará todo y el buen padre me explicó todo. Al parecer, se trataba de un exorcismo. Una mujer que vivía con su madre y con su esposo, dijo el padre Lasserre, había sido afligida por el demonio. Era una catecúmena, y durante varios meses se mostró muy devota y todo marchó perfectamente hasta que el demonio lanzó ese asalto contra su alma. El padre Lasserre visitó a la mujer, la examinó y envió su informe al obispo, solicitándole permiso para exorcizarla; y ese permiso había llegado por la mañana. No me atreví a decir al sacerdote que estaba errado, y que se trataba de un ataque (le epilepsia. Yo había leído algunos libros, para adquirir conocimientos médicos, y todo lo que entonces oí pareció confirmar mi diagnóstico. Los síntomas estaban ahí, fáciles de descifrar.

El padre Meuron hizo nuevamente aquel pequeño gesto de que hablé antes.

-En mi juventud, yo sabía más que todos los Padres de la Iglesia. ¡Aquellos achaques de endemoniados no eran más que afección al cerebro, sueños y fantasías! Y si los exorcismos parecían dar resultado en esas gentes, ello era el efecto que ejercía en su imaginación la solemnidad del rito. Nada más.

Rió con feroz ironía.

-¡Ustedes lo saben todo, caballeros!

Mis deseos de dormir se habían esfumado. El sacerdote francés era más interesante de lo que yo pensara. Su aparatosidad se había disipado. Su voz temblaba un poco, mientras denunciaba su propio engreimiento, y empecé a preguntarme cómo se había producido ese cambio en su estado de ánimo.

-Salimos aquella tarde -dijo, retomando su relato-. La mujer vivía en un extremo de la isla, a un par de horas de viaje, y mientras caminábamos, el padre Lasserre me contó algo más del caso. Al parecer, la mujer blasfemaba. Echaba espuma por la boca, y ponía los ojos en blanco. (Una afección cerebral, me dije.) Le inspiraba terror el agua bendita; y tan fieramente se debatía, que nadie osaba echársela. (Porque le han enseñado a tenerle miedo, argüí.) Y el buen padre hablaba, mirándome de reojo, y yo sonreía para mis adentros, convencido de que era un viejo simple, que no había estudiado los nuevos libros. Se tranquilizaba después del anochecer, siguió, y consentía en comer un poco. Casi todos sus ataques se producían al mediodía. Al oírlo, sonreí nuevamente. Yo conocía el motivo. El calor la afectaba. Era natural que al caer la tarde se sosegara. Si fuese el poder de Satanás el que la dominaba, seguramente se pondría más furiosa en la oscuridad que en la luz. Así lo declaran las Escrituras."Algo de esto dije al Padre Lasserre, como si se tratara de una pregunta, y él me miró.

-Tal vez, hermano -dijo-, ella esté más cómoda en la oscuridad y tema la luz, y por eso se apacigua cuando se pone el sol. -Yo torné a sonreír para mis adentros. ¡Cuánta piedad!, me dije. ¡Y cuánta simpleza! La casa donde vivían aquellos tres seres estaba un poco apartada. Era una vieja barraca a la que se habían mudado una semana antes, porque los vecinos ya no podían soportar los gritos de la mujer. Llegamos antes de que anocheciera. Era una tarde opaca, pesada y agobiante, y al avanzar por el sendero vi, a la izquierda, entre la maraña de árboles, la montaña humeante. Nos rodeaba un gran silencio, no se agitaba el viento, y cada hoja se recortaba en acero contra el cielo colérico. Luego vimos el techo del cobertizo, allá abajo, y una nubecita de humo que escapaba por un agujero, pues no había chimenea. -Nos sentaremos un rato aquí, hermano -dijo mi amigo-. No entraremos en la casa hasta que anochezca. -Sacó su breviario y empezó a rezar sus maitines y laudes, sentado en un tronco caído, al costado del sendero.

-Todo estaba silencioso. Yo experimentaba terribles distracciones, porque era joven y me sentía muy excitado; y aunque estaba convencido de que no vería otra cosa que un ataque de epilepsia, no es ésto agradable de ver. Pero finalizaba mi primer nocturno cuando vi que el Padre Lasserre desviaba la vista del libro. Estábamos sentados a unas treinta yardas del techo de la cabaña, construida en una depresión, de suerte que el techo de la misma quedaba al nivel donde nos hallábamos sentados. Debajo había un pequeño espacio abierto, de unas veinte yardas de ancho, y más allá se extendía el bosque, y luego el humo de la aldea contra el cielo. Vi, también, el brocal de un pozo, junto al cual había un cubo; y parado junto a éste un hombre, un negro, muy erguido, con una vasija en la mano.

-Aquel sujeto se volvió; nos vio, y dejó caer la vasija, y yo alcancé a ver sus dientes blancos. El Padre Lasserre se incorporó y se llevó el dedo a los labios, asintió una o dos veces con la cabeza, señaló al oeste, donde el sol iba tocando el horizonte, y el individuo respondió, a su vez, con un movimiento de cabeza, y se inclinó para recoger la vasija. La llenó con el agua del balde y regresó a la casa. Miré al Padre Lasserre, y él devolvió mi mirada. -Dentro de cinco minutos -dijo-. Ése es el marido. ¿No le ha visto las heridas? -Sólo le había visto los dientes, repuse, y mi amigo meneó nuevamente la cabeza y se dispuso a concluir su nocturno.

El Padre Meuron hizo una nueva pausa dramática. Su rostro rubicundo parecía un poco más pálido que de costumbre, aunque no había contado aún nada capaz de justificar su horror. Evidentemente, algo se avecinaba. El Rector se inclinó hacia mí y susurró, poniendo la mano a modo de pantalla, y en relación con lo que el francés había referido minutos antes, que ningún sacerdote está autorizado a pronunciar un exorcismo sin especial consentimiento de su obispo. Yo asentí y le di las gracias. Los ojos del Padre Meuron recorrieron el círculo de oyentes con un fulgor terrible. Entrelazó las manos y prosiguió:

-Cuando no se veía del sol más que el rojo borde sobre el mar, bajamos á la casa. El sendero llegaba a la altura del techo del cobertizo; después se replegaba y descendía, pasaba ante la ventana y desembocaba frente al cobertizo. Al pasar frente a aquella ventana, en pos del Padre Lasserre, que llevaba su bolsa con el oficionario y el agua bendita, miré furtivamente, pero no vi otra cosa que el resplandor del fuego. Y no se oía ruido alguno. Eso me pareció terrible. La puerta estaba cerrada cuando llegamos, y al alzar la mano el Padre Lasserre, se oyó en el interior un aullido de bestia. Llamó a la puerta, y me miró. No es más que epilepsia, pensé.

El Padre Meuron se interrumpió y nos miró a todos con sonrisa irónica. Después entrelazó las manos por debajo de la barbilla, como un hombre aterrorizado.

-No les diré todo lo que vi cuando encendimos la vela y la pusimos sobre la mesa; apenas les contaré una pequeña parte. De lo contrario, queridos amigos, no tendrían buenos sueños como no los tuve yo aquella noche. La mujer estaba sentada en un rincón, junto al fuego; los brazos atados con cuerdas a una silla, y las piernas amarradas, también, a las patas de la silla. Caballeros, esa criatura ya no parecía una mujer. El aullido del lobo brotaba de sus labios, pero en ese aullido había palabras. Al principio no comprendí, hasta que empezó a hablar en francés ¡Dios! La espuma le caía de la boca como si fuera agua, y sus ojos... Yo me eché a temblar cuando vi los ojos, empecé a volcar el agua bendita, junto a las velas. Había un plato de carne sobre la mesa, carnero asado según creo, y una hogaza de pan. ¡Recuerden eso, caballeros! ¡Esa carne y ese pan! Y parado allí, torné a decirme que no era más que un caso de epilepsia, o en el peor de los casos, de locura.

-Amigos míos, probablemente pocos de entre ustedes conozcan la fórmula del exorcismo. No figura en el Ritual ni en el Pontifical, y yo mismo no puedo recordarla. Pero empezaba así:

El francés se incorporó y quedó de espaldas al fuego, con el rostro en sombra.

-El Padre Lasserre estaba aquí con su sobrepelliz y su estola, y yo a su lado. Ahí, donde está mi sillón, estaba la mesa cuadrada, al alcance de la mano, con el pan, la carne, el agua bendita y la vela. Detrás de la mesa estaba la mujer; su esposo al lado de ella, a la izquierda, y la anciana madre ahí, ¡sobre el piso! Rezando su rosario y llorando... ¡llorando! Cuando el Padre estuvo dispuesto, después de decir unas palabras a los otros, me indicó por señas que alzara nuevamente el agua bendita, en aquel instante la posesa estaba tranquila, y la roció. Cuando levantó la mano, ella alzó los ojos, y había en ellos una expresión de terror, como si fueran a golpearla, y al caer las gotas saltó hacia adelante, y la silla saltó también. Su marido se abalanzó sobre ella y arrastró la silla al punto de partida. Pero, ¡oh, Dios mío! era terrible verlo: sus dientes brillaban como si estuviera sonriendo, pero las lágrimas corrían por su cara. Entonces gimió como un niño dolorido. Como si el agua bendita la abrasara; alzó los ojos y clavó la mirada en su hombre, rogándole que enjugara las gotas. Y mientras sucedía todo esto, yo seguía diciéndome que no era otra cosa que el terror de su mente por el agua bendita... que era imposible que estuviese poseída por Satanás... que no era más que locura...¡locura y epilepsia!

-El Padre Lasserre siguió rezando sus oraciones, y yo dije Amén, y después recitó un salmo -Deus in nomine tuo salvum me fac- y después vino la primera exhortación al espíritu impuro, ordenándole que saliera, en nombre de los Misterios de la Encarnación y la Pasión. Caballeros, puedo jurarles que entonces sucedió algo, aunque no sé exactamente qué. La confusión se apoderó de mí, y una especie de oscuridad. No vi nada...Era como si estuviese muerto.

El sacerdote alzó una mano temblorosa para enjugarse la traspiración de la frente. Un profundo silencio reinaba en el aposento. Miré a Monseñor, y vi que tenía la pipa a dos centímetros de la boca, que sus labios colgaban flojos y laxos, y que tenía los ojos fijos.

-Cuando recuperé la noción de las cosas, el Padre Lasserre leía, en los Evangelios, cómo Nuestro Señor dio autoridad a Su Iglesia para echar a los espíritus malignos; y su voz no tembló una sola vez.
-¿Y la mujer? -exclamó la voz ronca del Padre Brent.
-¡Ah! ¡La mujer! ¡Dios mío! No lo sé. No la miré. Yo miraba el plato que estaba sobre la mesa; pero, por lo menos, ella había dejado de gritar. Terminada la lectura de los Evangelios, el Padre Lasserre me dio el libro. Luego me llamó con la mano, y lo seguí, hasta que estuvimos a un paso de la mujer. Pero yo no podía tener quieto el libro, temblaba, temblaba... Él me arrebató el libro, brusco y colérico. -Retírese -dijo, poniendo el libro en la mano del esposo.

-Me refugié tras la mesa y me apoyé en ella. Entonces el Padre Lasserre... ¡Dios mío! ¡Qué coraje el de ese hombre!, colocó sus manos sobre la cabeza de la mujer. Ella alzó los dientes para morder, pero él era demasiado fuerte, y luego él leyó la segunda exhortación al espíritu impuro: Ecce crucum Domini! ¡He aquí la Cruz del Señor! ¡Huid, huestes adversas ¡El león de la tribu de Judá ha prevalecido!

-Caballeros, yo que estoy aquí puedo decirles que algo ocurrió, aunque sólo Dios sabe qué. Cuando la mujer gritó y se arrastró, la llama de la vela tomó por un instante el color del humo. Me dije que era el polvo levantado por el forcejeo, el sucio aliento de la enferma. Sí, caballeros, yo pensé lo mismo que ustedes piensan ahora. ¡Bah! No es más que un ataque de epilepsia, ¿verdad, señores?

El viejo Rector se inclinó hacia adelante con gesto reprobatorio, pero el francés gesticulaba y echaba fuego por los ojos; hubo un murmullo en la sala, y el anciano sacerdote tornó a reclinarse en su asiento, y apoyó la barbilla en la mano.

-Luego hubo una oración. Escuché: Oremus, pero no me atreví a mirar a la mujer. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne; eran la única cosa limpia en aquella habitación terrible. Susurré para mis adentros: Pan y carne, pan y carne. Pensé en el refectorio de la casa misional. Señores, juro por el Todopoderoso que esto es lo que vi. Yo tenía los ojos clavados en el pan y la carne. Estaban ahí, bajo mis ojos, y sin embargo, vi también al buen Padre Lasserre inclinarse nuevamente hacia la mujer, y comenzar: Exorciso te... Y entonces ocurrió eso... eso...

-El pan y la carne se corrompieron en gusanos ante mis ojos...

El Padre Meuron se lanzó hacia adelante, giró sobre sus talones y se desplomó en su asiento, mientras los dos sacerdotes ingleses que estaban más cerca se incorporaban de un salto. Pocos minutos más tarde pudo decir que todo había terminado bien. Se advirtió que la mujer había recobrado el dominio; y que el aparente paroxismo de la naturaleza que acompañara las palabras del tercer exorcismo se desvaneció tan pronto como había venido. Luego fuimos a rezar las oraciones nocturnas y fortalecernos contra el poder de las tinieblas.


De lo contrario. Henry Kuttner (1915-1958)

Miguel y Fernández se estaban tiroteando por todo el valle cuando aterrizó el platillo volador. Malgastaron unas pocas balas en la extraña nave. El piloto salió y atravesó el valle y subió la cuesta donde estaba Miguel, que yacía a la sombra incierta de una cholla maldiciendo y manipulando el cargador del rifle lo más rápido que podía. El brazo, que siempre le temblaba, le tembló aún más cuando se acercó el desconocido. A último momento soltó el rifle, empuñó el machete y se levantó de un brinco.

-Muere -dijo, y arrojó el arma. El acero centelleó bajo el caliente sol mexicano. El machete rebotó con elasticidad en el cuello del desconocido y voló por el aire, mientras un cosquilleo eléctrico recorría el brazo de Miguel.

Una bala cruzó el valle y chocó haciendo el ruido que tal vez haría el aguijón de una avispa si en vez de sentirse se oyera. Miguel se echó al suelo y rodó hasta una gran roca para ponerse a cubierto. Otra bala chilló estridente, y un breve relampagueo azul chisporroteó en el hombro izquierdo del desconocido.

-Estoy perdido -dijo Miguel, dándose por muerto; tendido sobre el vientre, irguió la cabeza y le mostró los dientes al enemigo.

Sin embargo, el desconocido no demostraba hostilidad. Más aún, parecía desarmado. Los ojos de Miguel lo registraron. El hombre vestía extrañamente. Llevaba una gorra hecha de plumas azules cortas y diminutas. El rostro era severo, ascético y ceñudo. Era muy delgado. Eso alentó a Miguel. Se preguntó dónde habría caído el machete. No lo vio, pero el rifle estaba a pocos metros.
El desconocido se detuvo ante Miguel. Y con toda serenidad le dijo:

-Levántate. Hablemos.
Hablaba un excelente español, sólo que la voz parecía surgir dentro de la cabeza de Miguel.
-No me levantaré -dijo Miguel-. Si me levanto, Fernández me matará. Es muy mal tirador, pero no cometeré la idiotez de arriesgarme. Además, esto es muy injusto. ¿Cuánto le paga Fernández?
El desconocido echó una mirada austera sobre Miguel.
-¿Sábes de dónde vengo? -preguntó.
-Me importa un bledo de donde viene -dijo Miguel, secándose el sudor de la frente. Miró de reojo una roca cercana donde había guardado una bota de vino-. De los Estados Unidos, sin duda. Usted... y la máquina de volar. El gobierno mexicano se enterará de esto.
-¿El gobierno mexicano aprueba el asesinato?
-Este es un asunto privado -dijo Miguel-. Se trata de los derechos sobre el agua, algo muy importante. Además, es defensa propia. Ese cabrón que está del otro lado del valle trata de matarme. Y usted es un matón a sueldo. Dios los castigará a los dos -se le ocurrió una idea-. ¿Cuánto quiere por matar a Fernández? -preguntó-. Le daré tres pesos y una bonita cabra.
-No habrá más peleas -dijo el desconocido-, ¿me oyes?
-Vaya a decírselo a Fernández -dijo Miguel-. Infórmele que el agua es mía. Con todo gusto le dejaré en paz -le dolía el cuello de mirar al hombre alto; se movió un poco, y una bala surcó el aire quieto y caliente y chapoteó al incrustarse en un cacto.
El desconocido se alisó las plumas azules de la cabeza.
-Primero terminaré de hablar contigo. Escúchame, Miguel.
-¿Cómo sabe mi nombre? -preguntó Miguel, rodando y sentándose cautelosamente detrás de la roca-. Es como pensé. Fernández le contrató para asesinarme.
-Sé tu nombre porque puedo leer un poco en tu mente. No mucho, porque es muy turbia.
-Y su madre era una cualquiera -dijo Miguel.

El desconocido frunció levemente las fosas nasales, pero ignoró la observación.
-Vengo de otro mundo -dijo . Mi nombre es... -en la mente de Miguel sonó como Quetzalcóatle.
-¿Quetzalcóatle? -repitió Miguel con ironía-. Oh, sin duda. Y el mío es San Pedro, el que tiene las llaves del cielo.
El rostro pálido y enjuto de Quetzalcóatle enrojeció levemente, pero su voz era calma y resuelta.
-Escucha, Miguel. Mírame los labios. No los muevo. Te hablo dentro de la cabeza, por telepatía, y tú traduces mis pensamientos a palabras que tienen sentido para ti. Por cierto que mi nombre te resulta demasiado difícil. Es tu propia mente que lo ha traducido como Quetzalcóatle. En realidad no es ése mi verdadero nombre.
-Claro que no -dijo Miguel-. Ni es su verdadero nombre ni viene usted de otro mundo. No le creería a un gringo aunque me jurara por todo el santoral.
El rostro largo y austero de Quetzalcóatle enrojeció de nuevo.
-Estoy aquí para impartir órdenes -dijo-. No para discutir sandeces con... Mira, Miguel. ¿Por qué crees que no pudiste matarme con el machete? ¿Por qué las balas no me tocan?
-¿Por qué vuela esa máquina de volar? -replicó Miguel sacando una bolsa de tabaco para liar un cigarrillo; se asomó cautelosamente por la roca-. Seguro que Fernández quiere tomarme por sorpresa. Mejor voy a buscar el rifle.
-Déjalo -dijo Quetzalcóatle-. Fernández no te hará daño.
Miguel rió con aspereza.
-Y tú no debes hacerle daño a él -añadió el extraño con firmeza.
-Entonces pondré la otra mejilla -dijo Miguel-, para que él pueda atravesarme la cabeza de un balazo. Voy a creer que Fernández desea la paz, señor Quetzalcóatle, cuando le vea cruzar el valle con las manos en alto. Y aun así no dejaré que se acerque demasiado, porque lleva un cuchillo en la espalda.

Quetzalcóatle se volvió a alisar las plumas azul acero. Frunció el rostro huesudo.

-Debéis dejar de pelear para siempre, ambos -dijo-. Mi raza administra el universo y nuestra responsabilidad es llevar la paz a todos los planetas que visitamos.
-Es lo que pensaba -dijo Miguel con satisfacción-. Usted viene de los Estados Unidos. ¿Por qué no impone la paz en su propio país? He visto a los señores Humphrey Bogart y Edward Robinson en las películas. Vaya, si en toda Nueva York los gangsters se tirotean de un rascacielos a otro... ¿Y usted, qué hace? Se lo pasa bailando con la señora Betty Grable. Ah, sí. Entiendo muy bien. Primero nos trae la paz, y después se lleva nuestro petróleo y nuestros minerales preciosos.

Quetzalcóatle pateó airadamente un guijarro con su zapato de acero reluciente.

-Tengo que hacer que lo entiendas -dijo; miró un cigarrillo sin encender que colgaba de los labios de Miguel, de pronto alzó la mano y un rayo blanco brotó del anillo que llevaba en el dedo, y encendió la punta del cigarrillo.

Miguel se sobresaltó. Después inhaló el humo y cabeceó. El rayo blanco desapareció.

-Muchas gracias, señor -dijo Miguel.
Quetzalcóatle apretó con fuerza los labios pálidos.
-Miguel -dijo-, ¿crees que un norteamericano puede hacer eso?
-Quién sabe.
-Nadie de tu planeta podría hacerlo, y tú lo sabes.
Miguel se encogió de hombros.
-¿Ves aquel cacto? -preguntó Quetzalcóatle-. Yo podría destruirlo en dos segundos.
-No me cabe la menor duda, señor.
-También podría destruir el planeta entero.
-Sí, ya he oído hablar de las bombas atómicas -dijo cortésmente Miguel-. Vaya, ¿entonces por qué se molesta en interferir en una tranquila reyerta privada entre Fernández y yo? Se trata de un mísero pozo de agua que no le importa a nadie salvo...
Una bala pasó silbando.
Quetzalcóatle se frotó el anillo con un ademán furioso.
-Porque el mundo ha de dejar de luchar -dijo ominosamente . De lo contrario, lo destruiremos. No hay razones para que los hombres no convivan pacífica y fraternalmente.
-Hay una razón, señor.
-¿Cuál es?
-Fernández, señor -dijo Miguel.
-Os destruiré a ambos si no dejáis de pelear.
-El señor es un gran amante de la paz -dijo cortésmente Miguel-. Con gusto dejaré de pelear si usted me dice cómo...
-Fernández también dejará de pelear.

Miguel se quitó el vapuleado sombrero, tomó una vara y levantó el sombrero con ciudado por encima de la roca. Se oyó un estampido en el aire, el sombrero voló y Miguel lo manoteó en el aire.

-Muy bien -dijo-. Ya que insiste, señor, dejaré de pelear. Pero no me alejaré de esta roca. Estoy totalmente dispuesto a dejar de pelear. Pero creo que usted me exige algo sin decirme cómo debo hacerlo. Sería como pedirme que volara por el aire como su máquina de volar.
Quetzalcóatle frunció aún más el ceño.
-Miguel -dijo por fin-, cuéntame cómo empezó la pelea.
-Fernández quiere matarme y esclavizar a mi familia.
-¿Por qué motivo?
-Porque es un malvado -dijo Miguel.
-¿En qué te basas para decir que es un malvado?
-Bueno -concluyó con toda lógica Miguel-, porque quiere matarme y esclavizar a mi familia.

Hubo una pausa. Un correcaminos pasó a los brincos y se detuvo para mordisquear el cañón reluciente del rifle de Miguel. Miguel suspiró.

-Hay una bota de buen vino a menos de seis metros -empezó, pero Quetzalcóatle le contuvo.
-¿Qué decías sobre el problema del agua?
-Oh, eso -dijo Miguel-. Esta es una comarca pobre, señor. El agua es preciosa aquí. Hemos tenido un año de sequía y ya no hay agua suficiente para dos familias. El pozo de agua es mío. Fernández quiere matarme y esclavizar a...
-¿Y no hay tribunales en tu país?
-¿Para gente como nosotros? -preguntó Miguel y sonrió cortésmente.
-¿Fernández tiene familiares, también? -preguntó Quetzalcóatle.
-Sí, pobres -dijo Miguel-. Los aporrea cuando se niegan a trabajar hasta deslomarse.
-Y tú..., ¿aporreas a los tuyos?
-Sólo cuando les hace falta -dijo Miguel, sorprendido-. Mi mujer es muy gorda y holgazana. Y mi hijo mayor, Chico, es muy contestador. Es mi deber aporrearlos cuando les hace falta, por el bien de ellos. También es mi deber proteger nuestra agua, pues el malvado de Fernández está decidido a matarme y...
-Esto es perder el tiempo -dijo Quetzalcóatle con impaciencia-. Déjame pensar -volvió a frotar el anillo, miró alrededor. El correcaminos había encontrado un bocado más apetecible que el rifle. Ahora se alejaba trotando, con la cola cimbreante de un lagarto colgada del pico.

Arriba el sol ardía en el cielo azul claro. El aire seco olía a mezquite. Abajo, en el valle, la perfección de forma y textura del platillo volador lucía incongruente e irreal.

-Espera aquí -dijo por fin Quetzalcóatle-. Hablaré con Fernández. Cuando te llame, ven a mi máquina de volar. Fernández y yo no tardaremos en reunirnos contigo.
-Como usted diga, señor -convino Miguel. Miró a lo lejos.
-Y no toques el rifle -añadió Quetzalcóatle muy firmemente.
-Claro que no, señor -dijo Miguel. Esperó a que el extraño se alejara. Luego se arrastró sigilosamente por el suelo seco hasta que recobró el rifle. Después rebuscó un poco hasta encontrar el machete. Sólo entonces tomó la bota de vino. Estaba sediento de veras. Pero no bebió demasiado. Puso una carga nueva en el rifle, se recostó contra la roca y esperó. De vez en cuando sorbía un trago de vino.

Entretanto el desconocido, ignorando las nuevas balas que ocasionalmente le arrancaban destellos azules de la silueta acerada, se acercó al escondrijo de Fernández. Los disparos cesaron. Pasó un largo rato, y al final la forma alta reapareció y le hizo señas a Miguel.

-Ya voy, señor -gritó Miguel. Depositó el rifle sobre la roca y se levantó muy cautelosamente, listo para agacharse ante el primer movimiento hostil. No hubo ningún movimiento hostil.
Fernández apareció detrás del desconocido. Inmediatamente Miguel se agazapó, tomó el rifle y lo levantó para tirar a bulto.

Un haz delgado y siseante relampagueó a través del valle. El rifle de Miguel se puso al rojo. Miguel chilló y lo soltó, y después se le obnubiló la mente.

-Muero honrosamente -pensó, y no pensó más.

Cuando despertó, estaba de pie bajo la sombra del gran platillo volador. Quetzalcóatle apartaba la mano de la cara de Miguel. El sol centelleaba en el anillo del hombre alto. Miguel sacudió la cabeza, aturdido.

-¿Estoy vivo? -preguntó.

Pero Quetzalcóatle no le prestó atención. Se había vuelto hacia Fernández, que estaba detrás de él y gesticulaba ante la cara rígida. Del anillo de Quetzalcóatle brotó una luz que penetró los ojos vidriosos de Fernández. Fernández sacudió la cabeza y farfulló. Miguel buscó el rifle o el machete pero no estaban. Se metió la mano dentro de la camisa, pero el cuchillo tampoco estaba.
Miró a Fernández a los ojos.

-Estamos condenados, Fernández -dijo-. Este Quetzalcóatle nos matará a los dos. Lamento por ti, en cierto modo, que vayas al infierno mientras yo voy al cielo, pues no volveremos a encontrarnos.
-Te equivocas -repuso Fernández, buscando en vano su cuchillo-. Tú nunca verás el cielo. Y este norteamericano alto no se llama Quetzalcóatle. Para toda esta farsa ha asumido el nombre de Cortés.
-Le mentiría al mismo diablo -dijo Miguel.
-Calláos -ordenó Quetzalcóatle (o Cortés)-. Habéis visto una pequeña muestra de mi poder. Ahora escuchadme. Mi raza ha asumido el alto deber de encargarse de que todo el sistema solar viva en paz. Somos una raza muy avanzada, con poderes con los que ni siquiera soñáis. Hemos resuelto problemas para los que vuestra gente no tiene respuestas, y es nuestro deber consagrar nuestros poderes al bien de todos. Si deseáis seguir viviendo, dejaréis de luchar ya mismo y para siempre, y a partir de ahora viviréis pacífica y fraternalmente. ¿Me habéis comprendido?
-Es lo que yo quise siempre -dijo Fernández, sorprendido-. Pero ese cabrón quiere matarme.
-No habrá más muertes -dijo Quetzalcóatle-Cortés-. Viviréis como hermanos, o moriréis.

Miguel y Fernández se miraron uno al otro y se volvieron a Quetzalcóatle.

-El señor es un gran amante de la paz -murmuró Miguel-. Ya lo dije antes. Lo que usted dice es lo mejor, sin duda, para garantizar la paz. Pero para nosotros no es tan sencillo. Vivir en paz es bueno... Muy bien, señor. Díganos cómo lo conseguiremos.
-Simplemente dejad de pelear -dijo Quetzalcóatle con impaciencia.
-Eso se dice fácil -observó Fernández-. Pero la vida aquí en Sonora no es sencilla. Tal vez lo sea en el lugar de donde viene usted...
-Naturalmente -interrumpió Miguel-. En los Estados Unidos todos son ricachones...
-Pero para nosotros no es sencillo. Tal vez en su país, señor, la víbora no come a la rata, ni el pájaro a la víbora. Tal vez en su país hay comida y agua para todos, y los hombres no tienen que pelear para cuidar de sus familias. Aquí no es tan sencillo.
Miguel asintió.
-Ciertamente -acordó-, todos seremos hermanos algún día. Tratamos de hacer lo que el buen Dios nos manda. No es fácil, pero poco a poco aprendemos a ser mejores. Sería muy bonito que todos fuéramos hermanos al conjuro de una palabra mágica, como quiere usted -se encogió de hombros-. Lamentablemente...
-No debéis solucionar vuestras diferencias por la fuerza -dijo con firmeza Quetzalcóatle-. La fuerza es un mal. Debéis concertar la paz ahora mismo.
-De lo contrario nos destruirá -dijo Miguel; se encogió nuevamente de hombros y cambió una mirada con Fernández-. Muy bien, señor. Presenta usted un argumento al que no puedo oponerme. En fin, acepto. ¿Qué debemos hacer?
Quetzalcóatle se volvió a Fernández.
-Yo también, señor -suspiró el último-. Sin duda que usted tiene razón. Haremos las paces.
-Os estrecharéis las manos -dijo Quetzalcóatle con ojos centelleantes-. Os juraréis lealtad.
Miguel tendió la mano. Fernández se la estrechó con firmeza y los dos hombres intercambiaron una sonrisa.
-¿Veis? -dijo Quetzalcóatle con una sonrisa austera-. No es nada difícil. Ahora sois amigos. Seguid siendo amigos.
Giró sobre los talones y caminó hacia el platillo volador. Una puerta se abrió de modo terso en el casco lustroso. En el umbral, Quetzalcóatle se volvió.
-Recordad -dijo- estaré observando.
Por cierto -dijo Fernández-. Adios, señor.
-Vaya con Dios -añadió Miguel.

La superficie tersa del casco se cerró detrás de Quetzalcóatle. Un momento después el platillo volador se elevó suavemente y se detuvo a treinta metros del suelo. Después salió disparado hacia el norte y desapareció como un relámpago.

-Lo que pensaba -dijo Miguel-. Era de los Estados Unidos...
Fernández se encogió de hombros.
-En un momento llegué a creer que nos diría algo sensato -dijo-. Tenía una gran sabiduría, sin duda. La vida no es fácil, por cierto.
-Oh, para él es bastante fácil -dijo Miguel-. Pero él no vive en Sonora. Nosotros en cambio sí. Afortunadamente, yo y mi familia contamos con un buen pozo de agua. Para los que no tienen agua, la vida es dura de veras.
-Es un pozo miserable -dijo Fernández-. Pero así y todo es mío -mientras hablaba, liaba un cigarrillo; se lo dio a Miguel y se lió otro para él. Los dos hombres fumaron un rato en silencio. Luego se marcharon, también en silencio.

Miguel regresó a la bota de vino de la colina. Bebió un largo sorbo, gruñó de placer y miró alrededor. El cuchillo, el machete y el rifle estaban tirados a poca distancia. Los recuperó y se aseguró de que el rifle estuviera cargado. Luego se asomó cautelosamente desde la roca. Una bala astilló la piedra. Devolvió el disparo. Después hubo un rato de silencio. Miguel se recostó y bebió otro sorbo. En eso vio un correcaminos que se escurría velozmente con la cola de un lagarto colgada del pico. Quizás era el mismo correcaminos de antes, y tal vez el mismo lagarto, que sufría una digestión lenta.

-¡Señor Pájaro! -llamó Miguel en voz baja-. Está mal comer lagartos. Está muy mal.
El correcaminos le miró con un ojo acuoso y siguió corriendo. Miguel levantó el rifle y apuntó.
-Deje de comer lagartos, señor Pájaro. Basta, o tendré que matarlo.
El correcaminos pasó delante de la mira del rifle.
-¿No entiende lo que le digo? -dijo gentilmente Miguel-. ¿Tengo que explicarle cómo?
El correcaminos se detuvo. La cola del lagarto desapareció por completo.
-Oh, muy bien -dijo Miguel-. Cuando descubra cómo un correcaminos puede dejar de comer lagartos y seguir viviendo, entonces se lo diré, amigo. Pero hasta entonces, vaya con Dios.

Se volvió y apuntó nuevamente el rifle hacia el otro extremo del valle.


Cuento para la noche de reyes. Jean Lorrain (1855-1906)

Cuando la reina Imogine supo que la princesa Neigefleur no estaba muerta, que el lazo de seda que ella misma le había anudado alrededor del cuello no la había estrangulado sino a medias y que los gnomos del bosque habían recogido aquel dulce cuerpo letárgico en un ataúd de cristal y, lo que es peor, que lo guardaban invisible en una gruta mágica, entró en estado de cólera: se irguió tensa en la silla de cedro en la que soñaba, sentada en la habitación más alta de la torre, desgarró en toda su longitud la pesada dalmática de brocado amarillo enriquecido con lirios y follajes de perlas, rompió contra el suelo el espejo de acero que acababa de comunicarle la odiosa noticia y, agarrando de mala manera por una pata trasera al sapo encantado que le servía para sus maleficios, lo lanzó con toda su fuerza al fuego de la chimenea donde hizo frisst, grisst, prisst y se evaporó como una hoja seca.

Tras lo cual, algo calmada, abrió las hojas del alto ventanal cuyos enrejados de plomo contenían enanos tocando la trompa, y se asomó para ver la campiña. Estaba completamente cubierta de nieve y, en el aire frío de la noche, los lentos copos diseminados como guata, cubrían todo el horizonte con un extraño armiño cuyas manchas invertidas habrían sido blancas sobre un fondo negro. Un gran resplandor rojizo coloreaba la nieve al pie de la torre; la reina sabía que era el fuego de las cocinas, de las cocinas regias donde los cocineros preparaban el festín para la noche, pues todo transcurría el domingo mismo de la Epifanía y había una gran fiesta en el castillo; y la malvada reina Imogine no pudo reprimir una sonrisa en la negrura de su alma, pues sabía que, en esos momentos, se estaba asando para la mesa del rey un maravilloso pavo en el que ella había reemplazado traidoramente el hígado por un revoltillo de huevos de lagarto y de beleño, horrible fármaco que debía acabar de enajenar la mente del viejo monarca y alejar para siempre de aquella flaqueante memoria el dulce recuerdo de la princesa Neigefleur.

Aquella delicada y melosa pequeña máscara de Neigefleur, ¿por qué se atrevía con sus grandes ojos azules de porcelana y su insípida cara de muñeca a sobrepasarla en belleza, a ella, a la maravillosa Imogine de las islas de Oro? Había tenido que venir a aquel maldito y pequeño reino de Aquitania para escuchar decirle a voz en grito, y a cada hora del día, al viento en los setos, a las rosas en los arriates y hasta a su espejo, un espejo auténtico animado por las hadas: «¡Tu belleza es divina y encanta a los pájaros y a los hombres, gran reina Imogine, pero la princesa Neigefleur es más bella que tú!» ¡La muy pestilente! A partir de entonces ya no tuvo tregua ni descanso; no había habido ruindades de las que, como verdadera madrastra, no hubiera acusado a la pequeña princesa para perderla a los ojos del rey. Pero el viejo imbécil, cegado de ternura, sólo la escuchaba a medias, por muy enamorado que estuviera de pasión sensual por la belleza de la reina maga. Ni siquiera los venenos tenían poder sobre el frágil cuerpecillo de la niña: su inocencia o las hadas la protegían. Aún recordaba con rabia el día en que, no pudiendo más, había mandado a sus doncellas desvestir a la asustada princesa y azotar sus temblorosos hombros hasta hacerla sangrar; quería ver por fin herida y dañada por los azotes aquella deslumbrante desnudez, pero los azotes, en manos de las arpías, se habían convertido en plumas de pavo real que no habían hecho sino rozar y acariciar la piel de la virgen estremecida.

Fue entonces cuando, exasperada de despecho, había decidido su muerte. La había estrangulado con sus manos regias y ordenado que la transportaran durante la noche al confín del parque, dispuesta a acusar del asesinato a cualquier grupo de gitanos. Pero, ¡oh, felicidad inesperada! Ni siquiera había tenido que contarle esta mentira al rey, porque los lobos se habían encargado del asunto; la princesa Neigefleur había desaparecido y la orgullosa madrastra triunfaba, cuando he aquí que su espejo mágico la contrariaba al ser interrogado. Es verdad que se había vengado de él rompiéndolo en aquel mismo instante, pero le habían ganado la batalla puesto que su rival vivía dormida bajo la protección tutelar de los enanos. Y, muy perpleja, iba a sacar del fondo de un armario una cabeza disecada de un ahorcado que consultaba en ocasiones especiales y, tras haberla depositado sobre un gran libro abierto en medio de un pupitre, encendía tres velas de cera verde y se sumía en siniestros pensamientos.

Ahora iba caminando muy lejos, muy lejos, muy lejos del palacio adormecido, en el gran silencio del bosque helado, por el bosque semejante a una inmensa madrépora; había echado por encima de su traje de seda blanca una capa de lana oscura que le hacía parecerse a un viejo brujo y con su orgulloso perfil oculto bajo la oscura capucha, se apresuraba entre los pies de los enormes robles cuyos troncos, blancos de nieve, parecían a su vez grandes penitentes. Había algunos que, con sus grandes ramas dirigidas hacia lo alto en la oscuridad, parecían maldecirla con toda la fuerza de sus largos brazos descarnados; otros, aplastados en extrañas actitudes, parecían arrodillados a orillas del camino; habríase dicho que se trataba de monjes orando bajo cogullas de escarcha, y todos desfilaban extrañamente, con las manos juntas y tensas por encima de la nieve, donde los pasos amortiguados no despertaban ningún ruido: el ambiente era casi agradable en el bosque porque la helada lo había aletargado, y la reina, concentrada en su proyecto, precipitaba su carrera silenciosa, con los laterales de su capa herméticamente recogidos sobre no se sabe qué objeto, que se removía y lloraba levemente. Era un niño de seis meses que había robado al pasar en la habitación de una mujer del servicio y que llevaba esta apacible y dulce noche de invierno para degollarlo al sonar las doce de la noche, como está mandado, en un cruce de caminos. Los elfos, enemigos de los gnomos, acudirían todos a beberse la sangre tibia y ella los encantaría con su flauta de cristal, la flauta de tres agujeros que logra todos los mágicos encantamientos. Una vez encantados, los obedientes elfos la conducirían por entre el dédalo del aterido bosque hasta la gruta de los enanos. La entrada estaba abierta y visible durante toda esta bendita noche de la Epifanía, lo mismo que durante la noche de Navidad. Esas dos noches, todo encantamiento queda en suspenso por la todopoderosa gracia del Nuestro Señor; y toda caverna o escondite subterráneo de gnomos, guardianes de tesoros escondidos, se mantiene accesible al paso de los humanos. Entraría en el antro dispersando con su esmeralda el ejército azorado de los kobolds, se acercaría al ataúd de cristal, forzaría la cerradura, rompería las paredes si fuera necesario y heriría en el corazón a su rival dormida; esta vez no se le escaparía.

Y cuando se apresuraba, rumiando su venganza, bajo los finos corales blancos y las arborescencias del bosque helado, de repente, se escucharon salmos y voces, una vibración de cristal corrió a través de las ramas entumecidas, todo el bosque vibró como un arpa y la reina, inmovilizada de estupor, vio avanzar un singular cortejo: bajo aquel cielo nuboso de invierno, en el brillante decorado de un claro de nieve, pasaban dromedarios y caballos de raza finos, luego palanquines de seda abigarrada y brillante, estandartes coronados por la media luna, bolas de oro ensartadas en las largas hojas de las lanzas, literas y turbantes. Negritos completamente diabólicos con su blusa de seda verde pisaban asustados la nieve; aros decorados de pedrería sonaban en sus tobillos y, de no se por el esmalte resplandeciente de su sonrisa, se les habría tomado por pequeñas estatuas de mármol negro. Se apresuraban tras los pasos de majestuosos patriarcas cubiertos de suaves tejidos rayados en oro; la gravedad de su altivo perfil se prolongaba en la sedosa espuma de largas barbas blancas, e inmensas capas, del mismo blanco plateado que sus barbas, se abrían sobre pesadas túnicas de un azul de noche o de un rosa de aurora, completamente decoradas de pedrerías y arabescos de oro; y los palanquines en los que difusas mujeres veladas se entreveían como en un sueño, oscilaban a lomos de los dromedarios, y la luna que acababa de aparecer, espejeaba en el reverso de seda de los estandartes. Aromas penetrantes de cinamomo, de benjuí y de nardo se exhalaban en tenues remolinos azulados; copones, completamente esconzados de esmaltes brillaban entre las manos de un negro de ébano a guisa de pebeteros y, bajo la luna ascendente, surgían los salmos, menos cantados que susurrados en dulce lengua oriental, como enrollados en la gasa de los velos y la humareda de los incensarios.

La reina, oculta tras el tronco de un árbol, había reconocido a los Reyes Magos, el rey negro Gaspar, el joven jeque Melchor y el viejo Baltasar; iban, como hace dos mil años, a rendirle su homenaje al Divino Niño. Ya habían pasado. Y, lívida bajo su capa de pastor, la reina recordaba demasiado tarde que la noche de la Epifanía, la presencia de los Magos camino de Belén rompe el poder de los maleficios y que ningún sortilegio es posible en el aire nocturno impregnado aún de la mirra de sus incensarios. Por lo tanto había realizado su viaje en vano. Eran inútiles las leguas recorridas por el bosque fantasma y tenía que repetir su peligroso recorrido en medio del frío y de la nieve. Quiso dar un paso y volverse, pero el niño que llevaba oculto bajo la capa pesaba exageradamente en su brazo; había adquirido una pesadez de plomo y la mantenía clavada allí, inmóvil en la nieve; una nieve extrañamente amontonada a su alrededorr y en la que sus pies entumecidos no podían moverse. Un horrible encantamiento la tenía prisionera en el bosque espectral: si no lograba romper el círculo, su muerte era segura. Pero, ¿quién acudiría a socorrerla? Todos los malos espíritus permenecen prudentemente agazapados en sus guaridas durante la luminosa noche de la Epifanía; sólo los buenos espíritus, amigos de los humildes y de los que sufren, se arriesgan a merodear por él; y a la insidiosa reina Imogine se le ocurrió la idea de llamar a los gnomos para que le ayudaran, los buenos y pequeños señores, completamente vestidos de verde y encapirotados de prímulas, que habían recogido a Neigefleur; y, sabiendo que éstos son unos enamorados de la música, tuvo fuerzas para sacar su flauta de cristal de debajo de su capa y llevársela a los labios.

Desfallecía bajo el peso del niño convertido en algo semejante a un bloque de hielo; sus pies crispados en la nieve se ponían morados, luego negros, pero sus labios violetas encontraban aún sonidos melancólicos y suaves, de una tristeza desgarradora y de una tierna voluptuosidad, dolorosos y cautivadores adioses de un alma en agonía; resignada, intentaba aún con una vaga esperanza, una llamada inútil. Y, mientras que toda la mentira de su vida se enternecía en sus labios, sus ojos escudriñaban ávidamente el claroscuro del calvero, la sombra de los árboles, los surcos tortuosos de las raíces y hasta los tocones abandonados por los leñadores: equívocos perfiles vegetales en los que antes se manifiestan los gnomos.

De repente, la reina se estremeció. Desde todos los puntos del calvero, una multitud de ojos la miraban: era como un círculo de estrellas amarillas cerrado sobre sí misma. Había entre los árboles, en las raíces de los robles, a lo lejos, muy cerca, y cada par de ojos fulguraba fosforescente en la oscuridad. Eran los gnomos... ¡por fin! Y la reina ahogaba un grito de alegría que casi inmeditamente después se congelaba de terror: acababa de ver dos orejas puntiagudas por encima de cada par de ojos; por debajo de cada par de ojos un hocillo velludo y un sofaldo de bezo de dientes blancos. Su flauta mágica no había atraído sino a los lobos...

Al día siguiente encontraron su cuerpo despedazado por las fieras. Así murió durante una noche clara de invierno la malvada reina Imogine.


Desde el más allá. H.P. Lovecraft (1890-1930)

 Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se había operado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No le había visto desde el día —dos meses y medio antes— en que me Contó hacia dónde se orientaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas y casi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio y de su casa en una explosión de fanática ira, supe que en adelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerrado en el laboratorio del ático, con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso a los criados; pero no creí que un breve período de diez semanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana. No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco de repente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas o grises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen ojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente y se le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos. Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completo desaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza a encanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostro en otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso. Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche en que su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta, después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que me abrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por encima del hombro como temeroso de los seres invisibles de la casa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios que formaban Benevolent Street.

Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicara al estudio de la ciencia y la filosofía. Estas materias deben dejarse para el investigador frío e impersonal, ya que ofrecen dos alternativas igualmente trágicas al hombre de sensibilidad y de acción: la desesperación, si fracasa en sus investigaciones, y el terror inexpresable e inimaginable, si triunfa. Tillinghast había sido una vez víctima del fracaso, solitario y melancólico; pero ahora comprendí, con angustiado temor, que era víctima del éxito. Efectivamente, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me espetó la historia de lo que presentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se excitó y se congestionó, hablando con voz aguda y afectada, aunque siempre pedante.

-¿Qué sabemos nosotros —había dicho— del mundo y del universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo según la estructura de los órganos con que las percibimos, y no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta. Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos enteros de materia, de energía y de vida que se encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles a nuestros sentidos actuales.

Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo junto a la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados órganos sensoriales existentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de las cuales son desconocidas para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos asomaremos al fondo de la creación.

Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté; porque le conocía lo bastante como para sentirme asustado, más que divertido; pero era un fanático, y me echó de su casa. Ahora no se mostraba menos fanático; aunque su deseo de hablar se había impuesto a su resentimiento y me había escrito imperativamente, con una letra que apenas reconocía. Al entrar en la morada del amigo tan súbitamente metamorfoseado en gárgola temblorosa, me sentí contagiado del terror que parecía acechar en todas las sombras. Las palabras y convicciones manifestadas diez semanas antes parecían haberse materializado en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de luz de la vela, y experimenté un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi anfitrión. Deseé tener cerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se habían marchado todos hacía tres días. Era extraño que el viejo Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sin decírselo a un amigo fiel como yo. Era él quien me había tenido al corriente sobre Tillinghast desde que me echara furiosamente.

Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temores a mi creciente curiosidad y fascinación. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast ahora de mí, pero no dudaba que tenía algún prodigioso secreto o descubrimiento que comunicarme. Antes, le había censurado sus anormales incursiones en lo inconcebible; ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía su estado de ánimo, aunque era terrible el precio de la victoria. Le seguí escaleras arriba por la vacía oscuridad de la casa, tras la llama vacilante de la vela que sostenía la mano de esta temblorosa parodia de hombre. Al parecer, estaba desconectada la corriente; y al preguntárselo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.

—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió murmurando.

Observé especialmente su nueva costumbre de murmurar, ya que no era propio de él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático, y vi la detestable máquina eléctrica brillando con una apagada y siniestra luminosidad violácea. Estaba conectada a una potente batería química; pero no recibía ninguna corriente, porque recordaba que, en su fase experimental, chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. En respuesta a mi pregunta, Tillinghast murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo entendía. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que quedaba a mi derecha, y conectó un conmutador que había debajo de un -enjambre de lámparas. Empezaron los acostumbrados chisporroteos, se convirtieron en rumor, y finalmente en un zumbido tan tenue que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Entre tanto, la luminosidad había aumentado, disminuido otra vez, y adquirido una pálida y extraña coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome, y notó mi expresión desconcertada.

—¿Sabes qué es eso? —susurró— ¡rayos ultravioleta! —rió de forma extraña ante mi sorpresa—. Tú creías que eran invisibles; y lo son, pero ahora pueden verse, igual que muchas otras cosas invisibles también. ¡Escucha! Las ondas de este aparato están despertando los mil sentidos aletargados que hay en nosotros; sentidos que heredamos durante los evos de evolución que median del estado de los electrones inconexos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad, y me propongo enseñártela. ¿Te gustaría saber cómo es? Pues te lo diré —aquí Tillinghast se sentó frente a mí, apagó la vela de un soplo, y me miró fijamente a los ojos-. Tus órganos sensoriales, creo que los oídos en primer lugar, captarán muchas de las impresiones, ya que están estrechamente conectados con los órganos aletargados. Luego lo harán los demás. ¿Has oído hablar de la glándula pineal? Me río de los superficiales endocrinólogos, colegas de los embaucadores y advenedizos freudianos. Esa glándula es el principal de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la visión, transmitiendo representaciones visuales al cerebro. Si eres normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Me refiero a casi todo el testimonio del más allá.

Miré la inmensa habitación del ático, con su pared sur inclinada, vagamente iluminada por los rayos que los ojos ordinarios son incapaces de captar. Los rincones estaban sumidos en sombras, y toda la estancia había adquirido una brumosa irrealidad que emborronaba su naturaleza e invitaba a la imaginación a volar y fantasear. Durante el rato que Tillinghast estuvo en silencio, me imaginé en medio de un templo enorme e increíble de dioses largo tiempo desaparecidos; de un vago edificio con innumerables columnas de negra piedra que se elevaban desde un suelo de losas húmedas hacia unas alturas brumosas que la vista no alcanzaba a determinar. la representación fue muy vívida durante un rato; pero gradualmente fue dando paso a una concepción más horrible: la de una absoluta y completa soledad en el espacio infinito, donde no había visiones ni sensaciones sonoras. Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo infantil que me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver que de noche siempre llevo encima, desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, de las regiones más remotas, el ruido fue cobrando suavemente realidad. Era muy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, que sentí su impacto como una delicada tortura por todo mi cuerpo. Experimenté la sensación que nos, produce el arañazo fortuito sobre un cristal esmerilado. Simultáneamente, noté algo así como una corriente de aire frío que pasó junto a mí, al parecer en dirección al ruido distante. Aguardé con el aliento contenido, y percibí que el ruido y el viento iban en aumento, produciéndome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos raíles por los que se acercaba una gigantesca locomotora. Empecé a hablarle a Tillinghast, e instantánea¬mente se disiparon todas estas inusitadas impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólver que yo había sacado casi de manera inconsciente; pero por su expresión, comprendí que había visto y oído lo mismo que yo, si no más. Le conté en voz baja lo que había experimentado, y me pidió que me estuviese lo más quieto y receptivo posible.

—No te muevas —me advirtió—, porque con estos rayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros podemos ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunque no te he contado cómo. Fue por culpa de esa estúpida ama de llaves; encendió las luces de abajo, después de advertirle yo que no lo hiciera, y los hilos captaron vibraciones simpáticas. Debió de ser espantoso; pude oír los gritos desde aquí, a pesar de que estaba pendiente de lo que veía y oía en otra dirección; más tarde, me quedé horrorizado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. Las ropas .de la señora Updike estaban en el vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé que fue ella quien encendió. Pero mientras no nos movamos, no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamos con un mundo terrible en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!

El impacto combinado de la revelación y la brusca orden me produjo una especie de parálisis; y en el terror, mi mente se abrió otra vez a las impresiones procedentes de lo que Tillinghast llamaba «desde el más allá». Me encontraba ahora en un vórtice de ruido y movimiento acompañados de confusas representaciones visuales. Veía los contornos borrosos de la habitación; pero de algún punto del espacio parecía brotar una hirviente columna de nubes o formas imposibles de identificar que traspasaban el sólido techo por encima de mí, a mi derecha. Luego volví a tener la impresión de que estaba en un templo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano aéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo largo de la brumosa columna que antes había visto. Después, la escena se volvió casi enteramente calidoscópica; y en la mezcolanza de imágenes sonidos e impresiones sensoriales inidentificables, sentí que estaba a punto de disolverme o de perder, de alguna manera, mi forma sólida. Siempre recordaré una visión deslumbrante y fugaz. Por un instante, me pareció ver un trozo de extraño cielo nocturno poblado de esferas brillantes que giraban sobre sí; y mientras desaparecía, vi que los soles resplandecientes componían una constelación o galaxia de trazado bien definido; dicho trazado correspondía al rostro distorsionado de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí pasar unos seres enormes y animados, unas veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo supuestamente sólido, y me pareció que Tillinghast los observaba como si sus sentidos, más avezados pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que había dicho de la glándula pineal, y me pregunte qué estaría viendo con ese ojo preternatural.

De pronto, me di cuenta de que yo también poseía una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se alzó una escena que, aunque vaga, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era en cierto modo familiar, ya que lo inusitado se superponía al escenario terrestre habitual a la manera como la escena cinematográfica se proyecta sobre el telón pintado de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast enfrente de mí; pero no había vacía la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares. Un sinfín de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entremedias en repugnante confusión; y junto a cada objeto conocido, se movían mundos enteros y entidades extrañas y desconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidianas entraban en la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había negrísimas y gelatinosas monstruosidades que temblaban fláccidas en armonía con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en repugnante profusión, y para horror mío, descubrí que se superponían, que eran semifluidas y capaces de interpenetrarse mutuamente y de atravesar lo que conocemos como cuerpos sólidos. No estaban nunca quietas, sino que parecían moverse con algún propósito maligno.. A veces, se devoraban unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola instantáneamente de la vista. Comprendí, con un estremecimiento, que era lo que había hecho desaparecer a la desventurada servidumbre, y ya no fui capaz de apartar dichas entidades del pensamiento, mientras intentaba captar nuevos detalles de este mundo recientemente visible que tenemos a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado observando, y decía algo.

—¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que flotan y aletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instante de tu vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he conseguido romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún hombre vivo ha visto? —oí que gritaba a través del caos; y vi su rostro insultantemente cerca del mío. Sus ojos eran dos pozos llameantes que me miraban con lo que ahora sé que era un odio infinito. La máquina zumbaba de manera detestable.
—¿Crees que fueron esos seres que se contorsionan torpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados han desaparecido, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme; me desalentabas cuando necesitaba hasta la más pequeña migaja de aliento; te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, condenado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero en seguida lo vas a saber. Mírame; escucha lo que voy a decirte. ¿Crees que tienen realidad las nociones de espacio, de tiempo y de magnitud? ¿Supones que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu reducido cerebro no es capaz de imaginar. Me he asomado más allá de los confines del infinito y he invocado a los demonios de las estrellas... He cabalgado sobre las sombras que van de mundo en mundo sembrando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes?, y ahora hay entidades que me buscan, seres que devoran y disuelven; pero sé la forma de eludirías. Es a ti a quien cogerán, como cogieron a los criados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya que es peligroso moverse; te he salvado antes al advertirte que permanecieras inmóvil.., a fin de que vieses más cosas y escuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preocupes; no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados: fue el verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a los pobres diablos. No son agraciados, mis animales favoritos. Vienen de un lugar cuyos cánones de belleza son... muy distintos. La desintegración es totalmente indolora, te lo aseguro; pero quiero que los veas. Yo estuve a punto de verlos, pero supe detener la visión. ¿No sientes curiosidad? Siempre he sabido que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de ansiedad por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Por qué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado? Bueno, no te preocupes, amigo mío, porque ya vienen... Mira, mira, maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.

Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo sepáis ya por las notas aparecidas en los periódicos. La policía oyó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos: a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente. Me detuvieron porque tenía el revólver en la mano; pero me soltaron tres horas después, al descubrir que había sido un ataque de apoplejía lo que había acabado con la vida de Tillinghast, y comprobar que había dirigido el disparo contra la dañina máquina que ahora yacía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada sobre lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase escéptico; pero por la vaga explicación que le di, el doctor comentó que sin duda yo había sido hipnotizado por el homicida y vengativo demente.

Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destrozados nervios si dejara de pensar lo que pienso sobre el aire y el cielo que tengo por encima de mí y a mi alrededor. Jamás me siento a solas ni a gusto; y a veces, cuando estoy cansado, tengo la espantosa sensación de que me persiguen. Lo que me impide creer en lo que dice el doctor es este simple hecho: que la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que dicen que Crawford Tillinghast mató.


Cuento sobre una casa vacía. E.F. Benson (1867-1940)

Había sido una tarde desastrosa: la lluvia había caído torrencial e incesantemente desde un cielo encapotado y gris, y la carretera estaba en la peor de las condiciones posibles. Había tramos repletos de gravilla recientemente colocada que aún no habían sido recubiertos con asfalto, y los tramos intermedios aparecían repletos de profundos surcos y socavones, de manera que resultaba imposible viajar ni siquiera a una velocidad moderada. Habíamos pinchado en dos ocasiones, y en aquel momento, mientras se acercaba el tormentoso crepúsculo, el motor empezó a fallar, deteniéndose del todo tras haber avanzado penosamente unos cien metros más. Mi conductor, tras una breve inspección, me informó de que tardaría una media hora en arreglarlo, tras la cual, con suerte, quizá podríamos rodar ociosamente con la esperanza de llegar a Crowthorpe, que era nuestro destino.

Cuando el coche se detuvo habíamos llegado hasta un cruce de caminos. A través de la cortina de lluvia pude ver a mi derecha una iglesia, y frente a ella un matojo de casas. Una consulta al mapa me indicó que aquel era el pueblo de Riddington; la Guía añadió que Riddington poseía un hotel, y la señal que había en el cruce me confirmó ambas cosas. Hacia la derecha, siguiendo la carretera principal en la que acabábamos de desembocar, estaba Crowthorpe, a unos treinta kilómetros de allí, mientras que frente a nosotros, a menos de un kilómetro, nos esperaba un hotel. No fue difícil tomar una decisión. No había razón por la cual tuviera que estar en Crowthorpe aquella noche en vez de a la mañana siguiente, ya que el amigo con el que iba a encontrarme no llegaría hasta la tarde, y sin duda era mejor arrastrase apenas un kilómetro en un coche espasmódico que intentar recorrer treinta en una noche tan inclemente.

—Pasaremos la noche aquí —le dije a mi chofer—. La carretera es en cuesta abajo y no hay más de un kilómetro hasta el hotel. Me atrevería a decir que podremos llegar sin necesidad de encender el motor. Intentémoslo.

Hicimos sonar el claxon, atravesamos la carretera principal y empezamos a deslizamos lentamente por una calle estrecha. Era imposible ver con claridad, pero a cada lado había casitas cuyas luces brillaban a través de las persianas, y aún había muchas otras cuyas persianas seguían bajadas revelando unos interiores acogedores. Entonces, el ángulo del declive se incrementó, y frente a nosotros, muy cerca, vi varios mástiles que se alzaban intactos hacia la penumbra cargada de agua de la noche cada vez más cerrada.

De modo que Riddington debía de hallarse junto al mar, aunque la razón por la que los barcos habían sido amarrados en un muelle abierto era un misterio; quizá hubiera un malecón que los protegiera, pero que era invisible debido a la oscuridad. Oí al chofer conectar el motor y realizar un giro cerrado hacia la izquierda. Pasamos bajo una larga hilera de ventanas iluminadas, que alumbraban una calle bastante estrecha, cuyo extremo derecho era besado por las olas. De nuevo hizo un giro cerrado hacia la izquierda, describió un semicírculo sobre la gravilla crujiente y se plantó frente a la puerta del hotel. Conseguimos una habitación para mí, un garaje, una habitación para él, y nos unimos a la cena que había empezado hacía poco.

Entre los pequeños alicientes y sorpresas que suscita viajar, no hay otro más delicioso que el de despertarse en un lugar nuevo al que se ha llegado el día anterior tras haber caído la noche. La mente ha recibido un par de impresiones borrosas y probablemente durante la noche ha jugado con ellas, construyendo una especie de todo coherente, cuyas anticipaciones son puestas a prueba al llegar la mañana. Normalmente el ojo ha visto más cosas de las que ha registrado conscientemente, y el cerebro las ha colocado como si de un puzzle se tratara para formar un presentimiento bastante acertado de sus inmediatos alrededores. Cuando me desperté a la mañana siguiente un cielo brillante y soleado podía verse a través de mis ventanas; no se oía ni el ruido del viento ni el de las olas rompiendo, y antes de levantarme y verificar mis impresiones de la noche previa preferí permanecer acostado un rato para repasar mi imagen mental. Frente a mi ventana habría un estrecho pasaje bordeado por un muelle; a su lado se extendería un rompeolas que formaría un puerto para los barcos que hubieran anclado allí, y lejos, lejos hacia el horizonte, se extendería un inmenso mar tranquilo y reluciente. Repasé aquellos detalles en mi cabeza; parecían inevitables según las referencias que había observado la noche anterior, y entonces, seguro de mi razón, me levanté de la cama y me asomé a la ventana.

Nunca había experimentado una sorpresa tan completa. No había puerto, no había rompeolas, y no había mar. Un estrechísimo canal, tres cuartos del cual aparecían ahogados por bancos de arena, sobre los cuales descansaban los barcos cuyos mástiles había visto la noche anterior, corría paralelo a la carretera, y después se torcía en ángulo recto para perderse en la distancia. Aparte de aquello, no había más agua a la vista; a la derecha, a la izquierda y al frente se extendía una ilimitada extensión de hierba brillante de entre la que sobresalían mechones de arbustos y manchas purpúreas de espliego. Más allá había unos bancos de arena rojizos, y más lejos aún se podía percibir una franja de guijarros, maleza y dunas. Pero el mar que había esperado ver llenando mi campo visual hasta unirse con el cielo, allá en el horizonte, había desaparecido. Cuando me hube sobrepuesto a la sorpresa de aquel colosal juego de manos, me vestí rápidamente dispuesto a averiguar de boca de las autoridades locales cómo se había llevado a cabo. A menos que una alucinación hubiera envenenado mis facultades perceptivas, debía de haber una explicación para aquella desaparición alternativa de tierra y mar, y la clave, una vez proporcionada, fue lo suficientemente simple. Aquella franja de guijarros, maleza y dunas que se veía en el horizonte era una península que se extendía a lo largo de siete u ocho kilómetros de manera paralela a la costa, formando la auténtica playa y cerrando aquel vasto cuenco de bancos de arena y barro y una marisma cubierta por flores de lavanda, todo lo cual quedaba sumergido mientras duraba la marea alta, creando un estuario. Con la llegada de la marea baja, éste quedaba completamente vacío excepto por una pequeña corriente que se abría paso a través de varios canales hasta su desembocadura, situada a unos tres o cuatro kilómetros a la izquierda de allí, y un hombre calzado con sus zapatos y sus calcetines podía llegar perfectamente caminando hasta las lejanas dunas de arena y las playas que terminaban en el Cabo Riddington, mientras que durante la marea alta podría llegar navegando hasta aquel mismo lugar partiendo del muelle que había frente al hotel.

Ya mientras desayunaba en una mesa situada junto a la ventana que daba a la marisma el hechizo de atracción que desplegaba aquel lugar había empezado a afectarme. Era tan inmensa y estaba tan vacía; tenía el encanto del desierto sin resentirse en lo más mínimo de la insufrible monotonía de éste, ya que decenas de gaviotas chillonas la sobrevolaban, y desde allí podía oír los silbidos de los archibebes y el parloteo de los zarapitos. Debía encontrarme con Jack Granger en Crowthorpe aquella misma carde, pero sabía que si iba a su encuentro debía persuadirle de que me acompañara de vuelta a Riddington, y tal y como le conocía fui plenamente consciente de que él también sentiría el hechizo con no menos intensidad que yo. De modo que, tras asegurarme de que había habitaciones disponibles para él, le escribí una nota comunicándole que había encontrado el lugar más asombroso del mundo, y le dije a mi chofer que se dirigiera a Crowthorpe y que le esperara en la estación de tren hasta que llegara, para después conducirlo hasta allí. Con la conciencia completamente tranquila, me puse en marcha cargando con una toalla y una bolsa con el almuerzo para explorar, ociosamente y sin ningún objetivo concreto, aquella inmensa extensión cubierta de lavanda y pájaros que me llamaba.

Mi ruta, tal y como se me había indicado, me condujo en primer lugar a recorrer un bancal que defendía de las mareas las tierras de pasto desecadas que se encontraban a su derecha, al final del cual me topé con el comienzo del estuario. Una hilera de desechos, hierba marchita, algas y blanqueadas cáscaras de pequeños cangrejos señalaba el lugar hasta el que había llegado la última marea alta; a partir de ella el terreno aún estaba húmedo. Poco después encontré un trecho repleto de barro y cantos rodados, y luego atravesé chapoteando el arroyo que fluía hacia el mar. Más allá estaban los ondulantes bancos de arena arrastrados por las mareas, y pronto alcancé las amplias y verdísimas marismas del extremo más alejado, tras las cuales se encontraba la franja de guijarros que bordeaba el mar. Me detuve unos instantes para recuperar el aliento. No se veía ni rastro de otro ser humano, pero nunca había experimentado una soledad tan estimulante. A mi derecha e izquierda se extendían los prados de espliego, como si fuesen un cielo estrellado de brotes rosáceos y arbustos. A un lado y a otro se habían formado pequeños charcos de agua retenida en las depresiones del terreno, y también había trechos repletos de un lodo negro y suave de entre el cual surgían, como espigas de lechosos espárragos, varias matas de sosa; y todos aquellos felices vegetales florecían al sol o bajo la lluvia, y pese a la sal que traían consigo las mareas, con una imparcial cualidad anfibia. Sobre mi cabeza se extendía el inmenso arco del cielo, atravesado en aquel momento por una bandada de patos, que se apresuraban y alargaban los cuellos, y ocasionalmente por alguna que otra gaviota de lomo negro, que agitaba sus pesadas alas en dirección al mar. Los zarapitos parloteaban alegremente y los chorlitejos y los archibebes silbaban. Mientras tanto, yo avanzaba con dificultad hasta llegar a los guijarros que marcaban el final de la marisma. El mar, azul y sereno, yacía durmiendo a sus anchas, bordeado por una franja de arena sobrevolada a lo lejos por un espejismo. Pero ni a un extremo ni al otro, tan lejos como la vista pudiera alcanzar, había rastros de presencia humana.

Me bañé y me tumbé al sol, y después recorrí aquella cálida playa durante casi un kilómetro antes de atravesar la zona sembrada de guijarros y volver a internarme en la marisma. Entonces, con una punzada de decepción, vi la primera evidencia de la intrusión del hombre en aquel paraíso de la soledad, ya que sobre una franja empedrada, que se extendía como una enorme costilla sobre aquellas praderas anfibias, había una pequeña casa cuadrada de ladrillo, frente a la cual había una asta de bandera bastante alta. No la había visto antes y me parecía una injustificada invasión del vacío. Pero quizá no se tratase de una infracción tan grosera, o por lo menos ésa era la impresión que daba, ya que su aspecto era claramente de abandono, como si el hombre hubiera intentado domesticar la zona y hubiera fracasado. A medida que me acercaba, la impresión se intensificó, ya que no salía humo de la chimenea, las ventanas cerradas estaban completamente cubiertas por una película de sal y el umbral de la puerta había sido invadido por liqúenes y hierbas marchitas que se desparramaban a su alrededor. La rodeé dos veces, decidí que indudablemente estaba deshabitada y me senté contra la pared que en aquellos momentos recibía de pleno los rayos del sol para disfrutar de mi almuerzo.

La brillantez y el calor del día estaban en pleno apogeo. Sintiéndome acalorado, ejercitado y revigorizado por mi chapuzón, me juzgué en un estado de supremo bienestar físico, y mi mente, completamente vacía excepto por aquellas agradables sensaciones, siguió el ejemplo de mi cuerpo y se dedicó a disfrutar del sol. Entonces, supongo que debido a mi admiración por el lujo del contraste expresado por Lucrecio, y para congratularme aún más por aquellas excepcionales condiciones, empecé a imaginarme en qué se transformaría aquella soleada soledad de ser de noche y pleno noviembre, mientras que atravesando el cielo encapotado y gris se aproximara una tormenta. Su soledad se convertiría entonces en abominable desolación; si por alguna causa inconjeturable alguien se viera obligado a pasar una noche allí, cómo clamaría por estar acompañado, qué siniestros le resultarían los chillidos de las aves, qué extraños le sonarían los silbidos del viento al atravesar aquella habitación abandonada. O quizá reaccionara de otra manera, quizá sólo deseara asegurarse de que la aparente soledad era real, y que no había ninguna presencia invasora arrastrándose cerca de allí, amparada por la oscuridad para revelarse en breve; quizá temblaría pensando que el lamento del viento podría ser no sólo el viento, sino también el alarido de algún ser descarnado; ¿y si no fueran los zarapitos los que producían aquel melancólico silbido? Paulatinamente, mis pensamientos se fueron haciendo cada vez más difusos hasta fundirse en una inconsecuente sucesión de imágenes. Entonces me quedé dormido.

Me desperté sobresaltado a causa de un sueño que ya empezaba a desvanecerse, pero con la certeza de que había sido algún ruido cercano el que me había despertado. Entonces volví a oírlo: eran los pasos de alguien que se movía en el interior de la casa abandonada, justo en la habitación contra cuya pared me había apoyado. Se movía hacia un extremo y luego hacia el otro; después se detenía unos instantes y volvía a empezar; se comportaba como un hombre que estuviera esperando una visita con impaciencia. También pude darme cuenta de que los pasos seguían un ritmo irregular, como si quien caminaba padeciera cojera. Después de uno o dos minutos los sonidos cesaron por completo. Después de haber estado convencido de que la casa estaba deshabitada, me invadió una extraña inquietud. Entonces, volviendo la cabeza, vi que por encima de mí, en la pared, había una ventana, y se apoderó de mí la idea, completamente irracional e infundada, de que el hombre me estaba vigilando. Una vez que se me hubo metido en la cabeza, se me hizo imposible continuar allí durante más tiempo, por lo que me levanté y embutí en mí mochila tanto la toalla como los restos del almuerzo. Caminé durante un rato por el trecho de tierra que se internaba en la marisma antes de volverme para mirar una vez más la casa, que seguía pareciendo completamente desierta. Bueno, después de todo no era problema mío, de modo que continué mi paseo y decidí interesarme casualmente cuando regresara al hotel por quienquiera que viviese en aquel lugar tan hermético, desechando el tema por el momento.

Unas tres horas más tarde, tras un paseo largo y sin rumbo, volví a encontrarme frente a la casa. Vi que dando un pequeño rodeo podía volver a pasar junto a ella, y en aquel momento me di cuenta de que el sonido de aquellas pisadas en el interior había despertado en mí una curiosidad que quería ver satisfecha. Justo entonces vi un hombre de pie junto a la puerta: cómo había llegado allí, no tenía ni idea, ya que hacía apenas un momento no estaba: debía de haber salido de la casa. Estaba contemplando el sendero que conducía a través de la marisma, escudándose los ojos del sol. Entonces dio un par de pasos hacia adelante, arrastrando la pierna izquierda y cojeando pesadamente. Eran, pues, sus pasos los que había oído antes, y todo misterio al respecto había sido producto de mi imaginación. Decidí por tanto tomar el camino más corto y llegué al hotel justo cuando Jack Granger acababa de llegar. Volvimos a salir iluminados por la puesta del sol, y contemplamos la marea que barría e inundaba los diques hasta volver a culminar aquel enorme juego de manos: aquella extensión de marismas con sus campos de lavanda volvía a ser una sábana de agua resplandeciente. A lo lejos, al otro lado, quedaba la casa junto a la cual había almorzado, y cuando ya nos volvíamos Jack la señaló.

—Qué lugar tan extraño para tener una casa —dijo—. Supongo que no debe de vivir nadie en ella.
—Sí, un tullido —dije yo—. Le he visto esta tarde. Voy a preguntarle al portero del hotel de quién se trata.
El resultado de aquella consulta, sin embargo, no fue el esperado.
—No; la casa lleva deshabitada varios años —me dijo—. Solía utilizarse como puesto de vigilancia desde el que los guardacostas hacían señales si había algún barco en apuros, y entonces un bote salvavidas zarpaba desde aquí. Pero ahora tanto el bote como los guardacostas están en el cabo.
—¿Entonces quién es el tullido al que he visto y oído recorrer la casa? —pregunté.
Me miró de una manera que se me antojó extraña.
—No sé quién podría ser —respondió—. Que yo sepa no vive ningún tullido por estos alrededores.

El efecto de las marismas y su espléndida soledad, del sol y del mar, cayó sobre Jack exactamente como yo había previsto. Juró que cualquier día pasado en otro lugar que no fueran aquellas playas y campos de espliego era un día desperdiciado, y propuso que nuestra excursión, cuyo objetivo principal iban a ser los campos de golf de Norfolk, quedase cancelada. En particular fueron los pájaros que habitaban en aquel extenso y solitario cabo los que le encantaron.

—Después de todo, podemos jugar al golf en cualquier sitio —dijo—. Por allí grazna un ostrero, ¿lo oyes? Y además, ¡qué estúpido resulta perder el día dándole golpes a una pelotita blanca... —mira, un chorlitejo, ¿y qué es lo que cantará de esa manera?—... cuando podemos aprovecharlo aquí! Oh, no vayamos a bañarnos todavía: quiero bordear la marisma... Ja, allí hay una bandada de vuelvepiedras; hacen un ruido parecido al que se oye al descorchar una botella... ¡Ahí están, son esos golfillos con manchas de color castaño! Sigamos bordeando la marisma y acerquémonos a la casa en la que vive tu tullido.

Así pues, tomamos el sendero que daba el rodeo más largo, del que yo había prescindido la noche anterior. No le había contado nada de lo que me había dicho el portero del hotel respecto a que en la casa ya no vivía nadie, de modo que todo lo que él sabía era que yo había visto a un tullido aparentemente ocupando el lugar. Mi razón para no hacerlo (confesémoslo de inmediato) era que yo ya había medio intuido que ni los pasos que había oído en el interior, ni el hombre al que había visto contemplando el exterior, tenían por qué implicar que la casa estuviera ocupada según el sentido que le había dado a la palabra el portero. Quería ver si Jack era capaz, como había sido yo, de captar las señales de su presencia allí. Y entonces sucedió algo de lo más extraño. Durante todo el trayecto hasta la casa la atención de Jack había estado centrada en los pájaros, y especialmente en un silbido que no le resultaba nada familiar. En vano intentó vislumbrar al pájaro que lo producía, y en vano pretendí yo oírlo.

—No suena como ningún pájaro que yo conozca —dijo—; de hecho, no suena en absoluto como un pájaro, más bien parece una persona silbando. ¡Ahí está de nuevo! ¿Será posible que no lo oigas?
Para entonces ya estábamos muy cerca de la casa.
—Debe de haber alguien silbando —dijo—. Probablemente se trate de tu tullido... Señor, sí, viene del interior de la casa. Así ya queda todo explicado, y yo que esperaba descubrir un pájaro nuevo. ¿Pero cómo es que no puedes oírlo tú?
—Hay gente que no es capaz de oír los chillidos de los murciélagos —respondí yo.

Jack, satisfecho con la explicación, no le dio más importancia al tema, de modo que atravesamos la franja de guijarros, nos bañamos y almorzamos y caminamos hasta las dunas de arena en las que finalizaba el cabo. Durante un par de horas paseamos y nos abandonamos a la pereza disfrutando del aire líquido y soleado; luego emprendimos sin muchas ganas el regreso para que nos diera tiempo a atravesar el vado antes de que llegara la marea. A medida que volvíamos sobre nuestros pasos, pude ver cómo desde el oeste se acercaba un extenso frente nuboso; y justo en el momento en el que alcanzamos el tramo de tierra sobre el que se asentaba la casa, un relámpago se abatió sobre las achaparradas colinas que había al otro lado del estuario y unas primeras y gruesas gotas empezaron a caer sobre los guijarros.

—Nos vamos a empapar —dijo Jack—. Ja! Pidamos cobijo en la casa de tu tullido. ¡Será mejor que corramos!

Las gotas empezaban a multiplicarse, de modo que atravesamos corriendo los cien metros que nos separaban de la casa y llegamos a la puerta justo en el momento en el que las compuertas del cielo se abrieron por completo. Jack golpeó con los nudillos, pero nadie respondió; probó la manilla, pero la puerta no se abrió, y entonces, poseído por una súbita inspiración, pasó la mano por encima del dintel y encontró una llave. Ésta encajaba perfectamente en la cerradura y un momento después estábamos en el interior. Nos encontramos en un pasillo resbaladizo, de cuyo extremo más alejado partía una escalera hacia el piso superior. A cada lado había una habitación: una era una cocina y la otra un salón, pero ninguna de ellas estaba amueblada. Un papel descolorido se desprendía de las paredes, las ventanas estaban repletas de telarañas y el aire era pesado debido a la falta de ventilación.

—Tu tullido no sólo prescinde de los lujos, sino también de lo más necesario —dijo Jack—. Todo un espartano.

Estábamos en la cocina: en el exterior el siseo de la lluvia se había convertido en un rugido, y la ventana empañada se iluminó repentinamente con el resplandor de un relámpago. El restallido de un trueno le contestó, y en el silencio que le siguió me llegó desde el exterior, perfectamente audible, el sonido de alguien silbando. Inmediatamente después oí cómo la puerta por la que habíamos entrado se cerraba violentamente, y recordé que la había dejado abierta. Los ojos de Jack y los míos se encontraron.

—Pero si no corre ni pizca de viento —dije—. ¿Qué es lo que ha provocado ese portazo?
—Y desde luego ese silbido no ha sido ningún pájaro —dijo él.

Oímos un arrastrar de pies que llegaba desde el pasillo: pude percibir cómo se arrastraba sobre la madera la pierna de un hombre tullido.

—Ha entrado —dijo Jack.
Sí, había entrado, ¿pero qué era lo que había entrado? En aquel momento me asaltó una sensación de pánico, no de horror, ya que se trata de dos cosas muy distintas. El horror, tal y como yo lo entiendo, es una emoción sobrecogedora, pero no desconcertante; pese a sentirse horrorizado, uno puede huir, o puede gritar: controla sus músculos. Pero mientras aquellos pasos irregulares recorrían el pasillo sentí pánico, la mano de una pesadilla que al agarrarte paraliza e inhibe no sólo la acción, sino hasta el mismo pensamiento. Esperé completamente helado y sin poder hablar, a que sucediera lo que tuviera que suceder. Los pasos se detuvieron exactamente frente a la entrada de la cocina. Y entonces, invisible e inaudible, la presencia que se había manifestado al oído externo entró. De repente, oí un estertor surgiendo de la garganta de Jack.

—¡Oh, Dios mío! —gritó con una voz ronca y estrangulada, y colocó el brazo izquierdo frente a su rostro, como si se estuviera defendiendo. Su brazo derecho también se disparó y pareció golpear algo que yo era incapaz de ver, y sus dedos se crisparon como agarrando aquello que había esquivado el primer golpe. Su cuerpo se inclinó hacia atrás, como si se resistiera a una presión invisible, y después volvió a arrojarse hacia adelante. Oí el ruido de una resistencia a su empuje, y vi sobre su garganta la sombra (o eso parecía) de una mano apretando. En aquel momento recuperé el movimiento, y recuerdo haberme arrojado sobre el espacio vacío que había entre él y yo, y sentir bajo mi abrazo la forma de un hombro, y oír un pie que resbalaba y golpeaba el suelo de madera. Algo invisible, ora un hombro, ora un brazo, se resistía a mi presión, y oí una respiración jadeante que no era ni la de Jack ni la mía, y sentí sobre mi rostro un aliento cálido que apestaba a corrupción y putrefacción. Y durante todo ese tiempo aquella contienda física no fue sino simbólica; a lo que nos enfrentamos no fue a un ser de carne y hueso, sino a una horrenda presencia espiritual. Y entonces...

Ya no había nada. El fantasmal ataque había cesado tan súbitamente como había empezado, y allí estaba el rostro de Jack, cerca del mío, brillando por el sudor. Nos encontrábamos el uno frente al otro, con los brazos caídos, en una habitación vacía, mientras la lluvia golpeaba el tejado y los canalones chirriaban. No cruzamos ni una sola palabra, pero al instante siguiente estábamos los dos corriendo bajo aquella lluvia a cántaros, atravesando el vado. Agradecí el diluvio con toda mi alma, ya que parecía limpiar el horror de aquella gran oscuridad y el olor de la corrupción a la cual habíamos estado expuestos.

Lo cierto es que no puedo ofrecer una explicación que esclarezca la experiencia que he recogido aquí brevemente, y queda al gusto del lector establecer su conexión con una historia que oí una o dos semanas más tarde, cuando regresé a Londres. Un amigo mío y yo habíamos estado cenando una tarde en mi casa, y habíamos discutido los pormenores de un juicio por asesinato, sobre el cual los periódicos se habían volcado.

—No es sólo la atrocidad la que resulta atractiva —dijo—. Creo que la causa del interés es el lugar en el que se llevó a cabo el asesinato. Un asesinato en Brighton, o en Márgate, o en Ramsey, en cualquier lugar que el público asocie con viajes de placer, les atrae porque lo conocen y pueden visualizar el escenario. Pero cuando alguien comete un asesinato en algún lugar pequeño y desconocido, del cual nunca han oído hablar, el asunto no apela a su imaginación. La pasada primavera, por ejemplo, hubo un asesinato en un pequeño pueblo de la costa de Norfolk. He olvidado el nombre del lugar, aunque estuve en Norwich durante el juicio y presencié el proceso. Fue una de las historias más horribles que he oído en mi vida, tan espantosa y sensacionalista como ésta, pero no atrajo la más mínima atención. Es curioso que no pueda recordar el nombre del lugar estando el resto tan claro.
—Cuéntamelo —dije—. No me suena de nada.
—Bueno, estaba ese pequeño pueblo y justo a las afueras del mismo había una granja propiedad de un tal John Beardsley. Vivía allí con su única hija, una mujer soltera de unos treinta años; aparentemente una criatura sensible y atractiva, de la que nunca te esperarías que hiciera algo inesperado. En la granja trabajaba como jornalero un joven llamado Alfred Maldon, el acusado en el juicio del que te estaba hablando. Tenía uno de los rostros más horrendos que he visto en mi vida: una frente hundida y gatuna, una nariz chata y ancha, y una boca grande, roja y sensual, siempre extendida en una sonrisa. Parecía que disfrutaba siendo el centro de atención de todas aquellas espantosas mujeres que se apiñaban en la sala, y cuando llegó arrastrando los pies hasta el estrado...
—¿Arrastrando los pies? —pregunté.
—Sí, era tullido; arrastraba la pierna izquierda por el suelo cuando andaba. Cuando llegó hasta el estrado asintió, sonrió al juez, palmeó el hombro de su abogado y paseó una mirada lasciva por la audiencia... Trabajaba en la granja, como te decía, realizando trabajos para los que estuviera capacitado, entre los cuales se contaban algunas faenas de la casa, como entrar el carbón o cualquier otra cosa, ya que John Beardsley, aunque bastante próspero, no tenía criados, y era su hija Alice, que así se llamaba, la que llevaba el hogar. ¿Y qué se le ocurre a la chica sino enamorarse de aquel tipo deforme y monstruoso? Una tarde su padre regresó a casa inesperadamente y les sorprendió en el salón, besándose y acariciándose. Echó a Maldon de la casa con cajas destempladas, le pagó su sueldo de aquella semana y le despidió, amenazándole con darle una buena paliza si alguna vez le sorprendía rondando por allí. Prohibió a su hija que volviera a dirigirle la palabra, y con el objetivo de tenerla vigilada contrató a una señora del pueblo para que la acompañase en la granja mientras él estuviera fuera.

El joven Maldon, privado de su trabajo, intentó emplearse en el pueblo, pero nadie quiso contratarle, ya que era un tipo demasiado temperamental, dispuesto en cualquier momento a enzarzarse en una pelea, además de ser un oponente nada aconsejable, ya que, pese a su cojera, poseía una gran musculatura y una enorme fuerza. Durante algunas semanas vagueó por el pueblo, encontrando algún trabajo ocasional y, sin lugar a dudas y como verás, consiguiendo citarse con Alice Beardsley. El pueblo, aún no recuerdo el nombre, se encontraba a la orilla de un gran estuario afectado por las mareas: se llenaba con la marea alta, para convertirse en una amplia extensión de marismas, repleta de bancos de arena y barro, al retirarse ésta. Justo allí, a tres o cuatro kilómetros del pueblo, había una casa usada antiguamente por los guardacostas y actualmente abandonada; uno de los lugares más solitarios que podrás encontrar en Inglaterra. Durante la marea baja bastaba con cruzar un vado poco profundo para llegar hasta allí, y a su alrededor se podían conseguir varios bancos de berberechos. Maldon, incapaz de conseguir un trabajo estable, se dedicó a la recolección de estos moluscos, y durante el verano, cuando la marea bajaba, Alice (para ella no representaba ninguna novedad) atravesaba el vado para ir a bañarse en la playa. Pasaba frente a los bancos de arena en los que se afanaban los recolectores de berberechos, Maldon entre ellos, y si éste la silbaba al verla pasar, acudía a la casa abandonada de los guardacostas a la espera de que él acudiera en breve. Y de este modo estuvieron viéndose durante todo el verano.

A medida que las semanas pasaban, el padre de Alice fue viendo el cambio que se operaba en ella, y sospechando el motivo, abandonó a menudo su trabajo para vigilarla escondido detrás de algún banco de arena. Un día la vio cruzar el vado, y poco después vio a Maldon, reconocible desde mucha distancia por el modo en que arrastraba la pierna, recorriendo el mismo camino. Siguió el sendero que llevaba hasta la casa de los guardacostas y entró. John Beardsley cruzó el vado y, escondido entre unos arbustos cercanos a la casa, vio a Alice que regresaba de su habitual baño. La casa no se hallaba en la dirección que ella debía seguir para volver a atravesar el vado, y sin embargo Alice se desvió hacia ella; alguien le abrió la puerta y después ésta se volvió a cerrar. Los encontró juntos y, loco de ira, atacó a Maldon. Éste le derribó y allí mismo, delante de su hija, le estranguló.

La chica perdió la cabeza, y ahora está internada en un manicomio de Norwich. Allí pasa los días sentada junto a una ventana, silbando. A Maldon lo ahorcaron.

—¿Era Riddington el nombre del pueblo? —pregunté.
—Sí. Riddington, por supuesto —respondió— No entiendo cómo había podido olvidarlo.