sábado, 3 de agosto de 2024

El fingimiento feliz (o la ficción afortunada). Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814)

Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden permitirse, sin ofensa para su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si la caída hubiese sido completa. Lo que le ocurrió a la Marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas de amor, escritas y recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, toma una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer...

-Señora, he sido traicionado -ruge enfurecido-; leed: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La Marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

-¡Ya no me convenceréis, pérfida! -responde el marido furioso-, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.

-¡Deteneos! -le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
-¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...

-En este atroz instante de mi vida -dice la Marquesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

-¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que le he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La Marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.


El fruto de la tumba. Clark Ashton Smith (1893-1961)

La noche había venido a Faraad desde el desierto trayendo consigo a los últimos rezagados de las caravanas. En una taberna, cerca de la puerta septentrional, un buen número de mercaderes procedentes de tierras lejanas, sucios y cansados, estaban refrescándose con los famosos vinos de Yoros. Entre el tintineo de las copas de vino, se oía la voz de un narrador de cuentos que les distraía de su fatiga.

—"Grande era Ossaru, siendo al mismo tiempo rey y mago. Gobernaba sobre la mitad del continente de Zothique. Sus ejércitos eran como torbellinos de arena empujados por el simún. Era el señor de los genios de las tormentas y la noche, llamaba a los espíritus del sol. Los hombres conocían su magia, de la misma forma que los verdes cedros conocen la descarga del relámpago. Era semiinmortal y pasaba de un siglo a otro, acrecentando su poder y sabiduría hasta el final. Thasaidón, el negro dios de la maldad, hacía prosperar todos sus conjuros y empresas. Y durante sus últimos años fue acompañado por el monstruo Nioth Korghai, que bajó a la tierra desde un mundo extraño, montado en un cometa impulsado por el fuego. Gracias a su conocimiento de la astrología, Ossaru había adivinado la llegada de Nioth Korghai. Salió él solo al desierto a esperar al monstruo. La gente de muchos países vio la caída del cometa, como un sol que descendiese por la noche sobre el desierto, pero sólo el rey Ossaru contempló la llegada de Nioth Korghai. Volvió en las negras horas sin luna antes del amanecer, cuando todos dormían, llevando al extraño monstruo a su palacio y alojándole en una cámara, bajo el salón del trono, que había preparado para que sirviese de morada a Nioth Korghai.

A partir de aquel momento habitó siempre en la cámara y, por tanto, el monstruo permaneció desconocido e invisible. Se decía que aconsejaba a Ossaru y le instruía en la sabiduría de los planetas exteriores. En algunos períodos de las estrellas, mujeres y jóvenes guerreros eran enviados como sacrificio a Nioth Korghai, y éstos nunca volvían para contar lo que habían visto. Nadie podía adivinar su aspecto, pero todos los que entraron en el palacio oyeron alguna vez un ruido sordo, como de lentos tambores, y una regurgitación como la que produciría una fuente subterránea, escuchándose a veces un siniestro cloqueo, como el de un basilisco enloquecido. Durante muchos años, el rey Ossaru fue servido por Nioth Korghai y sirvió a su vez al monstruo. Después Nioth Korghai enfermó con una extraña enfermedad y nadie volvió a escuchar aquel cloqueo en la sepultada cámara, y los ruidos que recordaban fuentes y tambores cesaron. Los conjuros del rey mago fueron impotentes para impedir su muerte, pero cuando el monstruo murió, Ossaru rodeó su cuerpo con una doble zona de encantamiento en dos círculos, y cerró la cámara. Más tarde, cuando Ossaru murió, la cámara fue abierta desde arriba y la momia del rey fue descendida por sus esclavos para que reposase eternamente al lado de lo que quedaba de Nioth Korghai. Desde entonces los ciclos se han sucedido y Ossaru es solamente un nombre en los labios de los narradores de historias. El palacio donde vivió y la ciudad que lo rodeaba están perdidos; algunos dicen que estaba en Yoros y otros en el imperio de Cincor, donde Yethlyreom fue construida más tarde por la dinastía de Nimboth. Y sólo esto es cierto: que en algún punto todavía, en la tumba sellada, el monstruo alienígena permanece en la muerte al lado del rey Ossaru. Y a su alrededor está el círculo interior del encantamiento de Ossaru, conservando sus cuerpos incorruptibles entre la decadencia de ciudades y reinos y, alrededor de esto, hay otro círculo, resguardándolos de todas las intrusiones, puesto que cualquiera que entre allí por la entrada de la tumba morirá instantáneamente y se pudrirá en el momento de la muerte, cayendo convertido en polvo antes de llegar al suelo.

Esta es la leyenda de Ossaru y Nioth Korghai. Ningún hombre ha encontrado su tumba, pero el mago Namirrha, en una oscura profecía, predijo hace muchos siglos que ciertos viajeros, pasando por el desierto, la encontrarían sin darse cuenta algún día. Y dijo que estos viajeros, descendiendo al interior de la tumba por un sitio distinto de la entrada, contemplarían un extraño prodigio. Y no habló sobre la naturaleza de este prodigio, sino que solamente dijo que Nioth Korghai, al ser una criatura extraña procedente de algún mundo lejano, estaba sujeto a leyes extrañas tanto en la vida como en la muerte. Y nadie ha adivinado todavía el secreto de lo que Namirrha quiso decir.

Los hermanos Milab y Marabac, que eran mercaderes de joyas procedentes de Ustaim, habían escuchado absortos al narrador.

—En verdad, es una extraña historia—dijo Milab—. Sin embargo, como todo el mundo sabe, en los viejos tiempos hubo grandes magos, fabricantes de profundos conjuros y maravillas, también hubo verdaderos profetas. Y las arenas de Zothique están llenas de tumbas y ciudades perdidas.
—Es una buena historia—dijo Marabac—, pero le falta el final. Te lo suplico, oh tú que conoces la historia, ¿no puedes decirnos más que esto? ¿Con el monstruo y el rey no había ningún tesoro de metales y joyas preciosas? Yo he visto sepulcros donde los muertos estaban encerrados entre lingotes de oro y sarcófagos que escupían rubíes como gotas de sangre de vampiros.
—Yo cuento la leyenda como mis padres me la contaron—afirmó el narrador—. Aquellos que estén destinados a encontrar la tumba dirán el resto... Si, por casualidad, vuelven de allí.

Milab y Marabac habían vendido en Faraad, consiguiendo un buen provecho, todas sus piedras en bruto, sus talismanes esculpidos y los idolillos de jaspe y cornalina. Ahora viajaban hacia el norte, en dirección a Tasuun, cargados con perlas rosadas y negro-purpúreas de los golfos meridionales y con los negros zafiros y vinosos granates de Yoros, acompañados por otros mercaderes en el largo y sinuoso viaje hasta Ustaim, junto al mar Oriental. Su ruta les conducía por una región moribunda. Ahora, mientras la caravana se acercaba a las fronteras de Yoros, el desierto comenzó a adquirir una desolación más profunda. Las colinas eran oscuras y desnudas, como recostadas momias de gigantes. Cursos de agua secos corrían hasta los lechos de unos lagos leprosos por la sal. Ondulaciones de arena grisácea se amontonaban a gran altura contra los desmoronados acantilados donde, en un tiempo, se habían arrugado las tranquilas aguas. Se levantaban y agitaban columnas de polvo como fantasmas fugitivos. Por encima de todo, el sol era una monstruosa brasa en un cielo calcinado. En este desierto, que parecía completamente deshabitado y vacío de vida, entró cautelosamente la caravana. Los mercaderes prepararon sus lanzas-espadas y escudriñaron con ojos ansiosos las estériles montañas, mientras urgían a los camellos a un rápido trote por los estrechos y profundos desfiladeros. Porque allí, en cavernas escondidas, se agazapaba un pueblo salvaje y semibestial, conocido como los Ghorii. Semejantes a vampiros y chacales, eran devoradores de carroña y también antropófagos, subsistiendo preferentemente de los cuerpos de los viajeros y bebiendo su sangre en lugar de agua o vino. Eran temidos por todos aquellos que tenían ocasión de viajar entre Yoros y Tasuun.

El sol subió hasta el meridiano, buscando con despiadados rayos hasta la más profunda sombra de los estrechos y profundos barrancos. La arena, tan fina como la ceniza, no era agitada ya por ningún ramalazo de viento. Ahora el camino descendía, siguiendo el curso de algún antiguo torrente, entre empinadas laderas. Aquí, en lugar de las antiguas pozas, había fosos llenos de arena y limitados por elevaciones o rocas, donde los camellos se hundieron hasta la rodilla. Y aquí, sin el menor aviso, en un recodo del sinuoso curso, el canal hirvió con un enjambre de los odiosos cuerpos, del color pardo de la tierra, de los Ghorii, que aparecieron instantáneamente por todos lados, saltando como lobos desde las pendientes rocosas y lanzándose como panteras desde las altas laderas. Aquellas apariciones semejantes a vampiros eran indescriptiblemente feroces y ágiles. Sin proferir otro sonido que una especie de toses y silbidos groseros, y armados únicamente por sus- dos hileras de puntiagudos dientes y sus uñas en forma de guadaña, cayeron Zothique sobre la caravana en una ola creciente. Parecía haber veintenas de ellos por cada hombre y por cada camello. Varios de los dromedarios fueron derribados en un momento, con los Ghorii royendo sus patas, jorobas y espinazos, o colgándose como perros de sus gargantas. Ellos y sus conductores desaparecieron de la vista, enterrados bajo los hambrientos monstruos, que comenzaron a devorarlos inmediatamente. Estuches de joyas y fardos de ricos tejidos se desgarraron abiertos en la confusión; ídolos de jaspe y ónice fueron desparramados ignominiosamente por el polvo; perlas y rubíes se encenagaban inadvertidos en la sangre estancada, porque estas cosas no tenían valor para los Ghorii.

Milab y Marabac, casualmente, cabalgaban a la retaguardia. Se habían ido retrasando, bastante en contra de su voluntad, debido a que el camello que montaba Milab estaba cojo a causa de un golpe con una piedra, y de esta forma tuvieron la buena fortuna de escapar del asalto de los vampiros. Deteniéndose horrorizados, contemplaron el destino de sus compañeros, cuya resistencia fue vencida con horrible rapidez. Sin embargo, los Ghorii no vieron a Milab y Marabac, pues se hallaban completamente absortos en devorar a los camellos y a los mercaderes que habían derribado, así como a los miembros de su propio grupo heridos por las espadas y lanzas de los viajeros. Los dos hermanos, lanza en ristre, se hubiesen lanzado a perecer brava e innecesariamente con sus camaradas. Pero aterrorizados por el odioso tumulto, por el color de la sangre y por el olor a hiena de los Ghorii, sus dromedarios se asustaron y dieron media vuelta, llevándolos de vuelta por el camino de Yoros. Durante esta impremeditada huida, pronto vieron otra banda de Ghorii que había aparecido lejos sobre las colinas al sur y corría para cortarles el paso. Para evitar este nuevo peligro, Milab y Marabac internaron sus camellos en un desfiladero lateral. Viajando lentamente a causa de la cojera del dromedario de Milab y creyendo encontrar a los veloces Ghorii en sus talones a cada minuto, caminaron muchas millas hacia el este, con el sol ocultándose a sus espaldas, y llegaron a la mitad de la tarde a la baja y seca división de aguas de aquella inmemorial región. Aquí contemplaron una depresión plana, agrietada y erosionada, donde resplandecían las murallas y cúpulas blancas de alguna ciudad sin nombre. A Milab y Marabac les pareció que la ciudad estaba solo a unas cuantas leguas de distancia. Creyendo haber visto alguna escondida ciudad de los límites de las arenas y esperanzados ahora de escapar de sus perseguidores, comenzaron a descender hacia la llanura, por la larga pendiente. Durante dos días viajaron hacia las siempre lejanas cúpulas que habían parecido estar tan cerca. Su situación se hizo desesperada, porque entre los dos poseían únicamente un puñado de albaricoques secos y un recipiente de agua, vacío en sus tres cuartas partes. Sus provisiones, junto con sus mercancías de joyas y esculturas, se habían perdido junto a los dromedarios de carga de la caravana. Aparentemente, los Ghorii no les perseguían, pero estaban rodeados por la reunión de los rojos demonios de la sed y los negros demonios del hambre. En la segunda mañana, el camello de Milab se negó a levantarse y no respondió ni a las maldiciones de su dueño ni al aguijón de la lanza. Por tanto, y de allí en adelante, los dos compartieron el camello que quedaba, montando juntos o por turnos.

A menudo perdían de vista la resplandeciente ciudad, que aparecía y desaparecía como un milagro. Pero una hora antes del atardecer, en el segundo día, siguieron las alargadas sombras de los obeliscos rotos y las ruinosas torres de vigía por las antiguas calles. El lugar había sido una metrópoli en un tiempo, pero ahora muchas de sus señoriales mansiones eran guijarros esparcidos por todas partes o montones de bloques derrumbados. Grandes dunas arenosas habían penetrado por los orgullosos arcos de triunfo, llenando los pavimentos y patios. Tambaleándose a causa del cansancio y con el corazón enfermo por el fallo de sus esperanzas, Milab y Marabac continuaron adelante, buscando por todas partes algún pozo o cisterna que los largos años del desierto hubiesen perdonado por casualidad. En el centro de la ciudad, donde las paredes de los templos y edificios oficiales todavía servían de barrera a la devoradora arena, encontraron las ruinas de un viejo acueducto que conducía a las cisternas, secas como hornos. En las plazas del mercado había fuentes obstruidas por el polvo, pero en ningún lugar se veía algo que señalase la presencia de agua. Vagando desesperadamente, llegaron a las ruinas de un gigantesco edificio que parecía haber sido el palacio de algún monarca olvidado. Las poderosas paredes todavía se erguían, desafiando la erosión de los siglos. Las puertas, guardadas por verdosas imágenes broncíneas de héroes míticos a cada lado, todavía fruncían sus arcos intactos. Subiendo por las escaleras de mármol, los joyeros entraron en un salón amplio y sin tejado donde se elevaban unas columnas ciclópeas como sosteniendo el desierto cielo.

Las anchas losas del pavimento estaban cubiertas por los restos de arcos, arquitrabes y pilastras. En el extremo opuesto del salón había un estrado de mármol veteado de negro sobre el que, presumiblemente, se irguió un trono, en algún tiempo. Acercándose al estrado, Milab y Marabac oyeron un gorgoteo bajo y difuso como el de alguna fuente o corriente escondida que parecía elevarse de las profundidades subterráneas bajo el pavimento del palacio. Intentando ansiosamente localizar la fuente del sonido, subieron al estrado. Un bloque gigantesco se había caído de la pared, quizá recientemente, y el mármol se agrietó bajo su peso; una porción del estrado se había roto y caído en alguna cámara subterránea dejando una abertura oscura y astillada. De esta abertura salía un borboteo parecido al del agua, incesante y regular, como los latidos del pulso. Los joyeros se inclinaron sobre el foso y escudriñaron la oscuridad llena de telarañas iluminada por un débil resplandor que venía de alguna fuente indiscernible. No podían ver nada. Sus olfatos descubrieron un olor húmedo y mohoso, como la atmósfera de una cisterna largo tiempo cerrada. Les pareció que aquel continuo ruido, que parecía el de una fuente, se encontraba sólo a unos cuantos pies entre la sombra, ligeramente a un lado de la abertura. Ninguno de ellos pudo determinar la profundidad de la cámara. Después de una breve consulta, volvieron junto al camello, que esperaba estólidamente a la entrada del palacio, y cogiendo los arreos del animal ataron las largas riendas y las cinchas de cuero para formar una sola correa que les sirviese a manera de cuerda. Volvieron al estrado, aseguraron un extremo de la correa al bloque caído y bajaron el otro al oscuro foso.

Milab se descolgó unos diez o doce pies en las profundidades antes de que sus pies encontrasen una superficie sólida. Todavía agarrado cautelosamente a la cuerda, se encontró sobre un suelo liso de piedra. El día se desvanecía rápidamente detrás de las murallas del palacio, pero, arriba, el agujero en el pavimento proporcionaba una débil claridad y la silueta de una puerta medio abierta, inclinada en ángulo por la ruina, fue revelada a un lado por la vaga penumbra que entraba en la cámara desde alguna cripta o escalera desconocida. Mientras Marabac bajaba vivamente a reunirse con él, Milab miró a su alrededor en busca del origen del ruido del agua. Ante él, e inmerso en sombras indefinidas, divisó los contornos vagos y confusos de un objeto que sólo se podía comparar con alguna enorme clepsidra o fuente rodeada de grotescas esculturas. La luz pareció faltar momentáneamente. Incapaz de decidir la naturaleza del objeto, y sin tener ni una antorcha ni una vela, desgarró una tira del borde de su albornoz de cáñamo y encendió el tejido, que se quemó lentamente sosteniéndolo en alto con un brazo por delante. Gracias a la mortecina y humeante iluminación así obtenida, los joyeros contemplaron con más claridad la cosa que, prodigiosa y enorme, se erguía sobre ellos, desde el suelo cubierto de escombros, hasta el techo en sombras. Era como el blasfemo sueño de un demonio loco. Su porción principal, o cuerpo, tenía forma de urna, y como pedestal, un bloque de piedra en el centro de la cámara, extrañamente inclinado. Era pálido, con innumerables y pequeñas aberturas. De su pecho y de la chata base salían numerosas proyecciones semejantes a brazos y pies que se arrastraban por el suelo en segmentos de pesadilla, y otros dos miembros, inclinados y rígidos, llegaban como si fueran raíces hasta un sarcófago de metal dorado, aparentemente vacío, que estaba al lado del bloque y mostraba unos extraños signos arcaicos grabados.

El torso en forma de urna estaba provisto de dos cabezas. Una de éstas tenía el pico de un calamar y largas hendiduras oblicuas en el lugar donde debieran haber estado los ojos. La otra cabeza, yuxtapuesta muy cerca sobre los estrechos hombros, era la de un hombre anciano, oscuro, regio y terrible, cuyos ojos ardientes eran como rubíes y cuya barba grisácea había crecido hasta la longitud del musgo de la selva sobre el repugnante tronco cubierto de poros. Este tronco, en la parte baja de la cabeza humana, desplegaba la vaga silueta de unas costillas, y algunas de sus extremidades terminaban en manos y pies humanos, o poseían articulaciones antropomórficas. Las cabezas, las extremidades y el cuerpo eran recorridas constantemente por aquel ruido gorgoteante y misterioso que había impulsado a Milab y Marabac a entrar en la cámara. Con cada repetición del sonido, un líquido cenagoso exudaba de los monstruosos poros y corría en riachuelos que goteaban incesante y perezosamente. Los joyeros estaban enmudecidos e inmovilizados por un pegajoso terror. Incapaces de apartar su mirada, vieron los siniestros ojos de la cabeza humana contemplándolos desde su eminencia ultraterrena. Después, mientras la tira de cañamazo se consumía lentamente en los dedos de Milab, convirtiéndose en un ascua roja, y la oscuridad se adueñaba de nuevo de la cámara, vieron cómo las ciegas hendiduras de la otra cabeza se abrían gradualmente, emitiendo una luz ardiente, amarilla e intolerablemente brillante, mientras se expandían hasta convertirse en inmensas órbitas redondas. Al mismo tiempo, oyeron una singular vibración que parecía un tambor, como si el corazón del monstruo se hubiese hecho audible.

Sólo sabían que un extraño horror, no de la tierra, o sólo parcialmente, estaba ante ellos. La visión les privó de ideas y de memoria. Lo que menos hicieron fue acordarse del narrador de historias de Faraad y de la leyenda que les había contado sobre la escondida tumba de Ossaru y Nioth Korghai, y la profecía del hallazgo de la tumba por aquellos que entrarían en ella sin darse cuenta. Velozmente, extendiéndose y enderezándose de forma aterradora, el monstruo levantó sus extremidades anteriores, que terminaban en las pardas y arrugadas manos de un hombre anciano, y las tendió hacia los joyeros. Del pico de calamar salió un estridente y demoniaco cloqueo, y por la boca de la regia cabeza de la barba gris una voz sonora comenzó a proferir palabras de solemne cadencia, como la salmodia de un encantador, en una lengua desconocida para Milab y Marabac. Retrocedieron ante las aborrecibles manos extendidas. En un frenesí de terror y pánico, y bajo el chorro de luz de las incandescentes órbitas, vieron que aquel ente anómalo se levantaba de su asiento de piedra y avanzaba caminando torpe e inseguramente a causa de la disparidad de sus extremidades. Había unas pisadas de casco de elefante y los trompicones de unos pies humanos incapaces de soportar su parte de aquella masa blasfema. Los dos rígidos tentáculos fueron retirados del interior del sarcófago de oro y sus extremos estaban ocultos por unas telas bordadas con piedras preciosas y de un magnífico color púrpura, tales como las que podrían utilizarse en el enfajamiento de una momia real. El horror de doble cabeza se inclinó hacia Milab y Marabac con un incesante y loco cloqueo y un maligno estruendo, como de maldiciones, que se rompía en agudos sonidos, propios de la senectud.

Dando media vuelta, corrieron alocadamente por la sala. Ante ellos, e iluminada ahora por los rayos que salían de los globos oculares del monstruo. vieron una puerta semiabierta de un metal oscuro, cuyos cerrojos y goznes se habían enmohecido, permitiéndola abrirse hacia dentro. La puerta tenía una anchura y altura ciclópeas, como si estuviese diseñada para seres mayores que los hombres. Detrás se veían los vagos contornos de un pasillo en penumbra. A cinco pasos de la puerta había una ligera línea roja que seguía la forma de la cámara sobre el polvoriento suelo. Marabac, un poco por delante de su hermano, cruzó la línea. Como si hubiese sido detenido en el aire por una muralla invisible, titubeó y se detuvo. Sus extremidades y su cuerpo parecieron derretirse bajo el albornoz..., que también adquirió un aspecto como si estuviese desgastado por siglos incalculables. El polvo flotó en el aire, formando una nube tenue, y donde habían estado sus manos extendidas hubo un momentáneo resplandor de huesos blancos. Después también los huesos desaparecieron... y un vacío montón de harapos quedó en el suelo, pudriéndose.

Un vago olor a descomposición llegó hasta la nariz de Milab. Sin comprender, había detenido su huida por un instante. Entonces sintió sobre sus hombros el apretón de unas manos pegajosas y huesudas. El cloqueo y el murmullo de las cabezas formaba un coro demoniaco a sus espaldas. El redoble de los tambores, el ruido de fuentes saltarinas, resonaban con fuerza en sus oídos. Con un rápido grito de muerte, siguió a Mirabac sobre la línea roja. La enormidad que era al mismo tiempo humana y monstruo nacido en otra estrella, la innombrable amalgama de aquella resurrección sobrenatural, se inclinaba hacia él y no se detuvo. Con las manos de aquel Ossaru que había olvidado su propio hechizo, intentó alcanzar los dos montones de harapos vacíos. Estirándose, entró en la zona de muerte y disolución que el propio Ossaru había forjado para guardar eternamente la cámara. Durante un instante, hubo en el aire algo parecido a la disolución de una nube deforme, a la caída de finas cenizas. Después de eso, la oscuridad volvió, y con la oscuridad, el silencio.

La noche se posó sobre aquella tierra sin nombre, sobre aquella ciudad olvidada, y con ella llegaron los Ghorii, que habían seguido a Milab y Marabac por la llanura del desierto. Velozmente, mataron y se comieron al camello que esperaba pacientemente a la entrada del palacio. Después, en el viejo salón de columnas, encontraron el agujero en el estrado por el que habían descendido los viajeros. Lo rodearon hambrientos, olfateando la tumba que se hallaba debajo. Después se alejaron chasqueados, pues su agudo olfato les decía que el rastro se había perdido y la tumba estaba tan vacía de vida como de muerte.


El foco. Virginia Woolf (1882-1941)

La mansión del vizconde del siglo XVIII había sido transformada en un club del siglo xx. Y era agradable, después de cenar en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de la luz, salir a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si hubiera habido luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema puestas en los castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un hermoso día de verano.

Los invitados del señor y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza. Como si quisieran aliviarles de la necesidad de hablar, como si quisieran entretenerles sin que tuvieran que hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de luz recorrían el cielo. Corrían tiempos de paz entonces; las fuerzas aéreas hacían prácticas; buscaban aviones enemigos en el cielo. Después de detenerse para examinar un punto sospechoso, la luz giró, como las aspas de un molino, o bien como las antenas de un prodigioso insecto, y reveló aquí un cadavérico muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente la luz incidió directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco blanco, que quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora.

«¡Mirad!», exclamó la señora Ivimey.

La luz se fue. Volvieron a quedar en la oscuridad. La señora Ivimey añadió: «¡Nunca adivinaréis lo que esto me ha hecho ver!» Como es natural, intentaron adivinarlo.

«No, no, no», protestaba la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía; y sólo ella podía saberlo, debido a que era la biznieta del hombre en cuestión. Y este hombre le había contado la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían, intentaría contársela. Quedaba aún tiempo, antes de que el teatro comenzara.

«Pero, realmente, no sé cómo empezar», dijo la señora Ivimey. «¿Fue en 1820...? Este año debía correr, más o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy joven» —no, pero era muy hermosa y de buen porte—, «y mi bisabuelo era un hombre muy viejo, cuando yo me encontraba en la niñez, que fue cuando me contó la historia. Era un viejo muy apuesto, con su mata de cabello blanco y sus ojos azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo. Pero extraño. Lo cual no deja de ser lógico», explicó la señora Ivimey, «teniendo en cuenta la manera en que vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos. Habían sido hidalgos; habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo era joven, casi un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido, y sólo quedaba una casucha de campesinos, en medio de los campos. La vimos hace diez años, sí, la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie. No hay camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta... Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba ruinoso. Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra.» Hizo una pausa. «Allí vivían», prosiguió, «el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no era la esposa del viejo, ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una doméstica, una muchacha que el viejo se llevó a vivir con él cuando enviudó. Esto quizá fuera una razón más para que nadie los visitara, una razón más que explica que todo fuera quedando en estado ruinoso. Pero recuerdo el escudo de armas sobre la puerta; y los libros, libros viejos, cubiertos de moho. En los libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me dijo, libros viejos, con mapas plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de la torre; todavía se conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla desfondada, junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios rotos, y un panorama de millas y millas de páramo.»

Hizo una pausa, como si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana que batía.

«Pero no pudimos», dijo, «encontrar el telescopio.» En el comedor, a sus espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la señora Ivimey, en la terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar el telescopio en la vieja casa.
«¿Y por qué buscabas un telescopio?», le preguntó alguien.

Riendo, la señora Ivimey repuso: «¿Por qué? Pues porque si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora sentada aquí.»

Y ciertamente ahora estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con algo azul sobre los hombros.

Volvió a hablar. «Tuvo que ser allí, porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se habían acostado, se sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el telescopio. Júpiter, Aldebarán, Casiopeya.» Agitó la mano hacia las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los árboles. La noche se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso, barriendo el cielo, deteniéndose aquí y allá para contemplar las estrellas.

«Y allí estaban», prosiguió, «las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué están? ¿Quién soy yo? Como
solemos hacer cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, mirando las estrellas.»

Guardó silencio. Todos miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad, encima de los árboles. Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables. El rugido de Londres se alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de que el muchacho contemplaba las estrellas con ellos. Tenían la impresión de estar con él, en la torre, mirando las estrellas, encima de los páramos.

Entonces una voz a sus espaldas dijo:

«Efectivamente. Viernes.»
Todos se volvieron, rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza. La señora Ivimey murmuró: «Sí, pero no había nadie que pudiera decírselo a él.» La pareja se levantó y se fue.

«Estaba solo», prosiguió la señora Ivimey. «Era un hermoso día de verano. Un día de junio. Uno de esos días de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece estarse quieto. Estaban las gallinas picoteando en el patio de la casa de campo; el viejo caballo pateando en el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La mujer fregando platos en la cocina. Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía que el día nunca fuera a terminar. Y el muchacho no tenía a nadie con quien hablar, y nada, absolutamente nada que hacer. El mundo entero se extendía ante él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía al páramo; verde y azul, verde y azul, para siempre, eternamente.»

En la penumbra, podían ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla en las manos, como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre.

«Nada, salvo páramo y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre», murmuró.

Entonces la señora Ivimey efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida posición.

«Pero, ¿qué aspecto tenía la tierra, vista a través del telescopio?», preguntó.
Efectuó otro rápido y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo.
«Lo enfocó», dijo. «Lo enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un bosque, en el horizonte. Lo enfocó de manera que pudiera ver... cada árbol... cada árbol aisladamente... y los pájaros... alzándose y descendiendo... y la columna de humo... allá... entre los árboles... Y después... más bajo... más bajo... (la señora Ivimey bajó la vista)... allí había una casa... una casa entre los árboles... una casa de campo... se veían los ladrillos por separado, cada uno de ellos... y los toneles a uno y otro lado de la puerta... con flores azules, rosadas, hortensias quizá...» Hizo una pausa... «Y entonces de la casa salió una muchacha... que llevaba algo azul en la cabeza... y se quedó allí... dando de comer a los pájaros... palomas... que acudían revoloteando a su alrededor... Y entonces... mira... Un hombre... ¡Un hombre! Apareció por la esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha en sus brazos! Se besaron... se besaron.»

La señora Ivimey abrió los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien.

«Era la primera vez que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer —a través del telescopio—, a millas y millas de distancia, en el páramo.»
Alejó de sí algo —probablemente el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy erguida.
«Y el muchacho bajó corriendo la escalera. Corrió a través de los campos. Corrió por senderos, por la carretera, a través del bosque. Corriendo recorrió millas y millas, y en el preciso instante en que las estrellas comenzaban a aparecer sobre los árboles, llegó a la casa... cubierto de polvo, chorreando sudor...»

Se calló como si estuviera viendo al muchacho.
«Y entonces, y entonces... ¿qué hizo? ¿Qué dijo? ¿Y la chica...?», así apremiaron los presentes a la señora Ivimey.

Un haz de luz quedó proyectado sobre la señora Ivimey, como si alguien hubiera enfocado sobre ella la lente de un telescopio (eran las fuerzas aéreas, buscando aviones enemigos). Se había puesto en pie. Llevaba algo azul en la cabeza. Había alzado una mano como si estuviera ante una puerta, pasmada.

«Bueno, la muchacha... Era...», dudó, como si se dispusiera a decir «era yo». Pero recordó; y se corrigió. «Era mi bisabuela», dijo.

Se volvió en busca de su echarpe. Se encontraba en una silla, detrás de ella.

«Pero, ¿y el otro hombre? ¿El hombre que salió de la esquina?», le preguntaron.
«¿Aquel hombre? Oh, aquel hombre», murmuró la señora Ivimey, interrumpiéndose un instante para modificar la posición del echarpe (el foco había abandonado la terraza), «supongo que desapareció.»
«La luz», añadió mientras cogía sus cosas, «sólo incide aquí y allá.»

El foco acababa de pasar. Ahora daba en el llano terreno de Buckingham Palace. Y había llegado el momento de ir al teatro.


El fresno. M.R. James (1862-1936)

El que ha viajado por el este de Inglaterra conoce las casa residenciales que la salpican: pequeños edificios húmedos, de estilo italiano, en general, rodeados de parques extensos. Siempre me han atraído particularmente: con su empalizada gris de roble, árboles nobles, lagos, y la línea distante del bosque. Adoro esos pórticos con columnas, también sus bibliotecas, donde uno puede encontrar desde un salterio del siglo XIII a una edición antigua de Shakespeare. Por supuesto, me gustan los cuadros; pero sobre todo me gusta imaginar la vida en una casa así, en los tiempos de sus dueños. Ojalá tuviera yo una casa así.

Pero esto es una digresión. Lo que tengo que contaros es una extraña serie de sucesos que ocurrieron en una de estas casas que he intentado describir. Se trata de Castringham Hall, en Suffolk. Creo que le han hecho bastantes reformas desde la época de mi historia, pero aún conserva la esencia que acabo de esbozar. El único rasgo que la distinguía de otras ha desaparecido: vista desde el parque tenía a su derecha, a pocas yardas del muro, un fresno añoso y corpulento, que casi rozaba el edificio con sus ramas. Supongo que estaba allí desde que Castringham dejó de ser una plaza fuerte, cegaron el foso y construyeron el edificio isabelino; en todo caso, en el año 1690 casi había alcanzado sus proporciones definitivas.

Durante ese año, la residencia fue escenario de varios Procesos por brujería. Creo que tardaremos mucho en evaluar la consistencia de las razones -si es que las había- en que se fundaba el miedo a las brujas. En mi opinión, aún no han recibido respuesta cuestiones tales como si los acusadas de brujería se imaginaban dotadas de poderes excepcionales; o si tenían la voluntad de causar daño, o si sus confesiones les fueron arrancadas por los cazadores de brujas a fuerza de crueldad.

El presente relato me hace vacilar. Yo no me decido a clasificarlo como mera invención: el lector deberá juzgar por sí mismo.

Castringham aportó una víctima a la fe: se llamaba señora Mothersole, y se diferenciaba de las típicas brujas de pueblo sólo en que era persona acomodada e influyente. Varios agricultores conocidos trataron de salvarla. Prestaron el mejor testimonio que pudieron sobre su reputación, y mostraron gran pena cuando el jurado pronunció su veredicto. Pero lo que resultó fatal para la mujer fue la declaración del entonces dueño de Castraingham Hall, sir Matthew Fell: afirmó que en tres ocasiones la había visto desde la ventana tomando ramos del fresno junto a la casa durante la luna llena. Se había trepado al árbol, en camisa, y cortaba ramas con un raro cuchillo curvo mientras hablaba sola. Las tres veces había intentado sir Matthew apresar a la mujer, pero las tres la había alertado algún ruido fortuito, y lo único que vio cuando bajó al jardín fue una liebre que cruzaba veloz el parque en dirección al pueblo. La tercera noche había procurado seguirla y fue directamente a casa de la señora Mothersole; pero estuvo un cuarto de hora golpeando la puerta hasta que ella salió muy enfadada y aparentemente soñolienta, como recién salida de la cama; y sir Matthew no pudo dar una explicación plausible de su visita.

A causa de esta declaración, aunque hubo otras no tan insólitas, la señora Mothersole fue hallada culpable y condenada a muerte. La ahorcaron una semana después del juicio, junto con cinco o seis desventurados más, en Bury St. Edmunds.

Sir Matthew Fell, vicepresidente del tribunal de justicia del condado, estuvo presente en la ejecución: una mañana húmeda de marzo subió la carreta, bajo la llovizna, el cerro herboso y áspero de las afueras de Northgate donde se alzaba el cadalso. Las otras víctimas iban sumidas en la apatía o la aflicción; pero la señora Mothersole se mostró de un temperamento muy distinto. Su furia venenosa -según cuenta un cronista de la época- produjo tal efecto en los curiosos (y hasta en el verdugo) que fue unánime la afirmación de los que presenciaron su ejecución de que era la viva imagen de un Demonio. Sin embargo, no se resistió a los oficiales; sólo lanzó a los que le pusieron las manos encima una mirada tan terrible que (como uno de ellos me aseguró) seis meses después aún les llenaba de inquietud. Lo único que consta de sus palabras fue lo siguiente: Habrá huéspedes en la residencia. Palabras que repitió más de una vez en voz baja.

No dejó indiferente a sir Matthew Fell la actitud de la mujer. Habló del asunto con el vicario de la parroquia, cuando regresaban de la ejecución: no había prestado declaración de muy buen grado; no estaba especialmente infectado de la manía de perseguir brujas, pero tanto entonces como después sostuvo que no podía dar otra versión del asunto que la que había dado ya, y que no había posibilidad de que se hubiera equivocado en cuanto a lo que vio. El proceso le había resultado desagradable porque era hombre al que le gustaba estar en buenos términos con todos; pero había un deber que cumplir, y lo había cumplido. Esos parecían ser sus sentimientos, y el vicario los aplaudió como habría hecho cualquier hombre razonable.

Unas semanas más tarde, cuando la luna de mayo alcanzó su plenitud, volvieron a encontrarse el vicario y el señor en el parque y se dirigieron juntos a la residencia. Lady Fell se había ido a pasar unos días con su madre, que se encontraba gravemente enferma, y sir Matthew estaba solo en la casa; de modo que no le costó convencer al vicario, el señor Crome, de que se quedase a cenar. Sir Matthew no fue un buen interlocutor esa noche. La conversación recayó sobre asuntos familiares y de la parroquia; pero quiso la suerte que a sir Matthew se le ocurriera tomar notas de determinados deseos o proyectos respecto a sus posesiones, que más tarde se revelaron sumamente útiles. Cuando el señor Crome se retiró -eran alrededor de las nueve y media-, dieron una vuelta por el paseo detrás de la casa. Y hubo un detalle que sorprendió al señor Crome: tenían a la vista el fresno que, como he dicho, crecía junto a las ventanas del edificio, cuando se detuvo sir Matthew y dijo:

-¿Qué es eso que sube y baja corriendo por el tronco del fresno? No puede ser una ardilla. A estas horas deben de estar todas en sus madrigueras.

Miró el vicario y vio a la bestia; pero no consiguió distinguir su color a la luz de la luna. Se le quedó grabada su silueta, aunque la vio un instante; y habría asegurado, dijo -aunque comprendía que era una insensatez-, que ardilla o no, tenía más de cuatro patas.

No dieron mayor importancia a esta visión y se despidieron. Quizá volvieron a verse, pero aún habría de pasar una veintena de años. Al día siguiente sir Matthew Fell no bajó a las seis de la mañana como era su costumbre, ni a las siete, tampoco a las ocho. Los criados subieron. No hace falta que describa la ansiedad de que fueron presa mientras escuchaban y renovaban los golpes en la puerta. Finalmente abrieron, y descubrieron al señor ennegrecido y muerto, como habréis adivinado. A primera vista no se veía señales de violencia; pero la ventana estaba abierta.

Uno de los criados fue a buscar al sacerdote y a continuación, por encargo de éste, a dar parte a la autoridad. El señor Crome acudió en cuanto pudo a la residencia, y al llegar le condujeron al aposento donde estaba el muerto. Había dejado algunas notas entre sus documentos que revelan el sincero respeto que había sentido por sir Matthew, y su pesar. En ellas hay un pasaje que transcribo por la luz que arroja sobre estos sucesos, y también sobre las creencias corrientes de la época:

-No había indicios de que la puerta haya sido forzada; pero la ventana estaba abierta. Antes de acostarse solía tomar cerveza en un vaso de plata, y esa noche no se la había terminado. Así, pues, fue analizada la bebida por el médico de Bury, un tal señor Hodgkins, quien, como declaró después bajo juramento, no descubrió ninguna sustancia venenosa. Porque naturalmente, dado lo hinchado y negro que estaba el cadáver, corría el rumor entre los vecinos de que había sido envenenado. Lo habían encontrado en la cama, en una postura contorsionada, al extremo de hacer más que probable la hipótesis de que mi estimado amigo y protector había expirado con gran agonía y sufrimiento. Y a lo que hasta ahora no se ha encontrado explicación, y demuestra para mí una maquinación tenebrosa por parte de los autores de este bárbaro asesinato, es lo siguiente: que las mujeres a las que se encomendó lavar y amortajar el cadáver, personas dolientes y muy respetadas en su fúnebre profesión, vinieron con gran congoja y tribulación de alma y cuerpo a decirme (cosa que se confirmaba a primera vista) que no bien tocaron el pecho del cadáver sintieron dolor en las palmas, y un escozor intenso y anormal en las manos, las cuales, igual que los antebrazos, se les hincharon en poco tiempo, persistiendo el dolor, que, como quedó claro más tarde, se vieron obligadas a suspender su trabajo durante varias semanas; aunque sin señal alguna visible en la piel.

-Al oír esto, mandé llamar al médico, que aún no había abandonado la casa, y examinamos lo más atentamente que pudimos, con ayuda de una pequeña lente de aumento, el estado de la piel; pero no logramos descubrir nada de importancia, salvo dos pequeñas picaduras o punturas, que concluimos entonces serían los sitios por donde pudo ser inoculado el veneno, recordando esa sortija del papa Borgia, con otros conocidos ejemplos del horrendo arte de los envenenadores italianos de la pasada época. Es todo lo que se puede decir de los síntomas observados en el cadáver. Lo que ahora voy a añadir es mera experiencia personal, y corresponde a la posteridad juzgar si tiene algún valor. Había encima de la mesa de noche una biblia pequeña, de la que mi amigo solía leer al acostarse, y al levantarse por la mañana, un trozo escogido. Y al tomarla me vino la idea, como en esos momentos de impotencia en que tratamos de atrapar el más pequeño destello que promete ser luz, de probar esa antigua y para muchos supersticiosa práctica llamada las sortes, cuyo principal ejemplo, en el caso de su difunta majestad el santo mártir rey Carlos y milord Falkland es hoy muy comentado. Debo confesar que mi prueba no me procuró mucha ayuda; no obstante, dado que es posible que alguien pueda proponerse en el futuro averiguar la causa y origen de estos horribles sucesos, consigno los resultados por si señalan la verdadera dirección a una inteligencia más penetrante que la mía. Hice pues, tres intentos, abriendo el libro y poniendo el dedo en determinadas palabras. La primera vez obtuve la frase de Lucas 13, 7: Córtalo. La segunda, la de Isaías 13,20: No será jamás habitada; y la tercera, la de Job 39, 30: Sus polluelos lamerán sangre.

No hace falta citar nada más de los papeles del señor Crome. Colocaron a sir Matthew Fell en su ataúd y le dieron debida sepultura. El sermón fúnebre se publicó con el título: -El camino inescrutable, o el peligro de Inglaterra y las malvadas intrigas del Anticristo-, siendo la opinión del vicario, y la más sostenida por la vecindad, que el terrateniente había sido víctima de un recrudecimiento de las maquinaciones papistas.

Su hijo, sir Matthew segundo, heredó el título y las propiedades. De este modo concluye el primer acto de la tragedia de Castringham. Hay que decir -aunque el hecho no tiene nada de extraño- que el nuevo barón no ocupó el aposento en el que había muerto su padre, ni durmió prácticamente nadie en él, quitando alguna visita ocasional, mientras él vivió. Murió en1735, y no encuentro nada digno de reseñar en la etapa de su vida, salvo una extraña y persistente mortandad de su ganado en general, con una ligera tendencia a aumentar con el paso del tiempo. Los interesados en este fenómeno encontrarán información en una carta publicada por la Gentleman's Magazine en 1772, la cual saca los datos de los papeles del propio barón. Éste acabó definitivamente con dichas pérdidas gracias a la sencilla medida de guardar el ganado en el establo por las noches, y no dejar una sola oveja en los pastos. Porque había observado que nunca les ocurría nada a las que pasaban la noche encerradas. A partir de entonces el problema afectó a las aves salvajes y a la caza. Pero dado que no disponemos de una buena descripción de los síntomas, y la vigilancia nocturna era inútil, no voy a extenderme en lo que los campesinos de Suffolk dieron en llamar El mal de Castringham.

El segundo sir Matthew murió en 1735, como he dicho, y le sucedió puntualmente su hijo, sir Richard. Fue en tiempos de éste cuando se construyó en la iglesia parroquial, en el lado norte, el gran banco familiar. El proyecto de este barón era tan grandioso que hubo que quitar varias sepulturas de ese lado del edificio. Entre ellas estaba la de la señora Mothersole, cuyo lugar exacto se conocía bien gracias a una anotación en un plano de la iglesia y el cementerio anexo, ambas cosas debidas a la mano del señor Crome. Hubo cierto revuelo cuando se supo que iban exhumar a la famosa bruja, y no fue pequeño el estupor, incluso la inquietud, cuando se descubrió que, aunque el ataúd salió entero y sin daño, no encontraron en él vestigio alguno de cuerpo, huesos o polvo. Era un fenómeno de lo más singular; porque en los tiempos en que fue enterrada no existían ladrones de cadáveres, y es difícil imaginar un motivo para robar un cadáver que no sea el de abastecer las salas de disección.

El incidente resucitó temporalmente las historias sobre brujas y procesos por brujería. Sir Richard ordenó quemar el ataúd; y aunque a muchos les parecía una temeridad, la cumplieron sin ninguna objeción. Verdaderamente, sir Richard era un innovador. Antes de él, la residencia había sido un hermoso edificio de ladrillo de un suave color rojo. Pero en sus viajes por Italia se había contagiado del gusto italiano; y dado que tenía más dinero que sus predecesores, decidió dejar un palacio italiano donde había encontrado una casa inglesa. Así que taparon el ladrillo, instalaron mármoles en el vestíbulo y en el jardín, erigieron una reproducción del templo de la sibila de Tívoli en la orilla opuesta del lago, y Castringham adquirió un aspecto totalmente nuevo y, hay que decirlo también, menos atractivo. Pero causó gran admiración, y sirvió de modelo en años posteriores a muchos miembros de la pequeña aristocracia de la vecindad.

Una mañana de 1754, sir Richard se despertó tras una noche de molestias. Por culpa del viento, la chimenea no había parado de humear; pero hacía tanto frío que no había tenido más remedio que mantenerla encendida. Algo había estado golpeando la ventana, también, al extremo de que nadie había tenido un momento de paz. Además, esperaba la llegada de varios invitados importantes en el transcurso del día, sin duda dispuestos a participar en algún tipo de cacería, si bien los estragos (que seguían produciéndose en la fauna de su parque) habían sido últimamente tan graves que temía por la reputación de su reserva de caza. Pero lo que más alterado le tenía era la noche que había pasado. Desde luego, no volvería a dormir en esa habitación.

Desayunó inquieto; y al terminar emprendió una inspección de las habitaciones para ver cuál le convenía más. Tardó en encontrarla: ésta tenía la ventana hacia oriente y aquélla hacia el norte; en ésta los criados estaban pasando constantemente por delante de la puerta, y en aquélla no le gustaba la cama. No; necesitaba una habitación que diera a poniente, de manera que el sol no le despertase temprano, y que estuviese alejada del ajetreo de la casa. Al ama de llaves se le agotaron las sugerencias.

-Bueno, sir Richard -dijo-, sólo hay una habitación así en la casa.
-¿Cuál?
-La de sir Matthew; la cámara de poniente.
-Bien, pues instáleme en ella; esta noche voy a dormir allí -dijo su señor.
-¡Pero, sir Richard, hace cuarenta años que no duerme nadie allí! Apenas se ha renovado el aire desde que murió sir Matthew -iba diciendo mientras corría tras él.
-Vamos, abra la puerta, señora Chiddock. Quiero verla al menos.

La señora Chiddock abrió la puerta y, efectivamente, notaron en ella un hedor terroso y a encierro. Sir Richard fue a la ventana, y con su acostumbrada impaciencia retiró los postigos y la abrió. Este extremo de la casa apenas había sufrido alteraciones, y estaba como cubierto por el gran fresno, que lo ocultaba de la vista.

-Deje que se airee todo el día, señora Chiddock, y mande que trasladen aquí mi cama y mis muebles esta tarde. Y acomode al obispo de Kilmore en mi habitación.
-Disculpe, sir Richard -dijo una voz, interrumpiendo este diálogo-, ¿podría concederme un momento?

Sir Richard se dio la vuelta y vio a un hombre de negro en el umbral que inclinó la cabeza.

-Le ruego que perdone esta intromisión. Seguramente no me conoce. Me llamo William Crome, y mi abuelo fue vicario aquí en tiempos de su abuelo.
-Por supuesto, señor -dijo sir Richard-; el nombre de Crome es siempre alabado en Castringham. Me alegra renovar una amistad que viene de antaño. ¿En qué puedo ayudarle? Porque esta hora de venir... Y si no me equivoco, su aspecto revela que ha hecho el camino con cierta premura.
-Es muy cierto, señor. Vengo de Norwick y me dirijo a Bury St Edmunds todo lo deprisa que puedo. Me he detenido para entregarle unos papeles que han aparecido al revisar los que dejó mi abuelo a su muerte. He pensado que puede haber en ellos cuestiones familiares de interés para usted,
-Es usted muy amable, señor Crome, si tiene la bondad de acompañarme al salón, a tomar una copa de vino, les podemos echar una ojeada juntos, Entretanto, señora Chiddock, ocúpese de airear esta cámara como le he dicho. Sí, aquí es donde murió mi abuelo. Sí, puede que el árbol la haga un poco húmeda. Bueno, no quiero oír nada más. No ponga más dificultades, se lo ruego. Ya tiene mis instrucciones, así que adelante. ¿Quiere acompañarme, señor?

Se dirigieron al salón. El sobre que traía el señor Crome contenía las notas que el viejo vicario había tomado con motivo de la muerte de sir Matthew Fell. Y por primera vez, sir Richard se enfrentó con las enigmáticas sortes Biblicae a que me he referido. Las encontró divertidas.

-Bueno -dijo-; al menos la biblia le dio un buen consejo a mi abuelo: Córtalo. Si se refiere al fresno puede descansar tranquilo, porque me voy a ocupar de ello. En mi vida he visto una sementera igual de fiebres y resfriados.

Los libros de la casa, que no eran demasiados, estaban en el salón. Sir Richard alzó los ojos del documento y miró hacia la estantería.

-Me pregunto -dijo- si estará ahí aún el viejo profeta. Creo que lo he visto.

Cruzó la habitación, sacó una biblia gruesa que, efectivamente, llevaba en la guarda la siguiente inscripción: -Para Matthew Fell, de su madrina que le quiere, Anne Aldous. 2 de septiembre de 1659-.

-No estaría mal que lo pusiéramos a prueba otra vez. ¿Qué opina, señor Crome? Apuesto a que las Crónicas nos darán un par de nombres. Vamos a ver. ¿Qué tenemos aquí?: Me buscarás por la mañana, y no estaré. ¡Vaya, vaya! Su abuelo habría visto aquí una buena profecía, ¿a que sí? Bueno, dejémonos de profetas. Son puro cuento. Señor Crome, le agradezco infinitamente que me haya traído el sobre éste. Me temo que estará impaciente por seguir su viaje. Permítame ofrecerle otra copa.

Se despidieron, con sinceros ofrecimientos de hospitalidad por parte de sir Richard (porque el talante y los modales del joven le habían causado buena impresión). Por la tarde llegaron los invitados: el obispo de Kilmore, lady Mary Hervey, sir William Kentifield, etc. La comida fue a las cinco; después hubo vino, una partida de cartas, la cena y se retiraron a dormir. A la mañana siguiente, sir Richard no se sintió con ánimo para tomar la escopeta. Habla con el obispo de Kilmore. Este prelado, a diferencia de la mayoría de los obispos irlandeses de aquel entonces, había visitado su sede; incluso había residido en ella bastante tiempo. Esta mañana, mientras paseaban los dos por la terraza comentando los cambios y mejoras de la casa, dijo el obispo, señalando la ventana de la habitación de poniente:

-Jamás conseguiría que uno de mis feligreses irlandeses ocupara esa habitación, sir Richard.
-¿Y eso por qué, señor? La verdad es que es la mía.
-Bueno, se ha dicho siempre entre nuestros campesinos que da mala suerte dormir junto a un fresno, y ése tan hermoso que tiene ahí está muy cerca de su aposento. Puede que le haya hecho sentir ya su influjo -prosiguió el obispo con una sonrisa-; porque, si me permite decirlo, no parece todo lo fresco que sus amigos quisieran verle, pese a que acaba de levantarse.
-Es verdad; ese árbol, o lo que sea, me ha tenido desvelado desde las doce hasta las cuatro. Pero lo van a cortar mañana, de manera que no dará más batalla.
-Aplaudo su decisión. No puede ser sano respirar el aire filtrado por todo ese follaje.
-Creo que tiene razón su ilustrísima. Pero anoche no dejé la ventana abierta; era más bien un ruido constante, como un restregar de ramas en los cristales, lo que no me dejaba dormir.
-Eso me parece poco probable, sir Richard. Mire, puede comprobarlo desde aquí: ninguna de las ramas alcanza a rozar siquiera la ventana, a menos que se levante un vendaval; y anoche no hubo viento.
-Entonces no sé qué era lo que arañaba y se agitaba de esa manera... y ha llenado de rayas y señales el polvo del alféizar.

Finalmente coincidieron en que debió de subir alguna rata por la hiedra. Fue la explicación que se le ocurrió al obispo, y sir Richard la aceptó sin más.

El día transcurrió, llegó la noche, y cada cual se retiró a su aposento, deseando a sir Richard una noche más descansada. Ahora nos encontramos en su dormitorio, con la luz apagada y él metido en la cama. La habitación está encima de la cocina. La noche, fuera, es cálida y apacible, así que ha dejado abierta la ventana. Llega poca claridad a la cama, pero hay en ella un extraño movimiento; como si sir Richard agitase la cabeza a uno y otro lado con levísimo ruido. Podría creerse incluso -tan engañosa es la penumbra- que tiene varias cabezas, cabezas redondas y marrones que mueve adelante y atrás, bajándolas incluso hasta el pecho. Es una ilusión horrible. ¿No hay nada más? ¡Mirad! Algo cae de la cama con blando ruido, del tamaño de un gatito, y sale como una centella por la ventana; otro... cuatro... Después todo vuelve a quedar inmóvil.

Me buscarás por la mañana, y no estaré.

Como a sir Matthew, sir Richard fue encontrado ennegrecido y muerto en la cama.

Un grupo pálido y silencioso de huéspedes y criados se congregó al pie de la ventana al saberse la noticia. Envenenadores italianos, sicarios del papa, el aire inficionado... estas y otras muchas conjeturas se barajaron. El obispo de Kilmore alzó los ojos hacia el árbol y vio en la horquilla de sus ramas más bajas un gato blanco que miraba encogido hacia una oquedad que los años habían excavado en el tronco.

Observaba con gran atención algo que había en el interior del árbol. De repente, se levantó y alargó una garra hacia el agujero. En ese instante cedió el trozo de corteza en el que se apoyaba y cayó dentro. Todos alzaron los ojos ante el ruido que hizo.

Es sabido que los gatos tienen buena voz; pero pocos hemos oído un alarido como el que brotó del tronco del gran fresno. Sonaron dos o tres maullidos -los testigos no están seguros-, y a continuación se oyó un ruido ahogado de forcejeo o agitación. Lady Mary Hervey se desmayó de la impresión, el ama de llaves se tapó los oídos, echó a correr y tropezó y se cayó en la terraza. El obispo de Kilmore y sir William Kenfield no hicieron un solo movimiento. Estaban asustados también, aunque sólo era el maullido de un gato. Sir William tragó saliva un par de veces antes de decir:

-En ese árbol hay algo, ilustrísima. Opino que debemos inspeccionarlo ahora mismo.

El prelado se mostró de acuerdo. Trajeron una escala y subió uno de los jardineros. Se asomó al hueco, pero sólo pudo notar que se movía algo. Trajeron un farol para bajarlo al interior con una cuerda.

-Hay que llegar al fondo de esto. A fe, ilustrísima, que se esconde ahí el misterio de esas muertes terribles.

Subió el jardinero otra vez con el farol, y lo fue bajando cautelosamente por el agujero. Todos veían desde abajo su rostro inclinado, iluminado por la luz amarilla. Y vieron su expresión de incrédulo terror antes de proferir un espantoso alarido y precipitarse al suelo -donde por fortuna lo recibieron dos hombres-, dejando caer el farol dentro del árbol. Estaba mortalmente asustado, y tardó un rato en recobrar la palabra. Cuando lo hizo, otra cosa atraía la atención de los demás: debió de romperse el farol en el fondo y prender la llama en las hojas secas y broza del interior, porque unos minutos después empezó a salir un humo espeso, a continuación llamas y finalmente ardió el árbol entero.

Los presentes se apartaron en círculo; y sir William y el obispo mandaron a los criados que trajesen las armas y herramientas que pudiesen. Porque, evidentemente, el fuego obligaría a salir a la alimaña que estaba utilizando el árbol como madriguera. Así fue. Primero vieron aparecer en la horquilla, envuelto en llamas, un bulto redondo como del tamaño de una cabeza humana; acto seguido se tambaleó y cayó en el agujero. La escena se repitió cinco o seis veces; luego, saltó al aire un bulto parecido y cayó en la hierba, donde un momento después quedó inmóvil. El obispo se atrevió a acercarse unos pasos, y vio... ¡los restos de una araña enorme, nervuda, y abrasada! Y cuando el fuego llegó abajo, empezaron a brotar del tronco cuerpos más horribles aún, completamente cubiertos de pelo gris.

Todo el día estuvo ardiendo el fresno. Los hombres siguieron allí hasta que cayó a trozos, matando de cuando en cuando los bichos que salían. Finalmente, transcurrido un buen rato sin que saliesen más, se acercaron precavidamente y examinaron las raíces.

-Debajo en la tierra -dice el obispo de Kilmore-, descubrieron una cavidad redonda con dos o tres bichos de esos muertos, evidentemente asfixiados por el humo. Y lo que es más extraño para mí: al lado de esta cueva, junto a la pared, encontraron acuclillada la anatomía o esqueleto de un ser humano, con la piel seca sobre los huesos, con restos de cabello negro, y que correspondía sin ninguna duda, según declararon los que lo examinaron, a una mujer, evidentemente muerta hacía unos cincuenta años.


Poemas. Wallace Stevens (1879-1955)

Soliloquio final del amante interior. 


Luz, primera luz de la noche, como en un cuarto
En el que descansamos y, casi por nada, pensamos
Que el mundo imaginado es bien esencial.

Este es, por tanto, el más intenso rendez-vous.
Es en esta idea en la que nos recogemos,
Fuera de todas las indiferencias, en una sola cosa:

Dentro de una sola cosa, un solo chal
Que nos abriga bien, pues somos pobres, un calor,
Una luz, un poder, la milagrosa influencia.

Ahora, aquí, nos olvidamos el uno al otro y de nosotros.
Sentimos la oscuridad de un orden, una totalidad,
Un conocer, lo que arregló la cita,

Dentro de su vital circunscripción, en la mente.
Decimos: Dios y la imaginación son uno.
La candela más alta, que alta ilumina lo oscuro…

Y fuera de esta luz, de esta mente central,
Hacemos nuestra casa en el aire nocturno,
Donde estar los dos juntos es lo suficiente.





Seis paisajes significativos. 


I
Un hombre viejo está sentado
A la sombra de un pino
En China.
Ve una consólida,
Blanquiazul,
Al borde de la sombra,
Moverse con el viento.
Su barba ondea con el viento.
El pino ondea con el viento.
Así el agua fluye
Sobre la maleza.

II
La noche es del color
De un brazo de mujer:
Noche, la hembra,
Oscura
Fragante y flexible,
Se oculta.
Una charca brilla
Como un brazalete
Que se agita en la danza.

III
Me mido a mí mismo
En un árbol alto.
Descubro que yo soy mucho más alto,
Porque alcanzo directamente al sol,
Con mi ojo;
y alcanzo a la orilla del mar
Con mi oído.
Aún así, no me gusta
La forma en que las hormigas
Entran y salen de mi sombra.

IV
Cuando mi sueño estaba cerca de la luna
Los blancos pliegues de su falda
Se llenaron de luz amarilla.
Las plantas de sus pies
Enrojecieron.
Su cabellera se llenó
De azules cristalizaciones
Provenientes de estrellas
No lejanas.

V
Ni todas las cuchillas de los postes,
Ni los escoplos de las largas calles,
Ni los mazos de las cúpulas
Y altas torres
Pueden tallar
Lo que puede tallar una estrella
Cuando brilla a través de las hojas de parra.

VI
Los racionalistas, con sombreros cuadrados,
Piensan, en estancias cuadradas,
Mirando al suelo,
Mirando al techo.
Se limitan
A triángulos rectángulos.
Si intentasen romboides,
Conos, sinuosidades, elipses
-Como, por ejemplo, la elipse de la media luna-
Los racionalistas llevarían sombreros.





Mañana de domingo. 


I. El placer de ir en bata, ya muy entrado el día,
El café y las naranjas, en una silla al sol,
La verde libertad del papagayo
Sobre un tapiz se funden para disipar
El sagrado silencio de un sacrificio antiguo.
Ella sueña un instante y siente
La oscura intromisión de esa vieja catástrofe
Como la calma se oscurece en las luces acuáticas.
Naranjas acres, y las brillantes alas
Verdes parecen cosas que en un cortejo fúnebre
Cruzan serpenteando un agua ancha, sin sonido.
El día es como un agua ancha, sin sonido,
Silenciado por el paso de sus pies soñadores
Por encima de océanos, hacia la silenciosa Palestina,
Dominio de la sangre y el sepulcro.

II. ¿Y por qué dar su tesoro a los muertos?
¿Qué es la divinidad si sólo acude
En sigilosas sombras y en el sueño?
¿No ha de hallar en el consuelo que da el sol, en los
Frutos acres, en las brillantes alas verdes,
U otro bálsamo o belleza terrena
Cosas que amar, como se ama el pensamiento
De los cielos? El dios debe habitar dentro de ella:
Pasiones de lluvia, o el ansia en la nieve que cae;
Dolores de soledad o un fervor insumiso
Cuando el bosque florece: algunas borrascosas emociones
Por húmedas carreteras en las noches de otoño;
Todo, placeres, penas, recordando
Las ramas del estío, los ramajes de invierno.
Éstas son las medidas de su alma.

III. Entre las nubes Júpiter fue a nacer, inhumano.
No amamantado por ninguna madre, ninguna tierra dulce
Dio porte distinguido a su mítica mente.
Anduvo entre nosotros como
Un rey magnífico y gruñón en medio de sus súbditos,
Hasta que nuestra sangre virginal, mezclada con el cielo
Satisfizo el deseo de tal modo que los súbditos mismos
Quisieron percibirle en una estrella.
¿Irá al fracaso nuestra sangre? ¿O se convertirá
En la sangre, tal vez, del paraíso? ¿Semejará la tierra
Todo lo que del paraíso hemos de conocer?
El firmamento será entonces más amistoso de lo que es ahora,
Una parte trabajo, otra parte, dolor,
y casi tan glorioso como un amor sin fin,
No este azul tan hostil e indiferente.

IV. Dice ella: "Me siento contenta cuando los pájaros al despertarse
y antes de alzar el vuelo, prueban la realidad
De neblinosos campos, con sus dulces preguntas;
Pero cuando se han ido y sus cálidos campos
Ya no regresan nunca, ¿dónde encontrar el paraíso?"
No existe guarida alguna para las profecías,
Ni la vieja quimera del sepulcro,
Tampoco el áureo subterráneo, ni melodiosa isla
En donde los espíritus vuelvan al hogar,
Ni visionario sur, ni sombría palmera que haya perdurado
Allá remota sobre alguna colina celestial
Lo que el verde de abril; o que perdure
Cuanto sus recuerdos de pájaros despiertos,
O su deseo de junio y del atardecer, anunciado
Por la consunción del vuelo de la golondrina.

V. Dice ella: "Sin embargo en la satisfacción aún siento
La falta de un deleite que jamás pereciese".
La muerte es madre de belleza; de ahí que sólo ella
Pueda hacer realizables nuestros sueños
y nuestros deseos, aunque nos esparza
Hojas de destrucción por los caminos,
El del negro dolor, los múltiples caminos
Donde tañía el triunfo sus metálicos sones
O el amor susurraba apenas de ternura,
Ella hace que el sauce tiemble al sol para aquellas muchachas
Que solían sentarse y, abandonadas, contemplar la hierba
Bajo sus pies. Induce a los muchachos
A amontonar las peras, las ciruelas maduras
Sobre una fuente descuidada. Las muchachas las prueban
y apasionadamente se dispersan sobre las hojas en desorden.

VI. ¿No habrá en el paraíso otro tipo de muerte?
¿No cae la fruta cuando madura, o cuelgan
Las ramas siempre grávidas en el cielo perfecto,
Inmutable, aunque tan parecido a nuestra tierra mortal,
Con ríos como los nuestros, siempre en busca de mares
Que nunca encuentran, de las mismas playas menguantes
Que nunca tocan con un dolor inexpresable?
¿Por qué plantar allí el peral, sobre aquellos ribazos,
O perfumar las playas con el aroma del ciruelo?
¡Ay, que luzcan allí nuestros colores,
La trama sedosa de nuestros atardeceres,
Y suenen las cuerdas de insípidos laúdes!...
La muerte es mística madre de belleza,
En cuyo seno ardiente inventamos
A nuestras madres terrenales, despiertas, esperando.

VII. Ágil y turbulento, un círculo de hombres
Cantará entre la orgía de una mañana de verano
Su borrascosa devoción al sol,
No como un dios, sino como podría ser un dios,
Desnudo entre ellos, como fuente salvaje.
Su canto habrá de ser canto de paraíso,
Salido de su sangre, de regreso al cielo;
y entrarán en su canto con cada una de las voces
El lago ventoso donde goza el señor,
Árboles como serafines y colinas con ecos
Que reverberan en coro hasta mucho después.
Ellos conocerán la amistad celestial
De los hombres que mueren y de la mañana de estío.
y el rocío sobre sus pies será el que muestre
De dónde vienen y hacia dónde van.

VIII. Ella escucha, sobre ese agua sin sonido,
Cómo grita una voz: "La tumba en Palestina
No es Pórtico de espíritus que se demoren.
Es tumba de Jesús, donde yació".
Vivimos en el viejo caos del sol,
O en la vieja dependencia del día y de la noche,
O en soledad de isla, libres y sin tutela
De esas anchas aguas de las que no podemos escapar.
Los ciervos recorren nuestros montes y la codorniz
Silba en torno a nosotros sus espontáneos gritos;
Dulces bayas maduran en el páramo,
Y en el cielo aislado, cuando cae la tarde,
Casuales bandadas de palomas describen
Equívocas ondulaciones, al hundirse en la sombra
Con las alas abiertas.





Homunculus et la Belle Etoile. 


En el mar de Vizcaya se adorna
la joven esmeralda, estrella de la tarde,
buena luz para los ebrios, las viudas, los poetas
y las damas próximas a casarse.
Por esta luz los peces salobres
se arquean en el mar como ramas de árboles,
mezclando muchos rumbos
hacia arriba, hacia abajo.
Qué plácida resulta una existencia
en la que esta esmeralda encanta a los filósofos,
hasta que negligentemente se inclinan
a bañar sus corazones en una luna tardía.
Sabiendo que pueden traer de vuelta el pensamiento
en la noche que ha de ser aún silenciosa,
reflejando esto o aquello,
antes del sueño.
Aun mejor será si, como escolares,
ellos piensan fuertemente en los puños oscuros
de capas voluminosas,
y se afeitan el cuerpo y la cabeza.
Puede bien ser que sus amantes
no sean flacos fantasmas huidizos.
Pueden después de todo ser frívolas,
fecundas,
exuberantemente bellas, ansiosas,
desde cuyo estar bajo las estrellas, en la margen del mar,
el íntimo bien de sus búsquedas
se vuelque en las más simples frases.
Es una buena luz, entonces,
para aquellos que conocen el Platón último,
tranquilizando con esta joya
los tormentos de la confusión.





En el elemento de antagonismos.


Si es un mundo sin genios, está bien
Ideado. Aquí, entonces,

Nos preguntamos qué significa más, todos los genios
O un hombre que, para nosotros, sea más grande que ellos,

Montado en su caballo de oro, como una bestia evocada,
Milagrosa, con su penacho y su relincho?

Los pájaros gorjean pandemoniums en torno
A la idea del chevaliers de los c;hevaliers,

El bien-compuesto en su bruñida soledad,
La torre, el acento antiguo, la dimensión glacial.

Y, ¡ay! el poderoso coturno del viento del norte
Parece caer en un excesivo corredor.





El poema de la mente en el acto de hallar...


El poema de la mente en el acto de hallar
Lo que habrá de bastarle. No siempre hubo de hallar:
La escena era precisa: repetía
Lo que había en el guión.
Entonces el teatro
Cambiaba en algo más. Y su pasado era un recuerdo.

Ha de vivir. Saber el habla del lugar.
Ha de encarar a los hombres del tiempo,
Hallar a las mujeres del tiempo; pensar acerca de la guerra
Y hallar lo que habrá de bastarle. He de
Edificar un escenario nuevo, estar sobre el escenario
Y, tal actor insaciable, lentamente y con
Meditación decir palabras que en el oído
En el más delicado oído de la mente, repitan
Exactamente lo que quiere oír, en cuyo
Sonido, un invisible auditorio escucha
No la pieza, sino a sí mismo, expresada en una
Emoción como de dos personas, como de
Dos emociones convirtiéndose en una. El acto r es
Un autor metafísico en lo oscuro, tañendo
Un instrumento, tañendo tensas cuerdas que producen
Sonidos que atraviesan súbita equidad, que contienen
En su totalidad la mente, debajo de la cual no puede
Descender, fuera de la que no habrá de subir. Debe
Ser el encuentro de una satisfacción, y
Quizá de un hombre patinando, una mujer que baila, una
Mujer peinándose. El poema del acto de la mente.





El comienzo.


Así llega al fin el verano hasta estas pocas manchas
Y al óxido y la podredumbre de la puerta por donde ella se fue.

La casa está vacía. Pero es aquí donde ella se sentaba
Para peinar su cabello húmedo de rocío, una luz intangible,

Perpleja por sus más oscuras iridiscencias.
Éste era el espejo donde solía mirar

Al ser momentáneo, sin historia,
La identidad del verano perfectamente percibido,

Y sentir su alegría campestre y sonreír
Yser sorprendida y temblar, mano y labio.

Ésta es la silla de la que recogía
Su vestido, el más esmerado y favorecedor de los tejidos

Al que un tejedor cosió doce campanas ...
El vestido yace, abandonado, sobre el suelo.

Ahora, los primeros tuteadores de tragedia,
Para empezar, hablan con suavidad en los aleros.





Trece maneras de mirar un mirlo.


1
Entre veinte cerros nevados
lo único que se movía
era el ojo de un mirlo.

2
Yo era de tres pareceres,
como un árbol
en el que hay tres mirlos.

3
En el viento de otoño giraba el mirlo.
Tenía un papel muy breve en la pantomima.

4
Un hombre y una mujer
son uno.
Un hombre y una mujer y un mirlo
son uno.

5
Yo no sé si prefiero
la belleza de las inflexiones
o la belleza de las insinuaciones,
si el nido silbando
o después.

6
El hielo cubría el ventanal
de cristales bárbaros.
La sombra del mirlo
lo cruzaba de un lado a otro.
La fantasía
trazaba en la sombra
una causa indescifrable.

7
Oh, delgados hombres de Haddam,
¿por qué imagináis pájaros dorados?
¿No veis cómo el mirlo
anda entre los pies
de las mujeres que os rodean?

8
Conozco nobles acentos
e inevitables ritmos lúcidos;
pero también conozco
que el mirlo anda complicado
en lo que conozco.

9
Cuando el mirlo se perdió de vista
señaló el límite
de un círculo entre otros muchos.

10
Al ver mirlos
volar en la luz verde,
hasta los charlatanes de la eufonía
gritarían agudamente.

11
Viajaba por Connecticut
en un coche de cristal.
Una vez le entró el miedo,
por haber confundido
la sombra de su equipaje
con mirlos.

12
El río se mueve.
Estará volando el mirlo.

13
Toda la tarde fue de noche.
Nevaba,
iba a seguir nevando.
El mirlo se detuvo
en la rama del cedro.





De "Las aurora de otoño" (1950) 


I

Aquí es donde vive la serpiente, la sin cuerpo.
Su cabeza es aire. En cada cielo, por la noche,
Debajo de su cola se abren ojos que nos miran.

¿O esto es otro culebrear fuera del huevo,
Otra imagen al final de la caverna,
Otra sin cuerpo para la vieja piel?

Aquí es donde vive la serpiente. Éste es su nido,
Estos campos, estas colinas, estas teñidas distancias,
y los pinos encima, ya lo largo y al costado del mar.

Esto es forma engullendo lo informe,
Piel relampagueando hacia desapariciones anheladas,
Y el cuerpo de la serpiente relampagueando sin piel.

Ésta es la altura emergiendo y su base
Estas luces pueden finalmente alcanzar un polo
En la semi cerrada medianoche y encontrar la serpiente allí,

En otro nido, el amo del laberinto
De cuerpo y aire e imágenes y formas,
Inexorablemente en posesión de la felicidad.

Éste es su veneno: que hemos de desconfiar
Incluso de esto. Sus meditaciones en los helechos,
Cuando se movía tan apenas para estar segura del sol,

Nos hizo no menos seguros. Vimos en su cabeza,
Anillada de negro sobre la roca, el animal moteado,
La hierba móvil, el Indio en su claro del bosque.



II

Adiós a una idea... Una cabaña en pie,
Abandonada, sobre una playa. Es blanca,
Como de Costumbre o de acuerdo con

Un tema ancestral o como consecuencia
De un rumbo infinito. Las flores contra el muro
Son blancas, están mustias, una especie de marca

Recordando, intentando recordar una blancura
Que era diferente, otra cosa, el año pasado
O antes, no la blancura de una tarde al envejecer,

No sé si más fresca o más apagada, si de nube de invierno
O de cielo invernal, de un horizonte a otro.
El viento arrastra la arena por el suelo.

Aquí, ser visible es ser blanco,
Es tener la solidez del blanco, la realización
De un extremista en un ejercicio...

Cambia la estación. Un viento frío congela la playa.
Sus largas líneas se hacen más largas, y vacías,
Una oscuridad se acumula aunque no cae

Y la blancura crece menos vívida en el muro.
El hombre que camina se vuelve sobre la arena con estupor.
Observa cómo el norte siempre engrandece el cambio,

Con sus brillos helados, sus curvas rojiazules
Y ráfagas de grandes ascuas, su verde polar,
El color del hielo, del fuego y de la soledad.



IV

Adiós a una idea. ..Las cancelaciones, las negaciones
Nunca son definitivas. El padre está sentado en el espacio,
Dondequiera que sea, con aspecto no amable,

Como alguien que es fuerte en los arbustos de sus ojos.
Dice no al no y sí al sí. Dice sí
Al no; y al decir sí dice adiós.

Mide las velocidades del cambio.
Salta de cielo en cielo más rápidamente
Que los ángeles malos del cielo al infierno en llamas.

Pero ahora está sentado en un tranquilo y verde día.
Asume las grandes velocidades del espacio y las agita
De nube a cielo despejado, de cielo sin nubes a un claro glacial

En vuelos de oído y ojo, el ojo más alto
Y el más bajo oído, el profundo oído que discierne,
Al atardecer, cosas que lo asisten hasta que oye

Sus propios preludios sobrenaturales
En el momento en que el ojo angélico define
A sus actores, acercándose unidos, con sus máscaras.

Señor Oh señor sentado junto al fuego
Y aun así en el espacio, inmóvil y aun así
Origen siempre resplandeciente del movimiento,

Profundo, y aun así el rey y la corona,
Mira el trono presente. ¿Qué compañía, enmascarada,
Puede hacerle de coro con el viento desnudo?



VII

¿Existe una imaginación que entronizada reúna
Tan inexorable como benevolente, lo justo
Y lo injusto, que en medio del verano se detenga

Para imaginar el invierno? Cuando las hojas mueren,
¿Se asienta en el norte y se envuelve a sí misma,
Con la agilidad de una cabra, cristalizada y luminosa,

En la más alta noche? ¿Yesos cielos la adornan
Y la proclaman, la blanca creadora de negro, propulsada
Por extinciones, tal vez incluso de planetas,

Incluso de tierra, de mirada, en la nieve,
Excepto cuando es necesario a modo de majestad,
En el firmamento, como cábala de coronas y diamantes?

Salta a través nuestro, a través de todos nuestros cielos,
Extinguiendo nuestros planetas, uno a uno,
Dejando, de donde estábamos y mirábamos, de donde

Nos conocíamos unos a otros y pensábamos de cada uno,
Un residuo tembloroso, congelado y concluso,
Salvo esa corona y esta cábala mística.

Pero no se atreve a saltar por azar en su propia oscuridad.
Debe cambiar de destino a frágil capricho.
Y así, su impulsada tragedia, su estela

Y su forma y su fúnebre hacerse se mueven para hallar
Lo que deba o, al menos, pueda deshacerla,
Digamos, una ligera comunicación bajo la luna.



VIII

Siempre puede haber un tiempo de inocencia.
Nunca existe un lugar. O si no existe un tiempo,
Si no es cosa de tiempo, ni de espacio,

Existiendo, a solas, en su idea,
En el sentido contra la calamidad, no es por ello
Menos real. Para el filósofo más frío y más anciano

Hay o debe de haber un tiempo de inocencia
Como puro principio. Su naturaleza es su fin,
Que debería ser y no ser a un tiempo, una cosa

Que estimula la piedad de un hombre piadoso,
Como un libro al atardecer, hermoso pero falso.
Como un libro al alba, hermoso y verdadero.

Es como una cosa de éter que existe
Casi como predicado. Pero existe,
Existe, y es visible, existe, es.

Así, entonces, estas luces, no son un hechizo de luz,
Un refrán caído de una nube, sino inocencia.
Inocencia de la tierra y no un signo falso

O un símbolo de malicia. Que participamos
De eso mismo, yacemos como niños en esta santidad,
Como si, despiertos, yaciésemos en la quietud del sueño,

Como si la madre inocente cantase en la oscuridad
De la habitación y en un acordeón ¡ apenas oído,
Crease el tiempo y el espacio en el que respirábamos...



X

Gente infeliz en un mundo feliz-
Lee, rabino, las fases de esta diferencia.
Gente infeliz en un mundo infeliz-

Hay aquí demasiados espejos para la desdicha.
Gente feliz en un mundo infeliz-
No puede ser. No hay nada allí que lubrifique

La lengua expresiva, el colmillo descubridor.
Gente feliz en un mundo feliz-
¡Buffo! Una bar, una ópera, un baile.

Volver adonde estábamos al comienzo:
Gente infeliz en un mundo feliz.
Ahora, solemnizar las sílabas reservadas.

Leer a la congregación, para hoy
Y para mañana, esta extrema necesidad,
Este artilugio del espectro de las esferas,

Tramando un equilibrio para inventar un todo,
El genio vital que nunca flaquea,
Cumpliendo con sus meditaciones, grandes y pequeñas.

En éstas, infelices, él medita una totalidad,
El pleno de fortuna y el pleno de destino,
Como si viviera todas las vidas que pudiese conocer,

En el pasaje de la bruja, no el paraíso silencioso,
Para una disputa de viento y tiempo, junto a esas luces
Como una llamarada de paja estival, en el cenit del invierno.





El poema que ocupó el lugar de una montaña.


Allí estaba, palabra tras palabra,
El poema que ocupó el lugar de una montaña.

Él aspiraba de su oxígeno,
Incluso cuando el libro yacía del revés sobre el polvo, en su mesa.

Le trajo a la memoria cómo necesitó
De algún lugar para seguir su rumbo,

Cómo llegó a recomponer los pinos,
A trasladar las rocas, abrir camino entre las nubes,

Para una perspectiva que sería perfecta,
Donde él se consumase en una inexplicable consunción:

La exacta roca en donde sus inexactitudes
Descubriesen, al fin, el panorama hacia el que había tendido,

Donde pudiese yacer y, contemplando el mar,
Reconocer su hogar, único y solitario.