jueves, 15 de agosto de 2024

El Rey Peste. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Los dioses sufren y autorizan muy bien entre los reyes
cosas que les horrorizan en los caminos de la canalla.
Ferrex y Parrex, Buckhurst.

Alrededor de la medianoche, durante una noche del mes de octubre, bajo el reinado caballeresco de Eduardo III, dos marineros pertenecientes a la tripulación del Free-and-Easy, goleta de comercio que hacía el servicio entre l'Ecluse (Bélgica) y el Támesis, y que a la sazón estaba al ancla en este río, fueron muy maravillados al encontrarse sentados en la sala de una taberna de la parroquia dc San Andrés, en Londres, taberna en cuya enseña lucía el nombre del Alegre lobo de mar.

La sala, aunque mal construida, ennegrecida por el humo, baja de techo, y semejante por otra parte a todos los chamizos de aquella época, era sin embargo, en opinión de grotescos grupos de bebedores diseminados aquí y allá, lo suficientemente bien apropiada para el cometido al cual estaba destinada. De entre aquellos grupos, nuestros dos marineros formaban, creo, el más interesante e incluso el más notable. Aquel que parecía ser el de más edad, y al que su compañero llamaba con el característico nombre de Legs7, era también y con mucho el más alto de los dos. Podía muy bien tener seis pies y medio y la inclinación habitual de sus hombros parecía la consecuencia obligada de una estatura tan prodigiosa. Su exceso en altura era sin embargo compensado por unas deficiencias en otros aspectos. Era excesivamente flaco y hubiera podido, tal como afirmaban sus camaradas, cuando estaba borracho, sustituir a la driza de la cabeza del mástil, y, cuando estaba sobrio, al cuchillo del foque. Pero evidentemente estas bromas y otras análogas no habían nunca producido efecto alguno sobre los músculos tensos del lobo de mar. Con sus pómulos salientes, su gran nariz de halcón, su mentón huidizo, su mandíbula inferior deprimida y sus enormes ojos protuberantes, la expresión de su fisonomía, aunque teñida de una especie de indiferencia obstinada hacia todas las cosas, no era sin embargo menos solemne y seria y se situaba más allá de toda imitación y de toda descripción.

El marinero más joven era, en toda su apariencia, extranjero, y, al revés y a la recíproca de su compañero. Un par de piernas arqueadas y gordezuelas soportaban su persona pesada y abombada, y sus brazos singularmente cortos y gruesos, terminados por unos puños más que ordinarios, pendían y se balanceaban a sus costados como los alerones de una tortuga de mar. Unos ojos pequeños, de un color impreciso, centelleaban, profundamente hundidos, en su cabeza. Su nariz estaba metida dentro de la masa de carne que rodeaba su cara redonda, llena y empurpurada, y su grueso labio superior se reposaba complacientemente sobre el inferior, todavía más grueso, con aire de satisfacción personal aumentado por la costumbre que tenía el propietario de dichos labios de ir lamiéndoselos de rato en rato. Contemplaba evidentemente a su compañero de a bordo con un sentimiento mitad de admiración, mitad de burla, y, a veces, cuando lo contemplaba de cara, tenía el aspecto de un sol empurpurado contemplado, antes de ponerse, en la cima de las rocas de Ben-Nevis.

Mientras, las peregrinaciones de la digna pareja por las distintas tabernas de la vecindad durante las primeras horas de la noche habían sido variadas y habían estado llenas de acontecimientos. Pero los fondos, incluso los más vastos, no son eternos y era ya con los bolsillos vacíos que nuestros dos amigos se habían aventurado dentro de la taberna en cuestión.

En el momento preciso en que comienza esta historia, Legs y su compañero Hugh Tarpaulin estaban sentados, cada cual con los codos apoyados en la amplia mesa de roble, en mitad de la sala, con las mejillas entre las manos. Al amparo de un gran botellón de humming-stuff no pagado, miraban de reojo las palabras siniestras: No hay tiza —que no sin asombro ni indignación por parte de ambos aparecían escritas sobre la puerta con caracteres de tiza— esa imprudente tiza que osaba declararse ausente. Y no es que la facultad de descifrar los caracteres escritos —facultad considerada entre la gente llana de aquellos tiempos como un poco menos cabalística que el arte de trazarlos — hubiese podido, en estricta justicia, ser imputada a los dos discípulos del mar. Pero había, por decir la verdad, un cierto retorcimiento en el aire de las letras —y en el conjunto mismo de ellas no sé qué indescriptible aspecto— que presagiaba, en la opinión de los dos marinos, una condenada sacudida y un tiempo muy feo, y que les decidieron de golpe, siguiendo el lenguaje metafórico de Legs, a cuidar de las bombas de achique, a ceñir todo el trapo y a huir delante del viento. En consecuencia, habiendo consumido lo que en la botella quedaba de cerveza, sólidamente agarrados a sus cortos justillos, finalmente tomaron impulso y se lanzaron hacía la calle. Tarpaulin, es verdad, entró dos veces en la chimenea, al tomarla por la puerta, pero al fin su fuga se efectuó felizmente y, una media hora después de la medianoche, nuestros dos héroes habían equilibrado su paso y caminaban formando eses bien precisas a lo largo de una callejuela oscura en dirección a la escalera de San Andrés, ardientemente perseguidos por la tabernera del Alegre lobo de mar.

Muchos años antes de que transcurriera esta historia, lo mismo que muchos años después de que hubiera transcurrido, toda Inglaterra, pero más particularmente la metrópoli, vibraba periódicamente al grito siniestro de ¡La Peste!. La City estaba en gran parte despoblada y, en aquellos horribles barrios vecinos al Támesis, entre aquellas callejuelas y negros pasajes, estrechos e inmundos, que el Demonio de la Peste había elegido, se suponía entonces, como lugar de su natalicio, no se podía sino encontrar, pavoneándose, más que al Espanto, al Terror y a la Superstición.

Por orden del Rey, aquellos barrios estaban condenados, prohibida a toda persona, bajo pena de muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Sin embargo, ni el decreto del monarca ni las enormes barreras alzadas a la entrada de las calles, ni tampoco la perspectiva de aquella repugnante muerte, que, casi seguro, engullía al miserable al que ningún peligro podía apartar de la aventura, no impedía que las habitaciones desamuebladas y deshabitadas fueran despojadas por la mano de una rapiña nocturna, del hierro, del cobre, de los plomos, en fin de todo artículo que pudiera convertirse en objeto de un lucro cualquiera.

Se pudo particularmente constatar, a cada invierno, a la apertura anual de las barreras, que las cerraduras, los cerrojos y las cavas secretas no habían protegido más que mediocremente aquellas amplias provisiones de vinos y licores que, vistos los riesgos, varios de los comerciantes que tenían tienda en la vecindad, se habían resignado, durante el período de exilio, a confiar a garantía tan insuficiente.

Pero, entre el pueblo aterrorizado, muy pocas gentes atribuían aquellos hechos a la acción de manos humanas. Los Espíritus y los Goblins de la peste, los Demonios de la fiebre, tales eran para las clases populares los verdaderos autores de la desgracia. Y se contaban sin cesar unos cuentos para helar la sangre en las venas que, a la larga, toda aquella masa de edificios condenados fue rodeada del terror como por un sudario. Y hasta el mismo ladrón, a menudo espantado por el horror supersticioso que sus propias depreciaciones había creado, dejaba el amplio circuito del barrio maldito, lo abandonaba a las tinieblas, al silencio, a la peste y a la muerte.

Fue a través de una de esas temibles barreras de las que he hablado, y las cuales indicaban que la región situada más allá estaba condenada, por donde Legs y el digno Hugh Tarpaulin, que desembocaron frente a ella saliendo de una calleja, donde su carrera quedó repentinamente interrumpida. No era cuestión de volver sobre sus pasos y tampoco había tiempo que perder, pues aquellos que les daban caza les iban pisando los talones. Para dos marineros de pura sangre, trepar por el basto andamiaje no era más que un juego y, exasperados por la doble excitación de la carrera y de los licores, saltaron resueltamente al otro lado y, luego, reemprendieron su ebria carrera con gritos y aullidos, se perdieron pronto en aquellas profundidades complicadas y malsanas.

Si no hubiesen estado borrachos hasta el punto de haber perdido su sentido moral, sus pasos vacilantes habrían sido paralizados por los horrores de su situación. El aire era frío y brumoso. Entre el césped alto y vigoroso que les subía basta los tobillos, los adoquines sueltos yacían en un espantoso desorden. Casas enteras derruidas taponaban las calles. Las miasmas más fétidas y deletéreas reinaban por todas partes y, gracias a aquella pálida luz que, incluso a medianoche, emana siempre de una atmósfera vaporosa y pestilencial, se habría podido distinguir, yaciendo en las aceras y en las calles, pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, la carroña de diversos ladrones nocturnos detenida por la mano de la peste en la perpetración de su fechoría.

Pero no sería el poder de las imágenes, de las sensaciones y los obstáculos de cualquier naturaleza, las que detendrían la carrera de aquellos dos hombres que, naturalmente bravos, y sobre todo aquella noche, llenos hasta los bordes de coraje y de humming-stuff, se habrían intrépidamente arrojado, todo lo derecho que su estado les hubiera permitido, en las mismas fauces de la Muerte. Adelante, adelante iba siempre el siniestro Legs, resonaban los ecos de ese desierto solemne de gritos semejantes al terrible aullido de guerra de los indios; y con él, siempre a su lado, trotaba el barrigudo Tarpaulin, agarrado al justillo de su camarada, más ágil, y sobrepasando incluso a este último en sus valerosos esfuerzos vocales mediante mugidos de bajo extraídos de las profundidades de sus pulmones estentóreos.

Evidentemente habían alcanzado la plaza fuerte de la peste. A cada paso o a cada caída, su carrera se hacía más horrible y más infecta, los caminos más estrechos y más embrollados. Grandes piedras y vigas caían de cuando en cuando de los tejados descalabrados y daban testimonio, mediante sus caídas pesadas y funestas, de la prodigiosa altura de las casas circundantes. Y, cuando les era menester hacer un esfuerzo enérgico para abrirse paso entre los frecuentes montones de escombros, no era raro que sus manos cayeran sobre un esqueleto o se metieran entre un amasijo de carnes descompuestas.

De golpe, los dos marineros tropezaron contra un amplio edificio de siniestra apariencia. Un grito más agudo que de costumbre surgió del gaznate del exasperado Legs y fue respondido desde el interior por una explosión rápida, sucesiva, de gritos salvajes, demoníacos, casi unos estallidos de risa. Sin asustarse de aquellos sonidos que, por su naturaleza, en semejante lugar, en un momento así, hubieran solidificado la sangre en pechos menos irreparablemente incendiados, nuestros dos borrachos se lanzaron con la cabeza gacha contra la puerta, la derribaron, y se abatieron en mitad del suelo con una oleada de imprecaciones.

La sala en la cual cayeron resultó ser el almacén de un empresario de pompas fúnebres. Pero una trampilla, abierta en un rincón del suelo, cerca de la puerta, daba a una letanía de cavas cuyas profundidades, como lo proclamó un tintineo de botellas que se rompían, estaban bien surtidas de su habitual contenido. En medio de la sala, había una mesa puesta —y en medio de la mesa, por lo que parecía, un gigantesco bol lleno de punch—, con botellas de vinos y licores compitiendo con potes, jarras y frascos de toda forma y de toda especie, todo desparramado en profusión sobre la mesa. Y alrededor de ella, sobre caballetes fúnebres, se sentaba una sociedad de seis personas. Voy a intentar describirlas una a una.

Frente a la puerta de entrada, y un poco más arriba que sus compañeros, estaba sentado un personaje el cual parecía presidir la fiesta. Era un ser descarnado, de gran talla, y Legs se quedó estupefacto al encontrarse frente a alguien más flaco que él. Su cara era tan amarilla como el azafrán, pero ninguno de sus rasgos, a excepción de uno solo, no era lo suficientemente notable como para merecer una descripción particular.

Ese rasgo único consistía en una frente tan anormalmente y tan feamente alta que se hubiese dicho era un bonete o una corona de carne superpuesta a su cabeza natural. Su boca rechinante estaba plegada por una expresión de espectral afabilidad, y sus ojos, como los ojos de cualquier persona sentada a la mesa, brillaban con ese singular barniz que procura los humos de la embriaguez. Este caballero estaba vestido de pies a cabeza con un manto de terciopelo de seda negra, ricamente bordado, que flotaba negligentemente al rededor de su talle a la manera de una capa española. Su cabeza estaba abundantemente erizada de esas plumas con las que adornan los carruajes funerarios y que él balanceaba de un lado al otro con un aire de consumada afectación; en su mano derecha sostenía un gran fémur humano, con el cual acababa de golpear, por lo que parecía, a uno de los miembros de la asamblea para pedirle una canción.

Frente a él, con la espalda vuelta hacia la puerta, había una dama cuya extraordinaria fisonomía no le cedía en nada. Aunque tan alta como el personaje que acabamos de describir, la dama no tenía derecho alguno a quejarse de una delgadez anormal ya que, evidentemente, estaba en el último período de la hidropesía y por su aspecto se parecía mucho a la enorme barrica de cerveza de Octubre que se alzaba, desfondada por arriba, justo a su lado, en un rincón de la cámara. Su cara era singularmente redonda, roja y llena, y, la misma particularidad, o más bien la ausencia de particularidad que ya he mencionado en el caso del presidente, marcaba su fisonomía, es decir, que un solo rasgo de su cara merecía una caracterización especial. El hecho es que el clarividente Tarpaulin vio en seguida que la misma observación podía aplicarse a todas las personas allí reunidas; cada cual parecía haber acaparado para él solo un pedazo de fisonomía. En la dama en cuestión, ese pedazo era la boca. Una boca que comenzaba en la oreja derecha y que corría hasta la oreja izquierda dibujando un abismo terrorífico de forma que sus muy cortos colgantes de oreja se hundían a cada instante en la sima. Sin embargo, la dama se veía que desplegaba todos sus esfuerzos para conservar la boca cerrada y darse un aire de dignidad. Su atuendo consistía en un sudario recién almidonado y planchado, con un cuellecito plisado en muselina de batista.

A su derecha estaba sentada una dama joven y minúscula a la cual la obesa parecía patrocinar. Esta delicada y pequeña criatura dejaba ver en el temblor de sus dedos corroídos, en el tono lívido de sus labios y en la ligera mancha héctica que sombreaba su tez, por otra parte ya plúmbea, manifestaba los síntomas evidentes de una tisis desenfrenada. Un aire de alta distinción, sin embargo, se extendía por toda su persona; llevaba de manera graciosa y del todo desenvuelta una amplia y hermosa mortaja del más fino lino de las Indias. Sus cabellos caían en bucles sobre su cuello. Una dulce sonrisa lucía en su boca. Pero su nariz, extremadamente larga, delgada, sinuosa, flexible y purulenta, colgaba demasiado más abajo que su labio inferior. Y esta trompa, pese a la forma delicada con la que ella la desplazaba de vez en cuando, moviéndola de derecha a izquierda con su lengua, daba a su fisonomía una expresión un tanto equívoca.

Al otro lado, a la izquierda de la dama hidrópica, estaba sentado un hombre viejo y bajito, hinchado, asmático y gotoso. Sus mejillas reposaban sobre sus hombros como dos enormes botas de vino de Oporto. Con sus brazos cruzados y una de sus piernas envuelta en vendajes y reposando sobre la mesa, parecía mirarse a sí mismo como si tuviera derecho a alguna consideración. Extraía evidentemente mucho orgullo de cada pulgada de su envoltura personal, pero experimentaba un placer más especial todavía al atraer las miradas por su color tan vistoso. Cierto es que sobre todo ese vestido no debía haberle costado mucho dinero y que era de una naturaleza tal que le caía bien, pues no era sino una de esas fundas de seda curiosamente bordadas que en Inglaterra, y en otros lugares también, cuelgan en lugares bien visibles por encima de las casas de las grandes familias ausentes.

A su lado, a la derecha del presidente, se sentaba un caballero con grandes medias blancas y un calzón de algodón. Todo su ser se sacudía de una forma risible por culpa de un tic nervioso que Tarpaulin denominaba las angustias de la embriaguez. Sus mandíbulas, recién afeitadas, estaban estrechamente apretadas con un vendaje de muselina y sus brazos, ligados de la misma forma por las muñecas, no le permitían servirse libremente de los licores que había en la mesa, una precaución necesaria, en opinión de Legs, dado el carácter embrutecido de su cara de biberón. Sin embargo, un par de orejas prodigiosas, que sin duda era imposible disimular, surgían en el espacio y, de vez en cuando, se las veía como sacudidas por un espasmo al son de cada tapón que se hacía saltar de las botellas.

El sexto y último, sentado frente al biberón, tenía un aire singularmente tieso y, estando afectado de parálisis, hablando seriamente, debería sentirse muy poco a gusto dentro de su incómoda vestimenta. Estaba ataviado (atavío quizás único en su género) con un hermoso ataúd de caoba completamente nuevo. La parte alta se abría como una tapa y caía sobre su cabeza como un capuchón; dándole a toda la cara una fisonomía de indescriptible interés. Unas bocamangas aparecían practicadas a ambos costados, tanto por comodidad como por elegancia. Pero este atavío sin embargo impedía al desdichado cualquier movimiento y le obligaba a mantenerse quieto en su sitio, lo mismo que a sus compañeros, y, como quiera que estaba apoyado contra su catafalco e inclinado según un ángulo de cuarenta y cinco grados, sus dos grandes ojos a flor de cabeza giraban y asaeteaban hacia el techo sus terribles globos blancuzcos, como en un absoluto asombro de su propia enormidad.

Delante de cada convidado estaba puesto medio cráneo, del cual se servía a guisa de copa. Por encima de sus cabezas pendía un esqueleto humano, por medio de una cuerda atada a una de sus piernas y fijada a una argolla del techo. La otra pierna, que no estaba sujeta, surgía del cuerpo en ángulo recto, haciendo danzar y piruetear a toda la carcasa temblorosa cada vez que un soplo de viento se abría paso en la sala. El cráneo de la espantosa cosa colgante contenía una cantidad de carbón encendido que arrojaba sobre toda la escena un resplandor vacilante pero vivo, iluminando los féretros y todo el material del empresario de pompas fúnebres que aparecía apilado a gran altura en la habitación, contra las ventanas, impidiendo que ningún rayo de luz pudiese escapar a la calle.

A la vista de esta extraordinaria asamblea y su decorado todavía más extraordinario, nuestros dos marinos no se condujeron con todo el decoro que hubiera cabido esperar de ambos. Legs, apoyándose contra el muro cerca del que se encontraba, dejó caer su mandíbula inferior aún más bajo de lo que acostumbraba y desplegó sus grandes ojos sobre el panorama que a ellos se ofrecía; mientras, Hugh Tarpaulin, se agachaba un poco para poner su nariz al nivel de la mesa y, poniéndose las manos sobre las rodillas, estalló en una risa inmoderada e intempestiva, es decir, en un largo, ruidoso y ensordecedor rugido.

Mientras, sin ultrajarse ante una conducta tan prodigiosamente grosera, el gran presidente sonrió muy graciosamente a nuestros intrusos —les hizo con su cabeza de plumas negras una seña llena de dignidad— y, levantándose, tomó a cada uno de ellos por el brazo y los condujo hacia un asiento que las otras personas de la compañía acababan de prepararles. Legs no ofreció la menor resistencia y se sentó donde le indicaban mientras que el galante Hugh, apartando el caballete de un lado de la mesa, fue a instalarse al lado de la damisela tísica, con gran alegría, y sirviéndose un cráneo de vino tinto se lo tragó en honor de una más íntima relación. Pero, ante esta presunción, el rígido gentleman del ataúd pareció singularmente exasperado, y la cosa hubiese podido dar lugar a las más serias consecuencias si el presidente no hubiese, en aquel momento, picado sobre la mesa con su cetro para atraer la atención de todos los asistentes al discurso siguiente:

—La feliz ocasión que se nos ofrece nos impone el deber de...
—¡Quieto ahí! —le interrumpió Legs con aire de gran seriedad—, quieto ahí un poco, te digo, y dinos primero quién eres y qué hacéis aquí, vestidos como feos demonios y zampándoos el retuercetripas de nuestro honesto camarada Will Wimble el enterrador y todas sus provisiones que tenía guardadas para el invierno.

Ante esta imperdonable muestra de mala educación, toda la extraña sociedad se incorporó a medias sobre sus pies y profirió un montón de gritos diabólicos, parecidos a aquellos primeros que habían atraído la atención de los dos marineros. El presidente, no obstante, fue el primero en recuperar su sangre fría y, finalmente, volviéndose hacia Legs, con gran dignidad, reemprendió su discurso:

—Será con perfecta aquiescencia que satisfaremos una curiosidad razonable por parte de unos huéspedes tan ilustres, pese a que ellos no hayan sido invitados. Sabed pues que yo soy el monarca de este imperio y que reino —aquí sin menoscabo alguno con este título: el Rey Peste I.

Esta sala que ustedes suponen muy injuriosamente ser la tienda de Will Wimble, el empresario de pompas fúnebres, un hombre al que no conocemos, y cuya apelación plebeya no había oído jamás, antes de esta noche, despellejado nuestras reales orejas, esta sala, digo, es la Sala del Trono de nuestro Palacio, consagrada a los consejos de nuestro reino y a otros destinos de un orden sacro y superior.

La noble dama sentada frente a Nos es la Reina Peste, nuestra Serénísima Esposa. Los otros personajes ilustres que ustedes contemplan son nuestra familia y llevan la marca del origen real en sus nombres respectivos: Su Gracia el Archiduque Pest-Ífero, Su Gracia el Duque Pest-Ilencial, Su Gracia el Duque Tem-Pestuoso y Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Ana-Peste.

En lo que respecta —siguió— a vuestra pregunta, relativa a los asuntos que nos traíamos aquí en consejo, nos sería ocioso responder que tales asuntos conciernen a nuestro interés real y privado y, así pues concerniéndonos a nosotros mismos, no tienen en absoluto importancia si no es para nosotros. Pero, en consideración al trato que ustedes podrían reivindicar en su calidad de huéspedes y de extranjeros, no desdeñaremos decirles que estamos aquí esta noche —preparados por profundas búsquedas y cuidadosas investigaciones— para examinar, analizar y determinar perentoriamente el espíritu indefinible, las incomprensibles cualidades y la naturaleza de estos inestimables tesoros de la boca, vinos, cervezas y licores de esta excelente metrópoli, para, al hacerlo así, no solamente alcanzar nuestro objeto sino también para aumentar la verdadera prosperidad de este soberano que no es de este mundo, que reina sobre todos nosotros, cuyos dominios no tienen limites, y cuyo nombre es: ¡la Muerte!.

—¡Cuyo nombre es Davy Jones! —exclamó Tarpaulin sirviendo a la dama sentada a su lado un cráneo lleno de licor y sirviéndose otro para él.
—¡Profano granuja! —dijo el presidente volviendo su atención hacia el digno Hugh —, ¡profano y execrable guasón! Nos, hemos dicho que en razón de esos derechos que en absoluto nos sentimos inclinados a violar, incluso en tu sucia persona, Nos condescendemos a responder a tus groseras e intempestivas preguntas. Sin embargo, creemos que, vista vuestra profana intrusión en nuestro consejo, es nuestro deber condenaros, a ti y a tu compañero, a cada uno un galón de black-strap —que beberéis a la prosperidad de nuestro reino—, de un solo trago, y de rodillas, tras lo cual seréis libres, el uno y el otro, de seguir vuestro camino o de quedaros con nosotros y compartir los privilegios de nuestra mesa, según vuestro gusto personal y respectivo.
—Tal cosa sería de la más absoluta imposibilidad —replicó Legs, a quien los grandes aires y la dignidad del rey Peste I habían sin duda inspirado algunos sentimientos de respeto, y que se había levantado y apoyado contra la mesa mientras el monarca hablaba—, pues, si le plugo a Su Majestad, no veo cómo sería posible meter en mi cala ni la cuarta parte de ese licor del cual acaba de hablar Su Majestad. No voy a hablarle de todas las mercancías que desde esta mañana hemos cargado a nuestro bordo a modo de lastre, ni le mencionaré tampoco los diversos ales9 y licores que hemos embarcado esta noche en distintos puertos, pero si precisaré que, por el momento, tengo un fuerte cargamento de humming-stuff, tomado y debidamente pagado en la enseña dcl Alegre lobo de mar. Vuestra Majestad querrá pues ser lo bastante graciosa para tomar con buena voluntad este hecho, porque yo no quiero de forma alguna beber ni una gota más, y menos aún de una gota de esa sucia agua de sentina que responde al nombre de blackstrap.

—¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, tan asombrado por lo largo del speech de su camarada como por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! ¡Muy pronto habrás soltado el mango, Legs, te lo digo yo! Mi quilla todavía es ligera, mientras que la tuya, lo confieso, me parece un poco escorada. Y, en cuanto a tu parte de carga, pues muy bien, antes que quitarle un solo grano, yo ya encontraré lugar para ella a mi bordo, pero...
—Ese arreglo —le interrumpió el presidente— está en completo desacuerdo con los términos de la sentencia o condena, ya que su naturaleza es médica y por lo tanto inconmutable y sin apelación. Las condiciones que os hemos expuesto serán cumplidas al pie de la letra y sin un minuto de vacilación, pues de lo contrario Nos decretaremos que seáis atados juntos por el cuello y los talones, y debidamente ahogados como rebeldes en la barrica de cerveza de Octubre que veis allí.
—¡Qué sentencia! ¡Menuda sentencia! ¡Equitativa, juiciosa sentencia! ¡Un glorioso decreto! ¡Una muy digna, muy irreprochable y muy santa condena! —exclamaron a la vez todos los miembros de la familia Peste. El rey hizo plegar su frente en innumerables arrugas; el hombrecito gotoso resopló como un fuelle; la dama de la mortaja de lino hizo ondular su nariz a derecha e izquierda, el caballero del calzón convulsionó sus orejas; la dama del sudario abrió las fauces como un pez en la agonía; y el hombre del ataúd de caoba pareció todavía más tieso y rodó los ojos hacia el techo.
—¡Jo, jo! —tronó Tarpaulin ahogándose de risa y sin miramientos ante la agitación general—. ¡Jo, jo, jo! ¡Jo, jo! Yo decía, cuando el señor Rey Peste nos condenaba, que en cuanto a la cuestión de dos o tres galones más o menos de black-strap que esa bagatela no era nada para un buen y sólido barco como yo, incluso aunque estuviera bien cargado. Pero cuando se trata de beber a la salud del Diablo (¡al que Dios absuelva!) y ponerme de rodillas delante de la villana Majestad que tenemos ahí, lo que yo sé, tan bien como sé que soy un pecador, ¡es que no soy Tim Hurlygurly el follador! En cuanto al por qué no lo sea, es algo que sobrepasa los medios de mi inteligencia...

No le fue posible acabar tranquilamente su discurso, pues, al nombre de Tim Hurlygurly todos los convidados saltaron de sus asientos.

—¡Traición! —gritó Su Majestad el Rey Peste I.
—¡Traición! —gritó el pequeño hombre de la gota.
—¡Traición! —croó la Archiduquesa Ana Peste.
—¡Traición! —marmoteó el gentleman de las mandíbulas atadas.
—¡Traición! —gruñó el hombre del ataúd.
—¡Traición! ¡Traición a Su Majestad! —gritó la mujer de la enorme bocaza mientras cogía por la parte posterior de sus calzones al infortunado Tarpaulin, que en ese momento precisamente se estaba llenado de licor un cráneo, y lo levantaba vivamente en el aire y lo metía sin más ceremonia dentro del enorme barril desfondado y lleno de su cerveza favorita. Agitándose de aquí para allá durante unos segundos, como una manzana en un bote de ponche, desapareció finalmente en el torbellino de espuma que sus esfuerzos habían naturalmente levantado en el líquido ya de por sí altamente espumoso.

Pero el gran marinero no vio con resignación el chasco de su camarada. Precipitando al Rey Peste a través de la trampa abierta, el valiente Legs la cerró violentamente a continuación con un juramento, y corrió al centro de la sala. Allí, agarrando el esqueleto colgado encima de la mesa, tiró de él con tanta energía que consiguió arrancarlo al tiempo que se apagaban los últimos rayos de luz, y lo arrojó contra cl hombrecillo gotoso rompiéndole el cerebro. Precipitándose luego con todas sus fuerzas contra el fatal tonel lleno de cerveza de Octubre y de Hugh Tarpaulin, lo volcó en un instante y lo hizo rodar. Surgió de él un diluvio de licor tan furioso, tan impetuoso, tan invasor, que la sala fue inundada de un muro al otro mientras la mesa se derrumbaba con todo su contenido, los caballetes caían, el lebrillo de punch se precipitaba contra la chimenea y las damas se convulsionaban en sendos ataques de nervios. Pilas de artículos fúnebres se debatían de un lado a otro. Los frascos, las jarras, las gruesas botellas vestidas de junquillo se confundían en un espantoso revoltillo mientras las garrafas con su faldón de mimbre chocaban desesperadamente contra los bocoyes acorazados de cuerda. El hombre de las angustias quedó ahogado al momento, el gentleman paralítico navegaba hacia mar adentro en su ataúd, y el victorioso Legs, cogiendo por el talle a la gorda dama del sudario, se precipitó con ella a la calle, y puso rumbo bien derecho en dirección al Free-and-Easy, ciñendo bien el viento y remolcando al temible Tarpaulin, quien, habiendo estornudado tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras él en compañía de la Archiduquesa Ana Peste.


El sátiro sordo. Rubén Darío (1867-1916)

 Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.

Era sátiro caprichoso. Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.

Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.

La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno, el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble diciéndole: "Viejo roble, despiértate". Se deleitaba con un beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant) era experto en filosofía según el decir común. El sátiro, que le ve ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se había imaginado que escribiese en su loa Daniel Heinsius, en latín, Passerat, Buffot y el gran Hugo en francés, Posada y Valderrama en español.

Él, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las yerbas y las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.

Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él pondría temblor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento. Cuando Orfeo tañía su lira había sonrisa en el rostro apolíneo. Deméter sentía gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se tomó en flor de lis.

¿Qué selva mejor que la del sátiro a quien él encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre acanciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como Sileno?

Fue como su corona de laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.

Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las Ibacantes ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, Emperador de las Montañas, Soberano de los Bosques, dios-sátiro que también sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de un arpa eolia, el susurro de una arboleda, el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bárbitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas de oro labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.

Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacia gemir los leones y llorar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bacantes más furiosas habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor y le dijo: "Yo te amo". Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica. No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: "¿Está aquí acaso Apolo?"

Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro sordo.

Cuando el poeta concluyó, dijo a éste:

-¿Os place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en la selva.

El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía una opinión.

-Señor -dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más fuerte de su buche-, quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has visto en tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis trinos, y entre las claridades matutinas tú melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suavemente sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de un puñetazo al mismo Atos. Orfeo les amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a Nernea su león y a Erimanto su jabalí. De los hombres, unos han nacido para forrar los metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras, y otros para enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.

Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con su instrumento, y un vasto y donante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante?. ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?

¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.

¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco, silencioso, como el sabio que medita.

Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:

-¡No!

Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.

Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.

No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.


El rostro. E.F. Benson (1867-1940)

Sentada junto a la ventana abierta en aquella calurosa tarde de junio, Hester Ward empezó a meditar seriamente acerca de los presagios y la nube depresiva que le habían acompañado durante todo el día, y con gran sensatez enumeró para sí misma las múltiples causas de felicidad que había en las circunstancias afortunadas de su vida. Era joven, extremadamente atractiva, acomodada, gozaba de una salud excelente y por encima de todo tenía un esposo y dos hijos pequeños adorables. Ciertamente no existía ruptura alguna en el círculo de prosperidad que la rodeaba, y si en esos momentos un hada madrina le hubiera entregado la gorra de los deseos habría dudado si ponérsela sobre la cabeza, pues no podía pensar en nada que fuera digno de tal solemnidad. Tampoco podía acusarse, además, de no apreciar esas bendiciones: las apreciaba y disfrutaba enormemente, y deseaba de corazón que todos aquellos que con tanta munificencia habían contribuido a su felicidad pudieran compartirla.

Hizo una revisión muy deliberada de todas esas cosas, pues se encontraba realmente ansiosa, en realidad más de lo que se atrevía a admitir, por encontrar algo tangible que pudiera justificar la sensación siniestra de que se acercaba el desastre. También había que considerar el clima, pues durante la última semana había hecho en Londres un calor sofocante, pero si era esa la causa, ¿por qué no lo había sentido antes? Quizás el efecto de aquellos días sofocantes y sin aire hubiera sido acumulativo. Era un idea, aunque sinceramente no parecía muy buena, pues lo cierto es que el calor le encantaba; Dick, que lo odiaba, solía decir que era extraño que se hubiera enamorado él de una salamandra.

Cambió de postura y se irguió en el asiento bajo que ocupaba junto a la ventana, tratando de recuperar su valor. Desde el momento mismo en que despertó esa mañana supo que soportaba ese gran peso, y ahora, tras haber hecho todo lo posible para encontrar cualquier motivo de su depresión, y haber fracasado totalmente, se disponía a mirar las cosas cara a cara. Se avergonzaba de ello, pues la causa de ese estado de ánimo amedrentado que la atenazaba era tan trivial, tan fantástica, tan excesivamente estúpida...

-Sí, nunca me sucedió nada tan tonto -pensó-. Debo considerarlo directamente y convencerme de lo tonto que es. -Permaneció un momento aferrándose las manos.
—Vamos a ello —dijo en voz alta.

La noche anterior había tenido un sueño que años atrás había sido habitual, pues de niña lo había soñado una y otra vez. En sí mismo el sueño no era nada, pero en la época de la infancia, siempre que la noche anterior había tenido ese sueño a la noche siguiente tenía otro que contenía el origen y el núcleo del horror, y despertaba gritando y luchando bajo la pesadilla abrumadora. Hacía ya unos diez años que no lo había experimentado, y por lo que podía recordar habría dicho que se había vuelto oscuro y distante. Pero la noche anterior había tenido el sueño de advertencia, que solía anunciar la visita de la pesadilla, y ahora todo el almacén de la memoria, aunque estuviera lleno de cosas brillantes y hermosas, no contenía nada tan vivo como el sueño.

El sueño de advertencia, el telón que se alzaba para la noche siguiente, revelando la tan temida visión, era en sí mismo simple e inocuo. Le parecía estar caminando por un acantilado alto y arenoso cubierto de hierba baja; a su izquierda, a veinte metros, estaba el borde del acantilado, que caía entonces en una empinada cuesta hasta el mar, situado al pie. El camino que ella seguía la conducía a través de campos rodeados de setos bajos y resultaba suavemente ascendente. Cruzaba una media docena de esos campos, subiendo las escaleras que por encima de las cercas comunicaban uno con otro; pastaban allí ovejas, pero nunca vio un ser humano, y siempre era el crepúsculo, como si estuviera cayendo la noche, y tenía que darse prisa porque alguien (ella no sabía quién) le estaba esperando, y no sólo le aguardaba desde hacía unos minutos, sino desde hacía muchos años. En el momento en que subía la cuesta veía delante de ella un grupo de árboles bajos que crecían curvados por la continua presión del viento que soplaba desde el mar; y cuando los veía sabía que su viaje casi había terminado, y que el innombrable que tanto tiempo llevaba aguardando estaba en algún lugar cercano. El camino que seguía se interrumpía en ese bosquecillo, y las inclinadas copas de los árboles por el lado del mar casi le servían de techo; era como caminar a través de un túnel. Enseguida los árboles de la parte delantera empezaban a disminuir, y a través de ellos veía la torre gris de una iglesia solitaria. Se levantaba en un camposanto que parecía llevar mucho tiempo abandonado, y el cuerpo de la iglesia, situada entre la torre y el borde del acantilado, estaba en ruinas, sin techo, y con las ventanas abiertas rodeadas de espesos crecimientos de hiedra.

El sueño preliminar se detenía siempre en ese punto. Era un sueño que provocaba preocupación e inquietud, pues se hallaba suspendido sobre él la sensación del crepúsculo y la del hombre que la llevaba aguardando tanto tiempo; pero no podía considerarse como una pesadilla. Lo había experimentado muchas veces en su infancia, y quizás era el conocimiento subconsciente de la noche que con seguridad iba a producirse lo que le daba esa inquietud. Y ahora la última noche se había vuelto a producir, idéntica en todos los aspectos salvo en uno, pues la noche anterior le pareció que en los diez años que habían pasado desde la última vez que lo tuvo se alteró la visión de la iglesia y el cementerio. El borde del acantilado se había aproximado más a la torre, se encontraba ahora a uno o dos metros de ella, y las ruinas de la iglesia, salvo un arco roto que había sobrevivido, habían desaparecido. En su avance, el mar llevaba diez años tragándose el acantilado.

Hester sabía bien que sólo ese sueño le había oscurecido el día, por las pesadillas que solían sucederle, y siendo una mujer sensata, tras haberlo reconocido se negó a admitir en su mente nada que pudiera evocar conscientemente las consecuencias. Si se hubiera permitido contemplar tal cosa probablemente el hecho mismo de pensar en ello bastaría para asegurar su regreso, y una de las cosas que con seguridad sabía era que no quería en absoluto que tal cosa sucediera. No era una de esas pesadillas ordinarias confusas y revueltas; era muy simple, y sentía que concernía al ser innombrable que la aguardaba... pero no debía pensar en ello; puso toda su voluntad e intención en el deseo de no pensar en ello, y como ayuda a su resolución escuchó el sonido de la llave de Dick en la puerta principal, y su voz que la llamaba.

Salió al pequeño y cuadrado recibidor principal y lo encontró allí, fuerte y grande, y maravillosamente real.
—Este calor es un escándalo, un ultraje, una abominable desolación —gritó él enjugándose el sudor vigorosamente—. ¿Qué hemos hecho para que la providencia nos coloque en esta sartén? ¡Luchemos contra el calor, Hester! ¡Salgamos de este infierno y vayamos a cenar a... —te lo diré susurrando para que la providencia no se entere— a Hampton Court!

Ella se echó a reír: aquel plan le resultaba muy conveniente. Regresarían tarde, tras haberse distraído; y cenar fuera resultaba al mismo tiempo delicioso y un motivo de olvido.

—Estoy de acuerdo, y segura de que la providencia no nos ha oído. ¡Vayámonos ahora!
—Perfecto. ¿He recibido alguna carta?
Se dirigió a la mesa sobre la que había algunos sobres con sellos de medio penique y de aspecto muy poco interesante.
—Ah, recibos de facturas —dijo—. Sólo un recordatorio de lo tonto que es uno por pagarlas. Una circular... un consejo que no he pedido acerca de invertir en marcos alemanes... un suplicatorio en una circular que empieza: «Querido señor o señora». Es una impertinencia pedirle a uno que se suscriba a algo sin saber de antemano si es hombre o mujer... una visión privada de retratos en la Walton Gallery... no podré ir; reuniones de negocios el día entero. Quizás a ti te gustaría ir a verlos, Hester. Me han dicho que hay unos Van Dyck muy hermosos. Eso es todo: salgamos.

Hester pasó una velada realmente tranquila, y aunque pensó en hablarle a Dick acerca del sueño que tanto había afectado todo el día su conciencia, para oír la gran carcajada que soltaría él por su estupidez, no lo hizo, pues nada de lo que pudiera decir él sería tan bueno para su miedo como la fuerza general que transmitía. Además, tendría que explicarle el motivo de su efecto perturbador, decirle que en otro tiempo solía tener ese sueño, y contarle la secuela de las pesadillas. Ni pensaría en ellas ni las mencionaría: era mucho más prudente por su parte sumergirse en la extraordinaria cordura de Dick, y sentirse envuelta por su afecto... Cenaron al aire libre en un restaurante situado a orillas del río y después dieron un paseo; era ya casi medianoche cuando, calmada por el frescor y el aire, y por el vigor de su fuerte compañero, se dejó conducir de regreso a la casa mientras él llevaba el coche al garaje. Entonces se maravilló del estado de ánimo que la había acosado todo el día, y que tan distante e irreal se había vuelto. Se sentía como si hubiera soñado con un naufragio y al despertar se encontrara en un jardín seguro y abrigado que la tempestad no podía atacar ni las olas batir. Pero ¿acaso no estaba allí, aunque remoto y oscuro, el ruido de las olas distantes?

Dick dormía en el vestidor que comunicaba con el dormitorio de ella, cuya puerta dejaban abierta para que entrara el aire y el frescor, y ella cayó dormida casi nada más apagar la luz, cuando la del vestidor seguía todavía encendida. Hester empezó a soñar inmediatamente. Se hallaba de pie en la orilla del mar; había marea baja, pues las franjas de arena recubiertas de objetos abandonados y varados brillaban en un crepúsculo que iba profundizándose hasta convertirse en noche. Aunque nunca había visto aquel lugar, le resultaba terriblemente familiar. En la cabeza de la playa había una empinada montaña de arena, y sobre el borde de ésta una torre de iglesia de color gris. El mar debía haber invadido y socavado el edificio de la iglesia, pues abajo del montículo había bloques de construcción desperdigados, lo mismo que algunas lápidas, mientras otras tumbas seguían en su sitio marcando su silueta blanquecina sobre el telón de fondo del cielo. A la derecha de la torre de la iglesia se encontraba un bosquecillo de árboles achaparrados que el viento marino predominante había curvado hacia un lado, y ella sabía que en la parte superior del montículo, varios metros hacia adentro, se encontraba un camino que cruzaba los campos, con escaleras de madera para pasar por encima de las cercas de uno a otro, y que atravesando un túnel formado por árboles iba a dar al cementerio. Todo aquello lo vio de una sola mirada, y aguardó, contemplando el montículo de arena coronado por la torre de la iglesia, el terror que iba a revelarse. Sabía ya lo que iba a suceder, e intentó escapar, como lo había hecho muchas veces. Pero le había afectado ya la catalepsia de la pesadilla; trató de moverse frenéticamente, pero ni siquiera esforzándose al máximo era capaz de levantar un solo pie de la arena. Frenéticamente intentó apartar la mirada del montículo de arena que tenía delante, en donde en un momento se manifestaría el horror...

Y se manifestó. Se formó allí una luz pálida y ovalada del tamaño del rostro de un hombre, débilmente luminosa, delante de ella, varios centímetros por encima del nivel de sus ojos. Fue cobrando precisión. En una zona baja de la frente creció un cabello corto y rojizo; debajo, la contemplaban con fijeza dos ojos grises, muy juntos. A cada lado aparecieron las orejas, notablemente alejadas de la cabeza, y las líneas de las mandíbulas se encontraban en una barbilla corta y puntiaguda. La nariz era recta y bastante larga, debajo había un labio, y finalmente cobró forma y color la boca, y en ella yacía el máximo terror. Uno de sus lados, suavemente curvo y hermoso, temblaba convirtiéndose en una sonrisa, mientras que el otro lado, grueso y como si estuviera tirante por causa de una deformidad física, sonreía con sarcasmo y lujuria.

El rostro entero, desdibujado al principio, fue tomando gradualmente un perfil claro: era pálido y bastante delgado, el rostro de un hombre joven. En ese momento el labio inferior descendió un poco mostrando el destello de los dientes, y surgió el sonido del lenguaje. «Pronto vendré por ti», dijo, y al hablar se acercó un poco más a ella y ensanchó su sonrisa. En ese momento se derramó sobre ella toda la calurosa oleada de la pesadilla.

Intentó de nuevo correr, trató otra vez de gritar, ahora que podía sentir el aliento de esa boca terrible sobre la suya. Entonces, con un estruendo y un desgarro, como si se hubieran separado el cuerpo y el alma, ella rompió el encantamiento, escuchó el grito de su propia voz y sintió sus dedos buscando el conmutador de la luz. Vio entonces que la habitación no estaba a oscuras, pues la puerta de Dick se encontraba abierta, y un instante después, vestido todavía, él se encontraba a su lado.

—¿Qué sucede, querida? ¿Qué pasa?
Ella se aferró a él con desesperación, enloquecida todavía por el terror.
—Ay, él ha estado aquí otra vez —gritó—. Dice que pronto vendrá por mí. No le dejes que se acerque, Dick.
Por un momento se le contagió el miedo de ella y miró a su alrededor.
—Pero ¿qué dices? Aquí no ha estado nadie.
Ella levantó la cabeza, que tenía apoyada en el hombro de Dick.
—No, fue sólo un sueño —dijo Hester—. Fue el viejo sueño, y sentí terror. Pero todavía no te has desvestido. ¿Qué hora es?
—No llevas ni diez minutos en la cama, querida —dijo Dick—. Apenas habías apagado la luz cuando te oí gritar.
Hester se estremeció.
—Ay, es horrible. Y él vendrá otra vez...
—Habíame de ello —contestó él sentándose a su lado.
—No —contestó ella afirmando la negativa con un gesto de la cabeza—. No servirá de nada hablar de ello. Sólo lo hará más real. Los niños están bien, ¿no?
—Por supuesto que sí. Al subir las escaleras lo comprobé.
—Eso me tranquiliza. Ahora estoy mejor, Dick. Un sueño no tiene nada de real, ¿verdad? No significa nada.

Él la tranquilizó mucho al respecto y al poco tiempo se había calmado. Dick volvió a mirarla antes de irse a la cama y vio que estaba dormida. Cuando a la mañana siguiente Dick se marchó a la oficina, Hester tuvo una dura conversación consigo misma. Se dijo que de lo único que tenía miedo era de su propio temor. ¿Cuántas veces había acudido a sus sueños ese rostro portador de malos presagios, y qué significado había tenido luego? Absolutamente ninguno, salvo el de asustarla. Sentía miedo y no había nada que temer: estaba defendida, protegida, era próspera... ¿qué importaba que regresara una pesadilla de la infancia? Ahora no tenía más significado del que había tenido entonces, y todas aquellas visitas de su infancia habían pasado sin consecuencias... pero luego, a pesar de sí misma, volvió a pensar en esa visión. Era absolutamente idéntica a todas las anteriores, excepto... y en ese momento, encogiéndosele repentinamente el corazón, recordó que de niña aquellos terribles labios habían dicho:

«Vendré por ti cuando seas mayor», y que la frase de la noche anterior había sido: «Vendré por ti ahora». Recordó también que en el sueño de advertencia el mar había avanzado y había demolido ya el edificio de la iglesia. Había una terrible coherencia en estos dos cambios dentro de unas visiones que en todos los demás aspectos eran idénticas. Los años habían producido sus cambios, pues en una caso el mar, al crecer, había derribado la iglesia, y en el otro el tiempo estaba ya cercano...

De nada servía reprenderse o regañarse, pues la única consecuencia de dejar que entrara en su mente la contemplación de la visión era que se cerraba otra vez sobre ella el dominio del terror; era mucho más prudente buscar una ocupación y hacer que el miedo muriera tratando de no sostenerlo con el pensamiento. Por tanto decidió realizar sus deberes domésticos, sacó a los niños para que tomaran el aire en el parque, y después, decidida a no permitirse ningún momento libre, salió con la invitación para ver los cuadros en una visita privada a la Walton Gallery. Después su día seguiría estando ocupado; saldría a almorzar fuera, acudiría a una sesión de teatro y cuando regresara a casa Dick ya estaría allí, y podrían irse a la casita que tenían en Rye para pasar el fin de semana. Dedicarían el sábado y el domingo a jugar al golf, y ella sentiría que el aire fresco y la fatiga física acabarían con el terror de esas fantasías de los sueños.

La galería estaba llena de gente cuando llegó allí; encontró algunos amigos, por lo que la contemplación de los cuadros se acompañó de una alegre conversación. Había dos o tres buenos Raeburn, un par de Sir Joshua, pero para ella las joyas eran tres Van Dyck que estaban colgados en una pequeña sala. Entró en ella mirando el catálogo. El primero de ellos era un retrato de Sir Roger Wyburn. Estaba todavía hablando con su amiga cuando levantó la mirada y lo vio...

Su corazón latió tan rápido que se le subió a la garganta, y luego pareció quedarse totalmente quieto. La invadió una especie de enfermedad mental del alma, pues allí, ante ella, se encontraba el que pronto iba a ir a cogerla. Allí estaba el cabello rojizo, las orejas proyectadas hacia fuera, los ojos codiciosos y juntos, y la boca que por un lado sonreía y por el otro formaba la amenaza burlona que tan bien conocía ella. Podía haber sido su pesadilla, en lugar de un modelo vivo, quien se hubiera sentado ante el pintor.

—¡Qué retrato, y qué hombre tan brutal! —exclamó su compañera—. Fíjate, Hester, ¿no te parece maravilloso?
Se recuperó haciendo un esfuerzo. Ceder ante ese temor que siempre la dominaba habría significado permitir que las pesadillas invadieran su vida de vigilia, y estaba convencida de que ahí estaba la locura. Se obligó a sí misma a mirarlo de nuevo, y encontró los ojos fijos y ansiosos que la miraban a ella; casi imaginó que la boca empezaba a moverse. A su alrededor, la multitud se movía y charlaba, pero ella sentía que se encontraba a solas con Roger Wyburn.

Y sin embargo, razonó consigo misma, ese retrato de él —pues era él y no otro—tendría que haber servido para tranquilizarla. Si a Roger Wyburn lo había pintado Van Dyck, debía llevar muerto casi doscientos años. ¿Cómo iba a ser una amenaza para ella? ¿Acaso había visto por casualidad ese retrato de niña, y le había causado alguna impresión terrible, pues aunque borrado por otros recuerdos siguió vivo en el subconsciente misterioso que fluye eternamente, como un río oscuro y subterráneo bajo la superficie de la vida humana? Los psicólogos enseñan que esas primeras impresiones ulceran o envenenan la mente como un absceso oculto. Ello podría explicar ese terror a aquél, que había dejado de no tener nombre, y la aguardaba.

Aquella noche, en Rye, volvió a tener el sueño de advertencia seguido por la pesadilla, y aferrándose a su esposo cuando el terror comenzó a remitir, le contó lo que había decidido. Sólo el hecho de contarlo le produjo cierto consuelo, pues era tan monstruosamente fantástico que el robusto sentido común de él la sostuvo. Cuando al regresar a Londres se repitieron las visiones, él no hizo caso de los reparos de Hester y la llevó directamente al médico.

—Cuéntaselo todo, querida. Si no prometes hacerlo tú, lo haré yo. No puedo consentir que estés tan preocupada. Sabes que todo es una tontería, y los médicos son maravillosos para curar tonterías.
—Dick, estás asustado —le respondió tranquilamente volviéndose hacia él.
—Ni lo más mínimo —contestó él echándose a reír—. Pero no me gusta que me despierten tus gritos. No es ésa mi idea de una noche pacífica. Ya hemos llegado.

El informe médico fue decisivo e imperioso. No había nada de lo que alarmarse; tenía una salud perfecta en el cerebro y en el cuerpo, pero estaba agotada. Con toda probabilidad esos sueños turbadores eran un efecto, un síntoma de su condición, y no la causa; sin la menor vacilación, el doctor Baring recomendó un cambio completo que incluía un viaje a algún lugar tonificante. Lo prudente sería enviarla fuera de aquel horno caluroso, a algún lugar tranquilo en el que no hubiera estado nunca. Cambio completo; totalmente. Por esa misma razón sería mejor que su marido no la acompañara; debía irse, por ejemplo, a la costa este. Aire del mar, frescor y total ociosidad. Nada de largos paseos; nada de baños prolongados; un chapuzón y una tumbona sobre la arena. Una vida perezosa y soporífera. ¿Qué le parecería Rushton? No le cabía duda de que Rushton serviría para recuperar el ánimo. Quizás en una semana su marido pudiera ir a verla. Mucho dormir —sin preocuparse de las pesadillas—, y mucho aire fresco.

Hester, con gran sorpresa de su esposo, aceptó la sugerencia enseguida, y a la tarde siguiente estaba ya instalada en soledad y tranquilidad. El pequeño hotel se hallaba casi vacío, pues todavía no se había iniciado la oleada de turistas veraniegos, y pasó todo el día sentada en la playa con la sensación de que había terminado la lucha. No necesitaba ya combatir el terror; confusamente le parecía que su mal se había relajado. ¿Acaso se había entregado a él, de alguna manera, cumpliendo su orden secreta? Al menos no volvieron a repetirse las visitas nocturnas, durmió mucho, sin sueños, y despertó a un nuevo día de tranquilidad. Todas las mañanas tenía unas letras de Dick, con buenas noticias de él y de los niños, pero por alguna razón los niños y él parecían remotos, como si fueran recuerdos de un tiempo muy distante. Algo se había introducido entre ellos y ella, y los veía como a través de un cristal. Pero igualmente, el recuerdo del rostro de Roger Wyburn, tal como lo había visto en el lienzo del maestro o suspendido delante de ella sobre el montículo de arena, se volvió borroso y vago, y no la visitaron sus terrores nocturnos. Esa tregua de las emociones no sólo actuó sobre su mente, calmándola y llenándola de una sensación de tranquila seguridad, sino también sobre el cuerpo, por lo que empezó a fatigarse de esa inactividad diaria.

El pueblo se encontraba sobre el borde de una extensión de tierra reclamada desde el mar. Hacia el norte, el pantano, que empezaba a brillar ahora con las flores pálidas del mar color de espliego, se extendía sin rasgo característico alguno hasta perderse en la distancia, pero en el sur una estribación montañosa bajaba hasta la orilla terminando en un promontorio arbolado. Poco a poco, conforme fue mejorando su salud, empezó a preguntarse qué habría tras aquella cresta que le ocultaba la vista, y una tarde caminó por el terreno intermedio dirigiéndose hacia las pendientes arboladas. El día era sofocante y sin aire, pues había desaparecido la vigorizante brisa marina que hasta ahora había dado frescura al calor, y esperaba encontrar alguna corriente de aire que se agitara sobre la colina. Por el sur una masa de nubes oscuras recorría el horizonte, pero no había amenaza inminente de tormenta. La pendiente se subía con facilidad, llegó arriba y se encontró al borde de una meseta con pastos y árboles, y siguiendo el camino, que no se alejaba del borde del promontorio, llegó a un campo más abierto. Allí las parcelas vacías, en las que pastaban algunas ovejas, ascendían gradualmente. Escaleras de madera permitían comunicar por encima de los setos que las delimitaban. Y luego, a menos de dos kilómetros de ella, vio un bosque cuyos árboles crecían inclinados por el empuje de los vientos marinos predominantes, coronando la parte superior de la pendiente, y por encima divisó la torre gris de una iglesia.

En ese momento, cuando se identificó la escena tan terrible y familiar, a Hester se le paralizó el corazón: pero inmediatamente la inundó una oleada de valor y resolución. Allí estaba por fin el escenario de ese sueño precursor, y tenía la oportunidad de desentrañarlo y romper el hechizo. En un instante se había decidido, y bajo la extraña luz crepuscular del cielo encapotado caminó a paso vivo por entre los campos que con tanta frecuencia había atravesado en sueños, y subió hasta el bosque más allá del cual se encontraba aquél que la aguardaba. Cerró sus oídos a las campanadas de terror, que ahora podría silenciar para siempre, y sin vacilaciones penetró en el túnel oscuro formado por los árboles. Enseguida éstos comenzaron a ser menos numerosos, y a través de ellos, ahora ya muy cerca, vio la torre de la iglesia. Unos metros más allá salió del cinturón de árboles y se vio rodeada por los monumentos de un cementerio que hacia tiempo había sido abandonado. El promontorio se interrumpía cerca de la torre de la iglesia: entre ésta y el acantilado no quedaba de la iglesia más que un arco roto, recubierto espesamente por la hiedra. Pasó a su lado y vio abajo las ruinas y los bloques de construcción caídos, y la arena recubierta de lápidas y cascotes, y en el borde del acantilado había tumbas agrietadas y caídas. Pero allí no había nadie; nadie la aguardaba, y el cementerio en el que tan a menudo lo había visto se encontraba tan vacío como los campos que acababa de atravesar.

Una inmensa alegría la llenó; su valor se había visto recompensado y todos los terrores del pasado se convirtieron en fantasmas carentes de significado. Pero no tenía tiempo para quedarse allí, pues ahora amenazaba tormenta, y en el horizonte el destello de un rayo fue seguido por el crujido de un trueno. Al darse la vuelta para irse su mirada se fijó en una lápida que guardaba equilibrio sobre el borde mismo del acantilado, y leyó en ella que yacía allí el cuerpo de Roger Wyburn.

El miedo, la catalepsia de la pesadilla, la enraizó de momento en aquel lugar; sobrecogida y asombrada contempló las letras recubiertas de musgo; estaba casi esperando que ese rostro aterrador se alzara y quedara suspendido sobre su lugar de descanso. Después, el miedo que la había dejado congelada le dio alas, y con pies veloces corrió por entre los arcos que formaban los árboles del bosque y salió a los campos. No lanzó ninguna mirada hacia atrás hasta que llegó al borde de la cresta, sobre el pueblo, y dándose la vuelta vio que los pastos que había atravesado estaban vacíos y no había en ellos ninguna presencia viva. Nadie la había seguido; pero las ovejas, miedosas de la tormenta inminente, habían dejado de comer y se apretujaban bajo el abrigo de los setos bajos.

La primera idea de su mente aterrorizada fue la de abandonar el lugar enseguida, pero el último tren para Londres había salido una hora antes, y además, ¿de qué servía escapar si de lo que huía era del espíritu de un hombre muerto hacía mucho tiempo? La distancia con respecto al lugar en el que yacían sus huesos no le daría seguridad; ésta tendría que buscarla en su interior. Pero deseaba contar con la presencia confiada de Dick: iba a llegar al día siguiente, aunque hasta el amanecer le aguardaban muchas horas largas y oscuras, ¿y quién podía saber qué peligros le aguardarían esa noche? Si él partía esa tarde en lugar de a la mañana siguiente, podría llegar allí en cuestión de horas, y estar con ella a las diez o las once de la noche. Le escribió un telegrama urgente:

Ven enseguida. No te retrases.

La tormenta que había parpadeado en el sur ascendió ahora rápidamente, y poco después rompía con terrible violencia. Como prefacio hubo algunas gotas gruesas que cayeron salpicando sobre el camino mientras regresaba de la oficina de correos, y cuando llegó al hotel volvió a sonar el estruendo de la lluvia que se aproximaba, y se abrieron las compuertas de los cielos. A través del diluvio centelleaba el fuego del rayo, el trueno resonaba y formaba ecos por encima, y las calles del pueblo se convirtieron en un torrente de agua arenosa y turbulenta. Se quedó sentada allí en la oscuridad, con una imagen flotando ante sus ojos: la de la tumba de Roger Wyburn, tambaleándose ya y a punto de caer junto al borde del acantilado de la torre de la iglesia. Con una lluvia como ésa se soltaban muchos metros de acantilado; le pareció oír el susurro de la arena deslizante que precipitaría esos sepulcros en ruinas, y lo que había en ellos, a la playa de abajo.

Hacia las ocho remitió la tormenta, y mientras cenaba le entregaron un telegrama de Dick en el que le informaba que ya había partido y que se lo enviaba en route. Por tanto, a las diez y media, si todo iba bien, estaría allí, y lograría interponerse entre ella y su miedo.

Era extraño que hacía unos días ese miedo y el pensar en él se hubieran vuelto algo distante y oscuro para ella; ahora el uno estaba tan vivo como el otro, y contaba los minutos que faltaban para que su marido llegara. Poco después la lluvia cesó totalmente, y al mirar hacia afuera desde la ventana con las cortinas descorridas de su sala de estar, donde se hallaba sentada viendo con qué lentitud giraban las manecillas del reloj, contempló una luna de color ámbar oscuro alzándose sobre el mar. Antes de que hubiera llegado al cenit, antes de que su reloj hubiera dado de nuevo dos veces la hora, Dick estaría con ella.

Acababan de dar las diez cuando llamaron a su puerta, y el botones le transmitió el mensaje de que un caballero había venido por ella. Con esa noticia se le sobresaltó el corazón; no esperaba a Dick hasta media hora más tarde, pero su vigilia solitaria había terminado. Bajó corriendo las escaleras y encontró a la figura de pie en el escalón exterior. Su rostro estaba apartado del de ella, sin duda porque estaba dándole alguna orden al chófer. Resaltó su perfil sobre la luz blanca de la luna, y en contraste con ella la llama de gas de la entrada, situada por encima de su cabeza, daba a sus cabellos un tono cálido y rojizo. Ella cruzó corriendo el salón hacia él.

—Ay, querido, has llegado. Qué bueno eres. ¡Qué rápido has venido!
Él se dio la vuelta en el momento en que ella le puso una mano en el hombro. La rodeó con un brazo y ella pudo contemplar un rostro con los ojos juntos, una boca que sonreía por un lado y que por la otra se encogía como por una deformidad física, burlona y lasciva.

La pesadilla había llegado; no era capaz ni de correr ni de gritar, y él, apoyándola en sus pasos vacilantes, la condujo hacia la noche. Dick llegó media hora más tarde. Se enteró asombrado de que un hombre había venido por su esposa hacía poco tiempo, y que ella se había ido con él. Por lo visto no era conocido allí, pues el muchacho que había transmitido el mensaje no lo había visto nunca antes, y entonces la sorpresa de Dick comenzó a convertirse en alarma; investigaron fuera del hotel y parece ser que uno o dos testigos habían visto a la dama que sabían que se alojaba allí caminando sin sombrero por la parte de arriba de la playa con un hombre que la llevaba cogida del brazo. Nadie lo conocía, aunque uno le había visto el rostro y podía describirlo.

Se había estrechado por tanto la dirección de la búsqueda, y aunque llevaban un farol para ayudar a la luz de la luna, encontraron unas huellas que podían haber sido las de ella, pero sin señal alguna de que nadie caminara a su lado. Las siguieron hasta que terminaron, a unos dos kilómetros, en un desprendimiento de arena que había caído desde el viejo cementerio del acantilado, arrastrando la mitad de la torre y una tumba con el cuerpo que contenía dentro.

La tumba era la de Roger Wyburn, y su cuerpo estaba al lado, sin signo alguno de corrupción o decadencia, a pesar de que habían transcurrido doscientos años desde que fue enterrado. Los trabajos de búsqueda en las arenas removidas duraron una semana, ayudados por las mareas altas que poco a poco se la iban llevando. Pero no se realizó ningún otro descubrimiento.


El sátiro. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Raoul, conde de la Frenaie, era por naturaleza el más confiado de los maridos. Aquella ausencia de suspicacia se debía en parte a la falta de imaginación. Y por lo que respecta a sus demás cualidades, sin duda las embotaban los fuertes vinos de Averoigne. Sea como fuere, de no haber sido por la más imprevista pero fatal de las circunstancias, jamás habría sospechado nada de la amistad de Adele, su esposa, con Olivier du Montoir, joven poeta que, si no hubiera sufrido aquel imprevisto y nefasto percance, en su momento podría haber rivalizado con Ronsard como una de las estrellas más rutilantes de la poesía. De hecho, al señor conde le enorgullecía que aquel joven y atractivo rapsoda, que se había bañado en las fuentes del Helicón y cuyos sonetos y baladas ya gozaban de cierto renombre allende los límites de Averoigne, mostrase predilección por su esposa. Tampoco le molestaba que los evidentes encantos de Adele inspirasen explícitamente muchas de sus creaciones, que en ellas ensalzara sin ambages su cabellera de ébano, su áurea mirada y demás atributos no menos atractivos y consustanciales a la perfección femenina.

El señor conde no tenía la menor intención de entender la poesía: como muchos otros, la consideraba materia apartada de las cosas mundanas y del sentido común. La métrica y la rima le aturdían las facultades mentales. Mientras tanto, el atrevimiento de las baladas y de su autor fueron aumentando paulatinamente. Una semana de maravilloso calor bastó para fundir las nieves de aquel invierno tan severo. La primavera pobló los campos con sus flores más tempranas. Olivier había incrementado la frecuencia de sus visitas al castillo de la Frenaie. Él y Adele pasaban mucho rato a solas, ya que casi todos los temas de que trataban trascendían los intereses y la comprensión del señor conde. Y ahora, en primavera, salían a pasear por los bosques circundantes, vergel de verdor que prácticamente se extendía hasta los grises muros y la barbacana de la fortaleza. El aire se embriagaba con las intensas y frescas fragancias de las primeras flores silvestres. Si aquellos paseos fueron el blanco de chismorreos, se produjeron con tal discreción que jamás llegaron a los oídos de Raoul, o incluso de los dos afectados.

Tal como se desarrollaban los acontecimientos, resulta difícil comprender por qué de pronto el señor conde se preocupó por la integridad de su honor conyugal. Quizá entre alguno de sus episodios de caza y bebida en que distribuía su tiempo se percató de que su mujer estaba más joven y hermosa que nunca, que florecía del modo en que las mujeres florecen bajo los mágicos rayos del amor. Acaso había descubierto alguna mirada de ardiente pasión entre Adele y Olivier. O a lo mejor aquella prematura primavera le había atravesado el etílico lodazal de su cerebro con un batallón de sensaciones y pensamientos largo tiempo olvidados, y por fin se hizo la luz en él. Fuera lo que fuese, ya llevaba días preocupado. Y una tarde de principios de abril, a su retorno de Vyones, adonde había ido para atender unos asuntos, la servidumbre le informó que la señora condesa y Olivier du Montoir habían salido a dar un paseo por el bosque. Su abúlica expresión no reveló cuáles eran sus auténticos pensamientos. Pareció reflexionar durante unos instantes.

-¿Adónde se dirigieron? Es preciso que hable enseguida con la señora condesa.
Los sirvientes le indicaron la dirección. Salió en su busca, siguiendo lentamente el sendero que habían tomado, hasta que el castillo desapareció de su vista. A partir de entonces, aceleró la marcha y, al internarse en la espesura, comenzó a acariciar la empuñadura de su espada.
-Tengo un poco de miedo, Olivier. ¿Vamos a alejarnos mucho más?

Adele y Olivier se habían apartado un poco de los límites que solían abarcar sus paseos. Se hallaban en una zona del bosque de Averoigne donde los árboles son más viejos y altos. Se decía que algunos de los enormes robles ya eran viejos y altos en tiempos del paganismo. Muy poca gente frecuentaba aquellas lindes. Y entre los habitantes de la región, a lo largo de generaciones se habían transmitido extrañas leyendas y creencias. En aquellos andurriales habían acontecido hechos que suponían una afrenta a la ciencia y una blasfemia. Se decía que quien osara penetrar en los confines inmemoriales de aquellos claros bañados por las sombras silvestres sería presa de malignos influjos. Varias eran las creencias y las leyendas, sólo vagas especulaciones. Sin embargo, todas coincidían en que el bosque estaba poseído por alguna entidad enemiga de los hombres, algún espíritu primordial más antiguo que Jesucristo o Satanás. Quienquiera que hollase los dominios de aquel ser terminaba siendo pasto del horror, la locura, la posesión infernal o de pasiones irracionales y torvas que conducían a la condenación del alma. También había personas que, entre susurros, explicaban quién era aquel espíritu, describían su aspecto y contaban historias asombrosas. Sin embargo, tales asuntos eran desoídos por los cristianos devotos.

-Sólo un poco más -insistió Olivier-. Mirad a vuestro alrededor, dueña mía, fijaos cómo estos viejos árboles se han engalanado con la radiante frescura de abril, cómo se regocijan ante el retorno del calor y los rayos del sol.
-Pero la gente explica historias horribles, Olivier.
-Cuentos para asustar a los niños. Sigamos un poco más. Nada nos hará daño; sólo nos aguarda una inmensa y cautivadora belleza.

Efectivamente, las nuevas hojas hacían que los grandes robles y hayas pareciesen imbuidos de juventud. El bosque semejaba rebosar despreocupación y júbilo divinal. Costaba creer en fábulas y supersticiones. Era uno de esos días en que el corazón siente la imperiosa necesidad de amor perpetuo, de errar por siempre jamás. Así pues, tras superar ciertos reparos femeninos y con muchas promesas, Olivier convenció a Adele y prosiguieron. En el sendero aparecían huellas de animales u hombres que les permitieron seguir el camino con mayor facilidad. Las ramas que pendían en ambos márgenes los envolvían en un suave manto de verdor y daban la impresión de engullirlos. Algunos rayos dorados de sol traspasaban las altas copas para crear aureolas en torno a las bellas y escondidas lilas que florecían entre los contorsionados amasijos de enormes raíces. Los troncos estaban retorcidos, llenos de señales centenarias, contrahechos y deformados por el peso de incontables años, pero con un hálito de antigua sabiduría, de serena armonía. Adele prorrumpió en exclamaciones de gozo y alegría. Ni ella ni Olivier veían nada siniestro o inquietante en la exquisita belleza y desbordante pintoresquismo que les ofrecía la vieja floresta.

-¿Me creéis ahora? -preguntó Olivier- ¿Tenéis algo que temer de unas flores y unos árboles inofensivos?

Adele se limitó a sonreír. En medio de aquel círculo dorado de rayos de sol, ella y Olivier se contemplaron con intensa intimidad. En el inmóvil aire flotaba un extraño perfume que llegaba en lentas oleadas, procedente de un origen indeterminado; una fragancia que semejaba hablar maliciosamente de amor, permisividad, languidez, complacencia. Ninguno sabía de qué flor emanaba, ya que desconocían casi todos los ejemplares que se hallaban en los contornos, algunos con forma de pesadas campanas blancas o rosas, otros con pétalos rizados y gemelos, o con corolas como heridas sonrosadas. Al mirarse de aquel modo, se notaron ensartados por un fogonazo de pasión. Se les aceleró el pulso como si hubieran ingerido un eficaz filtro. Los ojos de Olivier, brillando con manifiesta pasión, y el moderado rubor en las mejillas de la señora condesa eran el síntoma de que compartían el mismo deseo. El amor incontenible, mutuamente ocultado hasta aquel momento, se abría paso por las venas de ambos. Siguieron caminando en silencio, con la incómoda sensación de un descubrimiento que procuraban reprimir a toda costa. No osaban pronunciar palabra; tampoco repararon en el aspecto de la zona en que se adentraban. Y ninguno de los dos prestó atención a la repugnante deformidad de los troncos, los obscenos y monstruosos hongos cuya palidez mancillaba las sombras silvestres, las flores carmesíes que se exhibían provocativamente al sol. El hechizo de su lujuria se cernía sobre los amantes, ebrios por la mandrágora de la pasión. Todo lo que estaba más allá de sus cuerpos, de sus corazones, del latido de su ardiente sangre, era más difuso que los sueños.

La floresta se volvió más espesa, las ramas arqueadas semejaban urdimbres de tinieblas. Los ojos de criaturas feroces los contemplaron desde sus ocultas madrigueras, con destellos de malicioso carmesí o frío e intenso berilo. Y un pestilente hedor de aguas estancadas, asfixiadas por las hojas del último otoño, se alzó para dar la bienvenida a los amantes y para atenuar un poco el peligroso encantamiento que los atenazaba. Se detuvieron junto a un estanque circundado por rocas; los alisos multiplicaban sus deterioradas copas como deseando perpetuar para siempre los agónicos resabios de un caduco frenesí. Y allí, entre las ramas bajas de los alisos, entre un brote de hojas nuevas, descubrieron un rostro que les lanzó una mirada lasciva. Era una visión increíble. Durante unos instantes no pudieron creer lo que veían. Sobre la cara semihumana se alzaban dos cuernos entre una mata de grueso vello, ojos rasgados, boca animal, barba con cerdas de jabalí. La cara era vieja, inimaginablemente vieja, surcada por arrugas y líneas fruto de inequívocos eones de lujuria. La mirada era un crisol incontrolable de malicia y corrupción atesoradas desde los tiempos del paganismo. El rostro de Pan, desde su secreto escondrijo, contemplaba con odio a los intrusos.

Un terror de pesadilla se apoderó de Adele y Olivier: enseguida les vinieron a la memoria todas las leyendas. Se había roto el hechizo de su pasión, los efectos de la droga del deseo habían remitido por completo. Como si hubieran despertado de un profundo sueño, vieron aquella faz y percibieron, más allá del salvaje palpitar de su sangre, el eterno conflicto entre el bien y el mal, las carcajadas del terror, cuando la visión desapareció entre el ramaje. Estremecida, Adele se echó por primera vez en brazos de su amante.

-¿Habéis visto eso? -susurró.
Olivier la atrajo hacia sí. Ante aquella deliciosa proximidad, la repugnante criatura que habían visto se le hizo improbable e irreal. Sin duda alguna clase de contrahechizo había conjurado aquel horror hasta hacerlo desaparecer. Sin embargo, ignoraba si habían sido víctimas de una alucinación pasajera, una fantasía causada por las hojas de los alisos o por el demonio que decían que moraba en Averoigne. La estupefacción que había causado todo aquello carecía de fundamento lógico o racional. Fuera lo que fuese, se sentía muy feliz: gracias a eso, Adele se había refugiado en sus brazos. Sólo podía pensar en la proximidad, la calidez de los labios que durante tanto tiempo había ansiado besar. Comenzó a tranquilizarla, a disipar sus temores, a hacerle ver que todo podría haber sido fruto de la imaginación. Mezcló los esfuerzos por calmarla con ardientes declaraciones de amor. La besó... se olvidaron del sátiro...

Raoul los encontró juntos, tendidos sobre una alfombra de musgo dorado por los rayos del sol, que pasaban por el único resquicio que encontraron entre el elevado follaje. Ni lo vieron llegar ni lo oyeron cuando se detuvo, con el acero desenvainado ante aquella imagen de ilegítima felicidad. A punto estaba de ensartarlos de una sola estocada cuando sucedió algo tan inesperado como inconcebible. Con celeridad sobrenatural, una criatura de pelo castaño, un ser que no era ni hombre ni bestia, sino más bien infernal mezcla, surgió de las ramas de los alisos y arrebató a Adele de los brazos de Olivier. Raoul sólo pudo presenciar la acción fugazmente; después fue incapaz de describir cómo sucedió. Era el rostro que había contemplado con lujuria a los amantes desde la espesura. Sus extremidades y cuerpo pertenecían a los de criaturas propias de las leyendas antiguas. Desapareció tan inefablemente como había aparecido, llevándose consigo a la mujer entre sus brazos. Sus gritos de terror fueron anulados por los enloquecidos y diabólicos estertores de sus carcajadas.

La distancia fue apagando los gritos y carcajadas, entre la impenetrable espesura, hasta desaparecer por completo; luego se hizo un imperturbable silencio. Lo único que pudieron hacer Raoul y Olivier fue mirarse mutuamente con la más absoluta estupefacción.


El sabueso. H.P. Lovecraft (1890-1937)

En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas piadosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.

¡Que el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición.

Había estatuas y cuadros, todos perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en las cuales recogíamos nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan antigua que conseguimos abrirla.

Mucho era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta sonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.