viernes, 30 de agosto de 2024

Hubo una vez un gnomo. Henry Kuttner (1915-1958) C.L. Moore (1911-1987)

Tim Crockett nunca debió escabullirse dentro de la mina de la montaña Dornsef. Lo que se planea en California puede acarrear consecuencias desastrosas en las minas de carbón de Pensilvania, Especialmente cuando los gnomos están involucrados. Claro que Tim Crockett no sabía nada de los gnomos. El simplemente estaba estudiando las condiciones de vida de las clases bajas, por usar sus propias e impertinentes palabras. Pertenecía a un grupo de californianos del sur que habían resuelto que los trabajadores les necesitaban. No era precisamente así. Eran ellos quienes necesitaban trabajar, ocho horas al día, por lo menos. Crockett, como sus colegas, consideraba al trabajador una combinación de gorila y Hombre de la Azada que tal vez incluía a algún Kallikak entre sus ancestros. Hablaba enérgicamente de las minorías explotadas, escribía artículos virulentos para Tierra, el órgano del grupo, y se las compuso hábilmente para no ingresar como actuario en el bufete del padre. Tenía, según sus palabras, una misión. Lamentablemente, ni obreros ni opresores simpatizaban mucho con él. Cualquier psicólogo habría analizado fácilmente a Crockett. Era un jovenzuelo alto, delgado, vivaz, con ojillos acuosos y buen gusto para las corbatas. Todo lo que necesitaba era una buena patada en el trasero.

¡Pero ciertamente que no, propinada por un gnomo! Viajaba cómodamente por el país con el dinero de su padre, investigando las condiciones de trabajo, para gran fastidio de los trabajadores que encontraba. Fue con ese propósito que entró subrepticiamente en la mina de carbón Ayax —o al menos en una de sus fosas— después de disfrazarse de minero y tiznarse la cara con polvo negro. Al bajar en —el montacargas, lucía especialmente desaliñado en medio de un grupo de caras impecables. Los mineros eran sucios sólo después de un día de trabajo. La montaña Dornsef es una especie de colmena, pero no por los túneles de la Compañía Ayax. Los gnomos conocen modos de bloquear los túneles cuando los humanos cavan demasiado cerca. El lugar desorientó completamente a Crockett. Se limitó a seguir a los otros, hasta que se pusieron a trabajar. Una vagoneta llena pasó traqueteando por los rieles. Crockett titubeó, y luego abordó a un espécimen huraño que parecía llevar las señales de una gran aflicción estampadas en la cara.

—Oye —le dijo—. Quiero hablar contigo.
—¿Inglís? —preguntó el otro—. Viski. Yinebra. Vinu. Demonios.

Tras demostrar así su imperfecto dominio del idioma, soltó una risotada ronca y regresó al trabajo ignorando al desconcertado Crockett, que se lanzó a la búsqueda de otra víctima. Pero este sector de la mina parecía desierto. Otra vagoneta cargada le pasó al lado, y Crockett decidió averiguar de dónde venía. Lo consiguió después de golpearse dolorosamente la cabeza y caer de bruces por lo menos cinco veces. Venía de un agujero en la pared. Crockett entró, y simultáneamente oyó un grito ronco a sus espaldas. El desconocido ordenó a Crockett que regresara.

—¡Vuelve o te quiebro ese pescuezo cuadrado! —prometió, añadiendo un rosario de maldiciones siseantes—, ¡Fuera de allí!

Crockett miró hacia atrás, vio un amenazante perfil de gorila, y de inmediato comprendió que su estratagema había sido descubierta. Los propietarios de la mina Ayax tenían un matón para asesinarlo, o al menos para reducirle a una pulpa insensible. El terror prestó alas a los pies de Crockett. Frenético, echó a correr en busca de un túnel lateral donde perderse. Los bramidos del otro retumbaban contra las paredes. Y de pronto, Crockett oyó claramente una frase significativa:

—¡...antes que estalle esa dinamita!
En ese preciso instante la dinamita estalló. Crockett, sin embargo, no se enteró. Descubrió, muy fugazmente, que estaba volando. De golpe, el techo le detuvo dolorosamente. Después perdió el conocimiento, y cuando se recobró, vio una cabeza que le observaba fijamente. No era una cabeza alentadora, y por cierto no inspiraba un sentimiento instintivo de camaradería. En realidad era bastante extraña, cuando no repulsiva. Como Crockett ya tenía demasiado con mirarla, no advirtió que estaba viendo en la oscuridad. ¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente? Tenía el vago presentimiento de que había sido bastante. La explosión... ¿Qué? ¿Lo había sepultado detrás de un techo de roca desmoronado? Crockett no se habría sentido mucho mejor de haber sabido que estaba en un túnel agotado, ya sin valor, abandonado hacía mucho tiempo. Los mineros sabían que al dinamitar para abrir un nuevo conducto el viejo se derrumbaría, pero eso no importaba.

Salvo para Tim Crockett. Parpadeó, y cuando volvió a abrir los ojos la cabeza había desaparecido, Era un alivio. Crockett se convenció de que esa cosa desagradable había sido un espejismo. De hecho, costaba recordar el aspecto. Sólo le quedaba la vaga impresión de un perfil de nabo, grande, con ojos centelleantes, y una fisura increíblemente ancha en el lugar de la boca. Crockett se levantó, gruñendo. ¿De dónde venía ese resplandor plateado? Era como la luz del día en una tarde brumosa, que no procede de un foco específico ni arroja sombras. 'Radio', pensó Crockett, que sabía un poco de mineralogía. Estaba en un túnel que se iba angostando en la penumbra hasta un recodo abrupto a quince metros de distancia.

Detrás de él... Detrás de él, el techo se había derrumbado. Instantáneamente Crockett tuvo dificultades para respirar. Se lanzó de inmediato sobre el montículo ripioso, arrojando rocas aquí y allá, jadeando y emitiendo ruidos roncos e inarticulados. De pronto reparó en sus manos. Cejó poco a poco en sus esfuerzos hasta quedarse absolutamente inmóvil, acuclillado, mirándose los objetos grandes, nudosos y sorprendentes que le crecían de las muñecas. ¿Era posible que durante su período de inconsciencia se haya puesto mitones? En el mismo momento en que le asaltó esa idea Crockett comprendió que jamás se tejieron mitones ni remotamente parecidos a lo que él, muy lógicamente, suponía eran sus manos. Se le estremecieron ligeramente.

Quizás estaban embadurnadas de barro. No. No era barro. Las manos se le habían...alterado. Eran objetos enormes, rugosos, pardos, como nudosas raíces de roble. Una pelambre negra y rala les crecía en el dorso. Las uñas necesitaban manicura, por cierto. Preferiblemente con cincel. Crockett se miró a sí mismo. Emitió unos chillidos frágiles —testimonios de su incredulidad—. Tenía piernas rechonchas y arqueadas, gruesas y fuertes, de no más de medio metro de largo. Menos, en todo caso. Temblando de incertidumbre, Crockett exploraba su cuerpo. Había cambiado, y no ciertamente para mejor. Tenía poco más de un metro veinte de estatura, y un metro de ancho, con un torso redondeado, pies enormes y chatos, piernas gruesas y cortas, y le faltaba el cuello. Llevaba sandalias rojas, pantalones cortos y azules, y una túnica roja que dejaba descubiertos los brazos flacos y musculosos. La cabeza... Tenía forma de nabo. La boca... ¡Ay! Sin darse cuenta Crockett se había metido el puño dentro. Retiró de inmediato la mano ofensora, miró perplejo alrededor y se desplomó en el suelo. No podía ser cierto. Era totalmente imposible. Alucinaciones. Estaba muriendo de asfixia y en su agonía tenía visiones. Crockett cerró los ojos, de nuevo convencido de que sus pulmones buscaban aire.

—Me muero —dijo—. No p-puedo respirar.
—¡No creerás que estás respirando aire... —dijo una voz desdeñosa.
—Yo n-no...
Crockett no terminó la frase. Abrió de nuevo los ojos. Oía cosas. Las oyó de nuevo.
—Eres un gnomo bastante inservible —dijo la voz—. Pero bajo la ley de Nid no podemos elegir a gusto. No obstante, no servirás para extraer metales duros, por lo que veo. Tu velocidad será adecuada para la antracita. ¿Qué estás mirando? Eres mucho más feo que yo.

Crockett trató de relamerse los labios resecos y se horrorizó al descubrir que la punta de la lengua húmeda se le arrastraba con indolencia sobre los ojos. La retrajo con un fuerte chasquido y logró ponerse de pie. Después se quedó absolutamente quieto, mirando. La cabeza había desaparecido. Esta vez tenía un cuerpo debajo.

—Soy Gru Magru —dijo cordialmente—. Recibirás un nombre gnómico, desde luego, a menos que el tuyo sea suficientemente gutural. ¿Cuál es?
—Crockett —respondió el hombre, con voz aturdida y mecánica.
—¿En?
—Crockett.
—Deja de croar como una rana y... Oh, ya veo. Bien... Crockett. Ahora levántate y sígueme o recibirás una buena patada.

Pero Crockett no se levantó enseguida. Estaba observando a Gru Magru: un gnomo, obviamente. Baja, rechoncha y corpulenta, la figura de la criatura parecía un barrilito abultado coronado por un nabo invertido. El pelo formaba una mata puntiaguda; la raíz, por expresarlo así. En la cara de nabo había una boca inmensa con forma de ranura, una nariz con forma de botón, y dos ojazos enormes.

—¡Arriba! —dijo Gru Magru.

Esta vez Crockett obedeció, pero el esfuerzo le agotó por completo. Si volvía a moverse, enloquecería, pensó. Tal vez era lo mejor. Gnomos... Gru Magru le estampó el ancho pie en el lugar apropiado, y Crockett describió un arco que terminó en un pedrejón mellado desprendido del techo.

—Levántate —dijo el gnomo con gratuito mal humor— o te pateo otra vez. Ya es bastante molesta la posibilidad de que venga una patrulla de rescate. En cualquier momento podría toparme con un hombre, con.., ¡Arriba!

Crockett se levantó. Gru Magru!e aferró el brazo y lo empujó hacia las profundidades del túnel.

—Bien, ahora eres un gnomo —le dijo—. Es la ley de Nid. A veces me pregunto si vale la pena. Pero supongo qur sí... Los gnomos no pueden propagarse, y de alguna manera hay que conservar la población media.
—Quiero morir —rezongó Crockett.
—Los gnomos no pueden morir —rió Ma Gru—. Son inmortales, hasta el Día. Me refiero al Día del Juicio.
—No eres lógico —señaló Crockett, como si al rechazar tan sólo un factor rechazara automáticamente todo ese asunto increíble—. O bien eres de carne y hueso y eventualmente morirás, o bien no lo eres, y entonces no eres real.
—Oh, claro que somos de carne y hueso —dijo Gru Magru—. Pero no somos mortales. Esa es la diferencia. Y atención, que no tengo nada contra ciertos mortales —se apresuró a explicar—. Los murciélagos, por ejemplo. Y las lechuzas..., de acuerdo. ¡Pero los hombres...! —se estremeció—. Ningún gnomo puede tolerar la visión de un hombre.
Crockett encontró la tabla de su salvación.
—Yo soy hombre.
—Lo eras, querrás decir —dijo Gru—. Tampoco eres un espécimen muy bueno, por cierto. Pero ahora eres gnomo. Es la ley de Nid.
—No hablas más que de la ley de Nid —se quejó el flamante gnomo.
—Claro, tú no comprendes —dijo Gru Magru con tono algo paternal—. Es así. En los tiempos antiguos se decretó que la décima parte de los humanos que se perdieran en la tierra inferior serían transformados en gnomos. El primer emperador gnomo lo dispuso así,.., Podrang III. Al ver que las hadas podían raptar niños humanos y conservarlos, fue a hablar con las autoridades al respecto; dijo que era injusto, así que cuando los mineros y otros se pierden bajo tierra, una décima parte se transforma en gnomos y se nos une. Es lo que a ti te ha ocurrido, ¿entiendes?
—No —masculló Crockett—. Mira. Me has dicho que el primer emperador gnomo fue Podrang. ¿Por qué se llamaba Podrang III?
—No hay tiempo para preguntas. ¡De prisa!

Gru Magru ahora iba casi corriendo. Arrastraba al desdichado Crockett. El nuevo gnomo todavía no dominaba sus extrañas extremidades, y como las sandalias eran demasiado anchas, se apoyaba pesadamente en la mano derecha. Después aprendió a mantener los brazos arqueados y pegados a los flancos. Las paredes, iluminadas por el extraño resplandor plateado, pasaban rápidamente.

—¿Qué es esa luz? —atinó a jadear Crockett—. ¿De dónde viene?
—¿Luz? —preguntó Gru Magru—. No es luz.
—Pero...no es oscuridad.
—Por supuesto que es oscuridad —repuso el gnomo—. ¿Cómo podríanlos vei si no fuera oscuridad?

Para esto no había réplica comprensible, excepto un alarido frenético, pensó Crockett. Y necesitaba todo el aliento para correr. Ahora estaba en un laberinto, y doblaban sucesivos recodos por túneles innumerables y sinuosos. Crockett sabía que nunca podría volver sobre sus pasos. Lamentó haber dejado la escena del derrumbe. ¿Pero cómo haberlo evitado?

—¡De prisa! —insistía Gru Magru—, ¡De prisa!
—¿Por qué? —jadeó Crockett.
—¡Hay una pelea! —dijo el gnomo.

En ese preciso instante doblaron un recodo y casi tropezaron con la pelea. Una masa hormigueante de gnomos colmaba el túnel batallando con frenesí. Pantalones y túnicas rojos y azules formaban un tapiz inquieto y bullente; cabezas de nabo subían y bajaban con ferocidad. Parecía ser que todos peleaban contra todos.

—¡Mira! —comentó Gru—. ¡Una pelea! Pude olería a seis túneles de aquí. ¡Qué belleza! —se agachó cuando un gnomo pequeño y de cara maligna salió del montón para tomar una piedra y arrojársela con perversa precisión. El proyectil erró el blanco y Gru, olvidando a su cautivo, se arrojó de inmediato sobre el gnomo, lo tumbó en el suelo y empezó a golpearle la cabeza contra la roca. Ambos bandos gritaban a todo pulmón, y las voces se perdían en el clamor ensordecedor que reverberaba a través del túnel.
—Cielo santo —musitó Crockett.

Se quedó mirando, lo cual fue un error. Un gnomo enorme dejó la refriega, tomó a Crockett de los pies y lo arrojó por el aire. El aterrado y desprevenido proyectil cruzó el túnel para estrellarse pesadamente contra algo que dijo " ¡uuuff!" Había una maraña de brazos y piernas deformes. Al levantarse, Crockett descubrió que había volteado a Un gnomo ceñudo y de pelo rojo flamígeo, con cuatro botones de diamante en la túnica. Esta criatura repulsiva yacía inmóvil, fuera de combate. Crockett se pasó revista a las heridas: no tenía ninguna. Al menos su nuevo cuerpo era resistente.

—¡Me has salvado! —dijo una nueva voz, que pertenecía a...una dama gnomo.

Crockett pensó que si había algo más feo que un gnomo, eso era 'la gnoma'. La criatura estaba agazapada a sus espaldas, blandiendo una roca con la manaza. Crockett se agachó.

—No te atacaré a ti —aulló la otra por encima de la barahúnda que atronaba el pasadizo—. ¡Tú irte salvaste...! Mugza estaba tratando de arrancarme las orejas. ¡Oh, está despertando!

El gnomo pelirrojo recobraba el conocimiento. Lo primero que hizo fue levantar los pies y sin ponerse de pie, darle a Crockett una patada que lo mandó al extremo opuesto del túnel. El gnomo femenino se sentó inmediatamente sobre el pecho de Mugza y le golpeó la cabeza con la roca hasta inmovilizarlo. Luego se levantó.

—¿No estás herido? —le preguntó a Crockett—. ¡Bien! Soy Brockle Buhn... ¡Oh, mira! ¡Perderá la cabeza en un minuto!

Crockett se volvió para comprobar que su ex guía, Gru Magru, tironeaba gnómicamente de la cabeza de un rival no identificado con el aparente propósito de arrancársela.

—¿Por qué todo este lío? —aulló Crockett—. Eh... Brockle Buhn. ¡Brockle Buhn! Ella se volvió de mala gana.
—¿Qué...
—¡La pelea! ¿Corno empezó?
—Yo la empecé —explicó ella—. Dije: "hagamos una pelea", y luego empezamos.
—Oh. ¿Eso fue todo?
—Por supuesto —Brockle Buhn cabeceó—. ¿Cómo te llamas?
—Crockett.
—Eres nuevo aquí, ¿verdad? Oh, ya sé... ¡Eras humano! —de pronto una luz nueva le destelló en los ojos protuberantes—. Crockett, quizá tu puedas explicarme algo... ¿Qué es un beso?
—¿Un...beso? —repitió Crockett, alelado.
—Sí. Una vez. estaba escuchando dentro de una loma, y oí a dos seres humanos hablando... Hombre y mujer, por sus voces. No me atreví a mirarles, desde luego. Pero el hombre le pidió un beso a la mujer.
—Oh —dijo Crockett con voz neutra—. ¿Le pidió un beso, eh?
—Y se oyó como un chasquido húmedo y la mujer dijo que era maravilloso. Me ha intrigado desde entonces. Porque si un gnomo me pidiera un beso, yo no sabría a qué se refiere.
—¿Los gnomos no se besan? —preguntó Crockett con tono de distraído.
—Los gnomos cavan —dijo Brockle Buhn—. Y comemos. Me gusta comer. ¿Un beso es como la sopa de lodo?
—Bien..., no exactamente —Crockett se las compuso para explicarle la mecánica osculatoria.
La muchacha gnomo guardó un reflexivo silencio.
—Te daré un beso —dijo al fin, con aire de ofrecerle sopa de lodo a un hambriento.
Crockett tuvo una visión pesadillesca donde su cabeza entera era engullida por esa mandíbula descomunal. Y retrocedió.
—No, no —balbuceó—. Mejor que no.
—Entonces peleemos—. Dijo Brockle Buhn sin rencor, y le tiró un puñetazo que rebotó dolorosamente contra la oreja de Crockett—. Oh, no —dijo apesadumbrada, apartándose—. La pelea ha terminado. ¿No fue muy larga, verdad?

Crockett se frotaba la oreja lastimada. Veía que en todas partes los gnomos se recobraban y volvían presurosos a sus tareas. Parecían haber olvidado totalmente el reciente conflicto. El túnel estaba de nuevo en silencio, salvo por el palmoteo de los pies de los gnomos sobre la roca. Gru Magru se les acercó con una sonrisa jovial, para saludarles.

—Hola, Brockle Buhn. Una buena pelea, ¿eh? ¿Quién es éste? —señaló el cuerpo postrado de Mugza, el gnomo pelirrojo.
—Mugza —dijo Brockle Buhn—. Todavía sigue desmayado. Pateémosle —y procedieron a patearlo con gran entusiasmo mientras Crockett, observador, decidía no permitir que le golpearan cuando él estuviera inconsciente. Pero..., ¿cómo?
Finalmente, sin embargo, Gru Magru se cansó del juego y volvió a tomar a Crockett del brazo.
—Ven conmigo —dijo, y avanzaron a lo largo del túnel mientras Brockle Buhn se dedicaba a brincar sobre el estómago de Mugza.
—Parece que no os importa golpear a la gente desmayada, ¿eh? —aventuró Crockett.
—Es mucho más divertido —le aseguró Gru—. Así puedes darles donde se te antoja... Ven. Tendrás que ser presentado. Día nuevo, gnomo nuevo. Conserva estable la población —explicó, y se puso a tararear una cancioncilla.
—Mira —dijo Crockett—. Se me acaba de ocurrir algo. Dices que los humanos son transformados en gnomos para mantener la estabilidad de la población. Pero si los gnomos no mueren, ¿no significa que ahora hay más gnomos que nunca? La población sigue aumentando, ¿verdad?
—Cállate —ordenó Gru Magru—. Estoy cantando.
Era una canción bastante desafinada. Crockett, con la cabeza hecha un torbellino, se preguntó si los gnomos tendrían un himno nacional. Quizás "nananá con rocas" o algo por el estilo.
—Vamos a ver al emperador —dijo al fin Gru—. Siempre ve a los gnomos nuevos.
Mejor que le produzcas una buena impresión, o te pondrá a hacer minería de lava.
—Eh... —Crockett se miró la túnica mugrienta—. ¿No será mejor que me limpie un poco? Esa pelea me ha dejado muy mal.
—No fue la pelea —dijo ofensivamente Gru—. ¿Pero cuál es tu problema? Yo no veo nada fuera de lugar.
—Mis ropas... Están sucias.
—No te preocupes por eso —dijo el otro—. Es una suciedad mugrienta y saludable, ¿no? ¡Espera! —se detuvo, se agachó, recogió un puñado de polvo y frotó el pelo y la cara de Crockett—. Así está mejor.
—Yo... ¡Pfff! Gracias... ¡Pff! —dijo el flamante estreno de gnomo—. Espero estar soñando. Pues de lo contrario...

No terminó. Crockett sentía náuseas. Atravesaron un laberinto muy por debajo de la montaña de Dornsef, y finalmente salieron a una cámara espaciosa y desnuda con un trono de roca en un extremo. Un gnomo pequeño estaba sentado en el trono cortándose las uñas de los pies.

—Feliz oscuridad —saludó Gru—, ¿Dónde está el emperador?
—Tomando un baño —dijo el otro—. Ojalá se ahogue. Lodo, lodo, lodo... Mañana, tarde y noche. Primero está muy caliente, después está muy frío. Después está muy espeso. Me gasto ¡os dedos preparándole los baños de lodo, y todo lo que recibo es una patada —continuó quejosamente el gnomo—. Hasta la suciedad tiene un límite. Tres baños de lodo por día es exagerar demasiado. ¡Y sin la menor consideración por mí! Oh, no. Hoy me llamó sabandija. Dijo que no había terrones duros en el lodo. Bien, ¿por qué no? Esa maldita arcilla que estuvimos trayendo es capaz de revolverle el estómago a un gusano. Encontraréis a Su Majestad allí dentro —terminó el pequeño gnomo, señalando con el pie una arcada en la pared.

Crockett fue arrastrado al cuarto contiguo, donde un gnomo gordinflón estaba sentado en una cavidad llena de lodo pardo y humeante. A través de la viscosidad que lo cubría sólo se le veían los ojos. Se llenaba las manos de lodo y se lo dejaba gotear en la cabeza con una risita senil.

—Lodo —¡e comentó satisfecho a Gru Magru, con una voz que parecía un rugido de león—. No hay nada comparable. El lodo es espléndido. ¡Ah!

Gru se daba cabezazos contra el suelo, y con la enorme manaza ceñía el cuello de Crockett para obligarle a hacer lo mismo.

—Oh, levantaos —dijo el emperador—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho este gnomo? Habla.
—Es nuevo —explicó Gru—. Lo encontré en la zona superior. La ley de Nid, ya sabes.
—Sí, por supuesto. Echémosle un vistazo. ¡Ugh! Yo soy Podrang II, emperador de los gnomos. ¿Qué tienes que decir?
Todo lo que se le ocurrió a Crockett fue:
—¿Cómo... ¿Cómo puedes ser Podrang II? Creí que el primer emperador había sido Podrang III.
—Un charlatán —dijo Podrang II, y desapareció bajo la superficie del lodo, resoplando al emerger—. Encárgate de él, Gru. Al principio trabajo liviano. Que extraiga antracita. Y cuidado con comerla mientras trabajas —le advirtió al asombrado Crockett—.Cuando hayas cumplido un siglo aquí, se te permitirá un baño de lodo por día. No hay nada como un baño —agregó embadurnándose la cara con la mano pegajosa.
De golpe se quedó tieso. Soltó un rugido de león.
—¡Druck! ¡Druck!

El pequeño gnomo que Crockett había visto en la sala del trono entró a toda prisa agitando las manos.
—¡Majestad! ¿El lodo no está bien tibio?
—¡Burbuja rastrera! —bramó Podrang II—. ¡Baboso, vástago de seis mil hediondeces individuales! ¡Ojos de mica, incompetente, orejas serpeantes! ¡Eres una mancha que se retuerce sobre el buen nombre de los gnomos! ¡Error geológico! ¡Pedazo de... De...!
Druck aprovechó la momentánea trabazón del amo.
—Es lodo del mejor, Majestad. Lo he refinado personalmente. Oh, Majestad. ¿Qué ocurre?
—¡Hay un gusano dentro! —bramó Su Majestad, y barbotó una sarta de maldiciones tan injuriosas que casi hacía hervir el lodo.
Crockett, tapándose los oídos, se dejó arrastrar por Gru Magra.
—Me gustaría trenzarme con el viejo en una pelea —rezongó Gru, cuando estuvieron a una distancia prudente—. Pero, claro, recurriría a la magia... Así es él. El mejor emperador que jamás hayamos tenido. Por nada del mundo jugaría limpio.
—Oh —dijo distraídamente Crockett—. ¿Y qué haremos ahora?
—Has oído a Podrang, ¿verdad? A extraer antracita. Y si te sorprendo comiéndola, te hago tragar los dientes de una patada.
Cavilando sobre el mal genio de los gnomos, Crockett se dejó conducir a una galería donde docenas de gnomos de ambos sexos blandían picas y zapas con furioso vigor.
—Es aquí —dijo Gru—. ¡Adelante! A extraer antracita. Trabajas veinte horas, luego duermes seis.
—¿Y después?
—Después a cavar de nuevo —explicó Gru—. Te corresponde un breve descanso cada diez horas. Entretanto no debes dejar de cavar, a menos que haya una pelea. Ahora te diré cómo localizar el carbón. Simplemente piensa en él.
—¿Eh?
—¿Cómo crees que te hallé a ti? —preguntó Gru con impaciencia—. Los gnomos tienen...ciertos sentidos. Según la leyenda las hadas pueden encontrar agua con una horqueta. Bien, a nosotros nos atraen los metales. Piensa en la antracita —terminó, y Crockett obedeció; instantáneamente se volvió a la pared del túnel que tenía más cerca—.¿Ves cómo funciona? —sonrió Gru—. Evolución natural, supongo. Funcional. Tenemos que saber dónde están los depósitos subterráneos, para eso las autoridades nos dieron este sentido cuando fuimos creados. Piensa en un filón de metal o cualquier depósito mineral, y serás atraído por él. Del mismo modo la luz del día repele a todos los gnomos.
—¿Qué dices? —Crockett se sobresaltó ligeramente—. No lo entiendo.
—Negativo y positivo. Necesitamos los depósitos, así que somos atraídos por ellos. La luz del día nos hace daño, y si creemos estar muy cerca de la superficie pensamos en la luz y nos repele. ¡Inténtalo!
Crockett obedeció. Algo le presionaba la coronilla, al parecer.
—Derecho hacia arriba —confirmó Gru—. Pero está muy lejos. Una vez vi la luz del día. Y también un hombre —miró fijamente al otro—. Olvidé explicarte... Los gnomos no toleran ver a los seres humanos. Ellos...bien, hay un límite de la fealdad que pueden tolerar nuestros ojos. Ahora eres uno de nosotros y te ocurrirá lo mismo. Mantente alejado de la luz del día, y nunca mires a un hombre. Es por el bien de tu cordura.

Una idea despertó en la mente de Crockett. Entonces podría salir de este laberinto de túneles guiándose por el nuevo sentido, que lo llevaría hacia la luz. Después..., bien, al menos estaría en la superficie... Después que Gru Magra le instalara entre dos gnomos atareados y le pusiera una pica en las manos, el tutor le dijo:

—Bien. A trabajar.
—Gracias por... —empezó Crockett, cuando de pronto Gru Magru le pateó y se marchó canturreando alegremente en voz baja.

Otro gnomo se acercó, vio a Crockett inmóvil y le dijo que pusiera manos a la obra, acompañando la orden con un golpe en la oreja ya magullada. Crockett no tuvo más remedio que recoger el pico y ponerse a arrancar antracita de la pared.

—¡Crockett! —dijo una voz familiar—, ¡Eres tú! Imaginé que te mandarían aquí. Era Brockle Buhn, el gnomo femenino que Crockett había conocido antes. Blandía un pico como los demás, pero lo soltó para sonreírle al compañero.
—No estarás mucho tiempo aquí —le consoló—. Diez años, más o menos, a menos que te busques problemas. Luego te encomendarán trabajos realmente duros.
A Crockett ya le dolían las manos.
—¿Trabajos duros? En cualquier momento se me caen los brazos —se reclinó sobre el pico—. ¿Este es tu puesto?
—Sí, pero rara vez estoy aquí. Casi siempre me castigan. Suelo causar problemas. Me como la antracita —hizo una demostración, y el audible crujido hizo estremecer a Crockett.
Entonces se acercó el capataz. Brockle Buhn se dio prisa en tragar.
—¿Qué pasa? —refunfuñó—. ¿Por qué no estáis trabajando?
—Estábamos a punto de pelear —explicó Brockle Buhn.
—Oh... ¿Vosotros dos, solamente, o puedo intervenir?
—Estáis todos invitados —ofreció ese gnomo tan poco femenino, y descargó el pico sobre la cabeza del desprevenido Crockett, que cayó redondo.

Al despertar, un rato después, investigó sobre sus costillas doloridas y se convenció de que Brockle Buhn le había pateado después de que perdiera el conocimiento. ¡Qué gnomo! Crockett se levantó. Estaba en el mismo túnel. Docenas de gnomos cavaban sin parar. El capataz se les acercó.

-¿Despierto...eh? ¡A trabajar!
El aturdido Crockett obedeció. Brockle Buhn le saludó con una sonrisa complacida.
—Te has perdido una buena... Conseguí una oreja..., ¿ves? —la mostró; Crockett se apresuró a explorarse con la mano: no era suya.

Cavar... Cavar... Cavar... Las horas pasaban lentamente. Crockett nunca había trabajado tan duro en su vida. Pero notó que ningún gnomo se quejaba. Veinte horas de trabajo, con un breve paréntesis. Durante el descanso, él caía a dormir. Y después... Cavar... Cavar... Cavar... Sin dejar de trabajar, Brockle Buhn le dijo:

—Creo que serás un buen gnomo, Crockett. Ya te estás endureciendo. Nadie creería que una vez fuiste hombre.
—Oh... ¿No?
—No. ¿Qué eras? ¿Minero...?
—Era... —Crockett se interrumpió de golpe; los ojos le brillaron extrañamente—. Era sindicalista —terminó.
—¿Qué es eso?
—¿No has oído hablar de los sindicatos? —preguntó Crockett, con una mirada intensa.
—¿Es un filón? —Brockle Buhn meneó la cabeza—. No, nunca. ¿Qué es un sindicato?

Crockett le explicó. Ningún sindicalista genuino habría aceptado esa explicación. Lo menos que se podría decir de ella es que era tendenciosa. Brockle Buhn parecía perpleja.

—No entiendo bien a qué te refieres, pero supongo que tienes razón.
—Prueba de este modo —dijo Crockett—: ¿no te cansas de trabajar veinte horas por día?
—Claro. ¿Quién no?
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Siempre lo hemos hecho —dyo indulgentemente Brockle Buhn—. No podemos parar.
—Supón que todos lo hicierais —insistió Crockett—. Todos y cada uno de los gnomos. Supón que haces una huelga...
—Me castigarían, me apalearían con estalactitas...
—Supón que todos hacéis una huelga.
—Estás loco —dijo Brockle Buhn—. Nunca sucedió algo así. Es...humano.
—Nunca sucedió nada parecido a un beso, tampoco —dijo Crockett—. ¡No, no quiero ninguno! Y pelear, mucho menos, por favor. Santo cielo, déjame entender vuestra organización. La mayoría de los gnomos trabaja para beneficio de la clase dominante.
—No. Simplemente trabajamos.
—¿Pero por qué?
—Siempre lo hacemos. Y el emperador quiere que lo hagamos.
—¿Ha trabajado el emperador alguna vez? —preguntó Crockett con aire triunfal—. ¡No! ¡El sólo se dedica a los baños de lodo! ¿Por qué los demás gnomos no gozan del mismo privilegio? ¿Por qué...?

El sindicalista siguió hablando mientras trabajaba, explayándose en los detalles. Brockle Buhn le escuchaba can creciente interés. Y al fin tragó el anzuelo con sedal y todo. Una hora más tarde asentía con entusiasmo.

—Pasaré la voz. Esta noche. En la Cueva Rugiente. Después de trabajar.
—Espera un minuto —objetó Crockett—. ¿Cuántos gnomos podríamos conseguir?
—Bien... No muchos. ¿Treinta?
—Antes, tendremos que organizamos. Necesitamos un plan definido.
Brockle Buhn se fue por la tangente.
—Peleemos.
—¡No! ¿Quieres escucharme? Necesitamos un...consejo. ¿Quién es el más pendenciero?
—Mugza, creo —dijo ella—. El gnomo pelirrojo que desmayaste cuando él me golpeó.

Crockett frunció el ceño. ¿Mugza le guardaría rencor? Probablemente no. O mejor dicho, no sería peor que los otros gnomos. Quizá Mugza intentara acogotarlo, pero haría lo mismo con cualquier otro gnomo. Además, como le explicara Brockle Buhn, Mugza era el equivalente gnómico a un duque. Su respaldo podía ser valioso.

—Y Gru Magru —sugirió ella—. Adora las cosas nuevas, especialmente si causan revuelo.
—Sí —no eran los dos que Crockett hubiera elegido, pero a él no se le ocurrían otros candidatos—. Si pudiéramos conseguir a alguien cercano al emperador... ¿Qué te parece Druck... El que le prepara los baños de lodo a Podrang?
—¿Por qué no? Yo lo arreglaré.

Brockle Buhn perdió el interés y subrepticiamente se puso a comer antracita. Como el capataz le estaba mirando, el resultado fue una riña violenta que a Crockett le dejó un ojo morado; después, él volvió al trabajo maldiciendo entre dientes. Pero entretanto tuvo tiempo para cambiar unas palabras más con Brockle Buhn. Ella se encargaría. Esa noche los conspiradores celebrarían una reunión clandestina. Crockett había estado anhelando un buen descanso, pero la oportunidad era demasiado buena para dejarla ir. No tenía deseos de continuar con su desagradable tarea de extraer antracita. El cuerpo le dolía terriblemente. Además, si era posible incitar a los gnomos a una huelga tal vez así podría presionar a Podrang II. Gru Magru había dicho que el emperador era mago. Quizá fuera capaz de devolverle a su condición de hombre...

—Nunca lo ha hecho —respondió Brockle Buhn, y entonces Crockett comprendió que había pensado en voz alta.
—Pero tal vez pueda hacerlo, pienso... Si lo quisiera.

Brockle Buhn simplemente se estremeció, pero él atisbo un rayo de esperanza. ¡Volver a ser humano...!

Cavar... Cavar... Cavar... Cavar... Con regularidad monótona y entumecedora Crockett se hundía en el embotamiento. A menos que llevara a los gnomos a la huelga, enfrentaba una eternidad de faenas agotadoras. Apenas se dio cuenta de que perdía el conocimiento, de que Brockle Buhn le metía la mano rugosa bajo el brazo, de que le llevaban a través de pasadizos hasta un cubículo diminuto, que era su nuevo hogar. La gnoma le dejó allí y él se encaramó a un catre de piedra y se durmió. Poco después le despertó un puntapié. Parpadeando, Crockett se incorporó, eludiendo instintivamente el golpe que Gru Magru le dirigía a la cabeza. Tenía cuatro visitantes: Gru, Brockle Buhn, Druck y el pelirrojo Mugza.

—Lamento haber despertado tan pronto —dijo Crockett con irónica amargura—. De lo contrario podrías haber seguido pateándome a tu entero gusto...
—Oh, no faltará oportunidad —dijo Gru—, Ahora, ¿a qué viene todo esto? Quería dormir, pero Brockle Buhn me dijo que habría pelea. Una grande, ¿eh?
—Primero a comer —dijo con firmeza Brockle Buhn—. Prepararé sopa de lodo para todos —se dirigió a un rincón y se puso a preparar un refrigerio.

Los otros gnomos se acuclillaron y Crockett se sentó en el borde del catre, aún medio dormido. Pero atinó a explicar su idea del sindicato. Fue recibida con interés, pero reparó que ese interés respondía a la mera posibilidad de una riña descomunal.

—¿Quieres decir que todos los gnomos de Dornsef atacan al emperador? —preguntó Gru.
—¡No, no! Arbitraje pacífico. Simplemente nos negamos a trabajar. Todos.
—Yo no puedo —dijo Druck—. Podrang tiene que tomar sus baños de lodo, maldita babosa gordinflona. Me enviaría a ¡as fumarolas hasta que me asara.
—¿Quién te llevaría? —preguntó Crockett.
—Oh... Los guardias, supongo.
—Pero ellos también estarían en huelga. Nadie obedecería a Podrang hasta que él cediera.
—Entonces me hechizaría —dijo Druek.
—No puede hechizarnos a todos —repuso Crockett.
—Pero me hechizaría a mí —dijo Druck resueltamente—. Además, sí que podría lanzar un hechizo sobre todos los gnomos de Dornsef... Transformarnos en estalactitas, o algo por el estilo.
—¿Y qué? No tendría más gnomos. Algo es mejor que nada. Simplemente emplearemos la lógica contra él. ¿No preferiría que se trabajara menos en vez de nada?
—El no —terció Gru—. Preferiría hechizarnos, sin duda. Oh, es un dechado de maldad —terminó aprobatoriamente el gnomo.

Pero Crockett se negaba a creerlo. Era demasiado ajeno a su comprensión de la psicología... humana, desde luego. Se volvió a Mugza, que temblaba de furia. —¿Qué opinas tú?

—Quiero pelear —dijo el otro rencorosamente—. Quiero patear a alguien.
—¿No te gustaría bañarte en lodo tres veces por día?
—Claro —gruñó Mugza—. Pero el emperador no me deja.
—¿Por qué no?
—Porque me gustaría.
—No puedes darte por vencido —dijo Crockett desesperado—. La vida no es sólo...cavar.
—Claro. También están las peleas. Podrang nos deja pelear a nuestro antojo.
Crockett tuvo una inspiración súbita.
—Pero ese es el problema. ¡Va a cancelar las peleas! Decretará una prohibición general de pelear, menos para sí mismo...
Fue un golpe de mano eficaz. Todos los gnomos saltaron.
—¡Cancelar las peleas! —vociferó Gru, incrédulo—. Caramba, siempre hemos peleado...
—Bien, dejaréis de hacerlo —insistió Crockett.
—¡Jamás!
—¡Exacto! ¿Por qué razón? Todos los gnomos tienen derecho a la vida, la libertad, Sos esfuerzos...pugilísticos.
—Démosle una tunda a Podrang —sugirió Mugza, aceptándole a Brockle Buhn un cuenco de humeante sopa de lodo.
—No, ese no es el modo... A mí no me sirvas, Brockle Buhn, muchas gracias —dijo Crockett para rechazar su ración de potaje—. Como estaba diciendo, no es el modo. Lo que necesitamos es una huelga. Pacíficamente obligaremos a Podrang a darnos lo que queremos —se volvió a Durck—. ¿Qué puede hacer Podrang si todos nos quedamos sentados rehusando trabajar?
Et pequeño gnomo reflexionó.
—Maldecir. Y patearme.
—Sí... Y después, ¿qué...
—Después hechizaría a todo el mundo, túnel por túnel.
—Aja —asintió Crockett—. Eso es importante. Lo que hace falta es solidaridad. Si Podrang sorprende a unos pocos gnomos, puede darles un buen susto. Pero si todos estamos unidos... ¡Eso es! Cuando se declare la huelga, todos nos encontraremos en la cueva más grande de la montaña.
—Esa es la Cámara del Consejo —dijo Gru—. Al lado de la sala del trono de Podrang.
—Bien. Nos reuniremos allí. ¿Cuántos gnomos se nos unirán?
—Todos —gruñó Mugza, arrojando el cuenco de sopa a la cabeza de Druck—. El emperador no puede cancelar las peleas.
—¿Y cuáles serían las armas de Podrang, Druck?
—Podría utilizar los Huevos de Basilisco —dijo el otro dubitativamente.
—¿Qué es eso?
—En realidad no son huevos —intervino Gru—. Son gemas mágicas para encantamientos múltiples. Cada una obra hechizos diferentes. Los verdes son para transformar a la gente en gusanos, creo. Podrang rompe uno y el encantamiento se propaga unos seis metros. Los rojos son..., veamos. Son para transformar a los gnomos en seres humanos. Aunque eso es demasiado cruel. No... Sí. Los azules...
—¿En seres humanos? —Crockett dilató los ojos—. ¿Y dónde se guardan esos huevos?
—Peleemos —insistió Mugza abalanzándose sobre el pequeño Druck, que chilló con frenesí y se defendió del atacante partiéndole el cuenco de sopa en la cabeza. Brockle Buhn se unió a la refriega pateando imparcialmente a los dos rivales, hasta que Gru Magru la tumbó. Poco después el cuarto se pobló con los alaridos entusiastas de una batalla gnómica. La participación de Crockett fue inevitable...

De todos los seres vivientes increíbles y perversos que hayan existido jamás, los gnomos casi eran los más insólitos. Era imposible entender su filosofía. Sus mentes seguían otros rumbos que los habitualmente tomados por las inteligencias humanas. Carecían de los instintos vitales en los humanos, como el de supervivencia individual y racial. No morían ni se propagaban. Simplemente trabajaban y peleaban. Monstruitos de malas pulgas, pensaba Crockett con irritación. Pero existían desde hacía...milenios. Tal vez desde el principio. Ese organismo social era el resultado de una evolución mucho más antigua que la del hombre. Tal vez era adecuada para los gnomos. Quizá Crockett estaba mellando los engranajes del mecanismo. ¿Y qué? El no se pasaría una eternidad extrayendo antracita, aunque retrospectivamente recordaba sentir un curioso estremecimiento de vago placer mientras trabajaba. Tal vez cavar era divertido para los gnomos. Ciertamente para ellos era una raison d'étre. Con el tiempo, el mismo Crockett quizá iría perdiendo sus aficiones humanas hasta metamorfosearse completamente en gnomo. ¿Qué había ocurrido con los otros humanos que habían sufrido una alteración similar? Todos los gnomos, al parecer, son iguales. Pero quizá Gru Magru había sido humano una vez, o Druck, o Brockle Buhn.
Ahora eran los gnomos, en todo caso. Y pensaban y existían totalmente como gnomos. Y con el tiempo él sería exactamente igual a ellos. Ya había adquirido el extraño tropismo que lo atraía a los metales y lo alejaba de la luz diurna. ¡Pero no le gustaba cavar! Trató de recordar lo poco que sabía sobre los gnomos: mineros y artesanos que vivían bajo tierra. Había algo sobre los pictos, hombres de talla escasa que se ocultaron bajo tierra cuando Inglaterra fue invadida hace muchos siglos. Eso parecía relacionarse vagamente con el temor de los gnomos por los seres humanos. Pero los gnomos no descendían de los pictos, por cierto. Muy probablemente las dos razas y especies se habían identificado al ocupar el mismo hábitat.

Bueno, eso era inconducente. ¿Y el emperador? Parece que no era un gnomo muy inteligente, pero era mago. Esas gemas —los Huevos de Basilisco— eran significativas. Si pudiera apoderarse de las que transformaban a los gnomos en hombres... Pero obviamente no podía por el momento. Mejor esperar. Hasta que se declare la huelga. La huelga... Crockett se durmió... Le despertó Brockle Buhn, que parecía haberle adoptado. Es probable que fuera la curiosidad de ella por los besos. De vez en cuando se ofrecía besar a Crockett, pero él era terminante en la negativa. En cambio, ella le preparó el desayuno. Al menos, pensó sombríamente Crockett, su organismo asimilaría bastante hierro; después de todo las astillas oxidadas eran bastante parecidas a los copos de maíz. Brockle Buhn aderezó el menjunje con polvo de carbón, un condimento especial. Bien, sin duda el sistema digestivo también se le había alterado. Crockett deseó poder tomarse una radiografía de las entrañas. Luego pensó que sería demasiado perturbadora y que era mejor no saber... Pero le costaba reprimir la curiosidad. ¿Engranajes en el estómago? ¿Pequeñas piedras de molino? ¿Qué pasaría si ingiriera inadvertidamente polvo de esmeril? Tal vez podría sabotear al emperador de esa manera...

Al notar que ya era demasiado divagar, Crockett engulló el resto del desayuno y siguió a Brockle Buhn al túnel de antracita.
—¿Y la huelga? ¿Qué novedades hay?
—Todo bien, Crockett —ella sonrió y Crockett torció la cara ante el espectáculo—. Esta noche todos los gnomos se reunirán en la Cueva Rugiente. Después de trabajar.

No hubo tiempo para conversar más. Llegó el capataz y los gnomos recogieron los picos. Cavar... Cavar... Cavar... Siempre al mismo ritmo. Crockett sudaba y trajinaba. No sería por mucho tiempo. La mente se le embotó de tal manera que se amodorró despierto, y los músculos le reaccionaban automáticamente. Cavar, cavar y cavar. A cada tanto, una pelea. Una vez un período de descanso. Luego a cavar otra vez. Cinco siglos más tarde se acabó la jornada. Era hora de dormir. Pero había algo mucho más importante. La reunión sindical en Cueva Rugiente. Brockle Buhn le condujo hasta ahí, una vasta caverna adornada con estalactitas verdes y relucientes. Acudían gnomos. Gnomos y más gnomos. Las cabezas de nabos estaban por todas partes. Se iniciaron varias peleas. Gru Magru, Mugza y Druck se instalaron cerca de Crockett. Durante una tregua Brockle Buhn lo empujó hacia una plataforma de roca que sobresalía del suelo.

—Ahora —susurró—, Todos están al tanto. Diles lo que quieres.
Crockett escrutó las cabezas movedizas, los atuendos rojos y azules, todo iluminado por ese inquietante resplandor plateado.
—Compañeros gnomos—.—empezó tímidamente. ¡Compañeros gnomos! Las palabras retumbaron amplificadas por la acústica de la caverna. Ese bramido taurino alentó a Crockett, que siguió adelante.
—¿Por qué tenéis que trabajar veinte horas por día? ¿Por qué no podéis comer la antracita que extraéis mientras Podrang goza de su baño y se ríe de vosotros? Compañeros gnomos: el emperador es sólo uno. ¡Vosotros sois muchos! ¡No puede obligaros a trabajar! ¿No os gustaría comer sopa de lodo tres veces por día? El emperador no puede resistiros. Si os negáis a trabajar, todos vosotros, tendrá que ceder. ¡Se verá obligado!
—Cuéntales del edicto que prohibe las peleas —dijo Gru Magru.
Crockett obedeció. Eso surtió efecto. Las peleas eran algo entrañable para todo corazón gnómico, Y Crockett siguió hablando.
—Podrang intentará desmentirse. Alegará que jamás se ha propuesto prohibir las peleas. ¡Eso demostrará que os tiene miedo! ¡La ventaja es nuestra! Declararemos la huelga y el emperador no podrá hacer nada... Cuando se quede sin lodo para sus baños, no tardará en capitular.
—Nos hechizará a todos —murmuró tristemente Druck.
—¡No se atreverá! ¿De qué podría servirle? El sabe donde le...eh, donde le baten el todo. ¡Podrang es injusto con los gnomos! ¡Esa es nuestra consigna!

Por supuesto, todo terminó en una trifulca. Pero Crockett estaba satisfecho. El próximo día los gnomos no trabajarían. En cambio, se reunirían en la Cámara del Consejo, contigua a la sala del trono de Podrang, y se quedarían sentados. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente Crockett se dirigió con Brockle Buhn a la Cámara del Consejo, una caverna gigantesca con capacidad para los miles de gnomos apiñados en ella. Bajo la luz plateada las vestimentas rojas y azules tenían un toque extrañamente sobrenatural. Que quizás era muy natural, pensó Crockett. En rigor, ¿los gnomos no eran duendes? Entró Druck.

—No he preparado el baño de iodo de Podrang —anunció roncamente—. Oh, pero se pondrá furioso. Escuchadlo.

En efecto, airados juramentos se oían a lo lejos, a través de una arcada en la pared de la caverna. Pronto llegaron Mugza y Gru Magru.

—Llegará enseguida —dijo el último—. ¡Qué pelea se armará...!
—Peleemos ya mismo —sugirió Mugza—. Quiero patear a alguien. Fuerte.
—Hay un gnomo dormido —dijo Crockett—. Si lo sor prendes, podrás propinarle una en la cara.

Mugza se puso en marcha babeando ligeramente. En ese momento Podrang II, emperador de los gnomos de Dornsef, irrumpió en la caverna. Era la primera vez que Crockett veía al monarca sin la costra de lodo, y no pudo evitar un respingo. Podrang era muy feo. Combinaba las cualidades más repulsivas de todos los gnomos que Crockett había conocido hasta entonces. El resultado era absolutamente indescriptible.

—Ah. Tengo huéspedes —dijo Podrang, deteniéndose y contoneándose sobre las piernas curvas—. ¡Druck! ¿Dónde está mi baño, en nombre de los nueve infiernos humeantes?
Pero Druck se había esfumado. El emperador cabeceó.
—Ya veo. Bien, no perderé la calma. ¡No perderé la calma! ¡NO PERDERÉ LA...
Calló cuando una estalactita se desprendió del techo y se desmoronó. Aprovechando el paréntesis de silencio, Crockett se adelantó.
—E-estamos de huelga —anunció, titubeando ligeramente—. Es una sentada. No trabajaremos...
—¡laa! —aulló el furibundo emperador—. ¿No trabajaréis, eh? ¡Vástagos de algas soeces, ojos hundidos, lenguas chatas, vientres planos! ¡Mancha escurridiza y leprosa de setas mordisqueadas por murciélagos! ¡Parásitos encogidos en el cuerpo miserable de un gusano inmundo! ¡laa!
—¡Pelea! —gritó el incontenible Mugza, arrojándose sobre Podrang, que lo volteó con un certero golpe bajo.
A Crockett se le secó la garganta. Elevó la voz, trató de mantenerla fume.
—¡Majestad, un minuto, por favor...
—¡Narices de hongos! ¡Hijos de murciélagos negros y degenerados! —chillaba el airado emperador a voz en cuello—. ¡Os hechizaré a todos! ¡Os transformaré en náyades! ¡Huelgas a mí! ¿Conque privándome del baño de lodo? Por Kronos, Nid, Ymir y Loki que lo lamentaréis, ¡Iaa! —terminó, atragantándose de furia.
—¡Pronto! —susurró Crockett a Gru y Brockle Buhn—. Interponeos entre él y la puerta para que no llegue a los Huevos de Basilisco.
—No están en la sala del trono —fue la tardía explicación de Gru Magru—. Podrang los toma del aire.
—¡Oh! —resopló Crockett.

En ese momento estratégico los peores instintos de Brockle Buhn se adueñaron de la muchacha. Con un estentóreo grito de placer tumbó a Crockett, lo pateó dos veces y brincó hacia el emperador. Atinó a dar un buen golpe antes que Podrang le martillara la cabeza con el puño ganchudo, e instantáneamente el cráneo con forma de nabo pareció hundírsele en el torso. El emperador, púrpura de furia, tendió el brazo y un cristal amarillo le apareció en la mano. Era uno de los Huevos de Basilisco. Bramando como un elefante en celo, Podrang lo arrojó. Un círculo de seis metros se despejó de inmediato entre los gnomos apretujados. Pero no quedó vacío. Docenas de murciélagos se elevaron revoloteando y acrecentaron la confusión. La confusión que se transformó en caos. Con aullidos de gozoso furor, los gnomos avanzaron hacia el monarca. "¡Pelea!", gritaban estruendosamente, y el grito reverberaba en el techo: ¡Pelea!

Podrang tomó otro cristal de la nada, esta vez uno verde. Treinta y siete gnomos fueron inmediatamente transformados en gusanos y pisoteados. El emperador cayó bajo un alud de atacantes que desaparecieron de golpe, transformados en ratones por otro Huevo de Basilisco. Crockett vio volar un cristal hacia él y echó a correr desesperadamente. Se ocultó detrás de una estalagmita y desde allí observó la batalla. Sin duda que era un espectáculo digno de verse, aunque no recomendable para personas nerviosas. Los Huevos de Basilisco estallaban incesantemente. Y cada vez que estallaban el hechizo se difundía unos seis metros o más, antes de perder eficacia. Los que eran sorprendidos en los bordes del círculo quedaban transformados sólo parcialmente. Crockett vio un gnomo con cabeza de topo. Otro era gusano de la cintura para abajo. Otro era... ¡Glup! Algunos de los hechizos parece que ni siquiera se inspiraban en la mitología conocida.

El bullicio que reinaba en la caverna arrancaba del techo una lluvia de estalactitas. A cada tanto reaparecía la cabeza maltrecha de Podrang, sólo para volver a hundirse bajo las nuevas oleadas de atacantes, que a su vez eran hechizados. Ratones, topos, murciélagos y otras criaturas poblaban la Cámara del Consejo. Crockett cerró los ojos y rezó. Lo abrió a tiempo para vez corno Podrang arrancaba del aire un cristal rojo y lo depositaba cuidadosamente tras de sí. Luego vino un Huevo de Basilisco púrpura. Se estrelló contra el suelo y treinta gnomos se convirtieron en sapos. Al parecer, sólo Podrang era inmune a su propia magia. Los miles que habían atestado la caverna eran diezmados rápidamente, pues los Huevos de Basilisco parecían provenir de una fuente inagotable. ¿Cuánto faltaría para que íe tocara uno a Crockett? No permanecería allí escondido para siempre...

Clavó los ojos en el cristal rojo que Podrang había depositado tan cuidadosamente. Estaba recordando algo. El Huevo de Basilisco que transformaría a los gnomos en seres humanos. ¡Claro! Podrang no lo utilizaría, pues la sola presencia de los hombres repugnaba a los gnomos. Si Crockett pudiera echar mano de ese cristal rojo... Lo intentó. Se escurrió entre la confusión, pegándose a la pared de la caverna hasta acercarse a Podrang. El emperador fue barrido por otra ola de gnomos que de repente se transformaron en lirones, y Crockett se apoderó de la gema roja. Era muy fría al tacto. Iba a partirla cuando le asaltó un pensamiento escalofriante. Estaba muy en el fondo de la montaña de Dornsef, en un laberinto de cavernas. Ningún ser humano podría hallar la salida. Pero un gnomo sí, con la ayuda del extraño tropismo que le indicaba la luz. Un murciélago íe rozó la cara. Crockett estuvo casi seguro de oírle chillar "¡qué vuelo!" en una parodia de la voz de Brockle Buhn, pero no lo habría jurado. Echó una última ojeada a la caverna antes de disponerse a huir.

El caos era total: murciélagos, topos, gusanos, patos, anguilas y muchas otras especies se arrastraban, volaban, corrían, mordían, chillaban, bufaban, gruñían, gritaban y croaban en todo lugar. Desde todas las direcciones los gnomos restantes —ahora apenas un millar— convergían sobre un creciente montículo de gnomos que indicaba dónde estaba el emperador. De pronto, Crockett vio disolverse el montículo, ahora vuelto un tropel de lagartijas que echaban a correr.
—¡Conque huelgas...! —bramaba Pondrang—. ¡Os daré huelgas!

Crockett volvió la espalda y huyó. La sala del trono estaba desierta y se metió en el primer túnel. Allí concentró su mente en la luz del día. Sintió una presión en el oído izquierdo. Corrió hasta que vio un pasaje lateral a la izquierda, una cuesta ascendente por donde trepó a toda velocidad. El ruido sofocado del combate murió detrás. Aferró vigorosamente el huevo de Basilisco rojo. ¿Qué había ocurrido? Podrang tendría que haberse detenido a parlamentar. Pero no lo había hecho. Un gnomo singularmente arisco y miope. Probablemente no se detendría hasta despoblar el reino entero. Ese pensamiento le incitó a correr más rápido. El tropismo lo guiaba. A veces se equivocaba de túnel, pero siempre, cada vez que pensaba en la luz del día, sentía la presión de la luz. Sus piernas cortas eran asombrosamente resistentes. Luego oyó pasos atrás. No se volvió. Las maldiciones siseantes que caracolearon en el oído le anunciaban la identidad del perseguidor. Sin duda Podrang había vaciado la Cámara del Consejo hasta el último gnomo, y ahora se proponía hacer trizas a Crockett. Esa era sólo una de las cosas que había prometido.

Crockett corrió. Atravesó el túnel como una exhalación. El tropismo le guiaba, pero temía desembocar en algún conducto sin salida. A sus espaldas el clamor era cada vez más alto. Si Crockett no hubiera sabido quién era, habría imaginado que lo perseguía un ejército de gnomos. ¡Rápido! ¡Más rápido! Pero Podrang ya estaba a la vista. Sus rugidos hacían temblar las paredes. Crockett aceleró, dobló un recodo y vio una pared de luz flamígea: un círculo resplandeciente a la distancia. Era la luz diurna vista por ojos gnómicos. No podría llegar a tiempo. Podrang estaba demasiado cerca. Unos segundos más y esas manos ganchudas y terribles se le cerrarían sobre la garganta. Luego Crockett recordó el Huevo de Basilisco. Si ahora se transformaba en hombre, Podrang no se atrevería a tocarle. Y estaba casi en la boca del túnel. Se detuvo, giró sobre los talones y levantó la gema. Simultáneamente el emperador, viéndole la intención, tendió ambas manos y arrancó del aire seis o siete cristales. Se los arrojó directamente a Crockett, una andanada multicolor. Pero Crockett ya había partido a sus pies la gema roja. Hubo un estrépito ensordecedor. Parecía que estallaban gemas dentro de un amplio círculo alrededor de Crockett. Pero la roja se había partido antes.

El techo se derrumbó. Un rato después Crockett se arrastró penosamente fuera de los escombros. Una mirada le indicó que el camino hacia el mundo exterior estaba abierto. Y —¡gracias al cielo!— la luz diurna era nuevamente normal, no ese resplandor flamígeo y blanco que irritaba los ojos. Miró hacia las honduras del túnel y quedó petrificado. Podrang se levantaba, con cierta dificultad, de un montículo de escombros. Mascullaba maldiciones con el ardor de siempre. Crockett se volvió para correr, tropezó con una roca y cayó de bruces. Mientras se levantaba notó que Podrang le había visto.

El gnomo quedó paralizado un instante. Luego aulló, giró sobre los talones y huyó hacia la oscuridad. Desapareció. El eco de sus pasos se fue apagando. Crockett tragó con dificultad. Los gnomos tienen miedo de los hombres... ¡Vaya! Había faltado tan poco para... Pero ahora...

Sentía más alivio del que imaginó que sentiría. Subconscientemente debió haber dudado del efecto del hechizo pues Podrang le había arrojado seis o siete Huevos de Basilisco. Pero él había partido antes el rojo. Hasta ese extraño resplandor plateado se había extinguido. Las profundidades de la caverna eran totalmente negras y silenciosas. Crockett caminó hacia la entrada. Salió y gozó de la tibieza del sol de la tarde. Estaba cerca del pie de la montaña Dornsef, en un zarzal. A treinta metros un granjero araba la planicie de un campo. Crockett se le acercó tambaleando. El hombre se volvió al oírle. Quedó paralizado un instante. Luego aulló, giró sobre los talones y huyó. Los alaridos vibraron ladera arriba mientras Crockett, recordando los Huevos de Basilisco, se examinaba aprensivamente el cuerpo. Luego él también chilló. Pero el sonido que emitió jamás podría haber brotado de una garganta humana. Algo muy natural, dadas esas circunstancias.


Jikininki. Lafcadio Hearn (1850-1904)

Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.

Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo :

-Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo: no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo homenaje; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí, pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.

Musõ respondió :

-Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo fatigado, por cierto que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no temo a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno por mi persona.

Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia, así como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de la casa :

-Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.

Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas; ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias horas; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes: el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue tan misteriosamente como había venido.

Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ:

-Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia: temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la causa.

Entonces Musõ le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló :

-Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al respecto desde antiguo.

Musõ entonces preguntó :

-¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros muertos?
-¿Qué monje ? -preguntó el joven.
-El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea -respondió Musõ-. Llegué hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo llegar aquí.

Todos se miraron entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio, el dueño de la casa declaró :

-Venerable señor, en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas generaciones que ningún monje reside en esta comarca.

Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó :

-¡Ah! ¿Vergüenza de mí...! ¿Gran vergüenza sobre mí...! ¡Terrible vergüenza sobre mí!
-No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento -dijo Musõ-. Me indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad; y os agradezco ese favor.
-A nadie puedo ofrecer alojamiento -respondió el recluso-, y no es mi negación lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera forma... pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros propios ojos... Sabed, venerable señor, que soy un jikininki, un devorador de carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición.

“Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer, inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis... Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio Ségaki para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia...”

En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman go-rin-ishi, que parecía ser la tumba de un sacerdote.


Janet Torcida. Robert Louis Stevenson (1850-1894)

El reverendo Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida, sin familia, ni criado, ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su comportamiento en el pulpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet se lamentaba.

La misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos, con el Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos fríos que se elevaban hacia el cielo, había comenzado —ya muy al inicio del ministerio del Sr. Soulis— a ser evitada en las horas del anochecer por todos aquellos que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres respetables que se sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la vez ante la sola idea de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario. Había un lugar, para ser más concretos, que se evitaba con especial temor. La casa parroquial estaba situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón dando a cada lado; la parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary, situada a casi media milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco rodeado de un seto de espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La casa era de dos plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por un lado y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que bordeaban el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan nefasta reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz alta por la fuerza de sus oraciones inarticuladas.

Cuando estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más atrevidos se lanzaban —con el corazón latiéndoles a pleno ritmo— a jugar a «seguir al jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de común asombro y tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se adentraban, por casualidad o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero mucha de la gente incluso de la parroquia ignoraba los acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del Sr. Soulis. Incluso entre los que estaban mejor informados, unos no querían decir nada —por ser de naturaleza reservada— y otros temían hablar sobre aquel asunto en particular. De vez en cuando alguno de los mayores, envalentonado por su tercer trago, recordaba el origen de las extrañas miradas y la vida solitaria del reverendo.

Cincuenta años atrás, cuando el Sr. Soulis llegó por primera vez a Balweary, aún era un hombre joven —un mozo, decía la gente— lleno de sabiduría académica y muy grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su edad, tenía poca experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más jóvenes estaban muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y las mujeres mayores, preocupados y serios se conmovieron hasta el punto de rezar por el joven, al que consideraban un iluso, y por la parroquia, que seguramente estaría mal atendida. Era antes de los días de los moderados... malditos sean; pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poco a poco y en pequeñas cantidades. Incluso entonces había gente que decía que el Señor había abandonado a los profesores de la universidad a sus propios recursos y que los jóvenes que fueron a estudiar con ellos habrían salido ganando sentados en una turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y un espíritu de oración en el corazón. No cabía duda ninguna de que el Sr. Soulis había estado en la universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran cantidad de libros — más de los que se habían visto jamás en todo aquel presbiterio—, y harto trabajo le costó al porteador, porque estuvieron a punto de ahogarse en el Pantano del Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie. Eran libros de teología, sin duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era de la opinión de que no hacía falta tantos, sobretodo cuando toda la Palabra de Dios en su conjunto cabría en la punta de una manta escocesa. Además, el reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche sentado, escribiendo nada menos, lo cual era poco decente. Al principio temían que leyera sus sermones; después resultó ser que estaba escribiendo un libro, lo que con toda seguridad no era conveniente para alguien tan joven y con escasa experiencia.

De todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que cuidara de la casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas. Le recomendaron a una vieja de mala reputación —Janet M'Clour, la llamaban— y le dejaron obrar por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le aconsejaron lo contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que sospechas de Janet. Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se había apartado de la sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían visto hablando sola en Key's Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños para una mujer temerosa del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien recomendó a Janet desde un principio y, en aquellos días, el reverendo habría hecho cualquier cosa para complacer al terrateniente. Cuando la gente le comentó que Janet estaba poseída por el demonio le pareció un rumor sin fundamento; cuando le citaron la Biblia y la bruja de Endor trató de convencerles enfáticamente de que aquellos días ya no existían y de que el demonio estaba misericordiosamente comedido.

Bien, cuando se supo en la aldea que Janet M'Clour iba a entrar a servir en la casa del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas buenas señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su casa y acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta las dos vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente; normalmente la gente le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenas tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía una lengua como para dejar sordo al molinero; cuando empezaba no había un viejo chisme que, aquel día, no hiciera saltar a alguien; no podían decir nada sin que ella les respondiera dos veces. Hasta que, al final, las amas de casa la cogieron, le rasgaron la ropa y la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Dule, para comprobar si era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La vieja gritó tanto que se la oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas señoras llevaban cardenales al día siguiente y durante muchos días después; y justo en el momento más violento del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo reverendo!

—Mujeres —dijo él, que tenía una voz magnífica—, en nombre de Dios os ordeno que la soltéis.

Janet corrió hacia él —estaba realmente aterrorizada—, se le abrazó y le rogó en nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.

—Mujer —le dijo a Janet—, ¿es eso verdad?
—Pongo a Dios por testigo —dijo ella— y como me hizo Dios que no es verdad ni una palabra. Aparte del hijo —dijo ella—, he sido una mujer decente toda mi vida.
—¿Renuncias —dijo el señor Soulis—, en nombre de Dios y ante mí, su indigno pastor, renuncias al diablo y a sus obras?

Bueno, parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que aterrorizó a quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca. Pero no había más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de todos.

—Y ahora —dijo el señor Soulis a las señoras—, id a vuestras casas y pedid perdón a Dios.

Le dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora. Los gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente seria alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal miedo sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.

Janet venía bajando por la aldea —ella o alguien que se le parecía, nadie podría decirlo con certeza— con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado, como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de Dios jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero no lo conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a llamar a esa «cosa» por el nombre de Janet M'Clour, pues para ellos la vieja ya estaba en el infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera al reverendo, que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de la gente, que le había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la molestaban. Aquella misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas con ella bajo el Hanging Shaw.

Bien, el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel negro asunto. El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde escribiendo. La gente veía su vela cerca del agua del río Dule después de las doce de la noche. Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al principio, aunque cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a Janet, ella iba y venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora hablara menos. No molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie discutía con ella sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre, al reverendo de Balweary, además de su paga mensual.

A finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a Black Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez, estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los valles y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que caería una tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y continuaba el mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias. Por si eso fuera poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni dormir ni comer y se lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba escribiendo su interminable libro, vagabundeaba por el campo como un hombre obsesionado; otro en su lugar estaría feliz de permanecer fresco dentro de casa.

Encima del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera la luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando en círculos sobre el viejo cementerio.

Volaban bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le pareció claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se asustaba fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí sino a un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio sobre una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus ojos eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros muchas veces, pero en éste había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor que tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar torpemente hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo. Éste aguantó la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y corrió al abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió detrás de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del tiempo caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que un vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta que llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.

Al señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se tomara tanta libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y, mojándose los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no había ni sombra del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a nadie. Buscó por todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de miedo, como era natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró con Janet M'Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta de verle. En ese instante recordó que cuando la vio por primera vez sintió la misma escalofriante sensación de terror.

—Janet —dijo—, ¿has visto a un hombre negro?
—¡Un hombre negro! —dijo ella— ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera, reverendo. No hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como un poni con el freno de la brida en la boca.
—Bueno —dijo él—. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el inquisidor de la Hermandad.
Y se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la boca.
—Caray —dijo ella—, debería darle vergüenza, reverendo —dándole un poco de coñac que tenía siempre a mano.

Entonces el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era una habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa está situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había ocurrido desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era un crío y correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría por su cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo hacía en el hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen que intentó escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en los que pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría como el agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un bebé recién bautizado y no pensaba en nada.

Como resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En la proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua, profunda y negra; allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba de espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De pronto ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma sensación de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó de lo que decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía era un fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella pisaba la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la suya era una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había hombre ni mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba hacia abajo con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una sensación escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo. El señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y afligida, sin amigos salvo él.

Entonó una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca —porque el corazón le saltaba en el pecho— y, al atardecer, se fue a la cama.

Aquella fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del diecisiete de agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero aquella noche hizo más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy extrañas; oscureció como un pozo; ni una estrella, ni una gota de aire. Uno no podía verse ni la mano delante de la cara, e incluso los más ancianos se quitaron las sábanas y jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en la cabeza, era muy improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.

Daba vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le quemaba hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía al reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el páramo como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas chismorreando en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó estar enfermo; y enfermo estaba, pero... poco sospechaba de qué enfermedad.

Al final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo —quizá por el frío que sentía en los pies—, pero se le ocurrió de repente que había una cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a estar silencioso como una tumba.

El señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró —pocos le habrían seguido—, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio a Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.

«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está muerta.»

Dio un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el pecho. Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada de un solo clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para remendar medias. Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la oscuridad, pero la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la vuelta y salió de aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a paso, bajó las escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado en un sudor frío y no oía nada salvo el palpito de su propio corazón. Es posible que permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta, cuando, de pronto, escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían pasos ir y venir por la habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la puerta se abrió, aunque él recordaba claramente que la había cerrado con llave. Después sintió pisadas en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a la barandilla mirando hacia abajo, donde él se encontraba.

Cogió la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan sigilosamente como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra punta del sendero. Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía tranquila y transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra; nada se movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle abajo, y aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras dentro de la casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con cada paso que se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.

Encomendó su alma al Creador: «Oh, Señor» —dijo—, «dame fuerza para luchar esta noche contra el poder del mal.»

Para entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la mano que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa palpara el camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo susurro del viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el cuerpo de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la cabeza colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro —viva, se podría decir... muerta, como bien sabía el reverendo Soulis—, en el umbral de la casa.

Es extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo, pero el reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí mucho tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el Sr. Soulis, que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal de él, toda la fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a hablar, pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo un golpe de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto, aquello era el final.

—¡Bruja, diablo! —gritó—, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si estás muerta o al Infierno si estás condenada.

Y en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron los truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos hacia la aldea.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran Mojón cuando daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la posada de Knockdoiv; poco después, Sandy M'Llellan le vio cruzando los oteros de Kilmackerlie rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien ocupó el cuerpo de Janet durante tanto tiempo; pero, por fin, se había marchado. Desde entonces, el diablo jamás ha vuelto a molestarnos en Balweary.

Sin embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en la cama durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser el mismo.


Involución. Edmond Hamilton (1904-1977)

Ross tenía un temperamento muy tranquilo, pero cuatro días de viaje en canoa entre los bosques de North Quebec habían empezado a alterarlo, La cuarta vez que tocaron la orilla del río para hacer campamento y pasar allí la noche, perdió el dominio de sí mismo y durante unos momentos dirigió a sus dos compañeros algunas palabras fuertes. Abría y cerraba sus ojos negros y gesticulaba con su rostro joven, guapo y falto de afeitado en aquella circunstancia, Al principio, los dos biólogos le escucharon sin responder. El joven y rubio Gray parecía indignado pero Woodin, el más viejo de los dos biólogos, escuchaba pacientemente, con sus ojos grises fijos en el rostro enojado de Ross. Cuando se calló para tomar aliento se oyó la voz serena de Woodin:

-¿Has terminado?
Ross tragó saliva como si se dispusiera a continuar su andanada, pero de súbito recobró el dominio de sí mismo.
-Sí, he terminado -respondió hoscamente.
-Entonces, escúchame -agregó Woodin, como un padre juicioso que reprende a un niño malhumorado-. Te estás alterando por nada.
Gray y yo todavía no nos hemos quejado. Nadie ha dicho que no cree en lo que nos dijiste.
-¡No lo habéis dicho, no! -Exclamó Ross enfureciéndose otra vez-. ¿Creéis que no sé lo que estáis pensando? Pensáis que os conté un cuento chino sobre lo que vi desde el avión, ¿no? Pensáis que os he arrastrado buscando molinos de viento, seres increíbles que no pueden haber existido nunca, Eso pensáis, ¿verdad?
-¡Ay! ¡Malditos sean los mosquitos! -dijo Gray dándose un tremendo golpe en el cuello y mirando con poca cordialidad al aviador.
Woodin se hizo cargo de la situación.
-Volveremos a discutirlo después de montar el campamento. Vacía los talegos, Gin. ¿Queréis ir a buscar leña, Ross?

Ambos le miraron, ceñudos, y se miraron el uno al otro, pero obedecieron a regañadientes. De momento la tensión cedió. Cuando cayó la noche sobre el pequeño claro a orillas del río, la canoa estaba en la orilla, habían armado la pequeña y excelente tienda de seda para globos aerostáticos, y chisporroteaba una fogata delante de ella. Gray avivaba el fuego con gruesos maderos de pino, mientras Woodin calentaba café, pasteles y el imprescindible tocino. El resplandor de la hoguera iluminaba débilmente los imponentes troncos de los abetos gigantes que circundaban el pequeño claro por tres lados, así como las tres figuras vestidas de color pardo sucio y el bloque blanco e irregular de la tienda. Se reflejaba en los rápidos del McNorton, que murmuraban mientras seguía su curso hacia el Little Whale. Comieron en silencio, y luego limpiaron los cazos con manojos de hierbas. Woodin encendió su pipa, los otros dos cigarrillos aplastados y luego se tumbaron un rato al lado de la fogata, oyendo el murmullo riente del agua, los suspiros de las ramas más altas de los abetos, el solitario chirrido de los insectos. Por último, Woodin golpeó la pipa en el tacón de la bota y se sentó.

-Ahora, terminemos esa discusión que teníamos -dijo.
Ross parecía avergonzado.
-Supongo que me alteré demasiado -admitió, y luego agregó-: Pero, compañeros, creo que no me dais mucho crédito.
Woodin meneó la cabeza.
-No, Ross; no es cierto, Cuando dijiste que al sobrevolar este bosque habías visto seres diferentes de todos los conocidos, tanto Gray como yo te creímos.
-De lo contrario, ¿crees que dos biólogos muy ocupados habrían abandonado su trabajo para acompañarte hasta estas soledades en busca de los seres que viste?
-Lo sé, lo sé -respondió el aviador, molesto-. Creéis que vi algo extraño, y os arriesgáis por si el viaje vale la pena. Pero no creéis lo que os he contado acerca del aspecto de esos seres. Os parece demasiado extraño para ser cierto, ¿no?
Por primera vez, Woodin vaciló al responder:
-Al fin y al cabo, -Ross eludió la cuestión-, los ojos pueden engañarte cuando crees entrever cosas desde un avión que vuela a mil quinientos metros.
-¿Entreverlas? -repitió Ross-. Viejo, te aseguro que las vi tan claramente como te veo a ti. A mil quinientos metros de altura, es cierto, pero tenía los prismáticos y miré a través de ellos. Fue cerca de aquí, al este de la confluencia del McNorton y el Little Whale. Volaba deprisa hacia el sur después de haber pasado tres semanas en esa investigación cartográfica gubernamental de la bahía del Hudson.

Quise situarme sobre la confluencia de los ríos, conque bajé un poco y usé los prismáticos. Entonces, en un claro junto al río, vi algo resplandeciente y... a esas cosas. ¡Te aseguro que eran increíbles, pero sé que las vi con toda claridad! Con verlas dos o tres segundos me olvidé por completo de los ríos. Eran cosas grandes y resplandecientes, como montones de jalea brillante, tan transparentes que se divisaba el suelo a través de ellas. Eran por lo menos doce y, cuando las vi, se deslizaban por ese pequeño claro con un movimiento reptante. Luego desaparecieron bajo los árboles, Si en un radio de ciento cincuenta kilómetros hubiera encontrado un claro lo bastante grande para aterrizar, habría bajado a buscarlas, pero no había ninguno y me vi obligado a continuar, Pero necesitaba descubrir qué era y, cuando os conté la historia, estuvisteis de acuerdo en venir hasta aquí en canoa y buscarlas. Pero ahora pienso que nunca me habéis creído del todo. Woodin contempló la hoguera, pensativo.

-De acuerdo; creo que viste algo extraño, alguna forma de vida extraña. Por eso me presté a acompañarte en esta búsqueda. Pero cosas como las que describes, es decir como jalea, translúcidas, que se deslizan sobre el terreno... no ha existido náda semejante desde los primeros seres protoplasmáticos, antepasados de la vida sobre la tierra, que se deslizaron sobre nuestro joven mundo hace muchos siglos.
-Si existieron cosas semejantes, ¿por qué no pudieron dejar descendientes como ellas? -insistió Ross.
Woodin meneó la cabeza.
-Porque desaparecieron hace muchos siglos. Se convirtieron en formas de vida distintas y superiores, dando comienzo al movimiento ascendente de la vida que ha alcanzado su punto culminante en el hombre. Estos seres protoplasmáticos y unicelulares, que han desaparecido hace mucho, fueron el principio, los burdos y humildes comienzos de nuestra vida, Se extinguieron, y sus descendientes fueron distintos. Nosotros, los hombres, somos esos descendientes.
Ross le miró y frunció el ceño.
-Pero, en primer lugar, ¿de dónde vinieron esas primeras cosas vivientes?
Woodin volvió a menear la cabeza.
-Esto es algo que nosotros, los biólogos, todavía ignoramos. Apenas podemos aventurar una teoría sobre el origen de esas primeras formas protoplasmáticas de vida. Se ha sugerido que se formaron espontáneamente de las sustancias químicas de la tierra, pero el hecho de que no surjan ahora de la materia inerte lo desmiente. Su origen sigue siendo un misterio. Pero, sin tener en cuenta cómo llegaron a existir sobre la tierra, fueron las primeras formas de vida que nos precedieron.

Los ojos de Woodin asumieron una expresión de ensueño, como si viera visiones en el fuego, olvidando la presencia de los otros dos.

-¡Esa maravillosa evolución desde el primitivo ser protoplasmático hasta el hombre es una epopeya grandiosa! Una magnífica serie de cambios que ha ido desde esa primera forma inferior hasta nuestro esplendor actual. ¡Y no pudo ocurrir en ningún otro mundo, salvo la Tierra! Pues ahora la ciencia está casi segura de que la causa de las mutaciones evolutivas son las radiaciones de los minerales radiactivos del interior de la Tierra, que actúan sobre los genes de todo ser viviente.
Se dio cuenta de que Ross no le comprendía y, a pesar de su arrebato, sonrió.
-Veo que esto no significa nada para ti. Trataré de explicarlo..La célula embrionario de todo ser vivo contiene un número determinado de pequeños elementos en forma de bastoncillos, llamados cromosomas. Éstos están formados por cadenas de minúsculas partículas, a las que llamamos genes. Y cada gen ejerce un efecto determinante, poderoso y específico sobre el desarrollo del ser que se forma a partir de esa célula embrionario. Algunos genes determinan el color, otros el tamaño, otros la forma de sus miembros, y así sucesivamente. Todas las características del ser están predeterminadas por los genes de su célula embrionario originaria. Pero a veces, los genes de una célula embrionario son muy distintos de los genes normales de esa especie. Cuando esto ocurre, el ser a que dará lugar esa célula embrionario será muy distinto de los compañeros de su especie. De hecho, representará una especie totalmente nueva, Así es como se forman nuevas especies sobre la Tierra. Es el proceso del cambio evolutivo. Hace algún tiempo que los biólogos lo saben, y han buscado la causa de estos grandes cambios repentinos, de esas mutaciones, como las denominan. Han intentado descubrir qué es lo que afecta tan radicalmente a los genes. Experimentalmente, han descubierto que los genes de una célula embrionario se modifican notablemente al recibir rayos X y diversos tipos de radiaciones químicas. Así, el ser nacido de esa célula embrionario será un ser totalmente modificado, un mutante. Por eso, en la actualidad, muchos biólogos creen que las emanaciones de los minerales radiactivos de la Tierra, al actuar sobre todos los genes de todas las especies vivientes de la Tierra, causan el cambio incesante de las especies, el desfile de las mutaciones que ha llevado la vida por el camino evolutivo hasta la cumbre donde se encuentra hoy. Por eso digo que el desarrollo evolutivo no pudo producirse en ningún otro lugar salvo la Tierra. Pues quizá ningún otro mundo tenga en su interior depósitos radiactivos semejantes, capaces de provocar mutaciones por su efecto sobre los genes. En cualquier otro mundo, los primeros seres protoplasmáticos pudieron continuar igual a través de infinitas generaciones. ¡Cuánto debemos agradecer que no sea así en la Tierra! ¡Que se haya producido una mutación tras otra, que la vida siempre haya cambiado para avanzar hacia especies nuevas y superiores, que las primeras y primitivas entidades protoplasmáticas hayan avanzado a través de formas cambiantes innumerables hasta alcanzar la realización suprema, el hombre!

Woodin se había dejado llevar por su entusiasmo mientras hablaba, pero se interrumpió y sonrió antes de volver a encender la pipa.

-Siento haberte aburrido con una conferencia, como si fueras un alumno mío de primer curso. Pero éste es el punto fundamental de mi pensamiento, mi idée fixe, esa maravillosa evolución de la vida a través de las épocas.
Ross contemplaba el fuego, pensativo.
-Parece maravilloso cuando tú lo cuentas. Una especie convirtiéndose en otra, ascendiendo cada vez más...
Gray se puso en pie y se desperezó.
-Vosotros dos podéis seguir maravillándoos pero este craso materialista va a ponerse a la altura de sus antepasados invertebrados y tornará a la posición postrada, En resumen, me voy a dormir -miró a Ross, con una sonrisa vacilante en su rostro juvenil, y agregó-: ¿Sin rencor, compañero?
-Olvídalo -el aviador le devolvió la sonrisa-. La jornada de hoy fue dura, y vosotros parecíais muy escépticos. ¡Pero ya veréis! Mañana llegaremos a la confluencia del Little Whale, y os apuesto a que tardaremos.menos de una hora en hallar esos seres como jalea.
-Eso espero -dijo Woodin, atónito-. Entonces veremos lo buena que es tu vista desde mil quinientos metros de altura, y si has arrastrado hasta aquí a dos respetables científicos por nada.

Más tarde, mientras reposaba entre las mantas, en la pequeña tienda, oyendo los ronquidos de Gray y Ross y mirando soñoliento las ascuas brillantes, Woodin volvió a meditar la cuestión. ¿Qué había visto realmente Ross en aquella ojeada fugaz desde su avión en vuelo? Algo extraño, estaba seguro, tan seguro que había emprendido aquel arduo viaje para encontrarlo. Pero ¿qué sería exactamente? No unas entidades protoplasmáticas como las que él había descrito. Eso, naturalmente, era imposible. ¿O no? Si entidades semejantes habían existido en otro tiempo, ¿por qué no podrían ... ? ¿No podrían ... ? Woodin no supo que se había dormido, hasta que le despertó el grito de Gray, No era una voz cualquiera, sino el alarido de un hombre presa de un terror paralizante. Cuando oyó el grito, abrió los ojos y vio lo Increíble recortándose contra el fondo estrellado, en la puerta abierta de la tienda. Una masa oscura y amorfa, agazapada en la entrada, resplandecía bajo la luz de las estrellas y entraba en la tienda, seguida de otras semejantes. Luego, todo ocurrió con suma rapidez. A Woodin le pareció que las cosas no sucedían consecutivamente, sino en una rápida sucesión de cuadros fijos, semejante a los fotogramas sucesivos de una película.

La pistola de Gray disparó contra el primer monstruo viscoso que entró en la tienda, y el breve fogonazo mostró la masa voluminosa y resplandeciente del ser, el rostro de Gray contraído por el pánico y a Ross buscando su pistola entre las mantas. La escena fue sustituida por otra: Gray y Ross quedándose rígidos de repente, como si estuvieran petrificados, y cayendo pesadamente. Woodin supo que estaban muertos, pero no habría sido capaz de decir cómo lo supo. Los monstruos resplandecientes entraban en la tienda. Rasgó la pared de la tienda y se lanzó al frío del claro iluminado por las estrellas. Dio tres pasos, sin saber a dónde dirigirse, y se detuvo. No supo por qué se detenía en seco, pero lo hizo. Permaneció allí, mientras su cerebro apremiaba con desesperación a los miembros para que se movieran, Pero éstos no obedecieron. Ni siquiera podía volverse; no podía mover un solo músculo de su cuerpo. Se quedó donde estaba, con el rostro vuelto hacia el reflejo de las estrellas en el río, presa de una extraña parálisis total. A su espalda, en la tienda, Woodin oyó movimientos furtivos. Desde atrás, entraron en su campo visual varios seres resplandecientes que se reunieron a su alrededor. Serían como una docena, y en ese momento los distinguió con toda claridad. No, no era una pesadilla. Eran tan reales como él mismo. Allí, a su alrededor, se movían unos bultos amorfos de jalea viscosa y translúcida. Medían sobre un metro veinte de altura y noventa centímetros de diámetro, aunque sus formas cambiaban ligera y constantemente, haciendo difícil calcular sus dimensiones.

En el centro de cada masa translúcida se veía una gota o núcleo oscuro en forma de disco. Los seres no tenían nada más, ni miembros ni órganos sensibles. Pero vio que podían alargar pseudópodos, pues dos de ellos sostenían los cadáveres de Gray y Ross en sus tentáculos. Los estaban sacando y colocando al lado de Woodin. Incapaz de moverse, vio los rostros helados y contraídos de los dos hombres, y las pistolas que sus manos muertas aún empuñaban. Luego, al mirar el rostro de Ross, recordó. ¡Los monstruos que estaban a su alrededor eran las cosas que el aviador había visto desde el avión, los seres de jalea que los tres habían ido a buscar al norte! ¿Cómo habían matado a Ross y a Gray? ¿Cómo lo mantenían a él en aquel estado de parálisis? ¿Quienes eran?

-Permitiremos que se mueva pero no debe tratar de escapar.

El aturdido cerebro de Woodin se desconcertó aún más. ¿Quién le había dirigido aquellas palabras? No había oído nada, pero pensó que oía.

-Permitiremos que se mueva pero no debe tratar de escapar ni hacernos daño.
Oyó tales palabras en su mente, aunque sus oídos no captaron sonido alguno. Luego, su cerebro oyó algo más.
-Le hablamos mediante transferencia de impulsos mentales. ¿Tiene mentalidad suficiente para comprendernos?

¿Mentes? ¿Mentes en aquellos seres? Woodin fue traspasado por este pensamiento mientras observaba a los monstruos resplandecientes. Sin duda, su pensamiento había sido captado por ellos.

-Por supuesto que tenemos mentes -recibió la respuesta mental en su cerebro-. Ahora permitiremos que se mueva, pero no intente huir.
-No.... no lo intentaré -se dijo Woodin mentalmente.

La parálisis que lo había retenido desapareció en seguida. Esperó en medio del círculo de monstruos resplandecientes, mientras las manos y el cuerpo le temblaban de un modo incontenible. Comprobó que los seres eran diez. Diez masas monstruosas de jalea brillante y transparente lo rodeaban como legendarios genios sin rostro salidos de algún arcano escondrijo. Al parecer, uno que se hallaba más cerca de él que los demás, era el portavoz y líder. Woodin observó con detenimiento el círculo, y luego a sus dos compañeros muertos. En medio de los terrores desconocidos que helaban su alma, sintió una compasión súbita y dolorosa al mirarlos. La mente de Woodin recibió del ser más cercano a él otro intenso pensamiento:

-No queríamos matarlos; sólo vinimos aquí para capturarlos y comunicarnos con los tres. Pero cuando captamos que intentaban matarnos, tuvimos que defendemos con rapidez, A usted, como no intentó matarnos sino que huyó, no le hicimos daño.
-¿Qué..., qué quieren de nosotros, o de mí? -preguntó Woodin.

Lo susurró a través de sus labios secos, además de pensarlo. Esta vez no obtuvo respuesta mental. Los seres permanecieron inmóviles, un círculo silencioso de figuras pensativas y sobrenaturales. Woodin sintió que su mente desvariaba bajo la tensión del silencio y volvió a hacer la pregunta, la gritó. Entonces recibió la respuesta mental.

-No respondimos, porque estábamos sondeando su mentalidad para comprobar si usted es lo bastante inteligente para comprender nuestras ideas, Aunque su mente es de un orden excepcionalmente inferior, parece capaz de entender en grado suficiente lo que nosotros deseamos transmitir. No obstante, antes de comenzar le advierto que le será del todo imposible escapar, o dañar a alguno de nosotros, y que cualquier intento en tal sentido le será fatal. Es evidente que no sabe nada de la energía mental; pongo en su conocimiento que sus dos compañeros fueron muertos por la mera fuerza de nuestras voluntades. El organismo de usted dejó de responder a las órdenes de su cerebro en virtud de ese mismo poder. Si quisiéramos, con nuestra energía mental podríamos destruirle por completo.

Hubo una pausa durante la cual el cerebro embotado de Woodin se aferró desesperadamente a la cordura, a la entereza. Luego volvió a oír aquella voz mental, que tanto se parecía a una voz verdadera hablándole a su cerebro.

-Somos de una galaxia cuyo nombre, traducido aproximadamente a su idioma, es Arctar. La galaxia de Arctar se halla a muchísimos millones de años-luz de ésta, quedando mucho más allá de la curvatura del cosmos tridimensional. Hace muchas épocas que dominamos esa galaxia. Pues podíamos utilizar nuestra energía mental como medio de transporte, como energía física y para producir prácticamente cualquier cosa que necesitáramos. Por eso conquistamos y colonizamos rápidamente la galaxia, viajando de un sol a otro sin necesidad de vehículo alguno. Tras dominar a toda la galaxia de Arctar, empezamos a observar los dominios exteriores. En el cosmos tridimensional existen unos mil millones de galaxias y nos pareció conveniente poblarlas todas, para que el cosmos entero quedase, a su vez, bajo nuestro dominio. Nuestro primer paso consistió en proliferar hasta alcanzar la población necesaria para la gran tarea de colonizar el cosmos. Esto no resultó difícil, naturalmente, ya que para nosotros la reproducción es una mera cuestión de fisiparidad. Cuando el número necesario fue alcanzado, nos dividimos en cuatro partidas. Luego la esfera del cosmos tridimensional fue repartida entre esas cuatro divisiones. Cada una debía poblar su parte del cosmos, y las tremendas multitudes salieron de Arctar hacia las cuatro direcciones. Una de las partidas llegó a esta galaxia hace varios evos y se extendió gradualmente para poblar todos sus mundos habitables. Todo esto llevó grandes cantidades de tiempo, como es natural, pero nuestro plazo de vida excede de lejos el suyo, y consideramos que el éxito de la especie lo es todo y el individual no es nada, Una fuerza de varios millones de arctarios llegó a este sistema para iniciar la colonización de esta galaxia y, al descubrir que de los nueve mundos más cercanos sólo este planeta era habitable, se estableció aquí. Ha sido norma que los colonizadores de todos los mundos del cosmos se mantuvieran en comunicación con el hogar originario de nuestra raza, la galaxia de Arctar. Así nuestro pueblo, que ahora posee todo el cosmos, puede concentrar en un punto todos sus conocimientos y su poder, y desde allí emitir órdenes que representan grandes proyectos para el cosmos. Pero de este mundo dejaron de recibirse comunicaciones poco después de que llegara la fuerza de arctarios colonizadores. Cuando se reparó en ello, el problema fue aplazado pensando que en millones de años seguramente acabarían por llegar noticias de este mundo. Pero no llegó ninguna y, después de más de mil millones de años de silencio, el consejo dirigente de Arctar ordenó que fuese enviada a este mundo una expedición, para averiguar el motivo de semejante silencio por parte de sus pobladores. Nosotros diez constituimos esa expedición y salimos de uno de los mundos del astro que usted llama Sirio, situado a poca distancia de su Sol y del cual también somos colonizadores. Se nos ordenó venir con la mayor urgencia a este mundo para averiguar por qué sus pobladores no habían enviado ningún informe. De modo que, viajando por el vacío mediante la energía mental atravesamos el espacio que separa un sol de otro y llegamos a su mundo hace pocos días. ¡Imagine nuestra perplejidad cuando llegamos! ¡En lugar de un mundo poblado hasta el último kilómetro cuadrado por arctarios como nosotros, descendientes de los pobladores originales, de un mundo completamente sometido a su dominio mental, hallamos un planeta que es, en su mayor parte, una mescolanza de formas de vida monstruosas! Nos quedamos donde habíamos aterrizado y durante cierto tiempo emitimos nuestra visión y registramos todo el globo mentalmente. Nuestra perplejidad aumentó, pues nunca habíamos visto formas tan grotescas y degradadas como las que aparecieron ante nosotros, Y no vimos un solo arctario en todo el planeta. Esto nos ha desconcertado porque, ¿qué pudo causar la desaparición de los arctarios que poblaron este mundo? Sin duda, nuestros poderosos emisarios y sus descendientes nunca pudieron ser vencidos y destruidos por las mentalidades lastimosamente débiles que ahora habitan este globo. ¿Pero dónde están, y cómo son ellos? Por eso intentamos capturarle a usted y a sus compañeros.

Aunque sabíamos que sus mentalidades debían ser muy inferiores, nos pareció que incluso unos seres como ustedes recordarían lo sucedido con nuestros enviados, que en otra época habitaron este mundo.

La corriente de pensamiento se detuvo un instante y luego asaltó la mente de Woodin con una pregunta muy clara:

-¿No sabe qué sucedió con nuestros enviados? ¿Tiene conocimiento de las causas de su extraña desaparición?
El azorado biólogo meneó lentamente la cabeza.
-Nunca.... nunca he oído hablar de seres como ustedes ni de semejantes mentes. Creemos saber que jamás han existido en la Tierra, y ahora conocemos prácticamente toda la historia de ella.
-¡Imposible! -exclamó el pensamiento del líder arctario-. Seguramente, si conoce toda la historia de este planeta, debe saber algo de nuestro poderoso pueblo.

La mente de otro arctario emitió un pensamiento que, aunque iba dirigido al líder, fue captado indirectamente por el cerebro de Woodin:

-¿Por qué no examinamos el pasado del planeta a través del cerebro de este ser, y vemos por nosotros mismos lo que se puede averiguar?
-¡Es una idea excelente! -exclamó el líder-. Será bastante fácil sondear su mentalidad.
-¿Qué van a hacer? -gritó Woodin agudamente, lleno de pánico.
La respuesta fue serena y tranquilizadora.
-Nada que le perjudique. Sólo vamos a sondear su pasado racial revelando los recuerdos heredados por su cerebro. Las células no utilizadas de su cerebro conservan recuerdos raciales heredados, que se remontan a sus antepasados más lejanos. Mediante nuestra energía mental haremos que esos recuerdos enterrados aparezcan transitoriamente en su conciencia, con toda nitidez, Experimentará las mismas sensaciones y verá las mismas escenas que presenciaron sus antepasados remotos hace millones de años. Y nosotros, que estamos a su alrededor, podremos leer su mente como hacemos ahora y ver lo que usted está viendo, para conocer el pasado de este planeta. No correrá ningún peligro. Físicamente seguirá aquí, pero mentalmente viajará a través de las edades. Para empezar, retrotraeremos su mente hasta el momento aproximado en que nuestros pobladores llegaron a este mundo, para averiguar lo que les sucedió.

Apenas acababa de llegar a la mente de Woodin este pensamiento, la escena iluminada por las estrellas y las masas de los arctarios se desvanecieron súbitamente y su conciencia pareció girar en un torbellino de niebla gris. Sabía que físicamente no se había movido, pero mentalmente experimentó una sensación de tremenda velocidad. Era como si su mente cayera por abismos inimaginables al tiempo que se dilataba su cerebro. Luego, de súbito, la niebla gris desapareció. Una escena extraña y nueva se formó poco a poco en la mente de Woodin. Era una escena intuida, y no vista, que se presentó a su mente por medios distintos de la visión, pero no por ello menos auténtica y vívida. Vio con aquellos sentidos extraños una tierra extraña, un mundo de mares grises y ásperos continentes de roca, sin la menor huella de vida. El cielo estaba encapotado y la lluvia caía continuamente. Woodin se sintió caer sobre aquel mundo con un ejército de compañeros pavorosos. Cada uno era una masa amorfa, resplandeciente, unicelular, con un núcleo oscuro en el centro. Eran arctarios, y Woodin supo que él era un arctario y que había recorrido con los demás un largo camino a través del espacio hacia aquel mundo.

Se posaron en grupos sobre el planeta áspero y sin vida. Esforzaron sus mentes, y mediante la fuerza telecinésica total de la energía mental, modificaron el mundo material para adaptarlo a su favor. Levantaron grandes estructuras y ciudades, ciudades que no eran de materia sino de pensamiento. Pavorosas ciudades construidas con energía mental cristalizada. Woodin no logró comprender ni la i-nillonésima parte de las actividades que veía realizarse en aquellas extrañas ciudades arctarias de pensamiento. Percibió una gran masa ordenada de análisis, investigación, experimento y comunicación, pero fuera del alcance de su actual mente humana en cuanto a sus motivos y logros. De improviso, todo se disolvió de nuevo en nieblas grises. La niebla se levantó casi en seguida, y Woodin vio otra escena. Esta ocurría en una era posterior. Woodin vio que el tiempo había producido cambios extraños en los grupos de arctarios, a los cuales aún pertenecía. Habían pasado de seres unicelulares a seres multicelulares. Y ya no eran todos iguales. Algunos vivían fijos en un lugar, y otros eran móviles. Algunos mostraban atracción por el agua y otros por la tierra. Algunos, al correr de las generaciones, habían modificado la forma corporal de los arctarios, diversificándose en varias ramas.

Esta extraña degeneración de sus cuerpos iba acompañada de una degeneración análoga de sus mentes. Woodin lo advirtió con sus sentidos. En las ciudades de pensamiento, el ordenado proceso de la búsqueda de conocimientos y poder se había vuelto confuso, caótico. Y las mismas ciudades de pensamiento empezaban a decaer, pues los astarios ya no tenían energía mental suficiente para conservarlas. Los arctarios quisieron averiguar qué era lo que provocaba en ellos aquella extraña degeneración corporal y mental. Supusieron que algo afectaba a los genes de sus cuerpos, pero no lograron averiguar el porqué. ¡En ningún otro mundo habían degenerado así! La escena pasó pronto a otra muy posterior. Ahora Woodin la veía, pues el antepasado a través de cuya mente miraba estaba dotado de ojos. Y vio que la degeneración se había generalizado; los cuerpos multicelulares de los arctarios estaban cada vez más afectados por las enfermedades de la complejidad y la diversificación. La última de las ciudades de pensamiento ya había desaparecido. Los otora poderosos arctarios estaban convertidos en organismos espantosamente complejos que degeneraban aún más. Algunos reptaban y nadaban en las aguas, y otros estaban fijos en la tierra.

Aún conservaban parte de la gran mentalidad original de sus antepasados. Aquellos seres monstruosamente degenerados, terrestres o acuáticos, que vivían en lo que la mente de Woodin conoció ser el final de la era paleozoica, aún hacían frenéticos e inútiles esfuerzos por detener el terrible avance de su degradación. La mente de Woodin presenció otra escena posterior, del mesozoico. El aumento de la degeneración había convertido a los descendientes de los pobladores en un grupo de razas aún más horribles. Ahora eran grandes seres con patas unidas por una membrana, con escamas y garras, reptiles que vivían en la tierra y en el agua. Pero en aquellas criaturas increíblemente modificadas aún alentaba un débil resto del poder mental de sus antepasados. En vano intentaban comunicarse con los arctarios de soles lejanos para notificarles su desgracia. Pero sus mentes ya eran demasiado débiles. Luego apareció una escena del cenozoico. Los reptiles se habían convertido en mamíferos, y la evolución descendente de los arctarios había avanzado aún más. En aquellos descendientes degenerados sólo quedaban ínfimos residuos de la mentalidad original. Aquella lamentable descendencia dio lugar a una especie aún más estúpida y carente de poder mental que todas las anteriores: simios terrestres que recorrían las frías llanuras en manadas charlatanas y pendencieras. Los últimos despojos de la herencia arctaria, los antiguos instintos de dignidad, limpieza y paciencia habían desaparecido de aquélla.

Luego una última imagen ocupó el cerebro de Woodin. Era el mundo actual el que conocía por sus propios ojos. Pero lo vio y comprendió como nunca: un mundo en donde la degeneración había llegado a su límite extremo. Los simios se convirtieron en seres bípedos aún más débiles que habían perdido hasta el recuerdo de la herencia de la vieja mentalidad arctaria. Aquellas criaturas incluso carecían de muchos sentídos que los simios anteriores a ellos habían poseído. Y estas criaturas, estos humanos, se degradaban con rapidez creciente. Al principio mataron, como sus antepasados animales, para procurarse alimento, pero luego aprendieron a matar sin ton ni son. Y aprendieron a guerrear entre sí, divididos en grupos, tribus, naciones y hemisferios. En la locura de su degradación, se asesinaron entre sí hasta que la Tierra quedó regada de su sangre. Eran aún más crueles que los simios que los habían precedido con la crueldad inútil del loco. Y en su locura sin freno acabaron por morir de hambre en medio de la abundancia, por matarse entre sí en sus ciudades, por soportar el flagelo de unos temores supersticiosos que ningún otro ser antes que ellos conoció.

Eran los últimos y terribles descendientes, el último producto degenerado de los antiguos pobladores arctarios, que otrora fueran reyes del intelecto. Los demás animales fueron prácticamente eliminados. Ellos, los últimos monstruos horrorosos, pronto iban a dar fin a la terrible historia destruyéndose totalmente entre sí en su locura. Woodin volvió en sí de súbito. Se hallaba de pie en el centro del claro, a orillas del río, bajo la luz de las estrellas. Y a su alrededor seguían inmóviles los diez arctarios amorfos, en silencioso círculo. Embotado, mareado por la terrible y espantosa visión que su mente había recorrido con increíble claridad, miró uno a uno a los arctarios. Los pensamientos de éstos aún turbaban su cerebro, poderosos y sombríos, conmocionados de horror y de un desprecio terrible. El horrorizado pensamiento del líder arctario llegó a la mente de Woodin.

-Así pues, eso fue lo que se hizo de los enviados arctarios que vinieron a este mundo. Degeneraron, se convirtieron en formas de vida cada vez más inferiores, y estas entidades lamentables y enfermizas que ahora se aglomeran en este mundo son sus últimos descendientes. ¡Este es un planeta de horror letal! Un planeta que de algún modo daña los genes de nuestra raza y la hace cambiar corporal y mentalmente, motivando que a cada generación empeore más. Ante nosotros tenemos el espantoso resultado.
El temeroso pensamiento de otro arctario preguntó:
-¿Qué podemos hacer ahora?
-No podemos hacer nada -declaró el líder con solemnidad-. Esta degradación, este espantoso proceso ha avanzado demasiado para que podamos invertirlo ahora. En este mundo envenenado, nuestros hermanos inteligentes se convirtieron en entidades horrorosas; ahora nosotros no podemos invertir la situación y restaurarlos a partir de los seres degradados que son sus descendientes.
Woodin recobró la voz y gritó aguda, estentóreamente:
-¡No es cierto! ¡Lo que he visto ha sido una gran mentira! ¡Nosotros, los humanos, no somos el producto de una involución patológica, sino el resultado de muchas eras de evolución ascendente! ¡Lo afirmo! Pues no querríamos vivir, yo no querría vivir si lo contrario fuera cierto. ¡No puede ser cierto!

El pensamiento del líder arctario, dirigido a las demás formas amorfas, penetró en su cerebro delirante. Estaba cargado de compasión, pero su desprecio sobrehumano también era intenso.

-Vámonos, hermanos míos -decía el arctario a sus compañeros-. No podemos hacer nada en este mundo que corrompe el alma. Partamos antes de resultar envenenados y modificados también nosotros. Notificaremos a Arctar que éste es un mundo envenenado, un mundo de degradación, para que ninguno de nuestra raza venga aquí y descienda por el espantoso camino que aquéllos recorrieron. ¡Vamos! Regresemos a nuestro sol.

La abultada forma del líder arctario se acható, adoptó la forma de un disco y luego se elevó en el aire. Los otros también cambiaron, le siguieron en formación, y un Woodin estupefacto les vio subir y convertirse en puntos que se elevaban rápidamente bajo la luz de las estrellas. Se adelantó unos pasos, tambaleándose agitando los puños con delirio hacia los puntos brillantes que se alejaban.

-¡Regresad, malditos! -aulló-. ¡Regresad y juradme que era mentira! ¡Ha de ser una mentira..., tiene que ... !

En el cielo tachonado de estrellas ya no quedaba rastro de los arctarios. La oscuridad que rodeaba a Woodin era siniestra y absoluta. Volvió a gritar en la noche, pero sólo le respondió un eco burlón. Con los ojos desencajados, tambaleante y con el alma hecha añicos, su mirada se fijó en la pistola que Ross tenía en la mano. La cogió con un grito ronco. De súbito, la calma del bosque fue rota por un brusco estampido, que retumbó un instante, hasta extinguirse el último eco. Luego todo volvió a quedar en silencio, excepto el riente murmullo del río.