miércoles, 10 de julio de 2024

Poemas. Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

A Hillaire Belloc. 


Dios hizo las estrellas especialmente
Para cada diminuto pueblo o lugar;
Extasiados, los bebés las miran
Y las ven enredadas en un árbol;
Desde los Downs de Sussex, una Luna viste,
Una Luna de Sussex que no viaja todavía.
Yo vi una Luna citadina,
La farola más grande en Campden Hill.

Sí, en su casa el cielo está por doquier,
La gran bóveda azul que siempre se ajusta,
Y así sucede (no te inquietes; ya llegan a su meta,
Por fin, mis divagaciones),
Y lo mismo ocurre con todo lo heroico,
Que no se acabará con el fin del mundo
Y aunque se agiten las tétricas máquinas,
No te asustes demasiado, amigo mío.

Esto no acabó ante la urna de Nelson,
Donde se asienta una Inglaterra inmortal,
Ni cuando los altos jóvenes, uno a uno,
Bebieron la muerte, cual vino, en Austerlitz.
Tampoco cuando los pedantes nos pidieron una señal
De los fríos y mecánicos acontecimientos
Por venir; en la oscuridad, nuestras almas dijeron,
"Quizá, pero hay cosas más probables".

Es más probable que en estos prados lejanos,
En esos llanos libres y ondulados
Los tambores toquen un vals de guerra
Y la Muerte baile con la Libertad;
Es más probable que se levanten barricadas
Con la muerte por debajo y el humo por encima,
Y la muerte, el odio y el infierno declaren
Que los hombres han encontrado algo para amar.

Lejos de tus montañas soleadas
Vi el sueño, las calles que pisé
Las calles rectas y claras que se unen
Las calles estrelladas que apuntan a Dios.
La leyenda de una hora épica
Un niño que soñé y que sueño aún,
Bajo una gris e inmensa torre de agua
Que enciende las estrellas en Campden Hill.





El anticristo o el conciliábulo cristiano: una oda.


A Bill, quien ha azuzado la conciencia
de cada comunidad cristiana en Europa

F. E. Smith, en el Welsh Disestablishment Bill

Mientras se aferran a sus cruces,
F. E. Smith,
Donde se botan las veloces flotas bretonas,
¿Son ellos, Smith?
¿Acaso esperan las noticias de nuestra ciudad
Ayunando, temblando, sangrando?
Exclamando: "¡Esa es la Segunda Lectura!"
Musitando: "¡Todavía existe el Comité!"
Si vacila la voz de Cecil,
Si McKenna pone el dedo en la llaga,
¿Se estremecen en sus altares?
¿Hacen eso, Smith?

Los campesinos rusos rodean a su patriarca,
Se agrupan, Smith,
Escucho hablar de eso, creo,
¿No es así, Smith?
En el paisaje de las aldeas montañesas,
En los picos más allá del pálido Cáucaso,
Donde el Establishment nada significa
Y nunca han oído hablar de Gales,
Leyeron todos en Hansard
—con pesebre y todo—
"Diezmos galeses: respondió el Dr. Clifford".
¿Fue eso realidad Smith?

En las tierras donde había cristianos,
F. E. Smith,
Pequeñas tierras desnudas,
¡Smith, ah, Smith!
En donde están muy ocupadas las bandas turcas,
Y el conservador nombre Tory es bendecido

¡Y saludan a la Desvanecida Cruz
De los estandartes del Occidente!
Los hombres no pensarían que fuera medio difícil
Si el Islam prendiera fuego a su pariente y amigo,
Pues en Cardiff vive un cura
Por Smith patrocinado.

Yo también, en mayor medida, algo debería poseer.
¡Alívieme, Smith!
Si tan solo usted abandonara este tema,
¡Santo Smith!
Por causa legal o civil.
Usted porfía bien y consigue su tajada;
Deberá responder
A su Dios, a su sueño o a su diablo,
Pero no a mí.
Hable sobre asientos de iglesia y campanarios,
¡Y también del dinero constante y sonante
Que desde aquí vuela!
Pero las almas de los cristianos...
Eso ¡déjelo, Smith!





Una pequeña letanía.


Cuando Dios se salió de la eternidad y joven fue,
Antiguos días, creció un poco para su propia alegría
(Como bajo el horizonte es luminosa la tierra)
Y a través suyo me asomé, puerta de cielo —y vio la tierra.

Acallando por un momento sus brillantes cielos
Construyó cerca de él una casa de oro
Para en paredes imaginarias ver su acontecido mundo
Y a él regresar como quien dice un cuento.

Allí encontró su espejo; el único vidrio
Que no se rompería con tan insufrible luz
Hasta que en una esquina de la alta casa oscura
Dios se parecía a Dios, Cual fantasmas que en la noche se saludan.

La estrella de la mañana, esa estrella no caída
En ese extraño vuelco estrellado del espacio
Cuando tierra y cielo intercambiaron su lugares por una hora
Y el cielo parecía más de rostro humano.

Joven, sobre sus fuertes rodillas se levantó,
La sabiduría, cuya voz está en la calle, lloró
Más que el crepúsculo del biforme querubín
Que hizo de su trono un misericordioso asiento.

De tu pálido dobladillo del hábito, surgido de la escena,
Dios crece venturoso del reposo de todo el tiempo,
Tu alto cuerpo la torre de marfil toca
Y la rosa mística besa tu boca.





El burro.


Cuando los peces vuelan y los bosques caminan
Y los higos crecen de espinas
En algún momento, cuando la luna era sangre que vi
Seguramente entonces yo nací.

Con cabeza monstruosa y enfermo lamento
Y orejas como alas errantes,
Parodia del diablo andante,
Sobre cuatro patas, algo mendicante.

El andrajoso marginado de la tierra,
De antiguo y falso testamento;
Hambreado, azotado, denigrado: yo soy mudo,
Y mi secreto aún guardo.

¡Tontos! Yo también tenía mi hora;
Una hora dulce y feroz:
Un grito golpea mis orejas,
Y las palmas se tienden a mis pies.





La balada del caballo blanco. 


Levemente se cierran las puertas del cielo,
Y no guardamos nuestro oro,
Los hombres se desarraigan donde comienzan los mundos,
Leen el nombre del pecado anónimo;
Ganen o pierdan, A ningún hombre se le dice.

Los hombres de Oriente deletrear pueden las estrellas,
Y señalan las horas y los triunfos,
Pero los hombres suscribieron la cruz de Cristo Y
marchan alegremente a la oscuridad...

Cosas malas saben los sabios
que están escritas en el cielo
Reparan lámparas tristes, tañen melancólicas cuerdas,
Y escuchan pesadas alas púrpuras,
Donde los seráficos reyes olvidados
Aún planean la muerte de Dios...

Pero tú y toda la bondad de Cristo
Son ignorantes y arrojadas,
Y tienes guerras que apenas ganarás
Y almas que apenas salvarás.

No digo nada para tu consuelo,
Sí, nada para complacer tu deseo,
A menos que el cielo se oscurezca aún más,
Y el mar suba más alto.

La noche lo será tres veces sobre ti,
Y el cielo, hierro encapotado.
¿Acaso tienes alegría sin causa,
sí, fe sin esperanza?
(...)





Gloria in profundis. 


Ha caído sobre la tierra por una moneda
Un dios muy bueno para las estrellas.
El ha estallado fuera de todas las cosas y roto
Los limites de la eternidad:
Dentro del tiempo y la tierra terminal
El se ha estrellado como un ladrón o un amante
Por el vino del mundo se desborde,
Su esplendor esta dividido en la arena

¿Quien es orgulloso cuando los cielos están humildes?
¿Quién monta si las montañas se caen?
Si las firmes estrellas se vuelcan y caen?
Y un desborde de amor los ahogue a todos-
¿Quién levantara en alto su cabeza por una corona?
¿Quién sostendrá su voluntad por un mandato?
¿Quién luchara con el destellante torrente?
¿Cuando todo lo que es bueno se va para abajo?

Por preocuparse por semejante caída y fracaso
Los caídos ángeles sienten
Invertidos en insolencia, escalando
La colgante montaña del infierno:
Pero sin medir la caída y vara
Muy profundo para que sus sentidos puedan escudriñar
Apurando la caída del hombre
Es la cumbre de la caída de Dios

Gloria a Dios en lo Profundo
El chorro de las estrellas está fluyendo
Donde el rayo piensa ser lento
Y el relámpago teme llegar atrasado:
Como el hombre se zabulle por la sumergida gema
Persiguiendo, la cazamos y acosamos
La estrella caída lo ha encontrado
En la caverna de Belén.





Lepanto.


Blancos los surtidores en los patios del sol;
El Sultán de Estambul se ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara que todos temen,
Y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de su barba,
Y enarca la media luna sangrienta, la media luna de sus labios,
Porque al más íntimo de los mares del mundo lo sacuden sus barcos.
Han desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
Han arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
Y la agonía y la perdición abrieron los brazos del Papa,
Que pide espadas a los reyes cristianos para rodear la Cruz.
La fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
La sombra de los Valois bosteza en la Misa;
De las irreales islas del ocaso retumban los cañones de España,
Y el Señor del Cuerno de Oro se está riendo en pleno sol.
Laten vagos tambores, amortiguados por las montañas,
Y sólo un príncipe sin corona, se ha movido en un trono sin nombre,
Y abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
El último caballero de Europa toma las armas,
El último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro,
Que otrora fue cantando hacia el sur, cuando el mundo entero era joven.
En ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
Sube por la senda sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los cañones retumban,
Don Juan de Austria se va a la guerra.
Forcejean tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
Oscura púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
Carmesí de las antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los clarines, los cañones y aquí está él.

Ríe Don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando fuerte, todos los tronos del mundo,
Yergue la cabeza como bandera de los libres.
Luz de amor para España ¡hurrá!
Luz de muerte para África ¡hurrá!
Don Juan de Austria
Cabalga hacia el mar.

Mahoma está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(Don Juan de Austria va a la guerra.)
Mueve el enorme turbante en el regazo de la hurí inmortal,
Su turbante que tejieron los mares y los ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de la siesta,
Y camina entre los árboles y es más alto que los árboles,
Y a través de todo el jardín la voz es un trueno que llama
A Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:
Genios y Gigantes,
Múltiples de alas y de ojos,
Cuya fuerte obediencia partió el cielo
Cuando Salomón era rey.
Desde las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se precipitan,
Desde los templos donde cierran los ojos los desdeñosos dioses amarillos;
Ataviados de verde suben rugiendo de los infiernos verdes del mar
Donde hay cielos caídos, y colores malvados y seres sin ojos;
Sobre ellos se amontonan los moluscos y se encrespan los bosques grises del mar,
Salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
Surgen en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo,-
Se agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.
Y él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
Y cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de santo
Y no déis tregua a los rumíes de día ni de noche,
Pues aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.
Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
De sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
Pero hay un ruido en las montañas, en las montañas y reconozco
La voz que sacudió nuestros palacios -hace ya cuatro siglos:
¡Es el que no dice "Kismet"; es el que no conoce el Destino,
Es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
Ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.
Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de Austria va a la guerra)
Callado y brusco -¡hurrá!
Rayo de Iberia
Don Juan de Austria
Sale de Alcalá.

En los caminos marineros del norte, San Miguel está en su montaña.
(Don Juan de Austria, pertrechado, ya parte)
Donde los mares grises relumbran y las filosas marcas se cortan
Y los hombres del mar trabajan y las rojas velas se van.
Blande su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
El fragor atraviesa la Normandía; el fragor está solo;
Llenan el Norte cosas enredadas y textos y doloridos ojos
Y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa,
Y el cristiano mata al cristiano en un cuarto encerrado
Y el cristiano teme a Jesús que lo mira con otra cara fatal
Y el cristiano abomina de María que Dios besó en Galilea.
Pero Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
Don Juan que grita bajo la fulminación y el eclipse,
Que grita con la trompeta, con la trompeta de sus labios,
Trompeta que dice ¡ah!
¡Domino Gloria!
Don Juan de Austria
Les está gritando a las naves.

El rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(Don Juan de Austria está armado en la cubierta)
Terciopelo negro y blando como el pecado tapiza los muros
Y hay enanos que se asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de cristal con los colores de la luna,
Lo toca y vibra y se echa a temblar
Y su cara es como un hongo de un blanco leproso y gris
Como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
Y en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
Pero Don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.
Don Juan está de caza y han ladrado sus lebreles-
El rumor de su asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah, ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurrá!
Don Juan de Austria
Ha desatado el cañoneo.

En su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla rompieran.
(Don Juan está invisible en el humo)
En aquel oculto aposento donde Dios mora todo el año,
Ante la ventana por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
La media luna de las crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
Y velan los altos leones alados en las galeras de San Marcos;
Y sobre los navíos hay palacios de morenos emires de barba negra;
Y bajo los navíos hay prisiones, donde con innumerables dolores,
Gimen enfermos y sin sol los cautivos cristianos
Como una raza de ciudades hundidas, como una nación en las ruinas,
Son como los esclavos rendidos que en el cielo de la mañana
Escalonaron pirámides para dioses cuando la opresión era joven;
Son incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que huyen
De los altos caballos de los Reyes en la piedra de Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza del infierno
Donde por la ventana de su celda una amarilla cara lo espía,
Y no se acuerda de su Dios, y no espera un signo-
(¡Pero Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)

Cañonea Don Juan desde el puente pintado de matanza.
Enrojece todo el océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
El rojo corre sobre la plata y el oro.
Rompen las escotillas y abren las bodegas,
Surgen los miles que bajo el mar se afanaban
Blancos de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.
¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de AustriaHa dado libertad a su pueblo!

Cervantes en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
Por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
Y sonríe (pero no como los Sultanes), y envaina el acero...
(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)





La balada del suicida.


De la horca en mi jardín, dice la gente
Que es nueva, limpia y de altura decente
Me pongo el nudo al cuello de una forma estudiada,
Como una pajarita para una culta velada.
Pero mientras los vecinos al muro asomados,
contienen el aliento para aplaudir preparados.
El más extraño capricho me ha llegado a atrapar
Y creo que después de todo, hoy no me pienso ahorcar

Mañana el sueldo he de cobrar...
La espada de mi tío no llegué a descolgar...
Veo una nube pequeña y rosada.
Quizás la madre del rector no haga esa llamada...
Me parece que el Sr.Gall va a contestar ...
Estos hongos de otra forma se pueden cocinar ...
Las obras de Juvenal aún he de terminar...
Hoy no me pienso ahorcar.

El mundo su ropa sucia volverá a lavar.
Los decadentes han de empeorar, los pedantes se han de aburrir.
Y H.G.Wells ha visto a los niños reír
y Bernard Shaw los ha visto llorar
El racionalismo es cada vez más racional
Y por lo más profundo del bosque he visto un arroyo fluir
tan secreto que al propio cielo llega a ocultar...
Hoy no me pienso ahorcar.

Mensajero
Príncipe, los clarines de Germinal oigo sonar
Y a los carros de guerra en su terrible camino retumbar.
Incluso hoy, tu real cabeza podría rodar ...
Hoy no me pienso ahorcar.





El esqueleto. 


El pinzón que parlotea y la brisa
No son más felices que yo;
Aquí yazco entre flores
Con mi eterna risa.
No; para nada cómodamente;
Aunque claro, amigos, por pensar de prisa
No supuse la muerte, que el buen rey
Ocultó como broma… cuidadosamente.





Hojas de oro.


¡Hey! Vengo al otoño,
Cuando todas las hojas de oro son;
Cabellos grises y hojas doradas se lamentan
Somos viejos el año y yo.

En la juventud busqué al príncipe de los hombres,
Capitán de guerras cósmicas,
Nuestro Titán; las cizañas se mostraban
Desafiantes, incluso a las estrellas.

Hoy, cualquier cosa grandota de la calle
Merece una reverencia humana,
Que se trueca en extraña democracia:
Millones de máscaras de Dios.

En la juventud busqué la flor dorada
Escondida en bosques y hondonadas,
Pero llego al otoño,
Cuando las hojas todas de oro son.





Canción de lo acertado y lo erróneo.


Fiesta en vino o fasto en agua
Su honor permanecerá incólume.
El hijo y la hija del Dios Omnipotente,
Él, valiente, ella, pura;
Si un ángel del cielo
Te trajera otras cosas para beber,
La agradecerías sus amables atenciones,
E irías y las vaciarías bajo la sentina.

El té es como el Este que crece en él,
Un gran mandarín amarillo
Con reglas de urbanidad
E inconsciencia del pecado;
Todas las mujeres, como un harén,
Como colas de cerdo en tropel;
Y, como todo el Este que crece en él,
Cuando se fortalece, veneno se vuelve.

Aunque oriental, el té Es un caballero al menos;
El cacao es sinvergüenza y cobarde,
El cacao es una bestia común,
El cacao es sombrío, desleal,
Allí se queda, arrastrándose el desvergonzado,
Haciéndose el payaso,
Y puede que le agradezca
Al tonto que lo toma.

En cuanto a las aguas huracanadas,
Que llovieron como tempestades
Cuando deshonraron las buenas bebidas
De los bebedores del pueblo;
Cuando el vino tinto trajo la ruina roja
Y la danza de la muerte de nuestros tiempos,
El cielo nos envió Agua que Refresca
Como tormento para nuestros crímenes.





Agua y vino.


El viejo Noé tenía una granja de avestruces y aves
a gran escala,
Comió su huevo —que estaba en una copa grande como cubo— con un cucharón,
Y la sopa que tomó era sopa de elefante y el pescado que comió era de ballena,
Pero cuando inició su travesía todos eran pequeñuelos en el sótano.
Frecuentemente, cuando se sentaban a cenar, Noé decía a su esposa:
"El agua sólo me importa si va al vino".
Desde el precipicio celestial se desbordó la catarata
y no dejaba ver,
Como si lavara las estrellas, igual que la espuma bajo un fregadero,
Los siete cielos, rugientes, descendieron
para que bebieran los cogotes del infierno,
Y Noé guiñó su ojo y dijo: "parece lluvia, creo,
El agua ha inundado el Monte Cervino igual
que la mina de Mendip,
Pero no me importa a donde vaya el agua si no va
al vino".
Noé pecó, pecamos nosotros también; caminamos con pasos de embriaguez,
Hasta que nos enviaron un gran abstemio negro como cetro,
Y ya no se puede conseguir vino en P. S. A., en una capilla o en Eisteddfod,
Y, para Maldición del Agua, de nuevo ha llegado
por la ira de Dios,
Y el agua está en la mesa del obispo y en el altar
del Más Elevado Pensador,
Pero no me importa a donde vaya el agua si no va
al vino.





Canto de la extraña ascesis. 


Si hubiese sido pagano,
Habría ensalzado la vid purpúrea,
Mis esclavos habrían labrado los viñedos
Y yo bebería vino.
Pero Higgins es el pagano,
Y sus esclavos crecen famélicos y encanecen;
Quizás él pueda beber un poco de leche tibia
Unas dos veces al día.

Si hubiese sido pagano,
Habría coronado los rizos de Neaera,
Y colmado mi vida de aventuras amorosas
Y mi casa con muchachas que bailan;
Pero Higgins es el pagano,
Y diserta a fuerzas en sus aposentos,
Donde sus tías que no están casadas
Exigen divorciarse.

Si hubiese sido pagano,
Habría enviado mis ejércitos por delante,
Y por la retaguardia arrastraría
A los Jefes del Norte.
Pero Higgins es el pagano,
Y esgrime con pesar la pluma,
Para prestar a los pobres dinero divertido
Lo que lo hace aún más pobre.

Si hubiese sido pagano,
Habría colocado mi pira en lo alto,
Y un gran torbellino rojo
Rugiendo se iría al cielo;
Pero Higgins es el pagano,
Y es más rico que yo:
Pero ellos son los que lo pusieron en un horno,
Como si fuera un pastel.

Ahora quien corra por ahí puede leer
El enigma que escribo,
De por qué este pobre viejo pecador
Debe pecar sin deleite.
Sin embargo yo, yo no puedo leerlo
(Por más que corro y corro),
Pues ellos carecen de fe
Y nunca se divertirán.





La espada de la sorpresa.


Separado yo de mis huesos, ¡oh!, espada de Dios,
Hasta que ellos permanezcan de pie y ajenos,
como los árboles;
Yo, cuyo corazón sube volando hacia los bosques
Y puede maravillarse tanto como ellos.

Separado yo de mi sangre que, en la oscuridad,
Escucha al ancestral río correr,
Y cómo los ríos subterráneos se confunden en el mar
Pero nunca el sol ven.

Dame ojos milagrosos para ver mis ojos
Espejos rodantes que viven en mí,
Cristales terribles más increíbles
Que todas las cosas que vi.

Separado yo de mi alma, que puedo ver
Los pecados como heridas sangrantes, valientes golpe de vida,
Hasta que a un extraño en la calle
Salve como yo mismo me salvaría.





El converso.


Después de un momento, cuando incliné mi cabeza
El mundo todo cambió y se enderezó,
Salí adonde el viejo camino brilló en su blancura,
Caminé las veredas y oí lo que todos los hombres dijeron,
Bosques de lenguas, como las hojas de otoño sin caer,
No dignas de amar pero extrañas y ligeras;
Viejos enigmas y nuevos credos, no a pesar de,
Sino con sencillez, cual hombres que sonríen
por un muerto.

Los sabios tienen cien mapas que ofrecer,
Huella que su cosmos arrastra como un árbol,
Y criban tanto su razón, igual que un tamiz
Que conserva la arena y permite que el oro, libre, se vaya:
Y todas estas cosas son para mí menos que el polvo
Pues mi nombre es Lázaro y estoy vivo.





El mito de Arturo.


¡Ah! hombre instruido que nunca aprendiste a aprender,
Y que evitas deducir mediante pequeños y tímidos pasos,
Como el elevado humo que el fuego jamás podrá consumir
Y los grandes relatos de hombres que nunca fueron grandes.
Di, ¿has pensado de qué clase de hombre se trata?
¿De quién dicen los hombres que "podría derribar gigantes"?
O qué profundos recuerdos en el abismo del tiempo
Aburren el boato de Camelot y de la corona.
Y por qué un estandarte tapiza todo el fondo,
Más allá de las cabalgatas de tantas lanzas,
Y en virtud de qué brujería, en las colinas occidentales,
Un trono ha permanecido vacío mil años.
Quién sostiene, con tal desconsideración, este inmenso ardid,
La historia inmortal de un pecado mortal;
Menos fábula humana que hecho histórico
Que mata mitos como polillas y se bate con un alfiler.
Ten consuelo; lo demás no es difícil.
Jamás un mito serás, te lo prometo.





Eternidades. 


No soy capaz de contar los guijarros del arroyo.
Bien, dijo Él: "No lo jure por su testa
Ni por los cabellos que alisa", aunque Él, lo leímos,
Inscribe ese descabellado número en Su propio extraño libro.

No puedo contar las arenas ni inventariar los mares,
Muerte repentina, que tanto he desandado,
Concédeme inmortal aureola, ¡oh! Dios mío,
Y designaré las hojas de los árboles.

Permaneceré de pie en el cielo, sobre cristal y oro,
Empollando aún la aritmética de la tierra para deletrearla;
O para ver extinguirse los fuegos del infierno
Después de agradecer a Dios la eternidad del césped.





Femina contra mundum.


El Sol era negro y juicioso, y sangrienta
La Luna: pero entre ambos
Apareció un hombre de pie, diciendo: "Para mí,
Al menos el césped es verde.

Maravillado y con amor, ninguna estrella había
Que olvidara temer;
Me han amado las aves"; pero ninguna respuesta llegó.
Sólo el trueno.

Una vez más, el hombre de pie decía: "Miraba fijamente
A través de una puerta de la cabaña;
En ese instante me voltee —sí, soy vil, me dije;
Y mis ojos ardieron todavía.

"Porque ya había pesado las montañas
en una balanza,
Y los cielos en una báscula,
Vengo a vender estrellas —lámparas viejas por nuevas—
¡Estrellas viejas que vendan!"
(...)





El aristócrata.


(Compilado en 1915)

El Diablo es un caballero: pide que nos quedemos
En su pequeño lugar, Cualquiera-que-sea-su-nombre (no está lejos).
Dicen que practica un espléndido deporte; siempre tiene algo nuevo,
Con escenas de hadas y hechos temibles que sólo
él puede maniobrar;
Él puede disparar a querubines emplumados
si sobrevuelan su terreno,
O pesca para el Padre Neptuno usando sirenas
como cebo;
Y descascara las estrellas en el cielo que así
se tambalean en el precipicio;
Tocó su trompeta en el cielo —y sobrevivió al dominio
De la corona estrellada del mismo Dios—
y la arrumbó en el estante;
Pero el Diablo un caballero es y no lo presume.

Sus ojos deslumbran, su corazón estremece
y con su mano te ataja desde lejos,
Y estropea tu amor y afeita tu cabeza;
pero no va a quedarse en
Su pequeño lugar, Cualquiera-que-sea-su-nombre, donde la gente es rica y lista;
Dorada y graciosa casa donde las cosas siempre van
de mal en peor;
Hay cosas que no necesitas saber, aunque vivas
y mueras en vano,
Hay almas más enfermas de placer de lo que él mismo está enfermo de dolor;
Hay alguien que juega al Necio de Abril y toca
la puerta
En la que los tontos siempre permanecen y abril
no llega nunca más,
Y donde el esplendor de la luz del día crece aún más triste que la oscuridad,
Y las caídas de la vida gustan de un buitre que alguna vez fue una alondra:
Y ése es el Diablo Azul que alguna vez fue un Pájaro Azul;
Pero el Diablo es un caballero y nunca su palabra honra.





Al guerrero desconocido. 


Tú, a quien saludaron los reyes; quien no se negó
Al gran placer de innobles días,
Fama sin nombre y gloria sin murmuraciones,
Y a quien ningún biógrafo profanó con alabanza.

¿Quién te llamó "Derrotado"? En la oscuridad,
La trinchera a donde nunca llega la luz del foco,
Ni el gran tambor del show de Barnum puede retumbar,
Inquietante vibración después de tantos tambores.

Aunque llegará el tiempo en que cada circo yanqui
Pueda valerse de nuestros soldados para hacer sandwiches humanos,
Como quien al flautista paga por tocar una melodía.
Tú ya no bailarás. No te moverás de nuevo.

No marcharás para Fatty Arbuckle,
Aunque todavía tiene buena prensa,
San Francis es tan tierno como San Francisco
O como los ángeles son a Los Ángeles.

No atacarán el último reducto,
Del castillo solitario y libre,
Morada del guerrero desconocido e invicto.
Eso sólo la Publicidad lo avasalló.


Poemas. Edward Estlin Cummings (1894-1962)

Porque te amo. 


(porque te amo) la otra noche

ataviada en encaje de mar
se apareció ante mí
tu mente a la deriva
entre alegres despojos
de perlas algas piedras y corales;

se alzó y (ante mis ojos
hundiéndose) hacia el fondo se fugó; suavemente
con tu cara tus pechos tu sonrisa
la muerte se hizo gárgaras: ahogadas otra vez

sólo para volver a cuidadosamente surgir de lo profundo
éstas muñecas tuyas
tus muslos pies y manos

preparándose
para volver a desaparecer

corriendo dulcemente y ágilmente arrastrándose
a través de mi sueños la otra
noche, todo tu
cuerpo con su espíritu flotó,
(ataviado tan sólo
en el agudo murmullo costurero de la marejada)





Porque el sentimiento está primero...


Porque el sentimiento está primero
quién preste atención
a la sintaxis de las cosas
nunca va a completamente besarte;

completamente ser un tonto
mientras la Primavera está en el mundo

mi sangre aprueba,
y los besos son un mejor destino
que la sabiduría
señora lo juro por todas las flores. No llores,
- el mejor gesto de mi cerebro es menos que
el revoloteo de tus párpados que dice

que somos para el otro; luego
ríe, recostándote en mis brazos
porque la vida no es un párrafo
Y la muerte yo creo no es ningún paréntesis.





Encontrándose los extraños... 


Encontrándose los extraños
comienza la vida
ni pobre ni rica
(consciente apenas)
ni amable
ni cruel
(completa sólo)
no yo tú no
no posible
sólo verdadera
verdaderamente, una vez
si los extraños (que
profundos somos nosotros) se tocan
para siempre
(y tan oscuros)





El finado Buffalo Bill.


El finado
Buffalo Bill
tenía por corcel
un semental plateado y suave
como el agua y tiraba al pichón... uno dos tres cuatro cinco acertaba como si nada
¡Dios mío!
cuán apuesto era…
y me pregunto
si se lleva bien con su muchachito de ojos azules
Señor Muerte.





Esos niños que cantan en piedra...


Esos niños que cantan en piedra un
silencio de piedra esos
pequeños hicieron flores
de piedra que se abren para

siempre esos niños silenciosa
mente pequeños son pétalos
su canción es una flor de
siempre sus flores

de piedra cantan
silenciosamente una canción
más silenciosa
que el silencio esos siempre

niños para siempre
cantan con guirnaldas de cantantes
flores niños de
piedra de ojos

florecidos
saben si un
pequeño
árbol oye

para siempre a los siempre niños
cantando para siempre
una canción de silencio de piedra
de canto.





Llevo tu corazón conmigo.


"Llevo tu corazón conmigo
(lo llevo en mi corazón)
nunca estoy sin él.
(A donde quiera que voy vas tú mi amor;
Y donde aquello que hago yo sola
es gracias a tí, mi cielo).
No le temo al destino
(ya que tu eres mi destino, cariño).
No quiero ningún mundo (porque hermosa
tu eres mi mundo, mi bien).
Este es el secreto más profundo que nadie conoce...
(Esta es la raíz de la raíz
y el brote del brote
y el cielo del cielo de un árbol llamado vida;
que crece mas alto de lo que el alma pueda esperar... o la mente ocultar)
Es la maravilla que mantiene las estrellas separadas
Llevo tu corazón
(lo llevo en mi corazón)"





Si te gustan mis poemas, déjalos...


si te gustan mis poemas, déjalos
caminar en el atardecer, un poco detrás de tí

entonces la gente dirá
"A lo largo de esta senda vi pasar a una princesa
en ruta a encontrarse con su amante(era
hacia el anochecer) con sirvientes altos e ignorantes."





Me gusta mi cuerpo cuando...


Me gusta cuando mi cuerpo esta junto
al tuyo. Es algo tan nuevo.
Mejores músculos y más nervioso.
Me gusta tu cuerpo. Lo que hace,
sus modos. Me gusta sentir la columna
de tu cuerpo y sus huesos, y la tembladera
–firme- delicadeza y de la cual
vez y vez y vez
besare, me gusta besar esto y eso de ti,
me gusta, lentamente acariciar, la pelusa chocante
de tu piel eléctrica, y de lo-que-es que
viene sobre tu carne abierta. . . . Y los ojos grandes de amorosas migajas,

y posiblemente me gusta el encanto

bajo el mío del tuyo tan nuevo.





Mi niña es alta con grandes ojos serios.


Mi niña es alta con grandes ojos serios
tal como se para, con sus largas manos duras manteniendo
el silencio en su vestido, bueno para dormir
es su largo cuerpo duro lleno de sorpresa
como un blanco cable electrizante, cuando ella sonríe
una dura sonrisa larga que a veces hace
alegría limpia a través mi dolorosa cosquilla,
y el ruido débil de sus ojos fácilmente lijan
mi impaciencia hasta el borde—mi niña es alta
y tiesa, con piernas delgadas como una viña
que ha vivido por completo en la pared del jardín,
y que va a morir. Cuando siniestramente vamos a la cama
con estas piernas y ella empieza a levantarse y enroscarse
Sobre mí, y para besar mi cara y cabeza.





Quién sos, pequeño yo...


quién sos, pequeño yo

(de cinco años o seis)
mirando desde una alta

ventana: el oro de

la tarde de noviembre

(pensando: que si el día
tiene que hacerse noche

ésta es una hermosa manera)





Puedo acariciarte dijo él... 


puedo acariciarte dijo él
(gritaré dijo ella
sólo una vez dijo él)
es divertido dijo ella

(puedo tocarte dijo él
cuánto dijo ella
mucho dijo él)
por qué no dijo ella

(vámonos dijo él
no demasiado lejos dijo ella
qué es demasiado lejos dijo él
donde tu estás dijo ella)

puedo quedarme dijo él
(cómo dijo ella
así dijo él
si me das un beso dijo ella

puedo moverme dijo él
me quieres dijo ella)
si lo estás deseando dijo él
(pero me estás matando dijo ella

pero la vida es así dijo él
pero y tu mujer dijo ella
ahora dijo él)
oh dijo ella

(estupendo dijo él
no te detengas dijo ella
oh no dijo él
más despacio dijo ella

(¿te corres? dijo él
ummm dijo ella)
¡eres divina! dijo él
(eres Mío dijo ella)





Estás cansada. 


Estás cansada
(yo creo)
del perpetuo enigma de vivir y sus afanes;
y yo también.

Ven conmigo, pues,
y partiremos muy lejos
(sólo tú y yo, ¿comprendes?).

Tú has jugado
(yo creo)
y has roto tus juguetes más queridos,
y ahora estás algo cansada;
cansada de las cosas que se rompen,
cansada, eso es todo.
Yo también.

Pero vengo con un sueño en mis ojos esta noche,
y llamo con una rosa
a la desolada verja de tu corazón.
¡Ábreme!
Que yo te mostraré lugares que nadie conoce
y, si tú quieres,
las perfectas regiones del Sueño.

¡Ah, ven conmigo!
yo te encenderé esa maravillosa burbuja, la luna,
que perenne flota.
Te cantaré la canción jacinto
de las probables estrellas,
y buscaré en las apacibles estepas del Sueño,
hasta encontrar la Flor Única,
que sustentará (yo creo) tu tierno corazón
mientras la luna se eleva desde el mar.


Poemas. Aleister Crowley (1875-1947)

Himno a Pan.


¡Estremécete con el muelle deseo de la luz !
¡Oh hombre !¡Oh, tú, hombre !.
¡Ven corriendo desde la noche
de Pan !¡Io Pan !
¡Io Pan !¡Io Pan ! ¡Ven a través del mar
desde Sicilia y Arcadia !
¡Vagando como Baco, con faunos que te acompañan
y ninfas y sátiros que te guardan,
sobre un asno blanco como la leche, ven a través del mar
a mí, a mí,
ven junto Apolo, en traje de novia
(pastora y pitonisa).
Ve junto a Artemisa, calzado de seda,
y lava tu blanco muslo, oh, bellísimo Dios,
entre la luna de los bosques, sobre el marmóreo monte,
en la aurora surcada de hoyuelos de la ambarina fuente!
Sumerge el púrpura del rezo apasionado
en el sagrario carmesí, en el lazo escarlata
el alma que se sobresalta en una mirada azul,
al observar los gemidos de tu exuberancia, a través
de la espesura del matorral, del nudoso tronco
del árbol viviente, que es espíritu y alma,
y cuerpo y mente... ¡Ven a través del mar,
(¡Io Pan !¡Io Pan !)
Dios o Diablo, a mí, a mí !
¡Oh, tú, hombre!¡oh, tú, hombre !
¡Ven con trompetas que suenen estridentes
sobre la colina !
¡Ven con tambores que murmuren por lo bajo
desde la fuente!
¡Ven con flautas y gaitas !
¿No estoy maduro ?
Yo, que aguardo, sufro y lucho
con aire que no permite a las ramas
abrigar mi cuerpo, cansado de abrazos vacuos,
fuerte como un león y aguzado como un áspid...
¡Ven, oh, ven !
Me encuentro torpe
a causa de la solitaria lujuria del poder del diablo.
Mete tu espada entre los mortificantes grilletes,
tú, que todo extingues, y todo creas,
dame el signo del Ojo Insomne,
y el exaltado augurio del áspero muslo,
y la palabra de insensatez y misterio.
¡Oh, Pan ! ¡Io Pan !
¡Io Pan !¡Io Pan ! Me he despertado
entre los anillos de la serpiente,
el águila me fustiga con garras y pico ;
los dioses se apartan :
las grandes fieras se acercan, ¡Io Pan ! He nacido
para morir en el cuerno
del Unicornio.
¡Yo soy Pan ! ¡Io Pan ! ¡Io Pan Pan ! ¡Pan !
Soy tu compañero, soy tu hombre,
el macho de tu rebaño, soy oro, soy dios,
carne de tus huesos, flor de tu vara.
Con pezuñas de acero, corro sobre las rocas,
inflexible, de solsticio a equinoccio
Y deliro ; y entre delirios estrupo y desgarro
eternamente, en un mundo sin final,
enano, doncella, ménade, hombre,
por la voluntad de Pan.
¡Io Pan ! ¡Io Pan Pan ! ¡Pan ! ¡Io Pan !.





Sócrates. (El hombre de la nariz rota)


Perfecta belleza labrada de deformidad,
oh filósofo de la nariz rota, la tuya.
Así como los diamantes, más profundos en el limo azul,
así es el secreto de tu sólida fortuna
resplandor daimónico más allá de moda e importancia
de rasgo atormentado; el espíritu de la virtud relumbra,
el genio y la sabiduría de la divina fuerza
que insufla tu rostro; ¡esplendor!, nada menos.

¡Ay! Beberás la cicuta, sufrirás
y morirás por respeto a ti mismo, ¡por amor a los demás!
¿Son hoy los hombres hermanos inseparables?
¿Es mi vida más plácida que la de los griegos?
Los griegos, al menos, me ayudarán en mi arte.
¡Crucificad a Crowley! ¡No, mis amigos!, la pócima.





Balzac. 


Gigantesco, oscurecido por los misterios del hierro,
embozado, Balzac álzase y mira. El desdén inmenso,
el silencio egipcio, el poder del dolor,
la carcajada de Gargantúa, agitan o acallan la ígnea
estatura del Maestro, vívida. A lo lejos, aterrado,
el aire ensordecedor estremece la piel. En vano
el Maestro de «La Comedia Humana»
oscurece sus profundos ojos, genio iluminado.

Epitalamios, canciones de cuna y epitafios
están escritos en el misterio de sus labios.
La triste sabiduría, la insolente ignominia y la agonía
sublime
yacen en los pliegues mortuorios de la capa,
escarpadas montañas;
y la piedad se oculta en el corazón. El torvo saber
estrecha
a la humanidad esencial. Balzac álzase, y ríe.





El pensador. 


¡Ciega agonía del pensamiento! Quien
brinda su pluma,
su pincel o su lira al Arte puede
comprender en éste
el símbolo de su batalla en contra y a favor
de los hombres, el retrato del atormentado
deleite
de su necesidad; se sienta próximo a él
el consumado del pensamiento mágico.
Rodeado por su propio abrazo se sienta;
¡rastrean
los sabuesos invisibles el dolor sobre las
hendiduras!
Pronto, pronto estarán sobre él; pronto, los
colmillos del odio,
¡los afilados dientes del infinito sobre él!
¿Podrá el amor, o la gloria, o la riqueza,
abolir esos tormentos?
¿Qué sirena de voz y pecho dulces podrá
conquistarle?
¡Ninguna, estad seguros! Con sereno
espanto
el pensador formula la ley eterna.


La correspondencia de P. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Mi infortunado amigo P. ha perdido el hilo de su vida por la interposición de largos intervalos en los que tenía la razón parcialmente desordenada. El pasado y el presente se mezclan en su mente de una manera que suele producir resultados curiosos, y que con la lectura detallada de la carta siguiente se entenderá mejor que con cualquier descripción que pudiera yo hacer. El pobre hombre, sin salir nunca de la pequeña habitación encalada y enrejada a la que alude en el primer párrafo, es sin embargo un gran viajero que conoce en sus andanzas a una variedad de personajes que hace tiempo dejaron de ser visibles para cualquier mirada salvo la suya. En mi opinión, todo ello no es tanto una ilusión como un capricho de la imaginación, en parte voluntario y en parte involuntario, a la que su enfermedad ha dado tal energía mórbida que contempla esos escenarios y personajes espectrales con tanta claridad como si se tratara de una obra en el escenario, y con algo más de ilusa credibilidad. Muchas de sus cartas están en mi posesión, algunas basadas en extravagancias iguales a la presente, y otras en hipótesis no carentes del elemento absurdo. El conjunto constituye una correspondencia que, si el destino aparta oportunamente a mi pobre amigo de lo que es para él un mundo de luz lunar, me prometo el placer piadoso de editarlas para el público. P. suspiró siempre por la fama literaria, y ha hecho más de un intento inútil por lograrla. No sería extraño si, tras no conseguir su objetivo mientras lo buscaba con la luz de la razón, diera con él en sus neblinosas excursiones más allá de los límites de la cordura.

LONDRES, 29 febrero de 1845
Mi querido amigo, las viejas asociaciones se aferran a la mente con sorprendente tenacidad. La costumbre diaria crece en nosotros como un muro de piedra, y se consolida en una entidad casi tan material como la obra arquitectónica más poderosa de la humanidad. A veces me cuestiono seriamente si las ideas no serán realmente visibles y tangibles, estando dotadas de todas las demás cualidades de la materia. Sentado como estoy en este momento en mi apartamento alquilado, escribiendo junto al hogar, sobre el que hay colgado un grabado de la Reina Victoria, escuchando el estruendo apagado de la metrópolis del mundo, y con una ventana a cinco pasos de distancia, por la que siempre que deseo puedo contemplar el Londres real, con toda esa certidumbre positiva acerca de mi situación, ¿qué tipo de idea cree que está confundiendo ahora mi cerebro? Vaya, ¿lo creería usted? Todo este tiempo sigo habitando esta aburrida y pequeña habitación, esta pequeña habitación encalada, esta pequeña habitación de una sola ventana en la cual, por un inescrutable motivo del gusto o la conveniencia, mi casero ha colocado una reja de barrotes de hierro... ¡Esa pequeña habitación, en suma, en la que usted amablemente tantas veces me ha visitado! ¿Ninguna longitud de tiempo o anchura del espacio me liberará de esta repulsiva morada? Viajo; pero me parece hacerlo como el caracol, con la casa sobre mi cabeza. ¡Muy bien! Supongo que estoy llegando a ese período de la vida en el que los acontecimientos y escenarios presentes sólo dejan impresiones débiles en comparación con los de antaño; por tanto deberé reconciliarme con el hecho de ser, cada vez más, el prisionero de la memoria, que solamente me deja dar unos pequeños saltitos, pero con sus cadenas alrededor de mi pierna.

Mis cartas de presentación me han sido de la máxima utilidad, permitiéndome conocer a varios personajes distinguidos que hasta ahora me habían parecido tan alejados de mi esfera de relación personal como los ingeniosos de la época de la Reina Anne o los compañeros de juerga de Ben Jonson en el Mermaid. Una de las primeras de que dispuse fue la carta a Lord Byron. Su señoría me pareció mucho más viejo de lo que yo había supuesto, aunque si pensamos en las primeras irregularidades de su vida y los diversos desgastes de su constitución, no me resultó más viejo de lo que podría parecer razonable en un hombre cercano a los sesenta. Pero en mi imaginación había revestido su cuerpo terrenal con la inmortalidad espiritual del poeta. Lleva una peluca castaña, de rizos muy abundantes, que le cae sobre la frente. Las gafas ocultan la expresión de sus ojos. Como ha aumentado su tendencia a la obesidad, Lord Byron está ahora enormemente gordo; tan gordo que da la impresión de una persona sobrecargada por su propia carne, y sin vigor suficiente para difundir su vida personal en toda esa enorme masa de sustancia corpórea que tan cruelmente pesa sobre él. Uno mira ese montón de carne mortal y mientras se llena la vista con lo que pretende pasar por Byron murmura para sí mismo: «Cielos, ¿dónde está él?» De haber estado dispuesto a ser cáustico habría podido considerar esa masa de sustancia terrenal como el símbolo, en forma material, de esos hábitos perversos y vicios carnales que desespiritualizan la naturaleza del hombre y obstruyen sus avenidas de comunicación con una vida mejor.

Pero eso sería demasiado duro; y además, la moral de Lord Byron había mejorado mientras su hombre exterior se había hinchado hasta esa circunferencia de la que no se daba cuenta. Ojalá hubiera sido más del gado, pues aunque me hizo el honor de extenderme su mano, sin embargo ésta se hallaba tan hinchada de sustancia ajena que no pude sentir que estuviera tocando la mano que escribió Childe Harold. Al entrar yo, su señoría se excusó por no levantarse para recibirme, con el motivo suficiente de que en los últimos años la gota había adoptado como residencia permanente su pie derecho, que en consecuencia se encontraba envuelto en muchas capas de franela y depositado sobre un cojín. El otro pie estaba oculto en los ropajes de su silla. ¿Se acuerda si era el pie derecho o el izquierdo de Byron el que estaba deforme?

Como sabe usted, hace ya diez años que se produjo la reconciliación del noble poeta con Lady Byron; y estoy seguro de que no muestra ningún síntoma de ruptura o fractura. Se dice que son, si no felices, al menos una pareja contenta o en todo caso tranquila, que desciende la pendiente de la vida con ese grado tolerable de apoyo mutuo que les permite llegar fácil y cómodamente hasta el fondo. Resulta agradable reflexionar acerca de la manera total en que el poeta ha redimido, a este respecto, sus errores juveniles. Me alegra añadir que la influencia de ella ha producido desde un punto de vista religioso los más felices resultados sobre Lord Byron. Combina él ahora los dogmas más rígidos del metodismo con las doctrinas extremadas de los puseyitas; los primeros se deben quizás a las convicciones forjadas en su mente por su noble consorte, mientras las últimas son la iluminación pintoresca y recamada que exigía su carácter imaginativo. Una gran parte de los gastos, que le permiten su hábito cada vez mayor a una frugalidad continua, se emplean en la reparación o embellecimiento de lugares de veneración; y este noble, cuyo nombre fue considerado en otro tiempo sinónimo del vil diablo, es ahora, aunque no esté canonizado, tan santo como los hay en muchos púlpitos de la metrópolis y otros lugares. En política Lord Byron es un conservador intransigente que no pierde oportunidad, ni en la Cámara de los Lores ni en círculos privados, de denunciar y repudiar las ideas malévolas y anárquicas de sus primeros tiempos. Tampoco deja de visitar pecados similares en otras personas con la más sincera venganza que puede infligir su pluma algo desafilada. Southey y él mantienen una amistad de lo más íntima. Se dará usted cuenta de que poco antes de la muerte de Moore, Byron hizo que ese hombre, brillante pero censurable, fuera arrojado de su casa. Moore se tomó el insulto tan a pecho que se dice que fue una de las grandes causas de la enfermedad que le llevó a la tumba. Otros pretenden que el lírico murió en un feliz estado mental, cantando una de sus melodías sagradas y expresando su creencia de que sería escuchado dentro de las puertas del paraíso, siendo admitido de manera instantánea y honorable. Deseo que así haya sido.

Como podrá suponer, en el curso de la conversación con Lord Byron no dejé de prestar el tributo del homenaje debido a un elevado poeta, con alusiones a pasajes de Childe Harold, de Manfred y de Don Juan, que han significado una parte tan grande de la música de mi vida. Mis palabras, fueran o no adecuadas, al menos fueron cálidas por el entusiasmo de alguien digno de discutir sobre poesía inmortal. Sin embargo era evidente que no daban con exactitud en el punto adecuado. Pude darme cuenta de que había algún error, y no quedé poco enfadado conmigo mismo, avergonzado de mi intento fallido de hacer sonar, desde mi propio corazón hasta los oídos del dotado autor, el eco de esas melodías que han resonado en todo el mundo. Pero más tarde el secreto fue asomando tranquilamente. Byron, y tengo la información de sus propios labios, por lo que no tiene que dudar si desea repetirlo en los círculos literarios, está preparando una nueva edición de sus obras completas, cuidadosamente corregida, expurgada y enmendada, de acuerdo con su actual credo del gusto, la moral, la política y la religión. Sucedía así que los mismos pasajes de elevada inspiración a los que yo había aludido se encontraban entre la basura condenada y rechazada, que es su propósito arrojar al golfo del olvido. Si quiere que le susurre la verdad, me parece que sus pasiones han ardido, que la extinción de su llama viva y alborotada ha privado a Lord Byron de la iluminación con la que no sólo escribía, sino que permitía que lo que había escrito fuera sentido y comprendido. Con absoluta seguridad, él ya no entiende su propia poesía.

Eso me resultó evidente cuando me hizo el favor de leerme algunas muestras del Don Juan en la versión moralizada. Todo lo que tiene de licencioso, de poco respetuoso con los misterios sagrados de nuestra fe, todo lo que es mórbidamente melancólico o coléricamente juguetón, todo lo que ataca a las constituciones establecidas del gobierno o los sistemas de la sociedad, todo lo que pudiera herir la sensibilidad de cualquier mortal que no sea un pagano, un republicano o un disidente, ha sido implacablemente borrado, y su lugar ha sido ocupado por versos nada excepcionales en el estilo posterior de su señoría. Puede juzgar cuánto queda del poema tal como había sido publicado. El resultado no es tan bueno como cabría desear; dicho sencillamente, es un asunto verdaderamente triste, pues aunque las antorchas encendidas en Tófet se hayan apagado, dejan un olor abominable y no son sustituidas por vislumbres del fuego sagrado. Es de esperar, sin embargo, que este intento de Lord Byron de expiar sus errores juveniles inducirá finalmente al Dean de Westminster, o a cualquier eclesiástico que concierna, a permitir que a la estatua del poeta que hizo Thorwaldsen se le conceda un nicho adecuado en la importante y vieja Abadía. Ya sabe que cuando trajeron sus huesos de Grecia se les negó darles sepultura entre los de sus melodiosos hermanos.

¡Qué ridículo error de pluma acabo de cometer! ¡Qué absurdo es que hable del entierro de los huesos de Byron, a quien acabo de ver vivo, y encajado en una masa grande y redonda de carne! Pero, para ser sincero, un hombre prodigiosamente gordo me produjo siempre la impresión de ser una especie de duende; en la extravagancia misma de su sistema mortal encuentro algo semejante a la inmaterialidad de un fantasma. Y luego esa ridícula y vieja historia que entró en mi mente acerca de que Byron murió de fiebre en Missolonghi hace unos veinte años. Reconozco cada vez más que habitamos en un mundo de sombras; y por mi parte sostengo que no merece la pena intentar trazar una distinción entre las sombras de la mente y las que son exteriores a ella. Y si hubiera alguna diferencia, las primeras tendrían bastante más importancia.

¡Piense sólo en mi buena fortuna! El venerable Robert Burns —que, si no me equivoco, tiene ochenta y siete años— visita ahora Londres, como si tuviera el propósito de darme la oportunidad de conducirle de la mano. Pues hace ya más de veinte años que apenas ha abandonado una sola noche su tranquila casa de campo de Ayrshire, y sólo se ha visto ahora atraído hasta aquí por la irresistible persuasión de todos los hombres distinguidos de Inglaterra. Desean celebrar con una fiesta el cumpleaños del patriarca. Será el mayor triunfo literario que se haya conocido. ¡Ruego al cielo que el escaso espíritu de vida que queda dentro del pecho del viejo bardo no se apague con el brillo de esa hora! He tenido ya el honor de que me lo presentaran en el Museo Británico, donde estaba examinando una colección de sus cartas sin publicar junto con canciones que escaparon de la noticia de todos sus biógrafos.

¡Vaya! ¡Absurdo! ¿En qué estoy pensando? ¿Cómo va a estar Burns embalsamado en una biografía cuando sigue siendo un anciano enérgico? La figura del bardo es alta y reverenda en el grado máximo, a pesar de hallarse muy inclinada por la carga del tiempo. Sus cabellos blancos flotan como una ventisca de nieve por su rostro, en el que se ven las arrugas del intelecto y la pasión, como canales de torrentes precipitados que han espumeado hacia afuera. El anciano se conserva excelentemente considerando su edad. Tiene esa vida de grillo —me refiero a la capacidad del grillo de cantar por cualquier causa, o por ninguna— que es quizás el estado de ánimo más favorable para la vejez extrema. Nuestro orgullo nos impide desearlo para nosotros, aunque nos damos cuenta de que en el caso de los demás es de naturaleza beneficiosa. Me sorprendió encontrarlo en Burns. Es como si su corazón ardiente y su imaginación brillante se hubieran quemado hasta las últimas ascuas, dejando sólo una pequeña y parpadeante llama en una esquina, que sigue bailando hacia arriba y riendo con todo. Ya no es capaz de la emoción. A petición de Allan Cunningham, intentó cantar su propia canción a María en el Cielo; pero era evidente que el sentimiento de esos versos, de verdad tan profunda y expresión tan simple, estaba más allá de la posibilidad de su sensibilidad presente; y cuando una pizca de ésta le despertaba parcialmente, las lágrimas fluían inmediatamente a sus ojos y su voz se rompía en un cacareo tembloroso. Y sin embargo, aunque vagamente, sabía el motivo de que estuviera llorando. Ay, no deberá pensar de nuevo en María en el Cielo hasta que se sacuda el sombrío impedimento del tiempo y ascienda allí para encontrarse con ella.

Burns empezó a repetir entonces Tam O' Shanter; pero le divertían tanto su ingenio y humor —del que sin embargo sospecho que sólo tenía un sentido tradicional — que pronto estalló en risas seguidas de una tos que acabó con esa no muy agradable exhibición. En general, preferiría no haberlo presenciado. Sin embargo me resulta una idea satisfactoria el que los últimos cuarenta años de vida del poeta campesino los haya pasado con plena aptitud y comodidad. Habiéndose curado de su imprevisión poética de tiempos pasados, prestando tanta atención a lo principal como puede hacerlo un escocés astuto, ahora se le considera absolutamente acomodado en cuanto a las circunstancias pecuniarias. Supongo que eso hace que merezca la pena que haya vivido tanto tiempo.

Aproveché la ocasión para preguntar a algunos compatriotas de Bums sobre la salud de Sir Walter Scott. Lamento decir que su condición sigue siendo la misma que durante los diez últimos años; es un paralítico sin esperanza, inmovilizado no más en el cuerpo que en los atributos más nobles de los que el cuerpo es el instrumento. Y así vegeta de día en día y de año en año en esa espléndida fantasía de Abbotsford, que salió de su cerebro y se convirtió en un símbolo de los gustos del romántico y de los sentimientos, estudios, prejuicios y modos del intelecto. Ya fuera en verso, prosa o arquitectura, sólo podía lograr una cosa, aunque fuera de variedad infinita. Allí se encuentra reclinado en un diván de su biblioteca, y se dice que todos los días pasa muchas horas dictando relatos a un escribiente... a un escribiente imaginario; pues no se considera que nadie se tome el trabajo de anotar ahora lo que fluye de esa fantasía en otro tiempo brillante, cuyas imágenes fueron en otro tiempo de oro que podía ser acuñado. Sin embargo, Cunningham, que lo ha visto recientemente, me asegura que de vez en cuando tiene un toque de genio, una sorprendente combinación de incidentes, o un rasgo pintoresco del carácter que no podría haber tenido ningún otro hombre vivo, un brillo de esa mente arruinada; como si de pronto el sol destellara en un casco medio oxidado en la oscuridad de un salón antiguo. Pero las tramas de esos romances son inexplicablemente confusas; los personajes se confunden unos con otros; y el relato se pierde como el curso de un torrente que fluye a través de un terreno pantanoso y embarrado.

Por lo que a mí respecta, difícilmente puedo lamentar que Sir Walter Scott hubiera perdido la conciencia de las cosas exteriores antes de que sus obras dejaran de estar de moda. Fue bueno que se olvidara de su fama antes de que la fama se olvidara de él. Pues aunque siguiera siendo un escritor, y tan brillante como siempre, no podría mantener ya una posición semejante en la literatura. Hoy en día el mundo exige un propósito más serio, una moral más profunda, una verdad más cercana y doméstica que la que él podía proporcionar. Pero ¿quién puede ser para la generación presente lo que Scott fue para la pasada? Tenía esperanzas en un hombre joven, un tal Dickens, que publicó en revistas algunos artículos de humor muy rico, y no carentes de síntomas de una emoción auténtica, pero el pobre hombre murió tras comenzar una extraña serie de esbozos titulados, creo, los Papeles de Pickwick. Posiblemente el mundo ha perdido más de lo que piensa con la inoportuna muerte de este señor Dickens.

¿Y a quién cree que encontré en Pall Mall el otro día? No acertarían ni aunque hiciera diez conjeturas. Bueno, pues nada menos que a Napoleón Bonaparte, o a lo que queda de él: es decir, la piel, huesos y sustancia corpórea, un pequeño sombrero de picos, capote verde, calzones y una espada pequeña que todavía se conoce por su famoso nombre. Sólo le acompañaban dos policías que caminaban tranquilamente tras el fantasma del viejo ex emperador, y parecían no tener otra misión respecto a él que la de procurar que ningún caballero de dedos ligeros tomara posesión de la estrella de la Legión de Honor. Nadie, salvo yo mismo, se tomaba siquiera la molestia de darse la vuelta para mirarle; y tampoco, y eso me duele confesarlo, pude reunir yo un interés tolerable y adecuado a todo lo que ese espíritu bélico, anteriormente manifestado dentro de esa forma ahora decrépita, había hecho en nuestro mundo. No hay método más seguro de aniquilar la influencia mágica de un gran renombre que mostrando a quien lo posee en su declinar, ya derrocado, en la degradación absoluta de sus poderes, enterrado bajo su propia mortalidad, y carente incluso de las cualidades de sentido que permiten al más ordinario de los hombres comportarse decentemente ante el mundo. A este estado había reducido a Bonaparte la enfermedad, agravada por la larga residencia en un clima tropical y ayudada por una vejez, pues ahora pasa de los setenta años. El gobierno británico ha actuado astutamente al llevarlo desde Santa Elena a Inglaterra.

Deberían restaurarlo ahora en París, y dejar que pasara revista de nuevo a los restos de sus ejércitos. Sus ojos están apagados y legañosos; su labio inferior le cuelga hasta la barbilla. Mientras yo le veía allí se produjo en la calle una agitación especial; y él, el hermano de César y de Aníbal, el gran capitán que había cubierto el mundo con el humo de la batalla y lo había recorrido con pasos sangrientos, empezó a temblar nerviosamente y solicitó la protección de los dos policías con un grito doloroso y cacareante. Éstos se miraron el uno al otro, se rieron sin que les viera, palmearon a Napoleón en la espalda, le cogieron cada uno de un brazo y se lo llevaron.

¡Muerte y furia! Villano, ¿cómo llegaste aquí? ¡Fuera o te lanzaré el tintero a la cabeza! Bah, todo es un error. Le ruego, mi querido amigo, que perdone esta interrupción. El hecho es que la mención de esos dos policías, y su custodia de Bonaparte, ha provocado la idea de ese odioso pícaro —usted lo recuerda bien— que disfrutaba cuidando de manera tan gratuita e impertinente de mi persona antes de que abandonara Nueva Inglaterra. Sin dilación se levanta ante la mirada de mi mente esa misma pequeña habitación encalada, con la ventana enrejada —¡qué extraño que estuviera enrejada!—, en la que cumpliendo los absurdos deseos de mis parientes he desperdiciado muchos y buenos años de mi vida. Me ha parecido como si siguiera sentado allí, y como si el guardián —y no es que haya sido nunca mi guardián, sino sólo una especie de diablo intruso en un cuerpo de criado— acaba de mirar desde la puerta.

¡Pícaro! Le tengo un viejo rencor y encontraré tiempo para pagárselo. ¡Uf! El simple hecho de pensar en él me ha descompuesto sobremanera. Incluso ahora esa odiosa habitación —la ventana enrejada que era la causa de que la bendita luz del sol pareciera cruzar unos cristales polvorientos y envenenara mi alma— parece más clara ante mi vista que este cómodo apartamento del corazón de Londres. La realidad, lo que sé que es tal, cuelga como los restos de un escenario deshecho sobre esta intolerablemente clara ilusión. No pensemos más en ella.

Estará deseoso de saber algo de Shelley. No necesito decir, pues lo sabe todo el mundo, que este famoso poeta se ha reconciliado desde hace muchos años con la Iglesia de Inglaterra. En sus obras más recientes ha aplicado sus hermosos poderes a reivindicar la fe cristiana con una visión especial de esa rama particular. Lo que puede que no sepa es que últimamente ha sido ordenado, y se ha instalado en una pequeña casa de campo viviendo de los dones del señor canciller. Pero ahora, por fortuna para mí, ha venido a la metrópolis para revisar la publicación de un volumen de discursos que tratan de las pruebas poético-filosóficas del cristianismo sobre la base de los Treinta y Nueve Artículos. En mi presentación no me sentí en absoluto embarazado en cuanto a la manera de combinar lo que tenía que decirle al autor de La Reina Mab, la Revuelta del Islam y Prometeo Liberado, con los conocimientos que podrían ser aceptables para un ministro cristiano y un celoso defensor de la iglesia establecida. Shelley me tranquilizó enseguida. Desde la posición que ahora ocupa y revisando todas sus producciones sucesivas desde un punto de vista superior, me asegura que hay una armonía, un orden, una procesión regular que le permite poner la mano sobre cualquiera de los poemas anteriores y decir «Esta es mi obra» exactamente con la misma complacencia de la conciencia por la que contempla el volumen de los discursos antes mencionados. Son como los escalones sucesivos de una escalera, los más bajos de los cuales, en la profundidad del caos, son tan esenciales para el apoyo de la totalidad como el más elevado y último, que descansa en el umbral de los cielos. Me sentí casi inclinado a preguntarle cuál habría sido su destino de haber perecido en los escalones inferiores de su escalera, en lugar de seguir ascendiendo hacia el brillo celestial.

No pretendo entender cómo puede ser todo esto, ni me importa demasiado, con tal de que Shelley realmente haya ascendido, tal como parece haber hecho, desde una región inferior hasta otra más elevada. Sin tocar sus méritos religiosos, considero que las producciones de su madurez son superiores, como poemas, a las de su juventud. Tienen más el calor del amor humano, que ha servido de intérprete entre su mente y la multitud. El autor ha aprendido a humedecer la pluma con mayor frecuencia en su corazón, y así ha evitado las faltas a las que podría haberle conducido una utilización demasiado exclusiva de su imaginación y su intelecto. Anteriormente sus páginas no eran a menudo más que una disposición concreta de cristalizaciones, o incluso de carámbanos, igual de fríos que brillantes. Ahora te las llevas al corazón y te das cuenta de que hay un corazón cálido que responde al tuyo. En cuanto al carácter privado, difícilmente Shelley podría haberse vuelto más amable y afectivo si, tal como dicen siempre sus amigos, se hubiera ahogado en el Mediterráneo aquella desastrosa noche.

¡Tonterías, nada más que tonterías! ¿Qué estoy diciendo? Estaba pensando en esa vieja quimera según la cual su cuerpo se perdió en la Bahía de Spezzia y fue llevado por el mar hasta cerca de Vía Reggio, y quemado hasta convertirse en cenizas en una pira funeraria con vino, especias e incienso, mientras Byron estaba en la playa y contemplaba una llama de maravillosa belleza elevarse hasta el cielo desde el corazón del poeta muerto, y sus reliquias purificadas por el fuego fueron enterradas finalmente junto a su hijo en tierra romana. Si todo esto sucedió hace veintitrés años, ¿cómo es que ayer mismo conocí aquí en Londres a ese hombre ahogado, quemado y enterrado? Antes de abandonar el tema, debo mencionar que el doctor Reginald Heber, hasta hoy obispo de Calcuta, aunque recientemente trasladado a una sede de Inglaterra, llamó a Shelley mientras yo estaba con él. Parecían encontrarse en términos de intimidad muy cordial, y se dice que juntos y en contemplación hicieron un poema.

¡Qué sueño tan extraño e incongruente es la vida del hombre! Coleridge ha terminado por fin su poema de Christabel. Será publicado completo por el viejo John Murray durante la presente temporada editorial. He oído que el poeta tiene una preocupante afección de la lengua que ha detenido por un tiempo el prolongado discurso que hasta ahora había fluido de sus labios. No sobrevivirá más de un mes a menos que la acumulación de sus ideas pueda encontrar alguna otra salida. Wordsworth murió hace solo una o dos semanas. ¡El cielo dé reposo a su alma y conceda que no haya terminado La Excursión! Creo que me enferma todo lo que escribió, salvo su Laodamia. Es muy triste la inconstancia de la mente ante poetas a los que en otro tiempo veneré. Southey está tan sano como siempre, y escribe con su diligencia habitual. El viejo Gifford sigue vivo a pesar de lo extremo de su edad, y con la más lamentable decadencia de ese intelecto agudo del que le había dotado el diablo.

Es odioso conceder a un hombre semejante el privilegio de la vejez y la enfermedad. Nos quita el permiso de patearlo especulativamente. ¿Keats? No, sólo lo he visto en una calle atestada de gente, con coches, carros, jinetes, coches de punto, omnibuses, peatones y otras obstrucciones que se interponían entre su figura pequeña y esbelta y mi mirada ansiosa. Me habría gustado conocerle a la orilla del mar, o bajo un arco natural de un bosque, o bajo el arco gótico de una catedral antigua, o entre las ruinas griegas, o en un chispeante fuego al atardecer, o en el crepúsculo a la entrada de una cueva, a cuyas temibles profundidades me habría conducido de la mano; en cualquier lugar, en suma, salvo en el Tribunal de Temple, donde su presencia quedaba borrada por las masas hinchadas de cerveza negra de esos gruesos ingleses. Me quedé en pie viéndole desaparecer, marchándose por la acera, y apenas supe si se trataba de un hombre real o de un pensamiento que se había deslizado fuera de mi mente y se había envuelto en forma y vestuario humanos simplemente para engañarme. En un momento se llevó el pañuelo a los labios y lo apartó, de eso estoy casi seguro, manchado de sangre. Jamás habrá visto una persona tan frágil. La verdad es que Keats sintió toda su vida los efectos de esa terrible hemorragia en los pulmones producida por su artículo sobre su Endymion en la Quarterly Review, y que casi le llevó a la tumba. Desde entonces se ha deslizado por el mundo como un fantasma, suspirando en tono melancólico en los oídos de un amigo, pero no enviando nunca su voz para saludar a la multitud. Difícilmente puedo pensar en él como un gran poeta. La carga de un genio tan poderoso nunca se habría dejado caer sobre unos hombros tan físicamente frágiles y sobre un espíritu tan enfermizamente sensible. Los grandes poetas deberían tener nervios de acero.

Y sin embargo Keats, aunque durante muchos años no había dado nada al mundo, se entiende que se entregó a la composición de un poema épico. Algunos pasajes de él han sido comunicados al círculo interno de admiradores, impresionando a éstos por ser las melodías más elevadas que se han oído en la tierra desde la época de Milton. Si puedo obtener copias de esos ejemplares, le pediré que se los enseñe a James Russell Lowell, que parece ser uno de los poetas más fervientes y uno de sus veneradores más dignos. Esa información me sorprendió. Había supuesto que todo el incienso poético de Keats, sin estar encarnado en lenguaje humano, flotaba hasta el cielo y se mezclaba con las canciones de los cantantes inmortales, quienes quizás fueran conscientes de que había una voz desconocida entre ellos y consideraban su melodía más dulce por ello.

Pero no es así; ha escrito positivamente un poema sobre el tema del Paraíso Recuperado, aunque en un sentido distinto al que salió de la mente de Milton. Puede imaginarse que de acuerdo con el dogma de aquellos que pretenden que todas las posibilidades épicas de la historia pasada del mundo se han agotado, Keats ha lanzado su poema hacia un futuro indefinidamente remoto. Representa a la humanidad entre las circunstancias finales de la prolongada guerra entre el bien y el mal. Nuestra raza está al borde de su triunfo final. El hombre se encuentra a un paso de la perfección; la mujer, redimida de la esclavitud contra la que nuestra Sibilaxxx levanta una queja tan poderosa y triste, se encuentra a su lado como igual, o se comunica por sí misma con los ángeles; la tierra, simpatizando con el estado más feliz de sus hijos, se ha envuelto en una belleza tan atractiva y abundante como la que no ha presenciado mirada alguna desde que nuestros primeros padres vieron levantarse el sol sobre el húmedo Edén. Y ni siquiera entonces; pues éste es el cumplimiento de lo que entonces era sólo una promesa dorada. Pero la imagen tiene sus sombras. Otro peligro le resta a la humanidad: un último encuentro con el principio maligno. Si la batalla fuera en nuestra contra, volveríamos a hundirnos en el barro y la miseria de las eras. Si triunfamos... pero se necesita la mirada de un poeta para contemplar el esplendor de tal consumación y no quedar cegado.

Se dice que Keats puso en esta gran obra un espíritu humano tan profundo y tierno que el poema tiene todo el interés dulce y cálido de un relato de aldea, al mismo tiempo que la grandeza que corresponde a un tema tan elevado. Tal es, al menos, la descripción, quizás parcial, de sus amigos, pues yo no he leído ni oído una sola línea de aquél. Me han dicho que Keats lo quitó de la prensa con la idea de que los tiempos no tenían todavía suficiente percepción espiritual para recibirlo con dignidad. No me gusta esa desconfianza, que me lleva a desconfiar a mí del poeta. El universo está aguardando a responder a la palabra más elevada que pueda pronunciar el mejor hijo de los tiempos y de la inmortalidad. Si éste se niega a escuchar es porque murmura y balbucea, o discurre sobre cosas inoportunas y ajenas al propósito.

El otro día visité la Cámara de los Lores para escuchar a Canning, que como ya sabe es ahora un noble, aunque me he olvidado del título. Me decepcionó. El tiempo hace perder punta y filo, y hace un gran daño a los hombres con su intelecto. Después pasé a la Cámara Baja y escuché algunas palabras de Cobbett, quien parecía tan terrenal como un verdadero patán, o más bien como si se hubiera pasado una docena de años bajo terrones. El hombre a quien hoy he conocido me impresionó de ese modo; probablemente porque mi espíritu no se encuentra muy bien, y me hace pensar demasiado en tumbas, con una hierba muy crecida encima, y epitafios desgastados por el tiempo, y los huesos secos de personas que hicieron suficiente ruido en su tiempo, pero que ahora sólo pueden resonar y resonar cuando el azadón del enterrador los perturba. Si sólo fuera posible descubrir quién está vivo y quién muerto, ello contribuiría infinitamente a la paz de mi mente. Todos los días de mi vida se presenta y me mira al rostro alguien a quien yo había borrado de la tabla de los hombres vivos, y confiaba no ser molestado nunca más viéndole u oyéndole. Por ejemplo, cuando hace unos días fui al Teatro de Drury Lane, se levantó ante mí, en la forma del fantasma del padre de Hamlet, la presencia corporal del anciano Kean, que murió, o debería haber muerto, en una u otra borrachera y hace ya tanto tiempo que su fama apenas es ya tradicional. Ha perdido totalmente su capacidad; fue más bien el fantasma de sí mismo que el del rey de Dinamarca.

En el escenario estaban sentadas varias personas ancianas y decrépitas, y entre ellas la ruina imponente de una mujer a gran escala, con un perfil —pues no le vi la cara de frente— que se acuñó en mi cerebro de la misma manera que un sello se imprime sobre la cera caliente. Por el gesto trágico con el que tomó un pellizco de rapé, estoy seguro de que debía tratarse de la señora Siddons. Su hermano, John Kemble, se sentaba atrás, una figura hundida, pero todavía con una majestad regia. En lugar de todos los logros anteriores, la naturaleza le permite representar el papel de Lear mucho mejor que en el meridiano de su genio. También estaba allí Charles Matthews; pero una afección de parálisis había distorsionado su semblante, en otro tiempo móvil, dándole una unilateralidad desagradable, que no podía colocar en forma apropiada, como tampoco podía reordenar la faz del mundo. Era como si por broma el pobre hombre hubiera contorsionado sus rasgos en una expresión que era al mismo tiempo la más ridícula y horrible que podía conseguir, y que en ese mismo momento, por haberse vuelto tan horrible, una providencia vengadora hubiera considerado apropiado petrificarle. Desde entonces ha perdido su poder. De buena gana le ayudaría a cambiar el semblante, pues su rostro horrible me acosa tanto al mediodía como por la noche. Algunos otros actores de la generación pasada estaban también allí, pero ninguno me interesó demasiado. A los actores, más que a cualquier otro hombre público, les incumbe desaparecer pronto de la escena. Siendo en el mejor de los casos tan sólo sombras pintadas que titubean sobre la pared, y sonidos vacíos que se convierten en un eco del pensamiento de otro, es un desencanto triste cuando los colores empiezan a desvanecerse y la voz a graznar con la edad.

¿Hay algo nuevo en el mundo literario a su lado del mar? Nada de ese tipo he visto yo, salvo un volumen de poemas publicado hace un año por el doctor Charming. No conocía a este eminente escritor como poeta; y el volumen aludido no muestra ninguna de las características de la mente del autor que se escriben en sus obras en prosa; aunque alguno de los poemas tiene una riqueza que no es simplemente superficial, pues brilla todavía más cuando los examinas con mayor profundidad y fidelidad. Sin embargo parecen trabajados descuidadamente, como esos anillos y ornamentos del oro más puro, pero de manufactura tosca y nativa, que se encuentran entre el polvo de oro de Africa. Dudo que los acepte el público americano; pues mira menos los quilates del metal que la manufactura limpia y sabia. ¡Con qué lentitud crece nuestra literatura! Casi todos nuestros escritores prometedores han tenido un final prematuro. Estaba ese tipo salvaje, John Neal, que casi hacía girar mi cerebro de adolescente con sus novelas; seguramente habrá muerto hace tiempo, pues en vida nunca consiguió estar tan callado. Bryant ha iniciado su último sueño, y Thanatopsis brilla sobre él como un sepulcro de mármol esculpido bajo la luz de la luna. Halleck, que solía escribir extraños versos en los periódicos y publicó un poema donjuánico llamado Fanny, está difunto como poeta, aunque afirmaba estar ejemplificando la metempsicosis como un hombre de negocios. Algo más tarde hubo un Whittier, un violento cuáquero en su juventud, a quien la musa asignó perversamente una corneta de batalla, y que fue linchado, hace diez años, en Carolina del Sur. Recuerdo también a un muchacho recién salido del colegio, llamado Longfellow, que esparció a los vientos algunos versos delicados, fue a Alemania y pereció, creo que por su aplicación intensa, en la Universidad de Gottingen. Willis —¡qué pena!— se perdió, si mi recuerdo es exacto, en 1833 en su viaje a Europa, donde fue para hacernos unos bocetos del lado soleado del mundo. Si estos hombres hubieran sobrevivido, aunque hubiera sido tan sólo uno de ellos, habrían acabado convirtiéndose en hombres famosos.

Pero nunca se sabe; puede ser que hayan muerto. Yo mismo era un joven prometedor. Ay, cerebro sacudido, ay, espíritu roto, ¿dónde está el cumplimiento de esa promesa? La triste verdad es que cuando el destino decepciona amablemente al mundo, se lleva en su juventud a los mortales que son su mayor esperanza; cuando se ríe con burla de las esperanzas del mundo, les deja vivir. Permítaseme morir con este apotegma, pues nunca escribiré uno más cierto.

¡Qué sustancia tan extraña es el cerebro humano! ¡O más bien qué cerebro tan extraño es el mío, pues no es necesario generalizar la observación! ¿Me creería usted? Día y noche fragmentos de poesía zumban en mi oído intelectual —algunos tan airosos como notas de pájaros, y algunos delicadamente pulcros, como música de salón, y unos pocos tan grandiosos como la música de órgano—, que parecen versos como los que habrían escrito los poetas fallecidos si un destino inexorable no les hubiera apartado de sus tinteros. Me visitan en espíritu, deseando quizás contratar mi servicio como escribiente de sus producciones póstumas, y asegurando así la fama ilimitada que han perdido por marcharse demasiado pronto. Pero yo tengo que atender a mis propios asuntos; y además, un caballero médico que se interesa por algunas pequeñas dolencias mías, me aconseja que no haga un uso demasiado liberal de la pluma y la tinta. Hay suficientes escribanos desempleados que se alegrarían de hacer tal trabajo.

¡Adiós! ¿Está usted vivo o muerto? ¿Y qué está haciendo? ¿Garabateando cosas todavía en favor de los democráticos? ¿Y esos componedores y lectores de pruebas siguen imprimiendo mal sus desafortunadas producciones tan vilmente como siempre? Malo es eso. Que cada hombre fabrique sus propios absurdos, eso es lo que yo digo. Espéreme pronto en casa, y —se lo susurro como un secreto— en compañía del poeta Campbell, que se propone visitar Wyoming y disfrutar la sombra de los laureles que plantó allí. Campbell es ahora un anciano. Dice que está bien, mejor que nunca en su vida, pero parece extrañamente pálido, y tan semejante a una sombra que uno casi podría introducir un dedo a través de su materia más densa. A modo de broma le digo que está tan oscuro y desamparado como la memoria, aunque es tan insustancial como la esperanza.
Su auténtico amigo, P.

P. S.: Le ruego presente mis mayores respetos a nuestro venerable y reverendo amigo señor Brockden Brown. Me satisface saber que una edición completa de sus obras, en un volumen de octavo a doble columna, va a editarse pronto en Filadelfia. Dígale que ningún autor americano goza de una fama más clásica a este lado del mar. ¿Está vivo todavía el viejo Joel Barloes? ¡Qué hombre tan inconsciente! Debe haber cumplido casi su siglo. ¿Y medita una épica sobre la guerra entre Méjico y Texas con las maquinarias ideadas a partir del principio del motor de vapor como la influencia más próxima a lo celestial que puede producir nuestra época? ¿Cómo espera volver a levantarse si cuando se está hundiendo en su tumba, persiste en cargarse con tan pesados y plomizos versos?


Cuento de final de verano. Auguste Villiers de L’Isle-Adam (1838-1889)

¿Cómo la cadena de seres creados se acabaría en el Hombre? Platónicos del s. XII

En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades, —hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño— se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en la que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos —«clases de Buenas Maneras»— suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos.

Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben, sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces extrañamente conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes, denuncian no se sabe qué verts-galants empedernidos. ¿Qué sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo. Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en los nombres):

—¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche!
—¿Debo felicitarlo? —replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el interlocutor.
—¡Puf!... Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand... En cuanto a Ninon... (El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber pasado el brazo por debajo del del confidente)
—¡De acuerdo! —prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo—, ¡pero la Sévigné querido!... ¡ah! ¡la Sévigné!... (caminan juntos, bajo las viejas sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse).
—Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère, pese a que ese diablo de regente...
—Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero, Eloísa...
—¡Chut!
—Luego, Margarita de Borgoña.
—¡Brrr!
—Y finalmente, María Estuardo.
—¡Ay!
—Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era inferior al de las damas de ahora. —Dicho esto, el sorprendente hastiado de todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol.
-Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau —concluye con aire entendido, conocedor y perentorio.
—O en los Boucher, que es superior.

Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales. En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan. Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el duo de aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa. ¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex vividores de lo más amable, incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero. El destino los había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta, se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila la atmósfera, intentaron leer. Luego, asqueados por los libros cogidos al azar en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus manos fantasmagóricas obras que trataban de fenómenos llamados de espiritismo.

Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas (si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo que iluminaba apenas el resplandor —tamizado por la rica pantalla de cintas— de la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones. ¡Ah! ¡qué fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después de varias tentativas pasablemente insignificantes sus respectivos veladores se pusieron —allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas— a removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden sugerir. Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER —pese a todo y a todo precio— tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental, las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una especie de paradógica credulidad con la que resultaba agradable engañar melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto, sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces, se hacían vagamente visionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té, cada tarde a aquellas visitantes. Les hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo, con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto, pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud.

En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de los comienzos, dejaron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o emperatrices, entonces y por deferencia, permanecen hasta las once).

Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan... ¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e impenetrable?... Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por sus veladores, aquellos médianimisés —de un cristianismo algo somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas— han terminado por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos, para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas... y de que esos espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces, ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, cogerse incluyo de repente la mano... y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso escondite del universo.