miércoles, 23 de abril de 2025

Historia de una desaparición y una aparición. M.R. James (1862-1936)

Las cartas que ahora publico me las envió recientemente una persona que conoce mi interés por los relatos de fantasmas. No existe la menor sombra de duda sobre su autenticidad. El papel, la tinta y todas las apariencias la sitúan en una época más allá de todo recelo. El único punto que no queda claro es la identidad de quien las ha escrito. Firma con sus iniciales solamente y, dado que no se conservan los sobres, el nombre de la persona a la que van dirigidas —evidentemente se trata de un hombre casado— ha quedado igualmente en el anonimato. Creo que no es necesaria ninguna otra aclaración. Por fortuna, la primera carta aporta los datos imprescindibles.

CARTA I. Great Chrishall,22 de dic. De 1837

Querido Robert: Con no poco pesar, por la oportunidad que me pierdo de pasarlo bien, y por una razón que lamentarás tanto como yo, te escribo para comunicarte que no me va a ser posible ir a pasar con vosotros estas Navidades; pero coincidirás conmigo en que es inevitable cuando te diga que hace unas horas tan sólo he recibido una carta de la señora Hunt, de B..., comunicándome que nuestro tío Henry ha desaparecido misteriosamente de un modo súbito, y me ruega que vaya inmediatamente a unirme a las pesquisas que se están llevando a cabo para encontrarle. Dado lo poco que he visto al tío en mi vida, lo mismo que tú, considero que no me va a ser fácil, así que he decidido salir para B... en el correo de esta tarde, para llegar allí por la noche. No iré a la rectoría, sino que pienso hospedarme en el King's Head, adonde podrás mandarme tus cartas. Te incluyo una pequeña cantidad de dinero para que compres algo a los niños de mi parte. Te escribiré diariamente (en caso de que deba permanecer allí más de un día) para tenerte al corriente; puedes estar seguro de que si se aclara todo pronto y tengo tiempo de ir a la quinta, ahí me presentaré. Dispongo de pocos minutos. Saluda cordialmente a todos de mi parte, y diles que lo lamento de veras; un afectuoso saludo de tu hermano.

W R.

CARTA II. King's Head,23 de diciembre del 37

Querido Robert: En primer lugar, te comunico que aún no hay noticias de tío H.; así que definitivamente puedes desechar la idea —no digo ya la esperanza— de que esté ahí para Navidad. No obstante, mis pensamientos estarán puestos en vosotros, y os deseo que paséis un día realmente feliz. Cuida que ninguno de mis sobrinos se gaste la más mínima parte de sus guineas en regalos para mí. Desde que he llegado no hago más que reprocharme haber tomado el asunto de tío H. demasiado a la ligera. Por lo que dice la gente de por aquí, infiero que hay muy pocas esperanzas de que esté aún con vida; pero no se sabe si ha sufrido un accidente o ha intervenido la mano de alguien. Los hechos son estos: el viernes día 19, como tenía por costumbre, acudió a la iglesia a rezar las oraciones vespertinas; al terminar, el sacristán le trajo un recado, por lo que salió a hacerle una visita a una persona enferma que vive en una casa de campo, a unas dos millas del pueblo. Estuvo allí y después emprendió el regreso sobre las seis. Esto es lo último que se sabe de él. La gente de aquí se siente muy apenada por su desaparición; había vivido entre ellos durante muchos años, y aunque no era un hombre excepcionalmente afable, como tú sabes, y tenía algo de ordenancista, parece que se prodigaba en buenas acciones, sin ahorrarse ninguna molestia.

La pobre señora Hunt, que ha sido su ama de llaves desde que se marchara de Woodley, está completamente anonadada; para ella es como si el mundo se fuera a acabar. Me alegro de no haberme hecho el propósito de instalarme en la rectoría y de haber declinado varios ofrecimientos que me han hecho algunas personas hospitalarias del lugar, pues prefiero tener completa libertad, además de que me siento muy a gusto aquí.

Naturalmente, querrás saber qué pasos se han dado para averiguar su paradero. En primer lugar, no se esperaba obtener ningún resultado del registro de la rectoría y, para abreviar, así ha sido. Le he preguntado a la señora Hunt —como han hecho otros antes que yo— si había observado algún detalle anormal en su señor, algo que pudiera presagiar un ataque repentino o una súbita enfermedad, o si vio en él, alguna vez, cualquier síntoma que hiciera pensar en algo así; pero tanto ella como su médico han declarado que gozaba de completa salud. En segundo lugar, naturalmente, se han dragado los ríos y los estanques, y finalmente han registrado los campos de la vecindad por los que se sabe que ha pasado últimamente..., pero sin ningún resultado. Yo mismo he hablado con el sacristán de la parroquia y —dato importante— dice que ha estado en la casa que él salió a visitar. Hay que desechar por completo toda idea de que estas personas abrigaran mala fe. El único hombre de la casa está enfermo en cama y se siente muy débil; la mujer y los niños, como es natural, no pueden haber intervenido en esto para nada; ni cabe la posibilidad de que atrajeran con engaños al pobre tío H. para atacarle después, a su regreso, por la espalda. Habían dicho ya lo que sabían en los anteriores interrogatorios, pero la mujer me lo ha repetido; no estuvo mucho tiempo con el enfermo. «No es —dijo— de los que te rezan una oración de más; pero bueno, aun así, ayuda a la gente de la parroquia lo que puede». Les dejó algo de dinero al marcharse, y uno de los niños le vio cruzar la cerca e internarse en el prado de inmediato. Iba vestido como siempre, con su alzacuello de puntas dobladas; parece que es casi el único que las lleva todavía..., al menos en su distrito.

Como verás, te lo cuento todo punto por punto. La verdad es que no tengo otra cosa que hacer, puesto que no me he traído documentos que despachar; esto me servirá para despejarme, y quizá me sugiera detalles que a los demás les hayan pasado por alto.

Así que te seguiré contando cuanto suceda, incluso las conversaciones, si hace al caso...; tú puedes leerlo o no, como quieras, pero, por favor, guarda las cartas. Tengo mis razones para escribírtelo lo más circunstancialmente posible, aunque las noticias no son demasiado concretas.

Te preguntarás si he realizado alguna inspección por los campos próximos a la cabaña. Como te he dicho, algo —bastante— han hecho los demás en ese sentido; pero pienso ir yo personalmente mañana por la mañana. Han dado parte a Bow Street y enviarán a alguien en la diligencia de la noche, aunque no creo que saquen nada en limpio. No hay nieve, cosa que habría podido sernos de utilidad. El campo está cubierto de hierba. Naturalmente, he ido hoy hasta allí para ver si encontraba algún indicio al ir o al volver; pero cuando venía de regreso me tropecé con que había una espesa niebla, por lo que no era cuestión de ponerme a deambular por un campo que desconozco, especialmente en una tarde como la de hoy, en que los arbustos parecían personas y los mugidos distantes de unas vacas podían haber sido las trompetas del juicio Final. Te aseguro que si tío Henry llega a salirme en ese momento de entre los troncos de la arboleda que hay junto al camino con su cabeza debajo del brazo, no me habría sentido más inquieto de lo que ya estaba. Para serte sincero, te diré que casi me esperaba que sucediese una cosa así. Pero tengo que dejar la pluma un momento; acaban de decirme que el reverendo señor Lucas, el coadjutor, ha venido a verme.

Más tarde. El señor Lucas ha estado aquí y se ha ido; no quería sino cumplir, expresándome su sentimiento por la pérdida de nuestro tío. He podido observar que desecha toda idea de que el rector esté aún con vida, y que, dentro de lo que cabe, está verdaderamente apenado. Me he dado cuenta también de que tío Henry no debía inspirar mucho afecto ni aun entre personas más sensibles que el reverendo señor Lucas.

Además del señor Lucas, he tenido otra visita; el buen Bonifacio —el posadero del King's Head—, que ha venido a ver si deseaba alguna cosa; es un hombre que necesitaría la pluma de un Boz para hacerle justicia. Al principio se ha mostrado muy grave y solemne.

—Bueno, señor —me ha dicho—, debemos resignarnos e inclinar la cabeza ante la desgracia, como solía decir mi pobre esposa; por lo que tengo entendido, hasta ahora no se ha encontrado ni pelo ni señal de nuestro desaparecido y respetado párroco; no es que fuese un hombre velludo en el sentido que se entiende en la Biblia.

Le he dicho —lo mejor que he podido— que a mí me parecía que no; pero no he podido resistir la tentación de añadir que había oído decir que a veces resultaba un poco difícil entenderse con él. El señor Bowman me ha mirado entonces fijamente un momento, y luego ha pasado sin transición de su actitud de solemne simpatía a una conmovedora perorata.

—Cuando pienso —me ha dicho— en qué términos tuvo a bien calificarme aquí, en este mismo salón, total por un barril de cerveza (una cosa así, como yo le dije, podía pasarle cualquier día incluso a un padre de familia), aunque luego resultó que él estaba completamente equivocado, como me enteré después; ahora que en ese momento no pude contener la lengua.

Luego se ha callado de repente, y me ha lanzado una mirada con cierto embarazo. Yo me he limitado a decir:

—Vaya por Dios, siento oírle decir que había diferencias entre ustedes; pero supongo que en la parroquia se echará de menos a mi tío.
—¡Ah, sí! —ha dicho—, ¡su tío! Me comprenderá usted si le digo que por un momento se me había ido de la cabeza que era familia suya; debo añadir que es natural que me haya pasado eso, porque el solo pensamiento de que se parezca usted a..., a él, es sencillamente ridículo. Sin embargo, de haberlo tenido en cuenta, usted habría sido el primero en notarlo, estoy seguro, porque habría mantenido la boca cerrada, o al menos no la habría abierto para hacer esta clase de comentarios.

Le he asegurado que le comprendía perfectamente, y aún quería haberle hecho unas cuantas preguntas más, pero le han llamado de otro lado para que atendiera a otros asuntos. A propósito, no se te vaya a pasar por la cabeza que tiene nada que ver con la desaparición del pobre tío Henry..., aunque, sin duda, cuando empiece a dar vueltas en la cama esta noche, va a pensar que yo estoy convencido de que sí, así que mañana es posible que me venga con un montón de explicaciones. Debo terminar la carta; quiero que salga en el último correo.

CARTA III. 25 de diciembre del 37

Querido Robert: Extraña carta ésta para escribírtela el día de Navidad, y no obstante, no es que tenga mucho de particular. O puede que sí..., juzga tú. En todo caso, no es nada decisivo. Los hombres de Bow Street dicen que prácticamente no tienen ninguna pista. Dados los días transcurridos y el tiempo que ha hecho, las huellas que han encontrado son tan borrosas que no tienen ningún valor. Tampoco han descubierto nada que perteneciera al difunto —me temo que no se le puede llamar ya de otro modo.

Como me esperaba, el señor Bowman no parecía tener la conciencia tranquila esta mañana; muy temprano aún, le he oído que hablaba en el bar en un tono bastante alto —intencionadamente, me ha parecido a mí— con los policías de Bow Street; decía que representaba una gran pérdida para el pueblo la desaparición del rector y que era preciso no dejar una sola piedra por remover (hacía mucho hincapié en esta frase) hasta descubrir lo que había pasado. Sospecho que debe de tener cierta fama de orador en las tertulias de sociedad.

Al sentarme a desayunar se ha acercado a mí, y mientras me servía un panecillo, ha aprovechado la oportunidad para decirme en voz baja:

—Espero, señor, que se dé cuenta de que mis sentimientos hacia su tío no están motivados por la más mínima sombra de lo que podríamos llamar malevolencia (usted puede irse, Elizar; yo atenderé personalmente al señor); perdone el señor, pero debe comprender que un hombre no siempre es dueño de sí mismo; y más cuando a ese hombre le han herido en lo hondo interpelándole en unos términos que me atrevo a considerar muy poco apropiados —su voz se iba elevando a medida que hablaba, y su cara se congestionaba por momentos—; no, señor. Y mire usted, si me lo permite, me gustaría explicarle en pocas palabras cuál era exactamente el meollo de la discusión.

Aquel barril (podría ser más exacto si dijera aquel barrilito) de cerveza... Comprendí que era el momento de interrumpirle, y le dije que no veía que sirviera de mucho meternos en los pormenores de semejante tema. El señor Bowman asintió, y prosiguió más sosegado:

—Bien, señor, convengo con usted; sea como sea, la verdad es que no contribuye gran cosa a aclarar el presente caso. Lo que quiero que comprenda es que estoy tan dispuesto como usted a ayudar en lo que pueda en el asunto que tenemos entre manos y, como he tenido ocasión de decirles a los oficiales no hace ni tres cuartos de hora, a no dejar una sola piedra por remover hasta encontrar algo que arroje una chispa de luz sobre este doloroso asunto.

De hecho, el señor Bowman nos ha acompañado en nuestra batida; pero, pese a mi convencimiento de que es auténtico su deseo de ser útil, me temo que no nos ha hecho demasiado servicio. Parecía tener la firme convicción de que nos vamos a encontrar con tío Henry o con la persona responsable de su desaparición paseando por el campo, y a cada momento andaba con la mano en las cejas haciendo de pantalla y señalándonos con el bastón a todo labrador o rebaño que aparecía a lo lejos. Le hemos visto interpelar largamente en tono rígido y severo a unas cuantas viejas que hemos encontrado en el camino; pero después, al volver a reunirse con nosotros, decía invariablemente: «Bueno, parece que esa mujer no tiene nada que ver con este doloroso asunto. Créame usted, señor, por toda esta parte parece que vamos a sacar muy poco en limpio, si es que sacamos algo; a no ser que nos haya ocultado algo esa mujer».

No hemos conseguido ningún resultado positivo, como te decía al principio; los hombres de Bow Street se han marchado del pueblo, no sé si a Londres o a otra parte. Esta tarde he tenido la compañía de un viajante de comercio, un individuo bastante despierto. Estaba enterado de lo que ocurría; pero, a pesar de que ha estado frecuentando las carreteras de los alrededores estos últimos días, no se ha tropezado con nadie sospechoso: mendigos, marineros, vagabundos o gitanos. No paraba de hablar de un estupendo teatro de títeres de Punch y Judy que ha visto hoy mismo en W..., y me ha preguntado si ha estado ya por aquí, aconsejándome que no me lo pierda por nada del mundo si pasa por este pueblo. Son los mejores títeres, dice, que ha visto en su vida. Los títeres, como sabes, son la última novedad en materia de espectáculos.

Yo sólo los he visto una vez, pero no tardarán mucho en estar al alcance de todos. Bueno, te preguntarás por qué me tomo el trabajo de escribirte todo esto. Es completamente necesario, porque está relacionado con otra absurda insignificancia (como irremediablemente dirás tú) que, dado mi actual estado de desasosiego —tal vez no sea más que eso—, no tengo más remedio que contar. Es un sueño lo que te voy a referir, pero debo decirte que es el más extraño que he tenido en mi vida. ¿Hay algo más en ese sueño, aparte de lo que ha podido sugerirme la charla del viajante y la desaparición de tío Henry? Repito lo de antes, juzga tú. Yo no me encuentro en un estado de ánimo bastante ecuánime para poder juzgar por mí mismo.

Empezaba de una manera que sólo me es posible describir como unas cortinas que se descorren; entonces me di cuenta de que estaba sentado en una butaca..., no sé si en casa o fuera de casa. Había personas —muy pocas— a uno y otro lado de mi asiento, pero no las conocía, o al menos eso me parecía a mí. Estaban calladas y, por lo que puedo recordar, estaban muy serias y tenían la cara pálida y miraban fijamente hacia delante. Frente a mí había un tablado de títeres, quizá algo más grande de lo normal, decorado con figuras negras sobre un fondo amarillo rojizo. Detrás, a uno y otro lado, reinaba gran oscuridad, pero delante había bastante luz. Yo estaba expectante, me sentía presa de una gran excitación, y a cada momento me parecía que iba a sonar la fanfarria de flautas y trompetas anunciadoras. En vez de eso, sonó de pronto un enorme —no me es posible emplear otra palabra—, un enorme y solitario tañido de campana procedente de no sé qué distancia..., aunque detrás de mí. Se alzó el pequeño telón, y empezó el drama.

Creo que hay quien ha intentado hacer de los títeres una tragedia seria; quienquiera que sea, habría quedado complacido con esta versión. El héroe tenía algo de satánico. Alternaba sus métodos de ataque; para atacar a algunas de sus víctimas se agazapaba, y su horrible semblante —creo recordar que era de una palidez amarillenta —, cuando escrutaba en torno suyo, me hacía pensar en la inmunda caricatura de vampiro de Fuseli. Otras veces se presentaba bajo un aspecto cortés y carnavalesco, sobre todo cuando abordó al desdichado forastero que sólo podía decir Shallabalah..., aunque no logré entender lo que decía Punch. Pero cuando le llegaba a cada uno el momento final, yo sentía miedo. El estallido de la estaca sobre sus calaveras, que de ordinario me hace mucha gracia, sonaba aquí como un crujido de huesos machacados y las víctimas se estremecían y sacudían sus cuerpos al desplomarse. El bebé —a medida que lo cuento me va pareciendo más ridículo—, el niño, estoy seguro de que estaba vivo. Punch le retorció el cuello, y si no fue real el chasquido o crujido que se oyó, no entiendo de realidades.

El escenario se iba oscureciendo cada vez más, a medida que se consumaban los crímenes, hasta que, finalmente, uno de los asesinatos tuvo lugar en medio de la más completa oscuridad, de manera que me fue imposible ver a la víctima, y el criminal tardó algún tiempo en ejecutarlo. Estuvo acompañado de jadeos y horribles ruidos sofocados; después de lo cual, Punch fue a sentarse al borde del escenario, se abanicó y se miró sus zapatos manchados de sangre, volvió la cabeza hacia un lado y soltó una risotada tan espeluznante que algunas de las personas que estaban sentadas junto a mí se taparon la cara, y a mí me dieron ganas de hacer lo mismo. Pero en esto, el decorado que había detrás de Punch se fue iluminando y apareció, no la fachada de siempre, sino algo más ambicioso; una pequeña arboleda, y la suave pendiente de una colina con una luna asombrosamente natural —yo diría incluso real—, brillando sobre el paisaje. Poco a poco, fue apareciendo algo que no tardó en definirse como una figura humana, con una cosa extraña en la cabeza que al principio me fue imposible identificar. No estaba de pie, sino que andaba a gatas o se arrastraba hacia Punch, que aún seguía sentado de espaldas; a la sazón (aunque no me di cuenta en ese mismo momento), recuerdo que había desaparecido todo indicio de tratarse de una función de marionetas. Punch seguía siendo Punch, desde luego; pero, como el otro, era en cierto modo un ser vivo, y ambos se movían por sí mismos.

Cuando le miré a continuación, le vi sumido en sus perversas reflexiones; pero un instante después pareció llamarle la atención algún ruido, se levantó primero de un salto, y como es natural, reparó en la persona que se le acercaba, la cual se hallaba en ese momento muy cerca de él. Entonces dio inequívocas muestras de terror; cogió su estaca y echó a correr hacia los árboles a tiempo justo de eludir los brazos de su perseguidor, que los había extendido para interceptarle. Fue en ese momento cuando, con un asombro que no resulta nada fácil expresar, vi más o menos claramente al perseguidor. Era un individuo robusto, vestido de negro y, según me pareció, con alzacuello. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de bolsa de tela blanquecina. La persecución que se inició duró no sé cuánto tiempo, unas veces entre los árboles, otras por la pendiente de la colina; había ocasiones en que las figuras desaparecían completamente durante unos segundos, y sólo algún dudoso ruido permitía adivinar que aún seguían corriendo. Finalmente, llegó el momento en que Punch, evidentemente cansado, se dirigió tambaleante hacia la izquierda y se arrojó al suelo entre los árboles. No tardó en aparecer su perseguidor, y se puso a escrutar a uno y otro lado. Después, al descubrir la figura del suelo, se arrojó sobre ella —en ese momento estaba de espaldas al público—, se quitó de un tirón la bolsa que le cubría la cabeza y hundió su rostro en el de Punch. En ese instante se quedó todo a oscuras.

Se oyó un alarido tremendo, escalofriante, prolongado; entonces me he despertado, y me he encontrado con que estaba exactamente delante de..., sabe Dios lo que vas a pensar de mí, pero era eso, delante de un enorme búho que se había posado en el antepecho de la ventana que tengo justo enfrente de mi cama, el cual mantenía sus alas como dos hombros encogidos. He visto la fiera mirada de sus ojos amarillos, y luego ha desaparecido. He vuelto a oír el enorme tañido solitario de la campana —que, como seguramente estarás pensando ya, podía ser del reloj de la iglesia, aunque no lo creo—, y luego me he despertado del todo.

Todo esto ha sucedido durante la última media hora. No podía conciliar el sueño otra vez, así que me he levantado, me he abrigado un poco, y en estas primeras horas de la madrugada de Navidad me tienes aquí, escribiéndote todo este galimatías. ¿Me habré dejado algo? Sí, no había ningún perro Toby en la representación, y los nombres que coronaban el retablo de marionetas eran Kidman & Gallop, que por cierto no eran los que el representante me había dicho.

Parece que me está entrando sueño otra vez, así que voy a cerrar la carta y a ponerle el sello.

CARTA IV. 26 de diciembre, 1837

Querido Robert: Se acabó. Han encontrado el cuerpo. No voy a disculparme por no haberte enviado noticias en el correo de anoche, por la sencilla razón de que me sentía incapaz de coger la pluma. Los sucesos que acompañaron al descubrimiento me trastornaron tan por completo que me vi obligado a descansar lo que pude durante la noche a fin de afrontar la situación. Ahora ya puedo contarte las novedades del día; verdaderamente, del más extraño día de Navidad que he pasado y espero pasar.

El primer incidente no fue demasiado serio. El señor Bowman, creo, había estado celebrando la Nochebuena y se sentía un poco quisquilloso; desde luego, no se levantó muy temprano y, a juzgar por lo que oí comentar, ni los criados ni las criadas hacían nada a derechas según él. Por lo que se refiere a las criadas, acabaron en lágrimas. Tampoco estoy seguro de que el señor Bowman lograra conservar su actitud valerosa. En todo caso, cuando bajé, me felicitó las pascuas con voz cascada, y poco más tarde, cuando vino a hacerme la visita de rigor durante el desayuno, no estaba precisamente de muy buen talante; casi me atrevería a decir que estaba de un humor byroniano, a juzgar por todos los indicios.

—No sé si me creerá usted, señor —dijo—; pero todas las Navidades que he pasado en la vida han sido calamitosas. Y para que lo vea, tome usted un ejemplo bien a mano. Ahí tenemos a Elisa, la criada; hace unos quince años que está conmigo. Yo creía que podía confiar en ella, y sin embargo, esta misma mañana..., una mañana de Navidad, además, que es la más santa del año, con repique de campanas y..., y..., y todo eso... Esta misma mañana, digo, si no llega a ser por la divina Providencia que vela por todo, esa muchacha le habría puesto, en realidad ya lo había hecho cuando me di cuenta, le habría puesto queso en el desayuno —como me vio que estaba a punto de decir algo, me hizo un gesto con la mano—. Es muy fácil para usted decir: «Sí, señor Bowman, pero usted se ha llevado el queso y lo ha guardado bajo llave en el aparador», cosa que he hecho, por cierto, y aquí está la llave, o si no es la verdadera llave, es una que se le parece mucho. Eso es cierto, desde luego; pero ¿qué consecuencias cree usted que me acarreará este incidente? Pues no le exagero si le digo que es como si se abriera la tierra bajo mis pies. Y no obstante, cuando se lo digo a Elisa, no de mala manera, aunque con firmeza, ¿cuál es mi recompensa?, ¿qué me contesta? Pues va y me dice: Bueno, bueno, no es para tanto». ¿Se da cuenta?, pues me molesta, eso es todo; me molesta, y no quiero pensar en ello.

Aquí hizo una pausa presagiosa, en la que me aventuré a decir algo como:

—Sí, es muy molesto.

Y a continuación le he preguntado a qué hora eran los oficios en la iglesia.

—A las once en punto —dice el señor Bowman con un hondo suspiro—. ¡Ah!, no le oirá al reverendo Lucas un discurso como los que pronunciaba nuestro difunto rector. Él y yo teníamos nuestras diferencias, por eso lo siento más.

Me di cuenta de que iba a costarle un poderoso esfuerzo soslayar la enojosa cuestión del barril de cerveza, pero lo consiguió.

—Yo lo que digo es lo siguiente —dijo—: que no he topado nunca con un predicador más bueno y más puesto en sus derechos, o en lo que él tenía por tales..., aunque no sea ésa la cuestión ahora. Si viniera uno y dijera: «¿Era un hombre elocuente?», yo le contestaría: «Bien, tal vez este señor tenga más derecho que yo a hablar de su propio tío». Otros podrían preguntar: «¿Se ocupaba de sus feligreses?», y aquí tendría que volver a contestar: «Eso depende». Pero como le digo (sí, Elisa, ahora voy), es a las once, señor; y pregunte por el reclinatorio del "King's Head".

Creo que Elisa ha estado a pique de que la echaran; lo tendré en cuenta a la hora de dejarle la propina. El siguiente episodio ocurrió en la iglesia. Me daba cuenta de que al reverendo señor Lucas le resultaba algo difícil la tarea de hacer los honores a los sentimientos navideños, a la vez que manifestaba una sensación de inquietud y pesar que, pese a todo cuanto pudiera decir el señor Bowman, le dominaba claramente. Creo que no estaba a la altura de las circunstancias. Se le veía nervioso. El órgano desafinaba..., ya sabes, se quedó sin aire dos veces en el Himno a la Navidad, y la campana tenor, supongo que debido a algún descuido de los campaneros, siguió tocando débilmente lo menos un minuto durante el sermón. El sacristán mandó a alguien a ver qué pasaba, pero parece que no pudieron hacer gran cosa. Al terminarse la función, respiré de alivio. Hubo un extraño incidente, además, antes de empezar los oficios. Yo llegué un poco pronto y me encontré con dos hombres que transportaban otra vez la cerveza del párroco a su lugar, bajo la torre del campanario. Por lo que les oí comentar, parece que alguien ajeno al asunto la había sacado por equivocación. También vi al sacristán ocupado en doblar y recoger un mohoso paño mortuorio..., muy poco apropiado para el día de Navidad.

Poco después de esto comí, y luego, como no me apetecía salir, me senté junto a la chimenea encendida del salón con el último número del Pickwick que me había estado reservando desde hacía unos días. Estaba convencido de que no me dormiría, pero resulta que soy tan flojo como nuestro amigo Smith. Creo que eran las dos y media cuando me despertó un silbido penetrante acompañado de risas y voces que sonaban afuera en la plaza. Eran los titiriteros; evidentemente, se trataba de los mismos que había visto el representante en W... Por una parte me alegraba; pero por otra no, por el desagradable sueño que tan vívidamente me traía a la memoria; pero de todos modos quise verlos, y envié a Elisa con una moneda de cinco chelines para los comediantes, pidiéndoles que, de ser posible, se instalaran delante de mi ventana.

La compañía era verdaderamente desconocida para mí; los nombres de los propietarios, ni que decir tiene, eran italianos: Foresta & Calpigi. Llevaban un perro Toby, como me esperaba. Todos acudieron a verlo, pero no me tapaban la vista, ya que me había instalado en un amplio ventanal del primer piso, a menos de diez yardas.

El espectáculo empezó cuando el reloj de la iglesia dio las tres menos cuarto. Desde luego, resultó muy bien; y no tardé en comprobar con alivio que el desagradable sabor que me habían dejado las arremetidas de Punch contra los malhadados visitantes, en mi sueño, eran sólo esporádicas. Me reí con la muerte de Turncock, del Forastero y el Alguacil, incluso con la del niño. Lo único molesto fue la tendencia cada vez más insistente del perro de ir a aullar al lado opuesto de donde debía hacerlo. Supongo que debió de ocurrir algo que le puso nervioso; algo de importancia, porque, no recuerdo bien en qué momento, soltó un aullido de lo más lastimero, saltó del escenario, echó a correr por la plaza y se perdió por una calle lateral. Hubo una interrupción, pero fue muy breve; seguramente pensaron que no valía la pena echar a correr tras él, y que lo más seguro es que volvería al anochecer.

Siguió la función. Punch se portó bien con Judy y, de hecho, con todos los personajes que iban saliendo. Después llegó el momento de armar el patíbulo y la gran escena en la que el señor Ketch debía ser ejecutado. Fue entonces cuando sucedió algo cuyo sentido no comprendo aún. Tú has presenciado una ejecución y has visto el aspecto que tiene la cabeza del criminal con la cabeza cubierta. Si eres como yo, no te resultará nada agradable recordar semejante detalle, y no creas que me complace sacarlo a colación. Era una cabeza exactamente igual a la que vi, desde la altura en que me encontraba instalado yo, en el interior del pequeño escenario. Al principio, los espectadores no la veían. Yo esperaba que apareciese a la vista de todos, pero en vez de eso, surgió fugazmente un rostro descubierto en el que se reflejaba una expresión de terror como no había visto jamás. Parecía como si llevaran maniatado al hombre, quienquiera que fuese, cuando le conducían a la horca erigida en el escenario. Tuve tiempo de ver la figura cubierta con una caperuza que iba detrás de él. Luego se oyó un grito y sonó un estrépito. El tinglado entero se vino abajo; vimos unas piernas que pataleaban entre el montón de tablas, y a continuación aparecieron dos figuras —según dijeron, porque yo sólo llegué a ver una— que echaron a correr por un callejón que desembocaba en el campo.

Naturalmente, todo el mundo echó a correr detrás. Yo también; el intento de fuga resultó fatal, y muy pocos llegaron a tiempo de presenciar esta muerte. Ocurrió en una cantera. El hombre en cuestión se precipitó al vacío completamente a ciegas y se partió el cuello. Entonces nos pusimos a buscar al otro por todas partes, hasta que se me ocurrió a mí preguntar si el otro había llegado a salir de la plaza. Al principio todo el mundo estaba seguro de que sí; pero cuando fuimos a ver, lo encontramos bajo los andamios derrumbados del teatrillo, muerto también.

Pero lo que encontramos en la cantera fue a nuestro pobre tío Henry, con una bolsa de tela en la cabeza y la garganta horriblemente destrozada. Uno de los picos de la bolsa destacaba en el suelo de tal manera que me llamó la atención. Pero decididamente, prefiero no entrar en más detalles.

Se me olvida decirte que los verdaderos nombres de los comerciantes eran Kidman & Gallop. Estoy seguro de haber oído hablar de ellos, pero aquí son completamente desconocidos. Iré a verte en cuanto termine el funeral. Ya te contaré lo que pienso de todo esto en cuanto estemos juntos.


Hop-Frog. Edgar Allan Poe (1809-1849)

No he conocido nunca a nadie tan agudamente animado a la chanza como aquel rey. Parecía vivir sólo para las bromas. Contar una buena historia y contarla bien, era el medio más seguro de conseguir su favor. Por eso ocurría que sus siete ministros se distinguían por sus cualidades como bromistas. Seguían todos el ejemplo del rey, que era un hombre grande, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Que la gente engorde por las bromas o que haya en la grasa algo que predisponga a la chanza, no he sido nunca capaz de decidirlo; pero es indudable que un bromista flaco es rara avis in terris. Respecto a los refinamientos, o fantasmas del ingenio como él los llamaba, al rey le preocupaban muy poco. Sentía una especial admiración por la broma de resuello, y la soportaba con frecuencia en su longitud, por amor a ella. Los melindres le aburrían.

Hubiera él preferido el Gargantúa, de Rabelais, al Zadig, de Voltaire, y por encima de todo, las chanzas efectivas se ajustaban a su gusto mejor que las de palabra. En la fecha de mi relato, los bufones de profesión no habían pasado por completo de moda en la corte. Varias de las grandes potencias continentales conservaban aún sus locos, quienes iban vestidos de un modo abigarrado con gorros de cascabeles, y debían estar siempre prontos a lanzar en todo momento dichos agudos, en compensación a las migajas que caían de la mesa real.

Nuestro rey, como era natural, conservaba su loco. El hecho es que él necesitaba algo en el sentido de la locura, aunque sólo fuese para contrapesar la pesada sabiduría de los siete sabios que eran sus ministros, sin mencionarle a él. Su bufón profesional era, además, no sólo un loco. Su valía aparecía triplicada a los ojos del rey por el hecho de ser también enano y rengo. En aquellos tiempos los enanos eran tan corrientes en la corte como los locos y muchos monarcas hubieran encontrado difícil pasarse los días (días que son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón para reírse con él, y sin un enano para reírse de él. Pero, como he indicado ya antes, sus bufones, en noventa y nueve casos de ciento, son gordos, redondos y pesados; de modo que era un motivo no pequeño de personal satisfacción para nuestro rey poseer en Hop-Frog (éste era el nombre del loco) un triple tesoro en una misma persona.

Creo que el nombre de Hop-Frog (*Hop Frog significa algo así como Rana saltarina) no era el que le habían puesto al bautizarle sus padrinos, sino que le fue conferido, con el asentimiento unánime de los siete ministros, dada su torpeza para andar como los otros hombres. En realidad, Hop-Frog podía avanzar únicamente con una especie de paso interjeccional, algo entre el salto y la reptación, un movimiento que producía al rey una diversión ilimitada, y por supuesto, un consuelo, pues (no obstante la protuberancia de su panza y una hinchazón constitucional de su cabeza) el monarca era considerado por toda su corte como un tipo magnífico.

Pero aunque Hop-Frog, a causa de la distorsión de sus piernas, podía moverse tan sólo con mucho trabajo y dificultad por un camino o por el suelo, la prodigiosa potencia muscular con que la naturaleza parecía haber dotado a sus brazos, a modo de compensación por la deficiencia de sus miembros inferiores, le hacía capaz de realizar muchos actos de una maravillosa destreza cuando se trataba de árboles, cuerdas o cualquier otra cosa por donde trepar. En tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla que a un mono pequeño o que a una rana.

No podría yo decir con exactitud de qué país procedía Hop-Frog. Debía de ser de alguna comarca bárbara de la que nadie había oído hablar, muy alejada de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una joven mucho menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y maravillosa danzarina) habían sido arrebatados con violencia de sus respectivos hogares, en unas provincias contiguas, y enviados como presentes al rey por uno de sus generales siempre victoriosos. En tales circunstancias no era nada sorprendente que una estrecha intimidad uniese a los dos pequeños cautivos. En realidad, llegaron a ser muy pronto dos amigos juramentados. Hop-Frog que, pese a dedicarse mucho a la broma, era poco popular, no podía prestar grandes servicios a Tripetta; pero ella, merced a su gracia y exquisita belleza (aun siendo enana), era universalmente admirada y mimada, poseía, por tanto, mucha influencia, y no dejaba nunca de emplearla, siempre que podía, en beneficio de Hop-Frog.

En una gran ocasión fastuosa —no recuerdo ya cuál— el rey decidió dar una mascarada, y siempre que se celebraba una mascarada o cualquier fiesta por el estilo en su corte, los talentos de Hop-Frog y de Tripetta tenían una intervención segura en ello. Hop-Frog especialmente poseía tal inventiva en materia de espectáculos, sugiriendo nuevos personajes y creando trajes para los bailes de disfraces que parecía que nada podía hacerse sin su concurso.

Había llegado la noche señalada para la fiesta. Se había decorado o un magnífico salón, bajo la dirección de Tripetta, con toda la ingeniosidad posible para dar brillantez a la mascarada. La corte entera vivía en una. espera febril. En cuanto a los trajes y prestancias, cada cual como puede suponerse, había hecho su elección en semejante materia Muchos los habían decidido (así como los róles que iban a adoptar) con una semana y hasta con un mes de anticipación, y al fin y al cabo, no existía la menor indecisión en ningún participante, excepto en lo que concernía al rey y a sus siete ministros. No podría yo decir por qué vacilaban, como no se tratase de otro género de bromas. Era muy probable que la dificultad en adoptar su decisión tuviera por causa su gordura. Sea como fuere, transcurría el tiempo, y como último recurso enviaron a buscar a Tripetta y a Hop-Frog. Cuando los dos amiguitos obedecieron el requerimiento del rey, le encontraron tomando su vino en compañía de los siete miembros de su consejo de ministros; pero el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que Hop-Frog no era aficionado al vino, pues la bebida excitaba al pobre cojitranco hasta la locura, y la locura no es un sentimiento grato. Pero al rey le agradaban sus propias chanzas y hallaba placer en forzar a Hop-Frog a beber y (según la expresión real) en que estuviese alegre.

-Ven aquí, Hop-Frog, -dijo, cuando el bufón y su amiga entraron en el salón- tómate este vaso lleno a la salud de vuestros amigos ausentes, -al oírlo Hop-Frog suspiró- y luego préstanos el concurso de tu imaginación. Necesitamos papeles (papeles que representar, hombre), algo nuevo, fuera de lo corriente. Estamos aburridos de esta eterna monotonía. ¡Vamos, bebe! El vino iluminará tu ingenio.

Hop-Frog se esforzó, como de costumbre, por replicar con una chanza a los requerimientos del rey; pero el esfuerzo fue excesivo. Era casualmente el cumpleaños del pobre enano, y la orden de beber por sus amigos ausentes hizo brotar lágrimas de sus ojos. Gruesas y amargas gotas cayeron abundantes en el vaso que con humildad había cogido de la mano de su tirano.

-¡Ja, ja, ja! -rugió este último, mientras el enano vaciaba con repugnancia el vaso- ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Vaya, tus ojos ya brillan! ¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos centelleaban más que brillaban, pues el efecto del vino sobre su excitable mentalidad era tan poderoso como instantáneo. Dejó el vaso nerviosamente sobre la mesa y miró a su alrededor a los presentes con una fijeza de semidemencia. Parecían todos ellos muy divertidos con el éxito de la broma regia.

-Y ahora, al trabajo -dijo el primer ministro, un hombre muy grueso.
-Sí. -dijo el rey- Vamos, Hop-Frog, préstanos tu ayuda. Papeles, mi buen mozo; necesitamos papeles, los necesitamos todos nosotros. ¡Ja, ja, ja!

Y como aquello significaba una seria broma, las siete risas hicieron coro a la del rey. Hop-Frog rió también, aunque débilmente, como algo distraído.

-¡Vamos, vamos! -dijo el rey, impaciente- ¿No se te ocurre nada?
-Intento encontrar algo nuevo -replicó el enano, absorto, pues se sentía de todo punto trastornado por el vino.
-Cómo que intentas! -gritó el tirano con ferocidad- ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah! Ya comprendo. Estás malhumorado y necesitas más vino. ¡Vamos, tómate esto!

Llenó hasta el borde otro vaso y se lo ofreció al cojitranco, que lo miró, atónito, y respiró entrecortado.

-¡Bebe, te digo -gritó el monstruo- o por los demonios...!

El enano titubeaba. El rey se puso rojo de rabia. Los cortesanos sonreían estúpidamente. Tripetta, pálida como un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca, y arrodillándose ante él, le suplicó que perdonase a su amigo. El tirano la miró durante unos instantes, asombrado, sin duda, de su audacia. Parecía no saber qué hacer ni qué decir, ni cómo expresar dignamente su indignación. Por último, sin pronunciar una sílaba, la empujó con violencia lejos de él y le arrojó el contenido del vaso lleno a la cara.

La pobre muchacha se levantó como pudo, y no atreviéndose siquiera a suspirar, volvió a ocupar su puesto junto a la mesa. Hubo como medio minuto de silencio de muerte, durante el cual hubiese podido oírse caer una hoja o una pluma. Fue interrumpido por el sonido de un rechinamiento bajo, pero ronco y prolongado, que pareció salir de repente de todos los rincones de la estancia.

-¿Por qué, por qué, por qué haces ese ruido? -preguntó el rey, volviéndose, furioso, hacia el enano. Este último parecía haberse repuesto en gran parte de su embriaguez, y mirando fija, pero tranquilamente a la cara del tirano, exclamó con sencillez:
-¿Yo, yo? ¿Cómo puedo haberlo hecho yo?
-El ruido me pareció venir de fuera. -observó uno de los cortesanos- Me figuro que es el loro en la ventana afilándose el pico sobre los barrotes de su jaula.
-Es cierto, -confirmó el monarca, como sintiendo un gran alivio ante aquella idea- pero por mi honor de caballero hubiese jurado que era el rechinar de los dientes de este vagabundo.

A lo cual el enano se echó a reír (el rey era un bromista harto inveterado por hacer ninguna objeción a nadie que riese) y mostró una ancha, potente y muy repulsiva dentadura. Además, declaró que bebería gustoso cuanto vino quisieran. El monarca se apaciguó; y Hop-Frog, habiendo ingerido otro vaso lleno, sin notarse que le hiciera ningún mal efecto, entró inmediatamente en el plan de la mascarada.

-No puedo decir por qué asociación de ideas -observó, muy tranquilo y como si no hubiese probado vino en su vida—, precisamente después que vuestra majestad golpease a esta muchacha y le tirase el vino a la cara, y mientras el loro hacía ese extraño ruido por fuera de la ventana, uno de los juegos de mi país que figuran con frecuencia en nuestras mascaradas, pero que aquí resultará nuevo en absoluto. Por desgracia, no obstante, requiere un grupo de ocho personas y...
-Aquí somos ocho! —gritó el rey, riendo de su agudo descubrimiento de aquella coincidencia- ocho en un grupo. Yo y mis siete ministros. ¡Vamos! ¿Cuál es esa diversión?
-Nosotros la llamamos -explicó el cojitranco- los Ocho orangutanes encadenados, y es, de veras, un juego soberbio cuando se realiza bien.
-Lo realizaremos así -dijo el rey, levantándose y frunciendo el ceño.
-La belleza del juego -prosiguió Hop-Frog- consiste en el espanto que produce en las mujeres.
-Magnífico! -rugieron a coro el monarca y su gobierno.
-Os vestiré yo de orangutanes. -continuó el enano- confiad en mí. El parecido será tan sorprendente, que todos los compañeros de la mascarada os tomarán por verdaderos animales, y naturalmente, se quedarán aterrados y atónitos.
-¡Eso es delicioso! -exclamó el rey- ¡Hop-Frog, haré de ti un hombre!
-Las cadenas tienen por objeto aumentar la confusión con su ruido discordante. Se supondrá que habéis escapado, en massa a vuestros guardianes. Vuestra majestad no puede concebir el efecto que producen en una mascarada ocho orangutanes encadenados, que la máyoría de los asistentes se imaginan son de verdad, precipitándose con gritos salvajes entre una multitud de hombres y mujeres delicada y suntuosamente vestidos. El contraste es inimitable.
-Lo será -dijo el rey; y el consejo se levantó en seguida (pues se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.

Su manera de disfrazar a todo aquel grupo de orangutanes era muy sencilla, pero eficaz prácticamente para su propósito. En la época de mi relato se veían muy rara vez los animales en cuestión en cualquiera de las partes del mundo civilizado, y como las imitaciones hechas por el enano eran lo bastante semejantes a unas bestias, y más que bastante horrorosas, su parecido a las verdaderas estaba asegurado.

El rey y sus ministros fueron, ante todo, embutidos en camisas y calzoncillos muy ajustados, de elástica. Luego los untaron de brea. En este momento de la operación alguien de la partida sugirió el empleo de plumas; pero la sugestión fue al punto rechazada por el enano, que convenció pronto a los ocho, por medio de una demostración ocular, de que el pelo de unos animales como los orangutanes se representaba mucho mejor con lino. Por consiguiente, pusieron una espesa capa encima de la brea. Buscaron luego una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del rey, y la remacharon; después, alrededor de otro miembro del grupo, y la remacharon tanbién; luego, sucesivamente, alrededor de cada uno, de la misma manera. Cuando estuvo terminado este encadenamiento, separándose unos de otros lo más posible, formaron un círculo, y para hacer mayor el parecido, Hop-Frog pasó el resto de la cadena de un lado a otro del círculo, en dos diámetros, conforme a la manera adoptada hoy día por los cazadores del chimpancé u otros grandes simios en Borneo.

El gran salón, donde se iba a celebrar la mascarada, era una pieza circular, muy alta, que recibía la luz solar por una sola claraboya en el techo. De noche (que era la hora en que se utilizaba en particular aquella estancia) estaba iluminada principalmente por una gran aralia colgada de una cadena en el centro de la claraboya, y que bajaba o subía por medio de un contrapeso ordinario; pero (con objeto de no afear su aspecto) este último pasaba por fuera de la cúpula y por encima del techo.

El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Tripetta, si bien en algunos detalles estuvo guiada, al parecer, por el criterio tranquilo de su amigo el enano. Por sugerencia de éste, en aquella ocasión habían quitado la araña. El goteo de la cera (que hubiera sido imposible evitar en una atmósfera tan caldeada) habría causado un serio detrimento en los ricos trajes de los invitados, quienes, dado el amontonamiento de la gente en el salón, no hubiesen podido todos mantenerse apartados del centro, es decir, de debajo de la araña. Candelabros adicionales fueron instalados en varias partes del salón, fuera del sitio destinado a la gente, y una antorcha, que exhalaba un grato olor, fue colocada en la mano derecha de cada de las cariátides, que se erguían contra el muro en número de cincuenta o sesenta en total.

Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron pacientemente hasta medianoche (cuando el salón estaba lleno de máscaras) para hacer su aparición. Pero apenas el reloj acababa de dar las companadas, cuando se precipitaron, o más bien rodaron todos juntos, adentro, pues la traba de sus cadenas hizo caer a muchos de ellos, y tropezar a todos al entrar.

La excitación entre las máscaras resultó prodigiosa y llenó de alegría el corazón del rey Como se esperaba, fue grande el número de invitados que supusieron que aquellos feroces seres eran efectivos animales de cierta especie, sino orangutanes de verdad.

Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiese tenido la precaución de prohibir toda clase de armas en el salón, él y su banda habrían pa.gado la broma con su sangre. En suma, hubo una carrera general hacia las puertas; pero el rey había mandado que las cerrasen inmediatamente después de su entrada, y por indicación del enano, habían depositado las llaves en sus manos.

Cuando el tumulto estaba en su apogeo, y cada máscara no atendía más que a su propia salvación (pues, en realidad, con aquellas apreturas y con aquella excitación de la multitud existía un gran peligro real), pudo verse la cadena que servía de costumbre para colgar la araña y que había sido también retirada, descender gradualmente hasta que su extremo ganchudo estuvo a tres pies del suelo.

Pocos instantes después, el rey y sus siete amigos habiendo rodado por la sala en todas direcciones, se hallaron, por último, juntos en el centro, y por de contado, en contacto inmediato con la cadena. Mientras estaban en aquella posición, el enano, que les había ido pisando, sin ruido, los talones, incitándolos a preservarse del choque, asió la cadena por la unión de las dos partes que cruzaban el círculo diametralmente y en ángulos rectos. Entonces, con la rapidez del pensamiento, encajó en ella el gancho que servía para colgar la aralia; y en un instante como por un agente invisible, la araña encadenada se elevó lo bastante alta para poner el gancho fuera de todo alcance, y como consecüencia inevitable, arrastró a los orangutanes juntos en apretada unión y cara cara.

Las máscaras, entretanto, se habían repuesto en cierto modo de su alarma, y empezando a considerar todo aquello como una broma bien preparada, lanzaron una fuerte carcajada ante la posición de los monos.

-¡Dejádmelos! -gritó entonces Hop-Frog; y su voz penetrante se oía fácilmente entre el estrépito- Dejádmelos a mí. Creo que los conozco. Con sólo que pueda verlos bien, podré deciros en seguida quiénes son.

Entonces, gateando sobre las cabezas de la multitud, se las compuso para llegar al muro; luego cogiendo una antorcha de una de las cariátides, volvió como había venido hacia el centro del salón, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del rey, y desde allí trepó unos cuantos pies por la cadena, bajando la antorcha para examinar el grupo de orangutanes, gritando sin cesar:

-¡Pronto descubriré quiénes son!

Y entonces, mientras la reunión entera (incluyendo los monos) se retorcía de risa, el bufón lanzó de pronto un agudo silbido, al tiempo que la cadena subió violentamente cerca de treinta pies, arrastrando con ella a los aterrados y forcejeantes orangutanes, y dejándolos suspendidos en mitad del aire entre la claraboya y el suelo. Hop-Frog, aferrado a la cadena, se elevó con ella manteniendo aún su posición con respecto a los ocho disfrazados y bajando siempre su antorcha hacia ellos, como si intentase descubrir quiénes eran.

Toda la reunión quedóse tan atónita ante aquella ascensión, que hubo después un silencio de muerte, que duró unos minutos. Fue interrumpido precisamente por un ruido de rechinamiento bajo, ronco, como el que antes había atraído la atención del rey y de sus consejeros cuando aquél arrojó el vino a la cara de Tripetta. Pero en la presente ocasión no se trataba de buscar de dónde salía aquel ruido. Salía de los agudos dientes del enano, quien los hacía rechinar como si los triturase en la espuma de su boca, y clavaba sus ojos, con una expresión de rabia enloquecida, en el rey y sus siete compañeros, cuyas caras estaban vueltas hacia él.

-jJa, ja, ja! -dijo, por último, el furibundo enano- ¡Ja, ja, ja! ¡Empiezo a ver ahora quiénes son estas gentes!

Y entonces, con el pretexto de examinar al rey desde más cerca, aproximó la antorcha al vestido de lino que envolvía a aquél y que ardía al instante como una sábana de llama viva. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían todos furiosamente, en medio de los chillidos de la multitud que los contemplaba desde abajo, sobrecogida de horror y sin poder prestarles la menor ayuda. Finalmente, las llamas, aumentando de pronto en virulencia, obligaron al bufón a trepar más arriba por la cadena, fuera de su alcance,y al hacer este movimiento la multitud volvió a quedar sumida durante un segundo en el silencio. El enano aprovechó la oportunidad y habló de nuevo:

-Ahora veo claramente -dijo- qué clase de gentes son estas máscaras. Veo un gran rey y sus siete ministros, un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una muchacha indefensa, y sus siete ministros que le incitan a ese ultraje. En cuanto a mí, soy no más que Hop-Frog, el bufón, y ésta es mi última bufonada.

A causa de la gran combustibilidad del lino y de la brea a que estaba adherido, apenas terminó el enano su breve discurso cuando se había consumado la obra vindicadora. Los ocho cadáveres se balanceaban en sus cadenas, masa fétida, negruzca, horrenda y confusa. El cojitranco arrojó su antorcha sobre ellos, trepó despacio hacia el techo, y desapareció por la claraboya.

Se supone que Tripetta, apostada sobre el tejado del salón, sirvió de cómplice a su amigo en aquella venganza incendiaria, y que huyeron juntos hacia su país, pues a niguno de los dos se los volvió a ver nunca más.


Historia de una hora. Kate Chopin (1850-1904)

Sabiendo que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.

Fue su hermana Josephine quien se lo dijo, con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia.

Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado. Inmediatamente se echó a llorar con repentino y violento abandono, en brazos de su hermana. Cuando la tormenta de dolor amainó, se retiró a su habitación, sola. No quiso que nadie la siguiera.

Frente a la ventana abierta había un amplio y confortable sillón. Agobiada por el desfallecimiento físico que rondaba su cuerpo y parecía alcanzar su espíritu, se hundió en él.

En la plaza frente a su casa, podía ver las copas de los árboles temblando por la reciente llegada de la primavera. En el aire se percibía el delicioso aliento de la lluvia. Abajo, en la calle, un buhonero gritaba sus quincallas. Le llegaban débilmente las notas de una canción que alguien cantaba a lo lejos, e innumerables gorriones gorjeaban en los aleros.

Retazos de cielo azul asomaban por entre las nubes, que frente a su ventana, en el poniente, se reunían y apilaban unas sobre otras.

Se sentó con la cabeza hacia atrás, apoyada en el cojín de la silla, casi inmóvil, excepto cuando un sollozo le subía a la garganta y le sacudía, como el niño que ha llorado al irse a dormir y continúa sollozando en sus sueños.

Era joven, de rostro hermoso y tranquilo, y sus facciones revelaban contención y cierto carácter. Pero sus ojos tenían ahora la expresión opaca, la vista clavada en la lejanía, en uno de aquellos retazos de cielo azul. La mirada no indicaba reflexión, sino más bien ensimismamiento.

Sentía que algo llegaba a ella y lo esperaba con temor. ¿De qué se trataba? No lo sabía, era demasiado sutil y esquivo para nombrarlo. Pero lo sentía surgir furtivamente del cielo y alcanzarla a través de los sonidos, los aromas y el color que impregnaban el aire.

Su pecho subía y bajaba agitadamente. Empezaba a reconocer aquello que se aproximaba para poseerla, y luchaba con voluntad para rechazarlo, tan débilmente como si lo hiciera con sus blancas y estilizadas manos. Cuando se abandonó, sus labios entreabiertos susurraron una palabrita. La murmuró una y otra vez: «¡Libre, libre, libre!». La mirada vacía y la expresión de terror que la había precedido desaparecieron de sus ojos, que permanecían agudos y brillantes. El pulso le latía rápido y el fluir de la sangre templaba y relajaba cada centímetro de su cuerpo.

No se detuvo a pensar si aquella invasión de alegría era monstruosa o no. Una percepción clara y exaltada le permitía descartar la posibilidad como algo trivial. Sabía que lloraría de nuevo al ver las manos cariñosas y frágiles cruzadas en la postura de la muerte; que el rostro que siempre la había mirado con amor estaría inmóvil, gris y muerto. Pero más allá de aquel momento amargo, vio una larga procesión de años por llegar que serían sólo suyos. Y extendió sus brazos abiertos dándoles la bienvenida.

No habría nadie para quien vivir durante los años venideros; ella tendría las riendas de su propia vida. Ninguna voluntad poderosa doblegaría la suya con esa ciega insistencia con que los hombres y mujeres creen tener derecho a imponer su íntima voluntad a un semejante. Que la intención fuera amable o cruel, no hacía que el acto pareciera menos delictivo en aquel breve momento de iluminación en que ella lo consideraba.

Y a pesar de esto, ella le había amado, a veces; otras no. ¡Pero qué importaba!. ¡Qué podría el amor, ese misterio sin resolver, significar frente a esta energía que repentinamente reconocía como el impulso más poderoso de su ser!

"¡Libre, libre en cuerpo y alma!" continuó susurrando.

Josephine, arrodillada frente a la puerta cerrada, con los labios pegados a la cerradura le imploraba que la dejara pasar. “Louise, abre la puerta, te lo ruego, ábrela, te vas a poner enferma. ¿Qué estás haciendo, Louise? Por lo que más quieras, abre la puerta.”

“Vete. No voy a ponerme enferma”. No; estaba embebida en el mismísimo elixir de la vida que entraba por la ventana abierta.

Su imaginación corría desaforada por aquellos días desplegados ante ella: días de primavera, días de verano y toda clase de días, que serían sólo suyos. Musitó una rápida oración para que la vida fuese larga. ¡Y pensar que tan sólo ayer sentía escalofríos ante la idea de que la vida pudiera durar demasiado!

Por fin se levantó y ante la insistencia de su hermana, abrió la puerta. Tenía los ojos con brillo febril y se conducía inconscientemente como una diosa de la Victoria. Agarró a su hermana por la cintura y juntas descendieron las escaleras. Richards, erguido, las esperaba al final.

Alguien intentaba abrir la puerta con una llave. Brently Mallard entró, un poco sucio del viaje, llevando con aplomo su maletín y el paraguas. Había estado lejos del lugar del accidente y ni siquiera sabía que había habido uno. Permaneció de pie, sorprendido por el penetrante grito de Josephine y el rápido movimiento de Richards para que su esposa no lo viera.

Cuando los médicos llegaron dijeron que ella había muerto del corazón -de la alegría que mata.


Historia del espíritu que se apareció en Dourdans. Charles Nodier (1780-1844)

El señor Vidi, recaudador de impuestos en Dourdans, le escribió a uno de sus amigos la historia de una curiosa aparición que tuvo lugar en su casa en el año 1700. Esta carta fue conservada por el señor Barré, auditor de cuentas, y publicada por Lenglet-Dufresnoy en su Colección de Disertaciones sobre apariciones. La carta es la siguiente:

El espíritu comenzó a hacer ruido en una habitación que se encuentra lejos de la que solemos emplear para alojar a los servidores enfermos. Nuestra criada oyó varias veces suspiros parecidos a los de alguien que sufre; sin embargo, no veía ni sentía nada extraño.

La desgracia quiso que cayese enferma. La atendimos durante seis meses, y cuando estaba ya convaleciente, la enviamos a casa de su familia para que respirase el aire natal. Allí permaneció alrededor de un mes; durante este tiempo, no vio ni oyó nada extraordinario. Luego volvió con buena salud y le dijimos que se acostara en una habitación próxima a la nuestra. Se quejó de que oía ruidos y, dos o tres días después, cuando estaba en la leñera, donde había ido a buscar madera, sintió que la tiraban de la falda. Ese mismo día, por la tarde, mi mujer la envió a la novena; cuando salía de la iglesia, sintió que el espíritu la sujetaba tan fuerte que no podía avanzar. Una hora después, volvió a casa y, al ir a entrar en nuestra habitación, la tiraron con tal fuerza que mi mujer oyó el ruido; y, una vez que estuvo dentro, pudimos observar que los broches de su falda estaban rotos. Al ver este prodigio, mi mujer tembló de miedo, y sufrió un pequeño desmayo.

El domingo siguiente, durante la noche, la chica oyó pasos en la habitación y, un poco después, el espíritu se acostó junto a ella y le pasó por la cara una mano muy fría, como para acariciarla. Entonces la joven tomó el rosario que llevaba en el bolsillo y se lo puso al cuello. Unos días antes le habíamos dicho que si continuaba oyendo ruidos conjurara al espíritu en nombre de Dios para que le manifestara lo que deseaba. Hizo mentalmente lo que le habíamos recomendado, pues el exceso de terror le había dejado sin habla. Oyó entonces mascullar sonidos inarticulados.

Hacia las tres o las cuatro de la mañana, el espíritu provocó un estruendo tan grande que parecía que la casa se derrumbaba. Aquello nos despertó a todos al mismo tiempo. Llamé a una doncella para que fuese a ver qué había sido, pensando que era la criada quien había producido aquel estrépito a causa del miedo que tendría. La encontró empapada en sudor. La chica quiso vestirse, pero no encontró las medias. En ese estado entró en nuestra habitación. Vi una especie de bruma o humo denso que la seguía y que desaparecía un momento después. Le aconsejamos que se vistiera y fuera a confesarse y comulgar en cuanto tocaran a misa de cinco. Fue de nuevo a buscar las medias, que descubrió en el hueco de la cama, en todo lo alto de la colgadura; las bajó con un bastón. El espíritu se había llevado también los zapatos a la ventana.

Cuando se repuso del espanto, fue a confesarse y a comulgar. A su vuelta, le pregunté lo que había visto. Me dijo que en cuanto se acercó al altar para comulgar había percibido junto a ella a su madre, que había muerto hace once años. Después de la comunión se había retirado a una capilla donde, apenas hubo entrado, su madre se puso de rodillas frente a ella y le tomó las manos diciéndole:

-Hija mía, no tengas miedo; soy tu madre. Tu hermano murió abrasado accidentalmente cuando yo me encontraba en el horno de Ban de Oisonville, cerca de Estampe. Enseguida fui a buscar al señor cura de Garancières, quien vivía santamente, para que me impusiera una penitencia, pues pensaba que yo tenía la culpa de aquella desgracia. Me respondió que no era culpable y me envió a Chartres, al penitenciario. Fui a verle, y como me obstinaba en pedirle una penitencia, me impuso una que consistía en llevar un cinturón de cerda durante dos años. No pude cumplir esta penitencia a causa de los embarazos y otras enfermedades y, como morí embarazada sin haberla podido realizar, te ruego, hija mía, que la cumplas por mí...

La hija se lo prometió. La madre le encargó además que ayunara a pan y agua durante cuatro viernes y sábados, encargara decir una misa en Gomberville, pagara al mercero Lânier veintiséis cuartos que le debía del hilo que le había vendido y que fuera al sótano de la casa donde había muerto; -Allí encontrarás -añadió- la suma de siete libras que escondí debajo del tercer escalón. Haz también un viaje a Chartres, a ver a Nuestra Señora, a quien rezarás por mí. Volveré a hablar contigo una vez más.

A continuación le dio algunos consejos a su hija: le dijo sobre todo que rezara a la Santa Virgen, que Dios no le negaría nada y que las penitencias de este mundo eran fáciles de hacer, pero que las del otro eran muy duras. Al día siguiente la criada mandó decir una misa, durante la cual el espíritu estuvo dando tirones de su rosario. Ese mismo día le pasó también la mano por el brazo, como para halagarla. Durante dos días seguidos la chica le estuvo viendo a su lado.

Pensé que era necesario que cumpliera lo más pronto posible lo que su madre le había encargado; por eso, en la primera ocasión, la envié a Gomberville, donde encargó una misa, pagó los veintiséis cuartos que efectivamente debía su madre y encontró las siete libras bajo el tercer escalón del sótano, tal como el espíritu le había dicho. De allí sé dirigió a Chartres, donde encargó tres misas, se confesó y comulgó en la capilla. Cuando salió, su madre se le apareció por última vez y le dijo: -Hija mía, puesto que estás dispuesta a hacer todo lo que te he pedido, yo me libero de ese peso, que tú llevarás en mi lugar. Adiós, me voy a la gloria eterna.

Desde entonces, la chica ya no ha visto ni oído nada. Lleva el cinturón de cerda día y noche, y continuará llevándolo durante los dos años que su madre le había encomendado.


Holocausto de la Tierra. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Érase una vez —poca o ninguna importancia tiene que lo fuera en un tiempo pasado o en uno que ha de venir—, este ancho mundo se vio tan sobrecargado por una acumulación de cachivaches gastados que los habitantes decidieron librarse de ellos por medio de una hoguera general. La sede elegida por los representantes de las compañías de seguros fue una de las praderas más amplias del oeste, pues era un lugar tan centrado como cualquier otro punto del globo, ninguna morada humana se vena en peligro por las llamas y una gran asamblea de espectadores podría admirar cómodamente la exhibición. Como me gustaban este tipo de espectáculos, e imaginaba además que la iluminación de la hoguera podría revelar alguna profunda verdad moral oculta hasta entonces en la niebla o la oscuridad, me pareció conveniente viajar hasta allí y estar presente. Cuando llegué habían aplicado ya la antorcha, aunque el montón de trastos condenados era todavía relativamente pequeño. En medio de la llanura ilimitada, bajo la luz crepuscular y como una estrella lejana y sola en el firmamento, resultaba apenas visible un resplandor trémulo, del que nadie hubiera pensado que iba a brotar después una llama tan ardiente. A cada momento, sin embargo, llegaban viajeros a pie, mujeres sujetándose los delantales, hombres a caballo, carretillas, vagonetas de equipajes que avanzaban pesadamente y otros vehículos, lo mismo grandes que pequeños, que venían tanto de lejos como de cerca, pero cargados con objetos a los que no se les consideraba dignos para otra cosa que no fuera quemarlos.

—¿Qué materiales han utilizado para prender la llama? —pregunté a uno de los espectadores, pues deseaba conocer el proceso entero, de principio a fin.

La persona a la que me había dirigido era un hombre serio, de aproximadamente cincuenta años, que evidentemente había llegado allí como espectador. Me pareció de inmediato que era alguien que por sí mismo había sopesado el valor auténtico de la vida y sus circunstancias, y que por ello tenía personalmente muy poco interés por el juicio que el mundo pudiera hacerse de aquéllas. Antes de responder mi pregunta me miró a la cara, iluminada por la luz del fuego.

—Ah, algunos combustibles muy secos, y extremadamente convenientes para este fin —contestó—; en realidad no otra cosa que periódicos de ayer, revistas del mes pasado y hojas marchitas del año anterior. Aquí traen unos trastos viejos que prenderán como un puñado de virutas.

Mientras hablaba, unos hombres de aspecto tosco avanzaron hasta el límite de la hoguera y arrojaron en ella todas las basuras del departamento de heráldica: blasones de escudos de armas, penachos y divisas de familias ilustres, linajes que se retrotraían en el tiempo, como líneas de luz, hasta la niebla de la Edad Media, junto con estrellas, ataderas y cuellos bordados, objetos todos ellos que, aunque a un ojo no instruido pudieran parecerle cosas inútiles, habían tenido en otro tiempo un significado enorme, y en verdad seguían reconociéndose entre los hechos más preciosos, tanto en lo moral como en lo material, por quienes veneraban el pasado brillante. Mezclados con este montón confuso, que inmediatamente fue arrojado a las llamas a brazadas, había innumerables insignias de caballería, incluyendo las de todas las soberanías europeas, la condecoración de la Legión de Honor de Napoleón, cuyas cintas se habían enredado con las de la antigua orden de San Luis. Allí estaban también las medallas de nuestra propia sociedad de Cincinnati, mediante la cual, según nos cuenta la historia, estuvo a punto de constituirse una orden de caballeros hereditarios con los represores realistas de la Revolución. Estaban además las patentes de nobleza de condes y barones alemanes, grandes de España, pares ingleses, desde los documentos carcomidos que había firmado Guillermo el Conquistador hasta el pergamino más nuevo del último lord que había recibido su honor de la hermosa mano de Victoria.

Al contemplar la densa humareda, mezclada con fuertes llamaradas, que formando remolinos brotaba de esa pila inmensa de distinciones terrenales, la multitud de espectadores plebeyos lanzó un grito de alegría y aplaudió con tal entusiasmo que los cielos lo devolvieron en un eco. Ése fue su momento de triunfo, logrado tras muchísimo tiempo sobre seres hechos con la misma arcilla y con las mismas enfermedades espirituales, pero que habían osado asumir los privilegios debidos sólo al mejor arte de los cielos. En ese momento se precipitó hacia el montón ardiente un hombre de cabellos grises y presencia majestuosa que llevaba una capa de cuya pechera parecían haber arrancado por la fuerza una estrella o cualquier otra insignia de rango. No tenía en su rostro las señales de la capacidad intelectual; pero sí había allí el porte, la dignidad habitual, casi de nacimiento, de quien se había hecho a la idea de su superioridad social y nunca, hasta ese momento, la había visto cuestionada.

—Pueblo —gritó con pena y sorpresa, contemplando las ruinas de lo que había sido más querido para sus ojos, aunque con majestuosidad—. Pueblo, ¿qué has hecho? Este fuego está consumiendo todo aquello que señaló lo que habías avanzado desde la barbarie, o lo que podría haber prevenido que recayeras en ella. Nosotros, los hombres de las órdenes privilegiadas, éramos quienes manteníamos vivo, de generación en generación, el antiguo espíritu caballeresco, el pensamiento noble y generoso, la vida más elevada, más pura, más refinada y delicada. Con los nobles desechas también al poeta, el pintor, el escultor... todas las bellas artes; pues nosotros éramos sus mecenas, y creamos la atmósfera en la que ellos florecieron. Al abolir las distinciones majestuosas del rango, la sociedad pierde no sólo su gracia, sino también su firmeza...

Sin duda habría dicho más cosas, pero en ese momento se elevó un grito burlón, despreciativo e indignado que sofocó totalmente la apelación del noble caído, por lo que éste, tras mirar con desesperación su árbol genealógico quemado a medias, regresó junto a la multitud, contento de refugiarse en su insignificancia recién encontrada.

—¡Que agradezca a su suerte que no le hayamos arrojado a ese mismo fuego! — gritó una figura tosca apartando las ascuas con los pies—. Y que a partir de ahora ningún hombre se atreva a mostrar un trozo de pergamino mohoso como garantía para dominar a sus semejantes. Si tiene el brazo fuerte, muy bien; eso es una especie de superioridad. Si tiene ingenio, sabiduría, valor, fuerza de carácter, que esos atributos hagan por él lo que merecen; pero a partir de este día ningún mortal podrá esperar posición y consideración haciendo la cuenta de los huesos enmohecidos de sus antepasados. Esa tontería se acabó.
—Y en buena hora —comentó el serio observador que estaba a mi lado, aunque en voz baja—. Si no es que una tontería peor ocupa su puesto; pero en todo caso, este tipo de tontería ya ha vivido de sobra lo suyo.

Poco tiempo hubo para meditar o moralizar acerca de las ascuas de esos desechos honrados por el tiempo, pues antes de que se hubieran medio quemado llegó otra multitud de más allá del mar trayendo las vestimentas purpúreas de la realeza, junto con las coronas, globos terráqueos y cetros de los emperadores y los reyes. Todos ellos habían sido condenados como inútiles fruslerías, como juguetes en el mejor de los casos, que sólo valían para la infancia del mundo, o como varas con las que gobernarlo y castigarlo en su minoría de edad, pero que ahora, que toda la humanidad había alcanzado su estatura adulta, no podía permitir ya que se la insultara. En tal desprecio habían caído estas insignias regias que las coronas doradas y las túnicas de oropel del actor que hacía de rey en el teatro Drury Lane se arrojaron con las demás, sin duda como una burla de sus monarcas hermanos del gran escenario del mundo. Resultaba extraño ver las joyas de la corona de Inglaterra brillando y destellando en mitad del fuego. Algunas de ellas habían ido transmitiéndose desde la época de los príncipes sajones; otras fueron compradas con vastas sumas, o quizás robadas de las frentes muertas de los potentados nativos del Indostán; y todas ardían ahora con gran brillo, como si allí hubiera caído una estrella esparciéndose en fragmentos. El esplendor de la monarquía arruinada no tenía otro reflejo que el que producía en aquellas inestimables piedras preciosas. Pero basta de hablar de este tema. Resultaría tedioso describir cómo el manto del emperador de Austria se convirtió en yesca, o cómo los puntales y columnas del trono francés se volvieron un montón de carbones que era imposible distinguir de los procedentes de cualquier otra madera. Sin embargo, permítaseme añadir que uno de los polacos exilados removía la hoguera con el cetro del Zar de Rusia, que después arrojó a la llamas.

—El olor de las prendas chamuscadas resulta aquí intolerable —comentó mi nuevo amigo cuando la brisa nos envolvió en el humo de un guardarropas regio—. Situémonos a barlovento para ver lo que están haciendo al otro lado de la hoguera.

Dimos por tanto la vuelta y llegamos a tiempo de presenciar la llegada de una enorme procesión de washingtonianos —tal como se autodenominan hoy los partidarios de la templanza— acompañados de miles de discípulos irlandeses del padre Mathew, con ese gran apóstol a la cabeza. Trajeron a la hoguera una rica contribución: nada menos que todas las cubas y barricas de licor del mundo, que hacían rodar delante de ellos a través de la pradera.

—Hijos míos, un empujón más y el trabajo estará hecho —gritó el padre Mathew cuando llegaron al borde del fuego—. Y ahora alejémonos y veamos cómo Satán se ocupa de su propio licor.

De acuerdo con ello, tras haber colocado sus recipientes de madera al alcance de las llamas, la procesión se apartó hasta una distancia segura y enseguida los vieron explotar en llamas que alcanzaban las nubes y amenazaban con encender el propio cielo. Y bien que pudieron hacerlo, pues allí estaban todas las existencias mundiales de licores espirituosos, que en lugar de encender una llama de frenesí en los ojos de los borrachines, como antaño, se elevaba con un brillo desconcertante que sorprendió a toda la humanidad. Fue la suma de ese fuego furioso que, de otra manera, habría chamuscado el corazón de millones de personas. Entretanto se estaban arrojando apreciados vinos alas llamas, que los absorbían contentas como si les gustara, y que como los borrachos se volvían más alegres y violentas al beberlos. Jamás la sed insaciable del fuego diabólico volvería a verse tan atendida. Allí estaban los tesoros de famosos vividores: licores que se habían mecido sobre el océano, habían madurado al sol, se habían amontonado durante mucho tiempo en las entrañas de la tierra: los jugos pálidos, dorados y rojizos de las viñas más delicadas, la cosecha entera de Tokay, mezclado todo en una sola corriente con los líquidos viles de las tabernas comunes, y contribuyendo todo a elevar las mismas llamas. Y mientras se elevaban en una espiral gigantesca que parecía ondear contra el arco del firmamento y combinarse con la luz de las estrellas, la multitud lanzó un grito, como si la tierra entera se alegrara al liberarse de la maldición de los tiempos.

Pero la alegría no era universal. Muchos pensaron que la vida humana sería más triste que nunca cuando esta breve luminosidad se apagara. Mientras los reformistas actuaban, oí murmurar reconvenciones a varios caballeros respetables de nariz rojiza que calzaban zapatos de gotoso; y un noble enfurecido, cuyo rostro se asemejaba a un hogar en el que se ha apagado el fuego, expresó entonces su descontento de manera más abierta y audaz.

—¿Y qué tiene de bueno este mundo, ahora que ya nunca podremos estar alegres? —preguntó el último borrachín—. ¿Qué consuelo encontrará el pobre ser humano en la pena y perplejidad? ¿Cómo va a mantener cálido el corazón frente a los vientos fríos de esta tierra sin alegría? ¿Y qué os proponéis darle a cambio del solaz que le quitáis? ¿Cómo van a sentarse juntos frente al fuego los viejos amigos, sin una alegre copa entre ellos? ¡Vuestra reforma es una peste! ¡Ahora que la buena camaradería ha desaparecido para siempre, es éste un mundo triste, un mundo frío, un mundo egoísta, un mundo bajo, que no merece que viva en él un hombre honesto!

Esa arenga provocó gran regocijo entre los espectadores; pero, aunque el sentimiento fuera ridículo, no pude dejar de observar conmiseración por la situación de desamparo del último borrachín, cuyos compañeros inseparables habían desaparecido de su lado dejándole al pobre sin un alma que aprobara el que él bebiera su licor, y ciertamente sin licor que beber. Y no es que fuera verdaderamente ése el caso; pues en un momento crítico le vi ratear una botella de brandy de un veinticinco por ciento de graduación que cayó junto a la hoguera y él ocultó en su bolsillo.

Habiéndose deshecho así de los licores espirituosos y fermentados, el celo de los reformistas les indujo entonces a repostar el fuego con todas las cajas de te y bolsas de café del mundo. Y llegaron entonces los plantadores de Virginia, con sus cultivos y el tabaco. Arrojados éstos al montón de cosas inútiles, llegaron a alcanzar el tamaño de una montaña e insuflaron en la atmósfera una fragancia tan potente que temo que nunca volvamos a respirar aire puro. Ese sacrificio pareció alarmar a los amantes de esa hierba más que todo lo que habían presenciado hasta entonces.

—Bueno, pues han conseguido que mi pipa ya no sirva —dijo un anciano lanzándola a las llamas de muy mal humor—. ¿Adónde va este mundo? Todo lo que es rico y picante, todas las especias de la vida, se condena como algo inútil. ¡Ahora que ellos han encendido la hoguera, todo iría mucho mejor si esos absurdos reformistas se lanzaran ellos mismos al fuego!
—Tenga paciencia —le respondió un conservador firme—. Al final llegaremos a eso. Primero nos lanzarán a nosotros, y después a ellos mismos.

Desde las medidas generales y sistemáticas de la reforma, pasé a considerar entonces las contribuciones individuales a esa hoguera memorable. En muchos casos eran de un carácter verdaderamente divertido. Un pobre hombre arrojó su bolsa vacía, y otro un fajo de billetes de banco falsos o insolventes. Las damas elegantes arrojaron los sombreros de la temporada anterior, junto con montones de cintas, encajes amarillos y otras muchas mercancías de modista casi gastadas, todo lo cual demostró ser todavía más evanescente en el fuego de lo que lo había sido en la moda. Una multitud de amantes de ambos sexos —dejando aun lado doncellas o solteros y parejas cuyos miembros estaban mutuamente cansados el uno del otro— arrojaron manojos de cartas perfumadas y sonetos de amor. Un político corrupto, al verse privado del pan por perder el despacho, arrojó sus dientes, que resultaron ser falsos. El reverendo Sydney Smith, tras haber cruzado el Atlántico con ese único propósito, llegó junto a la hoguera con una sonrisa amarga y arrojó allí determinados bonos repudiados, aunque estaban confirmados con el sello de un estado soberano. Un niño de cinco años, dada la prematura mayoría de la época presente, arrojó sus juguetes; un graduado universitario, su diploma; un boticario, arruinado por la extensión de la homeopatía, todas sus existencias de drogas y medicinas; un médico, su biblioteca; un párroco, su sermones antiguos; y un fino caballero de la vieja escuela, su código de costumbres, que anteriormente había escrito para beneficio de la siguiente generación. Una viuda que había decidido casarse por segunda vez arrojó furtivamente una miniatura de su esposo fallecido. Un joven al que su amada le había dado calabazas, de buena gana habría tirado su corazón desesperado a las llamas, pero no encontró ningún medio de arrancárselo del pecho. Un autor americano de cuyas obras el público no hacía caso, arrojó a la hoguera pluma y papel, acudiendo a una ocupación menos descorazonadora. Me sorprendió algo escuchar a varias damas, de apariencia muy respetable, que se proponían arrojar a las llamas sus vestidos y enaguas, asumiendo la vestimenta, maneras, deberes, ocupaciones y responsabilidades del otro sexo.

No soy capaz de decir con qué favor se acogió ese plan, pues repentinamente llamó mi atención una joven pobre, engañada y casi delirante, que exclamaba que era el ser vivo o muerto más indigno e intentó lanzarse al fuego en medio de todos los trastos rotos y naufragados del mundo. Sin embargo, un buen hombre corrió a rescatarla.

—¡Tenga paciencia, mi pobre muchacha! —gritó mientras la apartaba del cruel abrazo del ángel destructor—. Tenga paciencia y acepte la voluntad del cielo. Mientras posea un alma viva, todo podrá recuperar su primera frescura. Estas cosas materiales y las creaciones de la fantasía humana no valen para otra cosa que para ser quemadas una vez que han tenido su tiempo. ¡Pero el suyo es la eternidad!
—Sí —contestó la infortunada joven, cuyo frenesí parecía haber menguado convirtiéndose ahora en un abatimiento profundo—. ¡Sí, pero de él ha desaparecido la luz del sol!

Se rumoreó entre los espectadores que todas las armas y municiones bélicas iban a ser arrojadas a la hoguera, con excepción de las existencias universales de pólvora, que ya habían sido arrojadas al mar por considerarse que era el modo más seguro de disponer de ellas. Esa noticia despertó una gran diversidad de opiniones. El filántropo optimista lo consideró una señal de que ya había llegado el milenio; mientras que personas de otro temple que opinaban que la humanidad era una raza de bulldogs, profetizaron que desaparecerían la vieja corpulencia, fervor, nobleza, generosidad y magnanimidad de la raza: afirmaban que esas cualidades necesitaban nutrirse de sangre. Sin embargo se consolaron creyendo que la propuesta abolición de la guerra no podía llevarse a la práctica durante mucho tiempo.

En cualquier caso, innumerables grandes cañones cuyo estruendo había sido durante mucho tiempo la voz de la batalla —la artillería de la Armada Invencible, las baterías de Marlborough y los cañones enfrentados de Napoleón y Wellington— fueron arrastrados en medio del fuego. Por la adición continua de combustibles secos, se había vuelto éste tan intenso que ni el bronce ni el hierro podían resistirlo. Era maravilloso ver cómo esos instrumentos terribles de la carnicería se fundían como si fueran juguetes de cera. Entonces los ejércitos de la tierra dieron vueltas alrededor del poderoso horno, con las bandas militares tocando marchas triunfales, y arrojaron los mosquetes y espadas.

También los portaestandartes, mirando hacia arriba sus banderas, todas marcadas con agujeros de balas y con los nombres de campos victoriosos escritos, tras hacerlas ondear por última vez al aire, las bajaron hacia la llama, que se las llevaron hacia las nubes en su corriente de aire ascendente. Terminada esa ceremonia, el mundo quedó sin una sola arma en sus manos, salvo, posiblemente, algunas armas regias, espadas oxidadas y otros trofeos de la Revolución en algunas de nuestras armerías estatales. Entonces batieron los tambores y sonaron las trompetas como preludio a la proclamación de la paz universal y eterna, y como anuncio de que la gloria no se ganaría ya por la sangre, sino que a partir de ahora la raza humana pretendería trabajar para el mayor bien mutuo, y que esa beneficencia, en los anales futuros de la tierra, permitiría reivindicar la alabanza del valor. En consecuencia, se promulgaron esas benditas noticias, que produjeron un regocijo infinito entre aquellos que se habían espantado ante el horror y despropósito de la guerra.

Pero vi una sonrisa macabra en el rostro endurecido de un majestuoso viejo comandante —por su figura gastada por la guerra y rica vestimenta militar, podía tratarse de uno de los famosos mariscales de Napoleón—, que con el resto de los soldados del mundo había arrojado la espada que desde hacía medio siglo tan familiar había sido a su mano derecha.

—¡Ay! ¡Ay! —se quejaba—. Que proclamen lo que quieran, porque al final veremos que toda esta tontería sólo significa más trabajo para los armeros y fundidores de cañones.
—¡Pero señor! —exclamé yo asombrado—. ¿Acaso imagina que la raza humana volverá sobre los pasos de su antigua locura como para forjar otra espada o fundir otro cañón?
—No habrá necesidad de ello —comentó con burla un espectador que ni sentía benevolencia ni tenía fe en ella—. Cuando Caín deseó matar a su hermano, no se quedó confuso por falta de un arma.
—Ya veremos —contestó el veterano comandante—. Si soy yo el que me equivoco, tanto mejor; pero en mi opinión, y sin pretender filosofar sobre la materia, la necesidad de la guerra es mucho más profunda de lo que suponen estos honestos caballeros. ¡Pero bueno! ¿Es que hay un campo para todas las pequeñas disputas de los individuos? ¿Y no existirá un gran tribunal para dirimir las dificultades nacionales? El campo de batalla es el único tribunal en el que pueden solucionarse tales pleitos.
—Olvida usted, general —intervine yo—, que en esta fase avanzada de la civilización la razón y la filantropía combinadas constituirán ese tribunal si se requiere.
—¡Ah, me había olvidado de eso, ciertamente! —contestó el viejo guerrero mientras se alejaba cojeando.

El fuego se estaba alimentando ahora con materiales que hasta entonces se habían considerado de mayor importancia todavía para el bienestar de la sociedad que las municiones bélicas que ya habíamos visto consumir. Un cuerpo de reformistas había recorrido la tierra entera buscando las máquinas con las que las diferentes naciones acostumbraban a ejecutar la pena de muerte. Un estremecimiento recorrió la multitud cuando esos emblemas fantasmales fueron empujados hacia delante. Incluso las llamas parecieron retroceder al principio, mostrando la forma y el dispositivo asesino de cada una con una elevada llamarada, que por sí sola bastaba para convencer a la humanidad del largo y fatal error de la ley humana. Esos viejos instrumentos de la crueldad; esos horribles monstruos mecánicos; esos inventos que parecían exigir algo peor que lo que podía lograr el corazón natural del hombre, y que habían acechado en los escondrijos oscuros de las antiguas prisiones, como tema de leyenda aterrorizadora, se encontraban ahora a la vista de todos. Las hachas de los verdugos, con la mancha rojiza de la sangre noble y real en ellas, y una gran colección de sogas que habían cortado la respiración de víctimas plebeyas, fueron arrojadas juntas a las llamas. Un grito saludó la llegada de la guillotina, que fue empujada sobre las mismas ruedas que la habían conducido de una a otra de las calles manchadas de sangre de París. Pero los aplausos más fuertes, que indicaron al cielo distinto el triunfo de la redención terrenal, se produjeron cuando apareció la horca. Sin embargo, un hombre de mal aspecto se adelantó, y poniéndose en el camino de los reformistas gritó roncamente y luchó con furia salvaje para detener su avance.

Quizás no cabía sorprenderse mucho de que el ejecutor hiciera todo lo posible para defender y conservar la máquina con la que se había ganado la vida, y personas más dignas la muerte; pero merecía atención especial el que hombres de una esfera muy diferente —incluso de las órdenes consagradas, en cuya protección puede confiar el mundo su benevolencia— adoptaran sobre la cuestión el punto de vista del verdugo.

—¡Deteneos, hermanos míos! —gritó uno de ellos—. Una falsa filantropía os hace equivocaron; no sabéis lo que hacéis. La horca es un instrumento ordenado por el cielo. ¡Hacedla retroceder por tanto con reverencia, y colocadla en su antiguo lugar, para que el mundo no caiga velozmente en la ruina y la desolación!
—¡Adelante, adelante! —gritó un cabecilla de la Reforma—. ¡A las llames con ese maldito instrumento de la sangrienta política del hombre! ¿Cómo puede la ley humana inculcar benevolencia y amor si persiste en colocar la horca como su símbolo principal?
Un empujón más, buenos amigos, y el mundo se verá redimido de su mayor error. Mil manos prestaron ahora su ayuda, aunque les repugnaba tocarla, y lanzaron la siniestra carga lejos, en el centro del enfurecido horno. Su imagen fatal y aborrecida se vio primero ennegrecida, convirtiéndose luego en carbón al rojo, y finalmente en cenizas.
—¡Eso ha estado bien! —exclamé yo.
—Sí, estuvo bien —respondió, aunque con menor entusiasmo del que yo esperaba, el pensativo observador que seguía todavía a mi lado—. Estuvo bien si el mundo es lo suficientemente bueno para esa medida. Sin embargo, la muerte es una idea de la que no es posible eximirse fácilmente en ninguna condición, entre la inocencia del principio y esa otra pureza y perfección que quizás estemos destinados a alcanzar tras recorrer el círculo completo; pero en todo caso es bueno que se pruebe ahora el experimento.
—¡Demasiado frío! ¡Demasiado frío! —exclamó con impaciencia el joven y ardiente cabecilla en su triunfo—. Que tenga aquí su voz el corazón lo mismo que el intelecto. Y para la madurez y el progreso que la humanidad haga siempre lo más elevado, lo más amable, lo más noble que en cualquier momento pueda entender; y con seguridad eso no podrá ser erróneo, ni inoportuno.

No sé si fue por la excitación de la escena, o si es que las buenas gentes que rodeaban la hoguera se estaban iluminando más a cada instante, pero el caso es que tomaron medidas extremas a las que yo difícilmente estaba dispuesto a acompañarles. Por ejemplo, algunos arrojaron a las llamas sus certificados de matrimonio, y se afirmaron candidatos para una unión superior, más santa y general que la que había subsistido desde el nacimiento de los tiempos bajo la forma de vínculo conyugal. Otros se precipitaron a las cámaras acorazadas de los bancos y a los cofres de los ricos —todos ellos abiertos para el primero que llegara en esa fatal ocasión—, y animaron las llamas con balas enteras de papel moneda, y hasta toneladas de monedas se fundieron con su intensidad. Dijeron que a partir de entonces la benevolencia universal, que no podía ni acuñarse ni agotarse, sería la moneda dorada del mundo. Ante esa noticia los banqueros y especuladores palidecieron, y un carterista que había recogido una rica cosecha entre la multitud cayó en un mortal desmayo. Algunos hombres de negocios quemaron sus libros de cuentas, los billetes y obligaciones de sus acreedores, y cualquier otra prueba de deudas que ellos debían cobrar; aunque quizás fue un número mayor el de los que satisficieron su celo de reforma sacrificando cualquier recuerdo incómodo de lo que ellos mismos debían. Se gritó entonces que había llegado el momento de entregar a las llamas los títulos de propiedad de la tierra, y que el suelo entero revirtiera a la totalidad de los hombres, a la que erróneamente se le había quitado para distribuirlo desigualmente entre los individuos. Otro grupo exigió que todas las constituciones escritas, formas fijas de gobierno, decretos legislativos, libros de estatutos y todo aquello sobre lo que la invención humana se había esforzado para estampar sus leyes arbitrarias fuera destruido de inmediato, dejando el mundo consumado tan libre como el primer hombre creado.

Desconozco si se llevó a cabo alguna acción con respecto a estas proposiciones; pues precisamente entonces se estaban atendiendo unos asuntos que concernían más a mi simpatías.

—¡Mirad, mirad! ¡Qué montones de libros y panfletos! —gritó un tipo que no parecía ser amante de la literatura—. ¡Ahora tendremos un fuego glorioso!
—¡Eso es, precisamente! —exclamó un filósofo moderno—. Nos liberaremos ahora del peso del pensamiento de los hombres muertos, que hasta ahora ha presionado con tanta fuerza el intelecto vivo que éste se ha vuelto incompetente para cualquier esfuerzo eficaz. ¡Bien hecho, muchachos! ¡Al fuego con ellos! ¡Ahora sí que de verdad estáis iluminando el mundo!
—¿Pero qué va a suceder con la profesión? —gritó un librero furioso.
—Ah, naturalmente, que acompañen a su mercancía —comentó fríamente un autor—. ¡Será una noble pira funeraria!

Lo cierto era que la raza humana había alcanzado una fase de progreso que estaba mucho más allá de lo que los hombres más sabios de épocas anteriores habían soñado, por lo que sería un verdadero absurdo permitir que la tierra siguiera por más tiempo gravada con sus escasos logros literarios. De acuerdo con ello, una investigación completa e inquisitiva había barrido las librerías, los puestos callejeros, las bibliotecas públicas y privadas, e incluso las pequeñas repisas junto a las chimeneas de las casas de campo, y habían traído toda la masa universal de papel impreso, encuadernado o en hojas, para que aumentaran el volumen ya montañoso de nuestra ilustre hoguera. Arrojaron gruesos y pesados infolios que contenían los trabajos de lexicógrafos, comentaristas y enciclopedistas, y cayeron entre las ascuas con un golpetazo pesado, deshaciéndose en cenizas como si fueran madera podrida. Los pequeños y ricamente dorados tomos franceses de la última época, con los cien volúmenes de Voltaire entre ellos, produjeron una brillante lluvia de chispas y pequeñas llamas; mientras que la literatura corriente de la misma nación se quemaba en colores rojos y azules, produciendo una iluminación infernal en los rostros de los espectadores, convirtiéndolos a todos por el aspecto en diablos agrupados por colores. Una colección de historias alemanas emitió un olor a azufre. Los autores ingleses habituales resultaron ser un combustible excelente, mostrando en general las propiedades de buenos leños de roble. En particular las obras de Milton producían una llama poderosa, y gradualmente se fueron enrojeciendo hasta convertirse en un carbón que prometía durar más que casi cualquier otro material de la pira. De Shakespeare salió una llama de esplendor tan maravilloso que los hombres se ocultaban los ojos como si estuvieran ante la gloria del sol del mediodía; ni siquiera cuando lanzaron encima las obras de sus comentaristas dejó de emitir una radiación deslumbrante desde abajo del pesado montón. Y creo que sigue ardiendo tan apasionadamente como siempre.

—Si un poeta pudiera encender una lámpara en esa llama gloriosa, podría consumir después aceite hasta la medianoche con un buen propósito —comenté yo.
—Eso es precisamente lo que los poetas modernos han sido demasiado propensos a hacer, o al menos a intentarlo —respondió un crítico—. El principal beneficio que cabe esperar de este incendio de la literatura del pasado es, indudablemente, que a partir de ahora los autores se verán obligados a encender sus lámparas en el sol o las estrellas.
—Si es que pueden llegar tan alto —añadí yo—. Pero para esa tarea se necesita un gigante que pueda distribuir después la luz entre los hombres inferiores. No todo el mundo puede robar el fuego de los cielos, como Prometen; pero cuando alguien lo haya conseguido, mil hogares se encenderán con él.

Me sorprendió mucho observar lo imprecisa que era la proporción entre la masa física de cualquier autor y la propiedad de una combustión brillante y prolongada. Por ejemplo, no había ningún volumen en cuarto del último siglo, ni ya que vamos a eso del actual, que a ese respecto pudiera competir con un librito infantil de cubierta dorada que contenía las Melodías de Mamá Oca. La Vida y Muerte de Pulgarcito duró más que la biografía de Marlborough. Un poema épico, en realidad una docena de ellos, se convirtió en cenizas blancas antes de que se hubiera consumido a medias la única hoja de una vieja balada. Y también en más de un caso cuando los volúmenes de versos aplaudidos se mostraban incapaces de nada mejor que un humo sofocante, una ignorada cancioncilla de algún bardo anónimo, que quizás se encontraba en la esquina de un periódico, ascendía hasta las estrellas con una llama tan brillante como la de éstas. Hablando de las propiedades de la llama, creo que la poesía de Shelley emitía una luz más pura que cualquier otra producción de su tiempo, contrastando hermosamente con los espasmódicos y cárdenos destellos y borbotones de vapor negro que emitían los volúmenes de Lord Byron. En cuanto a Tom Moore, algunas de sus canciones difundían un olor parecido al de un pastel quemado.

Sentía un interés particular por observar la combustión de los autores americanos, y anoté escrupulosamente mirando el reloj los momentos precisos que tardaban casi todos ellos en transformarse de libros pobremente impresos en cenizas indistinguibles. Pecaría de envidioso, sin embargo, y hasta seria peligroso, dar a conocer esos secretos terribles; por lo que me contentaré con observar que el escritor que con mayor frecuencia está en boca del público no era invariablemente el que producía una exhibición más espléndida en la hoguera. Recuerdo especialmente que un delgado volumen de poemas de Ellery Channing demostró una inflamabilidad excelente; aunque para ser fieles a la verdad hay que decir que algunas de sus partes siseaban y chisporroteaban de una manera muy desagradable. En relación con varios autores, tanto nativos como extranjeros, sucedió un fenómeno curioso. Sus libros, aunque de figura muy respetable, en lugar de romper a arder, o incluso convertir su sustancia en humo, de pronto se fundían de tal manera que demostraban ser de hielo.

Si no fuera falta de modestia mencionar mis propias obras, debo confesar aquí que las busqué con interés paternal, aunque en vano. Muy probablemente se transformaron en vapor ante la primera acción del calor; en el mejor de los casos sólo puedo esperar que, a su modo tranquilo, contribuyeran con una o dos chispas relucientes al esplendor de la noche.

—¡Ay! ¡Pobre de mí! —se quejaba un caballero de aspecto trágico que llevaba unas gafas verdes—. El mundo está totalmente arruinado y ya no hay nada para seguir viviendo. Me han arrebatado la vocación de mi vida. ¡Por nada del mundo puede conseguirse un volumen!
—Éste es un ratón de biblioteca —comentó el tranquilo observador que había a mi lado—. Uno de esos hombres que han nacido para roer pensamientos muertos. Ya ve que su ropa está cubierta con el polvo de las bibliotecas. No tiene una fuente interior de ideas; y sinceramente, ahora que las provisiones antiguas han sido abolidas, no veo lo que va a ser del pobre hombre. ¿No tendrá una palabra de consuelo para él?
—Mi querido señor —le dije al desesperado ratón de biblioteca—. ¿No es la naturaleza mejor que un libro? ¿No es el corazón humano más profundo que cualquier sistema filosófico? ¿No está la vida repleta de más instrucción que la que a los observadores del pasado les fue posible escribir en máximas? Alégrese. El gran libro del Tiempo está todavía abierto delante de nosotros; y si lo leemos correctamente, se nos convertirá en un volumen de verdad eterna.
—¡Ay, mis libros, mis libros, mis preciosos libros impresos! —repetía el desamparado ratón de biblioteca—. ¡Mi única realidad era un volumen encuadernado, y ahora no me dejan ni siquiera un oscuro panfleto!

En realidad los últimos restos de la literatura de todos los tiempos caían ahora sobre el montón ardiente en forma de una nube de panfletos desde las prensas del Nuevo Mundo. Éstos se consumieron a sí mismos en un abrir y cerrar de ojos, dejando la tierra, por primera vez desde los tiempos de Cadmo, libre de la plaga de las letras... un campo envidiable para los autores de la generación siguiente.

—Bueno, ¿queda algo por hacer? —pregunté yo con cierta ansiedad—. A menos que prendamos fuego a la propia tierra, y luego saltemos audazmente al espacio infinito, no veo que podamos llevar más lejos la Reforma.
—Está usted muy equivocado, mi buen amigo —contestó el observador—. Créame que no permitirán que el fuego se apague sin añadir un combustible que sobresaltará a muchas personas que hasta ahora habían echado una mano voluntariamente.

No obstante, durante un breve tiempo pareció que el esfuerzo se relajaba; probablemente los cabecillas del movimiento lo aprovecharon para pensar qué podía hacerse. En el intervalo, un filósofo arrojó alas llamas su teoría, un sacrificio que aquellos que sabían cómo la estimaba consideraron el más notable que se había hecho. Sin embargo, la combustión no resultó en absoluto brillante. Algunas personas infatigables, desdeñando tomarse un momento de descanso, se dedicaron a recoger todas las hojas y ramas caídas en el bosque, y consiguieron así que las llamas de la hoguera fueran más altas que nunca. Pero aquello fue un mero aparte teatral.

—Aquí viene el nuevo combustible del que le hablaba —dijo mi compañero.

Para mi asombro, las personas que avanzaban ahora hacia el espacio vacío que rodeaba el fuego montañoso llevaban sobrepellices y otras prendas sacerdotales, mitras, báculos y una confusión de símbolos papales y protestantes, con los que parecían proponerse consumar el gran acto de fe. Las cruces de las agujas de las viejas catedrales fueron lanzadas al montón con tan escaso remordimiento como si la reverencia de los siglos, pasando en una larga formación bajo las elevadas torres, no las hubiera considerado como el más sagrado de los símbolos. La pila bautismal en la que los niños eran consagrados a Dios, los recipientes sacramentales en los que la piedad recibía la bebida sagrada, fueron entregados a la misma destrucción. Quizás conmovió más mi corazón ver entre aquellas reliquias devotas fragmentos de los humildes altares y de los púlpitos sin decorar que me di cuenta habían sido arrancados de los templos de Nueva Inglaterra. Aunque se hubieran enviado al fuego de este sacrificio terrible los despojos de la poderosa estructura de San Pedro, debería haberse permitido que esos edificios simples conservaran el embellecimiento sagrado con que les habían dotado sus fundadores puritanos. Sentí, sin embargo, que aquello sólo eran los objetos externos de la religión, y que el espíritu, que conocía mejor su significado profundo, podía renunciar a ello.

—Todo está bien —dije yo alegremente—. Los senderos de los bosques serán las naves de nuestra catedral, y el firmamento mismo será su techo. ¿Qué necesidad hay de un techo terrenal entre la Deidad y sus adoradores? Nuestra fe puede permitirse perder ese ropaje con el que hasta los hombres más santos la han rodeado, y ser más sublime en su simplicidad.
—Cierto —replicó mi compañero—. ¿Pero se detendrán aquí?
La duda que transmitía la pregunta estaba bien fundamentada. En la destrucción general de los libros que ya he descrito, se había salvado un volumen santo que se apartaba del catálogo de la literatura humana, aunque en un sentido estuviera a su cabeza. Pero el Titán de la innovación —ángel o diablo, doble en su naturaleza, y capaz de hechos adecuados a ambos caracteres—, que al principio sólo había derribado las formas viejas y podridas de las cosas, parecía que ahora hubiera puesto su mano terrible sobre los pilares principales que soportaban el edificio entero de nuestro estado moral y espiritual. Los habitantes de la tierra habían llegado a tener demasiado conocimiento como para definir su fe dentro de una forma de palabras, o para limitar lo espiritual por medio de cualquier analogía con nuestra existencia material. Verdades ante las que los cielos temblaban no eran ahora más que una fábula de la infancia del mundo. Por tanto, como sacrificio final del error humano, ¿qué más quedaba por arrojar a las ascuas de esa terrible pira salvo el libro que, aunque fuera una revelación celestial a los tiempos pasados, no era sino una voz de una esfera inferior en comparación con la raza actual del hombre? ¡Lo hicieron! Sobre el montón ardiente de la falsedad y de la verdad desgastada —cosas que la tierra nunca había necesitado, o que había dejado de necesitar, o que infantilmente se había cansado de ellas— cayó la grave Biblia de la iglesia, el gran y viejo volumen que durante tanto tiempo había descansado sobre el cojín del púlpito, y mediante el que la voz solemne del pastor había hablado de lo sagrado tantos y tantos sábados. También fue a parar allí la Biblia de familia, que el patriarca que tanto tiempo llevaba enterrado había leído a sus hijos, en la prosperidad o en la pena, junto a la chimenea o bajo la sombra de los árboles durante el verano, y que había sido legada como herencia a través de generaciones. Cayó después la Biblia íntima, el pequeño volumen que había sido el amigo del alma de algún hijo del polvo amargamente puesto a prueba, quien de ella había sacado el valor, tanto si su prueba era para la vida como para la muerte, enfrentándose con firmeza a ambas con la poderosa seguridad de su inmortalidad.

Todas ellas fueron ya lanzadas a las llamas violentas; y entonces cruzó la llanura un viento poderoso que aullaba con desolación, como si fuera el lamento colérico de la tierra por la pérdida de la luz solar del cielo; y agitó la pirámide gigantesca de llamas y esparció por encima de los espectadores las cenizas de las abominaciones consumidas a medias.

—¡Esto es terrible! —exclamé sintiendo que mis mejillas palidecían, y viendo un cambio semejante en los rostros que me rodeaban.
—No pierda todavía el valor —respondió el hombre con el que había hablado tan a menudo. Él seguía contemplando el espectáculo con una calma singular, como si le concerniera simplemente como observador—. Tenga valor y no se alegre demasiado; pues en el efecto de esta hoguera hay mucho menos de bueno y de malo que lo que el mundo querría creer.
—¿Cómo puede ser eso? —exclamé yo impaciente—. ¿Es que no se ha consumido todo? ¿No se ha tragado o fundido todo apéndice humano o divino de nuestro estado mortal que tuviera suficiente materia como para que el fuego le afectara? ¿Mañana por la mañana quedará algo mejor o peor que un montón de ascuas y cenizas?
—Claro que lo habrá —contestó mi serio amigo—. Venga aquí mañana por la mañana, o cuando la porción combustible de la pira se haya quemado totalmente, y entre las cenizas encontrará todo lo realmente valioso que había visto arrojar a las llamas. Confíe en mí, el mundo del mañana volverá a enriquecerse con el oro y los diamantes que han sido desechados por el mundo de hoy. Ni una sola verdad es destruida o enterrada profundamente entre las cenizas, sin que al final salga a relucir.

Era aquella una extraña seguridad. Y sin embargo me sentí inclinado a creerla, más especialmente cuando vi entre las llamas un ejemplar de las Santas Escrituras, cuyas páginas, en lugar de ennegrecerse como yesca, simplemente asumían una blancura más sorprendente conforme desaparecían, purificándola, las marcas de los dedos de la imperfección humana. Es cierto que determinadas notas marginales y comentarios cedían a la intensidad de la prueba, pero ello no iba en detrimento de la más pequeña sílaba que hubiera surgido de la pluma de la inspiración.

—Sí, ahí está la prueba de la que usted hablaba —respondí yo dirigiéndome al observador—. Pero si sólo lo que es malo puede sentir la acción del fuego, entonces con seguridad el incendio ha sido de una utilidad inestimable. Sin embargo, si le entendí bien, expresó la duda de si el mundo podría beneficiarse con ello.
—Escuche lo que dicen esos personajes —me dijo señalando un grupo que había delante de la pira ardiente—. Posiblemente, sin saberlo, puedan enseñarle algo útil.

Las personas que señaló formaban un grupo compuesto por la figura más brutal y terrenal que tan furiosamente había salido en defensa de la horca, es decir el verdugo, junto con el último ladrón y el último asesino, los cuales rodeaban al último borracho. Este último estaba pasando generosamente la botella de brandy que había rescatado de la destrucción general de vinos y alcoholes. Este pequeño y festivo grupo parecía hallarse en el más bajo nivel del abatimiento, al considerar que el mundo purificado necesariamente seria totalmente distinto al que hasta entonces habían conocido, y no sería sino una morada extraña y desolada para caballeros como ellos.

—El mejor consejo para todos nosotros —comentó el verdugo— es que en cuanto hayamos terminado la última gota de licor me permitan que les ayude, mis tres amigos, a tener un cómodo fin en el árbol más cercano, y luego yo mismo me ahorcaré en la misma rama. Éste no es ya un mundo para nosotros.
—¡Bah, bah, mis buenos amigos! —dijo un personaje de tez oscura que se unió en ese momento al grupo; su tez era terriblemente oscura, y sus ojos brillaban con una luz más rojiza que la de la hoguera—. No se depriman tanto, mis queridos amigos; todavía verán días buenos. Hay una cosa que estos sabihondos se han olvidado de arrojar al fuego, y sin la cual todo lo que se ha quemado no es nada; sí, aunque hubieran convertido en cenizas la misma tierra.
—¿Y qué puede ser eso? —preguntó ansiosamente el último asesino.
—¿Qué otra cosa puede ser sino el corazón humano? —contestó el desconocido de rostro oscuro con una sonrisa portentosa—. Y a menos que encuentren un método de purificar esa pestilente caverna, volverán a salir de ella todas las formas del error y la desgracia, las mismas viejas formas u otras peores, que tanto trabajo se han tomado para consumir y convertir en cenizas. He estado aquí toda la noche y me he reído para mí de todo lo que ha pasado. ¡Créanme, el viejo mundo volverá a existir!

Esa breve conversación me proporcionó un tema para una prolongada meditación. ¡Qué triste verdad, si una verdad era, que el antiquísimo esfuerzo del hombre por la perfección sólo hubiera servido para convertirle en motivo de burla del principio maligno, por la circunstancia fatal de que existiera un error en la raíz misma de la materia! El corazón, el corazón: ahí estaba esa esfera pequeña pero ilimitada dentro de la cual existía el error original del que el crimen y la desgracia de este mundo exterior eran simplemente tipos. Purificad esa esfera interior, y las múltiples formas del mal que asolan lo exterior, y que ahora parecen casi nuestra única realidad, se convertirán en fantasmas oscuros y desaparecerán por sí solas; pero si no profundizamos más allá del intelecto, y simplemente con ese débil instrumento nos esforzamos por descubrir y rectificar lo que está mal, todos nuestros logros serán tan solo un sueño, tan insustancial que poco importa si la hoguera que con tanta fidelidad hemos descrito fuera lo que nosotros llamamos un hecho real y una llama que podría chamuscarnos los dedos, o sólo una radiación fosfórica y una parábola de mi propio cerebro.