El don de lenguas.
Todo aquello que hurto, lo doy.
Una vez, rodeado de pinos tan altos como estos,
la misma luna creciente deslizándose, suave, a través de la altura,
yo estaba sentado, acurrucado sobre mis rodillas,
en compañía de un amigo, fumando, bebiendo té,
intercambiando historias de coyotes y mentiras.
Él me dijo algo acerca de las palabras,
que cada una de ellas es un nombre,
y que cada nombre es el de Dios.
Yo que no tengo ningún dios
permanecí sentado en la vastedad del vacío,
tan callado como podía en el silencio.
Un sendero que puede ser nominado
no es el sendero. Cada una de las palabras
refleja el Espíritu que no puede ser nombrado.
Cada palabra un don, su valor en exacta proporción
al espíritu en que ésta es entregada.
Así habladas, estas palabras que entrego en este instante
por medio del chino antiguo de Lao Tzu,
fueron robadas veinticinco siglos más tarde
por este un humilde ladrón.
La Palabra es sólo evidencia de lo real:
en la lengua hopi no hay ballenas;
en el inglés norteamericano no existe el Cuarto Mundo.
Estado de la Unión, 2003.
Nunca he estado en Jerusalén,
sin embargo Shirley habla de las bombas.
No tengo ningún dios, pero he visto a los niños orando
para que todo esto llegue a su fin. Ellos le rezan a diferentes dioses.
Nuevamente las noticias son todas viejas noticias, que se repiten
igual que los vicios, el tabaco barato, la mentira social.
Los niños ha visto tanta muerte
que ésta ha perdido su significado.
Ellos hacen la cola para recibir su pan.
Ellos hacen la cola para obtener un poco de agua.
Sus ojos, negras lunas reflejando el vacío.
Los hemos visto mil veces.
En unos momentos hablará el presidente.
Él tendrá algo que decir acerca de las bombas,
La libertad y nuestra modo de vida.
Yo apagaré el televisor. Siempre lo hago.
No puedo mirarlo. No soporto los monumentos en sus ojos.
La flor de la orquídea.
En el instante en que me pregunto
si la orquídea va a morir
ella florece
y no puedo explicar la emoción
en mi corazón, ni por qué tanto placer
proviene de ese pequeño capullo
en el extremo de un delgado tallo,
de esa pequeña flor
sanguínea roja dorada
abriéndose en el apogeo del verano
pequeña, perfecta en su plenitud.
Incluso para un poeta
de cabellos blancos y rostro curtido,
ella es en su pureza, erótica,
pistilo y estambre, polen,
rocío del mundo, una cucharada
de tierra y de agua.
Ella es erótica
porque en el corazón del nacimiento
la muerte afirma su existencia,
y el efecto dramático de los viejos prismas luminosos
del alba, allí en las húmedas ramas del cedro,
profundísimo misterio
mientras lavo la vajilla al atardecer
o bromeo con mi esposa,
quien a cada momento se vuelve más bella
simplemente porque uno de nosotros ha de morir.
Existe un gran mar llamado Tranquilidad.
Existe un gran mar llamado Tranquilidad. Lo vi una vez
en un mapa. Allí había navíos blancos con blancas velas
sopladas por la brisa Adriática, estaban cargados con sueños
y creencias-lo vi todo en el mapa.
Pero nunca podría llevarte allá. No puedo encontrarlo otra vez.
Pero aquí está el mar que conozco, duro y frío,
amargo en su sentencia, aplastado por un cielo de sólida ceniza.
Las noticias del día llegan frenéticas
y nosotros nos endurecemos, nuestra sangre se enfría, y un fantasma del pasado
libera nuestro sermón narcisista
en la misma vieja monotonía que nuestros padres escucharon en Auschwitz
o en Treblinka. Cuando llegue el verano, el mar
se volverá de oro y veremos nuestros rostros reflejados
en el agua. Sólo entonces podremos recordar
la rosa de muchos corazones abriendo, una tras otra,
sus más secretas habitaciones hacia el fin.
Caminamos sobre las cenizas de la muerte bajo un cielo de cenizas.
Los Japoneses combinan el signo palabra
con el signo templo para obtener el signo poesía:
templo de la palabra; bendita palabra; ninguna palabra puede salvarse.
Lo que el agua conoce.
Lo que la boca canta, debe aprender a perdonarlo el alma.
A los ojos del mundo real una rata es tan moral como un monje.
Todavía, el corazón es un río
manando de sí mismo, un río que no puede ser cruzado.
Se abre sobre una bahía
y se devuelve sobre sí mismo cuando entra la marea,
lleva el grito del somorgujo y las sales
de lo indeciblemente humano.
Un águila distante entra a la boca de un río
el salmón ya no corre, sus amplias alas brillan
corriente arriba hasta que desaparece
hacia la nada de donde vino.
Sólo permanece el pensamiento. Desprovisto de la astucia del águila
o de la sabiduría del gorrión, ¿adónde tornaré,
anegado en tristeza? ¿Quién conocerá lo que los árboles conocen,
la arácnida paciencia del arce joven o lo que confiesa el sauce?
Permítanme ser agua. El corazón se escancia en olas.
Escuchen lo que el agua dice.
Viento, sé un amigo.
No hay nada que yo no pudiera perdonar.
Églola de la marisma negra.
Aunque es mitad del verano, el gran garzón azul
sujeta un invierno más oscuro sobre sus hombros gibados,
las nubes grisáceamente opacas
se alzan sobre él como tormenta sobre el Pacífico.
Más monumento que pájaro
se alza en el negro marisma, un arrugado profeta
vuelto desde una mitología esfumada.
Vigila el corazón de las cosas
y no se mueve o modula. Pero cuando
al fin vuela, sus grandes alas
cubren el cielo ensombrecido, y lentamente,
como si rezara, se alza, casi sin moverse,
mientras empuja lejos el mundo.