viernes, 29 de noviembre de 2024

El lazo de Medusa. Zealia Bishop (1897-1968) H.P. Lovecraft (1890-1937)

La ruta hacia Cape Girardeau discurría a través de un país desconocido, y mientras la luz del último atardecer se volvía dorada y casi de ensueño, comprendí que debía informarme si deseaba alcanzar la ciudad antes que cayera la noche. No me gustaba deambular por aquellas tierras bajas y desiertas del sur de Missouri tras el ocaso, ya que las carreteras eran malas y el frío de noviembre bastante formidable para un coche descubierto. Además, las nubes negras estaban acumulándose sobre el horizonte; por eso, oteé las largas sombras azules y grises que entrevelaban los campos pardos y llanos, ansiando vislumbrar alguna casa donde conseguir la información deseada.

Era una región solitaria y despoblada, pero por fin descubrí un tejado entre una masa de árboles cerca del riachuelo a mi derecha, como a menos de un kilómetro de la carretera, y probablemente accesible mediante algún camino o carretera que yo pudiera utilizar. En ausencia de cualquier casa más cercana, decidí probar fortuna allí y me congratulé cuando los matorrales de las cunetas mostraron las ruinas de un portal esculpido de piedra cubierto de enredaderas secas y muertas, y sepultado en maleza que explican por qué no pude descubrir ningún camino en mi primera ojeada desde lejos. Vi que no podía llevar el coche por allí y aparqué cuidadosamente cerca de la puerta donde grandes árboles de hoja perenne pudieran protegerlo en caso de lluvia y emprendí el largo camino hacia la casa.

Cruzando la senda invadida de maleza bajo los contraluces del ocaso, tuve una fuerte corazonada, probablemente inducida por el aire de siniestra decadencia que aureolaba la puerta y el antiguo camino. De las tallas en los viejos pilares de piedra deduje que este lugar tuvo alguna vez una dignidad señorial y pude ver claramente que la carretera había originalmente gozado de la sombra de árboles linderos, algunos de los cuales estaban muertos, mientras que otros habían perdido su particular identidad entre la salvaje maleza parásita de la región. Mientras avanzaba, cardos y ortigas se pegaban a mis pantalones y comencé a preguntarme si el lugar estaría habitado después de todo. ¿Estaba paseando para nada? Durante un instante estuve tentado de retroceder y buscar alguna granja camino adelante, pero un vistazo a la casa despertó mi curiosidad y estimuló mi espíritu aventurero.

Había algo provocativamente fascinante en la decrépita construcción rodeada de árboles que se alzaban frente a mí, ya que hablaba del donaire sureño aún más pretérito. Era la típica casa de plantación construida con madera, en el estilo clásico del temprano XIX, con dos plantas y media, y un gran pórtico jónico cuyos pilares llegaban hasta el ático y sujetaban un frontal triangular. Su ruina era acusada y patente, y una de las grandes columnas se había podrido, desplomándose al suelo, mientras que la galería superior o balconada se combaba peligrosamente. Llegué a la conclusión que, antaño, había habido otras construcciones cerca de la casa. Mientras ascendía los anchos escalones de piedra hacia el porche bajo y el tallado portal con linternas, me sentí perceptiblemente nervioso y comencé a encender un cigarrillo, desistiendo al ver cuán seco e inflamable era todo cuanto me rodeaba. Aunque convencido ahora que la casa estaba abandonada, dudé en violar su intimidad entrando sin llamar, por lo que tiré del oxidado aldabón de hierro hasta conseguir moverlo, y finalmente hice una cautelosa llamada que pareció hacer estremecerse y resonar a la casa entera.

No hubo respuesta, aunque agité de nuevo el incomodo y crujiente artefacto… más para disipar el sentimiento de impío silencio y soledad que para avisar a cualquier posible ocupante. En algún lugar cerca del río escuché la lastimera nota de un palomo, e imaginé que el rumor del agua corriente era débilmente audible. Como en sueños, así y agité el antiguo picaporte, y finalmente empujé la gran puerta de 6 paneles en un abierto intento de entrar. No estaba cerrada, como pude ver al momento, y, aunque chirrió y crujió sobre sus goznes, acabé abriéndola, encontrándome en un vestíbulo inmenso y oscuro al cruzar su umbral. Pero, en el momento de dar este paso, lo lamenté. No era que una legión de espectros me enfrentara en aquel vestíbulo penumbroso y polvoriento con fantasmales muebles de estilo imperio, sino que descubrí que, después de todo, este lugar no estaba totalmente deshabitado. Se escuchaba un crujido en la gran escalinata curva, así como el sonido de vacilantes pasos descendiendo lentamente. Luego vi una alta y encorvada figura perfilada durante un instante contra la gran ventana palatina del frontal.

Mi primer sobresalto de terror pasó pronto, y, mientras la figura descendía el tramo final, me dispuse a saludar al propietario de la casa cuya intimidad acababa de invadir. En la semioscuridad, pude verle buscar un fósforo en su bolsillo. Luego surgió un fulgor, mientras encendía una lámpara de queroseno que estaba en una desvencijada mesa consola, cerca del pie de las escaleras. El débil resplandor reveló la figura de un demacrado anciano de gran estatura, con ropas descuidadas y rostro mal afeitado, aunque a pesar de todo, tenía el porte y la expresión de un caballero.

-No esperé a que hablara, sino que comencé a explicar mi presencia al instante.
-Usted disculpará que haya entrado así, pero cuando mis llamadas no tuvieron respuesta creí que nadie vivía aquí. Sólo quería saber cómo coger la carretera a Cape Giraudeau… es decir, la carretera más corta. Quería estar allí antes de la noche, pero ahora, por supuesto… Al hacer una pausa, el hombre habló; era exactamente el cultivado tono que había esperado, con un suave acento tan inconfundiblemente sureño como la casa que habitaba.
-Más bien debe usted disculparme a mí por no responder a sus llamadas con mayor rapidez. Vivo de forma retirada y no suelo esperar visitantes. Al principio pensé que era un simple curioso. Luego, cuando se repitió la llamada, vine a responder, pero no estoy bien de salud y tengo que moverme con lentitud. Neuritis espinal… un caso muy problemático.

En cuanto a llegar al pueblo antes de la noche… es evidente que no podrá hacerlo. La carretera en donde está, porque supongo que ha venido por la de la puerta, no es ni el mejor ni el más rápido de los caminos. Tiene que tomar la izquierda al salir de la puerta… es decir, la primera carretera verdadera que encuentre a la izquierda. Hay tres o cuatro caminos de carro que debe ignorar, pero no puede confundirse respecto de la verdadera porque hay un inmenso sauce justo en el lado opuesto. Cuando haya dado la vuelta, pase dos carreteras y gire a la derecha en la tercera. Después… Perplejo ante estas elaboradas indicaciones -datos confusos para un forasterono puede evitar interrumpirle.

-¡Aguarde un instante! ¿Cómo voy a seguir esas indicaciones en plena oscuridad, sin haber estado nunca por aquí y con solo un par de faros para ver qué es y qué no es una carretera? Además, creo que hay una tormenta a punto de desencadenarse y mi coche es uno de los abiertos. Creo que me vería en serios aprietos si tratara de llegar a Cape Girardeau esta noche. El hecho es que no sé que hacer. No me gusta molestar ni nada parecido… pero en vista de las circunstancias ¿no me podría albergar por esta noche? No le daré ningún problema… nada de comida o algo parecido. Sólo déjeme una esquina donde dormir hasta la mañana y estaré contento. Puedo dejar el coche en la carretera donde está… Un poco de mal tiempo no le dañará si esto empeora.

Mientras hacía mi repentina petición pude ver cómo el rostro del anciano perdía su primitiva expresión de tranquila resignación para tomar un extraño aspecto de sorpresa.

-Dormir… ¿Aquí?

Pareció tan aturdido por mi petición que la repetí.

-Sí, ¿por que no? Le aseguro que no le daré ningún problema. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Soy forastero por aquí, estas carreteras son un laberinto en la oscuridad y juraría que lloverá a mares antes de una hora…

En este momento fue mi anfitrión quien me interrumpió, y mientras lo hacía pude sentir una peculiar cualidad en su voz profunda y musical.

-Un forastero… por supuesto que debe serlo, de otra forma no pensaría en dormir aquí, no puedo pensar que nadie venga aquí para nada. La gente no viene ahora aquí.

Se detuvo, y mi deseo de permanecer se multiplicó ante la sensación de misterio que sus lacónicas palabras parecían evocar. Había seguramente algún seductor enigma en ese lugar, y el omnipresente olor a moho parecía arropar un millar de secretos. De nuevo percibí la total decrepitud de todo, perceptible aún bajo los tenues rayos de la sencilla y pequeña lámpara. Sentí un escalofrío dolorido, y vi con pesar que no parecía haber estufas; pero tan grande era mi curiosidad que deseé aún más ardientemente permanecer allí y saber algo sobre el recluso y su lúgubre residencia.

-Permita que me quede -contesté-. No puedo recurrir a nadie más. Pero seguramente pueda hacerme un hueco hasta que amanezca. Además… si la gente no visita este lugar, ¿no será porque está medio en ruinas? Por supuesto, supongo que debe valer una fortuna mantenerla en buen estado, pero si los costes son tan grandes, ¿por qué no busca un sitio más pequeño? ¿Por qué permanecer en esta forma… con todos los inconvenientes e incomodidades?

El hombre no pareció ofenderse, pero me respondió con gravedad.

-Desde luego, puede quedarse si realmente lo desea… a usted no puede perjudicarle lo que yo sé. Pero otros dicen que existen influencias peculiares e indeseables aquí. Respecto a mí… estoy aquí porque debo hacerlo. Esta casa es algo que considero como un deber el guardar… algo que me liga. Quisiera tener el dinero, la salud y la ambición necesarias para adecentar la casa y los terrenos.

Con mi curiosidad en aumento, me dispuse a tomar la palabra a mi anfitrión y le seguí lentamente escaleras arriba cuando me lo indico. Estaba muy oscuro ahora, y un débil sonido del exterior me indicó que la tan temida lluvia había llegado. Hubiera agradecido cualquier refugio, pero éste era doblemente bienvenido por los indicios de misterio sobre el lugar y su dueño. Para un incurable amante de lo grotesco, nada podía ser mejor.

Había una habitación en la esquina del segundo piso, en estado menos descuidado que el resto de la casa, y hacia allí me guío mi anfitrión, dejando su pequeña lámpara y encendiendo una más grande. Por la limpieza y contenido de la estancia, así como por los libros alineados en las paredes, pude ver que no había errado al considerar a aquel hombre un caballero en cuerpo y alma. Era un eremita y un excéntrico, sin duda, pero aún mantenía niveles e inclinaciones intelectuales. Mientras él hacía un ademán, invitándome a sentarme, comencé una conversación sobre tópicos generales y me congratulé viendo que no era, después de todo, un hombre taciturno. En todo caso, parecía contento de poder conversar, y no tardó en desviarse hacia temas personales. Según supe, era Antoine de Russy, miembro de una antigua, poderosa y culta familia de plantaciones de Louisiana. Hacía más de un siglo que su abuelo, un muchacho entonces, había emigrado al sur de Missouri y fundado unas nuevas posesiones a la prodiga manera ancestral, construyendo su mansión de pilares y dotándola de todos los accesorios de una gran plantación. Había habido, en un tiempo, tanto como 200 negros en las chozas que estaban en el llano de la parte trasera – un solar ahora invadido por el río-, y escucharles cantar, reír y tocar el banjo durante la noche era saber lo que era la cumbre de un orden social y una cultura ahora desgraciadamente extinta. Frente a la casa, donde los grandes robles y sauces montaban guardia, había habido un césped como una gran alfombra verde siempre regada y nivelada, y caminos empedrados bordeados de arriates curvándose a su alrededor. “Riverside” -que así era llamado el lugar- había sido un amable e idílico hogar en aquellos días, y mi anfitrión podía recordar cuando muchos restos de su mejor periodo aún perduraban.

En el exterior llovía ahora copiosamente, con densas cortinas de agua golpeando contra el inseguro techo, muros y ventanas, lanzando gotas a través de un centenar de grietas y goteras. La humedad goteaba hasta el suelo desde lugares inesperados, y el viento en aumento agitaba los podridos e inseguros batientes del exterior. Pero no pensé en nada de esto, ni tampoco en mi coche aparcado fuera, bajo los árboles, ya que veía que estaba comenzando una historia. Incitado a recordar, mi anfitrión hizo un gestó recordando otros días mejores. Pronto, según vi, tendrían indicios de por qué vivía solo en este antiguo lugar y por qué sus vecinos lo creían lleno de influencias indeseables. Su voz era muy musical según hablaba, y su relato pronto adoptó un giro que no me dio oportunidad de adormecerme.

-Si Riverside fue construida en 1816, y mi padre nació aquí en 1828. Tendría cerca de cien años si aún viviera, pero murió joven… tan joven que apenas puedo recordarle. Fue en el 64… lo mataron en la guerra, en el Séptimo de Infantería de Louisiana de los C.S.A.*, porque volvió al hogar ancestral para alistarse. Mi abuelo era muy viejo para luchar, pero vivió hasta los noventa y ayudo a mi madre a criarme. Una buena crianza por cierto, puedo afirmarlo. Nosotros siempre hemos tenido fuertes tradiciones -altos conceptos de honor-, y mi abuelo supo que yo continuaría el camino que los de Russy habían seguido generación tras generación, desde las Cruzadas. Estábamos bastante apurados de dinero, pero nos las arreglamos para vivir bien después de la guerra. Fui a una buena escuela de Louisiana y más tarde a Princeton. Luego fui capaz de hacer prosperar la plantación… aunque ya ve cómo está ahora.

Mi madre murió cuando yo tenía veinte años, y mi abuelo dos años más tarde. Me quede bastante sólo después de eso, y en el 1885 me casé con una prima lejana de Nueva Orleáns. Las cosas podrían haber sido diferentes de haber vivido, pero murió al nacer mi hijo Denis. Entonces sólo tuve a Denis. No intenté volver a casarme, pues dediqué todo mi tiempo al chico. Era como yo como todos los Russy – cetrino, alto y delgado, y con un temperamento endemoniado. Le eduqué como mi abuelo había hecho conmigo, pero él no necesitaba ser aleccionado en lo tocante al honor. Estaba en él, hay que admitirlo. Nadie tenía un espíritu más elevado… ¡Todo lo que pude hacer fue impedirle marchar a la guerra de Cuba cuando tenía once años! Romántico diablo, demasiado… lleno de románticas ideas… puede llamarnos victorianos si quiere… el único problema, si acaso, estaba en apartarle de las mozas negras. Le envié a la misma escuela que fui yo, y también a Princeton. Se graduó en 1909.

Por fin, decidió ser médico, y acudió un año a la Harvard Medical School. Entonces se empecinó en la idea de guardar la vieja tradición francesa de la familia y me instó para que lo enviara a la Sorbona. Lo hice, bastante orgulloso, aunque sabía cuán solo me quedaría estando él tan lejos. ¡Quisiera Dios que no lo hubiera hecho! Pienso que era la clase más sensata de chico que se puede enviar a París. Tomó una habitación en Rue St. Jacques, cerca de la Universidad en el Barrio Latino, pero según sus cartas y sus amigos acudía todo lo más a las peleas de perros. La gente que frecuentaba eran en su mayoría jóvenes de aquí… estudiantes serios y artistas que pensaban más en su trabajo que en actitudes estrafalarias o en pintar la ciudad de rojo.

Pero, por supuesto, había grupos de compañeros que estaban en una especie de línea divisoria entre los estudiantes serios y el diablo. Los estetas… los decadentes, ya sabe. Experimentadores de la vida y los sentidos… la clase de compinches de Baudelaire. Naturalmente, Denis frecuentaba a muchos de éstos y apreciaba su forma de vida. Pero había toda clase de círculos y cultos… imitaciones de la adoración al diablo, Misas Negras y cosas por el estilo. Es dudoso que pudieran hacer mucho daño… la mayoría probablemente lo olvidaba en un año o dos. Uno de los metidos en este extraño asunto era un compañero que Denis había conocido en la escuela… ya que viene a cuento, yo conocí a su padre. Frank Marsh, de Nueva Orleáns. Discípulo de Lafcadio Hearn y Gauguin y Van Gogh… un epítome regular de los amarillos noventa. El pobre diablo… se daba aires de gran artista, después de todo. Marsh era el amigo más antiguo de Denis en París porque, por una especie de maldición, se tenían un mutuo aprecio… hablar sobre los viejos tiempos en la St. Clair Academy y todo eso. El chico me escribió una buena carta sobre él y no vi ningún mal en sus comentarios sobre el grupo de místicos de Marsh.

Parecía algún culto de magia prehistórica egipcia y cartaginesa mezclados con elementos bohemios por el otro lado… alguna insensatez que pretendía beber en olvidadas fuentes ocultas verdades de las perdidas civilizaciones africanas – la gran Zimbabwe, las muertas ciudades atlantes en la región de Hoggar, en el Sáhara, y contenía un galimatías conectado con serpientes y cabello humano. Galimatías o, al menos, así lo llamé entonces. Denis solía citarme que Marsh contaba extrañas cosas sobre velados hechos ocultos bajo la leyenda de la cabellera de serpiente de Medusa y bajo el posterior mito ptolemaico de Berenice, que ofreció su pelo para salvar a su hermano-esposo, y que está en el cielo como la constelación Cabellera de Berenice.

No creo que todo eso impresionara demasiado a Denis, hasta la noche en que durante el extraño ritual en el cuarto de Marsh encontró a la sacerdotisa. La mayoría de los devotos de este culto eran jovenzuelos, pero el líder era una chica que se llamaba a sí misma “Tania-Isis”, dejando que se supiera que su nombre real – su nombre en está última encarnación, según ella era Marceline Bedard. Se autoproclamaba hija natural del marqués de Chameaux, y parecía haber sido mediocre artista y modelo antes de adoptar esta posee, más lucrativa. Alguien dijo que había vivido durante algún tiempo en las Indias Occidentales – Martinica, supongo, pero ella es muy reservada sobre ese tema. Parte de su pose era un gran despliegue de austeridad y alegría, pero no pienso que los estudiantes más experimentados la tomaran muy en serio. Denis, sin embargo, era poco avezado, y me escribió sus buenas diez páginas de melaza sobre la diosa que había descubierto. Tan sólo pensé que yo tenía parte de la culpa por su simplicidad, pero nunca creí que una infatuación de cachorro como esa pudiera durar mucho. Estaba absurdamente seguro que, en lo tocante al honor personal y orgullo familiar, Denis siempre se guardaría de graves complicaciones.

Al pasar el tiempo, empero, sus cartas comenzaron a ponerme nervioso. Mencionaba a esa Marceline más y más, y a sus amigos menos y menos, y empezó a presentarla a sus padres y hermanos. No parecía haberse informado sobre ella y no dudé que le había llenado de románticas historias sobre su origen y divinas revelaciones, así como sobre la forma en que la gente la desdeñaba. Al final, pude ver que Denis estaba separándose totalmente de sus íntimos, malgastando la mayor parte de su tiempo con aquella fascinante sacerdotisa. Por especial petición suya, él nunca hablaba a sus amigos de sus continuos encuentros, así que nadie trató de romper la relación. Supongo que ella lo consideraba fabulosamente rico, ya que tenía el aire de un patricio, y la gente de cierta clase piensa que todos los aristócratas americanos son adinerados. En cualquier caso, probablemente pensó en la rara fortuna de desposarse con un joven verdaderamente apetecible. Cuando mi nerviosismo se convirtió en franco temor, ya era demasiado tarde. El chico se había casado con ella, escribiendo que abandonaba sus estudios y traía a su mujer a Riverside. Dijo que ella había hecho un gran sacrificio y abandonado su liderazgo del culto mágico, y que de ahí en adelante sería simplemente una dama privada… la futura ama de Riverside y madre de los vástagos de los de Russy.

Bien señor, lo tomé lo mejor que pude. Sé que esos sofisticados continentales tienen diferentes parámetros de los de nuestra vieja América… y, de todas formas, no tenía en el fondo nada contra la mujer. Una farsante, quizás, ¿pero necesariamente una arpía? Creo que traté de guardar aquello en secreto como fue posible en aquellos días, por bien del chico. Evidentemente, no había nada que un hombre sensato pudiera hacer, excepto dar a Denis tanto tiempo como su nueva esposa necesitara para adaptarse a los modos de los de Russy. Dejarla probarse por sí misma quizás no dañaría a la familia tanto como podía temer. Por eso, no puse objeciones ni hablé de castigos. Estaba hecho, y me dispuse a dar la bienvenida al regreso del chico, fuera lo que fuese que trajera consigo. Llegaron tres semanas después desde que el telegrama me notificara su matrimonio. Marceline era hermosa- eso no puede negarse y pude ver que el chico estaba completamente loco por ella. Ella tenía aire de raza, y pienso que debía tener buena sangre en las venas. Aparentemente, tenía poco más de veinte años; era de mediana estatura, esbelta, y sus posturas y movimientos tenían la gracia de una tigresa. Su tez era profundamente olivácea- como el marfil añejo, y sus ojos eran grandes y muy oscuros. Tenía facciones delicadas de regularidad clásica aunque no lo bastante claras para mi gusto y más singular cabellera de pelo negro azabache que jamás haya visto.

No me asombré que usara el señuelo del pelo en su mágico culto, ya que con aquella espesa profusión la idea debía habérsele ocurrido de forma espontánea. Peinada, parecía como una princesa oriental de una pintura de Aubrey Beardsley. Su cabello suelto podía llegar bajo las rodillas y brillaba a la luz como si poseyera una atroz vida propia, distinta de la de ella. Yo mismo podría haber pensado en Medusa o Berenice sin que nadie me lo sugiriera nada más ver y estudiar aquel cabello. A veces creía que se apartaba ligeramente de ella y tendía a disponerse a distintas cuerdas o grupos, pero esto debió ser mera ilusión. Lo cepillaba incesantemente y parecía utilizar algún preparado. Tuve la sensación una vez una curiosa y extravagante sensación que era un ser vivo que ella alimentaba de alguna extraña manera. Todo insensateces… pero que se añadían a mi disgusto hacia ella y su pelo. Porque no puedo negar que fui totalmente incapaz de apreciarla, no importa lo que me empeñase. No puedo decir cuál era el problema, pero allí estaba. Algo en ella me repelía muy profundamente y no podía evitar sentir asociaciones enfermizas y macabras conectadas con algo en ella. Su complexión evocaba pensamientos de Babilonia, Atlántida, Lemuria, y los terribles y olvidados países de un mundo pretérito. Sus ojos me atenazaban como los ojos de alguna impía bestia de la selva o alguna diosa-animal un inconmensurablemente antigua que no podía ser completamente humana; y su pelo esa densa, exótica y nutrida mata de lustroso negrura le hacían a uno estremecerse como si fuera una gran pitón negra. No había duda que ella se percataba de mi involuntaria actitud… aunque traté de esconderlo y ella trato de ocultar que lo sabía.

Pero la adoración del chico persistía. La adulaba a todas horas y exageraba todas las pequeñas galanterías de la vida diaria hasta un grado nauseabundo. Ella parecía devolverle los sentimientos, aunque yo podía ver que se esforzaba en corresponder su entusiasmo y extravagancias. Pero algún detalle, pensé que ella estaba defraudada al descubrir que no era tan rico como había esperado. Era un mal asunto. Yo podía ver que las corrientes sumergidas iban saliendo a la luz. Denis estaba medio hipnotizado por su amor de colegial y comenzó a alejarse de mí, percibiendo mi aborrecimiento hacia su esposa. La cosa fue agravándose durante meses, y me di cuenta que estaba perdiendo a mi único hijo… el chico que fuera el centro de mis pensamientos y actos durante un cuarto de siglo. Me sentía amargado al respecto, ¿y qué padre no lo estaría? Y, además, no podía hacer nada. Marceline pareció ser en aquellos primeros meses bastante buena esposa y nuestros amigos la recibieron sin tapujos ni reservas. Yo estaba siempre nervioso, empero, por lo que los jóvenes de París podían escribir a casa a sus parientes cuando circulara la historia de la boda. A pesar del interés de la mujer por ocultarlo, no se pueden guardar siempre los secretos… de hecho, Denis había escrito a algunos de sus amigos íntimos, en estricta confidencia, tan pronto como se estableció con ella en Riverside.

Comencé a permanecer más y más tiempo a solas en mi alcoba, con mi débil salud como excusa. Fue por esa época cuando mi actual neuritis espinal comenzó a desarrollarse, lo que hacía la excusa muy creíble. Denis no parecía percatarse del problema, ni tomarse ningún interés hacia hábitos o asuntos, y me dolía ver cuán indiferente se estaba volviendo. Comencé a padecer de insomnio, y solía devanarme los sesos durante la noche, intentando saber cuál era realmente el problema, que era lo que realmente hacía a mi nuera tan repulsiva, e incluso horrible, para mí. Seguramente no eran sus monsergas místicas, ya que había abandonado el pasado y no lo mencionaba nunca. Jamás realizó tampoco ninguna pintura, aunque yo sabía que había sido una diletante en tal arte. Extrañamente, los únicos que parecían participar de mi desazón eran los criados. Los negros de la casa parecían sumamente hoscos en su actitud hacia ella, y en pocas semanas todos, excepto aquellos con fuertes vínculos con mi familia, se habían marchado. Esos pocos – el viejo Scipio y su esposa Sara, la cocinera Delilah y Mary, la hija de Scipio – eran tan educados como podían; pero de hecho mostraban que obedecían a su nueva ama por deber más que por devoción. Permanecían en su parte remota de la casa tanto como les era posible. McCabe, nuestro chofer blanco, era insolentemente admirativo a la par que hostil; otra excepción era una zulú muy anciana que decía haber llegado de África cien años atrás y que era una especie de líder desde su pequeña cabaña, a la vez que una especie de pensionista de la familia. La vieja Sophonisba mostraba reverencia hacia dondequiera que Marceline estuviera cerca de ella, y una vez la vi besar el suelo que había pisado el ama. Los negros eran animales supersticiosos, y me pregunté si Marceline no habría estado soltando algunas de sus insensateces místicas a nuestros criados para superar su evidente rechazo.

Bueno, así fueron las cosas durante cerca de medio año. Luego, en el verano de 1916, las cosas comenzaron a precipitarse. A mediados de junio, Denis recibió una nota de su viejo amigo Frank Marsh, hablando de una especie de dolencia nerviosa que el hacía desear el tomarse unas vacaciones en el país. Estaba matasellada en Nueva Orleáns – ya Marsh había vuelto desde París al sentir llegar el colapso y parecía una llana, aunque cortés, orden para ser invitado. Marsh, por supuesto, sabía que Marceline estaba aquí y preguntó muy educadamente por ella. Denis quedó muy afectado al conocer su problema y le invitó a venir por tiempo indefinido. Marsh vino… y yo me quedé impresionado al percatarme cómo había cambiado desde que lo viera en su mocedad. Era un hombre pequeño y rubio, de ojos azules y mentón débil, y pude ver los efectos de la bebida, y no sé qué más, en sus párpados hinchados, dilatados poros de la nariz y marcadas comisuras de los labios. Supongo que había adoptado su pose de decadencia muy en serio y se empeñaba en posar como Rimbaud, Baudelaire o Lautramont tanto como podía. Pero, aun así, era delicioso hablar con él, ya que como todos los decadentes era exquisitamente sensible al color, atmósfera y nombre de las cosas; alguien admirable, vital y con conocimientos personal en experiencias conscientes sobre oscuros y sombríos campos de la vida, y el sentimiento acerca de los que la mayoría de nosotros pasamos sin saber que existen. Pobre jovenzuelo, ¡si su padre hubiera vivido tan sólo algo más y le hubiera refrenado! ¡Había buena madera en aquel chico!

Yo estaba contento de la visita, ya que sentí que podía restaurar una atmósfera normal en la casa. Esto es lo que realmente pareció ser al principio; porque, como he dicho, Marsh era una compañía encantadora. Era el artista más profundo y sincero que haya visto en mi vida, y verdaderamente creo que, excepto la percepción y expresión de la belleza, nada terrenal le importaba. Cuando veía algo exquisito, o cuando estaba creándolo, sus ojos parecían dilatarse hasta que los claros irises casi desaparecían… dejando sólo dos místicos pozos negros en aquel débil y delicado rostro de color de la tiza: pozos negros abiertos a extraños mundos que ninguno de nosotros podía siquiera conjeturar. Cuando vino, empero, no tuvo demasiadas oportunidades de mostrar tal tendencia; ya que había, según comentó Denis, llegando bastante malparado. Parecía haber sido muy afortunado como artista de extravagante factura – como Fuseli, Goya, Sime o Clark Ashton Smith, pero súbitamente se había agotado. El mundo alrededor suyo había cesado de albergar nada que él pudiera reconocer como belleza… es decir, lo bastante fuerte y punzante para despertar sus facultades creativas. Ya había experimentado todo esto antes todos los decadentes lo hacen pero en aquella época no podía inventar ninguna sensación o experiencia nueva, extraña u “outré” que pudiera suplir la necesitada ilusión de nueva belleza o expectación estimulantemente sugestiva. Está como un Durtal o un Des Esseintes en el punto más lastimero de su curiosas trayectorias.

Marceline no estaba cuando llegó Marsh. No le había entusiasmado su llegada, y había rehusado declinar una invitación de alguno de nuestros amigos de San Luis, cursada para Denis y ella. Denis, por supuesto, permaneció para recibir a su invitado, pero Marceline se marchó sola. Era la primera vez que lo veía separarse, y deseé que el intervalo sirviera para disipar la especie de ofuscación que estaba convirtiendo en un necio al chico. Marceline no mostró ninguna prisa en volver, sino que pareció prolongar su ausencia tanto como pudo. Denis parecía mucho mejor de lo que uno esperaría en un marido embobado, y asumía su antiguo talante cuando hablaba de otros días con Marsh, tratando de animar al apático esteta. Era Marsh quien parecía más impaciente por ver a la mujer, quizás porque pensaba que su extraña belleza, o alguna fase del misticismo que le había llevado a su antiguo culto, podía reanimar su interés hacia las cosas y darle otro empujón hacia la creación artística. Yo estaba absolutamente convencido que no había otras razones, basándome en mi conocimiento sobre el carácter de Marsh. Con todas sus debilidades, era un caballero… y, de hecho, esto había quedado de manifiesto cuando supe que deseaba venir, porque su complacencia en aceptar la hospitalidad de Denis probaba que no había razones en contra.

Cuando, al fin, Marceline volvió, pude ver que Marsh estaba tremendamente afectado. No intentó hablar de las cosas extravagantes que ella había abandonado definitivamente, pero fue incapaz de esconder una poderosa admiración que hizo a sus ojos de nuevo dilatados en esa curiosa forma por primera vez en el transcurso de su visita clavarse sobre ella cada momento que estuvo en la habitación. Ella, no obstante, pareció más desazonada que complacida por su agudo escrutinio… es decir, lo pareció al principio, aunque sus sentimientos mudaron en pocos días, sentado entre ambos las bases de la mayor cordialidad y frívola compañía. Yo podía ver a Marsh estudiándola constantemente cuando pensaba que nadie le observaba, y me pregunté cuánto tiempo podría ser solamente el artista, antes que el hombre primitivo se despertara ante sus misteriosos encantos. Denis, naturalmente, sentía ciertamente irritación ante este giro de los acontecimientos, aunque comprendía que su invitado era un hombre de honor y que, estética y místicamente, Marceline y Marsh naturalmente tenían cosas e intereses que discutir, y en las que una persona más o menos convencional no tenía cabida. No albergada resquemor contra nadie, sino que simplemente lamentaba que su propia imaginación fuera demasiado tradicional y limitada para ponerse a la altura de lo que Marceline y Marsh hablaban. Así estaban las cosas y comencé a tratar más al chico. Con su esposa ocupada en otros quehaceres, tuvo tiempo para recordar que tenía un padre, y un padre que estaba listo para auxiliarle en cualquier clase de perplejidad o dificultad.

Solíamos sentarnos en la galería a observar a Marsh y Marceline mientras recorrían el camino arriba y abajo a caballo, o jugaban al tenis en el patio que había al sur de la casa. Hablaban preferentemente en francés, que Marsh, aunque no tenía más que una cuarta parte de sangre francesa, manejaba con mayor soltura Denis o yo. El inglés de Marceline, siempre académicamente correcto, estaba tiñéndose rápidamente de acento, pero estaba claro que ella gustaba de volver a hablar su lengua materna. Mientras mirábamos la buena pareja que hacían, pude ver cómo los músculos del pecho y garganta del chico se tensaban… aunque no por eso fuera menos un anfitrión ideal para Marsh o menos considerado como esposo hacia Marceline. Todo esto sucedía generalmente durante la tarde, ya que Marceline se levantaba muy tarde, desayunaba en la cama y gastaba una inmensidad de tiempo preparándose para bajar las escaleras. Nunca conocí a nadie tan sumido en cosméticos, ejercicios de belleza, aceites de pelo, ungüentos y parafernalia de ese estilo. Era en aquellas horas matutinas cuando Denis y Marsh entablaban contacto e intercambiaban confidencias que mantenían su amistad a pesar de la tensión impuesta por los celos. Bueno, fue en una de aquellas charlas matutinas en la terraza cuando Marsh hizo la proposición que precipitó el desenlace. Yo estaba postrado por culpa de mi neuritis, pero me las había arreglado para bajar las escaleras y tenderme en el diván del recibidor, cerca del ventanal. Denis y Marsh estaba casi al otro lado, así que no pude evitar escuchar todo. Cuanto dijeron. Habían estado hablando de arte, y los curiosos y caprichosos elementos ambientales necesarios para abocar a un artista en la producción de su obra, cuando Marsh bruscamente pasó de abstracciones a las aplicaciones personales; algo que debía tener en la cabeza desde el principio.

-Supongo estaba diciendo que nadie puede decir exactamente qué escenas y objetos producen tales estímulos estéticos por algunos individuos.

Básicamente, por supuesto, debe haber una referencia para cada patrón humano y asociaciones mentales almacenadas, ya que no hay dos personas que tengan la misma escala de sensibilidad y respuesta. Nosotros los decadentes somos artistas para quienes todas las cosas ordinarias han dejado de tener cualquier significado emocional o imaginativo, pero ninguno de nosotros responde de igual manera al mismo objeto extraordinario. Ahora tómame a mí, por ejemplo…

Hizo una pausa y luego prosiguió. Sé, Denny, que puedo decirte tales cosas a ti porque tienes una mente preternaturalmente intacta: limpia, elegante, directa, objetiva y todo eso. No se te puede equivocar o engañar, tal como no puede hacerse con ningún decadente del mundo. Se detuvo una vez más.

-El hecho es que creo saber lo que necesito para relanzar mi imaginación a trabajar de nuevo. He tenido una leve idea de esto desde que estábamos en París, pero ahora estoy seguro. Es Marceline, viejo amigo: ese rostro y ese pelo, y el tren de sombrías imágenes que provoca. No es simplemente belleza visible aunque Dios sabe que tiene bastante de eso, sino algo peculiar e individualizado que no puedo explicar exactamente. Sabes en los últimos días he sentido la existencia de tal estímulo, tan afinado que honradamente creo que puedo superarme… lograr la obra maestra si puedo conseguir pinturas y lienzos, tal y como cuando su rostro y pelo hacían conmocionarse y flamear mi fantasía. Hay algo extraño y de otro mundo en ella… algo unido a la tenue antigüedad que Marceline representa. No sé cuánto te ha hablado de ese lado suyo, pero puedo asegurarte que rebosa de él. Posee maravillosos lazos con el exterior…

Algún cambio en la expresión de Denis debió detener al orador en aquel momento, porque hubo un considerable lapso de silencio antes de que volvieran las palabras. Yo estaba completamente desconcertado, ya que no había esperado un desarrollo tan abierto como éste y me pregunté que estaría pensando mi hijo. Mi corazón se desbocó y agucé los oídos con la más sincera intención de seguir escuchando. Luego Marsh prosiguió.

-Por supuesto, estás celoso; reconozco que una conversación como la mía puede sonar… pero te juro que es innecesario.

Denis respondió, y Marsh continuó.

-Para decirte la verdad, nunca podría enamorarme de Marceline, sólo puedo ser un cordial amigo en el mejor de los sentidos. ¿Por qué, maldita sea, me siento como un hipócrita hablando con ella estos días, tal y como he hecho?
-Someramente, una faceta suya medio me hipnotiza de alguna forma – en una forma extraña, fantástica y oscuramente terrible- casi como otra faceta te medio hipnotiza a ti de una forma mucho más normal. Veo algo en ella o para ser psicológicamente exacto, algo a través o más allá de ella que no acabas de ver. Algo que insinúa un inmenso despliegue de formas surgidas de abismos olvidados y que me hace desear pintar increíblemente cosas cuyos perfiles se desvanecen en el instante en que trato de delimitarlos claramente. No te equivoques, Denny, tu mujer es una magnifica persona, un espléndido foco de fuerzas cósmicas ¡por las que tienes derecho a ser llamada divina como nadie en la tierra!

En ese momento, sentí aflojarse la tensión, ya que la abstracta extravagancia de la declaración de Marsh, más las lisonjas que ahora acumulaba sobre Marceline, no pudo por menos que desarmar y ablandar a alguien tan profundamente tan orgulloso de su consorte como era Denis. Evidentemente, Marsh también captó el cambio, ya que hubo una mayor confidencia en su tono al continuar. –Debo pintarla, Denny, debo pintar ese pelo, y no debes negarte. Hay algo más que mortal en ese pelo, algo más que hermosura…

Se detuvo, y yo me pregunte cuál sería la respuesta de Denis. Me pregunté, de hecho, qué estaba realmente pensando yo mismo. ¿Era el presente interés de Marsh el de un artista o estaba tan infatuado como Denis lo que estuviera? Había pensado, en sus días de escuela, que él había envidiado a mi chico; y ahora sentía tenuemente que podía suceder lo mismo. Por otra parte, algo en aquel cúmulo de excusas artísticas había sonado portentosamente sincero, por lo que, cuanto más lo sopesaba, más inclinado me sentía a aceptar aquellas afirmaciones. Denis parecía hacerlo también, ya que, aunque no pude escuchar su respuesta en voz baja, por los efectos que produjo colegí que ésta debió haber sido afirmativa. Escuché el ruido de un manotazo en la espalda y tal torrente de agradecimientos por parte de Marsh como nunca pudiera yo recordar. -Esto es maravilloso, Denny, y te digo que nunca lo lamentarás. En cierto sentido, medio lo hago por ti. Serás un hombre diferente cuando lo veas. Te hará volver a ser lo que eras- abriéndote los ojos y dándote una especie de salvación, pero no puedes comprender aún lo que significa. Sólo recuerda nuestra antigua amistad, ¡y no te hagas a la idea que no soy el mismo viejo pájaro!

Me levanté aturdido cuando vi a los dos deambular por el césped, cogidos del brazo fumando al unísono. ¿Cuál era el significado de la extraña y casi ominosa afirmación de Marsh? Cuanto más se aplacaban mis temores en un sentido, más crecían en otro. Lo mirara como lo mirase, parecía ser bastante mal negocio. Pero, los asuntos siguieron igual. Denis acondicionó un ático con luz natural, y Marsh compró toda clase de útiles de pintura. Todos estaban bastante excitados con el nuevo asunto, y al final me alegré que algo estuviera a punto de romper la latente tensión. Pronto comenzaron las sesiones y todos tomamos con bastante seriedad, ya que podíamos ver que Marsh lo veía como un importante evento artístico. Denny y yo solíamos pasear sigilosamente por la casa, pensando que algo sagrado estaba ocurriendo, y sabiendo que así era en lo que a Marsh tocaba. Con Marceline, sin embargo, era un asunto diferente, como pronto descubrí. Cualquiera que fuese la reacción de Marsh ante las sesiones, ella estaba obviamente a disgusto. Buscó cualquier forma posible de revelar un abierto y vulgar enamoramiento por parte del artista, así como lograr muestras de repulsión por parte de Denis. Extrañamente, me percaté de esto mejor que Denis y traté de idear algún plan para mantener feliz al chico hasta que el asunto hubiera concluido. No tenía sentido excitarle con eso, si podía ayudársele.

Por fin, decidí que Denis haría mejor en marcharse mientras se mantuviera la desagradable situación. Yo podría representar bastante bien sus intereses en ese tiempo y, antes o después, Marsh acabaría su pintura y se iría. Mi concepto sobre el honor de Marsh era tal que no pensé en malos desarrollos. Cuando todo hubiera acabado, y Marceline hubiera perdido de vista a su nuevo enamorado, sería tiempo que Denis volviera. Así pues, escribí a mi agente comercial y financiero en Nueva York, e ideé un plan que alejaría al chico por tiempo indefinido. Había pedido al agente que escribiera informando que nuestros asuntos requerían perentoriamente la presencia de uno de nosotros en el este y, por supuesto, mi mala salud dejaba bien claro que yo no podía ser. Se arregló que, cuando Denis llegara a Nueva York, encontrara plausibles asuntos para tenerle ocupado tanto tiempo como yo pudiera desear tenerle alejado. “El plan funcionó a la perfección, y Denis partió hacia Nueva York sin la más minima sospecha; Marceline y Marsh le acompañaron en el coche hasta Cape Girardeau, donde tomó el tren nocturno para San Luis. Volvieron por la noche, y mientras McCabe conducía el coche a los establos pude oírles hablar en la terraza… en esas mismas sillas cerca del ventanal del recibidor donde Marsh y Denis se habían sentado cuando les escuché hablar sobre el retrato. En ese momento decidí espiarlos intencionalmente, por lo que fui al frontal del recibidor sigilosamente y me tendí en el sofá cerca de la ventana.

Al principio no pude escuchar nada, pero pronto llegó el sonido de una silla siendo cambiada de sitio, seguido de un corto y brusco suspiro, y una exclamación lastimera de Marceline. Luego escuché a Marsh hablando con voz distendida y casi formal. – Me gustaría trabajar esta noche, si no estás demasiado cansada. La respuesta de Marceline tenía el mismo tono dolido que había marcado su exclamación. Empleó el inglés al hacerlo. -Oh Frank, ¿de verdad es todo cuanto te preocupa? ¡Siempre trabajando! ¿No podemos quedarnos sentados aquí con esta gloriosa luz de luna?

Él respondió impacientemente, y su voz mostraba cierto desprecio bajo la dominante cualidad de entusiasmo artístico.

-¡Luz de luna! ¡Bien Dios, vaya sentimentalismo barato! ¡Siendo una persona supuestamente sofisticada, te queda sin duda algo de los peores tópicos de las malas novelas! Con el arte ante ti, tienes que pensar en la luna… ¡Barato como una actuación de variedades! O quizás te hace pensar en la Danza Sacra alrededor de los pilares de piedra de Auteuil. Infierno, ¡cómo solías hacer brindar a los ojos embobados! Pero no… supongo que has olvidado todo eso. ¡No más magia atlante, ni los ritos de serpientes de pelo de Madame de Russy! Soy él único que recuerdo las viejas cosas… los seres que recorrían los templos de Tanit y hacían resonar sus pasos en los terraplenes de Zimbabwe. Pero no quiero ser tramposo con tales recuerdos… todo eso quedará en mi lienzo… la obra que va a capturar la maravilla y cristalizar los secretos de 75,000 años.

Marceline le interrumpió con una voz llena de mezcladas emociones. – ¡Tú eres el que ahora es sentimentalmente barato! Sabes muy bien que es mejor dejar tranquilas las cosas antiguas. Harías mejor en no espiar si yo entono aún los viejos ritos o tratar de despertar a los que yacen ocultos en Yuggoth, Zimbabwe y R’lyeh. ¡Creí que eras más sensato!

Careces de lógica. Quieres que me interese en esa preciosa pintura tuya, pero nunca me dejas ver qué estás haciendo. ¡Siempre cubierta por ese paño negro!

Es mía… no sé qué puede importar si veo…

Marsh interrumpió en este momento con voz curiosamente dura y tensa.

-No. Ahora no. La verás en su debido momento. Sabes que eres tú… sí tú y algo más. Si lo supieras, no estarías tan impaciente. ¡Pobre Denis! ¡Dios mío, es una vergüenza!

Mi garganta se secó bruscamente mientras las palabras subían hasta un grado casi febril. ¿Qué quería decir Marsh? Repentinamente, vi que se había detenido y entraba solo en la casa. Escuché la puerta frontal cerrarse de golpe y oí sus pisadas subir por las escaleras. Fuera, en la terraza, puede aún escuchar la pesada y furiosa respiración de Marceline. Me deslicé con el corazón dolorido, sintiendo que había graves asuntos por dilucidar antes que pudiera dejar volver a Denis con seguridad. Tras aquella tarde la tensión en la casa fue aún peor que antes. Marceline había siempre vivido mimada y adulada, y el golpe de aquellas pocas rudas palabras de Marsh fueron demasiado para su temperamento. Nadie en la casa la trataba y, con Denis fuera, volvió su irritabilidad sobre todos. Cuando no podía encontrar a nadie dentro con quien pelearse, iba a la cabaña de la vieja Sophonisba y gastaba horas hablando con la extraña anciana zulú. Tía Sophy era la única persona que la adulaba lo bastante para contentarla, y cuando yo intenté escuchar su conversación, descubrí a Marceline susurrando sobre “Antiguos Secretos” y “Desconocida Kadath”, mientras la negra se mecía en su silla, haciendo inarticulados sonidos de reverencia y admiración a cada instante.

“Pero nada pudo romper su perruna fascinación hacia Marsh. Podía hablarle áspera y secamente, pero se volvía más y más obediente a sus deseos. Era muy conveniente para él, ya que era capaz de hacerla posar siempre que él se sentía en disposición de pintar. Él trataba de mostrar gratitud por su buena disposición, pero yo creía detectar una especie de desprecio o incluso repugnancia bajo su cuidadosa educación. Por mi parte, ¡odiaba abiertamente a Marceline! Lo que mi actitud no mostraba, más allá de un simple desdén, en aquellos días. Verdaderamente, me alegraba que Denis estuviera fuera. Sus cartas, no tan frecuentes como desearía, mostraban signos de tensión y preocupación.

A mediados de agosto supe, por las afirmaciones de Marsh, que el retrato estaba casi acabado. Su humor parecía volverse más sardónico, mientras que el temperamento de Marceline mejoró, ya que la posibilidad de verlo acariciaba su vanidad. Aún puedo recordar el día en que Marsh dijo que terminaría todo en el plazo de una semana. Marceline se excitó claramente, aunque no sin lanzarme una mirada venenosa. Creí ver que su pelo recogido estaba estrechamente apretado alrededor de su cabeza.

-¡Quiero ser la primera en verlo! -Chaqueó. Luego, sonriendo a Marsh, dijo: Y si no me gusta, ¡lo haré pedazos!

La cara de Marsh mostró la más curiosa expresión que jamás le viera cuando respondió.

-No puedo afirmar que te guste, Marceline ¡pero te juró que será magnifico! No deseo otorgarte todo el crédito, el arte se crea a si mismo, y tenía que ser hecho. ¡Tendrás que esperar! “Durante los siguientes días sentí un extrañó presagio, como si el fin de la pintura augurara alguna catástrofe en vez de alivio. Denis no me había escrito, y mi agente de Nueva York dijo que estaba planeando algún viaje al país. Me pregunté qué resultado tendría todo aquello. ¡Vaya una extraña mezcla de elementos!… ¡Marsh y Marceline, Denis y Yo!

¿Cómo reaccionaríamos al final unos respecto a otros? Mientras mis miedos se acrecentaban, traté de achacarlo todo a mi enfermedad, aunque la explicación nunca me satisfizo del todo.

Bueno, todo explotó en un martes, el 26 agosto. Me había levantado a la hora habitual para desayunar, pero no me sentía bien por culpa de los dolores en mi espalda. Me había estado molestando más que de ordinario en los últimos días, forzándome a consumir opiáceos cuando se hacía insoportable; nadie estaba abajo, excepto los criados, aunque oí a Marceline trajinando en su habitación. Marsh dormía en el ático anejo a su estudio y había comenzado a trabajar hasta altas horas, por lo que raramente aparecía antes del mediodía. Sobre las diez, los dolores se agudizaron, por lo que tomé una dosis doble de mi opiáceo y me tumbé en el diván del recibidor. Lo último que oí fue los pasos de Marceline sobre mi cabeza. Pobre criatura… ¡Si yo hubiera sabido! Debía haberse estado paseando ante el gran espejo, admirándose. Así era ella. Vanidosa de principio a fin… deleitándose en su propia belleza, tal y como hacia con todas los pequeños mimos que Denis era capaz de darle.

“No desperté hasta el ocaso, y supe por la luz dorada y las grandes sombras más allá del ventanal, cuánto había dormido. No había más nadie por allí, y una especie de antinatural quietud parecía cernerse sobre todo. A lo lejos, sin embargo, creí oír un débil aullido, salvaje e intermitente, cuya cualidad tenía una ligera pero desconcertante familiaridad para mí. No creo mucho en las premoniciones, pero me sentí espantosamente desazonado al despertar. Había tenido sueños aún peores que los de semanas previas y en ese momento parecían odiosamente ligados a alguna negra y supurante realidad. Toda la casa tenía un aspecto malsano. Después, pensé que ciertos sonidos debían haberse filtrado a través de mi cerebro inconsciente durante aquellas horas de sueño drogado. Mi mal, sin embargo, estaba bastante aliviado, y me levante y anduve sin dificultades.

Pronto supe que algo andaba mal, Marsh y Marceline podían estar cabalgando, pero alguien debiera estar preparando la cena en la cocina. Sin embargo, sólo había silencio, excepto aquel débil y distante aullido o lamento, y nadie respondió cuando tiré de la vieja campanilla para llamar a Scipio. Luego, al mirar arriba, vi la creciente mancha del techo… la brillante mancha roja que debía haberse filtrado por el suelo, desde la alcoba de Marceline.

“En un instante, olvidé mi espalda lisiada y me lancé escaleras arriba preparado para lo peor. Toda clase de posibilidades pasaban por mi mente mientras embestía contra la puerta combada por la humedad de aquella silenciosa alcoba, y lo más odioso de todo era un terrible sentimiento de fatal desenlace cumplido. Yo había sabido, el conocimiento me golpeaba, del indescriptible horror que se aproximaba, ya que algo profunda y cósmicamente maligno se había introducido bajo mi techo, y sólo sangre y tragedia podían ser el resultado.

La puerta se abrió al fin, y yo di un traspié por la gran habitación contigua, en la penumbra causada por las ramas de los grandes árboles al otro lado de la ventana. Durante un instante, no pude hacer sino encogerme ante el débil aroma que inmediatamente asaltó mi nariz. Después, encendiendo la luz eléctrica y mirando, reparé en una innombrable blasfemia sobre la alfombra amarilla y azul. Yacía boca abajo, en un gran charco de sangre oscura y cuajada, y tenía la sangrienta impronta de un zapato humano en mitad de su espalda desnuda. Había sangre por doquier: en los muros, los muebles y el suelo. Mis piernas flaquearon ante la vista y tuve que tambalearme hacia una silla para desplomarme en ella. La cosa había sido obviamente un ser humano, aunque su identidad no fue fácil de determinar al principio, ya que carecía de ropas y la mayor parte de su cabello había sido cortado y arrancado de la forma más cruda. Tenía un color marfil oscuro y supuse que debía ser Marceline. La huella de zapato en su espalda le daba un aspecto aún más infernal. No pude concebir qué extraña y espantosa tragedia debió tener lugar mientras yo dormía en la habitación de abajo. Cuando alcé la mano para enjugar el sudor de mi frente, advertí que mis dedos estaban manchados de sangre. Me sobresalté, comprendiendo que debía proceder del pomo de la puerta., que el desconocido asesino había cerrado tras él al marcharse. Se había llevado consigo su arma, al parecer, ya que no había ningún instrumento mortal a la vista.

Mientras estudiaba el suelo, descubrí una línea de pegajosas pisadas, como la que viera en el cuerpo, yendo del horror a la puerta. Había otro rastro sangriento, también, y de una clase menos fácilmente explicable; una línea ancha y continua, como el camino de una serpiente gigantesca. Al principio pensé que se debía a algo arrastrado por el asesino. Luego, percatándome de la forma en que las pisadas perecían sobreponerse a él, me vi formado a pensar que había sido hecho antes de marcharse el asesino. Pero, ¿qué reptante entidad podía haber estado en la estancia con la víctima y su asesino, saliendo antes que éste y cuando todo estuvo hecho? Mientras me hacía esta pregunta, creí oír nuevas manifestaciones de aquel débil y lejano gemir. Finalmente, sobreponiéndome a aquel letargo de horror, me puse de nuevo en pie y comencé a seguir las huellas. Quién era el asesino, no podía ni siquiera conjeturar, ni tampoco explicarme la ausencia de los criados. Sabía vagamente que debía acudir al cuarto del ático de Marsh, pero antes de haber aceptado plenamente la idea vi que, de hecho, el rastro sangriento llevaba hacia allí. ¿Era él el asesino? ¿Se habría vuelto loco bajo la tensión de morbosa situación y habría perdido súbitamente la razón?

En el pasillo del ático, el rastro se volvía débil, y las pisadas casi desaparecían al llegar a la oscura alfombra. Aún pude discernir, no obstante, el extraño rastro de la entidad que había salido primero y que llevaba directamente a la cerrada puerta del estudio de Marsh, desapareciendo por debajo en un punto a medio camino entre las jambas. Evidentemente, había cruzado el umbral en un momento en que la puerta estaba abierta de par en par. Con el corazón desfallecido, tanteé el pomo, encontrando la puerta sin cerrar. Abriéndola, me detuve bajo la menguante luz del norte preguntándome qué nueva pesadilla podía estar aguardando. Había, ciertamente, algo humano en el suelo, y busqué el interruptor para encender la luz. Pero mientras la luz relumbraba, mi mirada abandonó el suelo y su horror- era Marsh, pobre diablo para clavarse frenética e incrédulamente en el ser vivo que se agazapaba a la alcoba de Marsh. Era un ser desgreñado, de sus ojos enloquecidos y manchado de sangre seca que llevaba en su mano un cruel machete que fuera uno de los adornos de los muros del estudio. Pero incluso en aquel terrible momento le reconocí como alguien que había creído a miles de kilómetros. Era mi propio chico, Denis… o la ruina enloquecida que una vez fuera Denis.

Mi presencia devolvió un resto de cordura o al menos memoria al pobre chico. Se enderezó y comenzó a sacudir la cabeza como si tratara de librarse de alguna influencia envolvente. No pude articular palabra, pero moví los labios en esfuerzo por recobrar la voz. Mis ojos fueron durante un instante a la figura del suelo, caído frente al pesadamente cubierto caballete… la figura hacia la que el extraño rastro de sangre llevaba y que parecía estar enredado en los anillos de algún oscuro objeto con forma de cordón. El cambio de mi mirada aparentemente produjo alguna impresión en la castigada mente del chico, ya que súbitamente comenzó a murmurar un ronco susurro que rápidamente fui capaz de descifrar. Tenía que exterminarla… era el diablo… cúspide y alta sacerdotisa de toda maldad… el desove del agujero… Marsh lo sabía y trató de avisarme. El buen viejo Frank… yo no lo maté… entonces ese maldito pelo… “Yo escuchaba horrorizado mientras Denis se sofocaba, hacía una pausa y proseguía. -No lo sabes… sus cartas eran extrañas y supe que estaba enamorada de Marsh.

Luego dejó de escribirme. Él nunca la mencionaba… sentí que algo iba mal, y pensé que debía volver y descubrirlo. No podía contarte… tus ademanes te hubieran traicionado. Quería sorprenderles. Vine hoy al mediodía… vine en un coche y despedí a los criados… dejé solos a los del los campos, porque en sus cabañas están fuera del oído. Le dije a McCabe que fuera a buscarme algunas cosas a Cape Girardeau y no se molestara en volver hasta mañana. Dije a los negros que cogieran el viejo coche y dejé que Mary les condujera hasta Bend Village de vacaciones… les dije que nos íbamos a una especie de excursión y que no los necesitábamos. Les dije que mejor pasaran la noche con la prima del Tío Scipio, la que tiene esa posada de negros.

Denis estaba farfullando incoherencias ahora, y agucé los oídos para captar cada palabra. De nuevo pensé que oía aquel salvaje y lejano lamento, pero la historia tenía su primer foco en aquel lugar. -Te vi durmiendo en el diván e intenté que no despertaras. Luego fui escaleras arriba sigilosamente para sorprender a Marsh y… ¡Esa mujer!

El chico se estremeció como si eludiera pronunciar el nombre de Marceline. Al tiempo, vi dilatarse sus ojos en consonancia con un renacer del distante griterío, cuya vaga familiaridad se había hecho ahora muy grande. -Ella no estaba en su alcoba, por lo que fui al estudio. La puerta estaba cerrada, y pude oír sus voces dentro. No llamé… sólo irrumpí y la encontré posando para la pintura. Desnuda, pero con ese infernal pelo cubriéndola. Y haciendo toda clase de miradas tiernas a Marsh. Tenía el caballete alejado de la puerta, por lo que no pude ver la pintura. Ambos se llevaron un buen susto cuando aparecí, y Marsh dejó caer su pincel. Yo hervía de furia y le conminé a mostrarme el retrato, pero él mantuvo la calma en todo momento. Me dijo que no estaba acabado, pero que en un día o dos… dijo que lo podría ver entonces… ella no lo había visto. -Pero eso no iba conmigo. Avancé, y él dejó caer una cortina púrpura sobre la obra, antes que pudiera verlo. Él estaba preparado para pelear antes de dejarme verlo, pero eso… eso… ella… avanzó y se puso de mi parte. Me dijo que debíamos verlo. Frank se alteró de forma horrible, y me dio un golpe cuando traté de quitar la cortina. Le devolví el golpe y pareció quedar fuera de combate. Luego estuve a punto de caer yo también por culpa del grito que…la criatura… lanzó. Había arrancado la cortina ella misma y tenía la vista clavada en la pintura de Marsh. Me di vuelta por la habitación y la vi precipitarse como una loca fuera de la estancia… entonces vi el cuadro.

La locura fulguro en los ojos del chico al llegar a ese momento, y durante un instante pensé que me iba a atacar con su machete. Pero tras una pausa se calmó parcialmente.

-¡Oh, Dios… qué cosa! ¡Nunca la mires! ¡Quémala con sus cortinas puestas y lanza las cenizas al río! Marsh sabía… y quería avisarme. Sabía lo que eso era… que esa mujer… esa pantera, o Gorgona, o lamia, o lo que fuera… verdaderamente representa. Trató de insinuármelo desde que la encontré en su estudio de París, pero no podía ser dicho con palabras. Pensaba que todos se equivocaban cuando susurraban horrores sobre ella… me hipnotizó de forma que no pudiera creer en la cruda verdad… pero esta pintura ha captado todo el secreto… ¡todo el monstruoso fundamento! ¡Dios Frank es un artista! ¡Eso es la mejor pieza que cualquier alma viviente haya producido desde Rembrandt! Es un crimen quemarlo… pero sería uno aún mayor dejarlo existir… como hubiera sido un horrendo pecado dejar… que esa diablesa… siguiera existiendo. En el momento que vi, entendí lo que… ella… era, y la parte que jugaba en el terrible secreto que ha pervivido desde los días de Cthulhu y los Primordiales… el secreto que casi desapareció al hundirse la Atlántida, pero que fue mantenido vivo en tradiciones ocultas y alegóricos mitos, y ritos furtivos de la medianoche. Tú sabes que ella era un ser real. No era ninguna impostora. Podría haber sido misericordioso de haber resultado una embaucadora. Era la vieja y odiosa sombra que los filósofos nunca osaron mencionar… el ser insinuado en el Necronomicón y simbolizado en los colosos de la Isla de Pascua.

Ella pensaba que no sería descubierta… que su falsa fachada la protegería hasta que hubiéramos malvendido nuestras almas inmortales. Y casi tenía razón… al final me habría tenido. Ella sólo… esperaba. Pero Frank… el buen viejo Frank… fue demasiado para ella. El sabía todo lo que significaba y lo pintó. No me extraña que gritara y huyera al ver la pintura. No estaba acabada, pero Dios sabe lo que estaba lo bastante. Entonces supe que tenía que matarla… matarla a ella y a todo cuanto estuviera conectado con ella. Era una mancha que la sangre humana no podía llevar. Había otra cosa también… pero nunca lo sabrás si quemas el cuadro el cuadro sin mirarlo. Fui dando tumbos hasta tu habitación con este machete que cogí del muro, aquí, dejando a Frank todavía tendido. Respiraba, no obstante, y agradezco a los cielos no haberle matado. -La encontré frente al espejo, trenzando su maldito pelo. Se volvió hacia mí como una bestia salvaje y comenzó a escupir su odio sobre Marsh. El hecho que hubiera estado enamorada de Marsh y sé que así era sólo lo hacia peor. Durante un minuto no me moví, y estuve muy cerca de hipnotizarme completamente. Luego pensé en la pintura, y en la pintura, y el hechizo se rompió. Vio todo eso en mis ojos y pudo percatarse del machete también. Nunca vi nada más parecido a una bestia salvaje de la jungla. Saltó sobre mí con las uñas como las de un leopardo, pero yo fui demasiado rápido. Blandí el machete y todo acabó.

Denis tuvo que volver a detenerse, y vi que el sudor corría por su frente entre las salpicaduras de sangre. Pero en un instante la voz ronca prosiguió. –He dicho que todo acabó… ¡Pero Dios! ¡Algo acababa sólo de comenzar! Sentí haber combatido las legiones de Satanás, y puse mi pie en la cosa que había aniquilado. Luego vi esa blasfema mata de burdo pelo negro comenzar a revolverse por su cuenta. -Debiera haberlo sabido. Está todo en los viejos cuentos. Ese maldito pelo tenía una vida propia que no podía ser aniquilada matando a la criatura. Sabía que debía quemarlo, por eso comencé a cortarlo con el machete. ¡Dios, fue un trabajo infernal! Duro como cables de acero… pero conseguí hacerlo. Y era espantosa la forma en que la gran trenza se retorcía y luchaba bajo mi ataque. -Más o menos en el momento en que había cortado o arrancado la última hebra escuché el espantoso aullido tras la casa. Sabes… aún se oye a ratos. No sé lo que es, pero debe estar conectado con este asunto infernal. Casi parece algo que debiera conocer, pero no lo bastante como para ubicarlo. Perdí los nervios la primera vez que lo escuché y solté la cercenada trenza en mi espanto. Entonces, sufrí un espanto aún peor… ya que, en otro segundo, la trenza se había enroscado sobre mi cuerpo, comenzando a atacarme venenosamente con uno de sus extremos que se había anudado en forma de grotesca cabeza. Le golpeé con el machete y huyó.

Luego, cuando recuperé la respiración, vi que esa monstruosidad reptaba por el suelo como una gran serpiente negra. No pude hacer nada durante un momento, pero cuando desapareció por la puerta me las arreglé para obligarme a dar tumbos en pos de ella. Pude seguir el ancho y sangriento rastro, y vi que iba escaleras arriba. Fui hacia allí… y que los cielos me maldigan si no vi, a través del zaguán, atacar al pobre y aturdido Marsh como una enloquecida serpiente, tal y como había hecho conmigo, y finalmente se arrolló a su alrededor como una pitón. Había comenzado a volver en sí, pero esa abominable serpiente no le dejó ponerse en pie. Sabía que el odio de esa mujer estaba tras todo eso, pero no tuve fuerzas para impedirlo. Lo intenté, pero sin resultados. Ni siquiera el machete era útil… no podía descargarlo sin despedazar a Frank. Vi a esos monstruosos anillos estrecharse… vi al pobre Frank Estrangulado hasta la muerte ante mis ojos… y, durante todo aquel tiempo, aquel débil aullar llegaba desde algún lugar más allá de los campos.

-Eso es todo. Puse el lienzo púrpura sobre la pintura y ruego porque nunca sea quitado. Debe arder. No puede quitar los anillos del pobre, muerto Frank… se agarran a él como lapas y parecen haber perdido completamente el movimiento. Es como si esa cuerda serpentina de pelo tuviera una especie de perverso cariño hacia el hombre al que mató… estrechándole… abrazándole.

Debes quemar al pobre Frank con él… pero, por amor de Dios, no olvides convertirlo en cenizas. A eso y a la pintura. Ambos deben desaparecer. La seguridad del mundo exige que así sea. Denis podría haber susurrado más, pero un nuevo estallido de distantes gimoteos le interrumpió. Por primera vez supe qué era, ya que un tornadizo viento de poniente traía, por fin, palabras articuladas. Debimos haberlo sabido antes, ya que sonidos muy parecidos habían nacido otras veces de la misma fuente. Era la arrugada Sophonisba, la anciana bruja zulú que había reverenciado a Marceline, aullando desde su cabaña en una forma que era el colofón de los horrores de esta tragedia de pesadilla. Podíamos oír algunas de las cosas que ululaba, y supimos de los lazos secretos y primordiales que ligaban a esta salvaje bruja con esa otra depositaria de antiguos secretos que acababa de ser extirpada. Algunas de las palabras traicionaban su intimidad con tradiciones demoníacas y paleógenas.

-¡Iä! ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡Ya –R’lyeh! ¡N’gagin’bulu bwana n’lolo! Ya, yo pobre Missy Tanit, pobre Missi Isis! Marse Clooloo, ven sobre las aguas y recoge a tu hija… ¡Ella ha muerto! El pelo no se moverá más, Marse Clooloo. ¡La vieja Sophy sabe! ¡La vieja Sophy que ha ido a la piedra negra exterior de la Gran Zimbabwe en la vieja África! ¡Vieja Sophy que ha bailado a la luz de la luna alrededor de la piedra-cocodrilo, antes que N’bangus la cogiera y la vendiera a la gente de los grandes barcos! ¡Ninguna otra bruja guardará el fuego en el lugar de gran piedra! ¡Ya, Yo! ¡N’gagi n’bulu bwana n’lolo! ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡Ella muerta! ¡La vieja Sophy lo sabe!

Esto no fue el fin de los lamentos, pero fue todo cuanto pudimos entender. La expresión del rostro de mi chico mostraba que estaba recordando algo espantoso, y la presión de la mano que empuñaba el machete no presagiaba nada bueno. Supe que estaba desesperado, y pensé en desarmarle, si era posible, antes que hiciera nada más. Pero era demasiado tarde. Un viejo con la espalda lesionada no tiene mucha fuerza. Hubo una terrible lucha, pero se dio muerte en pocos segundos. No estoy seguro ni siquiera si también trató de matarme. Sus últimas palabras jadeantes eran algo sobre la necesidad de destruir cuanto hubiera estado conectado con Marceline, fuera por sangre o por matrimonio.

Me maravillo de no haber enloquecido aquel día y en aquel instante… o en los momentos y horas posteriores. Frente a mi estaba el cadáver de mi hijo el único ser humano que me era querido, y tres metros más allá, frente al tapado caballete, el cuerpo de su mejor amigo con un indescriptible lazo de horror alrededor suyo. Abajo, estaba el rapado cadáver del monstruo, sobre el que yo estaba casi dispuesto a creer todo. Estaba demasiado aturdido para analizar la verosimilitud de la historia del pelo… y, de no haberlo creído, el triste lamento de la cabaña de tía Sophy hubiera sido bastante como para aquietar dudas por el momento. De haber sido sabio, habría hecho cuanto me dijo el pobre Denis… quemar la pintura y el pelo asido al cuerpo, y todo a la vez y sin mostrar curiosidad. Pero estaba demasiado afectado para ser sabio. Supongo que musité tonterías sobre mi chico, y después recordé que la noche caía y que los criados volverían por la mañana. Estaba claro que un asunto como éste nunca podría ser explicado, y supe que debía ocultar los hechos e inventar una historia. Ese lazo de pelo alrededor de Marsh era algo monstruoso. Mientras lo empujaba con una espada que tomé del muro, casi creí sentir cómo apretaba su abrazo sobre el hombre muerto. No me atrevía a tocarlo… y cuanto más lo miraba de más cosas horribles me percataba. Algo me sobresaltó. No quiero mencionarlo, pero explica parcialmente la nutrición del pelo con extraños aceites que siempre le daba Marceline.

Por fin, decidí enterrar los tres cuerpos en el sótano, con cal viva que sabía teníamos en el almacén. Fue una noche de trabajo infernal. Cavé tres tumbas… con mi chico a mayor distancia que los otros dos, porque no quería que estuviera cerca del cuerpo de la mujer o su pelo. Lamenté dejar la trenza alrededor del pobre Marsh. Fue algo terrible bajarlos hasta el sótano. Utilicé mantas para llevar a la mujer y el pobre diablo con la trenza a su alrededor. Luego saqué dos barriles de cal del almacén. Dios debió darme fuerzas, ya que no sólo conseguí llevarlos, sino que rellené las tres tumbas sin dificultades. Parte de la cal la utilicé para cubrir paredes. Tuve que sacar una escalera de tijera y fijarla sobre el techo del recibidor, donde la sangre se había filtrado. Y quemé casi todo cuanto había en la habitación de Marceline, raspando los muros, el suelo y los muebles pesados. Limpié también el estudio del ático, así como el rastro y las pisadas que llevaban allí. Y durante todo ese tiempo pude escuchar a la vieja Sophy lamentándose a lo lejos. Tenía que tener el diablo en el cuerpo para que su voz sonara así. Pero siempre gritaba extrañas cosas. Eso es por lo que los negros de los campos no se sobresaltaron o intrigaron aquella noche. Cerré el estudio y me llevé la llave a mi habitación. Luego quemé mis manchadas ropas en la chimenea. Al alba, toda la casa parecía bastante normal, al menos a ojos de una mirada casual. No me atreví a tocar el cubierto caballete, pero pensaba encargarme de él más tarde.

Bueno, los criados volvieron al día siguiente, y les dije que los jóvenes se habían ido a San Luis. Ningún peón de los campos parecía haber visto ni oído nada, y los lamentos de la vieja Sophonisba se detuvieron al alba. Tras aquello, fue como una esfinge y nunca soltó una palabra de cuanto hubo en su rumiante cerebro de bruja el día y la noche anterior. Más tarde simulé que Denis, Marsh y Marceline habían vuelto a París e hice que una discreta agencia de correos me enviara cartas suyas… cartas que había encargado fueran escritas con fingida caligrafía suya. Me costó un buen trabajo engañar y vencer las reticencias al explicar las cosas a sus diversos amigos, y sé que la gente secretamente sospechaba que ocultaba algo. Hice que se informara sobre las muertes de Marsh y Denis durante la guerra, y más tarde dije que Marceline había entrado en un convento. Afortunadamente, Marsh era un huérfano cuya excentricidad le habían alejado de los suyos en Louisiana. Las cosas hubieran podido ir por mejor camino si hubiera tenido el buen de quemar la pintura, vender la plantación y tratar de tomarme las cosas como el producto de una mente sacudida y fatigada. Cosechas perdidas… los peones se marcharon uno a uno… el lugar arruinándose… y yo mismo un ermitaño, el blanco de docenas de extraños cuentos locales. Hoy en día, nadie se acerca tras caer el sol… ni en otro momento si puede evitarlo. Por eso supe que usted era un forastero. – ¿Y por qué sigo aquí? Puedo explicárselo del todo. Está demasiado en contacto con cosas que están justo al borde de la cordura. No hubiera sido así, quizás, de no haber mirado la pintura. Debí haber hecho lo que me pedía el pobre Denis. Honradamente, pensaba quemarla cuando subí al estudio cerrado una semana después del horror, pero la mire primero… y todo cambió.

No, no tiene sentido hablar de lo que vi. Usted puede, de alguna manera, verlo por sí mismo, aunque el tiempo y la humedad han hecho su trabajo. No puedo decir si le afectará por echarle una mirada, pero fue diferente para mí. Demasiado sé lo que significa.

Denis estaba en lo cierto… es el más grande triunfo del arte humano desde Rembrandt, aunque esté inconcluso. Lo comprendí desde el principio y supe por qué el pobre Marsh había sido totalmente literal cuando insinuó que no estaba pintando tan sólo a Marceline, sino que veía a través y más allá de ella. Por supuesto, ella estaba allí era la clave, en cierto sentido, pero su figura sólo era un punto en un vasto retablo. Estaba desnuda, excepto por esa odiosa mata de pelo alrededor suyo, medio sentada, medio reclinada en una especie de banco o diván, tallado con motivos diferentes a cuanto pueda ser parte de cualquier tradición decorativa conocida. Tenía una copa de monstruoso diseño en una mano, con la que escanciaba un fluido cuyo color no he sido capaz de determinar o clasificar… no sé de dónde sacó Marsh los pigmentos. “La figura del diván estaba en la izquierda, en un primer plano de la más extraña escena que haya visto en mi vida. Pienso que había una débil insinuación que todos esos seres son una especie de emanación del cerebro de la mujer, aunque había también una sugerencia totalmente opuesta… como si fuera sólo una imagen maligna o alucinación invocada por la escena misma.

No puedo decirle ahora si es un interior o un exterior… si esas infernales y ciclópeas bóvedas se ven desde fuera o dentro, o si hay en efecto tallas de piedra y no simplemente enfermizas arborescencias fungosas. La geometría del conjunto es enloquecida… algo con ángulos obtusos y agudos, todos entremezclados. Y, ¡Dios! ¡Las figuras de pesadilla que flotan alrededor en ese contraluz perpetuo y demoniaco! ¡Las blasfemias que asechan y observan y se entrelazan en un aquelarre que tiene a la mujer como suma sacerdotisa! Las negras entidades peludas que no son cabras del todo… la bestia con cabeza de cocodrilo, tres piernas y una fila dorsal de tentáculos… y los chatos egiptanos bailando en una escena que los sacerdotes de Egipto… ¡conocieron y maldijeron! Pero la escena no era Egipto… era anterior a Egipto; incluso anterior a la Atlántida, la fabulosa Mu o Lemuria, la susurrada por los mitos. Era la fuente primordial de todo el horror en esta tierra, y el simbolismo mostraba tan sólo demasiado claramente cuán parte de ello era Marceline. Pienso que debe representar a la innombrable R’lyeh, que no fue construido por criaturas de este planeta… la cosa sobre la que Marsh y Denis solían hablar entre las sombras y con voz baja. En la pintura parece como si toda la escena transcurriera bajo las aguas… aunque todos parecen respirar libremente.

Bueno… no pude hacer más que mirar y temblar, y finalmente vi que Marceline me miraba astutamente desde la tela con sus monstruosos y dilatados ojos. No fue superstición… Marsh había captado algo de su horrible vitalidad en aquella sinfonía de líneas y colores, por lo que ella aún rumiaba y asechaba y odiaba, como si la mayor parte de ella no estuviera en el sótano bajo cal viva. Y lo peor fue cuando algunas de aquellas serpentinas hebras de cabello, esos retoños de Hécate, comenzaron a despegarse de la superficie y tantear por la estancia en mi dirección. Entonces llegó lo que reconocí como el último y supremo horror, y descubrí que era un guardián y un prisionero por siempre. Ella era el ser de quien manaban las primeras y turbias leyendas de Medusa y las Gorgonas, y algo de mi estremecida voluntad había sido capturada y convertida en piedra al fin. Nunca más estaría a salvo de esos rizos serpentinos… los rizos de una pintura y los que yacían bajo la cal, cerca de las barricas de vino. Demasiado tarde, recordé los relatos sobre la virtual indestructibilidad, aún tras siglos de sepultura, del pelo de los muertos.

Desde entonces, mi vida no ha sido otra cosa que horror y esclavitud. Siempre me ha acechado el miedo a lo que aguarda bajo el sótano. En menos de un mes, los negros comenzaron a murmurar sobre la gran serpiente negra que reptaba entra las cubas de vino tras ponerse el sol, así como sobre la curiosa forma en que su rastro llevaba a otro lugar, dos metros más allá. Luego, los peones del campo comenzaron a hablar de la serpiente negra que visitaba la cabaña de la vieja Sophonisba después de la medianoche. Uno de ellos me mostró el rastro y, no mucho más tarde, supe que tía Sophy había comenzado a efectuar extrañas visitas al sótano de la casa, permaneciendo y murmurando durante horas en el mismo lugar al que ninguno de los otros negros quería acercarse. ¡Dios, cómo me alegré que cuando esa vieja bruja murió! Sinceramente, creó que fue sacerdotisa de alguna antigua y terrible tradición, allá en África. Debió llegar a vivir casi ciento cincuenta años. A veces, creo escuchar alguna cosa deslizarse alrededor de la casa durante la noche. Hay un extraño ruido en las escaleras, allá donde los peldaños están sueltos, y el picaporte de mi alcoba resuena como bajo una presión que buscará entrar. Siempre tengo la puerta cerrada, por supuesto. Y hay ciertas mañanas en que creo captar un nauseabundo hedor mohoso en los corredores, y me percato de un débil rastro continuo sobre el polvo de los suelos. Sé que debo guardar el pelo de la pintura, ya que, si algo le sucede, hay entidades en esta casa que tomarían segura y terrible venganza. No me atrevo ni a morir… ya que la vida y la muerte son una para aquellos que están en las garras de quienes emanan de R’lyeh. Algo puede estar listo para castigar mi negligencia.

El lazo de Medusa me ha atrapado y siempre será así. Nunca te mezcles con el secreto y último horror, joven si valoras tu alma inmortal.”

Al terminar el anciano su historia, vi que la lámpara pequeña se había apagado hacía mucho, y que la grande estaba casi vacía. Sabía que debía estar próxima el alba, y mis oídos me indicaron que la tormenta había acabado. La historia me había dejado medio aturdido y casi temía mirar a la puerta, esperando que revelara una presión hacia el interior, fruto de alguna fuente indescriptible. Era difícil decir cuál era mi emoción predominante… rígido horror, incredulidad o una especie de curiosidad fantástica y enfermiza. Estaba completamente sin habla y tuve que esperar que mi anfitrión rompiera el hechizo. -¿Desea ver… la cosa? Su voz era muy baja y vacilante, y vi que estaba tremendamente serio. Sobre todas las emociones, venció la curiosidad y cabeceé silenciosamente.

Se levantó, encendiendo una vela de una mesa cercana y alzándola ante sí mientras abría la puerta. Venga conmigo… arriba. Temí afrontar aquellos mohosos pasillos de nuevo, pero la fascinación se impuso a mis escrúpulos. Los tablones crujían bajo nuestros pies, y temblé en una ocasión, creyendo ver una débil línea trazada en el polvo cerca de la escalera. Los escalones que llevaban al ático eran ruidosos y desvencijados, con multitud de listones perdidos. Me sentía bastante contento de la necesidad de mirar atentamente donde pisaba, ya que eso me daba una excusa para no ojear a mi alrededor. El corredor del ático era negro como la pez y cubierto de telarañas, y por unos tres centímetros de polvo, excepto en un camino abierto hasta una puerta a la izquierda del final. Al percatarme de los podridos restos de una gruesa alfombra, pensé en los otros pies que la habían pisado décadas pasadas… en ellos y en algo que no tenía pies. El anciano me llevó directamente hasta la puerta al final del abierto camino y peleó un instante con el oxidado pestillo. Me sentí sumamente asustado al darme cuenta que la pintura estaba tan cerca, pero no me atreví a retroceder en aquel instante. En el momento siguiente mi anfitrión me introducía en el desierto estudio.

La luz de la vela era muy débil, aunque servía para mostrar la mayoría de los contornos. Me percaté del techo bajo y sesgado, la inmensa prolongación de la buhardilla, las curiosidades y trofeos que pendían de las paredes… y sobre todo, del gran caballete cubierto en el centro de la estancia. Entonces, De Russy se dirigió hacia aquel caballete, apartando las polvorientas colgaduras púrpuras por el lado contrario a mí, y me indicó silenciosamente que me aproximara. Me armé de valor para obedecer, especialmente al ver los ojos de mi guía dilatarse, bajo la luz oscilante de la vela, mientras miraba el desvelado lienzo. Pero de nuevo la curiosidad venció a todo lo demás, y me acerqué hasta donde estaba De Russy. Entonces vi la condenable cosa. No me desmayé… aunque ningún lector puede quizás entender el esfuerzo que conllevó el no hacerlo. Grité, deteniéndome bruscamente al ver la espantad mirada en el rostro del anciano. Como esperaba, el cuadro estaba combado, mohoso y enturbiado por culpa de la humedad y el abandono; pero, a pesar de todo, pude vislumbrar las monstruosidades insinuaciones de cósmica maldad exterior que asechaban a través del enfermizo contenido y la pervertida geometría de la indescriptible escena. Era tal como dijera el anciano: un infierno abovedado y columnado, de mezcladas Misas Negras y Aquelarres… y lo que su finalización hubiese añadido estaba más allá de mis conjeturas. La decadencia sólo había aumentado el total horror de su cruel simbolismo y aquella sugestión malsana, ya que las partes más afectada por el tiempo eran justamente aquellas que en Naturaleza o en aquel dominio extracósmico que se burlaba Naturaleza eran más aptas para degenerar o desintegrarse.

El supremo horror, por supuesto era Marceline… y mientras observaba la hinchada y descolorida carne tuve la extraña fantasía que quizás la figura del lienzo mantenía algún oscuro y oculto lazo con la figura que yacía en cal viva, bajo el suelo del sótano. Quizás la cal había preservado el cuerpo en lugar de destruirlo… ¿pero cómo hubiera podido conservar aquellos ojos negros y malignos que me observaban, y se burlaban de mí desde el pintado infierno? Y había otra cosa tocante a la criatura que no pude por menos que percibir… algo que De Russy no había sido capaz de expresar con palabras, pero que quizás tenía que ver con el intento de Denis de matar a todos los de su sangre que hubieran morado bajo el mismo techo que ella. Quizás Marsh lo sabía, o quizás el genio lo retrató inconscientemente, eso nadie puede decirlo. Lo cierto es que Denis y su padre no pudieron saberlo hasta ver el retrato. Superando a todo horror, estaba el serpentino cabello negro, que cubría el podrido cuerpo, y que no mostraba el más leve rastro de decadencia. Todo cuanto había oído sobre él quedaba ampliamente verificado. No había oído nada humano en aquel cordón sinuoso, un semiaceitoso, semiondulado torrente de serpentina oscuridad. Una vil vida independiente se proclamaba a sí misma en cada rizo y voluta antinatural, y la sugerencia de innumerables cabezas reptilianas en las rizadas puntas era demasiado marcada para ser ilusoria o accidental.

La Blasfemia entidad me apresaba como un imán. Me sentía inerme, y no me pregunté por qué el mito decía que la mirada de La Gorgona convertía a quienes la contemplaban en piedra. Luego creí ver cambiar al ser. Las lascivas facciones se movieron perceptiblemente, ya que las podridas fauces cayeron, permitiendo a los gruesos y bestiales labios mostrar una fila de puntiagudos colmillos amarillentos. Las pupilas de la diablesa se dilataron, y los mismos ojos parecieron desorbitarse. Y el pelo… ¡Ese maldito pelo! ¡Había comenzado a crujir y ondear perceptiblemente, las cabezas de serpiente volviéndose hacia De Russy y zumbando como si fueran a picar! La razón me abandonó por completo, y antes de saber lo que hacía, saqué mi automática y descargué las doce balas de acero sobre el impresionante lienzo. Todo se hizo pedazos, incluso el marco aposentado sobre el caballete, y resonó estruendosamente sobre el polvoriento suelo. Pero mientras este horror se quebraba, otro se alzaba ante mí en forma del mismo De Russy, cuyos enloquecidos gritos, al ver desaparecer la pintura, eran casi tan terribles como el cuadro mismo.

Con un semi-articulado grito de “¡Dios, ahora la ha hecho!”, el frenético anciano me arrebató violentamente el arma y comenzó a arrastrarme fuera de la habitación por las desvencijadas escaleras. Había dejado caer la vela preso del pánico, pero el alba estaba próxima y una débil luz gris se filtraba por las ventanas polvorientas. Di traspiés y tropecé repetidas veces, pero ni por un instante mi guía aflojo el paso.

-¡Corra, hombre! -gritaba. ¡Corra, por su vida! ¡No sabe lo que ha hecho! ¡No le había contado todo! Eso era lo que había que hacer… el cuadro me hablaba y me lo dijo. Tenía que guardarlo y vigilarlo… ¡y ahora sucederá lo peor! ¡Ella y ese pelo saldrán de sus tumbas, con sabe qué propósitos! “¡Corra, hombre!

Por amor a Dios, salga de aquí ahora que aún está a tiempo. Si tiene un coche, lléveme a Cape Girardeau con usted. Me encontrará de todas formas, pero se lo pondré difícil. ¡Salgamos… rápido! Mientras llegábamos a la planta baja comencé a percibir un lento y curioso sonido procedente del fondo de la casa, seguido del ruido de una puerta cerrándose. De Russy no había oído el golpe, pero el otro ruido sí lo captaron sus oídos y le arrancó el más terrible grito que pueda emitir una garganta humana.

-Oh, Dios… buen Dios… eso era la puerta del sótano…viene…

En Ese momento yo estaba luchando desesperadamente con el oxidado picaporte y las flojas bisagras de la gran puerta delantera, casi tan frenético como mi anfitrión ante el sonido del lento y retumbante pisar que se aproximaba desde desconocidas estancias de la parte trasera de la maldita mansión. La lluvia nocturna había combado las planchas de roble y la pesada puerta se atascaba y resistía con mayor fuerza que cuando forzara la entrada la tarde anterior. En algún lugar, un listón crujió bajo los pies de lo que llegaba, y el sonido pareció arrancar el último resto de cordura al pobre anciano. Con un bramido como el de un toro enloquecido soltó su presa sobre mí y saltó hacia la derecha, a través de la abierta puerta de una estancia que consideré un recibidor. Un segundo después, mientras me abalanzaba por el destartalado porche para comenzar una loca carrera por el largo paseo invadido de hierbas, creí captar el sonido de muertas y obstinadas pisadas que no me seguían a mí, sino que se encaminaban hacia la puerta del recibidor cubierto de telarañas. Mientras me precipitaba entre los espinos y la maleza del abandonado camino, cruzando los moribundos y grotescos robles enanos a la gris palidez de un nuboso amanecer de noviembre, miré hacia atrás tan sólo un par de veces. La primera vez fue cuando me asaltó un olor acre, y pensé en la vela De Russy había dejado caer en el estudio del ático. Fue cuando estaba confortablemente cerca de la carretera, sobre el alto lugar desde donde el techo de la distante casa era perfectamente visible sobre los árboles que lo rodeaban; tal como esperaba, espesas nubes de humo brotaban de las buhardillas y se rizaban hacia los plomizos cielos. Agradecí a los poderes de la creación que una inmemorial maldición estuviera a punto de ser purificada mediante el fuego y extirpada de la tierra.

Pero en ese instante efectué la segunda mirada atrás y vi otras cosas… cosas que anularon la mayor parte del alivio y me propinaron el supremo golpe del que jamás me recobraré. He dicho que estaba en la parte más alta del camino, desde donde es visible la mayor parte de la plantación a mis espaldas. Esta panorámica incluía no solo la casa y sus árboles, sino también el abandonado, y en parte sumergido, llano junto al río, así como algunas curvas del camino sepultado por la maleza que tan apresuradamente había recorrido. En algunos de estos últimos lugares vi entonces algo o indicios de algo que desearía devotamente desmentir. Fue un débil, distante grito lo que me hizo volverme, y, al hacerlo, capté una sugerencia de movimiento en el plomizo y pantanoso llano tras la casa. Las distantes figuras humanas eran muy pequeñas, pero aun así supuse que los movimientos implicaban que una de las figuras era perseguida y la otra perseguía. También creí ver a la figura vestida de ropas oscuras adelantada y capturada por la calva y desnuda figura de detrás… alcanzada, apresada y arrastrada violentamente en dirección a la ahora ardiente casa.

No puede ver el desenlace, ya que una visión más cercana, en ese momento, se entrometió. Una sugerencia de movimiento entre los arbustos en un punto a alguna distancia, atrás, a lo largo del desolado camino. Inconfundiblemente, las malezas y matorrales y espinos se agitaban sin que fuera obra del viento, ondulando como si alguna veloz y gran serpiente reptara por el suelo en mi persecución. Esto fue cuanto pude aguantar. Huí por el portal, enloquecido, indiferente al desgarrar de ropas y a los rasguños sangrantes, y salté al coche aparcado bajo los grandes árboles de hoja perenne. Era un espectáculo desastrado y empapado de lluvia, pero el motor estaba intacto y no tuve problemas para arrancar. Conduje ciegamente en la dirección hacía donde apuntaba el coche, sin pensar en nada excepto en escapar de aquella espantosa región de pesadillas y cacodemonios… alejarme tan rápido y lejos como me lo permitiera la gasolina. Seis o siete kilómetros adelante, un granjero me saludó… un amable campesino de mediana edad, habla arrastrada y considerable conocimiento sobre el lugar. Me alegré de detenerme y preguntarle mi dirección, aunque sabía que debía presentar un aspecto bastante extraño. El hombre me indicó sin titubear el camino a Cape Girardeau y me preguntó cómo había llegado a ese estado y en una hora tan temprana. Pensando que era mejor contar poco, simplemente mencioné que me había sorprendido la lluvia nocturna y que había buscado refugio en una granja cercana, tras lo que me desorienté entre la maleza, tratando de encontrar mi coche.

-¿Una granja, eh? Me pregunto cuál puede ser. No hay ninguna a este lado excepto la de Jim Ferris cruzando Barrer`s Crack, y eso esta a treinta kilómetros por lo menos.

Me sobresalté, preguntándome qué nuevo misterio auguraba esto. Luego interrogué a mi informador sobre si conocía la gran y arruinada casa de labor, cuyo antiguo portal flanqueaba la carretera no mucho más atrás.

-¡Mejor no hablar de ello, forastero! Hubo algo allí hace algún tiempo. Pero la casa ya no está. Ardió hace cinco o seis años… y la gente cuenta extrañas historias sobre ella.

Me estremecí.

-Se refiere a Riverside… la casa del viejo De Russy. Sucedieron cosas extrañas allí, quince o veinte años atrás. El hijo del viejo se casó con una moza del extranjero, y algunos piensan que era de una clase muy rara. No les gustaba su forma de ser. Luego, ella y el chico se marcharon de repente y, más tarde, el viejo dijo que él murió en la guerra. Pero algunos negros contaron cosas extrañas. Dicen que el viejo se enamoró de la chica y que los mató, a ella y al chico. El lugar es, de seguro, el cazadero de una serpiente negra, sea lo que sea.

Hará unos cinco o seis años, el viejo desapareció y la casa ardió. Algunos dicen que se quemó dentro. Fue una mañana después de la lluvia, tal que hoy, cuando un montón de gente escuchó un espantoso griterío por los campos; era la voz del viejo De Russy. Cuando se pararon y miraron, vieron la casa llenarse de humo tan rápido como un pestañeo… el lugar era como la yesca, con lluvia o sin ella. Nadie volvió a ver al viejo, pero a veces algunos dicen que el fantasma de esa gran serpiente negra ronda por allí. ¿Qué tiene eso que ver con usted, de todas maneras? Parece haber conocido el sitio. ¿Ha oído la historia de los De Russy? ¿Cuál piensa que fue el problema con la chica con la que el joven Denis se caso? Hacía a todos estremece y sentir odio hacia ella, aunque nadie pudo decir nunca por qué.

Yo estaba tratando de pensar, pero el proceso casi estaba más allá de mi capacidad. ¿La casa se quemo años atrás? Entonces, ¿Dónde y bajo qué condiciones había pasado la noche? ¿Y por qué sabía tales cosas? Mientras sopesaba el asunto, vi en la manga de mi chaqueta un pelo… el corto y gris cabello de un anciano. Por fin, me fui sin más preguntas. Pero insinué a aquel charlatán que estaba equivocado sobre aquel pobre anciano plantador que tanto había sufrido. Le dejé claro como si viniera de lejanos pero auténticos comentarios de amigos que la única causa del problema en Riverside fue la mujer Marceline. No estaba acostumbrada a los usos de Missouri, dije, y fue un error el que Denis la desposara. No profundicé más, ya que sentía que los De Russy, con su puntilloso y querido honor, y su alto y sensible espíritu, no hubieran deseado que dijera más. Bastante habían sufrido, Dios lo sabe, sin necesidad que sus paisanos supusieran que un demonio del abismo una Gorgona de las arcaicas blasfemias hubiera llegado a ostentar su antiguo e inmaculado nombre.

No era justo que los vecinos llegaran a conocer aquel otro horror que mi extraño anfitrión nocturno no se atrevió a contarme… ese horror que hube de aprender, como lo aprendí, por detalles de la perdida obra maestra del pobre Frank Marsh. Sería bastante espantoso que ellos supieran que la una vez ama de Riverside la maldita Gorgona o lamia cuyo odioso pelo ondulado o pelo de serpiente debía aun rumiar y enroscarse sobre el esqueleto de un artista, en una tumba llena de cal bajo la carbonizada mansión era débil y sutilmente, aun a los ojos del genio, el vástago indiscutible de los primeros pobladores de Zimbabwe. No es de extrañar que tuviera un lazo con la anciana bruja Sophonisba… ya que, aunque en una diluida proporción, Marceline era negra.


El libro verde. Arthur Machen (1863-1947)

La encuadernación estaba estropeada, descolorida. No tenía manchas ni señales de uso. El libro tenía el aspecto de haber sido comprado en una visita a Londres, hacía unos setenta u ochenta años y, por alguna razón, olvidado y obligado a permanecer fuera del alcance de la vista. De él emanaba un olor añejo, delicado, persistente, como el que a veces se apodera de los muebles antiguos. Las guardas, en el interior de la encuadernación, estaban adornadas con formas coloreadas y oro desteñido. Parecía insignificante, pero como el papel era muy fino, tenía muchas hojas, cubiertas de una escritura menuda, penosamente trazada.

-Encontré este libro -comenzaba el manuscrito- en un cajón. Era un día lluvioso y, como no podía salir, por la tarde tomé una vela y me puse a revolver en el escritorio. Casi todos los cajones estaban llenos de ropa antigua, pero uno de los pequeños parecía vacío y allí encontré este libro, oculto en el fondo. Buscaba un libro como éste, de modo que me lo quedé para escribir en él. Está lleno de secretos. Tengo muchos otros libros de secretos, escritos por mí, ocultos, y en éste voy a escribir muchos de los antiguos secretos y algunos de los nuevos; solamente hay algunos que de ninguna manera pondré por escrito.

No tengo por qué anotar los verdaderos nombres de los días y los meses, que descubrí hace un año, ni tampoco cómo se hacen los tipos de letra Aklo, ni cuál es la lengua de Quíos, ni qué son los grandes y hermosos Círculos, o los Juegos Mao o los Cánticos principales. Es posible que escriba algo sobre todas estas cosas, pero no sobre la manera de hacerlas, por razones personales. Tampoco tengo por qué decir quiénes son las Ninfas, o los Däls, o Jeelo, o qué significa voolas. Son los secretos más secretos, y me alegro al recordar su significado y la cantidad de maravillosas lenguas que conozco. Pero hay algo que yo llamo los secretos de los secretos, en los que no me atrevo a pensar a menos que esté completamente sola, y entonces cierro los ojos, me los cubro con las manos, susurro la palabra y surge el Alala. Esto únicamente lo hago de noche, en mi habitación o en ciertos bosques que yo me sé, pero no debo describirlos porque son bosques secretos. Luego están las ceremonias, todas ellas muy importantes, aunque algunas son más deliciosas que otras.

Son las ceremonias blancas, las ceremonias verdes y las ceremonias escarlata. Estas últimas son las mejores, pero sólo pueden ser celebradas en un sitio concreto, aunque existe una imitación muy buena y que he llevado a cabo en otros lugares. Además, cuento con las danzas y la comedia; a veces he representado la comedia cuando los demás me miraban, pero nadie entendía nada. Era todavía muy pequeña cuando supe por vez primera de estas cosas.

Cuando era muy chica y todavía vivía mamá, recuerdo que me acordaba de cosas todavía más antiguas, sólo que todo se me hace un lío. Pero recuerdo que cuando tenía cinco o seis años les oía hablar a mi alrededor, creyendo que no me daba cuenta. Hablaban de las extrañas cosas que habían ocurrido uno o dos años antes, y cómo la niñera había llamado a mi madre para que viniera y me oyera hablar sola, pronunciando palabras que nadie podía entender. Hablaba en la lengua Xu, pero sólo recuerdo muy pocas palabras, como me ocurre con las caras blancas que solían contemplarme cuando estaba echada en la cuna. Solían hablarme y así aprendí su lengua y hablé con ellos de cierto lugar blanco donde vivían, donde los árboles y la hierba eran completamente blancos, y había blancas colinas, tan altas como la luna, y un viento frío. He soñado a menudo con ese lugar, pero los rostros desaparecieron cuando era muy pequeña. Pero me sucedió una cosa maravillosa cuando tenía unos cinco años. Mi niñera me llevaba en brazos; atravesamos un campo de trigo amarillo; luego llegamos a un sendero que atravesaba el bosque, y un hombre alto vino en nuestra busca y nos acompañó a un lugar muy oscuro y sombrío donde había una profunda charca. La niñera me depositó sobre el blanco musgo, debajo de un árbol, y dijo: -Desde aquí no podrá llegar a la charca-. Así que me dejaron allí y me senté, inmóvil, y observé, y salieron del agua y del bosque dos maravillosas criaturas blancas, y empezaron a jugar, a bailar y a cantar.

Eran de un blanco cremoso, como la vieja figura de marfil del salón; una era una hermosa dama de bellos ojos oscuros, rostro severo, y largos cabellos negros, que sonreía tristemente al otro, el cual se reía e iba hacia ella. Jugaron juntos, bailaron y cantaron una canción hasta que me dormí. La niñera me despertó al volver; se parecía un poco a la dama que había visto, así que se lo conté todo y le pregunté el porqué de ese parecido. Al principio lloró y luego pareció asustarse y palideció. Me depositó en la hierba, me miró fijamente, y pude ver que estaba temblando. Entonces me dijo que lo había soñado todo, pero yo sabía que no era cierto. Luego me hizo prometer no decir nada, pues, si lo hacía, sería arrojada al pozo negro. Yo no estaba en absoluto asustada, aunque la niñera sí, y nunca olvidé lo sucedido, porque cuando cerraba los ojos, a solas en medio del silencio, podía verlos de nuevo, muy tenues y lejanos, pero magníficamente; y me venían a la cabeza retazos de la canción que cantaban, aunque yo no era capaz de cantarla.

Tenía trece años, casi catorce, cuando me sucedió una singular aventura, tan extraña que al día en que ocurrió se le llama siempre el Día Blanco. Mi madre había muerto hacía más de un año; por las mañanas recibía clases, pero por las tardes me dejaban salir a pasear. Aquella tarde fui por un camino distinto, y un pequeño arroyo me condujo hasta una nueva región, pero me desgarré el babero al atravesar unos matorrales y los arbustos espinosos de las colinas y los sombríos bosques llenos de plantas trepadoras. El camino era largo, muy largo. Parecía que no iba a terminar, y tuve que arrastrarme por una especie de túnel, por donde debió correr un arroyo, que ahora estaba completamente seco; el suelo era rocoso y los arbustos habían crecido por encima hasta juntarse, de manera que el lugar resultaba completamente oscuro. Continué avanzando por aquel sombrío paraje; el camino era largo, muy largo.

Y llegué a una colina que jamás había visto. Al atravesar un tenebroso matorral, lleno de ramas negras y retorcidas, me desgarré la ropa y lloré, luego advertí que estaba ascendiendo, y continué subiendo y subiendo un largo trecho, hasta que, finalmente, desaparecieron los matorrales y llegué, sin dejar de llorar, a un lugar donde se abría una gran explanada, cubierta de feas piedras grises y con algunos árboles retorcidos, como si fueran serpientes. Seguí ascendiendo hasta alcanzar la cumbre. Jamás había visto unas piedras tan grandes y repulsivas; algunas salían de la tierra, otras parecían como si las hubiesen llevado rodando hasta allí, y se extendían a lo lejos hasta donde alcanzaba la vista. Desde ellas contemplé el paisaje, que era muy extraño. Era invierno, y las colinas circundantes estaban cubiertas de terribles bosques ennegrecidos; era como ver un enorme salón cubierto de negros cortinajes, y los árboles parecían completamente diferentes a los que había visto antes.

Estaba asustada. Luego, más allá de los bosques, había otras colinas que me rodeaban como un gran anillo, pero que jamás había divisado; parecían negras y cada una tenía un voor encima. Todo estaba tranquilo y silencioso, y el cielo cargado, gris y triste como las espantosas cúpulas voorianas del Abismo de Dendo. Continué avanzando por entre las horribles rocas.

Había centenares. Algunas parecían hombres haciendo muecas; pude ver sus rostros, dispuestos a salirse de la piedra y saltar sobre mí y arrastrarme con ellos a las rocas, de donde nunca podría salir. Otras eran como animales, reptantes y repugnantes animales que sacaban la lengua; otras eran como palabras que no puedo pronunciar; y, finalmente, otras parecían muertos tumbados sobre la hierba. Seguí mi camino, aunque me asustasen, y mi mente se llenó de abominables canciones que ellas le introducían; me dieron ganas de gesticular y retorcerme como ellas, pero seguí adelante hasta que, finalmente, me gustó su aspecto y dejaron de asustarme. Canté las canciones que podía recordar, canciones llenas de palabras que no deben ser pronunciadas ni escritas. Entonces hice muecas como los rostros de las rocas, me retorcí como ellas, me tumbé en la hierba imitando a las que parecían muertas, subí a una que estaba haciendo muecas y, pasando mis brazos en torno, la abracé. Luego seguí más y más hasta llegar a un montículo redondo en medio de ellas. Era más elevado de lo normal, casi tan alto como nuestra casa, y parecía una palangana puesta boca abajo, completamente lisa, redonda y verde, con una piedra clavada en la cima, como un poste. Ascendí por sus laderas, pero eran tan empinadas que tuve que detenerme o de lo contrario posiblemente habría rodado de nuevo hacia abajo a lo largo del camino, me habría golpeado contra las piedras del fondo y, tal vez, habría muerto. Pero yo quería subir hasta la cima, así que me tumbé con la cara contra el suelo, me agarré a la hierba con las manos y me incorporé poco a poco hasta llegar a lo alto. Entonces me senté en la piedra del centro y eché un vistazo a cuanto me rodeaba.

Tuve la sensación de haber recorrido un camino muy largo, como si, de pronto, me encontrara a cien millas de casa, en otro país diferente, o en alguno de los extraños lugares citados en los Cuentos del Genio y en Las mil y una noches, o como si me hubiera alejado a través de los mares durante años y hubiera encontrado otro mundo, o como si hubiese surcado los cielos y hubiera caído en una de esas estrellas de las que hablan los libros, en las que todo está muerto, frío y gris, no existe el aire y el viento no sopla. Me senté en la piedra y miré hacia abajo en todas direcciones. Era como estar sentada en lo alto de una torre, en medio de una gran ciudad vacía, pues no podía ver en torno mío más que las rocas grises que cubrían todo el campo. Ya no podía distinguir sus formas, pero no dejaba de verlas a lo lejos, y al mirarlas me pareció que estaban dispuestas formando dibujos, formas y figuras.

Sabía que esto no era posible, pues había visto que muchas de ellas emergían de la tierra, de modo que las volví a mirar, pero no vi más que círculos, pequeños círculos dentro de otros mayores, y pirámides, y cúpulas, y espirales, que parecían rodear por todas partes el lugar donde yo estaba sentada; y, cuanto más las miraba, más veía esos grandes anillos de rocas haciéndose cada vez mayores; estuve tanto tiempo mirándolas que tuve la impresión de que se movían y daban vueltas, como una inmensa rueda, y que yo también daba vueltas en el centro. La cabeza me dio vueltas y me sentí aturdida, todo comenzó a tornarse nebuloso y confuso, vi pequeños destellos de luz azulada, y las piedras parecieron saltar, bailar y retorcerse mientras giraban sin cesar. Me asusté de nuevo y grité en voz alta; luego salté de la piedra donde estaba sentada, y caí al suelo. Cuando me levanté, estaba tan contenta de que parecieran haberse quedado inmóviles, que me senté en la cima del montículo, me deslizé hacia abajo, y de nuevo proseguí mi camino.

Al andar bailaba de la misma forma especial en que lo hacían las rocas cuando me dio el vértigo, y me puse tan contenta de poder hacerlo tan bien que seguí bailando y bailando, y canté sorprendentes canciones que me venían a la cabeza. Finalmente llegué al borde de aquella enorme colina: allí no había rocas y el camino atravesaba de nuevo una hondonada cubierta de maleza. Estaba en tan mal estado como el que tuve que seguir al subir, pero no me importó, de lo contenta que estaba por haber visto aquellas singulares danzas, y además ser capaz de imitarlas. Continué bajando entre los arbustos, y una enorme ortiga me picó en la pierna, pero no me importó, y aunque sentí el escozor de las ramas y las espinas, únicamente reía y cantaba. Cuando abandoné la espesura llegué a un valle, un lugar secreto semejante a un sombrío pasadizo, de tan angosto y profundo que era y tan espesos los bosques que lo circundaban. Allí, sobre una escarpada ladera poblada de árboles, los helechos se conservan verdes todo el invierno, cuando los de la colina se mueren y amarillean, y despiden un olor dulce y fuerte parecido al que rezuma de los abetos. Un arroyo descendía por el valle, tan pequeño que pude cruzarlo fácilmente. Bebí agua en mi mano y la saboreé como si se tratara de un ilustre vino dorado.

Brillaba al correr sobre hermosas piedras rojas y amarillas, de manera que parecía viva y con todos los colores al mismo tiempo. Volví a beber más en mi mano, pero como no me bastaba, me tumbé en el suelo, agaché la cabeza y sorbí el agua con los labios. Las olas llegaban a mi boca y me besaban, y yo me reía y volvía a beber, imaginando que la que me besaba era una ninfa, como la del viejo cuadro de mi casa, que vivía en el agua. Así que me incliné otra vez hasta rozar suavemente el agua con los labios y le susurré a la ninfa que volvería. Estaba segura de que aquella agua no era normal, y cuando me levanté y proseguí mi marcha, bailé de nuevo y ascendí al valle, bajo la mirada de las lúgubres colinas. Al alcanzar la cumbre, el suelo se elevó delante de mí, alto y escarpado como un muro, y no se veía más que ese muro verde y el cielo. Pensé en aquello de por siempre jamás, pues realmente debía haber llegado al fin del mundo, ya que aquello parecía el final de todo, como si más allá no pudiera haber nada excepto el reino de Voor, donde va la luz cuando se apaga y corre el agua cuando el sol se la lleva. Empecé a pensar en el largo camino recorrido, en cómo había encontrado un arroyo y había seguido su curso a través de arbustos, matorrales espinosos y sombríos bosques cubiertos de espinos rastreros. Luego me había arrastrado por un túnel bajo los árboles, había trepado por entre los matorrales, había contemplado las rocas grises y me había sentado en medio de ellas cuando daban vueltas; después había seguido adelante por entre las rocas, había bajado la colina por entre matorrales urticantes y había escalado el sombrío valle por un sendero muy largo. Me preguntaba cómo regresaría a casa, si es que lograba encontrar el camino, y si es que seguía estando allí y no se había convertido, igual que todo lo demás, en rocas grises, como en Las mil y una noches.

Me senté en la hierba y pensé en lo que haría. Estaba cansada y los pies me dolían. Al mirar a mi alrededor descubrí un maravilloso pozo, justamente al pie del escarpado muro de hierba. A su alrededor todo el suelo estaba cubierto de musgo brillante, verde y chorreante; había todo tipo de musgos, unos que parecían hermosos helechos en miniatura, y otros que semejaban palmeras y abetos; todos ellos tan verdes como las esmeraldas y rezumando gotas de agua cual diamantes. En medio estaba el gran pozo, profundo, resplandeciente y hermoso, tan claro que daba la impresión de que se podía tocar la arena roja del fondo, aunque estaba muy hondo. Permanecí a su lado y me miré en él como en un espejo. En el fondo, los rojos granos de arena no dejaban de agitarse, y se veía burbujear el agua, pero su superficie estaba en calma y rebosaba. Era un pozo grande, como una bañera, rodeado de musgo verde, reluciente y brillante, que le daba la apariencia de una gran alhaja transparente rodeada de joyas verdes. Tenía los pies tan doloridos y cansados que me quité las botas y las medias, y los metí en el agua; cuando me levanté ya no estaba cansada y pensé que debía seguir adelante, alejándome cada vez más, hasta descubrir lo que había al otro lado del muro. Lo escalé muy despacio, siempre de lado, y cuando llegué arriba y miré por encima, me encontré con la más curiosa región que jamás viera, más extraña incluso que la colina de las rocas grises. Parecía como si allí hubiesen estado jugando con sus palas niños terrícolas, pues estaba todo lleno de colinas, hoyos y muros de tierra cubiertos de hierba. Había dos montículos, redondos, grandes y solemnes, como dos enormes colmenas, y también profundas depresiones, y un escarpado muro como los que había visto en cierta ocasión en la costa, con cañones y soldados encima. Casi me caí en una de las fosas, de tan repentinamente como surgió bajo mis pies, y bajé corriendo por una de sus pendientes, hasta el fondo, donde permanecí mirando hacia arriba.

Todo era extraño y misterioso. No se veía más que el cielo gris, cargado, y las laderas de la hondonada; todo lo demás había desaparecido; pensé que de noche debía de llenarse de fantasmas, sombras movedizas y pálidas criaturas, cuando la luna brillara en su fondo en plena noche y el viento gimiera en las alturas. Era tan extraña, misteriosa y solitaria como un templo vacío dedicado a anticuados dioses paganos. Me recordó algo que la niñera me había contado cuando yo era muy pequeña; la misma niñera que me llevó al bosque donde vi a la hermosa gente blanca.Recuerdo que la niñera me contó el cuento una noche invernal. Me contó que en alguna parte existía un pozo vacío, y que gozaba de tan mala reputación que todo el mundo tenía miedo de acercarse. Pero hubo una pobre chica que dijo que bajaría al pozo; todos intentaron detenerla, pero ella fue allá. Y bajó al pozo y regresó riendo y diciendo que allí no había nada en absoluto, excepto hierba verde, piedras rojas y blancas, y flores amarillas. Poco después la gente vio que llevaba unos preciosos pendientes de esmeraldas y le preguntaron cómo los había conseguido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que sus pendientes no eran de esmeraldas ni nada parecido, sino que estaban hechos de hierba verde. Luego, cierto día, vieron que llevaba en el pecho el rubí más rojo que jamás se había visto por esos contornos, y que brillaba y centelleaba. Le preguntaron cómo lo había obtenido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que no era un rubí, sino solamente una piedra roja.

Luego, otro día, vieron que llevaba alrededor del cuello el collar más hermoso que jamás se había visto por esos contornos, mucho más elegante que el más elegante de la reina, compuesto de relucientes diamantes, a centenares, que resplandecían como las estrellas en una noche de junio. Así que le preguntaron cómo lo había conseguido. Pero ella se rió y dijo que no eran diamantes, sino únicamente piedras blancas. Y un día fue a la Corte llevando en la cabeza una corona de monedas de oro puro, eso dijo la niñera, que brillaba como el sol y era mucho más espléndida que la que llevaba el propio rey; además, llevaba esmeraldas en las orejas, un gran rubí le servía de broche, y un magnífico collar de diamantes centelleaba en su cuello. El rey y la reina pensaron que sería alguna eminente princesa de un país lejano y descendieron de sus tronos para salir a su encuentro; pero alguien les contó de quién se trataba en realidad y que era completamente pobre. Así que el rey le preguntó por qué llevaba una corona de oro y cómo la había conseguido. Y ella se rió y dijo que no era una corona de oro, sino solamente unas flores amarillas que se había puesto en el pelo. El rey pensó que aquello era muy extraño y le dijo que debería permanecer en la Corte y ya verían que pasaba después. La joven era tan encantadora que todos decían que sus ojos eran más verdes que las esmeraldas, sus labios más rojos que el rubí, su piel más blanca que los diamantes, y su pelo más resplandeciente que el oro. De forma que el hijo del rey dijo que quería casarse con ella, y el rey le respondió que podía hacerlo.

El obispo los casó y hubo una gran cena; después, el hijo del rey fue a la alcoba de su esposa. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, vio frente a ésta a un hombre alto, vestido de negro, con una cara espantosa, y una voz dijo: -No arriesgues tu vida , pues ésta es mi propia esposa-

Entonces el hijo del rey cayó al suelo fulminado. Acudió mucha gente que intentó entrar en la alcoba sin conseguirlo, y golpeó la puerta con hachas; pero la madera se había endurecido como el hierro y, finalmente, huyeron todos, tan asustados que estaban por los gritos, risas, chillidos y llantos que salían de la alcoba.

Al día siguiente consiguieron entrar, descubriendo que no había en ella más que un espeso humo negro, ya que el hombre de negro se había llevado a la joven. Encontraron sobre la cama dos lazos de hierba marchita, una piedra roja, y algunas piedras blancas y flores amarillas ajadas. Me acordé de este cuento de mi niñera mientras permanecí en el fondo del profundo hoyo; todo allí era tan extraño que sentí miedo. No pude divisar ninguna de las piedras ni de las flores, pero temí llevármelas sin saberlo, y se me ocurrió hacer un hechizo que me vino a la memoria para mantener alejado al hombre de negro. Así que permanecí de pie en el mismo centro de la hoya, me aseguré de que no llevaba encima ni piedras ni flores, y luego di varias vueltas al lugar, toqué mis ojos, mis labios y mi pelo de una manera especial, y susurré algunas extrañas palabras que me había enseñado la niñera para alejar a las cosas malignas. Entonces me sentí a salvo, salí trepando de la hoya y proseguí a través de todos aquellos montículos, depresiones y barreras, hasta llegar al final, que estaba más elevado que el resto, desde donde pude ver que las diferentes formas dibujadas sobre la tierra estaban dispuestas siguiendo una pauta, algo así como las rocas grises, sólo que con distinta pauta.

Empezaba a oscurecer, pero desde donde yo me encontraba parecían dos enormes figuras humanas tumbadas en la hierba. Seguí adelante y, finalmente, encontré cierto bosque, demasiado secreto para describirlo, pues nadie sabe cómo atravesarlo, descubrimiento que yo hice de manera muy curiosa, viendo entrar a un animalito. De modo que seguí al animal por un sendero muy estrecho y oscuro, bajo espinos y arbustos, y ya casi había anochecido cuando llegué a una especie de claro en el centro.

Allí vi la cosa más maravillosa que jamás había visto, aunque sólo un momento, pues huí inmediatamente, salí del bosque por el sendero por el que había venido, y corrí más deprisa que nunca, porque estaba asustada de tan maravilloso, extraño y hermoso que era lo que acababa de ver. Pero quería regresar a casa y pensar en ello, pues no sabía lo que podía sucederme si me quedaba en el bosque. Mientras corría por la espesura, ardía y temblaba, mi corazón latía aceleradamente, y no podía evitar el dejar escapar extraños gritos.

Me alegré de que una enorme luna blanca apareciese sobre una colina y me mostrara el camino, de modo que volví a pasar por los montículos y hoyas, descendí al angosto valle, ascendí a través de los matorrales al lugar de las rocas grises y, finalmente, llegué a casa. Mi padre estaba ocupado en su despacho y los criados no le habían contado que yo no había vuelto a casa, aunque estaban asustados, y se preguntaban qué debían hacer; de modo que les dije que me había perdido, pero no les dejé que descubrieran el verdadero camino que había seguido.

Me fui a la cama y permanecí despierta, pensando en lo que había visto. Cuando abandoné el estrecho sendero me pareció todo tan auténtico que durante el camino de vuelta a casa estuve segura de haberlo visto. Ahora deseaba quedarme a solas en mi habitación para alegrarme por cuanto había presenciado y, cerrando los ojos, fingir que me encontraba allí y que hacía todas las cosas que habría hecho de no haberme asustado tanto. Pero cuando cerré los ojos no me vino la visión, y comencé otra vez a pensar en mi aventura, y recordé lo oscura y misteriosa que resultó al final, y temí que todo fuera un engaño, pues parecía imposible que hubiera sucedido todo aquello. Parecía uno de los cuentos de la niñera, en los que realmente no creía, aunque en verdad me había asustado en el fondo de la hoya; las historias que ella me contaba cuando yo era pequeña me volvieron a la mente, y me pregunté si sería cierto lo que creía haber visto, o si alguno de los cuentos habría sucedido hace mucho tiempo. Permanecí despierta. La casa estaba en silencio. Había oído a mi padre subir las escaleras, y poco después el reloj dio las doce y la casa se quedó silenciosa y vacía, como si nadie viviera en ella. Aunque todo estaba oscuro en mi habitación, un pálido resplandor brillaba a través de la blanca persiana, y en cuanto me levanté y miré hacia afuera, vi la gran sombra negra de la casa cubriendo el jardín, como si fuera una cárcel de condenados a muerte, y más allá todo estaba blanco, y el bosque resplandecía de blancura con negros abismos entre los árboles. Era una noche clara y tranquila, sin nubes en el cielo.

Deseaba pensar en lo que había visto, pero no podía, y empecé a recordar todos los cuentos que la niñera me había contado hace mucho tiempo y creía haber olvidado. Los recordé todos y los mezclé con los matorrales y las rocas grises y las hoyas en la tierra y el bosque secreto, hasta que apenas supe lo que era verdad y lo que era cuento, y pensé si todo no sería un sueño.

Entonces me acordé de aquella calurosa tarde de verano, hace tanto tiempo, en que la niñera me dejó sola a la sombra y la gente blanca salió del agua y del bosque, y jugó, bailó y cantó, y tuve la impresión de que la niñera me había contado algo parecido antes de que lo viera, sólo que no podía recordar exactamente de qué se trataba. Entonces me pregunté si no sería ella la dama blanca, pues recordé que era igual de blanca y de bella, y tenía idénticos ojos oscuros y pelo negro; y a veces, al contarme alguno de sus cuentos, que empezaban por Érase una vez, o En tiempo de las hadas..., sonreía y me miraba como solía hacerlo la dama. Pero pensé que no podía ser ella, pues parecía haber tomado un camino diferente en el bosque, y no creía que el hombre que vino siguiéndonos fuese el otro, porque entonces no podría haber visto aquel maravilloso secreto del bosque secreto. Pensé en la luna: pero no vi aparecer su enorme disco blanco por encima de una colina hasta después, cuando me encontraba en medio del territorio salvaje donde la tierra formaba grandes figuras y todo eran barreras, misteriosas hoyas y suaves montículos redondeados. Pensé en todas estas cosas hasta que, finalmente, me asusté, pues temía que me pasara algo, y recordé el cuento de la pobre chica que se metió en una hoya y al final el hombre negro se la llevó. Sabía que yo también había bajado al fondo de una hoya, quién sabe si a la misma, y había hecho algo espantoso.

Así que volví a hacer el hechizo, me toqué los ojos, los labios y los cabellos de una forma especial, y pronuncié las viejas palabras en el idioma de las hadas, para poder estar segura de que nadie me llevaría. Intenté ver de nuevo el bosque secreto, reptar por el pasadizo y ver lo que había visto la otra vez, pero, por alguna razón, no pude y seguí pensando en los cuentos de la niñera. Me acordé de uno acerca de un joven que fue una vez a cazar: él y sus perros estuvieron todo el día cazando pero no encontraron nada. El joven estaba irritado y ya iba a retornar cuando, en el preciso momento en que el sol incidía sobre la montaña, vio salir de la maleza frente a él a un magnífico venado blanco. Azuzó a sus perros, pero éstos empezaron a gimotear y no quisieron perseguirlo; azuzó a su caballo, pero éste se estremeció y permaneció inmóvil; el joven saltó del caballo, abandonó a los perros y comenzó a perseguir solo al venado blanco. Pronto se hizo de noche; el cielo estaba negro, sin que brillase en él ni una sola estrella, y el venado desapareció en la oscuridad.

Y aunque el hombre llevaba consigo su escopeta, no disparó, pues quería capturarlo con vida. Pero jamás perdió su rastro, pese a lo negro que estaba el cielo y lo oscuro de la noche, y el venado siguió su camino hasta que el joven ya no supo dónde estaba. Atravesaron bosques inmensos donde el aire estaba repleto de susurros y un pálido y mortecino resplandor brotaba de los troncos podridos que yacían en el suelo, y justamente cuando el hombre creyó haber perdido al venado, lo vio frente a él todo blanco y resplandeciente; corrió velozmente tras él, pero el venado fue más rápido, de modo que no pudo atraparlo.

Atravesaron bosques inmensos, cruzaron ríos a nado, vadearon negros pantanos en los que el suelo burbujeaba y el aire estaba lleno de fuegos fatuos; el venado, en su huida, bajó a angostos valles rocosos donde el aire olía a panteón, y el hombre siguió tras él.

Escalaron grandes montañas y el hombre escuchó al viento bajar del cielo, y el venado siguió huyendo y el hombre siguió tras él. Finalmente salió el sol y el joven descubrió que se encontraba en un país que jamás había visto antes; era un hermoso valle atravesado por una corriente transparente, con una gran colina redonda en el centro. El venado descendió al valle, en dirección a la colina, y parecía hallarse cansado, pues iba cada vez más despacio, y el hombre, aunque también estaba muy cansado, empezó a correr más deprisa, seguro de que, finalmente, capturaría al venado. Pero justamente al llegar al pie de la colina, cuando el hombre alargaba la mano para atrapar al venado, éste desapareció bajo tierra; y el hombre empezó a llorar porque sentía haberlo perdido después de una cacería tan larga.

Pero mientras lloraba descubrió una entrada en la colina, justo frente a él, la franqueó y se encontró completamente a oscuras, pero siguió adelante, pues pensaba dar con el venado blanco. De pronto se hizo la luz y pudo verse el cielo, el sol resplandeciente, pájaros cantando en los árboles y una hermosa fuente. Junto a ella estaba sentada una adorable dama, la reina de las hadas, que le dijo al hombre que se había transformado en venado para llevarle hasta allí, debido a lo mucho que le amaba. Luego sacó una gran copa de oro cubierta de joyas, procedente de su palacio mágico, y le ofreció en ella vino. Bebió él, y cuanto más bebía más ansias tenía de beber, pues el vino estaba encantado. De modo que besó a la dama y la hizo su esposa, y permaneció todo el día y toda la noche en la colina donde ella vivía. Cuando despertó se encontró tumbado en el suelo, cerca del lugar en donde había visto por vez primera al venado; allí estaba su caballo y sus perros, esperándole, y al levantar la vista vio que el sol estaba poniéndose detrás de la montaña. Regresó a su casa y vivió muchos años, pero jamás volvió a besar a ninguna otra dama porque había besado a la reina de las hadas, y nunca más volvió a beber vino corriente, ya que había probado el vino encantado. A veces la niñera me contaba cuentos que había oído a su bisabuela, que era muy anciana y vivía sola en una casa de campo en la montaña; la mayoría de ellos trataban de una colina, donde, hace mucho tiempo, la gente solía reunirse de noche para jugar a toda clase de juegos y hacer cosas raras que la niñera me contó, pero que yo no pude entender. Según ella, ahora, a excepción de su bisabuela, todos habían olvidado aquello, y nadie sabía dónde estaba la colina, ni siquiera su bisabuela.

Sin embargo, me contó una extraña historia relacionada con esa colina, y me estremecí al recordarla. Me dijo que la gente iba siempre allí en verano, cuando hacía mucho calor, y tenían que bailar mucho. Al principio todo estaba a oscuras y había allí árboles que ensombrecían mucho más el lugar; la gente venía, uno tras otro, de todas direcciones, por un sendero secreto; dos de ellos se quedaban a vigilar, y todos los que subían tenían que hacerles una señal muy extraña, que la niñera me enseñó lo mejor que pudo, aunque dijo que no podía enseñármela como es debido. Acudía toda clase de gente: personas bien nacidas y aldeanos, algunos ancianos, chicos y chicas, y bastantes niños pequeños, que se sentaban y observaban. Todo estaba a oscuras cuando llegaban, excepto un rincón donde alguien quemaba algo que olía fuerte y fragante y les hacía reír, mientras se veía el resplandor de los carbones y el humo rojo elevándose.

Entraban todos, y cuando lo había hecho el último la puerta desaparecía, de modo que nadie más podía entrar, aunque supiese que al otro lado había algo. En cierta ocasión, un caballero extranjero, que llevaba cabalgando un buen trecho, se extravió de noche y su caballo le condujo al mismo centro de esta región salvaje, por todas partes había espantosos pantanos y grandes piedras, agujeros en el suelo, y los árboles parecían horcas, pues tenían largos brazos negros que se extendían a través del camino. Este caballero estaba muy asustado y su caballo comenzó a temblar, hasta que, finalmente, se detuvo y no hubo forma de hacerle seguir, por lo que el caballero descabalgó e intentó llevarlo de las riendas, mas no consiguió moverlo, estando todo él cubierto de un sudor cadavérico. Así que el caballero continuó solo, internándose cada vez más en la región salvaje, hasta que al fin llegó a un lugar oscuro, donde oyó gritos, cánticos y llantos, como jamás había oído anteriormente. Todo sonaba muy cerca, pero no podía ver nada, así que se puso a dar voces y, mientras lo hacía, algo apareció a sus espaldas y, en un momento, quedó inmovilizado de pies, manos y boca y se desvaneció. Cuando volvió en sí estaba tumbado al borde del camino, exactamente donde se había perdido el caballo la primera vez, bajo un roble seco de tronco ennegrecido, y su montura estaba atada a su lado. De modo que cabalgó hasta la ciudad y allí contó a la gente lo que le había sucedido; algunos se asombraron, pero otros sabían de lo que se trataba. Una vez que todos habían entrado, la puerta desaparecía para que nadie más pudiera pasar por ella. Y cuando estaban todos dentro, reunidos en círculo, tocándose unos a otros, alguien comenzaba a cantar en la oscuridad, y otro hacía un ruido parecido al trueno con un objeto que tenían a propósito.

En las noches de calma, la gente oía aquel estruendoso ruido mucho más lejos de la región salvaje, y algunos, que creían saber lo que pasaba, solían hacerse una señal en el pecho cuando despertaban en sus lechos en plena noche y oían aquel terrible ruido grave, parecido al trueno en las montañas. El ruido y los cánticos continuaban, y la gente, agrupada en círculo, se balanceaba de un lado para otro; la canción estaba en una antigua lengua que nadie conoce ahora, y la tonada era extraña. La niñera decía que su bisabuela había conocido, siendo todavía muy niña, a un hombre que se acordaba un poco de la canción; luego trató de contarme algo de ella, y la tonada era tan rara que me quedé completamente helada y se me puso la carne de gallina, como si hubiese tocado algo muerto. Unas veces era un hombre quien la cantaba, y otras una mujer; y, de vez en cuando, el que la cantaba lo hacía tan bien que dos o tres personas allí presentes caían al suelo gritando. El cántico proseguía y la gente seguía balanceándose durante un buen rato, y, por fin, la luna se elevaba por encima de un lugar que llamaban Tole Deol, ascendía y los iluminaba dando vueltas, rodeados de un espeso humo procedente de los carbones encendidos.

Entonces cenaban. Un chico y una chica les servían la cena; el chico portaba una gran copa de vino, y la chica una barra de pan, e iban pasándose de uno a otro el pan y el vino, que sabían muy distintos del pan y el vino corrientes y transformaban a cuantos los probaban. Luego se levantaban todos y bailaban, y sacaban objetos secretos de sus escondites, y jugaban a juegos extraordinarios, y bailaban en círculo a la luz de la luna, y, a veces, había gente que desaparecía de repente y nunca más se tenían noticias de ellos ni nadie sabía lo que les había sucedido. Y bebían más de aquel curioso vino, y fabricaban imágenes y las adoraban; y un día que salimos a pasear, al pasar por un lugar donde había un montón de arcilla húmeda, me enseñó cómo se fabricaban estas imágenes. De modo que me preguntó si me gustaría saber qué eran aquellas cosas que hacían en la colina, y le dije que sí. Entonces me pidió que le prometiera no decir ni una sola palabra a ningún ser viviente, pues si lo hacía sería arrojada al pozo negro con los muertos. Le contesté que no se lo contaría a nadie, pero ella siguió diciéndome lo mismo una y otra vez, hasta que se lo prometí...

Así es que tomó mi pala de madera, extrajo arcilla, la puso en mi cubo de hojalata, y me advirtió que, si nos encontrábamos con alguien, dijera que pensaba hacer pasteles al regresar a casa. Luego proseguimos el camino hasta llegar a un matorral que crecía junto a la carretera. La niñera se detuvo, miró la carretera de arriba a abajo, atisbó luego, a través del soto, el campo que se extendía al lado opuesto, y exclamó: ¡Rápido! Entonces corrimos hacia el matorral, nos arrastramos a su interior, y salimos igualmente a rastras entre unos arbustos, hasta distanciarnos un buen trecho de la carretera. Después nos sentamos bajo un arbusto; ardía en deseos de saber lo que la niñera iba a hacer con la arcilla, pero, antes de empezar, me hizo prometer otra vez que no diría ni una palabra. Nos sentamos y sacó la arcilla y comenzó a amasarla con las manos, a darle vueltas. Luego la ocultó un momento bajo una hoja de romaza, la volvió a sacar, y después se levantó, se sentó, dio vueltas en torno de una manera especial, y todo el tiempo estuvo cantando en voz baja una especie de rima, mientras su rostro enrojecía. Luego se sentó, tomó la arcilla y comenzó a darle la forma de un muñeco, pero no como los que tengo en casa; así que hizo con la arcilla húmeda el muñeco más raro que he visto, y lo escondió debajo de un arbusto para que se secara y endureciese, y mientras estuvo haciendo esto no dejaba de cantar aquellas rimas, y su rostro enrojecía cada vez mas. De modo que dejamos allí el muñeco, donde nadie lo pudiera encontrar. Y unos días después volvimos y, al llegar a esa parte angosta y oscura de la senda, la niñera me hizo prometer todo de nuevo, miró en torno como hizo la otra vez, y nos arrastramos por entre los arbustos hasta llegar al matorral donde estaba escondido el hombrecillo de arcilla.

Lo recuerdo muy bien, aunque no tenía más de ocho años, y desde hace otros ocho estoy poniéndolo todo por escrito; el cielo era de color azul violáceo, y, en medio del matorral había un enorme y viejo árbol cubierto de flores, al otro lado, un macizo de ulmarias; cuando pienso en aquel día, el perfume de las ulmarias y de las flores del árbol parece llenar mi habitación, y si cierro los ojos puedo ver el cielo surcado de nubes muy blancas, y a la niñera, que hace mucho tiempo se marchó de casa, sentada frente a mí, con su gran parecido a la hermosa dama blanca del bosque. Nos sentamos, sacó el muñeco de arcilla del lugar secreto, y dijo que teníamos que presentarle nuestros respetos y que ella me mostraría lo que tenía que hacer, para lo cual debía observarla. Así que hizo toda clase de cosas raras con el hombrecillo de arcilla, y advertí que estaba bañada en sudor pese a haber caminado muy despacio; entonces me dijo que presentase mis respetos, y yo hice todo lo que le vi hacer a ella, porque la quería y se trataba de un juego poco corriente. Me dijo que si alguien amaba bastante, el hombre de arcilla servía de mucho, con tal de hacer ciertas cosas con él; y si alguien odiaba mucho, aquél era igualmente útil, sólo que había que hacer cosas distintas. Jugamos con él mucho rato e imaginamos toda suerte de cosas. La niñera me dijo que su bisabuela le había contado todo lo referente a esas figuras, y que no existía mal alguno en lo que habíamos hecho, solamente era un juego. Sin embargo, me contó una historia acerca de estas figuras, que me asustó mucho, la cual recordé aquella noche en que estuve tumbada despierta en mi dormitorio, en medio de la oscuridad, pensando en lo que había visto en el bosque secreto. Según la niñera, hubo una vez una joven dama de elevada alcurnia que vivía en un gran castillo. Era tan bella que todos los caballeros querían casarse con ella, ya que se trataba de la más adorable criatura jamás vista, y era muy amable con todo el mundo, por lo que todos pensaban que era muy buena.

Pero, aunque fue muy cortés con los caballeros que deseaban casarse, los rechazó a todos y dijo que no podía decidirse, y que ni siquiera estaba segura de querer casarse. Su padre, que era un importante señor, se enfadó, y le preguntó por qué no elegía a alguno de los guapos solteros jóvenes que frecuentaban el castillo.

Pero ella respondió que no amaba a ninguno y que debía esperar; y añadió que si insistían se iría y se metería monja en algún convento. De modo que todos los caballeros dijeron que se marcharían y esperarían un año y un día, y pasado este tiempo regresarían de nuevo y le preguntarían con cual de ellos se casaría. Así que se fijó la fecha de partida y todos los caballeros se fueron, luego que la dama les prometiera que, al cabo de un año y un día, celebraría sus bodas con uno de ellos. Pero la verdad es que ella era la reina del pueblo que bailaba en la colina las noches de verano y, en las noches apropiadas, cerraba la puerta de su habitación, salía furtivamente del castillo en compañía de su doncella por un pasadizo secreto, y se iban a la colina. Sabía más de estas cosas secretas que cualquiera, y más de lo que nadie ha sabido antes o después, ya que no contó a nadie sus secretos. Sabía hacer las cosas más atroces: destrozar a los jóvenes, maldecir a la gente, y otras cosas que nunca pude entender. Su verdadero nombre era Lady Avelin, pero la gente danzarina la llamaba Cassap, que en la antigua lengua significa alguien muy sabio. Era más blanca que cualquiera de ellos, y más alta, y sus ojos brillaban en la oscuridad; sabía cantar canciones que el resto desconocía, y cuando lo hacía, caían todos de bruces y la adoraban. También sabía hacer lo que ellos llamaban shibshow, que era un hechizo estupendo.

Le decía a su padre que quería ir a los bosques a buscar flores, él la dejaba ir, y se iba con su doncella a los bosques donde nadie acudía, y la doncella se quedaba a vigilar. Entonces, la dama se tumbaba bajo los árboles, empezaba a cantar una determinada canción, extendía los brazos, y, de todas partes del bosque, llegaban enormes serpientes, silbando y deslizándose por entre los árboles, y sacando sus lenguas bífidas mientras reptaban en dirección a la dama. Llegaban hasta ella y se enroscaban alrededor de su cuerpo, de sus brazos y de su cuello, hasta cubrirla de serpientes enroscadas de manera que sólo se le viera la cabeza. Ella les susurraba y les cantaba, y las serpientes se enroscaban a su alrededor cada vez más deprisa, hasta que les decía que se fueran. Inmediatamente se iban todas de vuelta a sus agujeros, y sobre el pecho de la dama quedaba una piedra de lo más curioso y bello, en forma de huevo, de color azul oscuro y amarillo, rojo y verde, con marcas como escamas de serpiente. Se la consideraba una piedra mágica, y con ella podía hacerse toda clase de prodigios; la niñera decía que su bisabuela había visto con sus propios ojos una piedra mágica y, en efecto, era brillante y escamosa como una serpiente. La dama sabía hacer también otras muchas cosas, pero estaba firmemente determinada a no casarse. Había varios caballeros que querían casarse con ella, pero, sobre todo, cinco cuyos nombres eran Sir Simon, Sir John, Sir Oliver, Sir Richard y Sir Rowland. Los demás creían que la dama decía la verdad y que elegiría a uno de ellos por marido al cabo de un año y un día; solamente Sir Simon, que era muy astuto, pensaba que les estaba engañando y juró estar alerta y tratar de descubrir algo. Pese a ser muy sensato, era todavía muy joven y tenía un rostro lampiño y suave como una chica; fingió, como los demás, que no volvería al castillo en un año y un día, y anunció que se marchaba a países extranjeros allende los mares.

Pero, en realidad, sólo se alejó un poco y regresó disfrazado de criada, consiguiendo un empleo en el castillo como fregaplatos. Esperó, observó, escuchó y calló; se ocultaba en lugares oscuros, y por la noche se mantenía en vela y espiaba, y oyó y vio cosas que le parecieron muy extrañas. Era tan astuto que le contó a la chica que servía a la dama que, en realidad, era un hombre y que se había vestido de mujer porque la amaba tanto que quería estar en la misma casa que ella; la chica se alegró tanto que le contó muchas cosas, y cada vez estaba más seguro de que Lady Avelin les estaba engañando a él y a los demás.

Y era tan listo, y contó tantas mentiras a la criada, que una noche se las arregló para esconderse en la habitación de Lady Avelin, detrás de las cortinas. Permaneció completamente callado e inmóvil, y, finalmente, llegó la dama. Se inclinó bajo la cama y levantó una piedra; debajo había un hoyo, del que sacó una figura de cera igual a la de arcilla que la niñera y yo habíamos hecho en la maleza. Sus ojos ardieron todo el tiempo como rubíes. Cogió en brazos al muñeco de cera y lo oprimió contra su pecho, y le murmuró y le susurró cosas, y lo levantó y lo puso de nuevo en el suelo, y lo sostuvo en alto y lo bajó, y lo puso otra vez en el suelo. Y dijo:

-Bienaventurado sea el que engendró al obispo, que ordenó al clérigo, que casó al hombre, que poseyó a la mujer, que moldeó la colmena, que albergó a la abeja, que recogió la cera de la que está hecho mi único amor verdadero-.

Luego sacó un gran cuenco dorado, y una gran jarra de vino, y vertió un poco de vino en el cuenco; después metió poco a poco el maniquí en el vino y lo lavó. Luego se dirigió a un aparador, cogió un pequeño pastel redondo, se lo puso en la boca a la figura, y después cargó con ella suavemente y la tapó. Sir Simon, que había estado espiando todo el tiempo, pese a hallarse terriblemente asustado, vio inclinarse a la dama y extender los brazos, susurrar y cantar; entonces, el caballero descubrió junto a ella a un apuesto joven que la besaba en los labios. Y juntos bebieron vino del cuenco dorado, y juntos se comieron el pastel. Pero cuando salió el sol, únicamente quedaba el diminuto muñeco de cera, que la dama escondió otra vez en el hueco de debajo de la cama. De modo que Sir Simon se enteró perfectamente de quién era la dama, y esperó y vigiló hasta que el plazo que ella fijó casi hubiera finalizado, y sólo faltara una semana para cumplirse el año y un día. Una noche que estaba espiando, oculto tras las cortinas de la habitación de la dama, la vio haciendo más muñecos de cera.

Hizo cinco y los escondió. La noche siguiente cogió uno, lo levantó, llenó de agua el cuenco dorado, tomó al muñeco por el cuello, y lo metió bajo el agua. Entonces dijo:

-Sir Dickon, Sir Dickon, tu día ha llegado, en oscuras aguas morirás ahogado.

Al día siguiente llegaron noticias de que Sir Richard se había ahogado en un vado. Y esa noche la dama cogió otro muñeco, le ató un cordón violeta alrededor del cuello, y lo colgó de un clavo. Entonces dijo:

-Sir Rowland, de tu vida el plazo ha terminado, de lo alto de un árbol te veo colgado.

Y al día siguiente llegaron noticias de que a Sir Rowland le habían ahorcado en el bosque unos salteadores. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y le clavó un alfiler en el corazón. Entonces dijo:

-Sir Noll, Sir Noll, cesa así tu vida, traspasado el corazón por honda herida.

Y al día siguiente llegaron noticias de que Sir Oliver se había peleado en una taberna y un desconocido le había apuñalado en el corazón. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y lo puso al fuego de carbón hasta que se derritió. Entonces dijo:

-Sir John, al polvo regresarás, en febril fuego te consumirás.

Y al día siguiente llegaron noticias de que Sir John había muerto abrasado por la fiebre.

Entonces Sir Simon abandonó el castillo, montó en su caballo, se fue a ver al obispo, y le contó todo. El obispo envió a sus hombres, los cuales prendieron a Lady Avelin, descubriendo todo cuanto había hecho. De modo que un día después de cumplirse el año y un día, fecha en que debía casarse, la llevaron por toda la ciudad en su bata, la ataron a una gran estaca en la plaza del mercado, y la quemaron viva, con la figura de cera colgándole del cuello. La gente dijo que el hombre de cera chilló al ser consumido por las llamas. Una y otra vez pensé en esta historia mientras yacía despierta en la cama, y me pareció estar viendo a Lady Avelin en la plaza del mercado, su hermoso cuerpo blanco devorado por las llamas. Y tantas vueltas le di que me pareció estar metida yo misma en la historia, y me imaginé ser la dama, y que vendrían a prenderme para ser quemada en la hoguera a la vista de toda la ciudad. Y me pregunté si a ella le hubiera preocupado eso, después de tantas cosas extrañas como había hecho, o si le habría dolido mucho que la quemaran en la hoguera. Una y otra vez intenté olvidar las historias de la niñera, y recordar el secreto que presencié aquella tarde, y lo que había en el bosque secreto; pero no lograba ver más que la oscuridad y un breve destello, que pronto desaparecía, y a continuación únicamente me veía a mí misma corriendo, hasta que una luna muy blanca surgía por encima de la sombría colina. Entonces de nuevo me volvieron a la memoria los viejos cuentos y las extrañas rimas que la niñera solía cantarme. Había una que empezaba Hasly cumsy, Helen musty, que ella solía cantarme dulcemente cuando quería que me durmiese. Y me puse a cantarla para mis adentros hasta quedarme dormida.

A la mañana siguiente estaba muy cansada y apenas pude estudiar mis lecciones, y me alegré mucho cuando terminé y me puse a almorzar, pues quería salir y estar sola. Era un día caluroso y fui a una linda colina cubierta de césped, junto al río, y me senté encima del viejo chal de mi madre. El cielo estaba gris, como el día anterior, pero había una especie de resplandor blanco, y desde donde yo estaba sentada, podía contemplar todo el pueblo, tan inmóvil, silencioso y blanco como un cuadro. Recordé que fue en esa colina donde la niñera me enseñó a jugar un antiguo juego llamado Ciudad de Troya, en el que una tenía que bailar, enroscarse y retorcerse sobre un dibujo trazado en la hierba, y luego, cuando ya había bailado y dado suficientes vueltas, la otra persona te hacía preguntas que no podías evitar el contestar, quisieras o no, y tenías la impresión de que debías hacer cualquier cosa que ella te ordenara. La niñera decía que solía haber muchos juegos como ése. Había uno mediante el cual podías convertir a la gente en lo que quisieras, y un anciano que su bisabuela había conocido sabía de una chica que se había convertido en una serpiente. Existía otro juego muy antiguo consistente en bailar, retorcerse y dar vueltas, mediante el cual podías sacar a una persona de su propio ser y retenerla en tu poder todo el tiempo que quisieras, mientras su cuerpo seguía paseándose completamente vacío y sin sentido. Pero yo fui a aquella colina porque quería meditar sobre lo que había ocurrido el día anterior y sobre el secreto del bosque. Desde el lugar donde estaba sentada podía ver, al otro lado del pueblo, el claro que encontré, por donde un pequeño arroyo me condujo hasta un país desconocido.

Imaginé que, de nuevo, seguía el curso del arroyo, y repasé todo el camino mentalmente; por último llegué al bosque, me arrastré entre los arbustos, y entonces vi algo en la oscuridad que me hizo sentir como si estuviera llena de fuego, como si deseara bailar, cantar y volar, pues me notaba cambiada y estupenda. Pero lo que vi no había cambiado nada, ni había envejecido, y me pregunté una y otra vez cómo podían suceder semejantes cosas, y si serían realmente ciertas las historias de la niñera, porque a la luz del día y al aire libre todo parecía diferente que por la noche. Una vez le conté a mi padre uno de esos cuentos, que trataba de un fantasma, y le pregunté si era cierto; él lo negó rotundamente diciendo que la gente ignorante creía en semejantes disparates. Se enfadó mucho con la niñera por haberme contado el cuento, y la regañó; después de eso, ella me hizo prometer que nunca más susurraría ni una sola palabra de lo que me contara, pues si lo hacía sería mordida por la gran serpiente negra que vivía en la charca del bosque.

Completamente a solas en la colina, me pregunté qué habría de verdad en todo aquello. Había visto algo muy asombroso y muy hermoso, sabía un cuento, y si realmente había visto eso y no lo había inventado a partir de las tinieblas, las ramas negras y el brillante resplandor que iba subiendo hasta el cielo por detrás de la gran colina redonda, si de verdad lo había visto, entonces había todo tipo de cosas maravillosas, encantadoras y terribles en que pensar, de modo que suspiré y temblé, y ardía pese a estar helada. Bajé la mirada hacia el pueblo, tan inmóvil y silencioso como un inofensivo cuadro, y pensé una y otra vez si no sería todo cierto. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera decidir algo; el corazón me palpitaba de una forma tan extraña que parecía susurrarme todo el tiempo que todavía no me había sacado aquello de la cabeza; y, no obstante, parecía completamente imposible, y sabía que mi padre y todos los demás dirían que era un terrible disparate.

Jamás pensé decirle a él o a cualquier otro ni una palabra del asunto, porque sabía que de nada serviría y únicamente me acarrearía burlas y reprimendas; así que durante un tiempo fui muy discreta, sin dejar por ello de pensar y de maravillarme; y de noche solía soñar cosas asombrosas, y a veces me despertaba de madrugada gritando con los brazos extendidos. También me asustaba porque, de ser cierta la historia, existían evidentes peligros, y podía sucederme algo espantoso, a menos que tuviera mucho cuidado.

Aquellos viejos cuentos no se me iban de la cabeza ni de noche ni de día, constantemente volvía sobre ellos y me los contaba a mí misma una y otra vez, mientras paseaba por los mismos lugares en donde la niñera me los había contado; y cuando me sentaba en la habitación de los niños junto al fuego, solía imaginarme que la niñera estaba sentada en la otra silla, contándome en voz baja alguna maravillosa historia por miedo a que alguien la oyera. Pero ella prefería contarme esas cosas cuando estábamos en el campo, lejos de casa, porque, según ella, eran grandes secretos y las paredes oyen.

Y si se trataba de algo mucho más secreto, teníamos que ocultarnos en matorrales o bosques; solía pensar que era muy divertido arrastrarse a lo largo de un seto, y, de pronto, meterse entre los arbustos o correr hacia el bosque, estando seguras de que nadie nos veía. De modo que sabíamos que nuestros secretos eran solamente nuestros, y que nadie más sabía nada de ellos. De vez en cuando, después de habernos escondido según acabo de describir, acostumbraba a enseñarme toda clase de cosas raras.

Un día, recuerdo que estábamos escondidas en un matorral de avellano que domina el arroyo. La niñera dijo que me enseñaría algo divertido que me haría reír, y entonces me mostró cómo poner patas arriba toda una casa sin que nadie se dé cuenta, haciendo saltar ollas y cacerolas, rompiendo la porcelana, y provocando que las sillas caigan unas encima de las otras. Lo intenté un día en la cocina, y comprobé que podía hacerlo bastante bien: una fila entera de platos cayó del aparador, y la pequeña mesa auxiliar de la cocinera se volvió delante de sus ojos, según dijo, asustándose tanto y poniéndose tan blanca que no lo volví a hacer, pues la estimaba. Más tarde, en el bosquecillo de avellanos, donde me había enseñado a hacer que las cosas se caigan, me explicó la manera de provocar ruido como de golpes, y aprendí también a hacerlo.

Después me enseñó rimas para determinadas ocasiones, extraños signos para ejecutar en otras circunstancias, y otras cosas que su bisabuela le había enseñado cuando era una niña. Y ésas fueron las cosas en las que pensé aquellos días, después del extraño paseo en el que creí descubrir un gran secreto, y deseé que la niñera estuviera aquí para preguntarle al respecto, pero se había marchado hacía más de dos años y nadie parecía saber adónde se había ido. Pero yo siempre recordaré aquellos días aunque viva muchos años más, pues constantemente me sentía muy extraña, perpleja e incrédula, y unas veces me notaba completamente segura y decidida, y otras estaba convencida de que tales cosas realmente no podían suceder, y vuelta a empezar. Pero tuve mucho cuidado de no hacer ciertas cosas que pudieran ser peligrosas. Así que esperé y medité durante mucho tiempo, y aunque no estaba completamente segura de nada, nunca me atreví a indagar más. Pero un día tuve la certeza de que todo lo que dijo la niñera era verdad, y me encontré muy sola al descubrirlo.

Temblé de pies a cabeza, de alegría y espanto al mismo tiempo, y corrí tan rápida como pude hacia uno de aquellos matorrales que solíamos frecuentar, y me deslizé en su interior, y cuando llegué al más antiguo de todos ellos me tapé la cara con las manos y me tumbé boca abajo sobre la hierba, y permanecí inmóvil durante un par de horas, susurrándome a mí misma deliciosas y terribles cosas, y repitiendo una y otra vez ciertas palabras. Todo era cierto, maravilloso y espléndido, cuando recordaba la historia que conocía, y pensaba en lo que realmente había visto, me daban escalofríos y el aire parecía llenarse de perfumes y flores y canciones. Primero de todo quise moldear un hombre de arcilla, como el que había hecho la niñera hacía tanto tiempo, y tuve que inventarme varios planes y estrategias, y vigilar, y pensar las cosas de antemano, a fin de que nadie pudiera imaginarse lo que estaba haciendo o iba a hacer, pues era demasiado mayor para llevar arcilla en un cubo de hojalata.

Al fin ideé un plan, llevé la arcilla húmeda al matorral e hice lo mismo que había hecho la niñera, sólo que la figura que yo hice era mucho más perfecta que la de ella; y cuando la terminé, hice cuanto pude imaginar y mucho más de lo que ella hizo, por lo que su aspecto era mucho mejor.

Pocos días después, habiendo terminado de estudiar, recorrí por segunda vez el camino del arroyo que me había conducido a un país extraño. Lo seguí, pasé por entre los arbustos y bajo las ramas, y atravesé los matorrales de la colina y los sombríos bosques. Luego me arrastré por el oscuro túnel por donde pasaba antes el arroyo, cuyo suelo era pedregoso, hasta que finalmente llegué al matorral que trepaba por la colina, y, aunque las hojas estaban brotando de los árboles, todo estaba tan tenebroso como la primera vez que fui allá. El matorral era el mismo, y lo atravesé despacio hasta salir a la gran colina pelada, donde empecé a caminar entre maravillosas rocas. Vi que el terrible voor lo envolvía todo de nuevo, pues, aunque el cielo estaba más claro, el anillo que formaban las yermas colinas circundantes estaba todavía en sombras, los bosques que las cubrían parecían espantosos, y las extrañas rocas eran tan grises como de costumbre. Cuando las recorrí con la mirada desde lo alto del gran montículo, sentada encima de la piedra, pude contemplar sus asombrosos círculos y cercos, unos dentro de otros, y tuve que permanecer completamente inmóvil, sin perderlos de vista, cuando empezaron a volverse hacia mí; cada piedra bailaba en su sitio, y todas parecían girar en un gran torbellino, como si estuviesen en medio de las estrellas y las oyeran precipitarse a través de la atmósfera. De modo que bajé entre las rocas para bailar con ellas y cantar extraordinarias canciones, y atravesé el otro matorral, y bebí del claro riachuelo del poco accesible y secreto valle, posando los labios en la burbujeante agua; luego proseguí hasta llegar al hondo y rebosante pozo, rodeado de reluciente musgo, y me senté al lado. Miré al frente hacia la oscuridad secreta del valle; detrás de mí se alzaba el elevado muro de hierba, y a mi alrededor los espesos bosques que hacían del valle un lugar secreto. Sabía que no había ninguna otra persona aparte de mí, y que nadie podía verme.

Así que me quité las botas y los calcetines y metí los pies en el agua, pronunciando las palabras que sabía.

El agua no estaba tan fría como yo pensaba, sino que era cálida y muy agradable, y cuando mis pies se introdujeron en ella, tuve la impresión de que eran de seda o que la ninfa me los besaba. Hecho esto, pronuncié las restantes palabras e hice las señales convenidas; luego, me sequé los pies con una toalla que me había llevado a propósito, y me puse los calcetines y las botas. Después trepé por la empinada pared y llegué al lugar donde estaban las hoyas, y los dos bellos montículos, y las redondas lomas de tierra, y las figuras extrañas. Esta vez no bajé a la hoya, sino que, al final, retrocedí y vislumbré las figuras con bastante claridad, pues había más luz, y recordé una historia que había olvidado completamente; en esa historia las dos figuras se llamaban Adán y Eva, y sólo los que conocen la historia comprenden lo que esto quiere decir. Luego proseguí mi camino hasta llegar al bosque secreto que no debe ser descrito, y me arrastré en su interior por el pasadizo que había descubierto. Y cuando había cubierto aproximadamente la mitad del recorrido me detuve, me volví, me preparé, me tapé los ojos con un pañuelo y me aseguré de que no podía ver nada en absoluto, ni una ramita, ni la punta de una hoja, ni la luz del cielo, pues era un viejo pañuelo de seda roja con grandes lunares amarillos, que me daba dos vueltas a la cabeza y cubría mis ojos de forma que no pudiera ver nada.

Entonces comencé a andar, paso a paso, muy despacio. Mi corazón latía cada vez más deprisa, y algo me subía por la garganta que me ahogaba y me provocaba ganas de gritar, pero no despegué los labios y continué. Las ramas se prendían en mis cabellos al andar, y los gigantescos espinos me desgarraban la carne; no obstante, seguí adelante hasta el final del sendero. Entonces me detuve, extendí los brazos y me incliné, y al principio di un rodeo, tanteando con las manos, y no encontré nada. La segunda vez di otro rodeo, tanteando con las manos, y tampoco hallé nada. Entonces lo intenté por tercera vez, tanteando con las manos, y la historia resultó ser cierta, y deseé que hubieran pasado los años para no tener que esperar tanto tiempo a ser feliz para siempre.

La niñera debió de haber sido uno de esos profetas que menciona la Biblia. Todo lo que dijo empezó a cumplirse, y desde entonces han ocurrido otras cosas que ella me contó. Así fue como llegué a saber que sus historias eran verídicas y que yo no me había inventado nada. Pero aquel día sucedió también otra cosa. Acudí por segunda vez al lugar secreto en el hondo y rebosante pozo; mientras permanecía de pie sobre el musgo, me incliné y miré al pozo, y entonces supe quién era la dama blanca que había visto salir del agua en aquel bosque hace mucho tiempo, siendo muy pequeña.

Me estremecí, pues esto me reveló otras cosas. Entonces recordé que poco después de haber visto a la gente blanca en el bosque, la niñera me preguntó más cosas acerca de ellos; se lo volví a contar todo otra vez, lo escuchó sin pronunciar palabra durante mucho tiempo, y por fin dijo: -La verás de nuevo-. Así comprendí lo que había pasado y lo que iba a pasar.

Y entendí todo lo referente a las ninfas: cómo encontrarlas en cualquier lugar; que ellas me ayudarían siempre; y que debía buscarlas siempre bajo todo tipo de apariencias y formas extrañas. Sin las ninfas nunca hubiera podido descubrir el secreto; sin ellas, ninguna de las demás cosas podrían haber sucedido. La niñera me había contado todo lo relacionado con ellas hacía mucho tiempo, pero las llamaba por otro nombre, y no supe lo que quería decir, ni qué significaban sus cuentos, solamente que eran muy raros.

Había dos clases de ninfas, las claras y las oscuras, y ambas eran encantadoras y maravillosas; algunos únicamente veían a las de una clase; otros solamente a las de la otra; pero había quien veía a las de ambas. Normalmente aparecían primero las oscuras, y luego llegaban las claras, y acerca de ambas se contaban extraordinarios cuentos. Un día o dos después de haber regresado a casa procedente del lugar secreto, fue cuando conocí realmente a las ninfas por vez primera.

La niñera me había enseñado a llamarlas y yo había intentado hacerlo; pero no entendí lo que ella quiso decirme, de modo que pensé que eran tonterías. Pero me decidí a intentarlo otra vez; me dirigí al bosque en donde estaba la charca en la que había visto a la gente blanca y lo intenté de nuevo. Vino Alanna, la ninfa oscura, y convirtió la charca de agua en charca de fuego...


Epílogo.

-¡Qué historia más extraña! -dijo Cotgrave, devolviendo el libro verde al solitario Ambrose-. En líneas generales la he entendido, pero hay muchas cosas que se me escapan. Por ejemplo, en la última página, ¿qué quiere decir eso de ninfas?
-Bien, creo que en todo el manuscrito hay referencias a ciertos procesos que se han trasmitido por tradición popular a través de los siglos. Algunos de estos procesos están empezando a entrar dentro de la competencia de la ciencia, que ha llegado a ellos mediante procedimientos totalmente diferentes. Yo he interpretado la referencia a las ninfas como una referencia a uno de estos procesos.
-¿Cree usted que existen semejantes cosas?
-¡Oh!, sí que lo creo, y me parece que puedo proporcionarle pruebas convincentes sobre ese punto. Me temo que no se haya preocupado usted del estudio de la alquimia. Es una pena, porque, en todo caso, su simbolismo es muy hermoso, y además, si estuviera usted al corriente de ciertos libros sobre el tema, podría recordarle frases susceptibles de explicar buena parte del manuscrito que acaba de leer.
-De acuerdo. Pero me gustaría saber si usted cree que existe algún fundamento bajo esas fantasías. ¿No pertenecen todas ellas a la esfera de la poesía? ¿No son un curioso sueño que el hombre se ha consentido a sí mismo?
-Sólo puedo decirle que, sin duda, lo más conveniente para la gran masa de gente es rechazarlas como un sueño. Pero si me pregunta usted lo que de verdad creo, eso es harina de otro costal. No, no diría yo que creo, sino más bien que conozco. Le aseguro que he conocido casos de hombres que han tropezado de forma completamente accidental con algunos de esos procesos, y se han asombrado de sus consecuencias inesperadas. En los casos de que hablo no podía haber ninguna posibilidad de sugestión o de acto subconsciente de ningún tipo. Igual podría suponerse entonces que un estudiante se sugestiona con la existencia de Esquilo cuando empolla mecánicamente las declinaciones griegas.

-Pero ya se habrá usted dado cuenta de la oscuridad del relato -prosiguió Ambrose-. En este caso particular debe haber sido dictada por el instinto, ya que la escritora nunca pensó que su manuscrito caería en otras manos. Pero la experiencia ha sido general, por muchas y excelentes razones. Las medicinas realmente eficaces, que también son, forzosamente, virulentos venenos, se guardan en un armario cerrado; un niño puede encontrar la llave por casualidad y bebérselas hasta morir. Pero en la mayoría de los casos la búsqueda es intencionada, y los frascos contienen preciosos elixires para todo aquel que pacientemente se haya fabricado su propia llave.
-¿No le importaría entrar en detalles?
-No, francamente no. Prefiero que siga usted sin convencerse. Pero ya vio usted cómo ilustra el manuscrito la charla que sostuvimos la semana pasada.
-¿Vive todavía la chica?
-No. Yo fui uno de los que la encontraron. Conocí bien a su padre; era abogado y jamás se preocupó de ella. No pensaba más que en escrituras y arrendamientos, de manera que las noticias que le llegaron le causaron una espantosa sorpresa. Había desaparecido una mañana, supongo que alrededor de un año después de haber escrito lo que usted ha leído. Llamaron a las criadas, y éstas contaron algunas cosas y dieron la única explicación lógica, aunque completamente errónea. Descubrieron el libro verde en algún rincón de su cuarto, y yo la encontré a ella en el lugar que describió con tanto pavor, tumbada en el suelo frente a la imagen.
-¿Había una imagen?
-Sí; estaba oculta por los espinos y la espesa maleza que la rodeaban. Era una comarca salvaje y desierta; pero usted ya la conoce por la descripción de ella, aunque, por supuesto, debe comprender que han sido recargadas las tintas. La imaginación de un niño siempre ve más altas las cumbres y más profundos los abismos de lo que realmente son; y esta chica tenía, desgraciadamente para ella, algo más que imaginación. Podría decirse, tal vez, que su representación mental, que hasta cierto punto consiguió expresar en palabras, era la misma escena que habría podido interpretar un artista imaginativo. No obstante, en cualquier caso se trata de una tierra extraña y desolada.
-¿Estaba muerta?
-Sí. Se había envenenado... a tiempo. No; no se dijo ni una sola palabra en contra suya, como era habitual. ¿Recuerda usted la historia que le conté la otra noche acerca de una dama que vio cómo una ventana aplastaba los dedos de su hija?
-Y ¿qué era esa estatua?
-Bueno, era una escultura romana, de una clase de piedra que no se había ennegrecido con el paso del tiempo, sino que se había puesto blanca y luminosa. Los matorrales habían crecido a su alrededor, ocultándola, y en la Edad Media los partidarios de cierta tradición muy antigua supieron utilizarla en su propio beneficio. De hecho, fue incorporada a la monstruosa mitología del Sabbat. Habrá observado usted que a aquellos a quienes por casualidad les ha sido otorgada la visión de esa blancura resplandeciente, o, mejor dicho, por aparente azar, se les exige taparse los ojos la segunda vez que se aproximen a ella. Es muy significativo.
-¿Todavía esta allí?
-Mandé buscar herramientas y la redujimos a polvo y fragmentos. La persistencia de la tradición jamás me sorprende. Podría citar más de una parroquia inglesa donde todavía perviven, con vigor oculto, aunque constante, tradiciones como las que esta chica oyó en su infancia. No, para mí lo extraño y lo espantoso no son las secuelas sino la historia en sí misma, pues siempre he creído que los prodigios son privilegio del alma.