martes, 18 de febrero de 2025

El diablo en el campanario. Edgar Allan Poe (1809-1849)

¿Qué hora es?
(Expresión antigua)

Todos saben de una manera vaga que el lugar más bello del mundo es —o era, desgraciadamente— el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todas las grandes vías, en una situación por decirlo así extraordinaria, probablemente lo haya visitado un corto número de mis lectores. Por está razón considero oportuno, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos pormenores con respecto a él. Y esto es realmente tanto más necesario cuanto que si me propongo relatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últimamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanza de conquistar para sus habitantes la simpatía popular. Ninguno de quienes me conocen dudar de que el deber que me impongo no sea ejecutado con toda la habilidad de que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escrupulosa comprobación de los hechos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a aquel que aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha —me está permitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.

Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estár en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.

A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.

Alrededor del lindero del valle —que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.

Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.

Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.

Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes. Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.

En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar. Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato. Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.

Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:

«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»
«No existe nada tolerable fuera de Vonder votteimittiss.»
«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»

Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero. El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir:

«¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.

Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente. La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple. Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación! Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético.

Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario. Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina —por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.

¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de Vondervotteimittiss.
Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.

Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.

No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que, exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.

—Una... —dijo el reloj .
—Una... —replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado de cuero.
—Una... —dijo el reloj de su mujer.
Y:
—Una... —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.
—Dos... —continuó la pesada campana.
Y:
—¡Dos! —repitieron todos.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a compás.
—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.
—¡Trece! —dijo.
—¡Trece!— exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas—¡Trece!
—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!— gimotearon.
¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de repente en un lamentable tumulto.
—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde hace una hora!
—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!
—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desde hace una hora.

Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable. Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados, mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»

Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».

Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.


El día de Wentworth. August Derleth (1909-1971) H.P. Lovecraft (1890-1937)

Al norte de Dunwich hay un vasto territorio abandonado que, tras sucesivas ocupaciones por gente de Nueva Inglaterra, canadienses de origen francés que vinieron después de ellos, italianos, y finalmente polacos, ha recuperado en gran parte su estado salvaje. Los primeros habitantes vivieron de la tierra pedregosa y de los bosques que, entonces, cubrían aquella tierra. Pero no se cuidaron de repoblarla, ni de conservar sus recursos, y las generaciones sucesivas acabaron con la poca riqueza que quedaba. Los que vinieron después, pronto se cansaron de intentar hacerla fértil y se marcharon a otros lugares.

Es una parte de Massachusetts que no atrae demasiado a la gente. Las casas que un día se levantaron orgullosas están hoy tan abandonadas que resultaría imposible vivir en la mayoría de ellas con una cierta comodidad. En las laderas menos abruptas quedan algunas granjas con tejados a la holandesa, viejos edificios que, encaramados sobre plataformas rocosas, meditan acerca de los secretos de muchas generaciones de Nueva Inglaterra; pero las huellas del abandono se ven por todas partes: En las desmoronadas chimeneas, en las abombadas paredes, en las ventanas rotas de las casas y los establos. Varias carreteras cruzan aquel territorio, pero nada más desviarse de la general, que atraviesa el gran valle al norte de Dunwich, se encuentra uno con caminos que no son más que senderos, tan poco utilizados como la mayoría de las casas del territorio.

Se respira en este lugar una inconfundible atmósfera de vejez y soledad, pero también de maldad. Existen zonas de bosque jamás tocadas por el hacha; existen sombrías cañadas con enredaderas y arroyos sumidos en una oscuridad ininterrumpida, incluso en días de deslumbrante sol. En todo el valle hay pocas señales de vida, aunque existen unos cuantos habitantes recluidos en algunos de las granjas ruinosas. Incluso los halcones que vuelan a lo lejos en las alturas, nunca se entretienen demasiado en el lugar, y las grandes bandadas de cuervos atraviesan el valle sin descender a buscar una presa. Hace mucho tiempo tenía fama de ser un territorio en el que se practicaba el “Exrey” -ceremonias religiosas dedicadas supersticiosamente a las brujas-, y aún en la actualidad perdura esa triste fama. No es territorio para detenerse en él demasiado tiempo, ni tampoco el más apropiado para atravesarlo de noche. Pero fue precisamente de noche, en el verano de 1927, cuando hice mi último viaje al valle, a la vuelta de Dunwich, adonde había ido a llevar una estufa. No hubiera pasado por la zona situada al norte del pueblo abandonado de no haber tenido que hacer otra entrega, y al caer la tarde decidí internarme en el valle en lugar de rodearlo para alcanzar el otro extremo. La poca luz que había alumbrado Dunwich era ya prácticamente nula al llegar al valle, y pronto oscurecería por completo: El cielo estaba nublado por unas nubes muy bajas, casi a la altura de las colinas, de modo que me encontraba, por así decirlo, en una especie de túnel. Muy poca gente transitaba por aquella carretera: Podían tomarse otras para llegar al otro lado del valle, y estaba ésta tan abandonada, y los matorrales tan crecidos, que pocos conductores se arriesgaban a utilizarla.

Todo habría ido bien, puesto que la carretera me llevaba en línea recta hasta mi punto de destino, y no había necesidad de abandonar la carretera general, de no haber sido por dos hechos inesperados. Empezó a llover poco después de dejar Dunwich. Había estado muy nublado durante toda la tarde, y ahora por fin se abrió el cielo y empezó a diluviar. La carretera brillaba bajo las luces de mi coche, y esas luces pronto iluminaron algo más. Había recorrido unas quince millas cuando me tropecé con una pequeña barrera en la carretera cuya señal me obligaba a desviarme. Más allá de la barrera se podía ver que la carretera estaba tan destrozada y en tan mal estado que era imposible circular por ella.

Me desvié con cierto recelo. Si hubiera hecho caso a mi impulso de volver a Dunwich para coger otra carretera, me habría librado de las malditas pesadillas que desde aquella noche de horror me han inquietado. Pero no lo hice. Había recorrido demasiado camino como para perder el tiempo volviendo a Dunwich. La lluvia seguía cayendo torrencialmente, y era arduo y penoso conducir. Me desvié de la carretera y enfilé un camino cubierto parcialmente con gravilla. Habían limpiado los bordes y cortado ramas y árboles para hacer transitable el desvío, pero poca cosa habían hecho por la carretera en sí, y la los pocos metros, llegué al convencimiento de que iba a tener problemas. La carretera empeoraba progresivamente a causa de la lluvia; mi coche, a pesar de ser un Ford muy duro, con ruedas relativamente altas y estrechas, se hundía y marcaba el hendido de sus huellas a su paso y, de cuando en cuando, se metía en grandes charcos de agua, lo que ocasionó los primeros fallos del motor.

Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que el agua entrase en el motor e hiciera que se parase del todo, así que me puse a buscar por los alrededores alguna señal de vida, o por lo menos algún cobijo para el coche y para mí. Conociendo la soledad de este valle hubiera preferido un establo abandonado, pero en la oscuridad era imposible distinguir algo más que siluetas. Finalmente llegué hasta el pálido recuadro de luz de una ventana, no lejos de la carretera. Los faros del coche me permitieron encontrar el camino que llevaba hasta la casa. Al entrar pasé cerca del buzón con el nombre del dueño toscamente pintado; estaba algo borroso, pero aún podía leerse: Amos Stark. Los faros del coche iluminaban la vivienda, y pude ver que se trataba de una casa antigua, una de esas casas que incluían todo -casa, establo, cocina- en un único bloque, con tejados de diferentes alturas. Afortunadamente el establo estaba abierto a la intemperie, y al no encontrar otro refugio para el coche, lo metí bajo el cobertizo. Esperaba hallar vacas y caballos, pero se percibía una atmósfera de abandono, y no había vacas ni caballos, y el heno que impregnaba el ambiente con el aroma de viejos veranos debía de llevar allí varios años.

No me entretuve en el establo, y me dirigí a la casa a través de la lluvia. Por lo que se podía observar desde el exterior, la casa parecía tan abandonada como el establo. Era de una sola planta con una galería baja a la entrada; no tardé en descubrir que el suelo estaba lleno de negros agujeros donde una vez hubo tablones de madera.

Encontré la puerta y llamé. Durante un largo rato no escuché otro sonido que el de la lluvia que caía sobre el techo de la galería y luego sobre los charcos que había debajo. Golpeé la puerta otra vez y alcé la voz para decir:

-¿Hay alguien en la casa?

Entonces una trémula voz que venía del interior preguntó:

-¿Quién es?

Dije que era un vendedor que buscaba guarecerme de la lluvia. La luz empezó a moverse en el interior, al compás de alguien que portaba la lámpara. La ventana se ensombreció, y una línea amarilla cada vez más intensa asomó por debajo de la puerta. Se oyó el sonido de candados y cerrojos, y entonces se abrió la puerta, y apareció mi anfitrión ante mí, con la lámpara en alto; tenía aspecto de hechicero, con una barba desigual que le cubría el cuello. Llevaba gafas, pero me miraba por encima de ellas. Tenía el pelo blanco y los ojos negros; al verme, abrió los labios en una especie de sonrisa animal y me enseñó los pocos dientes que tenía.

-¿El señor Stark? -pregunté.
-Le ha pillado la tormenta, ¿eh? -me dijo-. Pase adentro y séquese. No creo que la lluvia vaya a durar mucho.

Le seguí hacia el cuarto interior desde donde se había dirigido a la entrada. Primero había cerrado la puerta con candados y cerrojos, cosa que me llenó de inquietud. Debió haber notado mi mirada inquisitiva, puesto que tras depositar la lámpara sobre un libro que había en la mesa de la habitación, se dio la vuelta y dijo con una risotada fría:

-Es el día de Nahum Wentworth. Pensé que sería Nahum.

La risotada decayó hasta convertirse en espectro de una risa.

-No señor, mi nombre es Fred Hadley. Soy de Boston.
-No he estado nunca en Boston -dijo Stark-. Nunca he ido más allá de Arkham. El trabajo de la tierra me retiene aquí.
-Me he tomado la libertad de dejar el coche debajo de su cobertizo. Espero que no le importe.
-A las vacas no les importará -se rió de su propia broma, pues sabía perfectamente que no había vacas en su establo-. Yo no conduciría uno de esos cacharros de ahora, pero ustedes, la gente de ciudad, ya se sabe. No pueden vivir sin automóvil.
-No me imaginaba que se me notase que era un hombre de ciudad -dije, con ánimo de seguirle la corriente.
-Puedo distinguir a un hombre de ciudad al primer golpe de vista. De vez en cuando se instala alguno en el distrito, pero pronto se van; supongo que esto no les gusta. Nunca he estado en una gran ciudad. De todas maneras, creo que no me gustaría.

Siguió divagando de esta forma durante tanto tiempo que pude dedicar mi atención a observar cuanto me rodeaba, y a hacer una especie de inventario de la habitación. Por aquel entonces, cuando no me hallaba al volante en la carretera, pasaba el tiempo en el almacén de Boston, y había pocos con tanta práctica como yo para inventariar cuanto veía; de modo que no me llevó tiempo hacer el inventario de la habitación de Amos Stark, y ver que estaba llena de cosas por las que un anticuario pagaría bien. Había muebles de hacía casi dos siglos, si no me equivocaba, y bonitos adornos, cristalería y porcelana de Abby Land en un rincón. Y había piezas hechas a mano -badilas, tinteros de madera con tapón de corcho, candelabros, un atril-, como aquellas que se encontraban en las casas de Nueva Inglaterra de hace varias décadas, lo que también evidenciaba que la casa se mantenía en pie desde hacía muchos años.

-¿Vive usted solo, señor Stark? -le pregunté interrumpiéndole.
-Ahora sí. Antes estaban Molly y Dewey. Abel se fue cuando era un niño, y Ella murió de una pulmonía. Estoy solo desde hace cerca de siete años.

Mientras hablaba, pude observar en él un aire de espera, como si estuviera pendiente de algo. Parecía estar constantemente a la escucha de algún sonido distinto del de la lluvia. Pero no se oía nada; sólo el crepitante ruido de un ratón que mordisqueaba en alguna parte de la vieja casa; nada más que eso y la incesante lluvia. El seguía escuchando, con la cabeza ligeramente inclinada, los ojos empequeñecidos como si le molestase la luz de la lámpara. En su cabeza brillaba la calva de la coronilla, rodeada de un estrecho círculo de pelo blanco y alborotado. Tendría unos ochenta años, quizá eran sólo sesenta y la vida de reclusión le había envejecido.

-¿No vio a nadie en la carretera? -preguntó de repente.
-De Dunwich aquí no me tropecé con nadie. Cerca de diecisiete millas, creo.
-Media milla más o menos -dijo. Y empezó de nuevo con sus risotadas, mostrando un regocijo que ya no podía contener-. Hoy es el día de Wentworth, Nahum Wentworth -sus ojos se empequeñecieron de nuevo por un instante-. ¿Ha sido vendedor por esta zona durante mucho tiempo? Tiene que haber conocido a Nahum Wentworth.
-No señor. No lo conozco. Me dedico a vender en las ciudades, muy pocas veces en el campo.
-Casi todo el mundo conocía a Nahum -continuó-. Pero ninguno le conocía tan bien como yo. ¿Ve aquel libro de allí? -señaló un libro forrado con papel, que se apreciaba difusamente a causa de la mala iluminación-. Es el Séptimo Libro de Moisés. Se aprende más en él que en cualquier otro libro que haya visto jamás. Era el libro de Nahum.

Se rió de algún recuerdo y prosiguió:

-Oh, ese Nahum era un tipo extraño. Y además malo y mezquino. No me explico cómo no llegó a conocerle.

Le aseguré que nunca, hasta entonces, había oído hablar de Nahum Wentworth. Pero empecé a sentir curiosidad por él, y mi curiosidad aumentó todavía más al ver que era dado a la lectura del Séptimo Libro de Moisés, una especie de Biblia para brujos que ofrecía todo tipo de hechizos y encantamientos. Un libro que deleitaba a todo aquel lector lo suficiente ingenuo para creer en su veracidad. Vi también, dentro del círculo alumbrado por la lámpara, algunos otros libros conocidos: Una Biblia, igual de vieja que el libro de magia, una selección de las obras de Cotton Mather, y unos ejemplares del “Arkham Advertiser” encuadernados en un solo volumen. Quizá éstos también pertenecieron en su día a Nahum Wentworth.

-Veo que esté mirando sus libros -observó mi anfitrión, como si me hubiera adivinado el pensamiento-. Dijo que podía quedármelos; y los cogí. Buenos libros. Sólo que necesito gafas para leerlos. Puede mirarlos si lo desea. Se lo agradecí, y le recordé que me estaba hablando de Nahum Wentworth.
-¡Oh, ese Nahum! -dijo en seguida, y se rió de nuevo-. No creo que me hubiese dejado todo ese dinero de saber lo que le ocurriría. No señor, no creo que lo hubiese hecho. Y sin un recibo, ni nada. Eran cinco mil. Y me decía que no necesitaba pagaré o papel alguno, de modo que no existían pruebas de que hubiese tomado ese dinero, ninguna, sólo nosotros dos lo sabíamos, y fijamos una fecha de pago, un día, cinco años más tarde, para que viniese a buscar su dinero. Cinco años, y este es el día, hoy es el día de Wentworth.

Hizo una pausa, y me dirigió la mirada con unos ojos alegres que reflejaban un regocijo contenido, y al mismo tiempo, sombríos, porque también reflejaban miedo.

-Sólo que él no puede venir, porque dos meses escasos después de ese día, le mataron en una cacería. Un tiro en la nuca. Un accidente. Por supuesto hubo quien murmuró que el disparo había sido mío, pero tuvieron que callarse, porque me fui directamente a Dunwich, al banco, donde hice y deposité un testamento para que su hija, la señorita Genie, heredase todo a mi muerte. Y no fue un testamento secreto. Se lo hice saber a todos para que dejasen de hablar tanta tontería.
-¿Y el préstamo? -no pude evitar la pregunta.
-El plazo no vence hasta la medianoche de hoy -dijo con su risa entrecortada-. Y no parece que Nahum pueda ahora cumplir con su cita, ¿verdad? Supongo que si no viene, el dinero será mío. Y no puede venir. De lo cual me alegro, porque no lo tengo.

No pregunté por la hija de Wentworth, ni de cómo le iba. A decir verdad, comenzaba a sentir el cansancio del día, después de tantas horas de coche y lluvia. Mi anfitrión debió de notarlo, pues se calló, me observó, y luego me preguntó, después de una pausa que me pareció bastante larga:

-Tiene mala cara. ¿Está cansado?
-Me temo que sí. Pero me marcharé en cuanto amaine un poco la tormenta.
-Le diré una cosa. No tiene necesidad de quedarse aquí sentado escuchándome. Le daré otra lámpara, y puede ir a recostarse en el sofá que hay en la otra habitación. Si deja de llover, le llamaré.
-No quiero quitarle su cama, señor Stark.
-Me acuesto tarde por las noches -dijo.

Habría sido inútil protestar. Se había puesto de pie para encender otra lámpara de petróleo, y minutos después me llevaba a la habitación donde estaba el sofá. De paso cogí el Séptimo Libro de Moisés, movido por la curiosidad de las maravillosas cosas que, según había oído contar, en él se hallaban; aunque mi anfitrión me miró de un modo extraño, no hizo ninguna objeción, y volvió a su mecedora de mimbre en el cuarto de al lado, sin importunarse. Afuera seguía lloviendo torrencialmente. Me acomodé en el sofá, un mueble anticuado, cubierto con una extraña pieza de cuero y con un respaldo alto. Acerqué más la lámpara, porque su luz era muy tenue, y empecé a leer el Séptimo Libro de Moisés. Pronto me di cuenta de que era un interesante batiburrillo de hechizos y conjuros que apelaban a ‘príncipes’ de los infiernos, como Aziel, Mefistófeles, Marbuel, Barbuel, Aniquel, y otros. Los hechizos eran de varios tipos; unos para curar enfermedades, otros para conceder deseos; algunos con objeto de alcanzar el éxito en las empresas, y otros para vengarse de los enemigos. A menudo se preveía al lector de lo maléfico de algunas expresiones, con tanta insistencia que quizá por ello precisamente tomé nota de la peor de ellas, a la vez que la que más me llamó la atención -Aila himel adonaij amara Zebaoth cadas yeseraije haralius-, que era nada menos que el hechizo para reunir a todos los demonios y espíritus, o para revivir a los muertos.

Una vez copiada, no dudé en repetirla varias veces en voz alta, sin esperar que ocurriese nada malo. Y así fue. Cerré el libro y miré el reloj. Las once. Parecía que llovía menos ahora; la lluvia no era tan torrencial; había comenzado ese aminoramiento que siempre anuncia el final próximo de una tormenta. Observé bien la habitación para no tropezar con algún mueble cuando regresara a la habitación donde estaba mi anfitrión, apagué la luz y me dispuse a descansar un rato antes de ponerme otra vez en la carretera. Pero a pesar de mi fatiga, no lograba descansar. No se debía sólo a que el sofá era duro y frío, sino también a que la atmósfera de la casa me oprimía. Al igual que su dueño, había en ella un no sé qué de resignación. Parecía esperar lo inevitable, como si ella también supiese que antes o después sus cimientos batidos por el viento harían abrirse las paredes, se hundiría el techo y se pondría fin a su precaria existencia. Pero había algo más que esta atmósfera común a todas las casas viejas: Era una resignación mezclada con aprensión, la misma aprensión que había hecho titubear al viejo Amos Stark cuando llamé a la puerta; y pronto me encontré escuchando, al igual que Stark, algo más que aquel goteo de la lluvia menguante y aquel incesante roer de los ratones.

Mi anfitrión no se estaba quieto. A cada rato se levantaba de la silla; le oía deslizarse de un lado a otro: Ahora a la ventana, ahora a la puerta. Iba a mirarlas, se aseguraba de que estaban cerradas y volvía a sentarse. Algunas veces murmuraba entre dientes. Quizá había vivido demasiado tiempo solo y había caído en el hábito, común a las personas solitarias, de hablar consigo mismo. Casi todo lo que decía era incomprensible, apenas audible, pero en un momento dado logré captar algunas palabras. Me di cuenta entonces que una de las cosas que ocupaban su mente eran los intereses del préstamo que debía a Nahum Wentworth, caso de que fueran reclamados. “Ciento cincuenta dólares al año vienen a ser setecientos cincuenta”, decía en tono que denotaba espanto. Añadió algo más respecto a lo mismo, y luego algunas palabras sueltas que me preocuparon más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Después de atar ciertos cabos, algo que había dicho el viejo me resultaba incómodo. Y sin embargo, no había dicho nada más que “Me caí”, había farfullado, y después siguieron una o dos frases más sin sentido.

“Eso fue todo”. Y de nuevo una retahíla de palabras incomprensibles. “Se disparó en un santiamén.” Más palabras sin sentido o inaudibles. “No sabía que apuntaba a Nahum”. A continuación farfulló otra vez sin que se le entendiese nada. Quizá al viejo le aguijoneaba su conciencia. En verdad, la triste resignación de la casa era suficiente para invitar al viejo a rememorar sus más negros recuerdos. ¿Por qué no habría seguido a los otros habitantes del valle cuando se marcharon de aquel territorio? ¿Qué le había impedido hacerlo?

Había dicho que estaba solo, y por supuesto estaba solo en el mundo al igual que en la casa. De otro modo, no hubiera habido razón alguna para convertir a la hija de Nahum Wentworth en su heredera. Sus zapatillas se arrastraban por el suelo. Sus dedos removían papeles. Fuera, los pájaros engañapastores empezaban a oírse, señal de que en algunas partes el cielo empezaba a clarear; y pronto sonó una algarabía de ellos, suficientes para ensordecer a un hombre. Escuché a mi anfitrión. “Oigan a los engañapastores. Están llamando a un alma. Clem Whateley se está muriendo.” Al disminuir el ruido de la lluvia, el de los engañapastores aumentaba en volumen, pero pronto me adormecí y caí en un leve sueño.

Me aproximo a una parte de mi historia que me hace poner en duda la fidelidad de mis sentidos, puesto que al mirar hacia atrás pienso que algo así es imposible que ocurra. Muchas veces, ahora, pasados los años, pienso si no habrá sido todo un sueño. Pero conservo aún algunos recortes de periódicos que prueban que no ha sido así: Recortes que hablan de Amos Stark, de su legado a Genie Wentworth y, lo más extraño de todo, del infernal destrozo de una tumba medio olvidada en una colina de aquel valle maldito. No había dormido mucho cuando de pronto me desperté. Había dejado de llover, pero los engañapastores se habían acercado a la casa y su algarabía era ensordecedora. Algunos de los pájaros estaban debajo de la ventana donde me encontraba, y el techo de la galería debía estar cubierto por estas criaturas nocturnas. No cabe duda de que fue su clamor el que me despertó de ese ligero sueño en el que había caído. Esperé un momento a despabilarme, y luego me incorporé: Había dejado de llover y me sería más fácil conducir; ya no corría peligro de pararse el motor de mi coche. Pero nada más ponerme en pie, alguien golpeó la puerta de la calle. Me senté, inmóvil, sin hacer ruido, y sin escuchar ningún ruido de la otra habitación. Golpearon de nuevo, esta vez con más fuerza.

-¿Quién es? -preguntó Stark.

No hubo respuesta. Vi moverse una luz y pude escuchar la triunfante exclamación de Stark: “¡Ya ha pasado la medianoche!” Había mirado su reloj, y al mismo tiempo miré yo el mío. El suyo estaba adelantado diez minutos. Fue a abrir la puerta. Adiviné que dejaba la lámpara en el suelo para poder quitar los candados. No podía saber si pensó en volver a cogerla, como había hecho cuando me abrió a mí. Oí que alguien abría la puerta: Él u otra persona.

Y entonces resonó un terrible alarido, el grito de Amos Stark, preso de furia y terror: “¡No! ¡No! ¡Vete! No lo tengo, no lo tengo, te digo. ¡Vete!” Tropezó y se cayó, y casi inmediatamente pude escuchar un grito sofocado, el ruido de una respiración entrecortada, el murmullo de un suspiro…

Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta de esa habitación. Entonces, por un momento me quedé clavado, incapaz de moverme, de gritar, ante el espeluznante espectáculo que presenciaron mis ojos. Amos Stark estaba tendido en el suelo, boca arriba, y sentado a horcajadas sobre él, un esqueleto, con sus huesudos brazos sobre la garganta, sus dedos en el cuello. Y detrás del cráneo, los destrozados huesos por donde una vez penetró una bala. Esto vi en ese terrible momento. Luego, afortunadamente, me desmayé.

Cuando recobré el sentido algo después, todo estaba en silencio en la habitación y la casa llena del húmedo aroma de la lluvia que entraba por la puerta abierta. Fuera, los engañapastores aún cantaban y el reflejo de la luna se extendía en el suelo como pálido vino blanco. La lámpara todavía alumbraba, pero mi anfitrión no se encontraba en su silla. Yacía en el mismo sitio donde lo había visto por última vez, en el suelo. Mi impulso, en aquel momento, fue escapar de aquella horrible escena lo antes posible. Un sentimiento de piedad me hizo acercarme a Amos Stark, para asegurarme de que no había nada que hacer. Fue esa desdichada pausa la que me trajo el momento de mayor terror, terror que me hizo huir de aquel lugar maldito como si me persiguiesen todos los demonios. Porque cuando me incliné sobre él, para asegurarme de que estaba muerto, pude ver incrustados en la descolorida piel de su cuello los blanquecinos huesos de los dedos de un esqueleto humano, y, mientras los observaba, los huesos sueltos se separaron del cuello, y se alejaron del cuerpo, corriendo por el pasillo y adentrándose en la noche para reunirse con el espantoso visitante que había acudido desde su tumba a la cita con Amos Stark.


El diablo de cera. Jean Ray (1887-1964)

La multitud se había agolpado en torno a una cosa horrible, recubierta por un trozo de tela grasienta. Las miradas se quedaron fijas por un instante sobre la forma humana que podía adivinarse bajo su grosera cubierta y luego se dirigieron hacia el piso superior de una casa triste cuya vieja fachada dejaba ver un letrero carcomido que decía: «Se alquila».

-¡Miren la ventana! Está abierta. ¡Es de allí de donde ha caído!
-De donde ha caído... o de donde ha saltado.

Era un amanecer gris y algunos faroles brillaban aún, aquí y allá. El grupo de mirones estaba compuesto principalmente por personas que tenían que levantarse muy temprano para acudir al despacho o a la fábrica. Aunque iba a desembocar a Cornhill, la calle estaba casi desierta. Pasó aún algún tiempo antes de que los policías descubrieran el cuerpo, que dejaron allí en su ridícula posición de muñeco desarticulado hasta que llegó el comisario. Este apareció pronto caminando por la acera opuesta, en compañía de un joven de rostro inteligente.

El comisario era pequeño y regordete y daba la sensación de estar aún medio dormido.

-¿Accidente, asesinato, suicidio? ¿Qué opina usted, inspector White?
-Puede que se trate de un asesinato. De un suicidio tal vez, pero la causa no está todavía muy clara.
-Es un asunto sin importancia -afirmó lacónicamente el jefe de policía-. ¿Conocía usted al muerto?
-Sí, es Bascrop. Soltero y bastante rico. Vivía como un ermitaño -respondió White.
-¿Vivía en esta casa?
-No, claro que no, puesto que está para alquilar.
-¿Qué estaba haciendo aquí entonces?
-Esta casa le pertenecía.
-¡Ah, bueno...! No será más que una encuesta breve, inspector White. No va a llevarle mucho tiempo.

El jurado había desechado la posibilidad de asesinato y el inspector White continuó la investigación por su propia cuenta, pues no estaba de acuerdo con esto. El joven detective se había sorprendido de la expresión de angustia que había conservado después de la muerte el rostro del poco sociable Bascrop.

Entró en la casa vacía, subió la escalera hasta el tercer piso y llegó por fin a la habitación misteriosa: cuya ventana había quedado abierta. Al pasar había notado que todas las habitaciones estaban por completo desprovistas de mobiliario. En ésta, sin embargo, había varios objetos de aspecto miserable: una silla de caña y una mesa de madera blanca; sobre esta última se veía una gran vela que sin duda había apagado alguna ráfaga de aire poco después del drama. Una fina capa de polvo cubría la mesa, cuya madera no parecía limpia más que en tres sitios. El polvo mostraba en efecto las huellas de dos círculos vagos y de un rectángulo perfecto. White no tuvo que reflexionar mucho para descubrir la causa.

-Bascrop -se dijo- ha debido sentarse aquí para leer, a la luz de esta vela. La marca rectangular debe ser la del libro. En cuanto a estos dos redondeles sin duda son los codos del pobre hombre. ¿Pero dónde está el libro? Nadie más que yo ha entrado en esta casa desde la muerte del propietario. Por lo tanto, el desgraciado debía tenerlo en la mano en el momento de su caída.

White continuó su razonamiento. Por un lado, la calle desembocaba sobre Cornhill, pero por el otro lado daba sobre un barrio sucio, de mala fama y callejuelas infectas. Sobre la mayoría de las puertas podía leerse esta inscripción escrita con tiza: «Llámeme a las cuatro».

En los alrededores vivía probablemente algún guardián de noche, o vigilante, y este hombre tal vez supiera algo. Resultó ser viejo, sucio, y repugnante, y apestaba a alcohol. Recibió a WhIte sin ninguna cortesía.

-Yo no sé nada, absolutamente nada. Lo único que me han contado es que un hombre que estaba harto de la vida ha saltado de un tercer piso. Son cosas que pasan.
-¡Vamos! -dijo secamente White-. Deme el libro que ha encontrado cerca del cadáver o presento una denuncia contra usted.
-Encontrar no es robar -dijo aquel triste individuo con una risita-. Además, yo no he estado por allí.
-¡Tenga cuidado! -le amenazó White-. Podría muy bien tratarse de un asesinato.

El vigilante vaciló aún un momento y luego acabó murmurando con aire mezquino:

-Sabe usted, este libro bien vale un chelín.
-¡Tenga su chelín!

Es así como White vino a entrar en posesión del libro que buscaba.

-Un libro de magia -murmuró el inspector- que data nada menos que del siglo XVI. En aquel tiempo los verdugos solían quemar esta clase de libros y no andaban equivocados.

Se puso a hojearlo lentamente. Una página que tenía la esquina doblada le llamó la atención. Comenzó a leerla lentamente. Cuando hubo terminado, su rostro tenía una expresión muy grave.

-¿Por qué no he de ensayar yo también?, murmuró para sí.

Poco antes de la medianoche regresó a la calle desierta, empujó la puerta medio desencajada de la casa siniestra y subió las escaleras en la obscuridad. Esta, sin embargo, no era completa, ya que la luna llena iluminaba el cielo con su luz helada y dejaba pasar bastante claridad a través de los cristales empolvados de las ventanas como para que pudiera verse dentro. Una vez que llegó a la habitación del drama, encendió la vela, se sentó donde Bascrop debía haber estado y abrió el libro por la página que ya había visto antes. En ella estaba escrito:

Encended la vela un cuarto de hora antes de la medianoche y leed la fórmula en voz alta...

Se trataba de un texto en prosa bastante confusa que el Inspector no comprendía en absoluto. Pero cuando hubo terminado la lectura carraspeó un poco para aclararse la garganta y entonces oyó como un reloj vecino daba las doce campanadas fatídicas.

Levantó la cabeza y lanzó un espantoso grito de horror. White no ha podido nunca describir con precisión qué es lo que vio en aquel momento. Incluso hoy en día duda de que viese realmente algo. Tuvo, sin embargo, la impresión clara de que un ser obscuro y amenazador avanzaba hacia él, obligándole a retroceder andando hacia atrás, hacia la ventana. Un pánico terrible le oprimió el corazón. Supo que tenía que abrir aquella ventana, que tenía que continuar retrocediendo y que finalmente acabaría por caer sobre la barandilla para ir a estrellarse contra el pavimento tres pisos más abajo. Una fuerza invisible y poderosa le empujaba.

Su voluntad estaba apunto de abandonarle y él se daba perfecta cuenta de ello, pero una especie de instinto, el del policía acostumbrado a luchar por su vida, aún estaba despierto en él. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió echar mano a su revólver y concentrando en su brazo toda la energía de que podía disponer apuntó a la sombra misteriosa y apretó el gatillo. Una detonación seca rasgó el silencio de la noche y la vela saltó hecha pedazos.

White entonces perdió el conocimiento. El médico que estaba a la cabecera de su cama cuando se despertó movió la cabeza sonriendo.

-Bueno, amigo mío -dijo el doctor-, no había oído contar nunca que nadie pudiese abatir al diablo con la ayuda de un simple revólver. Y, sin embargo, es lo que usted ha hecho.
-¡El diablo! -balbuceó el inspector.
-Amigo mío, si hubiera fallado usted la vela hubiese corrido sin duda la misma suerte que el desgraciado Bascrop. Porque, sabe, la clave del misterio era precisamente la vela. Debía tener por lo menos cuatro siglos y estaba fabricada con una cera llena de alguna materia terriblemente volátil, de la que los brujos de aquella época conocían la fórmula. La extensión del texto mágico que había que leer fue calculado de tal forma que la vela tenía que arder durante un cuarto de hora entero, que es tiempo más que suficiente para que una habitación se llene por completo de un gas peligroso, capaz de envenenar el cerebro humano y de despertar en la víctima la idea obsesiva del suicidio.

Confieso que esto no es más que una suposición, pero creo, sin embargo., no andar lejos de la verdad.

White no tenía deseo alguno de entablar una discusión sobre este tema. Además, ¿qué otra hipótesis podría él arriesgar? A menos que...

No, lo mejor era no pensar más en este asunto.


El diario de Alonzo Typer. H.P. Lovecraft (1890-1937) William Lumley (1880-1960)

Alonzo Hasbrouck Typer, de Kingston, Nueva York, fue visto y reconocido por última vez el 17 abril de 1908, alrededor del mediodía, en el Hotel Richmond de Batavia. Era El Último descendiente de una antigua familia del condado del Ulster, y tenía 53 años en el momento de su desaparición. Mr Typer recibió educación privada en las Universidades de Columbia Y Heidelberg. Toda su vida la dedicó al estudio el ámbito de sus investigaciones abarcaba diversas fronteras del conocimiento humano oscuras y generalmente temidas. Sus documentos sobre vampirismo, gules y fenómenos poltergeist fueron impresos de forma privada tras ser rechazados por multitud de editores. Abandonó la sociedad de Investigaciones Psíquicas en 1902 después de una serie de controversias particularmente amargas.

En diversas épocas, Mr Typer efectuó largos viajes, desapareciendo de vista durante largos periodos. Se sabe que visitó oscuros lugares de Nepal, India, Tíbet, e Indochina, y pasó la mayor parte del año 1889 en la misteriosa Isla de Pascua. La amplia búsqueda de Mr Typer, efectuada tras su desaparición, no obtuvo ningún fruto, y sus bienes fueron divididos entre sus primos lejanos de la ciudad de Nueva York. El diario que ofrecemos a continuación fue supuestamente descubierto en las ruinas de una enorme granja, cerca de Attica, Nueva York, que había adquirido una reputación curiosamente siniestra durante las generaciones previas a su ruina. El edificio era muy viejo en comparación con los habituales doblamientos blancos de la región, y fue el hogar de una extraña y huraña familia apellidada Van der Heyl que había emigrado desde Albany en 1746 bajo una curiosa nube de sospechas de brujería. La construcción fue probablemente edificada alrededor de 1760. Poco sabemos de la historia de los Van der Heyl. Se mantenían completamente apartados de sus vecinos, empleaban sirvientes negros traídos directamente de África y que hablaban muy poco ingles, y educaban privadamente a sus menores en colegios europeos. Aquellos que estaban en contacto con el mundo desaparecieron pronto de vista, pero no sin ganarse una maligna reputación por su asociación con grupos dedicados a misas negras y cultos de reputación aún más oscura.

Cerca de la aborrecida casa se alzaba un poblado disperso, habitado por indios y más tarde por renegados del condado circundante, que llevaba el sospechoso de Chorazin. Sobre los singulares rasgos hereditarios que después aparecieron en los mestizos habitantes de Chorazin, se ha escrito multitud de monografías por parte los etnólogos. Junto al poblado, y a la vista de la casa de los Van der Heyl, se alza una empinada colina coronada por un peculiar anillo de piedras verticales que los iroqueses siempre habían contemplado con miedo y rechazo. El origen y naturaleza de las piedras, cuya fecha de origen, según la evidencia arqueológica y climatológica, debe ser fabulosamente antigua, es un problema aún por resolver. Desde 1795, aproximadamente, las leyendas de los pioneros y de los posteriores pobladores tienen mucho que decir sobre extraños gritos y cánticos procedentes, en cierta estación, de Chorazin y la gran casa, así como de la colina de piedras enhiestas; aunque hay razones para suponer que los ruidos cesaron sobre 1872, cuando toda la familia Van der Heyl incluidos los sirvientes desaparecieron brusca y simultáneamente.

A partir de ese momento la casa quedo desierta, ya que otros sucesos desastrosos incluyendo las misteriosas muertes, cinco desapariciones y cuatro casos de súbita locura tuvieron lugar cuando posteriores propietarios y visitantes interesados intentaron ocupar el lugar. La casa, el poblado y amplias zonas rurales en todas direcciones pasaron al estado y fueron subastadas en ausencia de herederos probados de los Van der Heyl. Desde 1890 los propietarios (sucesivamente el finado Charles A. Shield y su hijo Oscar S. Shield, de Búfalo) dejaron toda la propiedad en un estado de absoluto abandono, advirtiendo a los curiosos que no visitaran el lugar. De aquellos que se sabe que se aproximaron a la casa en los últimos cuarenta años, la mayoría fueron estudiantes de lo oculto, oficiales de policía, periodistas y oscuros personajes del extranjero. Entre los últimos estaba un misterioso euroasiático, probablemente procedente de Conchinchina, cuya posterior aparición con amnesia y extravagantes mutilaciones tuvieron un amplio eco en la prensa de 1903. El diario de Mr Typer un cuaderno de unos 15 x 9 centímetros de tamaño, con fuerte papel y una portada de delgadas láminas de metal extrañamente resistentes fue descubierto en poder de los degenerados habitantes de Chorazin el 16 noviembre de 1935 por un policía estatal enviado a investigar el rumor sobre el derrumbe de la mansión Van der Heyl. La casa en efecto, se había desplomado, obviamente por culpa de la evidente edad y la decrepitud, durante la fuerte galerna del 12 de noviembre. La desintegración fue peculiarmente completa y, durante semanas, no pudo hacerse una investigación exhaustiva entre las ruinas. John Eagle, el atezado poblador medio indio de rostro simiesco que tenía en su poder el diario, dijo haber encontrado el libro bastante cerca de la superficie de los escombros, en la que debía haber existido una habitación superior frontal.

Muy poco del contenido de la casa puso ser identificado, fuera de una inmensa y asombrosa bóveda de ladrillo sólido en el sótano (cuya antigua puerta de hierro fue preciso forzar debido a la perversa tenacidad del cerrojo extrañamente conformado) que permanecía intacta y presentaba ciertos rasgos desconcertantes. En primer lugar, los muros estaban cubiertos con jeroglíficos aún sin descifrar y rústicamente incisos en la albañilería. Otra particularidad era una inmensa abertura circular en la parte trasera de la bóveda, bloqueada por un derrumbe evidentemente causado por el hundimiento de la casa. Pero lo más extraño de todo era el aparentemente reciente depósito de alguna sustancia fétida, limosa y negra como la pez en el suelo de piedra liza, con un metro de anchura y formando una irregular línea que finalizaba en la bloqueada abertura circular. Aquellos que primero abrieron la bóveda declararon que el lugar olía como la madriguera de las serpientes de un Zoo. El diario, destinado en apariencia a cubrir solamente una investigación de la temida casa Van der Heyl por parte del desaparecido Mr Typer, ha sido certificado como genuino por expertos grafólogos. El texto muestra signos de creciente tensión nerviosa según se acerca al final y en algunos lugares se convierte casi en ilegible. Los habitantes de Chorazin cuya estupidez y mutismo desconciertan a todos los estudiosos de la región y sus secretos no admiten recordar a Mr Typer entre otros imprudentes visitantes de la temida casa.

El texto del diario se ofrece aquí literalmente y sin comentarios. Cómo interpretado y que conclusiones, aparte de la locura del redactor, sacar de él, es algo que el lector debe decidir por si mismo. Sólo el futuro puede decir que valor tendría para resolver misterios tan viejos como generaciones. Debe insistirse que los genealogistas confirman la tardía memoria de Mr Typer en el asunto de Adriaen Sleght.


El diario:
17 abril de 1908: Llegué aquí sobre las 6 P.m. Tuve que caminar todo el trayecto desde Attica bajo una tormenta. Ya que nadie quiso alquilarme un caballo o un coche, y no sé conducir automóviles. Este lugar es aún peor de lo que esperaba, y temo lo que pueda pasar, aunque a la vez estoy ansioso de conocer el secreto. Pronto todo se desvelará con la noche el viejo horror del Sabbath de Walpurgis, y, tras aquella vez en Gales, sé lo que es buscar. Suceda lo que suceda, no me acobardaré. Espoleado por algún afán insondable, he dedicado mi vida entera a la búsqueda de impíos misterios. No he venido aquí por otro asunto y no me hurtaré a mi destino. Estaba muy oscuro cuando llegué, aunque el sol no se había puesto. Las nubes de tormenta eran las más espesas que haya visto jamás, y no habría encontrado mi camino de no ser por el fulgor de los relámpagos. El poblado es una pequeña cloaca odiosa, y sus pocos habitantes no son mejores que idiotas. Uno de ellos me saludó de forma extraña, como si me conociera. Puedo ver muy poco del paisaje, sólo un pequeño y pantanoso valle de extraños matorrales pardos y muertos hongos, circundados por descarnados y maléficamente retorcidos árboles de ramas desnudas. Pero cerca del poblado hay una colina de apariencia lúgubre en cuya cima se alza un círculo de grandes piedras con otra roca en el centro. Esto, sin discusión, es el vil objeto primordial que V… me dijo sobre el N….stbat

La gran casa se alza en mitad de un parque sepultado bajo zarzas de curioso aspecto. Apenas puedo pasar entre ellas, y cuando me percaté de la inmensa edad y decrepitud del edificio, casi renuncié a entrar. El lugar parece sucio e insalubre, y me pregunto cuántos leprosos podrían apiñarse juntos ahí dentro. Es de madera y, aunque sus líneas originales están ocultas bajo una caótica confusión de alas añadidas en diferentes épocas, pienso que fue primeramente construida en el estilo colonial rectangular de Nueva Inglaterra. Probablemente, fue más fácil de construir que una casa de piedra Holandesa y además, según recordé, la esposa de Dirck van der Heyl era de Salem, una hermana del innombrable Abaddon Corey. Había un pequeño porche de pilares y me refugie bajo él justo cuando estallaba la tormenta. Era una demoníaca tormenta negra como la medianoche, con lluvia a mares, truenos y relámpagos como el día del Juicio Final, y un viento que realmente me laceraba. La puerta estaba abierta, por lo que encendí mi linterna y penetré. El polvo depositado sobre el suelo y los muebles tenía centímetros de espesor, y el lugar hedía como una tumba cubierta de hongos. Había un salón ocupando toda la planta y una escalera de caracol a la derecha. Me abrí paso por las escaleras y elegí su alcoba frontal para instalarme. Todo el lugar parecía ampliamente amueblado, a pesar que la mayor parte del mobiliario estaba deshecho.

Esto ha sido escrito a las 8 en punto, tras una comida fría sacada de mi maleta de viaje. Tras esto, conseguiré suministros en el poblado… aunque a ellos no les gusta acercarse demasiado a las ruinas de la entrada del jardín (según dicen) cuando es muy tarde. Desearía poder sacudirme un incómodo sentimiento de familiaridad con este lugar.

Más Tarde: Soy conciente de algunas presencias en esta casa. Una en particular es decididamente hostil hacia mí… una malevolente voluntad que trata de romper mi moral e imponérseme. No se ha mostrado ni un momento, pero debo utilizar todas mis fuerzas para resistirlo. Es pasmosamente maligna y definidamente inhumana. Pienso que debe estar aliada con poderes extraterrestres… poderes del espacio, fuera del tiempo y el universo. Se alza como un coloso, tal como está dicho en los escritos de Aklo. Ofrece tal sensación de inmenso tamaño que me maravillo que estas estancias puedan contener su volumen visible. Su edad debe ser enloquecedoramente antigua… impresionante, indescriptible.

18 de abril: He dormido muy poco esta última noche. A las 3 de la madrugada, un extraño y reptante viento comenzó a soplar sobre la región entera… y alzándose ante la casa como un tifón. Mientras descendía las escaleras para ver el estruendo en la puerta, la oscuridad tomó forma semivisible en mi imaginación. Justo ante el rellano fui violentamente rechazado hacia atrás… por el viento, supongo, aunque podría haber jurado que vi los difuminados perfiles de una gigantesca pata negra mientras me giraba precipitadamente. No perdí pie, pero, por mi seguridad, di por concluido el descenso y corrí el pesado cerrojo de la alcoba, que se estremecía peligrosamente. No tenía medios de explorar la casa hasta el amanecer, pero entonces, incapaz de conciliar el sueño e inflamado con entremezclados terror y curiosidad, me sentí reacio a posponer mi búsqueda. Con mi potente linterna me abrí paso a través del polvo hacia el gran recibidor del sur, donde sabía que podían estar los retratos. Allí estaban, tal como V… había dicho, y me pareció reconocerlos gracias a alguna oscura fuente. Algunos estaban tan oscurecidos, enmohecidos y cubiertos de polvo que pude sacar poco o nada de ellos, pero, en aquellos que pude reconstruir, reconocí que pertenecían, en efecto, a la odiosa estirpe de los Van der Heyl. Algunos de los retratos parecían sugerir rostros que había conocido, pero qué rostros, no pude recordar.

Los Rasgos de aquel espantoso híbrido Joris engendrado en 1773 por la hija más joven del viejo Dirck eran los más claros de todos, y pude reconocer los ojos verdes y ese aspecto de ofidio en su cara. Cada vez que apartaba la luz, ese rostro parecía crecer en la oscuridad, hasta que acabé imaginando que relucía con una débil y verdosa luz propia. Cuanto más miraba, más maligno me parecía, y me retiré para evitar las alucinaciones sobre expresiones cambiantes. Sin embargo, me volví para toparme con algo peor. La larga, adusta y diminuta faz, los ojos juntos y las facciones porcinas le identificaban enseguida, a pesar que el artista se había esforzado en hacer aquel hocico tan humano como era posible. Era aquel sobre el que V… había susurrado. Mientras me sobresaltaba horrorizado, creí detectar un fulgor rojizo en los ojos… y, por un instante, el fondo del lienzo pareció convertirse en una extraña y aparentemente irrelevante escena: un solitario y yermo páramo bajo un sucio cielo amarillo, donde medraban matorrales de endrino de aspecto mísero. Temiendo por mi cordura, escapé de la maldita galería, escaleras arriba, hacia mi rincón limpio de polvo donde tengo mis “cuarteles”.

Más Tarde: Resuelto a explorar algunas de las laberínticas alas de la casa a la luz del día. No puedo perderme, ya que mis pisadas son inconfundibles en el espeso polvo… y puedo hacer otras marcas de identificación cuando sea necesario. Es curioso cuán fácilmente he aprendido los intrincados pasadizos de los corredores. Siguiendo un largo pasillo de ángulos rectos que corría hacia el norte, hasta su extremo, llegué a una habitación cerrada cuya entrada forcé. Más allá había una alcoba muy pequeña y bastante atestada de muebles, con los artesonados seriamente carcomidos por los gusanos. En la pared exterior descubrí un espacio negro entre los podridos artesonados y encontré un estrecho pasadizo secreto que bajaba hacia desconocidas profundidades negras. Era un empinado tobogán o túnel sin escaleras o asideros, y me pregunté qué uso pudiera haber tenido. Sobre el hogar había un mohoso retrato que, en una atenta inspección, reveló pertenecer a una joven con las ropas del siglo XVIII. El rostro era de belleza clásica, aunque con la más diabólica y maligna expresión que jamás haya visto en un rostro humano. No era sólo dureza, codicia y crueldad, sino que alguna odiosa cualidad más allá de la humana comprensión parecía apoderarse en aquellas facciones exquisitamente modeladas. Y, mientras miraba, me pareció que el artista o el lento proceso de enmohecimiento y decadencia habían otorgado a esa pálida tez una complexión verdosa enfermiza y una postrera sugerencia de una casi imperceptible textura herrumbrosa. Más tarde subí al ático, donde encontré algunos baúles repletos de misteriosos libros… algunos de aspecto completamente extraño en cuanto a letras y forma física. Uno contenía variantes de las formulas Aklo que nunca había sabido que existieran. Aún no he examinado los libros que se encuentran en los polvorientos estantes bajo las escaleras.

19 de abril: Realmente, hay presencias invisibles aquí, aunque el polvo no muestre más pisadas que las mías. A través de los espinos abrí ayer un camino hacia la puerta del parque donde estaban mis suministros, pero esta mañana lo encontré cerrado. Muy Extraño, dado que los arbustos están a duras penas tonificados por la savia primaveral. De nuevo tuve la sensación de algo parecido a una mano, tan colosal que las estancias apenas pueden contenerla. Esta vez sentí más de un presencia de ese tamaño, y sé ahora que el tercer ritual Aklo que encontré en ese libro ayer en el ático puede convertir a tales cosas en sólidas y visibles. Que yo me atreva a intentar tal materialización es algo que está por ver. Los peligros son grandes. La última noche comencé a observar rostros espectrales y formas evanescentes en las penumbrosas esquinas de los salones y estancias… rostros y formas tan odiosas y temibles que no me atrevo a describirlas. Parecen semejantes en sustancia a esa pata titánica que intentó arrojarme por las escaleras la pasada noche… y deben, desde luego, ser fantasmas de mi excitada imaginación. Lo que estoy buscando no debe parecerse a tales cosas. He visto de nuevo la pata a veces a solas, a veces con su dueño, pero he decidido ignorar por completo tal fenómeno. Esta tarde temprano exploré el sótano por primera vez… descendiendo por una escalera encontrada en un trastero, ya que los escalones de madera estaban podridos. El lugar entero es una masa de incrustaciones nitrosas con hongos amorfos mostrando el lugar donde diversos objetos se han desintegrado. En el extremo más alejado hay un estrecho pasadizo que parece correr bajo el lateral norte donde encontré la pequeña alcoba cerrada, y al final de éste hay un pesado muro de ladrillos con una puerta de hierro atrancada. Aparentemente, pertenece a una cripta de alguna clase; este muro y puerta presentan evidencias de albañilería del siglo XVIII y debe ser contemporánea de las adiciones más viejas de la casa… claramente prerrevolucionaria. En el cerrojo que es, obviamente, tan viejo como el resto de la forja hay grabados algunos símbolos que me es imposible descifrar.

V… no me habló de esta cripta. Esto me llena de mayor inquietud que cualquier cosa que haya visto, ya que, cada vez que me aproximo, siento un impulso casi irresistible de escuchar algo. Hasta ahora ningún sonido ha señalado mi presencia en este maligno lugar. Mientras abandonaba el sótano, deseé fervorosamente que los escalones aún estuviesen allí, ya que mi ascensión por la escala de mano parecía enloquecedoramente lenta. No deseo volver a bajar… aunque algún genio maligno me apremia a hacerlo durante la noche si es que deseo aprender lo que debe ser aprendido.

20 de abril: He sondeado las profundidades del horror… sólo para conocer profundidades aún más recónditas. La última noche la tentación fue demasiado fuerte y, durante las negras horas, descendí una vez más a ese sótano infernal y nitroso con mi linterna… pasando de puntillas entre los amorfos cúmulos hacia ese terrible muro de ladrillo y su puerta cerrada. No desperté ningún sonido y me contuve de susurrar alguno de los encantamientos que conozco, pero escuché…escuché con enloquecedora atención. Por fin, escuché los sonidos provenientes de más allá de esos paneles barrados de fino hierro… el amenazador roce y murmullos como el de un gigantesco ser nocturno en el interior. Entonces, también, hubo un condenable deslizar, como el que haría una inmensa serpiente o bestia marina arrastrando sus monstruosos pliegues sobre el suelo pavimentado. Casi paralizado de miedo, observé el gran cerrojo polvoriento y los extraños, crípticos jeroglíficos grabados en él. Había signos que no podía reconocer, y algo en su ligera técnica mongola insinuaban una blasfema e indescriptible antigüedad. A veces imaginé que podía verlos relucir con una luz verdosa. Me volví para huir, pero me topé con esa visión de patas titánicas ante mí… las grandes zarpas parecían hincharse y hacerse más tangibles según miraba. Se extendían fuera de la maligna oscuridad del sótano, con sombrías insinuaciones de muñecas cochambrosas más allá y con una creciente, malevolente voluntad guiando sus horribles tanteos. Entonces escuché detrás de mío en el interior de esa abominable cripta una nueva explosión de amortiguadas reverberaciones que pareció proceder de lejanos horizontes, como un trueno distante. Impelido por un miedo aún mayor, avancé hacia las zarpas espectrales con mi linterna y las vi desvanecerse ante la plena fuerza del resplandor eléctrico. Enseguida, me aupé a la escalera con la linterna entre los dientes y no descansé hasta haber alcanzado mis “cuarteles”, escaleras arriba.

Como acabará esto, no me atrevo ni a imaginarlo. Vine como buscador, pero ahora sé algo me busca a mi. No podía marcharme aun deseándolo. Esta mañana intenté ir a la puerta a por mis suministros, pero me encontré con que los espinos se apiñaban a mi camino. Era lo mismo en cualquier dirección… atrás o a ambos lados de la casa. En algunos sitios, los sarmientos espinosos y pardos habían alcanzado cotas asombrosas… formando un muro parecido al acero contra mi avance. Los aldeanos están implicados en todo esto. Cuando regresé puertas adentro, encontré mis suministros en el gran salón frontal, pero no rastro del que las hubiera llevado allí. Siento ahora haber barrido el polvo. Esparciré algo y veré que huellas quedan en ello. Esta tarde he leído algunos de los libros de la gran y sombría biblioteca de la parte trasera del primer piso y he concebido algunas sospechas que no me atrevo a mencionar. Nunca había visto el texto de los manuscritos Pnakóticos o los fragmentos de Eltdown antes, y desearía no haber llegado a saber lo que contenían. Creo que es demasiado tarde ya… porque el horripilante Sabbath tendrá lugar dentro de sólo 10 días. Es para esa noche de horror por lo que ellos me están reservando.

21 de abril: He estado estudiando de nuevo los retratos. Algunos tienen nombres colocados, y descubrí uno el de una mujer de rostro maligno pintado hace 2 siglos que me desconcertó. Lleva el nombre de Trintje van der Heyl Sleght, y tuve la curiosa impresión que ya me había encontrado antes con el nombre Sleght y que era una conexión muy significativa. Entonces no fue horrible, tal y como se convierte ahora. Debo estrujarme el cerebro tras esa pista. Los ojos de esos retratos me acechan. ¿Será posible que algunos de ellos emerjan más definidamente de sus mortajas de polvo, decadencia y moho? Los brujos con rostro de ofidio y cerdo me escrutan de forma horrible desde sus marcos ennegrecidos, y un surtido de otros rostros híbridos comienzan a observarme desde sus telones sombríos. Existe un odioso aire familiar en todos ellos… y lo que es humano es aún más horrible que lo que no lo es. Desearía que me recordaran menos a otros rostros… caras que debí conocer en el pasado. Pertenecen a una estirpe marcada por la maldición, y Cornelis de Lyeden era el peor de todos. Fue él quien rompió la barrera tras que su padre encontrara esa otra llave. Estoy seguro que V. sabe sólo fragmentos de la horrible verdad, porque, en efecto, estoy mal preparado e indefenso. ¿Qué hay de la familia antes del viejo Claes? Cuanto hizo en 1591 nunca pudiera haber sido hecho sin generaciones de corrompida herencia o sin algún enlace con el exterior. ¿Y qué hay de las ramas de esta monstruosa familia? Debo recordar el lugar donde una vez conocí tan señaladamente el nombre Slehgt.

Quisiera poder estar seguro de esas pinturas permanecerán siempre en sus marcos. Desde hace algunas horas he estado viendo presencias como las zarpas de antes, y espectrales rostros y formas que son duplicados casi exactos de algunos de los viejos retratos. De cualquier forma, no puedo nunca observar una presencia y el retrato que lo representa al tiempo… la luz es siempre mala para lo uno o lo otro, o la presencia y el retrato están en habitaciones diferentes. Quizás, tal como he esperado, las presencias son meras figuraciones de la imaginación, pero no puedo estar seguro. Algunas son mujeres y de igual belleza infernal que la pintura en la pequeña alcoba cerrada. Algunas no se parecen a retratos que yo haya visto, aunque me hacen sentir que sus facciones pintadas acechan ignoradas bajo el moho y el hollín de lienzos que no puedo descifrar. Unas pocas, temo desesperadamente, se han aproximado a la materialización en formas sólidas o semisólidas… y algunas tenían una familiaridad temible e inexplicable. Hay una mujer que supera en encantos a todas las demás. Sus venenosos encantos son como los de una dulce flor crecida al borde del infierno. Cuando la miro de cerca se desvanece, pero sólo para volver más tarde. Su rostro tiene un aspecto verdoso, y a veces he creído descubrir una insinuación de escamosidad en su suave textura. ¿Quién es ella? ¿Será aquella que debió vivir en la pequeña habitación cerrada hace un siglo o más? Mis suministros están en el salón frontal… esto, claramente, va a convertirse en una costumbre. He esparcido polvo para descubrir huellas, pero esta mañana todo el salón había sido limpiado por algún medio desconocido.

22 de abril: Éste ha sido un día de horribles descubrimientos. Exploré de nuevo el ático cubierto de telarañas y descubrí un tallado cofre medio podrido evidentemente holandés repleto de blasfemos libros y documentos mucho más antiguos que cuanto encontrara hasta ahora. Había un Necronomicón griego, un Livre d’Eibon franconormando y la primera edición del antiguo libro de Ludvig Prinn de Vermis Mysteriis. Pero el manuscrito más antiguo encontrado era el peor. Estaba en bajo latín, lleno de extrañas y apretadas grafías del puño y letra de Claes Van der Heyl… evidentemente, el diario o cuaderno de apuntes que llevó entre 1560 y 1580. Cuando solté los ennegrecidos cierres de plata y abrí las hojas amarillentas, un dibujo coloreado se agito ante mí… una monstruosa criatura parecida, aunque no demasiado, a un calamar con pico y tentáculos, con grandes ojos amarillos y con cierta abominable semejanza de contornos a la forma humana. Nunca antes había vi a un ser tan nauseabundo y espantoso. En zarpas, pies y cabeza tentaculada había curiosas garras que recordaban las colosales siluetas espectrales que tan horriblemente se interponían en mi camino, mientras que la entidad se sentaba sobre un pedestal con aspecto de trono tallado, con desconocidos jeroglíficos que tenían un leve parentesco con los chinos. Tanto sobre el escrito como sobre la imagen pendía un aire de maldad siniestra tan profunda y penetrante que no puede creerlo producto de cualquier mundo o edad. Más bien, esta forma monstruosa debía ser un foco de toda la maldad del espacio desconocido, tanto de eones pasado como los por venir… y aquellos terribles símbolos debían ser viles iconos, sensibles y dotados de enfermiza vida, a su manera, listos para arrancarse del pergamino para destrucción del lector. Del significado de ese monstruo y sus jeroglíficos no tengo pistas, pero sé que ambos han sido trazados con infernal precisión para propósitos innombrables. Mientras estudiaba los maléficos caracteres, su parentesco con los símbolos de aquel ominoso cerrojo del sótano se hizo más y más evidente. Dejé el retrato en el ático, ya que nunca podría conciliar el sueño con una cosa así cerca de mí.

Durante toda la tarde y el crepúsculo leí el libro manuscrito del viejo Claes Van der Heyl, y lo que leí puede ensombrecer y hacer horrible cualquier periodo de vida que me quede por delante. La génesis del mundo, y de los mundos previos, se desplegó ante mis ojos. Supe de la ciudad de Shamballah, construida por los Lemurios hace 50 millones, aún inviolable tras sus muros de fuerza psíquica en el desierto oriental. Conocí sobre el Libro de Dzyan, cuyos seis primeros capítulos son anteriores a la Tierra y que ya era viejo cuando los señores de Venus llegaron a través del espacio para civilizar nuestro planeta. Y vi registrado en el escrito por primera vez aquel nombre que otros me habían susurrado y que había conocido de una forma próxima y más horrible… el evitado y temible nombre de Yian-Ho. En algunos lugares fui contenido por paisajes que precisaban el uso de una clave. Eventualmente, por diversas alusiones, colegí que el viejo Claes no osaba consignar todo su conocimiento en un libro, pero había dejado algunas referencias a otro. El volumen no podía ser completamente inteligible sin su compañía, por lo que he resuelto encontrar el segundo tomo, si es que está en algún lugar de esta maldita casa. A pesar de ser un verdadero prisionero, no he perdido el celo que ha marcado toda mi vida de conocimiento y estoy resuelto a indagar en el cosmos a tanta profundidad como me sea posible antes que me alcance el destino.

23 de abril: he buscado toda la mañana el segundo diario y lo he encontrado, sobre el mediodía, en el escritorio de la pequeña alcoba cerrada. Como el primero, esta el bárbaro latín de Claes Van der Heyl, y parece consistir en notas deslavazadas conectadas con diversas secciones del otro. Ojeando las páginas, descubrí de nuevo el aborrecible nombre de Yian-Ho… Yian-Ho, cuya brumosa memoria, es más vieja que el cuerpo, asecha bajo las mentes de todos los hombres. Se repite muchas veces, y texto de alrededor está sembrando de crudos jeroglíficos pintados, claramente relacionados con los del pedestal de aquella pintura infernal que viera. Aquí, obviamente, descansa la clave de esa monstruosa figura tentaculada y su mensaje prohibido. Con tal conocimiento ascendí las crujientes escaleras hacia el ático, de telarañas y horror. Cuando intente abrir la puerta del ático, se resistió como nunca antes. Aguantó durante unos instantes todos los esfuerzos para abrirla y, cuando al fin logré, tuve la palpable sensación de una zarpa colosal e invisible que bruscamente cediera… una forma que se remontaba con alas, inmateriales pero de batir audible. Cuando encontré el horrible grabado, sentí que no estaba precisamente donde lo había dejado. Aplicando la clave al otro libro, pronto vi que el último no era una instantánea guía del secreto. Tan sólo era una pista… hacia un secreto demasiado oscuro para ser abiertamente guardado. Llevaría horas, quizás días, extraer el espantoso mensaje. ¿Viviré lo bastante para aprender el secreto? Los espectrales brazos y zarpas negras acosan mi visión más y más ahora, y parecen aún más titánicos que al principio. Nunca estoy libre durante mucho tiempo de esas presencias vagas e inhumanas cuyas formas nebulosas parecen demasiado inmensas para ser contenidas por las estancias. Y, en todo momento, los grotescos y evanescentes rostros y figuras, y las burlonas figuras de los retratos, se apiñan ante mí en desconcertante confusión. Verdaderamente, existe un terrible arcano primordial de la Tierra que haría mejor en dejar desconocido y sin evocar, temibles secretos que no son para el hombre, y que la humanidad puede aprender sólo a cambio de su paz y cordura; crípticas verdades que convierten a sus conocedores en un extraño para siempre entre los suyos y le obligan a vagar solitario sobre la Tierra. También hay temibles supervivientes, seres más viejos y poderosos que el hombre, entes que han surgido de forma blasfema desde los eones a edades nunca diseñadas para ellos; entidades monstruosas que han yacido durmiendo durante eternidades en increíbles criptas y cavernas remotas, más allá de las leyes de la razón y la casualidad, listas para ser despertadas por aquellos blasfemos que lleguen a conocer sus signos secretos y prohibidos, así como sus furtivos santo y seña.

24 de abril: he estudiado el dibujo y la clave todo el día en el ático. Al ocaso escuché extraños sonidos, de una especie nunca antes oída, que parecen venir de muy lejos. Prestando atención, decidí que debía brotar de aquella extraña y abrupta colina, donde esta el círculo de piedras enhiestas, junto al poblado y a alguna distancia al norte de la casa. He oído que había un camino desde la casa, por la colina, hasta el crónlech primordial y sospecho que en cierta estación los Van der Heyl Tenían muchas ocasiones de utilizarlo, pero todo el asunto había, hasta ahora, yacido latente en mi subconsciente. El actual sonido consiste en un estridente pitido entremezclado con un peculiar y odioso especie de silbido o siseo… una extravagante, una extraña especie de música como ningún anal de la tierra recoge. Era muy débil y pronto desapareció, pero el asunto me ha hecho reflexionar. Es a la colina hacia donde se extiende el largo alerón norte, con el poso secreto y la bóveda de ladrillo cerrada bajo él. ¿Puede haber alguna conexión que hasta ahora se me ha escapado?

25 de abril: He hecho un peculiar y perturbador descubrimiento sobre la naturaleza de mi prisión. Arrastrado hacia la colina por una fascinación siniestra, descubrí que los espinos me abrían paso, pero sólo en esa dirección. Hay una puerta arruinada y, bajo los matorrales, los restos de un camino que sin duda existió en tiempos. Los espinos se extienden por parte de la ladera y por todos los alrededores de la colina, aunque la cima con las piedras erguidas muestra sólo una curiosa profusión de musgo y hierba raquítica. Trepé por la colina y permanecí algunas horas allí, percatándome de un extraño viento que parece soplar siempre alrededor de los prohibidos monolitos y que a veces parece susurrar en una forma extrañamente articulada, aunque oscuramente críptica. Esas piedras, tanto en color como en textura, no se parecen a nada que haya visto anteriormente. No son pardas ni grises, sino más bien de un amarillo sucio unido a un verde maligno y sugieren una variabilidad camaleónica. Su textura se asemeja extrañamente a la de una serpiente escamosa y es inexplicablemente nauseabunda al tacto… fría y viscosa como la piel de un sapo u otro reptil. Cerca del menhir central hay un curioso pozo con borde de piedra que no puedo explicar, pero que posiblemente forma la entrada a un pozo excavado o túnel. Cuando intenté descender desde la colina a lugares distintos de la casa descubrí que los espinos me interceptaban como antes, aunque, el camino hacia la casa era fácilmente accesible.

26 de abril: He vuelto a subir la colina y he encontrado aquel susurro del viento muy distinto. Los casi furiosos murmullos se parecían al habla actual algo vagamente sibilante y me recordaron el extraño cántico chirriante que había escuchado desde lejos. Tras el ocaso, hubo un curioso relámpago de prematura tormenta de verano en el horizonte norteño, seguido casi de inmediatamente de una extraña detonación, alta en el descolorido cielo. Algo en este fenómeno me perturbó enormemente y no pude evitar la impresión que el ruido finalizaba en una especie de silbido inhumano y parlante que evocaba una cósmica carcajada gutural. ¿Se tambalea por fin mi mente, o mi curiosidad desaforada ha convocado inauditos horrores de los espacios crepusculares? El Sabbath se aproxima. ¿Cómo acabará esto?

27 de abril: ¡Por fin se han realizado mis sueños! Sea o no mi vida o espíritu o cuerpo lo que reclamen, ¡cruzaré ese umbral! El proceso de descifrar esos cruciales jeroglíficos del dibujo ha sido lento, pero esta tarde atisbé la clave final. Durante el anochecer conocí su significado… y ese significado sólo puede aplicarse de una manera a las cosas que he encontrado en esta casa. Hay algo bajo esta casa sepultado no sé donde, uno de los olvidados Antiguos que me mostrará el umbral que debo traspasar y me dará los perdidos signos y palabras que necesito. Cuánto tiempo llevara enterrado aquí olvidado por todos, salvo por aquellos que levantaron las piedras de la colina y aquellos que más tarde descubrieron este lugar y edificaron su casa no puedo conjeturarlo. Fue en demanda de este Ser, más allá de toda duda, por lo que Hendrik van der Heyl llegó a Nueva Holanda en 1638. Los hombres de esta tierra nada saben de Él, excepto en secretos susurros de los pocos y atemorizados iniciados que han encontrado o recibido la clave. Ningún ojo humano se ha posado jamás sobre Él… salvo, quizás, los de los desesperados magos de esta casa que es más profunda de lo que se supone. Con el conocimiento de los símbolos se alcanza una especie de maestría en los 7 Perdidos Signos del Terror… y un tácito reconocimiento de las espantosas y demenciales Palabras de Miedo. Sólo queda entonar el Cántico que transfigurará al Olvidado que es el Guardián del Antiguo Umbral. Me maravillo enormemente ante el Cántico.

Esta compuesto de extraños y repelentes sonidos guturales, y otros perturbadoramente sibilantes que no recuerdan a ningún lenguaje que haya conocido… ni siguiera en los más negros capítulos del Livre d’Eibon. Cuando visité la colina al ocaso, traté de leer en voz alta, pero convoqué, como respuesta, tan sólo un vago y siniestro retumbar en el lejano horizonte, y una rala nube de polvo elemental que se retorcía y giraba, como si fuera algún maligno ente viviente. Quizás no pronuncié correctamente las extrañas sílabas, o quizás es sólo en el Sabbath ese infernal Sabbath para que los Poderes de esa casa, sin duda, me reservan cuando la gran Transfiguración pueda ocurrir. Sufrí un extraño periodo de miedo esta mañana. Creí recordar, por un instante, donde había visto ese desconcertante nombre de Sleght, y la posibilidad de lograrlo me colmó de demencial horror.

28 de abril: Hoy, ominosas nubes oscuras se han cernido intermitentemente sobre el círculo de la colina. He visto tales nubes otras veces anteriormente, pero sus contornos y disposición muestran ahora un nuevo significado. Son serpentinas y fantásticas, curiosamente parecidas a las formas de sombra que ha encontrado en la casa. Flotan en un círculo alrededor del crónlech primordial, revolviéndose constantemente, como dotadas de siniestra vida y propósitos. Podría jurar, asimismo, que intercambian susurros furiosos. Tras unos 15 minutos, derivaron lentamente, siempre hacia el este, como los miembros de un disperso batallón. ¿Serán realmente aquellos temidos Elementales que Salomón conoció antiguamente… aquellas gigantescas entidades negras cuyo número es legión y a cuyo paso tiembla la tierra? Ha estado repasando el Cántico que puede transfigurar al Ser indescriptible, aunque extraños miedos me asaltan cada vez que pronuncio para mí las sílabas. Encajando toda la evidencia, he descubierto ahora que el único camino hacía ello es por la bóveda cerrada. Esa cripta está construida con algún propósito infernal y debe esconder la oculta madriguera que lleva al Cubil Inmemorial. Que Guardianes viven eternamente en su interior, medrando de siglo en siglo gracias a desconocidos alimentos, solo la locura puede conjeturarlo. Los brujos de está casa, que los convocaron del mundo inferior, los conocieron demasiado bien, como los estremecedores retratos y recuerdos de la casa revelan. El mayor de mis problemas es el límite natural del Cántico. Evoca al innombrable, pero no provee de métodos para el control de lo evocado. Hay, por supuesto, signos y gestos generales, pero si serán efectivos contra un Elemental es algo que está por ver. Aún así, las recompensas son suficientemente grandes como para correr cualquier peligro… y no podría retroceder aun deseándolo, ya que una desconocida fuerza me obliga abiertamente a ello. He descubierto un obstáculo más.

La bóveda cerrada debe ser atravesada, pero no puedo encontrar la llave de tal lugar. El cerrojo es demasiado fuerte para forzarlo. Que la llave está en algún lugar, es algo sobre lo que no tengo ninguna duda. Debo buscar diligente y minuciosamente. Debo armarme de valor para abrir esa puerta de hierro, pero, ¿Qué horrores prisioneros no asecharán en su interior?

Más Tarde: He rehuido el océano durante los últimos 2 días, aunque a última hora de la tarde he descendido de nuevo a aquellos prohibidos recintos. Al principio había un silencio total, pero en menos de 5 minutos el rozar y murmurar comenzó de nuevo, una vez fue más alto y terrorífico que en cualquier ocasión previa, y, además, reconocí el deslizarse que indica alguna monstruosa bestia marina… en esta ocasión, crecía de volumen de una forma tan rápida que crispaba los nervios, como si el ser tratara de abrirse paso por el portón hasta donde yo estaba. Mientras sus movimientos aumentaron de volumen, de una forma incansable y siniestra, comenzaron a sonar las infernales e indefinibles reverberaciones que escuchara en mi segunda visita al sótano, aquellas amortiguadas vibraciones que parecían de lejanos horizontes, como un trueno distante. Ahora, no obstante, su volumen estaba magnificado y multiplicado, y su timbre espantaba con nuevas y terroríficas implicaciones. No pude comparar el sonido con nada mejor que con el bramido de algún temible monstruo de la pretérita edad de los reptiles, cuando los horrores primordiales vagaban por la tierra, y los hombres serpientes de Valusia alzaron sus piedras fundacionales de maligna magia. Un bramido así pero elevado hasta ensordecedoras cotas que ninguna garganta orgánica conocida podría alcanzar era este estremecedor sonido. ¿Osaré abrir la puerta y enfrentarme a la embestida de lo que aguarda más allá?

29 de abril: Ha aparecido la llave en la bóveda. La encontré este mediodía en la pequeña alcoba escondida entre chucherías, en el cajón de un viejo cofre, como si se hubiera hecho algún tardío esfuerzo por ocultarla. Estaba envuelta en un deshecho periódico fechado el 31 octubre de 1872, pero había un envoltorio interior de espantosa piel evidentemente, el retal de algún reptil desconocido que ostenta una leyenda en bajo latín en la misma escritura enrevesada que la del diario que encontré. Como había pensado, el cerrojo y la llave son infinitamente más antiguos que la bóveda. El viejo Claes Van der Heyl la preparó para algo que él, o sus descendientes, pensaban hacer… y cuánto más antiguo son, es algo que no puedo estimar. Descifrando la leyenda en latín, me estremecí ante un nuevo acceso de temor latente y espanto indescriptible.

“Los secretos de los monstruosos Primordiales”, rezaba el enrevesado texto, cuyas crípticas palabras hablan de los mundos ocultos que existieron antes del hombre; las cosas que nadie en la Tierra debe aprender, a no ser que la paz le abandone por siempre, y que nunca serán por mí reveladas. De Yian-Ho, esa perdida y prohibida ciudad de incontables eones cuyo emplazamiento no debe mencionarse, donde estuve en la verdadera carne de este cuerpo, tal y como ningún otro viviente ha hecho. Allí lo encontré, y por eso lo llevé conmigo: este conocimiento que olvidaría de buena gana, pero no puedo. He aprendido cómo salvar una brecha que no debía ser cruzada, y debo reclamar sobre la Tierra a Esa Entidad que no debe ser despertada o convocada. Y lo que es enviado a seguirme no me permitirá descansar hasta que yo, o mis descendientes, encontremos y hagamos lo que debe ser encontrado y hecho. Eso que he despertado y traído conmigo, no puedo alejarlo. Ya que está escrito en el Libro de las Cosas Ocultas. Esto que he convocado ha enroscado su espantosa figura a mi alrededor y si no vivo lo bastante para cumplir lo ordenado sobre aquellos niños nacido o nonatos que me seguirán, hasta que el mandato sea cumplido. Extrañas serán sus uniones, y espantosa la ayuda que deberán prestar hasta que el fin sea alcanzado. En las tierras desconocidas y brumosas deberán buscar, y una casa será construida para los Guardianes Exteriores. Ésta es la llave del cerrojo que me fue dado en la temible, antigua de eones y prohibida ciudad de Yian-Ho, el cerrojo que yo o los míos, debemos emplazar sobre el vestíbulo donde Esa Entidad puede ser encontrada. Y quieran los Señores de Yaddith socorrerme, o socorrer a quien deba poner este cerrojo en su sitio o girar la llave.

Tal era la leyenda… una leyenda que, una vez leída, me pareció haber conocido antes. Ahora, mientras escribía estas palabras, tengo ante mí la llave. La miro con mezclado miedo y anhelo, y no puedo encontrar palabras para describir su aspecto. Es del mismo metal desconocido, helado y ligeramente verdoso del cerrojo, un metal cuya mejor comparación es el bronce empañado de verdín. Su diseño es extraño y fantástico, y su forma de ataúd no deja dudas acerca del propósito del cerrojo. Las toscas formas del mango forman una extraña e inhumana imagen cuyos perfiles exactos e identidad no puedo ahora describir. Sopesándola durante un espacio de tiempo, me pareció sentir una extraña y anormal vida en el frío metal… un latido o pulso demasiado tenue para ser reconocido de ordinario. Bajo el ídolo hay un grabado una leyenda débil y desgastada por los eones, cincelada con esos blasfemos jeroglíficos de aspecto chino que he llegado a reconocer tan bien. Sólo puedo descifrar el comienzo las palabras «mi venganza acecha», tras lo que el texto se vuelve indescifrable. Hay alguna fatalidad en este oportuno hallazgo de la llave… ya que mañana tendrá lugar el infernal Sabbath. Pero aunque bastante extraña, de toda esta odiosa espera, la cuestión del nombre Sleight me molesta más y más. ¿Por qué debo temer encontrar que está ligado con los Van der Heyl?

Víspera de Wallpurgis.

30 de abril: Ha llegado el momento. Despertaré la pasada noche para ver el cielo resplandecer con una incesante radiación verdosa… el mismo verde enfermizo que he visto en los ojos y piel de ciertos retratos de aquí, en el espantoso cerrojo y llave, en los monstruosos menhires de la colina y en un millar de otros reflejos de mi conciencia. Hubo estridentes susurros en el aire, sibilantes pitidos como los del Viento alrededor de aquel temible crómlech. Algo me hablaba desde el helado éter del espacio y dijo: «La hora se aproxima.» Es un presagio, y me río de mis propios miedos. ¿Acaso no tengo las terribles palabras de los Siete Signos Perdidos del Terror… el poder coercitivo sobre cualquier Morador del cosmos o de los oscurecidos espacios desconocidos? No dudaré mucho tiempo. Los cielos están muy oscuros, como si una terrible tormenta se aproximase, una tormenta aún más terrible cerca de una quincena atrás. Desde el poblado como a un kilómetro escucho un extraño y desusado farfulleo. Es como pensaba: esos pobres y desgraciados idiotas están en el secreto y guardan el espantoso Sabbath en la colina. Aquí, en la casa, las sombras se hacen más densas. En la oscuridad, la llave parece relucir ante mis ojos con una luz verdosa propia. Aún no he estado en el sótano. Es mejor que esperé, no sea que el sonido de esos murmullos y roces esas reverberaciones deslizantes y amortiguadas me enerven antes que pueda abrir la puerta del destino.

De lo que voy hallar, y puede ser, sólo tengo una idea de lo más general. ¿Encontraré mi meta en la bóveda misma, o debo arrastrarme aún más profundo en el nocturno corazón de nuestro planeta? Hay cosas que no debo entender o mejor, prefiero no entender a pesar del terrible, creciente e inexplicable sentido de pasada familiaridad con esa espantosa casa. Esa rampa, por ejemplo, que lleva abajo desde la pequeña habitación cerrada. Pero pienso que sé por qué el ala con la bóveda se extiende hacia la colina.

6 P.m.: Mirando por las ventanas del norte, puedo ver un grupo de aldeanos en la colina. Parecen ignorar el cielo nublado, y están cavando cerca del gran menhir central. Pienso que están trabajando en el pozo de piedra que Carece como la estrangulada entrada de un túnel. ¿Qué va a pasar? ¿Cuánto de los antiguos ritos del Sabbath retiene esa gente? Esa llave reluce horriblemente, no es mi imaginación. ¿Osaré usarla como debe ser usada? Otro asunto me ha perturbado grandemente. Ojeando nerviosamente un libro de la librería, he dado con el nombre completo que ha fastidiado tan enojosamente mi memoria. Trintje, esposa de Adriaen Sleight. El Adriaen me lleva al borde del recuerdo.

Medianoche: El horror se ha desencadenado, pero no debo flaquear. La tormenta ha roto furia pandemónica, y el rayo ha golpeado la colina por 3 veces, aunque los híbridos y malformados aldeanos se han refugiado en el interior del crónlech. No puedo verlos entre los constantes relámpagos. Las grandes piedras enhiestas se ven espantosamente y muestran una débil luminosidad verde que las identifica cuando no hay rayos. El retumbar de los truenos es espantoso, y cada uno de ellos parece recibir una horrible respuesta desde algún punto imposible de determinar. Mientras escribo esto, las criaturas de la colina han comenzado a cantar, aullar y gritar en una versión degradada y medio simiesca del antiguo ritual. Llueve a mares, pero ellos, brincan y vociferan en una especie de diabólico éxtasis.

¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La cabra con un Millar de Retoños!

Pero lo peor sucede dentro de la casa. Aun desde aquí, he comenzado a oír sonidos desde el sótano. Es el roce y el susurro y deslizar y las amortiguadas reverberaciones de la bóveda… los recuerdos vienen y van. El nombre de Adriaen Sleight resuena extrañamente en mí mente. El yerno de Dirk Van der Heyl: su hija era nieta del viejo Dirk y bisnieta de Abaddon Corey…

Más Tarde: ¡Dios misericordioso! Por fin he recordado donde he visto ese nombre. Lo sé, y estoy sumido en el horror. Todo está perdido…

La llave ha comenzado a calentarse mientras la oprimo nerviosamente en la mano izquierda. A veces el vago latir o pulsar es tan marcado que puedo casi sentir moverse el metal viviente. Vino de Yian-Ho para una terrible misión, y en mí quien demasiado tarde conoce la débil traza de sangre Van der Heyl que ha pasado, a través de los Sleight a mi propia familia ha recaído la odiosa tarea de cumplir tal misión. Han desaparecido mi valor y mi curiosidad. Sé del horror que asecha más allá de esa puerta de hierro. ¿Qué importa si Claes Van der Heyl era mi antepasado? ¿Debo yo expiar su innombrable pecado? No lo haré… ¡Juro que no lo haré!

(Aquí la escritura se vuelve indescifrable.)

Demasiado tarde… no hay remisión… las zarpas negras se materializan… y me arrastran hacia el sótano…