jueves, 15 de mayo de 2025

Erlathdronion. Lord Dunsany (1878-1957)

El que fuera Sultán en un lugar tan remoto de Oriente que sus dominios fueron considerados fabulosos en Babilonia, cuyo nombre es hoy prototipo de lejanía en las calles de Bagdad, cuya excelencia invocan por su nombre viajeros barbados a la caída de la tarde con el fin de convocar oyentes a su recitación de cuentos, mientras se eleva el humo del tabaco, suenan los dados y las tabernas rebosan de gente, estableció también su mandato en esa misma ciudad y dijo: "Que sean conducidos hasta aquí todos los sabios que puedan comparecer ante mí y regocijar mi corazón con su sabiduría".

Los hombres se apresuraron y los clarines sonaron, y así fue como se presentaron al sultán todos sus sabios. Y muchos fueron declarados no aptos. Mas de todos los que fueron capaces de decir cosas aceptables, después de ser llamados Los Afortunados, uno dijo que al sur de la Tierra había un País -coronado de loto, añadió- donde era verano cuando nosotros estamos en invierno y viceversa.

Y cuando el Sultán de aquellas remotas tierras supo que el Creador de Todo había ideado una estratagema tan sumamente de su gusto, su júbilo no conoció fronteras. De pronto habló y dijo (eso fue en esencia lo que dijo) que sobre esa frontera o límite que separa el norte del sur se construiría un palacio en cuyos salones del ala norte sería verano, mientras que en los del ala sur sería invierno; así que él se trasladaría de unos salones a otros según su estado de ánimo: se reiría del verano por la mañana y pasaría el mediodía entre la nieve. De modo que mandaron llamar a los poetas del Sultán y les ordenaron que hablasen de aquella ciudad, previendo su esplendor lejos hacia el sur y en tiempos futuros, y algunos de ellos fueron considerados afortunados. Y entre todos los que fueron considerados afortunados y fueron coronados de flores, ninguno consiguió con más facilidad la sonrisa del Sultán (de la que dependía que los días fueran largos) que el que, imaginándose la ciudad, habló así de ella:

-Durante siete años y siete días, ¡oh, Puntal del Cielo!, tus constructores edificarán tu palacio, que no estará ni en el norte ni en el sur, en el que ni el verano ni el invierno será dueño exclusivo de las horas. Lo veo blanco, tan extenso como una ciudad, tan hermoso como una mujer, auténtica maravilla del mundo, con muchas ventanas, desde las que al ocaso tus princesas mirarán al exterior. Sí, percibo la dicha en sus balcones dorados y escucho el rumor que desciende de las galerías y el arrullo de las palomas en sus aleros esculpidos. ¡Oh, Puntal del Cielo!, esa ciudad tan hermosa deberían construirla tus antiguos señores, los hijos del sol, para que todos los hombres admiren su poder incluso hoy, y no sólo los poetas, cuya imaginación la ve tan alejada hacia el sur y en tiempos futuros.

"¡Oh, Rey de los Años!, la ciudad debería estar situada en el centro de esa línea que divide equitativamente el norte del sur y separa las estaciones como si fuera una pantalla. Cuando en el ala norte sea verano, tus centinelas vestidos de seda pasearán por deslumbrantes murallas, mientras tus lanceros cubiertos de pieles circularán por el ala sur. Mas al mediodía del día central del año, tu chambelán descenderá de su elevada posición y entrará en el salón del centro, y tras él bajarán hombres con trompetas, y él proferirá un gran grito al mediodía, y los hombres harán sonar las trompetas, y los lanceros cubiertos de pieles marcharán hacia el norte y tus centinelas vestidos de seda ocuparán su lugar en el sur, y el verano abandonará el norte y se irá al sur, y las golondrinas levantarán el vuelo y le seguirán. Y únicamente no habrá cambio en tus salones interiores, pues están situados sobre esa línea que separa las estaciones y divide el norte del sur.

"Y en los jardines siempre será primavera, pues la primavera permanece siempre al margen del verano; y el otoño también teñirá siempre tus jardines, pues siempre resplandece al borde del invierno, y esos jardines permanecerán aparte entre el invierno y el verano. Y habrá orquídeas en tu jardín, también, con toda su carga de otoño en las ramas y todas las flores de la primavera.

"Sí, percibo ese palacio, ya que podemos imaginar las cosas venideras; veo su blanco muro resplandeciente a la deslumbrante luz del solsticio de verano, y los lagartos tumbados inmóviles al sol, y los hombres dormidos al mediodía, y las mariposas revoloteando alrededor, y las aves de radiante plumaje persiguiendo maravillosas polillas, y a lo lejos en la selva las grandes orquídeas, y los insectos iridiscentes danzando en torno a la luz. Veo el muro por el otro lado: la nieve se ha amontonado en las almenas, los carámbanos las han orlado de barbas de hielo, un violento viento que sopla desde parajes solitarios y clama a los helados campos, ha enviado los ventisqueros por encima de los contrafuertes. Los que se asoman a las ventanas de ese ala de tu palacio ven a los gansos silvestres volando bajo, y a todas las aves invernales pasando veloces en bandadas atenazadas por el implacable viento, y las nubes de encima son negras, ya que allí están en el solsticio de invierno. Mientras tanto, en tus otros salones las fuentes tintinean, cayendo sobre mármol bajo el sol abrasador del verano.

"Así será tu palacio, ¡oh, Rey de los Años!, y su nombre será Erlathdronion, Prodigio de la Tierra; y tu sabiduría ordenará a tus arquitectos que lo construyan inmediatamente, ya que podemos ver lo que hasta ahora únicamente veían los poetas, y esta profecía se cumplirá.
Y cuando el poeta se detuvo, el Sultán habló y dijo, mientras los demás escuchaban con la cabeza vuelta:

-No será necesario que mis constructores edifiquen ese palacio, Erlathdronion, Prodigio de la Tierra, pues al oírte a ti hemos saboreado ya sus placeres.

Y el poeta se fue de su Presencia y soñó otra cosa.


Eximente. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la Prensa; se habló, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma...

¿No pensáis vosotros en el destino de las almas después que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?

El príncipe Hamlet no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno.

Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del «acaso soñar...»

Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primera hoja la fecha de un año justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia, ¿diré biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. Así pude penetrar en el espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordinándolas.



«¡Siempre lo mismo! La impresión persiste.

¿Cómo empezó?

Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes.

No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial.

¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo.

La depresión de mis facultades es gradual, honda.

Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa.

Lo intentaré...

Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.

La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.

Siendo así, ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?

¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?

La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...

Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ¡tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.

Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sueño, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: «¡No dormirás, no dormirás!» Y esto es lo extraño: me encuentro en compañía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.

Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ¿Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos...

Vuelto a las aprensiones de la niñez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.

¿Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entraña. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.

Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el castañeteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.

El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve...

Me he consultado. «Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.» ¡Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ¡Como si supiésemos lo que esas palabras -nervios, imaginación- quieren decir!

He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detrás de mí, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de dónde viene. Solo sé que está allí, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tuétanos, que vierte en ellos ponzoña.

Una noche, en un acceso de rabia, cogí mi revólver y disparé hacia atrás, donde sentía el hálito maldito. Acudió gente; pretexté miedo a ladrones. ¿Cómo explicar? No entenderían...»

...............

«Y es preciso que esto termine -decía una de las últimas hojas del diario-. Me volveré loco, porque, después del disparo, he vuelto a oír la respiración, he vuelto a comprender que había alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.»

Sin duda, después de emborronada esta página, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no disparó contra una sombra.


Escapar por los pelos. Lord Dunsany (1878-1957)

Ocurrió bajo tierra.
En aquella malsana y húmeda cueva bajo Belgrave Square las paredes goteaban. Mas ¿qué le importaba eso al mago? Lo que necesitaba era discreción, no sequedad. Allí sopesó la marcha de los acontecimientos, determinó destinos y urdió brebajes mágicos.

Durante los últimos años, la serenidad de sus reflexiones se había visto perturbada por el ruido del autobús. Entre tanto, a su fino oído llegaba a lo lejos el estruendo y la convulsión del tren subterráneo bajando Sloane Street; y lo que oía del mundo que tenía por encima de su cabeza no decía mucho a su favor.

Un atardecer, allá abajo en su oscura y maloliente cámara con su horrible pipa, decidió que Londres había vivido ya demasiado, había desaprovechado sus oportunidades; en resumidas cuentas, había llevado demasiado lejos su civilización. Así es que decidió destruirla. Por consiguiente, hizo señas a su acólito desde el extremo cubierto de maleza de la caverna y dijo: "Tráeme el corazón del sapo que mora en Arabia junto a las montañas de Bethany". El acólito se escabulló por una puerta oculta, dejando a tan torvo anciano con su espantosa pipa; y adónde se fue o por qué camino volvió, sólo lo saben los gitanos. Mas al cabo de un año estaba de nuevo en la caverna, después de haberse introducido en secreto por el escotillón mientras el anciano fumaba, trayendo consigo una pequeña cosa carnosa que se descomponía dentro de un cofre de oro macizo.

-¿Qué es eso? -gruñó el anciano.
-Es -respondió el acólito- el corazón del sapo que mora en Arabia junto a las montañas de Bethany.

Los retorcidos dedos del anciano se aferraron al cofre, mientras bendecía al acólito con voz áspera y levantaba una mano que parecía una garra; el autobús rodaba por encima de sus cabezas en su interminable trayecto; a lo lejos, el tren sacudió Sloane Street.

-Ven -dijo el anciano mago-, ya va siendo hora.

E inmediatamente abandonaron ambos la caverna cubierta de maleza, llevando el acólito un caldero, un atizador de oro y todo lo necesario, y salieron afuera a la luz. Y el anciano presentaba un aspecto maravilloso con su gorra y su chaquetilla de jockey. Su meta era las afueras de Londres. El anciano caminaba delante a grandes zancadas y el acólito corría tras él, y había algo mágico en el paso del solitario anciano, sin contar su maravillosa vestimenta, en el caldero, en la varita, en el apresurado acólito y en el pequeño atizador de oro.

La chiquillería se mofó hasta llamar la atención del anciano. La extraña procesión de dos siguió atravesando Londres a una velocidad que imposibilitaba su seguimiento. Allá arriba las cosas parecían peor que en la caverna, y cuanto más avanzaban en dirección a las afueras de Londres, tanto peor encontraban a la ciudad.

-Ya va siendo hora -dijo el anciano-, no hay duda.

Y de esta manera llegaron finalmente a las afueras de Londres y a una pequeña colina desde la que se observaba una lúgubre vista. Era tan desagradable que el acólito echó de menos la caverna, a pesar de ser malsana y húmeda y estar poseída por las terribles sentencias que el anciano profería mientras dormía.

Ascendieron la colina y dejaron el caldero en el suelo; luego, metieron dentro todo lo necesario, encendieron un fuego con hierbas que ningún boticario vendería ni ningún jardinero decente cultivaría, y finalmente removieron el caldero con el atizador de oro. El mago reservó una parte, refunfuñando; luego, volvió a acercarse al caldero a grandes zancadas y, cuando todo estuvo listo, abrió de pronto el cofre y dejó que la cosa carnosa se cociera. Después hizo sortilegios y levantó los brazos. Cuando los vapores del caldero penetraron en su mente dijo cosas horribles que antes no sabía y utilizó espantosas runas que hicieron chillar al acólito; maldijo a Londres, desde su bruma hasta sus minas de marga, desde el cenit al abismo, autobuses, fábricas, parlamento, gente.

-Dejemos que todo esto perezca -dijo- y Londres desaparecerá; dejemos que desaparezcan las líneas de tranvías, los ladrillos y el pavimento, usurpadores del campo por demasiado tiempo, y volverán las liebres salvajes, la zarzamora y la gavanza.
-Dejemos que desaparezcan -siguió diciendo-, que desaparezcan ahora, que desaparezcan completamente.

En medio de aquel silencio momentáneo el anciano tosió, luego esperó con ojos ansiosos; y el gran murmullo de Londres zumbó como siempre lo ha hecho desde que se establecieron junto al río las primeras chozas de carrizo, cambiando a veces de tono pero sin dejar de zumbar noche y día, aunque con voz quebrada por los años; y así continuó. Y el anciano se volvió en redondo hacia su tembloroso acólito y le dijo con voz terrible mientras se hundía bajo tierra: "¡NO ME TRAJISTE EL CORAZÓN DEL SAPO QUE MORA EN ARABIA JUNTO A LAS MONTAÑAS DE BETHANY!


Escrito en el día de los muertos. Jan Neruda (1834-1891)

Yo no sé cuántas veces habrá de visitar el cementerio de Kosir en el Día de los Muertos; lo que es esta vez, llegó trabajosamente –las piernas no le responden mucho, aparentemente–. Aparte de eso, actuó igual que todos los años. Su silueta solemne y maciza bajó a eso de las once desde el carricoche que la había transportado; tras ella, el conductor sacó de adentro unas coronas de flores dentro de un envoltorio hecho con un pañuelo blanco, y por último descendió una niña de aproximadamente cinco años, bien arropada. Hará quince años que la señorita María viene en este día flanqueada por una niña de cinco años que escoge en el vecindario.

–¡Muy bien, querida! Mira cuántas personas hay... ¡Cuántas luces y flores! Continúa, sin temor. ¡Adelante! Yo voy atrás de ti.
Muy turbada, la niña comenzó a caminar. Tras ella iba la señorita María dándole aliento pero sin decirle para dónde tenía que dirigirse. Anduvieron de tal forma un poco, y en eso súbitamente la señorita María dijo "¡Aguarda!" De una de las cruces metálicas sacó una corona mustia, ajada por el viento, y la reemplazó por otra fresca, hecha con flores artificiales rojas y blancas. Luego se sostuvo en un ramal de la cruz con la mano libre y empezó a orar, sin ponerse de hinojos, porque eso le resultaba ya demasiado difícil. Miró primero el pasto y la parda tierra de la sepultura, pero a continuación alzó la cabeza y sus ojos celestes de mirada limpia, que ornamentaban su ancho rostro simpático, parecieron ver algo en la lontananza. Los ojos fueron inundándosele en lágrimas; se le estremeció la boca; los labios que musitaban plegarias se estrujaron y por fin un raudal de lágrimas bajó por sus carrillos. La niña la observaba extrañada, pero la señorita no podía ver ni oír nada. Pero después de un momento se recobró, aparentemente con mucha dificultad; exhaló un prolongado suspiro, sonrió tristemente a la niña y le dijo con voz tenue y un poco áspera: "¡Bien! ¡Adelante, angelito, adelante! Adonde te parezca, yo voy atrás de ti".

Siguieron caminando un poco de una parte para otra, adonde se le ocurría a la niña hasta que súbitamente dijo de nuevo: "¡Aguarda!" Fue hacia otra sepultura. Representó otra vez la escena anterior, creo que sin demorarse ni un minuto más que antes. Guardó luego la segunda corona mustia dentro del pañuelo, al lado de la primera, tomó la mano de su diminuta acompañante y le dijo: "¿Frío, no? Volvamos, para que no te haga mal. Te agrada ir en coche, ¿no?" Regresaron despacio hasta el carruaje; acomodaron adentro antes que nada las coronas; después se instaló la niña y, por último y trabajosamente, la señorita. El carruaje se puso en movimiento y el caballo, antes de empezar a trotar, soportó dos o tres fustazos. Esta representación, que ahora se reiteraba, fue igual a la que se ha repetido hasta ahora todos los años.

Si aún fuera un escritor novel, posiblemente apuntaría a esta altura: "El lector se estará preguntando a quienes pertenecen esas sepulturas". Pero sé bien que jamás un lector pregunta nada. El escritor debe forzarlo para que acepte lo que hace, lo cual es un tanto dificultoso. La señorita María era inabordable y extremadamente reservada en lo que respecta a su vida y nunca molestaba a nadie –ni a sus mayores amistades– con sus cuentos. Desde pequeña tenía, y sigue haciéndolo, una sola amiga, la señorita Luisa, que en sus mocedades fue muy bonita y que ahora es la viuda un poco marchita del señor Nocar, un sargento de carabineros. A la tarde se verían ambas en lo de la señora Mocar. Este hecho no es muy usual, ya que la señorita frecuenta muy poco a su amiga en la calle Vlaska; por lo común deja muy excepcionalmente su habitación en la planta baja de una mansión que se encuentra al comienzo de la subida de San Juan; práctica¬mente se puede afirmar que la única salida que hace es para escuchar misa los domingos, muy temprano, en San Nicolás. Su impresionante físico le hace muy difícil caminar; por eso su amiga no quiere que se incomode y la visita ella todos los días. Una franca amistad de años liga a ambas en forma prácticamente indisoluble.

Pero en esta ocasión la señorita María se hallaría excesivamente acongojada si estuviera sola en casa. Esta se le semejaría aun más hueca y sola que los restantes días, y es por eso que busca amparo en lo de su amiga. Y para la señora de Nocar es una jornada festiva. Jamás hace el café con un desvelo tan grande como hoy; jamás se afana de tal manera porque las tortas queden bien y su masa sea tierna. Hasta toda su charla tiene hoy un dejo majestuoso y festivo. No conversan en exceso, pero lo que dicen, aunque intrascendente, posee profundo significado. Cada tanto aparecen algunas lágrimas y los abrazos son más asiduos que otras veces. Por último, al cabo de un buen rato de permanecer sentadas juntas, se arriba al tópico anual de esa charla.

–¡Qué vamos a hacerle! –dice la señora de Nocar–. El Señor nos ha deparado un destino casi idéntico. Tuve un buen esposo, muy considerado conmigo, y a los dos años de casados se marchó al más allá sin dejarme al menos un niño para mi consuelo. Vivo sola desde ese momento, y ya no sé decir qué resulta peor: si jamás conocer a un hombre o si conocer a uno y perderlo.
–Sabes bien que siempre me he conformado con la voluntad del Señor –le responde al cabo, en tono ceremonioso, la señorita María–. Yo ya sabía qué me deparaba el destino; lo había visto en sueños. Cuando tenía veinte años soñé que había ido a bailar. Ya sabes que jamás había ido yo a un baile. Andábamos al ritmo de la música, una pareja tras la otra; era un lugar muy bien iluminado. Sin embargo –¡qué raro!– el salón de baile era como un altillo enorme y en vez de cielorraso se veían las tejas. De improviso, las parejas que nos precedían comenzaron a bajar la escalera; yo iba atrás de todo con un danzarín del que no puedo recordar qué cara tenia. Arriba quedamos unas pocas parejas; entonces miré alrededor y vi acercarse a la Muerte por detrás. Tenía un manto verde aterciopelado, pluma blanca en el sombrero y espada al cinto. Yo me apuré también para bajar ¡as escaleras, pero vi que no quedaba nadie... ¡ni mi compañero de baile! Entonces la Muerte me tomó la mano y me llevó a la rastra. Luego estuve viviendo en un castillo y la Muerte me hacía de esposo. Me trataba muy amablemente, me quería; pero a mí no me gustaba. Estábamos rodeados de un lujo imposible de describir: ahí todo eran cristales, oros y terciopelos, pero no le sacaba el gusto a nada. Constantemente soñaba con regresar al mundo y el sirviente –que también era una especie de Muerte– me traía información de lo que allí ocurría. Mi esposo se condolió de mi afán por volver a la vida. Me di cuenta de eso y a mi vez me condolí de mi esposo. A partir de ese memento conocí que jamás me iba a casar, y que la Muerte era mi prometido. Luisa, tú sabes que los sueños los manda Dios; ¿no es cierto que una muerte doble ha apartado mi vida de la del resto de la gente?

En ese momento la señora de Nocar comienza a llorar, aunque ya ha escuchado ese sueño mil veces, y las lágrimas de la amiga son una especie de perfumado bálsamo sobre el alma sufriente de la señorita. La verdad es que es extraño que la señorita no se haya casado. No tenía padres, era dueña de sus actos y de una buena casa de dos plantas al comienzo de la subida de San Juan. No era fea, por otra parte, cosa que aún ahora puede notarse. Era flexible y alta como es poco frecuente en una dama; tenía bellos ojos celestes; su rostro, pese a ser algo ancho, tenía rasgos muy regulares y bonitos. Lo único que la desmerecía era ser algo entrada en carnes desde pequeña, hecho que le costó el apodo de "la gorda María". Por su corpulencia era un tanto perezosa; de niña no iba a jugar con otros pequeños y ya adulta no iba de visitas y todo su paseo se reducía a una vueltita por las murallas de la ciudad. No debe pensarse, por ello, que los vecinos de la Malá Strana se hubieran preocupado porque la señorita María no hubiera contraído matrimonio. La sociedad de la Malá Strana tiene las cosas bien establecidas: la señorita María figuraba como una anciana solterona y a ninguno le pasaba por la cabeza que pudiera ser de diferente manera. Y cuando en ocasiones las mujeres, de manera imprevista y curiosas como usualmente son, trataban el tema ante ella, la señorita respondía sonriendo sosegadamente: "Me parece que soltera también puedo servir a Dios, ¿no?" Y si se le hablaba de ello a la señora de Nocar, encogía los hombros un poco huesudos y respondía: "¡Es ella que no ha querido! Se habría podido casar un montón de veces, y bien casada, la pura verdad. Yo sé de dos casos (se trataba de hombres excelentes) en que no quiso saber nada".

Yo, en mi carácter de historiador del barrio de la Malá Strana, sé positivamente que ambos eran unos farristas que no valían un ápice, puesto que no eran otros que el tendero Cibulka y el grabador Rechner, de los cuales siempre que se los mencionaba se afirmaba: "¡Qué personajes!" No pretendo que fueran malas personas –¡por favor!– sino que eran mediocres, que su existencia era un desbarajuste, nada estable, y que no tenían seso. De la semana, Rechner jamás comenzaba su labor antes de llegar el jueves, y para la tarde del sábado ya había parado. Hubiera podido ganar mucho, porque trabajaba muy bien, según siempre decía el señor Hermann, que era su compatriota, igual que mi madre, pero no le gustaba precisamente trabajar. El tendero Cibulka se lo pasaba en la taberna o en la galería de su negocio porque apenas se metía tras el mostrador, de inmediato lo acometía un sueño poderoso, y se la pasaba a los bufidos. Decían que hablaba francés muy bien, pero no cuidaba el negocio y el empleado hacía todo a su antojo.

Cibulka y Rechner se la pasaban haciéndose compañía y si en alguno de ambos aparecía un pensamiento elevado, el otro se lo expulsaba inmediatamente. La verdad es que tampoco tenían camaradas más virtuosos para departir. En el rostro rasurado del diminuto Rechner, de mentón puntiagudo, había inevitablemente una esbozada sonrisa, como cuando el sol atraviesa las nubes alumbrando la tierra. Su frente elevada, con cabellos tirados hacia atrás, era siempre calma y rondaba sus labios blanquecinos la inefable sonrisa. Movía todo el tiempo el cuerpo, enfundado en un traje amarillo (su color favorito), y a cada rato encogía los hombros. Su compañero Cibuika, que eternamente vestía de negro, se revelaba más sosegado, pero esto solamente cuando se lo llegaba a conocer bien. Era flaco como Rechner, pero un poco más alto. Su pequeña cabeza remataba en una frente en forma casi de rectángulo. Bajo sus pobladas cejas le fulguraban como ascuas los ojos. Llevaba el cabello negro echado hacia adelante de manera que le cubría las sienes, y un mostacho negro, larguísimo, tapándole la boca; cuando sonreía los dientes relucían como la nieve bajo el mostacho. Su rostro tenía un no sé qué simultáneamente salvaje y bondadoso. Cibulka siempre sofocaba la risa hasta no poderse contener; entonces estallaba en risotadas, pero se sosegaba rápidamente. Ambos se comunicaban con la vista, y así ya sabían qué habían querido decir, con todos los comentarios incluidos. Pero era extraño que alguno se sentara a su mesa porque sus salidas eran para esos buenos vecinos excesivamente audaces y brutales: no se los comprendía y se consideraba que su charla era una especie de prolongada blasfemia. Por su parte, Cibulka y Rechner no se trataban de vincular con la gente de más copete de la Malá Strana. De noche se quedaban cien veces con los mesones de Staré Mesto. Iban juntos por toda la ciudad e incluso el apartado barrio Frantisek era escenario de sus paseos. Si a la noche muy tarde se sentía en las calles de la Malá Strana una carcajada jovial, era cosa segura que se trataba de Cibulka y Rechner de regreso a su domicilio.

Ambos tenían más o menos los mismos años que la señorita María. Habían ido todos a la escuela de la parroquia de San Nicolás, y desde entonces no se habían interesado ellos por ella ni ella por ellos. Se veían solamente de pasada, en la calle, y entre los tres no hacían más que intercambiar algún saludo a la ligera, tampoco demasiado amable.
Pero un día la señorita María recibió de manos de un mensajero una carta escrita con perfecta letra. Le tembló el pulso al leer y la carta se le cayó. Decía lo siguiente:

Estimada señorita; de mí mayor consideración:
Es seguro que habrá usted de extrañarse de que sea un servidor, justamente un servidor, quien se dirija a usted. Mas ha de extrañarle aun más el contenido de ésta. Nunca me he animado a dirigirme a usted; pero, para evitar circunloquios innecesarios: ¡la amo a usted! Hace mucho que la amo. Analizando mi corazón, he llegado a la conclusión de que, de ser para mí posible la dicha, no hallaré ésta sí no es a su lado.
¡Señorita Maria! Es posible que usted se extrañe y me diga que no. Es posible que las habladurías también hayan enturbiado mi reputación ante usted, y no tendrá más que menosprecio para mi persona. Lo único que puedo es pedirle la deferencia de que no actúe apresuradamente y medite bien antes de emitir su última palabra. Sólo puedo decirle que hallaría usted en mí un esposo que no pensaría más que en hacer su dicha.
Le suplico otra vez: medítelo bien. Aguardo su veredicto en cuatro semanas; ni antes ni después.
Desde ya, le suplico sepa perdonar por haberla incomodado.
A sus pies, aguardando noticias suyas, Vilém Cibulka

A la señorita María la retumbaba la cabeza. Andaba por la treintena y se topaba de improvise con su primera declaración amorosa. ¡Era la primera! Espontáneamente jamás habría pensado en el amor, y jamás le habían hablado de amor hasta ese momento tampoco. Le quemaba la cabeza; se le agolpaba la sangre en las sienes; estaba sin aliento. No podía meditar con calma. Entre la niebla que obscurecía sus ojos entreveía a veces una figura: el rostro obscuro de Cibulka. Levantó finalmente la carta del piso y la releyó, sin parar de estremecerse. "¡Qué bella carta!... ¡Qué dulce!"

Fue incapaz de contenerse: debía mostrarle la carta a su amiga, que ya era la viuda de Nocar. Le mostró la carta sin hablar.
– ¡Mira! –decía la señora de Nocar. Su rostro evidenciaba gran desconcierto–. "¿Qué harás?
–Yo no sé, Luisa.
–Y bien, tiempo tienes suficiente como para meditar... Discúlpame por decir esto: ya conoces cómo son los hombres y que hay muchos que lo único que quieren es dinero, pero, en última instancia, ¿por qué no podría ser cierto que te ame en serio? ¿Sabes tú qué es lo que voy a hacer? Voy a averiguar bien qué pasa.
La señorita María se quedaba en silencio.
–Cibuika es buen mozo: tiene ojos retintos, mostacho también negro y dientes blancos como azúcar. En una palabra, es muy buen mozo.
Y la señora de Nocar se tendió hacia su amiga y le dio un caluroso abrazo.
La señorita María se puso colorada como una amapola. Pero exactamente a la semana, cuando volvía de misa halló otra carta. Y con estupor en aumento leyó:

Estimada señorita:
No se enoje porque me haya animado a escribirle. Pero ocurre lo siguiente. Me quiero casar y preciso tener una buena dueña de casa; pero no tengo vinculaciones porque mi trabajo no me permite distracciones y estoy convencido de que usted es la mujer indicada. No se enoje, yo soy un buen hombre y no tendrá desilusiones conmigo; tengo suficiente para vivir, conozco mi trabajo y, Dios mediante, usted no pasaría privaciones. Cumplí treinta y un años; usted me conoce a mí y yo la conozco a usted; sé que usted está en buena posición; pero eso no es ningún obstáculo y viene bien. Lo único que quiero agregar es que mi casa no puede andar demasiado sin una dueña, así que no puedo aguardar demasiado, y le suplico tenga a bien responderme cuanto más en quince días, ya que de otro modo tengo que probar en otra dirección. Yo no soy romántico y no conozco lindas palabras, pero sé amar, y hasta dentro de quince días quedo su seguro servidor.
Juan Rechner, grabador.

–Escribe francamente, como persona sencilla –dijo esa tarde la señora de Nocar–. Puedes escoger ahora. ¿Qué vas a hacer?
–¿Qué voy a hacer? –se dijo a sí misma la señorita María, como en un ensueño.
–¿Prefieres a alguno?... Con sinceridad, ¿cuál te agrada más?
–Vilém –respondió la señorita María en un susurro, ruborizándose al máximo.
Cibuika se había convertido simplemente en "Vilém"; Rechner no tenía oportunidad. Así que dispusieron que la señora de Nocar prepararía un borrador de carta para Rechner, y que luego la copiaría la señorita María.
Transcurrida menos de una semana, la señorita María fue otra vez a lo de su amiga, ya que le había llegado otra carta. Su rostro estaba exultante. La carta decía:

Estimada señorita:
Le suplico que no se enoje: todo está bien y yo no hice nada malo. Si me hubiera enterado antes de que había otro pretendiente y que era mi estimado amigo Cibuika, no hubiera abierto la boca; pero él no me había contado y yo no sabía palabra. Lo he puesto al tanto, y me retiro por propia voluntad, ya que él la ama; espero que no se ha de burlar usted de mí porque eso estaría mal y yo también puedo ser feliz en otro lado. Con todo, es una pena, pero no importa y recuerde que quedo su seguro servidor.
Juan Rechner, grabador.

–Bien –le dijo la señora de Nocar–. Terminaron tus problemas.
–¡A Dios gracias! –La señorita María se quedó sola, pero ahora esa soledad le resultaba muy grata. Su imaginación se dirigió al futuro, y era tan fascinante que volvía una y otra vez sobre lo mismo sin hartarse. Y así se integró todo un panorama de su existencia, con una ventura sin término.
Pero al otro día la señora de Nocar halló mal a la señorita María. Yacía en el diván, demudada y con los ojos rojos por haber llorado mucho.

La amiga, atemorizada, no pudo decir nada. La señorita María se puso a llorar de nuevo y al rato indicó en silencio la mesa. Allí se encontraba otra carta.
La señora de Nocar temió algo muy malo. Así era, la carta era muy grave.

Estimada señorita; de mi mayor consideración:
¿Así que no ha de existir la dicha para mí? El sueño se esfumó, tengo la frente abrasada y mi cabeza gira. Pero no quiero ir más allá en una senda plagada de esperanzas truncas; no me quiero interponer en la senda de mi más caro, de mi mejor amigo. ¡Mi pobre amigo, tanto como yo!
Cierto es que aún no ha decidido usted; pero ¿cuál podrá ser esa decisión? Yo sería incapaz de ser feliz contemplando la desesperación de mi querido amigo. Y a pesar de que me ofertara usted el cáliz colmado con todos los placeres de la vida, yo no podría tomarlo.
Me he resuelto: renuncio por completo. Solamente le suplicaré algo: que no me recuerde, al menos que no lo haga en son de mofa.
Afectuosamente, Vilém Cibulka.

–¡Qué plato! –La señora de Nocar estalló en risas.
La señorita María la contemplaba inquisitivamente, bastante inquieta.
–¡Claro! –La señora de Nocar permaneció meditabunda–. Son personas de gran rectitud, los dos, es evidente. ¡Lo que pasa, mi querida María, es que tú no conoces nada sobre los hombres! Esa rectitud no dura; los hombres súbitamente desechan la rectitud y se ponen a pensar exclusivamente en ellos. Descuida, María: ¡ya se van a decidir! Rechner aparentaba ser un sujeto muy práctico, pero Cibuika... salta a la vista: ¡ese te ama locamente! ¡Es seguro que va a aparecer de nuevo!

Los ojos de la señorita María se pusieron repentinamente soñadores. Confió en lo que le decía su amiga, y ésta confió en la verdad incuestionable de lo que ella misma afirmada. Eran un par de corazones inocentes, tiernos; no se les cruzó una sombra de suspicacia. Posiblemente se hubieran apesadumbrado solamente de imaginar que todo no era más que chiste pesado, de pésimo estilo.
–Tú aguarda. Ya va a aparecer, ¡ya se va a decidir! –la alentó la señora de Nocar cuando se dijeron adiós.
La señorita María aguardó, y sus sueños de antes reaparecieron. Lo cierto es que no le causaron la misma fascinación que entonces; en vez de eso tenían ahora algo triste, pero por eso mismo le parecieron más queridos.

La señorita María aguardó, aguardó... se fueron pasando así los meses. Algunas veces, en sus habituales caminatas por las murallas, vio a ambos amigos que continuaban juntos. Tal vez cuando ellos le eran indiferentes, no había reparado mayormente en esos encuentros, pero luego le dio la impresión de que ocurrían demasiado asiduamente. "¡Es que te siguen, vas a ver que sí!", comentaba la señora de Nocar. En los primeros tiempos, la señorita María bajaba la mirada al toparse con ellos. Más adelante se animó a mirarlos. La dejaban pasar en medio de ambos; cada uno la saludaba con gran amabilidad y a continuación clavaban la vista en el piso como si se hubieran apenado súbitamente. ¿Acaso alguna vez percibieron la cándida pregunta impresa en los ojos celestes de la señorita? De lo que sí estoy totalmente convencido es de que ella nunca se percató de que se mordían los labios para contener la risa.

Transcurrió un año entero. En el Ínterin la señora de Nocar vino con extrañas novedades que transmitió, un poco abochornada, a la señorita: que esos dos eran bastante livianos; que todo el mundo los consideraba unos "farristas" y que iban a terminar malamente. Eso era lo que todos decían. Cada una de estas novedades implicó una crisis nerviosa para la señorita María. ¿Acaso era ella la culpable de eso? La amiga no sabía qué decirle. Y su pudor femenino le impidió a la señorita dar por sí misma un paso decisivo. Pero se quedó con la impresión de que estaba haciendo una cosa inconveniente manteniendo su mutismo. Tras otro mal año, sepultaron a Rechner. Murió de tuberculosis. La señorita María se sentía estremecida. Rechner, tan práctico como la señora de Nocar decía, ¡agotado por la tristeza!

La señora de Nocar recobró el valor y le aseguraba: "Ya está todo listo. Cibulka va a aguardar un poco y después aparecerá". Y estrechaba a la señorita María, que se estremecía por la emoción. Y Cibulka no demoró mucho. A los cuatro meses también se encontraba en el cementerio de Kosir. Lo había derribado una pulmonía. Ya hace dieciséis años que ambos yacen en ese lugar.

Por nada del mundo la señorita María se resolvería a ir primera a una tumba que a otra en el Día de los Muertos. Por tal motivo quien decide es una niña inocente de cinco años, y a la sepultura a la que ésta va primero es donde la señorita deja la primera corona.
La señorita ha comprado, a perpetuidad, otra sepultura además de las de Cibulka y Rechner. La gente piensa que la señorita María tiene el capricho de comprar sepulturas sin interés para ella. En esa tercera sepultura yace la señora Magdalena Topfer. Es cierto que era una mujer sabia y que se dicen un montón de cosas de ella. Cuando fue el entierro del señor Veis y la señora Toepfer vio a la esposa del cerero Hirt pasando por encima de la sepultura vecina, auguró que la mujer alumbraría un bebé muerto. Y así fue. Cuando la señora Toepfer fue de visita a lo de su vecina, la guantera, y la vio limpiando zanahorias, auguró que le nacería un hijo pecoso. Y la hija de la guantera, Marina, tiene los cabellos color ladrillo y tiene tal cantidad de pecas que asusta.

Pero como se ha dicho antes, esa dama tenía sin cuidado a la señorita María. Lo que pasa es que la sepultura de la señora Toepfer está a una distancia casi igual de donde yacen Cibulka y Rechner. Agraviaría la sagacidad de los lectores ponerse a explicar qué motivos tuvo la señorita María para adquirir esa sepultura, donde habrá de soñar su sueño eterno.


Et in Sempiternum Pereant. Charles Williams (1886-1945)

Lord Arglay llegó fácilmente. La primavera era tan bella como la geografía inglesa. Un par de millas hasta el último pueblo, detrás y frente a él. Andaba por una carretera buscando un autobús que lo llevase cerca de su destino. Una conversación ocasional en el club, unos meses antes, le había revelado que en una casa de campo de Inglaterra encontraría las opiniones jurídicas aún inéditas del Canciller Bacon. Lord Arglay, presidente del tribunal, y habiendo publicado su Historia del Derecho, había concebido la idea de editar estas opiniones y proporcionar una variante al estudio de los pasajes más complejos de Christian Schoolmen. Había aprovechado el fin de semana para visitar el lugar, y tal vez pasar allí unos días, aprovechando los problemas financieros del propietario.

Esta era una de las regiones más desiertas del país. Había procurado seguir diligentemente las direcciones recibidas. De hecho, sólo había dos sitios donde podría haber errado el camino, y en ambos Lord Arglay estaba seguro de que no haberse equivocado. Pero el tiempo transcurrió, aún más del que había esperado. Miró su reloj. Se reprochó en silencio. Lo había mirado hacía apenas seis minutos. Frunció el ceño. Por lo general era un buen caminante, y durante aquella mañana no sintió ningún tipo de cansancio. Su anfitrión había ofrecido enviarle un coche, pero él se rehusó. Ahora lo lamentaba. Un coche habría recorrido el trecho en apenas un rato. "Ganar tiempo es ganar oro", murmuró. Luego razonó que cada camino en el espacio tenía una correspondencia en el tiempo; y que esto tiende a apresurar o retrasar los destinos según el espíritu del peregrino. La naturaleza de algunos caminos, dejando de lado su trazado, puede apresurar a algunos hombres y a retrasar a otros. Cuestión de velocidades, pensó, y de intenciones. Bien podrían los tribunales utilizar este método para acelerar sus procesos.

Lord Arglay volvió a mirar su reloj. Era imposible que hayan pasado sólo cinco minutos desde que lo miró por última vez. Atisbó el camino recorrido y sintió algo inconcebible. El camino se había torcido. Justo detrás de él se alzaba una nube de árboles inmensos, pero sabía que los había atravesado hacía media hora. Pensó que estaba envejeciendo de un modo más rápido, e imperceptible, del que había calculado. No le importaba la rapidez, por el contrario. Los cambios, hasta entonces, le provocaban placer, y la vejez había derribado ese placer, primera derrota en la escaramuza con la muerte. Siempre observó con interés las curiosidades de la creación. Envejecer era una fantasía, al igual que crecer, dulzor inefable, y hórrido, de la existencia humana. Soportó como pudo el mirar hacia atrás a través de las ondulaciones del camino. En un espasmo inesperado de irritación volvió a mirar su reloj. Hubiese jurado que, por lo menos, habían pasado quince minutos, aunque sospechaba que las manecillas revelarían menos.

Revelaron apenas dos.

Lord Arglay hizo un pequeño esfuerzo mental, y casi inmediatamente reconoció que el esfuerzo era excesivo. Se dijo: 'El final está cerca. He perdido el sentido del tiempo.'

En medio de secretos reproches, avanzó. El tiempo es un ladrón, pensaba, de modo que lo único que se puede esperar es devolverle la cortesía, y robarle lo único que puede darnos. Esto reflexionaba en los campos abiertos. Había en él una especie de vacío, una opresión y distorsión de las cosas que lo rodeaban. En su juventud había protestado contra la rapidez del mundo, pero ahora sentía que, incluso un paseo tan rutinario como aquel, podía convertirse en algo eterno. La única medida en la que confiaba era su respiración.

Entre exhalaciones advirtió una sencilla y perfecta desesperación.

En aquel momento vio la casa. El camino se curvó bruscamente, un semicírculo amplio que volvía sobre el camino que había transitado. Cruzó un seto estrecho, el paso se achicó notablemente, como si hubiese sido recorrido por innumerables pies, lentos y pesados. Ningún coche o carro hubiese podido pasar. Ahora su atención estaba sobre la puerta. Arriba humeaba una chimenea con eficiencia rural. Por las ventanas se reflejaba el sol, destellando como si un elfo enloquecido enviase señales a sus camaradas. En sí mismo el edificio era apenas otra casa de campo. Una sólida puerta, un par de ventanas, el ojo de un ático. No había signos de estar habitada, salvo por el humo. Al acercarse, su entorno se ensombreció bajo la presencia de dos enormes árboles.

Lord Arglay miró fijamente el camino, la puerta cerrada, el fumar de la chimenea, y echó un vistazo por una ventana. La suciedad le impidió ver. Por un momento, creyó que una cara le devolvía el gesto, como una máscara cerúlea del otro lado del cristal. Juzgó a la aparición como el producto de una ilusión óptica, un capricho del sol contra los cristales.

Golpeó la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Volvió a golpear. Pronto se sintió irritado, incluso furioso, tanto como cuando se enfrentaba a cierta clase de familiares. Pensó en su cuñado, por el que había sentido la más viva repulsión. No pudo explicarse porqué ahora hubiese deseado tenerlo cerca con el único propósito de odiarle aún más. Golpeó de nuevo. Recordó momentos de cólera, avaricia, pereza y, por que no, de perversidad. Escuchó atentamente. Nadie respodió. Lord Arglay estiró la mano hacia el picaporte y abrió la puerta, al tiempo que, con la otra mano, se sacaba el sombrero. Examinó el cuarto. Su volumen y aspecto eran los típicos de las casas de campo. Había efectivamente una chimenea, o un lugar para el fuego, cuya estructura descendía. Hizo quejar el piso de madera al avanzar hacia la derecha. Un gozne se quejó al abrirse. Era la puerta que daba al sótano. Nunca habría supuesto que una casa tan pequeña tuviese sótano, y menos uno tan profundo, como se desprendía de la espesa oscuridad que se hundía allí.

Descendió, desovillando una escalera de tinieblas. Abajo no había muebles, de hecho, no había signos de vida, ni lámparas, ni papeles, ni cajas. Estaba completamente vacío.

La chimenea seguía fumando, pero sin atisbos de fuego. "No hay humo sin fuego" -dijo en voz alta. El humo se arremolinaba en el techo. El aire, húmedo y opresivo, parecía haberse congelado. La frase reberveró en el cuarto. Un eco, un cambio en la atmósfera. El frío se retrajo. Apareció un calor, húmedo y mortal, que rasgaba sus fosas nasales. Algo hostil habitaba aquel aire, alguna vida ignota y sin sentimientos, algo corrupto, pútrido, una cáscara de existencia.

El calor lo había hecho retroceder, pero no para evitarlo. Ya tenía un par de pasos sobre la escalera cuando notó un suave acercamiento. Pies ligeros subían el camino de la casa. Otro viajero, pensó Arglay. Lo esperó ansiosamente.

Era, o pareció ser, un hombre de altura ordinaria, llevando una especie de sobretodo oscuro. Llevaba la cabeza descubierta. Sus piernas era asombrosamente largas. Arglay vaciló en hablar. Entonces el forastero levantó su cara y Arglay ahogó un grito. Las facciones estaban demacradas más allá de la imaginación. Arglay descendió enloquecidamente por la escalera; tal era el horror que ese rostro le provocó. Cuando llegó abajo se encontró con los mismos ojos profundos y ardientes, incrustados en un rostro óseo. No lo vieron, y si lo vieron, lo ignoraron. Una sola vez había visto ojos como aquellos, cuando había logrado la pena de muerte de un desgraciado que tuvo la mala suerte de caer bajo sus talentos legales. Aquellos ojos eran análogos a éstos: vacíos, extraviados, de muerte inminente. Pero aquel desgraciado lo había mirado, estos ojos no lo hicieron. El forastero no se movió, caminaba alrededor de la habitación como un animal enjaulado, loco de hambre y encierro.

Arglay vio una muñeca marcada de cicatrices. Eran mordeduras. Una boca había rohído la piel y las articulaciones. Gritó y saltó hacia adelante, cogiendo el brazo implacable, tratando de hacer presión con la otra mano. Nada consiguió. Imposible controlarlo. El otro clavaba sus dientes sobre el brazo, descarrando carne y músculos. El calor se intensificó. El brazo había sido arrancado de cuajo, y voló hacia la esquina del cuarto. Los ojos, pozos negros e insondables, se clavaron en él.

Arglay lo vio, como un soñador puede advertir el ladrido de los perros o el crujir del fuego. La cosa que había cruzado el umbral, unos segundos o algunos años antes, émitía abyectas oleadas de odio. El humo quemó sus ojos y ahogó su boca. Se agarró a sus recuerdos, a sus amores ávidos y furias intensas. El humo lo cegaba, lo sofocaba, pero sin arrancar las voluptuosas imágenes de lujuria que lo acechaban. Él era la privación de comida en el humo, y toda la choza estaba anegada de humo, el mundo era humo, fluyendo encima y alrededor. Se balanceó. Sus miembros se quejaron por la lucha.

La enfermedad y el tiempo, sobre todo el tiempo, se prologaron infinitamente.

Antes de que su voz yazga definitivamente la prisión de humo cedió. Un gris pálido abría una bifurcación. Dos caminos, pendiente y subida. Dos puertas se alzaban en sus extremos. Supo entonces que cada entrada al infierno posee un acceso al cielo.

Aún así, vaciló. El otro desapareció de su vista. Deploró los estímulos de la vida, el aplazamiento y las ironías, las personalidades eternas que nacen y mueren como las hojas en el viento. No vio nada. No sintió nada. Sus ojos vibraban sobre la puerta imaginada. Recordó el camino. Estuvo a punto de retomarlo, cuando el calor lo golpeó con renovada furia ciega. Un oscurecimiento se hizo hueco en los muros. Se sintió como un insecto escalando una flor. Oyó el gemido débil de las multitudes olvidadas, el murmullo de esa casa que había recibido incontables pisadas.

Pensó en otra cara mirando desde afuera, similar a la suya.

Huyó con alguna paz en el corazón. Entró en el camino que se tuerce. Los árboles lo rodeaban. Corrió, vio más allá de ellos. Intuyó una primavera. A poco de andar escuchó el rugido de un motor. El conductor lo vio, se detuvo, y lo dejó subir. Lord Arglay, instintivamente, trazó un signo en el aire. Se sentó en el fondo del autobus, sin aliento y estremecido.

-A riveder le stelle. -dijo.
(adiós a las estrellas)


Espectro que reclama venganza. Charles Nodier (1780-1844)

En el siglo XIII, el conde de Belmonte (en el Montferrat) concibió un amor violento por la hija de uno de sus siervos. Se llamaba Abelina. El conde debía disfrutar del derecho de señor que sobre ella tenía; pero nadie parecía tener prisa por casarla y su impaciente llama se ofendía por aquella lentitud.

Un día, mientras estaba de caza, encontró a la joven Abelina guardando los rebaños de su padre; el conde le preguntó que por qué no le daban esposo.

—Vos sois la causa de ello, mi señor —respondió—. Los jóvenes no quieren sufrir más la deshonra y la vergüenza del derecho que tenéis a pasar con sus mujeres la primera noche de bodas; y nuestros padres ya no quieren casarnos hasta que el derecho de pernada sea abolido.

El señor de Belmonte ocultó su despecho y mandó que dijesen al padre de la joven que quería verle.

El viejo Ceceo (éste era el nombre del padre de Abelina) se dirigió inmediatamente al castillo. La noche llega y, en contra de su prudencia, Ceceo no vuelve a casa. Dan las doce, Ceceo no ha vuelto; ¿estará muerto...? En el momento en que su mujer y su hija empezaban a perder toda esperanza, una sombra de un tamaño desmesurado apareció sin hacer ruido en medio de la habitación. Las dos mujeres, horrorizadas, apenas se atreven a levantar los ojos.

El fantasma se acerca y les dice:—Soy el alma de vuestro Ceceo.

—¡Oh, padre mío! —exclama Abelina—. ¿Qué bárbaro os ha quitado la vida?
—El tirano de Belmonte acaba de asesinarme —respondió el fantasma—, y tú eres la causa inocente de mi muerte. Me dirigía, pues tú me trajiste la orden, al castillo del monstruo. ¡Ojalá nunca hubiera encontrado la entrada! Pero no podía escapar de sus manos crueles. En cuanto me introduje en una habitación un poco oscura, puse el pie en una trampilla que se hundió; caí en un pozo profundo lleno de hierros afilados, en donde pronto abandoné la vida. He franqueado las puertas de la terrible eternidad. Estoy esperando mi sentencia, voy a ser juzgado por mis obras, pero cuento con la clemencia inefable de mi Dios, y mi conciencia está limpia. Si quieres a tu padre, si lloras su muerte, ¡oh, hija mía!, piensa en vengarme y en liberar a tu patria. Y tú, esposa bien amada, seca tus lágrimas y queda en paz. Los días apacibles se aproximan, la tiranía va
a caer...

Entonces la sombra resplandeció llena de luz y desapareció en medio de una nube. La única huella que quedó de su aparición fue la marca de la mano que había apoyado en el respaldo de una silla.

La profecía del espectro se cumplió: poco tiempo después, los campesinos de Belmonte, se alzaron en armas y mataron a su señor, destruyeron la ciudadela y fundaron libremente la pequeña ciudad de Nice de la Paille.


Ethan Brand. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Bartram el calero, un hombre rudo, corpulento y tiznado de carbón, vigilaba el horno a la caída de la noche y su pequeño hijo jugaba a hacer casas con trozos sueltos de mármol, cuando escucharon falda abajo una risa estentórea, no jubilosa sino lenta e inclusive solemne, como si el viento sacudiera las ramas del bosque.

-¿Qué es eso, padre? -preguntó el niño, dejando el fuego para buscar refugio en las rodillas de su progenitor.
-Oh, algún borracho, me figuro -respondió el calero-. Algún achispado que no se atrevió a reírse bien duro dentro de la taberna por miedo de ir a volar el techo. De modo que ahí está, feliz desternillándose al pie del Graylock.
-Pero, padre -insistió el niño, más sensible que el obtuso y no tan joven bromista-, él no se ríe como alguien contento. Ese ruido me asusta.
-¡No seas tonto, niño! -gritó con aspereza el padre-. Nunca serás un hombre, ya lo creo. Has salido a tu madre en muchas cosas; he visto cómo te hace dar un bote el roce de una hoja. ¡Escucha! Ahí viene el borrachín. Ya vas a ver que no hace daño.

Bartram y el niño hablaban frente al mismo horno que fuera el escenario de la solitaria y meditativa vida de Ethan Brand antes de que partiera en busca del pecado imperdonable. Como hemos visto, habían pasado muchos años desde la ominosa noche cuando por vez primera concibió la idea. Sin embargo, el horno seguía incólume en la ladera y en nada había cambiado desde que éste arrojara sus negros pensamientos en las candentes ascuas del crisol, fundiéndolos, por así decirlo, en la sola noción que se adueñó de su existencia. Se trataba de una estructura burda, redonda y semejante a una pesada torre de unos siete metros de altura, edificada con pedruscos y rodeada por un terraplén en casi toda su circunferencia, de modo que los bloques y pedazos de mármol se pudieran traer a carretadas para ser arrojados desde arriba. En la base había una abertura, similar a la boca de una estufa pero lo suficientemente alta como para que entrara un hombre agachado y dotada de una puerta de hierro macizo que parecía dar ingreso al interior del cerro. Con el humo y los chorros de fuego que escapaban por sus grietas y hendiduras, se asemejaba más que nada a la entrada secreta de las regiones infernales que los pastores de las Montañas Deleitosas solían enseñar al peregrino.

En aquella comarca hay muchas de estas caleras, levantadas con el fin de calcinar el mármol blanco que compone gran parte del material de las montañas. Algunas, construidas hace años y hace tiempo abandonadas, plagadas de malezas que crecen en el ruedo vacío del interior y de hierbas y flores silvestres que hunden las raíces en las grietas de las piedras, parecen ya reliquias de la antigüedad; y aún así podrá cubrirlas el liquen de siglos por venir. Otras, cuyo fuego el calero todavía alimenta día y noche, proporcionan lugares de interés al visitante de estos cerros, quien se sienta en un leño o en un trozo de mármol a charlar con aquel personaje apartado. Esta es una ocupación solitaria y, cuando el individuo es propenso a pensar, puede mover a intensas reflexiones; como se comprobó en el caso de Ethan Brand, quien meditara con tan raro propósito, en días ya pasados, mientras ardía el fuego en este mismo horno. El hombre que a la sazón cuidaba el fuego era de otra índole y no se apuraba con ningún pensamiento, salvo con los poquísimos indispensables en su oficio. A intervalos frecuentes abría de golpe la pesada y sonora puerta de hierro y, apartando la cara del resplandor intolerable, arrojaba adentro enormes leños de roble o removía con una pértiga los inmensos tizones. En el interior del horno se veían las llamas encrespadas y tumultuosas y el mármol en cocción, casi fundido por la violencia del calor; mientras afuera el reflejo del fuego reverberaba en la oscura maraña del bosque y presentaba en primer plano, ante una clara y rojiza miniatura de la cabaña y el manantial junto a la puerta, la figura atlética y tiznada del calero y la del niño medio aminalado que se encogía bajo la protección de la sombra paterna. Cuando otra vez se cerraba la puerta de hierro, entonces resurgía la blanda luz de la media luna, que en vano porfiaba por delinear los perfiles borrosos de las montañas circundantes. Alto en el cielo se veía una fugaz congregación de nubes, aún teñida levemente del rosado crepúsculo, aunque aquí abajo cerca del valle la luz del sol se había disipado hacía ratos.

El niño se arrimó más al padre cuando se oyeron pasos subiendo la cuesta. Una figura humana apartó el tupido matorral bajo los árboles.

-¡Eh, quién vive! -llamó el calero, irritado con la timidez del hijo pero en parte contagiado de ella-. ¡Salga y déjese ver como un hombre, si no desea que le tire a la cabeza este trozo de mármol!
-Me ofrece usted una ruda bienvenida -dijo una voz lóbrega a medida que el desconocido se acercaba-. Sin embargo, no pido ni deseo una más amable, aun junto a mi propio fuego.

Para verlo con más claridad Bartram abrió la puerta de la calera. Brotó al instante una violenta ráfaga de luz que dio de lleno contra el rostro y la figura del forastero. Para un observador descuidado no habría nada notable en su aspecto, que era el de un hombre alto y delgado en un terno marrón, burdo y de hechura rústica, con el bastón y los gruesos zapatos de los caminantes. Al avanzar no apartaba los ojos, que eran muy brillantes, del fulgor del horno, como si viera o esperara ver allí dentro algún objeto digno de atención.

-Buenas noches, forastero -dijo Bartram-. ¿De dónde viene, ya tan tarde?
-Regreso de mi búsqueda -respondió el caminante-; ya que, por fin, ha concluido.
-Borracho o loco -murmuró el calero para sí-. Voy a tener problemas con este sujeto. Tanto mejor cuanto más rápido lo aleje.

El niño, todo tembloroso, le rogaba al padre entre susurros que cerrara la puerta del horno para que no saliera tanta luz; porque en el rostro de ese hombre había algo que lo asustaba pero que no podía dejar de mirar. En efecto, hasta el lerdo entendimiento del calero empezó a sentirse impresionado por algo indescriptible en aquel semblante enjuto, áspero y pensativo, el pelo encanecido colgando desgreñado alrededor, y esos ojos hundidos muy adentro que destellaban como hogueras a la entrada de una cueva misteriosa. Sin embargo, cuando Bartram fue a cerrar la puerta el forastero se dirigió a él y le habló en un tono tranquilo y natural que le hizo pensar que al fin y al cabo se trataba de una persona cuerda y razonable.

-Veo que ya termina su tarea -dijo-. Este mármol lleva cociéndose tres días. En pocas horas la piedra será cal.
-¿Cómo? ¿Quién es usted? -exclamó el calero-. Parece que conoce mi oficio tanto como yo.
-Tengo por qué hacerlo -contestó el forastero-, pues yo me dedicaba a lo mismo hace bastantes años; y aquí, además, en este mismo sitio. Pero usted es nuevo por estos lados. ¿Alguna vez oyó hablar de Ethan Brand?
-¿El hombre que partió en busca del pecado imperdonable? -preguntó Bartram, con una carcajada.
-El mismo -contestó el forastero-. Encontró ya lo que buscaba y por lo tanto ha vuelto.
-¡Qué! ¿Entonces usted es Ethan Brand en persona? -exclamó el calero con sorpresa-. Como dice, soy nuevo aquí y cuentan que han pasado ya dieciocho años desde que usted dejó las faldas del Graylock. Pero, se lo aseguro, allá en el pueblo las buenas gentes todavía hablan de Ethan Brand y del curioso empeño que lo alejó de la calera. Bueno, ¿de modo que encontró el pecado imperdonable?
-Cómo no -dijo serenamente el forastero.
-Si no es mucha imprudencia -prosiguió Bartram-, ¿en dónde sería?
-Aquí -respondió Ethan Brand, poniéndose el dedo en el corazón.

Entonces, sin alegría en la expresión, más bien como si se sintiera conmovido por un reconocimiento involuntario del infinito absurdo que fue buscar por todo el mundo la cosa más cercana y escudriñar todos los corazones, salvo el suyo, tras de lo que no estaba oculto en otro pecho, soltó una risotada desdeñosa. Era la misma risa lenta y grave que casi había pasmado al calero cuando anunció el arribo del caminante. La desierta ladera se entristeció con ella. La risa, cuando está fuera de tiempo o de lugar, bien puede ser la más terrible inflexión de la voz humana. La risa de un durmiente, así sea la de un niño, la risa de un loco, la risa descompuesta y estridente de un idiota de nacimiento, son sonidos que a veces nos ponen a temblar y que siempre olvidaríamos de buen grado. Los poetas no han imaginado para los demonios o los duendes una expresión más atrozmente propia que la risa. Hasta al rudo calero se le crisparon los nervios al ver cómo este hombre se examinaba el corazón y prorrumpía en una risa que se fue extinguiendo entre las sombras y que repercutió confusamente en las colinas.

-Joe -le dijo a su pequeño hijo-, corre a la taberna del pueblo y cuéntales a los juerguistas que Ethan Brand encontró el pecado imperdonable.

El niño voló a llevar el recado, a lo que Ethan Brand no hizo objeción. Ni siquiera pareció notarlo. Se sentó en un leño, mirando con fijeza la puerta del horno. Cuando el niño se perdió de vista y dejaron de oírse sus veloces y livianos pasos, que pisaron primero las hojas caídas y luego el sendero pedregoso que bajaba la montaña, el calero empezó a lamentar su partida. Se dio cuenta de que la presencia del niño servía de barrera entre el huésped y él y de que ahora tendría que habérselas de corazón a corazón con un hombre que, según su propia confesión, había cometido el único crimen hacia el cual el cielo no puede mostrar clemencia alguna. Aquel crimen, en su vaga negrura, parecía ensombrecerlo. Los propios pecados del calero resucitaron en su fuero interno y alborotaron su memoria con un tropel de imágenes malignas emparentadas con el pecado primordial, fuera este lo que fuera, cuya ambición y concepción estaban al alcance de la corrupta naturaleza humana. Todos componían una misma familia; iban y venían entre su pecho y el de Ethan Brand y llevaban siniestros saludos de uno a otro. Entonces Bartram recordó las anécdotas, tradicionales ya, respecto a este hombre que se le había aparecido por sorpresa como una sombra de la noche y que ahora se ponía cómodo en su antigua morada, después de una ausencia tan prolongada que los muertos, muertos y enterrados hacía tiempo, habrían tenido más derecho que él a estar en casa en cualquier paraje frecuentado en vida. Ethan Brand, decían, había departido con el propio Satanás bajo el grotesco resplandor de ese horno. Hasta aquí la leyenda había sido causa de regocijo, pero ahora parecía espeluznante. Según la fábula, antes de partir en su cometido Ethan Brand acostumbraba invocar noche tras noche a un demonio del ígneo crisol de la calera, para tratar con él acerca del pecado imperdonable; empeñados el hombre y el demonio en formular la idea de algún tipo de culpa que no pudiera ser expiada o perdonada. Cuando el primer rayo de sol alumbraba la cumbre del monte, el demonio se escurría por la puerta de hierro para esperar allí, en el vivísimo elemento del fuego, mientras era llamado a tomar parte en la espantosa empresa de extender la posible culpa del hombre más allá del alcance de la por lo demás infinita clemencia celestial.

Mientras el calero luchaba contra el horror de estos pensamientos, Ethan Brand se levantó del leño y abrió la puerta del horno. Tan concordante era esta acción con la idea que Bartram tenía en mente, que éste casi esperó ver salir al Maligno, al rojo vivo, del horno crepitante.

-¡Espere, espere! -gritó, emitiendo una risa entrecortada, pues sentía vergüenza de sus miedos, aunque lo dominaban-. ¡Por favor, no haga salir su diablo ahora!
-¡Hombre! -le respondió severamente Ethan Brand-. ¿Qué necesidad tengo yo del diablo? Lo dejé atrás, sobre mi pista. Él se ocupa con los que pecan a medias, como usted. No tema que abra la puerta. Obro impulsado por la vieja costumbre y apenas voy a avivar el fuego, como el calero que una vez fui.

Atizó las enormes brasas, echó más leña y se inclinó para asomarse a la hueca prisión de la candela, a pesar del feroz reverbero que le teñía de rojo el rostro. El calero lo observaba y medio sospechaba que el raro huésped tenía el propósito, si no de invocar a un demonio, al menos de lanzarse a las llamas en persona y así esfumarse de la vista de la humanidad. Ethan Brand, sin embargo, retrocedió con calma y cerró la puerta.

-He escrutado -dijo- más de un corazón humano que ardía de pasiones pecadoras siete veces más recio que este crisol de fuego. Pero no encontré allí lo que buscaba. No, al menos no el pecado imperdonable.
-¿Qué es el pecado imperdonable? -preguntó el calero, aunque alejándose aún más de su interlocutor por miedo a que respondiera la pregunta.
-Es un pecado que creció en mi propio pecho -respondió Ethan Brand, irguiéndose con el orgullo que distingue a los entusiastas de su laya-; un pecado que no germinó en ningún otro sitio. El pecado de una inteligencia que triunfó sobre los sentimientos de hermandad con los hombres y de respeto a Dios, y que lo sacrificó todo en aras de sus poderosas exigencias. El único pecado que merece la recompensa del tormento eterno. Si fuera a cometerlo otra vez, incurriría en la culpa con plena libertad; y acepto el justo castigo sin vacilaciones.
-El hombre ha perdido la cabeza -murmuró entre dientes el calero-. Puede ser pecador como todos nosotros, nada más probable. Pero, lo juro, es un loco también.

Con todo, se sentía incómodo en esta situación, a solas con Ethan Brand en la montaña agreste. Y se puso feliz de oír el ronco murmullo de las voces y las pisadas de lo que parecía ser una partida bastante numerosa, cuyos integrantes tropezaban con las piedras y hacían crujir la maleza a su paso. Pronto apareció el regimiento de holgazanes que solía infestar la taberna del pueblo, incluyendo tres o cuatro individuos que desde la partida de Ethan Brand habían pasado todos los inviernos bebiendo ponche de ron junto a la chimenea del bar y todos los veranos fumando pipa bajo el porche. Soltando carcajadas y mezclando las voces en una cháchara informal, de pronto aparecieron a la luz de la luna y de los delgados rayos de lumbre que iluminaban el espacio despejado frente al horno. Bartram entreabrió la puerta, inundando el lugar de claridad, de modo que el grupo tuviera una vista adecuada de Ethan Brand y él de ellos. Allí, entre otros viejos conocidos, se hallaba un personaje, anteriormente ubicuo y ahora casi extinto, con quien en otros tiempos de seguro nos habríamos tropezado en el hotel de cada población floreciente del país: un empresario de teatro. El presente ejemplar era un hombre marchito, como curado al humo, la nariz roja en el rostro arrugado, vestido con una chaqueta parda de elegante factura, cola corta y botones de cobre. Quién sabe cuánto hacía que la cantina le servía de despacho y refugio; y todavía chupaba lo que parecía ser el cigarro que encendiera veinte años atrás. Gozaba de gran fama por sus chistes secos, aunque tal vez menos debido a su humor intrínseco que a cierto aroma de brandy y de humo de tabaco que impregnaba todas sus ideas y expresiones, además de su persona. Otro rostro, claro en el recuerdo aunque ahora cambiado en forma extraña, era el del abogado Giles, como por cortesía seguía llamándolo la gente; un pelagatos entrado en años, en mangas de camisa -por lo demás mugrosas- y calzones de estopa. Este pobre sujeto había sido abogado en los que él llamaba sus mejores años, un diestro picapleitos de mucha acogida entre los litigantes del pueblo. Pero el ron, la ginebra, el brandy y los cocteles, que ingería a todas horas, mañana, tarde y noche, lo habían hecho rodar del trabajo intelectual a varias clases y grados de trabajo corporal, hasta que al fin, para adoptar su propia expresión, resbaló en una cuba de jabón. En otras palabras, Giles era ahora un jabonero en pequeña escala. Llegó a ser el mero recorte de un ser humano, habiéndose cercenado parte de un pie con un hacha y arrancado una mano entera por causa del agarrón endemoniado de una máquina de vapor. No obstante, aunque la mano material se había ido, le quedó un miembro espiritual; ya que, extendiendo el muñón, Giles no dejaba de afirmar que sentía un pulgar y unos dedos fantasmas con una sensación tan viva como antes de que le fueran amputados los reales. Sería un miserable lisiado, pero, a pesar de todo, uno que el mundo no podía pisotear y no tenía derecho a despreciar, tanto en esta como en cualquier etapa previa de sus desventuras, puesto que conservó el coraje y los ánimos de un hombre, no pedía nada por caridad y con la única mano -la izquierda por añadidura- libraba una batalla decidida contra la necesidad y las adversidades.

Entre el gentío venía también otro personaje que, si bien se parecía en ciertos puntos al abogado Giles, exhibía muchos más de diferencia. Se trataba del médico del pueblo, un hombre de unos cincuenta años a quien ya presentamos haciendo una visita profesional a Ethan Brand durante la supuesta locura de este último. Se había convertido en un sujeto de rostro purpurino, grosero y brutal y, sin embargo, medio caballeroso. En su hablar y en todos sus gestos y modales había algo de arrebato, ruina y desesperación. El brandy poseía a este hombre como un espíritu maligno y lo ponía tan arisco y salvaje como una fiera montaraz y tan miserable como un ánima en pena; pero se suponía que estaba dotado de una destreza tan maravillosa, de tales poderes naturales de curación, superiores a los que podía impartir la ciencia médica, que la sociedad le echó mano y no permitía que se hundiera fuera de su alcance. Así pues, balanceándose en el caballo y gruñendo con acentos espesos al pie del lecho, recorría leguas a la redonda visitando cada cuarto de enfermo en las poblaciones de aquellas montañas. A veces, como por milagro, levantaba a un moribundo. Y con igual frecuencia, no cabe duda, enviaba al paciente a una tumba cavada muchos años antes de lo debido. El doctor mordía una pipa perpetua que, como decía alguien aludiendo a su hábito de anclar soltando juramentos, mantenía prendida con chispas del infierno.

Los tres prohombres se adelantaron y cada uno a su manera saludó a Ethan Brand, brindándole con toda seriedad el contenido de una botella negra en la que, aseguraban, encontraría algo mucho más digno de buscarse que el pecado imperdonable. Ningún intelecto, elevado a un alto grado de entusiasmo por medio de la meditación intensa y solitaria, puede soportar la clase de contacto con modos vulgares y rastreros de pensar y sentir que se le presentaba a Ethan Brand. Lo hacía dudar -y, cosa rara, era una duda dolorosa- si de veras había encontrado el pecado imperdonable y si lo había encontrado en su interior. La cuestión por la que había agotado su vida entera, y aún más que la vida, parecía ser cosa de ilusión.

-Déjenme en paz -dijo con amargura-, bestias, que en eso se han convertido consumiendo sus almas con licores ardientes. Ya acabé con ustedes. Hace años de años que hurgué en sus corazones y no encontré allí nada para mi propósito. Ahora lárguense.
-¡Cómo, pícaro descortés! -bufó iracundo el médico-. ¿Es ese el modo de corresponder la gentileza de sus mejores amigos? Permita entonces que le diga la verdad. Usted no ha encontrado el pecado imperdonable más que aquel niño allí, Joe. Usted no es más que un loco, se lo dictaminé hace veinte años ni mejor ni peor que cualquier loco y digna compañía del viejo Humphrey, aquí presente.

Señaló con el dedo a un anciano zarrapastroso de pelo largo y blanco, rostro macilento y mirada insegura. Hacía algunos años que vagaba por los montes, preguntando por su hija a todos los viandantes que encontraba. La muchacha al parecer se había fugado con una compañía circense. De cuando en cuando llegaban al pueblo noticias de ella. Corrían bonitas historias sobre su rutilante aparición a lomo de caballo por la pista o ejecutando fantásticas proezas en la cuerda floja. El padre encanecido se acercó a Ethan Brand y lo escrutó con ojos vacilantes.

-Dicen que usted ha recorrido el orbe entero -dijo, retorciéndose con ansiedad las manos-. Tiene que haber visto a mi hija, porque ha logrado descollar en el mundo y todos van a verla. ¿Le envió a su viejo padre algún mensaje o dijo cuándo pensaba regresar?

Ethan Brand no pudo sostenerle la mirada. Aquella hija, de quien con tanta avidez anhelaba un saludo, era la Esther de nuestra historia, la misma joven que con intención tan fría y despiadada él había sometido a un experimento sicológico y cuya alma había devastado, absorbido y acaso aniquilado en el proceso. Mientras ocurrían estas cosas, una animada escena tenía lugar en el área de la luz alegre, cerca del manantial y frente a la puerta de la cabaña. Un buen número de jóvenes del pueblo, muchachos y muchachas, habían subido la cuesta a toda prisa, impulsados por la curiosidad de ver a Ethan Brand, el héroe de tantas leyendas conocidas desde la infancia. Ahora bien, no habiendo encontrado nada notable en su persona -tan sólo un caminante tostado por el sol, de traje sencillo y zapatos polvorientos, que estaba sentado mirando al fuego como si viera imágenes entre los carbones- los muchachos pronto se cansaron de observarlo. Dio la casualidad de que había a mano otra diversión. Un viejo judío alemán, que viajaba con un diorama2 a la espalda, pasaba rumbo al pueblo justo cuando el grupo se desvió del camino; y, con miras a ajustar las ganancias del día, el presentador los había seguido hasta la calera.

-¡Venga acá, viejo alemán! -llamó uno de los jóvenes-. Muéstrenos sus vistas, si es que puede jurar que valen la pena.
-Claro, capitán -contestó el judío, quien, fuera por cuestión de cortesía o de marrulla, llamaba "capitán" a todo el mundo-. Voy a mostrarles, ya lo creo, algunas vistas excelentes.

Así que, colocando la caja en posición correcta, invitó a los jóvenes a que miraran por los orificios del aparato y procedió a exhibir, como modelos de las bellas artes, una sucesión de los más chocantes garabatos y pintarrajos con los que nunca un artista itinerante tuviera el descaro de embaucar al corro de sus espectadores. Es más, los lienzos estaban raídos, deshilachados, llenos de quiebres y arrugas, manchados de humo de tabaco y, aparte de eso, en la más deplorable condición. Algunos pretendían representar ciudades, edificios públicos y ruinosos castillos europeos. Otros reproducían las batallas de Napoleón y los combates navales de Nelson. En medio de éstos aparecía una mano gigantesca, morena y velluda -que podría haber sido tomada por la Mano del Destino, pero que en realidad pertenecía al presentador- señalando con el índice las variadas escenas del conflicto mientras su dueño aportaba explicaciones históricas. Cuando, tras mucho regocijo por la abominable ausencia de méritos, la exhibición se dio por terminada, el alemán le pidió al pequeño Joe que metiera la cabeza en la caja. Visto a través de los lentes de aumento el semblante redondo y sonrojado del niño asumía el más extraño aspecto que quepa imaginarse, el de un niño titánico, con la boca sonriendo ampliamente y los ojos y todas las facciones colmadas de alegría por la broma. De repente, empero, aquel rostro feliz palideció y su expresión pasó a ser de terror. Pues este niño fácilmente excitable se dio cuenta de que Ethan Brand le había clavado la mirada a través del vidrio.

-Asusta al niño, capitán -dijo el judío, enderezando el oscuro y anguloso perfil-. Pero mire otra vez que, por casualidad, tengo para mostrarle algo muy lindo, le doy mi palabra.

Ethan Brand se asomó a la caja por un instante y luego, retrocediendo bruscamente, se quedó mirando al alemán. ¿Qué vio? Nada, parece; pues un joven curioso que echó un vistazo casi al mismo tiempo sólo atisbó un pedazo de lienzo sin pintar.

-Ahora lo recuerdo a usted -murmuró Ethan Brand al artista.
-Ah, capitán -dijo en un cuchicheo el judío de Nuremberg, esbozando una sonrisa siniestra-, encuentro que este asunto pesa mucho en mi caja de espectáculos, el tal pecado imperdonable. A fe mía, capitán, que me molió la espalda atravesar el monte con él a cuestas todo el santo día.
-¡Silencio -lo conminó Ethan Brand secamente-, si no quiere que lo meta en el horno que ve allá!

Apenas concluía la exhibición del judío cuando un mastín grande y viejo, que parecía ser su propio amo puesto que nadie entre los asistentes lo reclamaba, tuvo a bien ser objeto de la atención pública. Hasta entonces se había comportado como un perro manso y apacible, rondando de una persona a otra y, para ser sociable, ofreciendo la cabeza rasposa para que le diera palmaditas cualquier mano amable que se tomara la molestia. Pero ahora, de súbito, el grave y venerable cuadrúpedo, por su propia cuenta y sin la más leve sugerencia de parte de nadie más, empezó a perseguirse la cola, que, para subrayar lo absurdo del acto, era harto más corta de lo que debería. No se vio nunca empeño más tozudo en pos de un objeto imposible de alcanzar; no se oyó nunca tan tremenda explosión de gruñidos, resuellos, ladridos y mordiscos, como si un extremo del cuerpo del ridículo animal mantuviera un antagonismo mortal e imperdonable con el otro. Más y más rápido corría en redondo el can, más y todavía más rápido huía la inaccesible brevedad de la cola, y más y más fuertes eran los aullidos de rabia y de rencor. Hasta que, completamente exhausto y tan distante de la meta como siempre, el necio perro terminó su actuación tan repentinamente como la había iniciado. Al momento siguiente era tan dócil, sosegado, sensato y respetable en su comportamiento como cuando trabó conocimiento con la concurrencia.

Como es de suponerse, la exhibición fue recibida con risas generales, aplausos y gritos de "otra vez", a los que respondió el acróbata canino meneando lo que tenía para menear de cola. No obstante, parecía por completo incapaz de repetir el exitoso intento de divertir a los espectadores. Mientras tanto Ethan Brand había vuelto a tomar asiento en el leño. Impresionado, podría ser, por haber percibido una remota analogía entre su propio caso y el del perro a la caza de sí mismo, de nuevo prorrumpió en esa risa atroz que más que cualquier otra señal expresaba el estado de su ser interior. A partir del momento el regocijo de los presentes tocó a su fin. Quedaron espantados, temerosos de que el nefasto sonido repercutiera por todo el horizonte y que tronara de montaña en montaña, prolongándose así el horror en sus oídos. Entonces, susurrándose que se había hecho tarde, que la luna casi se había puesto, que la noche de agosto se hacía fría, se marcharon veloces a sus casas, dejando que el calero y el pequeño Joe se las hubieran como fuera posible con el huésped indeseable. Salvo por estos tres seres humanos, el claro en la ladera era un desierto engastado en la vasta penumbra del bosque. Más allá del límite sombrío, la lumbre proyectaba su luz tenue sobre los majestuosos troncos y el follaje casi negro de los pinos, entreverado con el verdor de robles, arces y álamos más jóvenes, mientras aquí y allá yacían los colosales cadáveres de árboles que se pudrían en el suelo cubierto de hojarasca. Al pequeño Joe, niño imaginativo y tímido, le parecía que el bosque silencioso contenía el aliento hasta que sucediera alguna cosa horrible.

Ethan Brand arrojó más leña al fuego, cerró la puerta del horno y, mirando por encima del hombro al calero y el niño, les ordenó, más bien que aconsejarles, que fueran a dormir.

-En cuanto a mí, no puedo hacerlo -dijo-. Tengo asuntos que me incumbe meditar. Voy a cuidar el fuego como en los viejos tiempos.
-Y a llamar al diablo a que salga del horno y le haga compañía, me figuro -murmuró Bartram, que había entablado relaciones íntimas con la botella negra arriba mencionada-. Pero cuide si quiere y llame cuantos demonios guste. Por mi parte, me caería muy bien un sueñecito. Vamos, Joe.

Mientras seguía al padre a la cabaña, el niño se volvió a mirar al viajero. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pues su alma tierna intuía la inconsolable y terrible soledad en la que este hombre se había emparedado. Ethan Brand se quedó escuchando los chasquidos de la leña encendida y observando los menudos espíritus de fuego que salían por las hendiduras de la puerta. Sin embargo, estas fruslerías, antes tan familiares, retenían su atención del modo más superficial, mientras en las profundidades de la mente repasaba el cambio gradual pero maravilloso que la búsqueda a la cual se consagró había operado en su persona. Recordaba cómo lo salpicaba el rocío de la noche, cómo le susurraba el bosque, cómo rielaban las estrellas sobre él, un hombre sencillo y henchido de amor, mientras vigilaba el fuego en años idos, embargado en sus meditaciones. Recordaba con cuánta ternura, con cuánto amor y conmiseración por la humanidad y compasión por la culpa y el infortunio ajenos había comenzado a contemplar las ideas que después fueron la inspiración de su existencia; con cuánta reverencia escrutaba entonces el corazón del hombre, considerándolo como un templo de origen divino que, por más que fuese profanado, todo hermano debía siempre valorar como algo sagrado; con qué imponente miedo condenaba un eventual triunfo de su búsqueda e imploraba para que el pecado imperdonable jamás le fuera revelado. Más tarde vino el vasto progreso intelectual que en su transcurso perturbó el equilibrio de mente y corazón. La idea que se adueñó de su existencia obró como aliciente para su educación; cultivó sus facultades hasta el más alto grado de que eran susceptibles; lo encumbró del nivel de un trabajador analfabeta hasta una eminencia que iluminaban las estrellas, adonde los filósofos de la tierra, agobiados por el saber de las universidades, en vano tratarían de subir para alcanzarlo. Eso en cuanto al intelecto. Pero, ¿en dónde quedaba el corazón? Este, a decir verdad, se había marchitado, se había endurecido, se había encogido, ¡había perecido! Ya no participaba en el latido universal. Ethan Brand se había desprendido de la cadena imantada de la humanidad. Dejó de ser un hermano del hombre, que abre las cámaras o los calabozos de nuestra común naturaleza con la llave de la sagrada compasión, la cual le confería el derecho de compartir todos sus secretos. Ahora era un frío espectador que consideraba a la humanidad como el objeto de su experimento y que a la postre convirtió en marionetas a hombres y mujeres, tirando de los hilos para conducirlos a los extremos criminales que precisaba su investigación.

Fue así como Ethan Brand llegó a ser un desalmado. Comenzó a serlo desde que su carácter moral dejó de seguirle el paso al perfeccionamiento de su intelecto. Y ahora, como máximo esfuerzo y consecuencia inevitable, como la flor colorida y espléndida, como el suculento fruto de sus trabajos, había engendrado el pecado imperdonable.

-¿Qué más puedo buscar? ¿Qué más puedo alcanzar? -se decía Ethan Brand-. Está cumplida mi tarea. Y bien cumplida.

Se levantó del leño y, con cierta presteza en el andar, escaló el terraplén que se apoyaba contra el círculo de piedra del horno, alcanzando así la parte superior de la estructura. Ésta abarcaba un vacío de unos tres metros de borde a borde, que permitía ver la superficie de la enorme masa de mármol quebrado que atestaba la calera. Los innumerables bloques y fragmentos de este material ardían al rojo, expeliendo altas llamaradas azulosas que flameaban en el aire y danzaban locamente, como en el interior de un círculo mágico, y se hundían para alzarse de nuevo en una agitación profusa e incesante. Cuando aquel hombre solitario se inclinó sobre el terrible mar de fuego, el calor sofocante pegó contra su cuerpo, en una bocanada que, era de suponerse, debería haberlo chamuscado y abrasado en el instante. Ethan Brand se enderezó y levantó los brazos al cielo. Las llamas azuladas le retozaban en la cara y lo bañaban con la única luz, salvaje y espectral, que se ajustaba a su expresión. Esta era la de un demonio a punto de precipitarse en este golfo del más vivo tormento.

-¡Oh, madre tierra -exclamó-, que no es más mi madre y en cuyas entrañas este cuerpo no ha de descomponerse! ¡Oh, raza humana, a cuyo parentesco he renunciado y cuyo excelso corazón pisoteé! ¡Oh, estrellas de los cielos, que arrojaban antaño su luz sobre mi ruta como para alumbrarla adelante y arriba! ¡Adiós a todos, para siempre! ¡Ven, elemento mortífero del fuego, en lo futuro amigo inseparable! ¡Abrázame, igual que yo a ti!

Aquella noche el eco de un espeluznante estampido de risa cruzó pesadamente por los sueños del calero y su hijo. Y los rondaron opacas sombras de horror y de angustia que parecían seguir presentes en el tosco cobertizo cuando abrieron los ojos a la luz del día.

-¡Levántate niño, levántate! -gritó el calero, mirando en derredor-. Gracias al cielo se terminó por fin la noche. En vez de pasar otra igual, preferiría cuidar la calera todo un año sin pegar el ojo. El tal Ethan Brand, con el embuste del pecado imperdonable, no es que me hiciera tamaño favor reemplazándome.

Salió de la cabaña seguido por el pequeño Joe, que le apretaba con fuerza la mano. La luz del alba ya vertía su oro en las cumbres. Y los valles, aunque seguían en sombras, sonreían alegremente ante la promesa del claro día que se avecinaba. El pueblo, rodeado por completo de colinas que se iban elevando gradualmente hacia la lejanía, parecía como si hubiera dormido un sueño plácido en el hueco de la mano de la Providencia. Cada vivienda se distinguía con claridad; las torrecillas de las dos iglesias apuntaban hacia arriba, atrapando en las veletas de metal visos anticipados del brillo de los cielos dorados por el sol. La taberna estaba en pleno movimiento y la figura del curtido empresario teatral, cigarro en boca, se veía en el porche. Una nube áurea glorificaba la cabeza del viejo monte Graylock. Esparcidos también por los estribos de los montes circundantes se veían blancos rimeros de neblina de fantásticas formas, algunos bajos cerca del valle y otros altos cerca de las cimas; y otros más, del mismo linaje de neblina o nube, flotando en la dorada resplandecencia de la atmósfera. Parecía como si, saltando de una a otra de las nubes que reposaban en las pendientes y de allí a la más elevada cofradía que surcaba por los aires, cualquier mortal podría ascender a las regiones celestiales. Era un ensueño ver cómo la tierra se confundía con el cielo.

Para suministrar el encanto de lo familiar y doméstico que la naturaleza fácilmente asimila en una escena como ésta, la diligencia bajaba traqueteando por la cuesta cuando el cochero sonó el cuerno, cuyas notas fueron arrebatadas por el eco, que las conjugó en una armonía rica, variada y compleja, en la que el ejecutante original podía reclamar escasos méritos. Los montes tocaban entre ellos un concierto, contribuyendo cada uno con un acorde de dulzura etérea. La cara del pequeño Joe se iluminó de inmediato.

-Querido padre -exclamaba, brincando de un lado a otro-, el forastero se marchó y parece que el cielo y las montañas se alegraron por eso.
-Sí -gruñó el calero, soltando un juramento-, pero dejó que se apagara el fuego y no hay por qué agradecerle si no se echaron a perder quinientas cargas de cal. Si pillo al tipo rondando otra vez por estos lados, voy a tener ganas de arrojarlo a la candela.

Con la pértiga en la mano se encaramó al horno. Tras una breve pausa llamó al hijo.
-Sube acá, Joe -dijo.
Así que Joe escaló el terraplén y se paró al lado de su padre. Todo el mármol se había incinerado y era ya cal, pura y blanca como la nieve. Pero en la superficie, en medio del ruedo, de igual manera blanco como la nieve y por completo reducido a cal, reposaba un esqueleto humano. Tenía la postura de alguien que tras arduos trabajos se recuesta a tomar un largo descanso. Entre las costillas, cosa extraña, se distinguía el contorno de un corazón humano.

-¿Era de mármol el corazón de este sujeto? -exclamó Bartram, algo perplejo ante el fenómeno-. En todo caso, se ha convertido en lo que tal parece es una cal especialmente buena. Y, considerando los huesos en conjunto, mi horno es media carga más rico, todo gracias a él.

Diciendo esto, el rudo calero levantó la pértiga, la descargó sobre el esqueleto y los despojos de Ethan Brand se hicieron trizas.


Espectros que van en peregrinación. Charles Nodier (1780-1844)

Pierre d'Engelbert —que más tarde llegó a ser abad de Cluny— envió a uno de sus hombres, llamado Sancho, junto al rey de Aragón para que le sirviese en la guerra. Este hombre volvió al cabo de unos años, con muy buena salud, a casa de su amo, pero, al poco tiempo de su regreso, cayó enfermo y murió.

Cuatro meses más tarde, una noche en que lucía un hermoso claro de luna, Sancho entró en la habitación de su amo, cubierto de harapos; se acercó a la chimenea y se puso a avivar el fuego para calentarse o para que se le viera mejor. Pierre, al darse cuenta de que había alguien, preguntó quién estaba allí.

—Soy yo, Sancho, vuestro servidor —respondió el espectro con una voz ronca y cascada.
—¿Y qué vienes a hacer aquí?
—Voy a Castilla, con mucha otra gente de armas, a fin de expiar el mal que hemos hecho durante la pasada guerra, al mismo lugar donde se cometió.

Yo, por mi parte, robé ornamentos de una iglesia, y por eso estoy condenado a hacer allí una peregrinación. Podéis ayudarme mucho realizando buenas obras; y vuestra señora esposa, que todavía me debe ocho cuartos de mi salario, me hará un gran servicio dándoselos a los pobres en mi nombre.

—Ya que vienes del otro mundo, dame noticias de Pierre Defais, muerto hace poco.
—Se ha salvado.
—¿Y Bernier, nuestro conciudadano?
—Se ha condenado por haber desempeñado mal su oficio de juez y por haber robado a la viuda y al inocente.
—¿Y Alfonso, rey de Aragón, muerto hace dos años?

Entonces, el otro espectro, que Pierre d'Engelbert todavía no había visto, pero que distinguió en ese momento, sentado en el vano de la ventana, tomó la palabra y dijo:

—No le pidáis nuevas del rey Alfonso, no puede deciros nada de él, no lleva bastante tiempo con nosotros para saber cosas de él; pero yo, que estoy muerto desde hace cinco años, os puedo dar alguna información. Alfonso estuvo con nosotros algún tiempo, pero los monjes de Cluny se lo llevaron, y no sé dónde está ahora.

En ese momento el espectro se levantó y le dijo a Sancho:

—Vamos, es hora de partir, sigamos a nuestros compañeros.

Dicho esto, Sancho le repitió los ruegos a su amo y los dos fantasmas salieron.

Una vez que se hubieron marchado, Pierre d'Engelbert despertó a su mujer que, a pesar de que estaba acostada junto a él, no había visto ni oído nada de todo lo que había sucedido. Reconoció que debía ocho cuartos a Sancho, lo que probó que el espectro había dicho la verdad. Los dos esposos cumplieron los deseos del difunto: dieron mucho a los pobres y mandaron decir un gran número de misas y oraciones por el alma del pobre Sancho, que no se apareció más.


Estatuas de la noche. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Limitadas por un horizonte lejano, que desde cierto punto se encuentra muy remoto y parece fundido con la brillantez azul de un cielo metálico, contrastan el negro esplendor de sus formas marmóreas con el insuperable resplandor del sol. Construidas en el amanecer de los tiempos, por una raza cuyas tumbas en forma de torre y ciudades de altas cúpulas constituyen ahora un sólo polvo con el de sus constructores en las lentas evoluciones del desierto, permanecen en pie para contemplar los terribles amaneceres postreros, que surgen en otros países, consumiendo los velos de la noche en las desolaciones infinitas. Al mismo nivel de la luz, sus ceños temibles conservan el orgullo de los reyes Titánicos. En sus ojos de mirada pétrea, implacables y sin párpados, se refleja la desesperación de quienes han contemplado el infinito durante demasiado tiempo.

Mudas como las montañas de cuyo seno metálico surgieran, sus labios nunca han reconocido la soberanía de los soles que en llamarada triunfante cabalgan de horizonte a horizonte por la tierra subyugada. Únicamente al atardecer, cuando el oeste arde como un horno gigantesco, y las lejanas montañas lanzan chispas doradas a las profundidades de los cielos caldeados (únicamente al atardecer, cuando el este se hace infinito e indefinido, y las sombras del desierto se mezclan con la sombra de la noche hasta formar una sola), entonces, y sólo entonces, surge de sus gargantas pétreas una música que se eleva hacia el horizonte cobrizo; es una música fuerte y triste, extraña y de gran sonoridad, como el canto de las estrellas negras, o la letanía de dioses que invocan al olvido; es una música que enternece al desierto llegando hasta su corazón de roca, y que retumba en el granito de tumbas olvidadas, hasta que los últimos ecos de su alegría, cual trompetas del destino, se unen al negro silencio de lo infinito.