jueves, 10 de octubre de 2024

El descubrimiento. William Hope Hodgson (1877-1918)

En respuesta a la usual invitación de Carnacki para ir a cenar, llegué a tiempo a Cheyne Walk para encontrarme con que Arkright, Taylor y Jessop ya estaban allí, y luego de unos minutos nos habíamos sentado a la mesa. Cenamos frugalmente, y, como siempre pasaba, Carnacki habló de cualquier posible asunto menos de aquel en que todos teníamos grandes expectativas. No fue hasta que todos estuvimos confortablemente sentados en nuestros respectivos sillones que comenzó.

-Un caso muy simple, -comenzó, prendiendo su pipa- Nada más que un simple análisis mental. Hablé un día con Jones de Malbrey & Jones, editores de Bibliophile y Book Table, y él mencionó poseer un libro llamado Acrósticos de Dumpley. La única copia conocida de tal obra se encontraba en el Museo Caylen.

Esta segunda copia que había sido conseguida por un tal Mr. Ludwig, parecía ser genuina. Ambos, Malbrey y Jones, creían en su autenticidad, y esto, para cualquiera que conozca sus reputaciones, significaba que el libro era auténtico.

Escuché todo tipo de historias sobre el libro de mi buen amigo Van Dyll, un holandés que se encontraba en el Club para un almuerzo.

-¿Qué sabes acerca de un libro llamado Acrósticos de Dumpley? -le pregunté.
-Mi amigo, puedes también preguntarme cuanto se acerca de Londres, tu ciudad, -replicó. -Todo lo que se es muy poco. Hay una sola copia impresa de este extraordinario libro, y esta copia está en el Museo Caylen.
-Exactamente es lo que pensaba, -le dije.

El libro fue escrito por John Dumpley, continuó, y presentado a la Reina Elizabeth el día de su cumpleaños número catorce. Ella tenía una gran pasión por los juegos de palabras, y este libro, que tenía que ser mera gimnasia literaria, fue realizado por este Dumpley con un extraordinario grado de involucramiento con aquellos relatos escandalosos de la Corte.

Los tipos fueron desensamblados y el manuscrito quemado inmediatamente luego de haberse impreso una sola copia, aquella que era para la Reina. El libro le fue presentado a ella por Lord Welbeck, que pagó a John Dumpley veinte guineas inglesas y doce ovejas al año con doce pintas de ale Miller Abbott para tapar su boca. Lord Welbeck intentó hacer creer que él mismo había escrito el libro, e indudablemente debió ser quien surtió a Dumpley de las escandalosas historias con detalles íntimos de famosos personajes de la Corte, sobre quienes el autor luego escribió. Al fin logró que su propio nombre apareciese en lugar del de Dumpley; pensándolo bien, no era un gran orgullo para un hombre de buena casta el escribir bien por aquella época, sin embargo tales Acrósticos fueron tomados como obras de gran ingenio y de alabanza en aquella Corte.

-No tenía idea que fuera tan famoso, como tu dices, -le dije.
-Tiene una gran fama, -replicó Van Dyll-, ya que posee al mismo tiempo un valor histórico e intrínseco único. Hay coleccionistas hoy en día que serían capaces de vender sus almas si una segunda copia pudiera ser descubierta. Pero esto es imposible.
-Lo imposible parece haber sido logrado, -dije-. Una segunda copia está siendo ofrecida a la venta por un tal Mr. Ludwig. Me pidieron que haga unas investigaciones. De ahí mis preguntas.
Van Dyll casi explota.
-¡Imposible! –rugió-. ¡Es otro fraude!
-Messrs. Malbrey y Jones han pronunciado que es inconfundiblemente genuino, -dije-, y ellos son, como tu sabes, muy entendidos en la materia. También, está el relato de Mr. Ludwig sobre como consiguió la copia del libro en una venta de baratijas en la calle Charing Cross, que no parece ser falso. Fue a Bentloes, estuve ahí hace un tiempo. Mr. Bentloes dice que es muy posible aunque no muy probable. De todas maneras, está muy disgustado por el asunto.
-Vamos con Malbre y Jones, -dijo excitado, y fuimos derecho a las oficinas del Bibliophile, donde Dyll es bien conocido.
-¿Qué es todo esto? -dijo apenas llegamos a la oficina privada de los editores-. ¿Qué es todo esto acerca de los Acrósticos de Dumpley, eh? Muéstrenme aglo. ¿Dónde están?
-El profesor pregunta acerca de la recientemente descubierta copia de los Acrósticos,
-expliqué a Mr. Malbrey, que estaba en su escritorio-. Está un poco sobresaltado por la noticia que le di hace un rato.

Probablemente ninguna otra persona en Inglaterra, excepto su propietario legal, podría haber traído el volumen descubierto en tan poco tiempo. Pero Van Dyll era uno de los grandes entre la bibliología, y Malbrey tiró para atrás el sillón de su escritorio y abrió una gran caja, de la que tomó un volumen envuelto en papel tissue, y parándose, se lo pasó ceremoniosamente al Profesor Dyll. Van Dyll literalmente lo arrebató, desgarró el papel y corrió hacia la ventana, donde tenía mejor iluminación. Luego, por el lapso de una hora, examinó en silencio el libro, utilizando un lente de aumento, a través del cual estudió los tipos, el papel y la encuadernación. Al final, se sentó y apoyó su mano en su frente.

-¿Bien? -preguntamos ambos.
-Parece ser genuino, -dijo-. Antes de pronunciarme definitivamente sobre ello, sin embargo, me gustaría tener la oportunidad de compararlo con la copia auténtica en el Museo Caylen.
Mr. Malbrey se levantó de su asiento y cerró su escritorio.
-Deberé acompañarlo, Profesor, -dijo-. También estaré complacido en tener su opinión en el próximo número del Bibliophile que tendrá una nota especial sobre Dumpley, por el interés que este volumen despertará entre los colegas coleccionistas.

Cuando llegamos al Museo, Van Dyll anunció su nombre al bibliotecario en jefe, y fuimos invitados a su oficina privada. Ahí, el profesor detalló los hechos y mostró el libro que habíamos llevado. El bibliotecario estaba tremendamente interesado, y luego de un breve vistazo a la copia expresó su opinión de que era auténtica, y que le gustaría compararla con la auténtica. Acto seguido, los tres expertos compararon el libro con la copia del Museo durante aproximadamente una hora, tiempo durante el cual suspicazmente escuché y tomé nota de vez en cuando en mi libreta, de mis propias conclusiones. El veredicto de los tres fue unánime, al final, de que la nueva copia de los Acrósticos era indudablemente genuina e impresa al mismo tiempo del mismo tipógrafo que la copia del Museo.

-Caballeros, -dije-, puesto que trabajo en los intereses de Messrs. Malbrey y Jones, ¿puedo hacer dos preguntas? Primero, me gustaría preguntar al bibliotecario si la copia del Museo ha sido alguna vez prestada fuera del mismo.
-Ciertamente no, -replicó el bibliotecario en jefe-. Las ediciones raras nunca son prestadas o alquiladas, y raramente examinadas sin la presencia de un encargado.
-Gracias, -dije-. Esto me aclara las cosas bastante bien. La otra pregunta que deseo hacer es ¿por que antes estaban todos tan convencidos que no podía haber más que una copia en existencia?
-Porque, -comenzó el bibliotecario-, como Mr. Malbrey y el profesor Dyll le podrán confirmar, Lord Welbeck estableció en sus memorias privadas que solo una copia fue impresa. Pareció muy enfático en este aspecto, quizás para acrecentar el valor de su obsequio a la Reina. Él dejó establecido claramente que poseía la única copia impresa y que el tipógrafo fue desensablado en su presencia en la Casa de Pennywell, editores de Lamprey Court. Ustedes pueden ver este nombre al comienzo del libro. Él también inspeccionó el desensamblaje de los tipos y la quema del manuscrito original. A pesar de estas inconfundibles y precisas afirmaciones en este apartado, me negaría a considerar auténtica cualquier copia descubierta, a no ser que pudiera superar una prueba tan drástica como el análisis que hemos terminado de realizar. Pero aquí está esta copia, -continuó- indudablemente genuina, y tenemos que tomar a nuestros sentidos como evidencia superior a las Memorias de Lord Welbeck. El hallazgo de este libro será un trueno literario. ¡Provocará, si no me equivoco, una suerte de conmoción entre los coleccionistas!
-¿Podría estimar su valor? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
-Me es imposible, -respondió-. Si fuera un hombre rico felizmente daría mil libras por tener este volumen. ¡El profesor Dyll, aquí, es más afortunado, y probablemente mejorar mi oferta! Espero que si Messrs. Malbrey y Jones no lo compran pronto, podría viajar a América en busca de la mitad de los tesoros de la tierra.

Luego de esto, nos separamos y cada uno siguió su camino. Regresé aquí, me hice una taza de té y me senté por un buen rato, para pensar, ya que no estaba completamente satisfecho a pesar que todo parecía tan claro.

-Ahora, -me dije a mí mismo-, tengamos un pequeño e imparcial razonamiento, y veamos que resulta de la prueba.
-Primero de todo, hay una declaración aparentemente indudable en las Memorias de Lord Welbeck que solo fue impresa una sola copia de los Acrósticos. Este caballero tomó especiales recaudos en que no fuera impresa ninguna otra copia del libro, y las únicas pruebas fueron incineradas. También esta copia resulta ser auténtica, ya que el exámen de tres expertos en el tema ha concluído en tal idea. Hasta ahora se daba por sentado que la que denominamos Copia Número Uno, era la única copia impresa. Pero ahora, vamos al segundo paso, una segunda copia es comprobada como auténtica. Es la Copia Número Dos. Y las dos juntas provocan una imposibilidad, una paradoja. Entonces, pensando en ambas copias, es que puedo limitarme al fin a aceptar la segunda, teniendo entonces que dejar de aceptar la declaración de las Memorias de Lord Welbeck.

Carnacki dio profundas bocanadas a su pipa durante unos minutos antes de resumir su historia.

-Durante los siguientes días, por simple métodos de deducción y simple seguimiento de los hechos, avizoré el sutil plan criminal, el más ingenioso contra el cuál haya tenido que enfrentarme. Me comuniqué con Scotland Yard, mis clientes Messrs. Malbrey y Jones, Ralph Ludwig, dueño del volumen descubierto, y Mr. Notts, el bibliotecario en jefe. Solicité un detective de la Yard para que nos vea en la oficina del Bibliophile y Book Table, y persuadía a Notts para que acuda con la copia de los Acrósticos del Museo. De esta manera monté mi escenario, con todos los personajes envueltos, en aquella oficina del centenario Collector's Weekly. El encuentro fue a las tres de la tarde, y cuando estuvimos todos, les anuncié que les diría unas palabras por unos minutos.
-Caballeros, -dije- me gustaría que me siguieran en una breve línea de razonamientos que deseo indicarles. Hace dos días, Mr. Ludwig trajo a esta oficina una copia de un libro de la cual se suponía existía una sola copia. Un examen de este descubrimiento, por tres expertos, quizás los tres más respetados de Inglaterra, arrojó el resultado que la nueva copia era completamente genuina. Este es el hecho número uno. Hecho número dos es que había razones fuertes como para suponer que no podía haber dos copias originales en existencia de este libro particular. Fuimos forzados, por la opinión de los expertos, a aceptar el primer hecho como indudable. Pero aún quedaba por explicar el segundo hecho, que es, la buena razón para suponer que solamente se había impreso una copia de este libro. Encontré que, a pesar de aceptar el hecho del descubrimiento de la segunda copia, aún no tenía manera de explicar las buenas razones mencionadas. Entonces, no habiendo quedado satisfecho, seguí la línea de mis investigaciones. Y fui al Museo Caylen e hice preguntas.

Supe por Mr. Notts que las ediciones incunables o raras nunca son prestadas. Y un examen de los registros me mostró que los Acrósticos habían sido solicitados tan solo tres veces por tres personas diferentes en los últimos dos años, y, como supe luego, siempre fue en la presencia de un encargado. Esto me seguía dejando insatisfecho, así que marché a casa y me puse a pensar. Y la deducción que saqué de todas mis horas de pensamiento, es que estas tres diferentes personas que examinaron el libro durante los últimos dos años podían ser la única línea viable de explicación para mí. Pude hallar sus nombres: Charles, Noble y Waterfield. Mi meditación me sugirió acudir a un experto en grafología, y ambos visitamos el registro del Museo con el resultado que encontramos que mi deducción no iba por mal camino. El experto se pronunció que la escritura de los tres nombres tenía que ser la de una misma persona.

Mi siguiente paso fue simple. Vine aquí a la oficina, junto con el experto y pregunté si me podían mostrar cualquier escrito de Mr. Ralph Ludwig. Y el experto aseguró que Mr. Ludwig fue el hombre que firmó en las tres ocasiones el registro del Museo. Entonces lo siguiente fue deducción pura, para encontrar como Mr. Ludwig pudo haber actuado. Solo podía suponer que se habría provisto de alguna copia de los Acrósticos de alguna u otra manera, posiblemente en la venta de libros de Bentloes. Esta copia del libro habría sido hecha por los mismos impresores, pero solo contenía papel en blanco, para demostrarle a Lord Welbeck como los Acrósticos quedarían, luego de ser impresos y encuadernados. El método es común en el mercado de los publicistas, como ustedes saben. El encuadernado puede ser un duplicado exacto de lo que será el volumen terminado, pero en el interior no hay más que hojas blancas del mismo espesor y calidad que aquella con la que el libro será impreso. De esta manera, un editor puede tener una idea de como va a quedar la obra.

Estoy convencido de haber descripto el primer paso del ingenioso plan del Mr. Ludwig. Él hizo tres visitas al Museo y, como todos ustedes verán en un minuto, si no hubiera tenido esta copia en blanco de los Acrósticos para su primer visita, no habría llevado a cabo su plan hasta después de una cuarta. Es más, a no ser que esté muy equivocado en mi psicología del incidente, fue a través de la posesión de esta copia en blanco que comenzó a tramar todo esto.

-¿Es así, Mr. Ludwig? -le pregunté. Pero rehusó a contestar, y se sentó mirando muy cabizbajo. -Bien, caballeros, -comencé- el resto está sumamente claro. Él fue la primera vez al Museo para estudiar su copia, luego de lo cual hábilmente la reemplazó con la copia en blanco que llevaba con él. El encargado tomó la copia, que por fuera era idéntica al original, y lo reemplazó en su caso. Esto fue, por supuesto, el único gran riesgo que corrió Mr. Ludwig en su pequeña aventura. Un pequeño riesgo era que otra persona fuera y pidiera ver los Acrósticos antes que él pudiera reemplazarlo nuevamente por el original, ya que esto sería lo que haría en su segunda visita, no sin antes haber fotografiado cada página. ¿Es esto cierto, Mr. Ludwig? -le pregunté; pero él continuó rehusándose a abrir su boca.
-Esto, -continué- sucedió efectivamente con su segunda visita, cuando regresó el original y tomó la copia en blanco, para comenzar a imprimir en una imprenta de mano los bloques que había fotografiado. Una vez que las páginas fueron nuevamente encuadernadas, él regresó al Museo y cambió de nuevo las copias, dejando en el Museo la copia excelentemente falsificada. Cada vez, como ustedes saben, utilizó un nuevo nombre y una nueva firma, y, probablemente, algún disfraz; ya que no deseaba ser conectado con la copia del Museo. Esto es todo lo que tengo para decirles; pero difícilmente creo que Mr. Ludwig le importe negar mi historia, ¿eh, Mr. Ludwig?

Carnacki sacudió las cenizas de su pipa, mientras terminaba su historia.

No puedo imaginar porque lo robó, -dijo Arkright- De seguro no lo hubiera podido vender nunca.
-No, es cierto, -replicó Carnacki- Ciertamente no en el mercado abierto. Lo habría tenido que vender a algún coleccionista inescrupuloso que lo quisiera, por supuesto, sabiendo que era robado, dándole una nadería por él, y pudiendo al final terminar cayendo preso por la policía. Pero no ven que si pudo arreglarse para que el Museo aún tuviera su copia, también podía vender su propia copia sin temor alguno en el mercado abierto, al mejor postor, como una auténtica segunda copia que habría sido descubierta. Había tenido la inteligencia de saber que su copia sería examinada sin ninguna misericordia, con gran atención por los expertos, y fue por eso que hizo su tercer cambio, dejando la copia falsificada, impresa tal y como el original, lo más parecida que fue posible y llevándose con él la copia auténtica.

-Pero los dos libros fueron comparados uno con el otro, -agregué.
-Muy cierto, pero la copia del Museo no lo fue con desconfianza. Cada uno de los expertos la consideraba como la copia auténtica. Si los tres expertos le hubieran prestado la misma atención a la copia falsa en el Museo que era la que pensaron era auténtica, no pienso por un minuto que esta historia habría sido narrada. Es un muy buen ejemplo que la manera en que la gente toma las cosas como válidas. ¡Váyanse! -dijo, genialmente, el cuál era su método usual de despedirse de nosotros.

Y luego de unos minutos, estábamos camino a casa.


El demonio de lo perverso. Edgar Allan Poe (1809-1849)

En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable.

Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna.

Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos.

En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen.

Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: Estoy a salvo.

Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les dí esta nueva forma:

-Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro.

Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado. Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?


El desconocido. Ambrose Bierce (1842-1914)

Un hombre salió de la oscuridad y penetró en el pequeño círculo iluminado por nuestro lánguido fuego de campamento, sentándose en una roca.

-No son los primeros en explorar esta región -comentó con voz grave.

Nadie puso en duda su afirmación; él mismo era prueba de esa verdad, pues no formaba parte de nues­tro grupo y debía de encontrarse en algún lugar cerca­no cuando acampamos. Además, debía tener compa­ñeros no muy lejos, pues no era un lugar en el que resultara conveniente vivir o viajar solo. Durante una semana, sin contarnos a nosotros ni a nuestros anima­les, los únicos seres vivos que habíamos visto eran serpientes de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona no se puede coexistir demasiado tiempo tan sólo con criaturas como aquéllas: uno debe llevar animales, suministros, armas: «un equipo». Y todo eso significa camaradas. Pudo surgir quizás una duda con respecto a qué tipo de hombre podían ser los camara­das de aquel desconocido tan escasamente ceremonio­so, a lo que hay que añadir que había en sus palabras algo que podía interpretarse como un desafío, y que hizo que cada uno de la media docena de «caballeros aventureros» que éramos nosotros nos irguiéramos, sin dejar de estar sentados, y lleváramos una mano al arma: un acto que en aquel tiempo y lugar era signifi­cativo, una posición de expectativa. El desconocido no prestó ninguna atención a aquel acto y volvió a hablar con el mismo tono monótono y carente de inflexión con el que había pronunciado su primera frase:

-Hace treinta años, Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron los montes de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, hasta el punto más lejano que permitía la configuración del país. Nos dedicábamos a la prospección y teníamos la intención de, si no encontrábamos nada, cruzar el río Gila en algún punto cercano a Big Bend, donde teníamos entendido que había un asentamiento. Llevábamos un buen equipo, pero carecíamos de guía: tan sólo Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

El hombre repitió los nombres lenta y claramente, como si pretendiera fijarlos en la memoria de su público, cada uno de los cuales le observaba ahora atentamente, pues se había reducido algo la aprensión de que sus posibles compañeros estuvieran en algún lugar de la oscuridad que parecía rodearnos como si fuera un muro negro; en las maneras de ese historiador voluntario no se sugería ningún propósito inamistoso. Sus actos se asemejaban más a los de un lunático inofensivo que a los de un enemigo. No éramos tan nuevos en el país como para no saber que la vida solitaria de muchos hombres de las llanuras había producido una tendencia a desarrollar excentricidades de conducta y de carácter que no siempre eran fáciles de distinguir de la aberración mental. Un hombre es como un árbol: dentro de un bosque de compañeros crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica se lo permita, pero a solas y en campo abierto cede a las tensiones y torsiones deformadoras que le rodean. Pensamientos semejantes cruzaron mi mente mientras observaba al hombre desde la sombra de mi sombrero, que tenía inclinado para que la luz del fuego no me diera en los ojos. Sin duda se trataba de un grillado, ¿pero qué podía estar haciendo allí, en el corazón de un desierto?

Puesto que he decidido contar esta historia, me gustaría ser capaz de describir el aspecto de ese hom­bre: eso sería lo natural. Desgraciadamente, y en cierta medida extrañamente, me siento incapaz de hacerlo con algún grado de confianza, pues más tarde ninguno de nosotros coincidió en cuanto a la ropa que llevaba o el aspecto que tenía; y cuando traté de anotar mis impresiones, ese aspecto me fue esquivo. Cualquiera puede contar una historia: la narración es una de las facultades elementales de nuestra raza. Pero el talento para la descripción es un don.

Como nadie rompiera el silencio, el visitante siguió hablando:

-El país no era entonces lo que es ahora. No había ni un solo rancho entre el Gila y el Golfo. Había un poco de caza desperdigada por las montañas, y cerca de las infrecuentes charcas, hierba suficiente para evi­tar que nuestros animales murieran de hambre. Si teníamos la suerte de no encontrarnos con los indios, podríamos seguir avanzando. Pero al cabo de una semana el propósito de la expedición había cambiado: en lugar de descubrir riquezas, intentábamos conservar la vida. Habíamos llegado demasiado lejos para poder regresar, de manera que lo que teníamos delante no podía ser peor que lo que nos aguardaba detrás; así que segui­mos avanzando, cabalgando por la noche para evitar a los indios y el calor intolerable, y ocultándonos durante el día lo mejor que podíamos. En ocasiones, cuando habíamos agotado el suministro de carne de animales salvajes y vaciado nuestras cantimploras, teníamos que pasar varios días sin comer ni beber; luego, una charca o una pequeña laguna en el fondo de un arroyo nos permitían restaurar nuestras fuerzas y salud, por lo que éramos capaces de disparar a algún animal salvaje que también hubiera buscado el agua. A veces era un oso, otras un antílope, un coyote, un puma... lo que Dios quisiera: todo era comida.

Una mañana, cuando rodeábamos una cordillera tratando de encontrar algún paso, nos atacó un grupo de apaches que había seguido nuestro rastro hasta un barranco que no está lejos de aquí. Sabiendo que nos superaban en número de diez a uno, no tomaron ninguna de sus habituales y cobardes precauciones, sino que se lanzaron sobre nosotros al galope, dispa­rando y gritando. La lucha era inevitable: presionamos a nuestros débiles animales para que subieran el ba­rranco mientras hubiera espacio para poner una pezu­ña, bajamos de nuestras sillas y nos dirigimos hacia el chaparral que había en una de las pendientes, abando­nando todo nuestro equipo al enemigo. Pero todos conservamos el rifle: Ramón Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

-El mismo y viejo grupo -comentó el humorista que había entre nosotros. Era un hombre del oeste que no estaba familiarizado con las costumbres decentes de la relación social. Un gesto de desaprobación de nuestro jefe le hizo callar, permitiendo al desconocido proseguir el relato:
-Los salvajes también desmontaron y algunos de ellos subieron el barranco hasta más allá del punto por el que nos habíamos ido, cortándonos cualquier retirada en esa dirección y obligándonos a ascender. Desgraciadamente, el chaparral sólo se extendía una corta distancia por la pendiente, y cuando llegamos al campo abierto que había más arriba recibimos los disparos de una docena de rifles; pero los apaches disparaban muy mal cuando lo hacían deprisa, y quiso Dios que ninguno de nosotros cayera. Veinte metros más arriba, más allá del borde de los matorrales, había unos riscos verticales y, directamente enfrente de no­sotros, una estrecha abertura. Corrimos hacia ella y nos encontramos en una caverna tan grande como una habitación ordinaria de una casa. Allí estaríamos a salvo durante algún tiempo: un solo hombre con un rifle de repetición podría defender la entrada contra todos los apaches del mundo. Pero contra el hambre y la sed no teníamos defensa. Conservábamos el valor, pero la esperanza era un término del recuerdo.

No vimos después a ninguno de aquellos indios, pero por el humo y el resplandor de las hogueras que habían encendido en el barranco, sabíamos día y noche que nos vigilaban, con los rifles preparados, desde el margen de los matorrales: sabíamos que si intentábamos salir, ni uno solo de nosotros podría dar tres pasos sin caer abatido. Resistimos durante tres días, vigilando por turnos, hasta que nuestro sufri­miento se hizo insoportable. Entonces, la mañana del cuarto día, Ramón Gallegos dijo:

-Señores, no sé mucho del buen Dios ni de lo que a éste le complace. He vivido sin religión y no conozco la de ustedes. Perdónenme, señores, si les sorprendo, pero para mí ha llegado el momento de ganarle la partida al apache.

Se arrodilló en el suelo rocoso de la cueva, acercó la pistola a su sien y dijo:

-Madre de Dios, ven a por el alma de Ramón Gallegos.
Y así nos dejó: a William Shaw, George W. Kent y Berry Davis.
Yo era el jefe y me correspondía hablar.
-Fue un hombre valiente. Supo cuándo morir y cómo. Es una estupidez morir de sed y caer bajo las balas de los apaches, o ser despellejados vivos: eso es de mal gusto. Unámonos a Ramón Gallegos.
-Tiene razón -dijo William Shaw.
-Tiene razón -dijo George W. Kent.

Extendí los miembros de Ramón Gallegos y le puse un pañuelo sobre el rostro. Entonces William Shaw dijo:

-Me gustaría seguir teniendo ese aspecto... un poco más.
Y George W. Kent dijo que pensaba lo mismo.
-Así será -dije yo-: Los diablos rojos aguardarán una semana. William Shaw y George W. Kent, venid y arrodillaos.

Así lo hicieron, y yo quedé en pie delante de ellos. » -Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dije yo.

-Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Wi­lliam Shaw.
-Dios Todopoderoso, Padre Nuestro -dijo Geor­ge W. Kent.
-Perdónanos nuestros pecados -dije yo.
-Perdónanos nuestros pecados -dijeron ellos. -Y recibe nuestras almas.
-Y recibe nuestras almas.
-¡Amén!
-¡Amén!

Les coloqué junto a Ramón Gallegos y cubrí sus rostros. Se produjo una rápida conmoción al otro lado del fuego de campamento: un miembro de nuestro grupo se había puesto en pie pistola en mano.

-¿Y tú te atreviste a escapar? -gritó-. ¿Has tenido el valor de permanecer vivo? ¡Eres un perro cobarde y yo haré que te unas a ellos aunque luego me ahorquen a mí!

Pero saltando como una pantera, nuestro capitán se lanzó sobre él y le sujetó la muñeca.

-¡Detente, Sam Yountsey, detente!

Todos nos habíamos puesto en pie, salvo el desco­nocido, que permanecía sentado, inmóvil y aparente­mente sin prestar atención. Alguien cogió a Yountsey por el otro brazo.

-Capitán, aquí hay algo que no concuerda -dije yo-. Este tipo es un lunático o simplemente un men­tiroso: un sencillo mentiroso al que Yountsey no tiene derecho a matar. Si formó parte de ese grupo, es que había cinco hombres, y no ha nombrado a uno de ellos, probablemente a sí mismo.
-Cierto -contestó el capitán soltando al insurgente, que se sentó-. Aquí hay algo... inusual. Hace años encontraron cuatro cuerpos de hombres blancos, ver­gonzosamente mutilados y sin el cuero cabelludo, en los alrededores de la boca de esa cueva. Los enterraron allí; yo mismo he visto las tumbas y mañana las veremos todos.

El desconocido se levantó y nos pareció muy alto bajo la luz del fuego menguante, pues por prestar atención a su historia nos habíamos olvidado de ali­mentarlo.

-Había cuatro -repitió él-: Ramón Gallegos, Wi­lliam Shaw, George W. Kent y Berry Davis.

Reiterando su lista de muertos, caminó hacia la oscuridad y no volvimos a verle. En ese momento se aproximó a nosotros un miem­bro del grupo que había estado de guardia llevando el rifle en la mano y algo excitado.

-Capitán, durante la última media hora he visto a tres hombres allí arriba-dijo señalando en la dirección que había tomado el desconocido-. Pude verlos clara­mente, pues la luna está alta, pero como no tenían armas y yo les cubría con la mía, pensé que les corres­pondía a ellos hacer cualquier movimiento. ¡Pero no hicieron ninguno, maldita sea! Y me han puesto ner­vioso.

-Vuelve a tu puesto y quédate allí hasta que vuelvas a verlos -contestó el capitán-. Los demás acostaos de nuevo u os arrojaré al fuego a patadas.

El centinela se retiró obediente, lanzando juramen­tos, y no regresó en toda la noche. Cuando estábamos preparando nuestras mantas, Yountsey, que era un temperamental, dijo:

-Le ruego que me perdone, capitán, ¿pero quién diablos piensa usted que son?
-Ramón Gallegos, William Shaw y George W. Kent.
-¿Y qué me dice de Berry Davis? Tendría que haberle disparado.
-Habría sido totalmente innecesario: no podrías haberle matado otra vez. Duérmete.


El demonio en la Tierra. Robert Bloch (1917-1994)

I. El Instituto.

—Permita que le haga una pregunta —me espetó mi visitante—. ¿Quisiera ir usted al infierno por diez mil dólares?
—Amigo mío, enséñeme el dinero y dígame cuándo sale el primer tren —repliqué.
—Hablo en serio —repuso con gravedad el profesor Keith.

Al cabo de un instante cerré la boca, que había abierto de par en par.

—Un momento —pedí—. Usted no posee pezuñas ni se aparece entre nubes de azufre, ni está loco ni toma drogas. Usted es el profesor Phillips Keith, director asociado del Instituto Rocklynn. Y me ofrece diez mil dólares por ir al infierno.

El hombrecillo que estaba ante mí se ajustó los lentes y sonrió. Su aspecto era de obispo apacible.

—Si alguien ha de ir al infierno en mi lugar, deseo que sea usted —declaró muy solemne.
—Muy amable, profesor y le agradezco la deferencia. Pero quisiera que se explicara mejor y entonces tai vez me decidiese. Un hombre no recibe este ofrecimiento todos los días.
Por toda respuesta me tendió un recorte de periódico.
—Lea esto.

INSTITUTO CIENTÍFICO A PUNTO DE CONVERTIRSE EN UN ANTRO DE BRUJERÍA

El mundialmente famoso Instituto Rocklynn se transformará en un lugar de reunión de demonios y duendes, según los proyectos de Thomas M. Considine, el famoso filántropo. Considine ha donado cincuenta mil dólares para quese utilicen en lo que él califica de "estudio científico de la hechicería y la magia negra". El profesor Phillips Keith ha anunciado hoy que el Instituto Rocklynn se propone estudiar seriamente las posibilidades del proyecto. Las bases científicas de los miagas antiguos son Los vendedores de gatos negros, sapos disecados y filtros de amor, hallarán muy ventajoso entablar relaciones con el Instituto Rocklynn.

—¡Es repugnante que hablen así del Instituto! —exclamé, devolviendo el recorte a Keith—.Ahora, cuénteme la verdad.

Keith se puso de pie.

—¿Por qué no me acompaña y lo averigua por sí mismo?
—Encantado.

Salimos de mi casa y, subiendo al coche del profesor, nos internamos entre el tráfico callejero.

—Por lo visto, no se trata de ninguna exageración periodística —comenté—. ¿De veras proyecta semejante experimento?
—Nunca he pensado nada con mayor seriedad —replicó el profesor—. Yo fui quien convenció a Considine para que donase ese dinero. Durante muchos años ha sido mi ambición llevar a cabo un experimento de esa clase. Lamento que los periódicos se hayan enterado del asunto; pero, de ahora en adelante, ya no habrá más publicidad. Nadie debe saber que el Instituto Rocklynn intenta resucitar lo muerto y conjurar a los demonios en la ciudad más moderna de la tierra.
—Bien —quise saber—, ¿cuál es mi papel en este asunto?
—Muy sencillo. Me citaron su nombre como el de un escritor de novelas terroríficas o fantásticas. Por tanto, pensé que usted se hallaría más capacitado que otros para comprender esas verdades.
—Pero yo no creo en esas patrañas —objeté.
—Naturalmente. A eso voy. Usted se halla capacitado para comprender lo que intentamos; pero es escéptico; no cree en lo que escribe; por ello se le ha elegido como testigo oficial e historiador de nuestros experimentos. O sea que le contratamos como testigo.
—¿Quiere decir que me pagarán diez mil dólares por verles hacer brujerías? ¿Por acompañarles montado en una escoba?

Keith se echó a reír.

—Es usted demasiado incrédulo. Venga, necesita un ejemplo inmediatamente.

Entramos en el rascacielos, subimos en el ascensor particular, cruzamos el vestíbulo del Instituto Rocklynn, situado en el ático, y atravesamos una puerta señalada como "Privado". Si alguna vez esta palabra ha estado bien empleada era en esta ocasión, pues era la simple barrera que separaba la cordura de la demencia. Una demencia negra en una habitación tapizada enteramente de negro. Iluminada por las rojas llamas de un brasero, cuyas ascuas eran como parpadeantes ojos infernales y llena de perfumes de especias, humedad y tumba. Era una estancia que pertenecía al siglo XV, arrancada a los sueños de los hechiceros y alquimistas. Cierto que las mesas y estantes eran modernos, pero gemían bajo el peso de viejos horrores.

Una hilera de tubos de ensayo, de moderno cristal Pyrex, pero con etiquetas tan infernales como éstas: "Sangre de murciélago", "Raíz de mandrágora", "Polvo de momio", "Grasa de cadáver", y aún otras peores. En un rincón se veían unas neveras modernísimas, que contenían innumerables cuerpos. Junto a un fuego de leña, sobre unos trébedes, veíanse extraños calderos. Un estante contenía instrumentos de alquimia. Frascos con hierbas se hallaban junto a otros que contenían huesos pulverizados. El suelo estaba cruzado por dibujos pentagonales y signos del zodíaco, hechos con pintura azul fosforescente, y alguna otra materia que emitía radiaciones rojizas.

Una pared estaba cubierta de libros. La luz se reflejaba en polvorientos y resecos volúmenes, que en un tiempo estuvieron en contacto con las manos de las brujas y los nigromantes. Por un momento, permanecí junto al profesor Keith, en tanto la férrea puerta que acabábamos de cruzar se cerraba detrás de nosotros. Unos ojos, de pronto, se fijaron en los dibujos y horrores de aquella habitación. De repente algo se movió en un extremo de la estancia y avanzó hacia mí. De momento, sólo era una sombra blanca, pero luego... Di un salto que por poco me obliga a chocar mi cabeza con el techo.

—Le presento al doctor Ross —le presentó el profesor.
—¡Ejem! —carraspeé.

El ovalado rostro del doctor Ross se inclinó hacia delante. Una fina mano estrechó la mía y, con deliciosa voz, el doctor declaró:

—Tengo un gran placer en conocerle.
—¡Ejem! —repetí.
—¿Sólo sabe decir "ejem"? —preguntó muy curioso el doctor Ross.
—Creo que también usted perdería la voz si le metiesen en un cuarto lleno de horrores, y cuando esperase encontrarse delante de un fantasma viese avanzar hacia usted a la muchacha más hermosa...

Me interrumpí. Sin embargo, no me arrepentía de mi desliz, pues el doctor Ross era en realidad la doctora Ross, una joven bellísima. Su cabello rubio no estaba oculto por ninguna gorrita médica y sus atractivas facciones estaban debidamente maquilladas, y su cuerpo esbelto quedaba bien modelado por la bata blanca.

—Muchas gracias —dijo la doctora Ross sin ningún embarazo—. Bien venido al Instituto Rocklynn. Supongo qué se interesa por la magia negra ¿verdad?
—Si todas las brujas son como usted...
—Lily Ross no es ninguna Circe —me interrumpió el profesor Keith—, y a usted no se le contrata para que la piropee. Hay mucho trabajo que hacer. Esta tarde invocaremos a un demonio.
—¡Demonio! —exclamé en broma—. ¿Habla en serio?

Keith sacó del bolsillo unos papeles y los colocó sobre la mesa, junto a un crucifijo invertido en el que estaba clavado un murciélago, cabeza abajo. Sacando una pluma estilográfica me lo tendió.

—Firme.
—¿Qué he de firmar?
—El contrato que compromete sus servicios por tres meses. Diez mil dólares. Cinco mil ahora y otros cinco mil al término de nuestro ¡experimento. ¿Conforme?
—Desde luego —asentí.

Con mano temblorosa firmé el contrato, recibiendo del profesor Keith el cheque extendido por él mismo.

—Bien —sonrió Keith, guardando los documentos—. ¿Podemos empezar ya, Lily?
—Todo está dispuesto, profesor —replicó la joven.
—Entonces, trace el pentagrama —murmuró Keith—. En la nevera encontrará la sangre perfectamente conservada. Recite la invocación y encienda los fuegos. Yo la protegeré con los revólveres. Si ocurriese algo dispararía a matar.

Con una amable sonrisa, Keith sacó dos revólveres que llevaba en sus fundas sobaqueras y los empuñó fuertemente.

II. La Aparición.
—Están cargados con balas de plata —me explicó el profesor—. Son excelentes contra los vampiros, los hombres-lobo y los vrykolas. No sé lo eficaces que puedan ser contra los dracónibus...
—¿Qué?
—Un dracónibu es un cacodemonio de la noche. Una especie de íncubo. Si el abate Richalmus no se engaña. Empleamos su invocación del libro Líber revelatonium de insídiate versutiis daemonum adversus homines. Dice que esos seres son negros, escamosos, de aspecto casi humano, aparte de las alas y los colmillos, pero de un orden inferior de inteligencia. Son algo semejantes a los elementales. Si las balas nada pueden contra ellos, siempre queda el pentagrama. Ya sabe qué es: una estrella de cinco puntas, que representa a Satanás, el macho cabrío del sábado.
—Oiga ¿está loco? —le pregunté a mi pesar.
—Un momento —se enojó Keith—. Desde el principio aclaremos una cosa: nada me importa su escepticismo. Y le ruego que no dude de mi buen juicio ni de la sinceridad de mis actos.
—¡Pero todo esto es demasiado pueril y absurdo! —me quejé—. ¡Mezclar la ciencia con la brujería!
—¿Por qué no? —inquirió Keith—. La magia de ayer es la ciencia de hoy. Los brujos de los siglos precedentes al nuestro trataban de alejar los demonios del cuerpo humano de que se habían apoderado. Actualmente, los psiquiatras curan la locura mediante el hipnotismo, casi de igual forma. Hubo un tiempo en que los alquimistas trataban de convertir en oro otros metales más bajos. Actualmente, ese mismo esfuerzo se continúa sobre la base de las mismas investigaciones. ¿No intentan en la actualidad los médicos obtener el elixir de larga vida empleando sangre humana y animal, como antes hacían los magos? ¿No se quiebran los cascos nuestros sabios con los vitales problemas de la Vida y la Muerte? ¿No conservan, vivas, cabezas de perros y gallinas a pesar de haber sido ya cercenadas? En otras épocas, esos trabajos costaban la hoguera. Aquellos sabios morían por enfrentarse con los problemas que hoy atacan abiertamente nuestros hombres de ciencia. Pero estoy convencido de que los sabios de antaño obtuvieron en algunos casos un éxito mayor que los de ahora.
—Entonces ¿cree que los hechiceros consiguieron resucitar a los muertos e invocar los espíritus elementales?
—Quiero decir que lo intentaron y que tal vez tuvieron éxito. Que sus teorías no eran erróneas, pero que quizás lo fueron sus sistemas y métodos de trabajo. Y opino que la ciencia moderna puede hacerse con las mismas teorías, aplicar los 'debidos métodos y obtener un éxito mayor. Y eso es lo que me dispongo a hacer.
—Pero...
—Observe.

Obedecí. Observé. La grácil figura de Lily Ross iba de un lado a otro de la estancia. Sus dedos, al acercarse al brasero, parecían poblarse de llamitas. De una bolsa que llevaba a la cintura sacó unos polvos que derramó sobre las ascuas, de las cuales se elevaron unas llamas verdes, azules y purpúreas. Un calidoscopio de diabólica luminosidad inundó la amplia estancia. Rojas llamas brotaban de las velas y saltaban de los pabilos a la oscuridad. Lily inclinóse al suelo y trazó un dibujo plateado. Una estrella de cinco puntas. El espacio interior de la estrella se llenó con un líquido rojo.

—Sangre —susurró Keith—. Sangre tipo B.
—¿Cómo?
—Sí, tipo B. ¿No le he contado que utilizábamos métodos científicos modernos? El hechicero de la Edad Media era casi un charlatán. Algunos rondaban por las cortes de los nobles o príncipes, pasando por astrólogos, por lectores quirománticos y halagando en todo a sus amos. Otros no hacían más que solicitar dinero para conseguir la transmutación del plomo en oro, lograr el elixir de la juventud o encontrar la piedra filosofal. Charlatanes y sólo charlatanes. Otra clase de vividores eran los que vendían filtros de amor, prometían echar mal de ojo a los enemigos de sus clientes y pretendían curar los males, desde la epilepsia al cólera. Mezclados entre esos impostores se hallaban los psicópatas. Los demonomaníacos que danzaban desnudos en los cerros y colinas durante el Walpurgis, afirmando cabalgar sobre escobas voladoras, conversar con los muertos y tener amantes infernales. Pero siempre existieron hombres que tomaron en serio los estudios de esa ciencia. De sus escritos, de sus hechizos e invocaciones, nos valemos ahora.

Keith hizo una pausa para indicar las estancias.

—Me costó largo tiempo reunir esta colección. Manuscritos, pergaminos, fragmentos de tratados, documentos secretos de todos los países y edades. Valiosos incunables que cuestan una fortuna. Pero la valen.
—¿Y no están llenos de las mismas necedades que los demás? —quise saber—. He leído algunos de tales libros y más parecen obra de algunos locos.
—Entre las solemnes necedades puede haber verdades enormes. Se descubren fácilmente. Algunas invocadas están equivocadas, otras son auténticas.
—¿O sea que si lee un conjuro aparecerá un demonio, un vampiro o un fantasma?
—Sí, si se lee correctamente —asintió Keith—. Ésa es la base. Ahí es donde interviene la ciencia. En muchos casos, por temor, no se ha escrito la invocación completa. En otros el conjuro tiene palabras cambiadas debido a una traducción incorrecta. La Iglesia quemó tolos los manuscritos y libros de esa clase que pudo hallar. Lo hizo durante varios siglos. Y tuvimos que emplear varios meses en los preparativos, seleccionando lo bueno entre lo malo, uniendo fragmentos sueltos, estudiando las fuentes de origen. Ha sido un trabajo muy arduo para la doctora Ross y para mí. No obstante, podemos hoy asegurar que poseemos en nuestras manos casi un centenar de conjuros legítimos para la invocación de las fuerzas sobrenaturales. Si se recitan como es debido, se obtiene, como con las oraciones corrientes, un resultado inmediato. Además, algunas de las invocaciones exigen ceremonias como ésta. Hemos gastado una enorme cantidad de dinero para reunir el instrumental y los materiales necesarios para estos experimentos. Cuesta mucho encontrar sangre de mandril y obtener los cadáveres necesarios. Es repulsivo, bien lo sé, pero imprescindible.
—Pero sangre del tipo B... —repetí, encogiéndome de hombres.
—Es una simple demostración de lo cuidado de nuestro método de trabajo. Atacaremos lo natural con métodos modernos. Tenga en cuenta los fracasos de nuestros antecesores. Ya he dicho que la mayoría de los hechiceros eran unos farsantes. Los que trabajaban seriamente utilizaban, a veces, traducciones equivocadas, como ya he demostrado. Como es natural, no triunfaban. Otras veces, carecían de los materiales debidos. Si el conjuro exigía el empleo de sangre de mandril, ellos utilizaban otra clase de sangre y, por simple reacción química, el conjuro quedaba destruido. Al utilizar sangre humana hay que tener en cuenta la cantidad tan variada de tipos existentes y, por consiguiente, un hechizo que surtiría efecto empleando la sangre debida, puede fracasar con el uso de otra sangre. Si ahora nos hallamos con una receta que exige el empleo de polvos de cuerno de unicornio, la echamos al cesto de los papeles pues sabemos que es un fraude. En fin, tal vez a usted todo eso le parezcan detalles sin valor, pero en ellos puede residir el triunfo, como resultado de un razonamiento científico. Hemos repasado bien nuestros hechizos e invocaciones, hemos comprobado las fórmulas, reuniendo los ingredientes más auténticos. En tales condiciones no podemos fracasar, si existe alguna verdad en las historias sobrenaturales que han privado en el mundo durante las edades anteriores a la nuestra. Hoy, empleando la sangre de tipo B, vamos a poner en práctica la invocación de Richalmus para evocar un dracónibus. La doctora Ross ha trazado el pentagrama y ha alimentado los fuegos con los tres colores. Ahora leerá la invocación en su original latino. Si las condiciones se producen exactamente como está mandado, pronto veremos al alado demonio de la noche que el buen abad describió tan gráficamente. Quizás lo podamos capturar y lo ofrezcamos como prueba viviente al mundo.
—¿Quiere capturarlo? —murmuré. Keith sonrió.
—¿Por qué no? Esa es la prueba que necesitamos para confundir a los escépticos. El mismo Tom Considine, cuando me dio el dinero, se rió de mí. Me gustaría ver su expresión cuando le enviase el dracónibus.

Keith soltó una carcajada y señaló al techo.

—Si la cosa aparece y es peligrosa, tengo siempre a mano las balas de plata para dominarlo, pero preferiría mucho más capturarla viva. Hay que tener en cuenta la importancia científica.

Miré hacia donde señalaba con el dedo. Suspendida por cadenas, en el techo, se veía como una cabina de cristal. Pendía directamente encima del espacio en que se veía el pentagrama.

—Fíjese en la palanca que se ve junto a la puerta —indicó Keith—. Sólo hay que moverla para que la jaula caiga sobre el ser que aparezca en este lugar.
—Pero el demonio romperá el cristal —objeté.
—En absoluto —sonrió el profesor—. Dentro del cristal hay una cantidad muy grande de cruces nada agradables para el demonio. Las junturas del cristal están protegidas por tubos de agua bendita y otro tubo penetra al interior para dar paso al aire y, en caso de necesidad, para descargar el suficiente monóxido de carbono que convierta la jaula en una cámara letal. Por tanto, si ocurre algo mueva la palanca.

Las palabras de Keith me impresionaron fuertemente. Parecían las palabras de un loco, pero el loco era nada menos que el profesor Keith del Instituto Rocklynn. El aire estaba lleno del hedor de las velas hechas con grasa de cadáver. La sangre manchaba el viejo símbolo trazado en el suelo. El silencio y la oscuridad se poblaban de rumores. Lily Ross, con un viejo pergamino en la mano, dio un paso hacia el azulado brasero. Permaneció allí, como una estatua, como una bruja blanca, pronunciando las primeras palabras de la invocación. Su boca era como una flor escarlata de la que emanase corrupción. Sus labios parecían el cielo; pero su voz era el infierno. Veíase una hermosa joven y escuchaba a una vieja repulsiva y bruja.

Pronunciaba las palabras en latín, pero más que palabras eran sonidos, una invocación. La voz de la joven era el instrumento. Entonces comprendí el inmenso poder de la palabra como plegaria y corno invocación del diablo. El rumor de la voz se mezclaba con la oscuridad que, a su vez, se confundía con las luces y los fuegos. El pentagrama comenzó a vibrar. Las llamas corrían por el suelo. Las sombras se poblaban de zumbidos.

De pronto, se oyó un fuerte latido, las paredes se estremecían; adquirieron luego el compás de las palabras de la joven, el estruendo se confundió con ellas y como tomando energías, resonó más fuerte. El humo brotó de los braseros a la vez que un viento impetuoso soplaba en la habitación. Me estremecí bajo la helada ráfaga que no era de aire. Una blanca figura inclinóse hacia el suelo. De pronto, sentí que me sacudían violentamente y una voz gritó:

—¡Despierte! Se ha dormido de pie. No soplaba ya viento. No se oía rumor alguno. Lily Ross estaba delante de mí, inmóvil, abatida.
—¡Hemos fracasado! —refunfuñó Keith.
—Sin embargo, yo noté...
—Autosugestión. No dio resultado. Déjeme ver esa copia de la invocación —le pidió a Lily. Tomó el papel y lo leyó atentamente.
—¡Maldición!

Lily abrió mucho los ojos.

—¿Qué ocurre?
—Aquí tenemos un ejemplo perfecto de lo que intentaba explicarle. Se ha cometido un error. No es la invocación que necesitábamos. No es la invocación de Richalmus sino otra muy parecida. Es la invocación del demonio, recopilada por Georgioso.
—¿Cómo puede haber ocurrido? —se apuró la joven—. Yo juraría que...
—Por error ha recitado la invocación al demonio —respondió Keith—. No me extraña que no ocurriese nada.

Volvióse de nuevo hacia mí, mas no pude decir nada, porque los ruidos y los zumbidos se habían reanudado. Y esta vez no cabía pensar en la autosugestión. La habitación se estremeció como si todo el edificio fuese conmovido por un terremoto. Lily y el profesor Keith vacilaban junto a mí. Los braseros ardían con potentes llamas. Un rugido de tormenta llenaba nuestros cerebros. A nuestros pies el pentagrama dibujado ardía materialmente. Dentro de él una negra sombra iba tomando consistencia: la figura del Macho Cabrío del Sábado. Por el rabillo del ojo vi a Lily Ross avanzar con manos temblorosas y dejar caer el pergamino en el que había leído la invocación equivocada. ¡La que llamaba al demonio a este mundo! ¡Y ahora, dentro de los límites del trazado ¡pentagonal, envuelto en llamas rugientes, que danzaban, proyectando sus sombras contra los muros, donde parecían bailar una danza macabra, se veía ya una sombra más densa que las demás!

III. El Diablo.
Ninguno de los tres que allí nos encontrábamos tenía fuerzas para mover un solo dedo. Mientras tanto, la presencia permanecía acurrucada en el centro del dibujo cabalístico, con su negra cara de macho cabrío iluminada por los fuegos. La peluda cabeza, los retorcidos cuernos, el diabólico y familiar rostro, todo fue cobrando forma y vida. Era, un cuadro, fruto de un sueño infernal. De pronto, la figura entró en acción. Movió los brazos y los pies y comenzó a avanzar. De un salto, obedeciendo más al instinto que a la voluntad, llegué a la puerta y accioné la palanca. Oyóse el chirriar de cadenas y, con fuerte estrépito, la jaula de cristal inastillable cayó sobre la figura, aprisionando en su interior a Satanás, Príncipe de las Tinieblas. Aquel monstruo saltó contra los muros de cristal y retrocedió rápidamente.

—¡Dios mío! —exclamó en aquel momento Keith, que había recuperado el habla.

Me eché a reír. No pude evitarlo.

—¿Qué le ocurre? —susurró Lily.
—He luchado contra el propio Satanás y le he vencido —me envanecí.
—Es para volverse loco —musitó la joven—. Tenemos a Satanás encerrado en la habitación de un rascacielos.
—¿Sigue incrédulo? —preguntó Keith.
—Los incrédulos no sudan —repliqué, secándome la frente—, pero si no soy incrédulo, al menos soy práctico. ¿Qué hacemos ahora?
—Ante todo, encender la luz.

Keith fue hacia el interruptor y la estancia se llenó de prosaicas luces, convirtiendo la habitación en una estancia completamente vulgar... a no ser por la figura que había dentro de la jaula de cristal. A oscuras, aquella visión era desagradable, pero a plena luz resultaba infinitamente peor. El satánico prisionero nos contemplaba orgullosamente erguido. La luz ponía de manifiesto todos los detalles. Demasiados detalles. Su piel negra relucía de manera opaca.

—Es tal como lo había imaginado —murmuró el profesor—. La perilla, el monóculo, la roja epidermis...
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Dice que su piel es roja? ¡Es negra!
—Es escamosa —declaró Lily.
—¡Nada de escamas! —protesté—. ¿Qué dicen? ¿Y el monóculo donde está? ¡Si parece un macho cabrío negro!
—¿Está loco? —se irritó Keith—. Se ve claramente que es un hombre vestido de etiqueta, de cara roja, con un monóculo.
—¿Y su cola ahorquillada? —exclamó Lily—. ¡Eso es lo peor!
—¡No tiene cola! —grité—. Ninguno de ustedes lo ve bien.

Keith dio un paso atrás.

—Un momento —pidió—. Estudiemos eso. Usted cree ver un macho cabrío, negro, con facciones humanas ¿verdad? —me preguntó.
Asentí con el gesto.
—¿Y usted, Lily?
—Yo veo un ser escamoso, de cola ahorquillada. Parecido a un lagarto gris.
—Bien, yo veo a un hombre vestido de etiqueta, de cara roja —terminó el profesor—. Y todos tenemos razón.
—No entiendo.
—En realidad, nadie sabe cuál es el verdadero aspecto del diablo. Cada uno de nosotros se ha formado su imagen mental extraída de las ilustraciones de los libros consultados. Los adoradores y los enemigos de Satanás lo han pintado de distintas maneras. Para unos era el macho cabrío de las bacanales sabáticas; para otros era la encarnación de la tentadora serpiente. Para los modernos es un caballero rojo. Cada cual lo ve a su manera por lo que nosotros vemos una misma figura de tres formas distintas. Y no podemos dilucidar cuál es su aspecto verdadero. Puede ser gas, luz, o simplemente llama; pero nuestro cerebro le da forma material.
—Quizá tenga razón —se avino Lily.
—Todo esto es muy interesante —intervine—, pero ¿qué hacemos ahora? ¿Avisar a la prensa?
—¿Se burla? ¿Sabe qué ocurriría si el mundo se enterase de que lo tenemos prisionero en esta habitación? ¿No comprende la locura y el pánico que se desencadenaría sobre la tierra? Además, tenemos que realizar experimentos. Sí, ésta es nuestra oportunidad. La Providencia debió de guiarnos al cometer aquel error.
—¿Está seguro de que fue la Previdencia? —gimió Lily—. Tengo la impresión de que este regalo no nos viene del cielo.
—No se excite —le rogó el profesor—. Piense en lo que tenemos entre manos. ¡Es lo más grande que se ha legrado jamás!
—Keith, esto es peligroso —aduje—. No me gusta. Aparentemente, nuestro visitante está embotellado bajo esa campana de cristal, pero ¿y si fuerza la salida?
—No puede huir —declaró el profesor—. ¿Tiene usted miedo? ¿No se da cuenta de que en esta habitación tenemos la prueba de la existencia del demonio y de todo lo sobrenatural?
—Al demonio prefiero tenerlo lo más lejos posible —mascullé.
—Habla usted como un hombre miedoso.
—Es posible que los miedosos estén más en lo cierto que los científicos. Llevamos muchos siglos luchando contra ese ser y es posible que su inteligencia sea superior a la de ustedes. Sobre todo, en este caso.
—Examinaremos al demonio con todos los medios de investigación a nuestro alcance —declaró el profesor—. Lo someteremos a análisis de sangre, a rayos X... Volví la cabeza, disgustado ante tanta locura.
—Quizás ese ser pueda hablar —dijo Lily, a quien me había yo vuelto en busca de un poco de normalidad—. Impresionaremos fotografías...
—¡Es el éxito... el verdadero triunfo de la ciencia! —blasonó el profesor—. Haremos un estudio científico de todo lo diabólico. La potencia que el hombre temió desde los primeros días de la creación está ahora en nuestras manos. ¡El gran dios Pan! ¡La serpiente! ¡El Ángel Caído! ¡Satanás! ¡Lucifer! ¡Luzbel! ¡Belcebú! ¡Azriel! ¡Asmodeo! ¡Sammael! ¡Zamiel! ¡El Príncipe de las Tinieblas! ¡El Macho Cabrío negro del Sábado! Ariman, Malik, Mefistófeles, el arquetipo del mal conocido por los hombres con infinidad de nombres.

Sentí deseos de soltar una nerviosa carcajada. ¡Era demasiado! Lily me salvó.

—Salgamos de aquí —propuso—. En seguida. Mañana podremos discutir sobre esto y convencernos de que no estamos locos.
—Sí, es mejor —asintió Keith—. Aquí está seguro. No puede escapar. La puerta se cierra automáticamente y nadie podrá entrar sin nuestro consentimiento.

El profesor fue hacia la puerta y yo le seguí, pero antes de salir me volví, tropezando con la mirada de unos ojos terribles que brillaban al otro lado del cristal. ¡Los mismos ojos que viera Fausto!

IV. El Fausto Suelto.
—Esta es mi historia —concluí—. Ahora cuénteme la suya.

Lily Ross levantó su vaso, en el que tintineaba el hielo.

—Sólo un poco de bioquímica —sonrió—. Un empleo en el Instituto Rocklynn, como ayudante del profesor Keith.
—No se burle de mí. Ahora es usted- una mujer bellísima ataviada con un traje de baile, color verde, que le sienta a maravilla. No sabe nada de química y sólo desea bailar. Deseaba bailar, pero cuando volvimos a nuestra mesa observé que estaba muy preocupada.
—Estoy inquieta por el profesor Keith —susurró—. Tiene los nervios destrozados. No sé si mañana estará bien para los experimentos. Marchóse a casa para acostarse al momento.
—No se apure por él —reí—. Lo peor que puede ocurrirle es un fuerte dolor de cabeza, a consecuencia de una buena borrachera.
—¿Por qué dice esto? —se extrañó la joven.
—Eche una mirada hacia la mesa próxima a la orquestina. Si Keith pensaba acostarse es indudable que ha cambiado de opinión.

Lily miró hacia donde yo le indicaba y sus ojos se desorbitaron.

—¡Está ahí! —exclamó—. ¡Con una mujer!
—¡Y vaya mujer! —comenté—. Es Eva Vernon, la cantante. No lo hubiera creído un hombre tan de mundo.
—¡No lo es! —protestó Lily—. Jamás va a ninguna parte. No he sabido de él que acompañase nunca a una mujer. Y bebe champán...
—Vivir para ver —sonreí—. Está tranquilizando sus nervios. ¿Quiere que nos sentemos a su mesa?
—No, se disgustaría. Además, esto lo encuentro muy raro.

Me encogí de hombros, pero al cabo de un rato empecé a inquietarme. Keith se había bebido él solo una botella de champán, cantaba como un borracho y estaba colorado como un tomate.

—¡Es... es repugnante! —proclamó Lily, al salir del local.
—Olvídelo —le aconsejé.

Nos separamos a la puerta de su domicilio y a la mañana siguiente, cuando llegué al Instituto la encontré esperando.

—¿Dónde está el profesor? —pregunté viendo que estaba sola.
—No ha venido.
—Estará durmiendo el champán ingerido anoche. ¿Le ha telefoneado?
—Sí, y su ama de llaves afirma que no ha vuelto a casa.
—Es raro, ¿Qué hacemos?
—Vayamos al laboratorio y aguardemos. Podemos echar una mirada a nuestro prisionero.

Lily fue hacia la puerta. Sacó una llave y al insertarla en la cerradura, exclamó:

—¡Está abierto!

Entramos. La estancia se hallaba a oscuras. Sólo ardía un brasero. Un solo brasero y los ojos dentro de la jaula de cristal. Delante de la jaula había un cuerpo tendido.

—¡Keith!

Lo sacudí. Trabajosamente se puso de pie.
—Oh, debí quedarme dormido. He pasado aquí toda la noche. Observando lo que hacía...
El profesor tenía el rostro demacrado. Y farfullaba, como si estuviese medio dormido.
—Vale más que se vaya a casa y duerma un poco —le recomendó Lily—. Nosotros nos quedaremos aquí. Si más tarde se encuentra bien trazaremos nuestros planes.
—Nada de eso —replicó el profesor, haciendo un esfuerzo como sacudiendo la fatiga de su cuerpo—. Estoy perfectamente bien. Lo que tengo que hacer es buscar a Considine. Necesito más dinero. Ustedes quédense aquí y vigilen. Nos veremos esta noche en el baile del Tubo de Ensayo. Dispondré allí un encuentro con Considine y otros amigos.

Salió precipitadamente de la habitación, dejándome a Lily y a mí mudos de asombro.

—¿El baile del Tubo de Ensayo? —repetí.
—Sí, es un baile que celebramos anualmente los protectores del Instituto Rocklynn. Sirve para allegar fondos. Mas no entiendo qué hará allí el profesor. Nunca le ha gustado asistir a esta clase de fiestas.
—Olvida lo de anoche.
—Pues no, no puedo olvidarlo. Estoy segura de que el profesor no se encuentra bien. Algo le ha ocurrido.
—No es él único que no se encuentra bien —repliqué—. Mire hacia la jaula.

Satanás se hallaba acurrucado en el suelo. Y sus ojos rojos brillaban cada vez con menos intensidad.

—¿Está enfermo? —inquirió Lily.
—No tiene aire ni comida —contesté—. ¿Qué debe comer Su Majestad Infernal?
Iba a seguir hablando, pero algo en el aspecto" del cautivo me detuvo.
—¡Ojalá Keith estuviera aquí! —exclamó Lily—. Deberíamos de hacer algo.
De pronto, Satanás se incorporó, avanzó lentamente hacia la barrera de cristal y nos miró. En sus ojos no brillaba el odio sino la comprensión. Su gesto era de súplica.
—Quiere hablarnos —murmuró Lily. Los labios del monstruo se movían, dejando ver sus colmillos.
—Si pudiésemos entender su mensaje —dije, observando los gestos del cautivo.

Todo inútil. De repente, aquel extraño ser se inclinó hacia el suelo y cogió algo que allí había. Era un fragmento de yeso fosforescente, del que se habían servido para trazar el pentagrama. ¡Y el demonio empezó a escribir! ¡Con letras de fuego! Pronto, deténganle antes de que sea demasiado tarde. Se ha introducido dentro de mí esta mañana y sé lo que piensa hacer. Al pie de este horrible escrito había una firma en letras de fosforescencia plateada: Phillips Keith. Junto a mí, Lily temblaba convulsivamente.

—Vamos —dije.
—¿Adonde?
—En busca del profesor. Al baile del Tubo de Ensayo.

V. El Diablo Baila.
Hacía diez minutos que aguardábamos en el baile cuando por fin llegó el profesor Keith. Iba disfrazado de Mefistófeles. Barba postiza, capa roja, rostro teñido de escarlata. Era su concepto de Satanás. Jamás me había parecido tan alto. Alto, y delgado. Su disfraz era perfecto. No fuimos los únicos en fijarnos en él. La orquesta acaba de interpretar una pieza y la concurrida sala constituía un excelente marco para su entrada en escena. Recordé a Lon Chaney en su caracterización de la Muerte Roja, en El Fantasma de la Ópera.

—¡Qué disfraz!
—Perfecto.
—Hasta renquea.

En efecto, Keith al andar cojeaba marcadamente. Keith avanzó orgullosamente por entre las circunstantes. Le vi saludar a un hombre disfrazado de pirata.

—Es Considine —susurró Lily.

Considine parecía reírse del disfraz del profesor. Otro de los invitados reunióse con ellos. La orquesta inició la interpretación de otra pieza. Los tres hombres desaparecieron.

—Démonos prisa —apremié a Lily—. Va a ocurrir algo.

Llegamos a la calle en el instante en que el coche negro en que iban los dos hombres y el demonio se ponía en marcha. La suerte nos deparó en seguida otro taxi. Hice subir a Lily y le ordené al chofer:

—Siga a ese auto... —me interrumpí—. ¡No! Sé adonde van. Llévenos al Instituto Rocklynn.

Parecíamos vivir en otro mundo, mientras cruzábamos las calles persiguiendo al demonio, y mientras ascendíamos en el ascensor por el rascacielos. Cuando nos detuvimos frente a la puerta del laboratorio oímos una voz. Se parecía a la del profesor. Era una voz que utilizaba la boca y la laringe de Keith, pero en la que había unas notas que nada tenían de humanas.

—Ya ven lo que he conseguido, caballeros —decía—. Ni usted, señor Considine, ni usted, señor Wintergreen, pueden dudar ya de la evidencia de sus sentidos...
—¡Es espantoso! —se horrorizó Considine—. ¡El diablo en una cárcel de cristal!
—¿Espantoso? ¡Glorioso! ¿No ve las posibilidades que eso ofrece?
—Sí, desde el punto de vista científico el interés debe ser muy grande, pero prácticamente ¿qué ventaja nos ofrece? ¿Lo exhibirá por las ferias?
—Habla usted como un necio, Considine —replicó la voz ronca que era la de Keith—. ¿No comprende que ahí tenemos algo que puede convertirse en la fuerza más grande de la tierra?
—¿Fuerza? —preguntó Wintergreen.
—Sí, una fuerza todopoderosa. Piensen, por un, momento, lo que para nosotros puede significar este cautivo. Durante siglos, los hombres han rendido pleitesía al demonio. Convencidos de que el Reino de los Cielos está regido por Dios, afirman que la tierra está gobernada por Satanás. Por eso le han adorado. Si les concede la felicidad en la tierra, están dispuestos a ceder su dicha celestial.
—¡Qué locura!
—Sí —prosiguió burlona la voz ¡del profesor—, se reunían en lugares ocultos, en bodegas de casas viejas, en criptas de iglesias ruinosas, en la noche de Walpurgis. Velas fabricadas con grasa de niños no bautizados iluminaban las ceremonias, que se celebraban sobre el altar formado por el cuerpo de una doncella. Todos los fieles proclamaban en alta voz sus pecados y confesaban, arrepentidos, las buenas acciones.
—No hable así —intervino Wintergreen—. No somos niños para asustarnos con esas tonterías.
—Tampoco lo son los miles de satanistas que llevan a cabo esos ritos. Sin embargo, la mayoría de ellos son engañados por unos farsantes. Yo, en cambio, les ofrezco la representación física de Lucifer. Con su dinero 'pude disponer lo necesario para atraerlo a la tierra. Ahora pueden aprovechar su inversión. Tenemos el poder y la riqueza al alcance de la mano. Somos los dueños de Satanás, de lo que hasta ahora se consideraba un cuento infantil o una conseja de viejas, y con ello construiremos un imperio. Podremos dominar a las naciones, al mundo entero.
—¿Se ha vuelto loco, Keith? —balbuceó tembloroso Considine—. Primero se presenta con ese, disfraz y luego nos habla de locuras, nos enseña ese monstruo y nos está convenciendo de su locura.
—Sí —añadió Wintergreen, débilmente—, yo me marcho.
—¡No! ¡No saldrán de aquí! Conocen mi secreto y no permitiré que lo divulguen. Ninguno de ustedes saldrá de aquí hasta que hayan aceptado mis condiciones.

Yo no sabía exactamente qué hacer, pero aquel era el mejor momento para irrumpir en la habitación. Abrí, pues, la puerta y penetré en la negra estancia, acompañado de Lily. Considine y Wintergreen nos contemplaron boquiabiertos. En la cárcel de cristal, la figura apresada agitaba frenéticamente los brazos. Keith se abalanzó contra mí, pero antes de que me alcanzase saqué del bolsillo un frasco, lo destapé y eché su contenido al rostro del profesor. Un hedor insoportable llenó la estancia. Densas nubes de humo brotaron de la carne rojiza. Cuando aquel ser cayó al suelo, me precipité sobre él y le obligué a tragarse el resto del líquido. La lucha concluyó al instante.

—Creí que iba a matarle —exclamó Lily—. Cuando usted le arrojó el ácido...
—No era ningún ácido —le informé—. Era agua bendita.

VI. La Amenaza de Satanás.
En la figura tendida en el suelo se había verificado un cambio absoluto. Desapareció el tinte rojo y el. rostro de Keith recobró su aspecto normal. Un momento después se incorporó.

—¿Qué ocurrió? —preguntó con voz débil. Le conté todo lo sucedido.
—El agua bendita me ha salvado. Oh —añadió—, estuvo usted muy inspirado.
—Muy desesperado —le corregí.
—¿De qué están hablando? —se interesó Considine.
—Que el demonio se apoderó de mí.
—¿Cree eso?
—Usted mismo lo vio. No se trata de una novedad. La Biblia nos habla de ello. No sé cómo pudo ocurrir. Sin duda, la emoción debilitó mis defensas, y el mal halló fácil acceso dentro de mí. Por la noche regresé, ese ser que tenemos ahí dentro me hipnotizó y aunque no perdí totalmente la noción de las cosas, roe sentí empujado por una euforia y una ansias desconocidas.

Volvimos la vista hacia la jaula de cristal. Satanás estaba de nuevo dentro de ella, pero resultaba evidente que su poder transpasaba las frágiles barreras.

—Puede apoderarse de un cuerpo humano —advirtió el profesor—, y caminar por el mundo.
—Es necesario deshacernos de él —observé—. Que vuelva a su infierno.
—¡Hacerle volver! —repitió el profesor.
—No hay manera —objetó Lily—. No se conoce ningún medio para alejar al demonio.

Volví la cabeza hacia la cárcel. ¿Por qué no enviarle de nuevo al infierno? Examiné la figura que se encontraba allí prisionera. La examiné y sonreí. Luego, mi sonrisa se trocó en una carcajada. ¿Aquello era el fabuloso Lucifer? ¡Era demasiado cómico para ser verdad! Me sentía más fuerte que él. Al fin y al cabo, le había vencido. Le dominé en la lucha cuerpo a cuerpo. ¡Yo era su amo! ¡El amo de Lucifer! Sentía que unas inmensas energías penetraban en mi interior. ¡Yo era el amo!

—Ya sé —exclamé de repente.
—¿Sabe cómo hacerle volver al infierno? —preguntaron Lily y Keith.
—No, no es preciso. Soy más fuerte que Satanás. Lo he dominado. Lo seguiré dominando y emplearé ese poder.

Vi el espanto reflejado en todos los rostros.

—¿Por qué desprendernos de esa fuerza? —continué seguro de mí mismo—. ¿Por qué no ha de dominar Satanás en el mundo? ¿Por qué no he ser yo el amo de todo? Luché contra Dios y me venció, pero ahora...

De pronto, lo comprendí todo. Había dicho "luché contra Dios". Pero fue Luzbel el que se rebeló contra el Todopoderoso. Y yo creía haber sido yo mismo. ¡Yo! ¡El demonio! Keith y los demás me miraban aterrados. Contemplaban mi rostro. Y yo advertía el cambio que se verificaba en él. Lily me tendió un espejo. Comprendí la horrible verdad. Lo que le había sucedido al profesor me estaba ocurriendo a mí. Satanás se apoderaba de mi cuerpo. ¡Yo era Satanás!

El espejo cayó al suelo y se hizo añicos. Sentía horror y alegría. Examiné mis manos. Eran ya unas garras negras... Cuando sus manos buscaron las culatas de sus dos revólveres cargados con balas de plata, adiviné la intención del profesor. Estaban ambas armas sobre una mesa y yo llegué allí antes que él.

—¡Quieto! —ordené ferozmente, apuntándole yo a él y haciendo frente a todos los presentes—. Si alguien ha de disparar, ese alguien seré yo. ¡Soy el amo! ¡El dueño, dispensador de todos los males, de todos los pecados! ¡El señor absoluto de la tierra!
—¡Dios mío! —gimió Lily.

Sentí como un trallazo en pleno rostro. El nombre del Señor abrasaba mis oídos. Luego, Lily empezó a avanzar hacia mí, con las manos tendidas en actitud suplicante.

—¡Quieta o disparo! —le grité.

Ella continuó avanzando. En su mirada no había odio alguno, y sus labios murmuraban unas plegarias que me abrasaban el cuerpo y, sobre todo, el rostro, aquel rostro rojo, los cuernos que ya apuntaban, mi pelo leonado, crespo, hirsuto. Mis manos, convertidas en garras negras...

¡Tenía que terminar con aquel fuego que me abrasaba! ¡Debía matar a Lily! Pero cuando por fin me decidí a disparar, lo hice con el cañón del arma que empuñaba con la mano derecha, aplicado a mi propia sien.

VII. La Caída de Lucifer.
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Cuidado!
—Lo siento —se excusó Keith—. Aunque sea una bala de plata existe el peligro de la infección.
—¿Se ha marchado? —pregunte, sin citar al ser cuya huida deseaba.
—Sí —contestó Lily—. En, cuanto usted disparó el revólver, la campana de cristal quedó vacía. No se vio ni humo ni fuego. Desapareció como una luz que se apaga.
—Fue un tiro muy afortunado —declaró Keith—. Rozó la carne y se perdió en el techo. Pero pudo haber sido fatal.
—No entiendo por qué me pegue el tiro ni por qué desapareció Satanás.
—Es la eterna verdad —replicó-el profesor—. La virtud triunfando sobre el mal. Aunque usted no se dio cuenta, su conciencia luchó contra el diablo... y le venció.
—Es difícil no creer que todo ha sido un sueño. Lily apoyó una mano sobre mi hombro.
—Olvidémoslo.

Los demás se mostraron de acuerdo.

—¿Y cómo? —quise saber.
—Si no está demasiado enfermo—sonrió Lily.
—¿Enfermo? Me encuentro perfectamente.
—Entonces, vayamos a celebrar nuestra victoria —propuso Considine.
—¡Oh, no! —protesté—. La celebración la haremos nosotros dos solos ¿verdad, doctora Ross?

Lily tardó unos instantes en contestar con su más encantadora sonrisa:

—Verdad... pero no está bien abandonar a nuestros buenos amigos...
—¿No? ¿Por qué no? —protesté. Y dejándome llevar de mi indignación, exclamé—: ¡Que se vayan al diablo!


El descendiente. H.P. Lovecraft (1890-1937)

Al consignar sobre lo que el doctor me dice en mi lecho de muerte, mi más espantoso temor es que el hombre esté equivocado. Supongo que me enterrarán la semana que viene; pero…

En Londres hay un hombre que grita cuando tañen las campanas de la iglesia. Vive solo ton su gato listado en Gray’s Inn, y la gente le considera un loco inofensivo. Su habitación está llena de libros insulsos y pueriles, y hora tras hora trata de abstraerse en sus débiles páginas. Todo lo que quiere en esta vida es no pensar. Por alguna razón, el pensar le resulta espantoso, y huye como de la peste de cuanto pueda excitar la imaginación. Es muy flaco, y gris, y está lleno de arrugas; pero hay quien afirma que no es tan viejo corno aparenta. El miedo ha clavado en él sus garras espantosas, y el menor ruido le hace sobresaltarse con los ojos muy abiertos y la frente perlada de sudor. Los amigos y compañeros le rehúyen porque no quiere contestar a sus preguntas. Los que le conocieron en otro tiempo como erudito y esteta dicen que da lástima verle ahora. Ha dejado de frecuentarles hace años, y nadie sabe con seguridad si ha abandonado el país, o meramente ha desaparecido en algún callejón oscuro. Hace ya una década que se instaló en Gray’s Inn, y no ha querido decir de dónde había venido, hasta la noche en que el joven Williams compró el Necronomicon.

Williams era un soñador, y sólo tenía veintitrés años; y cuando se mudó a la casa antigua, percibió en el hombre arrugado y gris de la habitación vecina algo extraño, un soplo de viento cósmico. Le obligó a admitir su amistad cuando los viejos amigos no se atrevieron a imponerle la suya, y se maravilló ante el espanto que dominaba a aquel hombre lúgubre y demacrado que observaba y escuchaba. Porque nadie podía dudar que anduviera siempre vigilando y escuchando.

Vigilaba y escuchaba con la mente más que con la vista y el oído, y pugnaba a cada instante por ahogar alguna cosa en su incesante lectura de alegres e insípidas novelas. Y cuando las campanas de la iglesia empezaban a tañer, se tapaba los oídos y gritaba, y el gato gris que vivía con él maullaba al unísono, hasta que se apagaba reverberando el último tañido.

Pero por mucho que Williams lo intentaba, no conseguía que su vecino le hablase de nada profundo u oculto. El anciano no vivía de acuerdo con su aspecto y su conducta, sino que fingía una sonrisa y un tono ligero, y parloteaba febril y frenético sobre alegres trivialidades; su voz se elevaba y se embrollaba a cada instante, hasta que acababa en un falsete aflautado e incoherente. Sus intrascendentes observaciones delataban con claridad que sus conocimientos eran profundos y serios; y a Williams no le sorprendió oírle contar que había estado en Harrow y en Oxford. Más tarde descubrió que era nada menos que lord Northam, de cuyo antiguo castillo hereditario en la costa de Yorkshire tantas historias extrañas se contaban; pero cuando Williams quiso hacerle hablar de su castillo y de su supuesto origen romano, él negó que hubiese nada fuera de lo normal en él. Incluso dejó escapar una destemplada risita cuando salió a relucir el tema de un supuesto segundo nivel de criptas excavadas en la roca viva del precipicio que mira ceñudo al Mar del Norte.

Así andaban las cosas, hasta la noche en que Williams regresó a casa con el Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred. Conocía la existencia de este libro desde los dieciséis años, en que su incipiente pasión por lo insólito le impulsó a hacerle extrañas preguntas a un viejo y encorvado librero de Chandos Street; y siempre se había preguntado por qué los hombres palidecían cada vez que hablaban de dicho libro. El viejo librero le había contado que sólo se sabía que hubieran sobrevivido cinco ejemplares a los consternados decretos de los sacerdotes y legisladores, y que todos ellos los guardaban bajo llave, con temeroso cuidado, los conservadores que se habían atrevido a iniciar la lectura de sus odiosos y negros caracteres. Pero ahora, al fin, no sólo había descubierto un ejemplar accesible, sino que lo había hecho suyo por un precio risible. Lo había encontrado en la tienda de un judío en el barrio mísero de Clare Market, donde solía comprar cosas extrañas; y casi le pareció que el viejo y nudoso levita sonreía por debajo de la maraña de su barba en el momento de su gran descubrimiento. La voluminosa cubierta de piel con cierre de latón era llamativamente visible, y su precio absurdamente bajo.

Una simple mirada a su título bastó para sumirle en el delirio, y algunos de los diagramas insertos en el texto redactado en un latín vago despertaron los recuerdos más tensos e inquietantes en su cerebro. Comprendió que era absolutamente necesario llevarse a casa el pesado volumen y empezar a descifrarlo; y salió de la librería con tanta precipitación, que el viejo judío dejó escapar una turbadora risita al verle salir. Pero una vez en su habitación, descubrió que la letra ennegrecida y el estilo degradado eran excesivos para sus conocimientos lingüísticos, y fue a ver, no muy convencido, al extrañamente asustado amigo para pedirle ayuda en aquel latín deformado y medieval. Encontró a lord Northam diciéndole tonterías a su gato listado, y al entrar el joven se sobresaltó. Se estremeció violentamente al ver el libro, y se desmayé cuando Williams le leyó el título. Al recobrar el conocimiento, le contó su historia; ‘le habló de su fantástica locura con murmullos frenéticos, no fuese que su amigo tardara en quemar el libro y esparcir sus cenizas.

Sin duda hubo algún error al principio, susurró lord Northam; pero nada habría ocurrido si no hubiese ido él demasiado lejos en sus exploraciones. Era el décimo- noveno barón de una estirpe cuyos principios se remontaban de forma inquietante al pasado…, a un pasado increíblemente lejano, si había que hacer caso a la vaga tradición, ya que Ciertas historias familiares situaban sus orígenes en los tiempos presajones, en que cierto Luneus Gabinius Capito, tribuno militar de la Tercera Legión Augusta, entonces acantonada en Lindus, la Britania romana, había sido depuesto sumariamente de su mando por participar en determinados ritos que no guardaban relación con ninguna de las religiones conocidas; Gabinius, decían los rumores, había acudido a la caverna del acantilado donde se reunían gentes extrañas y hacían el Signo Antiguo por las noches; gentes extrañas a quienes los britanos no conocían — ni miraban sino con temor—, supervivientes de un gran país de Occidente que se había hundido, dejando sólo las islas con sus megalitos y sus círculos y santuarios, de los que el más grande era Stonehenge. No se sabía cuánto había de cierto, naturalmente, en la leyenda que atribuía a Gabinius la construcción de una fortaleza inexpugnable sobre una cueva prohibida y la fundación de una estirpe que ni pictos, ni sajones, ni daneses, ni normandos fueron capaces de exterminar; o en la tácita suposición de que de dicha estirpe nació el intrépido compañero y lugarteniente del Príncipe Negro, a quien Eduardo III dio el título de barón de Northam. No se tenía certeza sobre estas cosas; sin embargo, se hablaba de ellas a menudo; y en verdad, la torre del homenaje de Northam se parecía de manera alarmante al muro de Adriano. De pequeño, lord Northam había tenido extraños sueños, cada vez que dormía en las partes más antiguas del castillo, y había adquirido el hábito de contemplar retrospectivamente, a través de su memoria, escenarios brumosos y pautas e impresiones ajenas por completo a sus experiencias vigiles Se convirtió en un soñador a quien la vida resultaba insulsa y poco satisfactoria; en un explorador de extrañas regiones y relaciones en otro tiempo familiares, pero que no se encontraban en ninguna de las regiones visibles de la Tierra.

Dominado por la impresión de que nuestro mundo tangible es sólo un átomo de un tejido inmenso y siniestro, y que desconocidas potencias presionan y penetran la esfera de lo conocido en cada punto, Northam, durante su juventud y en la primera etapa de su madurez, apuré, una tras otra, las fuentes de la religión formal y el misterio de lo oculto. En ninguna parte, sin embargo, pudo encontrar satisfacción y contento; y al comenzar a envejecer, los achaques y las limitaciones de la vida se fueron volviendo cada vez más enloquecedoras para él.

Durante los años noventa se interesó por el satanismo, y siempre devoró con avidez cualquier doctrina o teoría que pareciera prometerle la huida de las cerradas perspectivas de la ciencia y de las leyes tediosamente invariables de la Naturaleza. Sorbía con entusiasmo libros como el relato quimérico de Ignatius Donnelly sobre la Atlántida, y una docena de oscuros precursores de Charles Fort le cautivaron con sus extravagancias. Recorrió leguas para seguir la pista de un relato sobre un pueblo furtivo de anormales prodigiosos, y una de las veces fue al desierto de Arabia en busca de la Ciudad Sin Nombre, de la que había oído hablar vagamente, y que ningún hombre había contemplado. Allí sintió nacer en su interior la fe tentadora de que existía un acceso fácil a dicha ciudad, y de que si uno lo encontraba, se le abrirían libremente las profundidades exteriores cuyos ecos vibraban tan oscuramente en el fondo de su memoria.

Puede que estuviera en el mundo visible; o quizá estaba sólo en su mente y en su alma. Tal vez guardaba él, dentro de su cerebro, aquel vínculo misterioso que le despertaría a las vidas anteriores y futuras de olvidadas dimensiones; que le uniría a los astros, y a las infinitudes y eternidades que se encuentran más allá de todos ellos…