miércoles, 27 de noviembre de 2024

El huracán. Lord Dunsany (1878-1957)

Me encontraba una noche solo en la gran colina contemplando una lúgubre y tétrica ciudad. Durante todo el día había perturbado el cielo sagrado con su humareda y ahora estaba bramando a distancia y me miraba colérica con sus hornos y con las ventanas iluminadas de sus fábricas. De pronto cobré conciencia de que no era el único enemigo de la ciudad, porque percibí la forma colosal del Huracán que venia hacia mí jugando ocioso con las flores al pasar; cuando estuvo cerca, se detuvo y le dirigió la palabra al Terremoto que como un topo, aunque inmenso, se había asomado por una grieta abierta en la tierra.

—Viejo amigo —dijo el Huracán—, ¿recuerdas cuando asolábamos las naciones y conducíamos los rebaños del mar a otros pastizales?
—Sí—repuso el Terremoto adormilado—. Sí, sí.
—Viejo amigo—dijo el Huracán—, hay ciudades por todas partes. Sobre tu cabeza, mientras dormías, no han dejado de construirlas por un instante. Mis cuatro hijos, los Vientos, se sofocan con sus humaredas, los valles están vacíos de flores y, desde que viajamos juntos por última vez, han talado los hermosos bosques.

El Terremoto se quedó allí echado con el hocico apuntando hacia la ciudad, pestañeando a la luz, mientras el Huracán estaba en pie a su lado mostrándosela con cólera.

—Ven—dijo el Huracán—, volvamos a ponernos en camino y destruyámoslas para que los hermosos bosques puedan volver y también sus furtivas criaturas. Tú abrumarás a estas ciudades sin descanso y pondrás a la gente en fuga y yo las heriré en el descampado y barreré su profanación del mar. ¿Vendrás conmigo y lo harás para gloria de la hazaña? ¿Desolarás el mundo nuevamente como lo hicimos, tú y yo, antes de que llegara el Hombre?
—Sí—dijo el Terremoto—. Sí.—Y nuevamente se metió en su grieta de cabeza contoneándose como un pato hasta el fondo de los abismos.

Cuando el Huracán se alejó a las zancadas, me puse en pie tranquilamente y partí, pero a esa hora a la noche siguiente volví cauteloso al mismo lugar. Allí encontré tan sólo la enorme forma gris del Huracán, con la cabeza entre las manos, llorando; porque el Terremoto duerme larga y pesadamente en los abismos y no despierta.


El jardinero. Rudyard Kipling (1865-1936)

Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.

Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada -y sus amigos estaban de acuerdo con ella- al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.

En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.

-¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? -preguntó al final de la rabieta.
-Porque lo mejor es decir siempre la verdad -respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él pataleaba en la cuna.
-Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.
-¿No te parece bien?
-No, y además -y Helen sintió que se ponía tenso-, además, ahora que lo has dicho ya no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
-Pero ¿no te parece una crueldad? -preguntó Helen en voz baja.
-¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré daño toda mi vida!
-¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que...
-¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
-Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.
-¡Ja! Emma dice que nunca se sabe -Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de Helen-. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!

Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver y los dos lloraron juntos. Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.

-No me creo ni una palabra -dijo animadamente al final-. La gente no hubiera dicho lo que dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y... bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea... eso, ¿verdad?
-Como si me fuera a... -empezó ella.
-Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.

Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos. Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser una brillante carrera. En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara directamente.

-Pero es la costumbre de la familia -había reído Michael.
-¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo? -dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi palabra de honor, y la repito, de que... que... no pasa nada. Te lo aseguro.
-Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado -replicó Michael indiferente-. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena... Igual que mi abuelo.
-¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
-No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.
-Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de Navidad. Por motivos financieros.
-Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para largo.

El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida. En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres. Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.

Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del pastor protestante:

-Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.
Y él replicó, pensando en su propio hijo:
-Bueno, ha durado más que otros.

La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y diciéndole a cada ventana:

-Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.

Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligida pariente».

En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sus sentimientos -salvo el de agradecimiento por esta liberación- acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo apropiado de condolencia. Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes -porque podía escucharse mientras hablaba- acerca del lugar del monumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.

Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial -que respaldaban una carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj- en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de la letra de la fila y el número de la tumba. De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.

-No es lo mismo -como dijo la mujer del pastor protestante- que si lo hubieran matado en Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.

La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que a Hagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.

-A propósito -dijo la autoridad-, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
-Sí, gracias -dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a la mujer a la cama turca.

-Esto pasa muy a menudo -dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada-. Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el número de su tumba? Eso es lo más importante.
-Sí, gracias -dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a sollozar de nuevo.

El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.

-Yo también voy a Hagenzeele -explicó-. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele-Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
-Sí, gracias. Les envié un telegrama.
-Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.
-Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.
-¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver... el sitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer -rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tres que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
-Claro. Supongo -respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
-Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos -y volvió a golpear la Kodak-. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
-Un sobrino -dijo Helen-. Pero lo quería mucho.
-¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
-Bueno, yo no... No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas -dijo Helen casi levantando las manos para rechazar a la mujer.
-Quizá sea mejor -respondió ésta-. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.

Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación. Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la horrorosa lista en las manos.

-Sí... sí..., ya lo sé -comenzó-. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
-Pero, por favor...
La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidos con la boca.
-Dentro de un minuto -dijo-. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas -paseó la vista por la habitación-. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
-Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.
-Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? -preguntó Helen desesperada.
-Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año. Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido... lo único verdadero... lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
-¿Cuántos años? -preguntó Helen.
-Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... por eso... tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!

Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:

-¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!
La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Así es como se lo toma usted?

Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse. A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.

Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:

-¿A quién busca?
-Al teniente Michael Turrell... mi sobrino -dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
-Venga conmigo -dijo-, y le enseñaré dónde está su hijo.

Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.


El ídolo oscuro. Clark Ashton Smith (1893-1961)

El sol no brillaba ya con su blancura fantástica sobre Zothique, el último continente, sino que estaba totalmente empañado y opaco, como si lo cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en número incontable, se habían presentado en los cielos y las sombras del infinito se aproximaron. De las sombras, habían vuelto junto al hombre los dioses antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres pero con los mismos atributos. Y también los antiguos demonios habían regresado, agitándose sobre los humos que se elevaban de malvados sacrificios y favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías. Muchos en Zothique eran nigromantes y magos, y la fama de sus hechos infames y maravillosos eran objeto de leyendas por todas partes en los últimos tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor que Namirrha, que impuso su negro yugo sobre las ciudades de Xylac. y más tarde, en su orgulloso delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasaidón, el señor del Mal. Namirrha había construido su morada en Urnmaos, la principal ciudad de Xylac, donde llegó procedente del desértico país de Tasuun con el sombrío renombre de sus taumaturgias detrás suya como una nube de arena. Y nadie sabía que, al volver a Ummaos, regresaba a la ciudad que le había visto nacer, porque todos le consideraban nativo de Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado que el gran hechicero fuese la misma persona que el mendigo Narthos, un muchacho huérfano de dudoso linaje que pidió diariamente el pan por las calles y bazares de Ummaos. Había vivido desastradamente, solo y despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta ciudad creció en su corazón como una llama oculta que arde en exceso, esperando el momento en que se convertirá en un incendio devorador de todas las cosas.

El rencor y odio de Narthos contra los hombres se fue haciendo más amargo durante su infancia y primera juventud. Un día, el príncipe Zotulla, un muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él en la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre un inquieto palafrén, y Narthos le imploró una limosna. Pero Zotulla, burlándose de su petición, siguió altivamente adelante espoleando su palafrén y Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos. Después, próximo a la muerte a causa del atropello, yació sin sentido durante muchas horas, mientras la gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Recobrando finalmente el sentido, pudo arrastrarse hasta su chamizo, pero a partir de entonces cojeó ligeramente durante el resto de su vida y la marca de un casco permaneció sobre su cuerpo a manera de señal, sin desvanecerse nunca. Más tarde abandonó Ummaos y fue rápidamente olvidado por la gente de la ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió en el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero, finalmente, llegó a un pequeño oasis donde habitaba el mago Ouphaloc, un solitario que prefería la compañía de honrados chacales y hienas a la de los hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e inteligencia del desamparado muchacho, le socorrió y le acogió allí. Durante años vivió con Ouphaloc, convirtiéndose en su discípulo y heredero de la sabiduría que le había enseñado el demonio. Extrañas cosas aprendió en aquella choza y era alimentado con frutos y cereales que no habían nacido del húmedo suelo y con vino que no era el jugo de la uva terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un maestro de demonología y estableció su pacto con el archienemigo Thasaidón. Cuando Ouphaloc murió, tomó el nombre de Namirrha y se presentó a los pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las escondidas momias de Tasuun. Pero nunca pudo olvidar las miserias de su juventud en Ummaos y el mal que le había causado Zotulla, y año tras año hiló en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su fama se hizo más amplia y sombría cada vez, y los hombres de países remotos más allá de Tasuun le temían. En las ciudades de Yoros y en Zul-Bha-Sair, la morada de la deidad vampírica Mordiggian, se hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho antes de la llegada de Namirrha en persona, la gente de Ummaos le conocía como una calamidad fabulosa, que era más horrible que el simún o la peste.

En los años que siguieron a la marcha del muchacho Narthos de Ummaos, Pithaim, el padre del príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno de una pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en busca de calor, en una noche de otoño. Algunos dijeron que la víbora había sido colocada por Zotulla, pero esto era algo que nadie podía afirmar con certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla, que era su único hijo, fue el emperador de Xylac y gobernó en la maldad, desde su trono de Ummaos. Era tiránico e indolente y estaba lleno de extraños vicios y crueldades, pero la gente, que también era malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero y los señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y los rojos soles y las lunas cenicientas continuaron pasando sobre Xylac, dirigiéndose al oeste, poniéndose en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como un río crecido más allá de la infame isla de Naat y se derrumbaba, formando una catarata tan ancha como el mundo, sobre el espacio exterior desde el lejano borde de la Tierra cortado a pico.

Se embruteció cada vez más y sus pecados eran como frutos hinchados que madurasen sobre un profundo abismo. Pero los vientos del tiempo soplaron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se reía rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus amantes y la historia de sus pecados viajó muy lejos y era relatada entre gentes de lejanos países como una maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias de Namirrha. Así sucedió que. en el año de la Hiena y en el mes de la estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a los habitantes de Ummaos. Por todas partes se veían carnes que habían sido cocinadas con especias exóticas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterráneos fuegos, eran servidos incansablemente a todos de urnas gigantescas. Estos provocaron una furiosa alegría y una locura digna de reyes, y después una somnolencia no menos profunda que la de la tumba.

Y uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores iban cayendo por las calles, casas y jardines, como si una plaga les hubiese alcanzado, y Zotulla dormía en el salón de banquetes de oro y ébano, con sus odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo Ummaos en el momento en que Sirius comenzaba a caer hacia el este.
Así fue como nadie vio u oyó la llegada de Namirrha. Pero cuando, muy avanzada la mañana siguiente, el emperador se despertó pesadamente, oyó un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces de aquellos de sus eunucos y mujeres que se habían despertado antes que él. Al preguntar el motivo, le dijeron que durante la noche había ocurrido un extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y el sopor, comprendió bastante poco sobre su naturaleza hasta que su concubina favorita, Obexah, le condujo al pórtico oriental del palacio, desde el que podía contemplar la maravilla con sus propios ojos. Ahora bien, el palacio se erguía en solitario en el centro de Ummaos, y al norte, oeste y sur, en amplias distancias, se extendían los jardines imperiales, llenos de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste había una amplia zona despejada, utilizada como una especie de patio entre el palacio y las mansiones de los nobles de más rango. En este espacio, que al atardecer había estado completamente vacío, se elevaba un edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol, con cúpulas que semejaban monstruosos hongos de piedra que hubiesen surgido durante la noche. Y las cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla, estaban construidas de mármol blanco como la muerte, mientras que la gigantesca fachada, con pórticos de muchas columnas y profundas galerías, estaba formada por zonas alternas de ónice negro como la noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de los dragones. Y Zotulla juró horriblemente, llamando numerosas blasfemias a los dioses y demonios de Xylac, y su confusión fue grande, considerando que aquello era la obra de un mago. Las mujeres se apiñaron a su alrededor, llorando con estridentes gritos de miedo y terror, y según se iban despertando, más y más de su cortesanos vinieron a engrosar el tumulto y los gordos castrados se estremecieron en sus túnicas doradas, como inmensas mermeladas negras en recipientes de oro. Pero Zotulla, recordando su poder como emperador de todo Xylac, intentó ocultar su propia agitación diciendo:

—¿Quién es éste que se ha atrevido a entrar en Ummaos como un chacal en la oscuridad y ha construido su impía guarida en la proximidad y a la vista de mi palacio? Id y preguntad el nombre del bribón; pero antes de ir, instruid al verdugo para que afile su espada, la que maneja con ambas manos.

Entonces, temerosos de la rabia del emperador si se demoraban, varios de los mayordomos se adelantaron de mala gana y se acercaron a la puerta del extraño edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas parecieron estar desiertas; después apareció en el umbral un esqueleto titánico, más alto que ningún ser humano, que se adelantó a encontrarlos con largas zancadas. El esqueleto vestía un taparrabos de seda escarlata con un broche de azabache y llevaba un turbante negro adornado de diamantes, cuya parte superior casi tocaba el alto dintel. En las profundas cuencas brillaban unos ojos que parecían señales de fuego, y una lengua ennegrecida, como la de alguien que lleva largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes, pero, por lo demás, no tenía ni una brizna de carne y los huesos resplandecían blancos al sol mientras se acercaba. Los mayordomos, en silencio, permanecieron ante él y no se oía otro sonido que los tintineos de sus cinturones dorados y el áspero crujido de la seda de sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos de los pies del esqueleto resonaron profundamente sobre el pavimento de ónice negro y pronunció, con voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:

—Regresad y decid al emperador Zotulla que Namirrha, vidente y mago, ha venido a vivir a su lado.

Al oír hablar al esqueleto como si hubiese sido un hombre vivo y escuchar el odiado nombre de Namirrha como el que escucha el toque a rebato que señala el fin de una ciudad, los mayordomos no pudieron soportarlo más y huyeron con desmañada rapidez para llevarle el mensaje a Zotulla.
Ahora bien, al saber quién era el que había venido a establecerse como su vecino en Ummaos, la ira del emperador se extinguió como una llama débil y fluctuante sobre la que hubiese soplado el viento de la oscuridad; y el vinoso color púrpura de sus mejillas se salpicó de una extraña palidez y no dijo nada, sino que sus labios se movieron oscuramente, como si estuviese rezando o maldiciendo. La noticia de la llegada de Namirrha pasó por el palacio y la ciudad como el vuelo de malvados pájaros nocturnos, dejando un horrible temor que residió en Ummaos de allí en adelante. Pues Namirrha, debido a la negra fama de sus actos milagrosos y a las espantosas entidades que le servían, se había convertido en un poder que ningún soberano secular se atrevía a desafiar, temiéndole los hombres en todas partes, de la misma forma que temían a los gigantescos y sombríos señores del Infierno y del espacio exterior. En Ummaos, la gente decía que había venido de Tasuun en el viento del desierto junto con sus servidores, tan rápido como la peste, y que, con la ayuda de los demonios, en una hora había erigido su casa al lado del palacio de Zotulla. Se decía que los cimientos de la casa descansaban sobre el adamantino núcleo del Infierno y que en sus pavimentos había agujeros por cuyo fondo ardían los fuegos interiores o por aonde podían verse pasar las estrellas por la noche del otro lado de la Tierra. Y los servidores de Namirrha y el abismo, y seres híbridos, locos y malvados que el impío hechicero había creado en uniones prohibidas. Los hombres evitaron la vecindad de su señorial casa y pocos, en el palacio de Zotulla, se atrevían a acercarse a las ventanas y galerías que daban a ella; el propio emperador no hablaba de Namirrha, pretendiendo ignorar al intruso, y las mujeres del harén murmuaban constantemente en un siniestro cotilleo que se refería a Namirrha y sus concubinas. Pero el hechicero no fue visto nunca por la gente de la ciudad, aunque algunos creían que salía cuando quería, arropado en la invisibilidad. Tampoco sus servidores fueron vistos, pero, algunas veces, un ulular como el de los condenados salía de las puertas, y a veces se oía una risotada seca, como si alguna imagen de adamanto se hubiese reído en alto; también a veces se oía un chasquido como el sonido de hielo roto en un infierno helado. Unas sombras vagas se movían por los pórticos cuando no había ni luz ni lámpara que las arrojase. y luces rojas y terribles aparecían y desaparecían en las ventanas al atardecer, como el parpadeo de unos ojos demoniacos. Lentamente, los soles del color de la brasa pasaban sobre Xylac y se apagaban en los lejanos mares. y las lunas cenicientas se ennegrecían cada noche al caer en el escondido golfo. Entonces, viendo que el mago no había traído ningún mal evidente y que nadie sufrió daños palpables por su presencia, la gente cobró ánimos y Zotulla bebió tanto y comió tan despreocupadamente como en su lujuria anterior; y el oscuro Thasaidón, príncipe de todos los vicios, fue el verdadero, aunque nunca reconocido, sehor de Xylac. Y con el tiempo, el pueblo de Xylac alardeó un poco de Namirrha y sus terribles milagros, de la misma forma que habían presumido de los regios pecados de Zotulla.

Pero Namirrha, al que todavía ninguna mujer ni hombre alguno pudieron ver sentado en las salas interiores de aquella casa que sus demonios le habían construido, daba vueltas y vueltas en sus pensamientos a la negra red de la venganza. Y en todo Ummaos no había nadie, ni siquiera entre sus compañeros de mendicidad, que se acordase del muchacho Narthos. Y la injusticia que Zotulla había cometido con Narthos, hacía tiempo, era la más pequeña de las crueldades que el emperador había olvidado. Entonces, cuando los temores de Zotulla estaban algo apaciguados y sus mujeres murmuraban menos a menudo sobre la vecindad del mago, ocurrió una nueva maravilla y un renovado terror. Porque un atardecer que se sentaba a la mesa del festín, rodeado por sus cortesanos, el emperador oyó un ruido como el de diez mil caballos con cascos de hierro que viniesen al galope por los jardines de palacio. A pesar de su creciente ebriedad, los cortesanos oyeron también el ruido y se sobresaltaron; el emperador se enfadó y envió a algunos de sus guardias para que inquiriesen la causa del escándalo. Pero al escudriñar los céspedes y parterres iluminados por la luna, los guardias no vieron ninguna forma visible, aunque el fuerte sonido del galope continuase todavía de un lado para otro. Parecía que un rebaño de sementales salvajes corriese ante la fachada del palacio, galopando y cabriolando tumultuosamente. Al ver y escuchar esto, los guardias fueron presa del terror y no se atrevieron a salir fuera, sino que volvieron junto a Zotulla. El propio emperador se despejó al oír esta historia y salió con gran agitación a presenciar el prodigio. Los invisibles cascos resonaron fuertemente sobre el pavimento de ónice durante toda la noche dejando marcadas sus profundas huellas sobre la hierba y las flores. Las hojas de las palmeras se agitaban en el calmado aire como apartadas por caballos a la carrera y era visible que los lirios de altos tallos y las exóticas flores de anchos pétalos estaban siendo pisoteadas. La ira y el terror anidaban juntos en el corazón de Zotulla, mientras permanecía en una galería sobre el jardín, escuchando aquel tumulto espectral y contemplando el daño hecho a sus preciosas plantaciones de flores. Las mujeres, los cortesanos y los eunucos se apretujaban a sus espaldas y ningún habitante del palacio pudo dormir, pero hacia el amanecer el clamor de los cascos se alejó en dirección a la casa de Namirrha.

Cuando la aurora estaba en su apogeo sobre Ummaos, el emperador salió al exterior, rodeado de sus guardias, y vio que las hierbas aplastadas y los rotos tallos estaban negros, como a causa del fuego, en el lugar donde habían caído los cascos. Sobre todo el césped y los parterres, las señales se marcaban con toda claridad, como las huellas de una gran manada de caballos, pero cesaban en el límite de los jardines. Y aunque todo el mundo pensaba que la visita había llegado de la casa de Namirrha, sobre los terrenos que formaban el frente de la morada del hechicero no había ninguna prueba de ello, porque aquí el césped estaba intacto.

—¡La peste caiga sobre Namirrha si es él quien ha hecho esto!—gritó Zotulla—. Porque, ¿qué daño le he hecho yo? En verdad que pondré mi pie sobre el cuello de ese perro y la rueda de la tortura le hará tanto bien como esos caballos del Infierno han hecho a mis lirios de Sotar del color de la sangre, a mis veteados iris de Naat y a mis orquídeas de Uccastrog, purpúreas como las señales del amor. Sí, aunque sea el virrey de Thasaidón sobre la Tierra y señor de los diez mil demonios, mi rueda le destrozará y el fuego pondrá la rueda al rojo vivo hasta que se quede tan negro como las flores calcinadas.

Así fanfarroneaba Zotulla, pero no daba órdenes para la ejecución de la amenaza y nadie en el palacio se movió hacia la casa de Namirrha. De la casa del mago no salió nadie, o, si algo lo hizo, no hubo ningún signo ni sonido visibles. Así pasó el día y llegó la noche, trayendo una luna ligeramente más oscura por los bordes. La noche fue tranquila, y Zotulla, sentado durante largo rato a la mesa del banquete, vació su copa de vino muchas veces. Lleno de ira, murmuraba nuevas amenazas contra Namirrha. La noche siguió adelante y no parecía que la visita fuera a repetirse. Pero a medianoche, cuando se encontraba en su aposento junto a Obexah, profundamente hundido en el sopor producido por el vino, Zotulla fue despertado por el monstruoso estruendo de unos cascos que corrían y cabriolaban en los pórticos del palacio y en las largas galerías. Toda la noche tronaron los cascos de un lado para otro resonando terriblemente bajo la bóveda de piedra, mientras Zotulla y Obexah, que los escuchaban, se acurrucaban juntos entre los cojines y las colchas; todos los ocupantes del palacio, despiertos y temerosos, oyeron el ruido, pero no se movieron de sus aposentos. Los cascos partieron repentinamente poco antes de la aurora, y después, durante el día, se encontraron sus huellas sobre las losas de mármol de los pórticos y las galerías; las señales eran incontables, profundarnente impresas y negras, como si estuvieran marcadas por medio del fuego.

Las mejillas del emperador se pusieron como el mármol veteado cuando vio los suelos estampados de cascos, y de allí en adelante el terror habitó con él, siguiéndole a las profundidades de sus borracheras, puesto que no sabía cuándo cesaría aquella persecución. Sus mujeres murmuraban y algunas deseaban escapar de Ummaos, y parecía que las fiestas del día y de la noche fuesen ensombrecidas por alas de mal aguero que proyectasen su sombra sobre el amarillo viento y velaran las lámparas de oro. Y hacia la medianoche, de nuevo fue el sueño de Zotulla interrumpido por los cascos que galopaban y corrían sobre el tejado del palacio y por todos los salones y corredores. Desde aquel momento hasta el amanecer, los cascos llenaron sordamente sobre las cúpulas más elevadas, como si el séquito de los dioses cabalgase por allí, trasladándose de un cielo a otro en tumultuosa cabalgata. Zotulla y Obexah, que yacían juntos mientras los terribles cascos iban de un lado para otro, en el salón que estaba delante de su aposento, no tuvieron ni ánimos ni deseos de pecar ni pudieron encontrar ningún consuelo en su proximidad. En la grisácea hora que precede a la madrugada, oyeron un ruido atronador sobre la atrancada puerta de bronce de su cámara, como si algún poderoso semental, encabritándose, hubiese tamborileado allí con sus patas delanteras. Poco rato después, los cascos se alejaron, dejando un silencio que parecía un interludio mientras se preparaba la tormenta final. Más tarde se encontraron por todas partes las señales de los cascos en los salones, estropeando los brillantes mosaicos. En las alfombras de hilo de oro, plata y escarlata había negros agujeros producidos por las quemaduras, y las altas y blancas cúpulas estaban marcadas como con la viruela; en la puerta de bronce de la cámara de Zotulla estaban profundamente marcadas las huellas de los cascos anteriores de un caballo.

Ahora bien, en Ummaos y en todo el país de Xylac ya era conocida la historia de estos prodigios y se consideraban como algo amenazador, aunque había diversas interpretaciones. Algunos sostenían que Namirrha los enviaba como una señal de su supremacía sobre todos los reyes y emperadores y algunos pensaban que el causante era un nuevo hechicero que había aparecido allá al este, en Tinarath, y deseaba suplantar a Namirrha. Y los sacerdotes de los dioses de Xylac sostenían que sus diversas deidades habían enviado las apariciones como una señal de que en los templos debían realizarse más sacrificios. Entonces Zotulla reunió a numerosos sacerdotes, magos y adivinos en el salón de audiencias, cuyo pavimento de jaspe y alqueca había sido penosamente estropeado por los invisibles cascos, y les pidió que averiguasen la causa de la aparición y encontrasen un modo de exorcizarla. Pero viendo que no llegaban a ningún acuerdo entre ellos, proveyó a las diversas sectas sacerdotales con sacrificios para sus varios dioses y los mandó marchar; los magos y adivinos, bajo amenaza de decapitación si se negaban, fueron enviados a visitar a Namirrha en su mágica morada para preguntarle, de su parte, si por casualidad era él quien estaba enviando aquello, o si era obra de algún otro.

Abatidos quedaron los magos y adivinos que temían a Namirrha y no se atrevían a penetrar en los aterradores misterios de su oscura mansión. Pero los soldados del emperador les empujaron hacia delante, levantando sus grandes espadas curvas contra ellos cuando vacilaban, así que, uno a uno, en inseguro orden, la delegación fue hacia la puerta de Namirrhay se desvaneció en la casa construida por el demonio. Antes del atardecer regresaron junto al emperador, pálidos, balbucientes e inquietos, como hombres que han visto el infierno y contemplado su propio destino. Dijeron que Namirrha les recibió cortésmente y les había enviado de vuelta con este mensaje:

—Que sepa Zotulla que la aparición es en recuerdo de algo que él ha olvidado y la razón de esto le será revelada en la hora preparada y dispuesta por el destino. Y esa hora se acerca, porque Namirrha invita al emperador y a toda su corte a un gran banquete mañana por la tarde. Habiendo entregado este mensaje, ante la consternación y asombro de Zotulla, la delegación pidió licencia para retirarse. Aunque el emperador les interrogó minuciosamente, parecían poco dispuestos a relatar las circunstancias de su visita a Namirrha, y tampoco quisieron describir la famosa casa del hechicero, excepto en una forma vaga, contradiciéndose unos a otros en lo que decían haber visto. Por tanto, y después de un rato, Zotulla les mandó marchar; cuando se hubieron ido, estuvo cavilando durante largo tiempo sobre la invitación de Namirrha, que era algo que no se atrevía a rechazar, pero temía aceptar. Aquella noche bebió todavía más abundantemente que de costumbre y durmió como un muerto sin que ningún ruido de cascos galopando sobre el palacio le despertara. Durante la noche, los magos y profetas salieron silenciosamente de Ummaos como sombras furtivas y nadie les vio partir; por la mañana todos habían salido de Xylac hacia otros países para no regresar nunca...

Aquella misma noche, Namirrha estaba sentado a solas en el gran salón de su casa. habiendo despedido a los sirvientes que le atendían de ordinario. Ante él, y en un altar de azabache, estaba la oscura y gigantesca estatua de Thasaidón, que un escultor engendrado por los demonios había esculpido en tiempos antiguos para un malvado rey de Tasuun llamado Pharnoc. El archidemonio estaba representado por la forma de un guerrero cubierto totalmente por la armadura. que elevaba una maza de pinchos como en una batalla heroica. Durante largo tiempo, la estatua había estado en el palacio de Pharnoc enterrado en el desierto y cuyo mismo emplazamiento era disputado por los nómadas; Namirrha, gracias a su arte adivinatorio, lo encontró, y había llevado la infernal imagen a vivir con él por siempre desde entonces. A menudo, Thasaidón pronunciaba oráculos para Namirrha y le contestaba sus preguntas por boca de la estatua. Ante la imagen de armadura negra colgaban siete lámparas de plata forjadas con la forma de los cráneos de los caballos y las llamas salían incesantemente, azules, purpúreas y escarlatas, de sus cuencas. Su luz era salvaje y lúgubre y el rostro del demonio, mirando bajo el casco, mostraba sombras equívocas y malignas que cambiaban y saltaban eternamente. Sentado en su silla de forma de serpiente, Namirrha contemplaba siniestramente la estatua con un profundo surco entre los ojos, porque le había pedido una cosa a Thasaidón, y el enemigo, contestando a través de la estatua, se la negó. La rebelión crecía en el corazón de Namirrha, que, enloquecido por el orgullo, se consideraba a sí mismo señor de todos los hechiceros y gobernante por derecho propio entre los príncipes diabólicos. Así pues, y tras largo cavilar, repitió su petición con voz fuerte y altanera, como quien se dirige a su igual, más que como alguien que lo hace al todopoderoso soberano al que ha jurado fidelidad hasta la muerte.

—Yo te he ayudado en todo hasta este momento —dijo la imagen, con acentos secos y sonoros que resonaban metálicamente en las siete lámparas plateadas—. Sí, los gusanos eternos del fuego y la oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada y las alas de los genios interiores se han elevado hasta ocultar el sol cuando tú les llamaste. Pero, en verdad, no te ayudaré en esta venganza que has planeado, porque el emperador Zotulla no me ha ofendido nunca y me ha servido bien, aunque inconscientemente, y los habitantes de Xylac, debido a sus vicios, no son los menos importantes de sus adoradores en la Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú vivieses en paz con Zutulla y olvidases esta antigua ofensa infligida al mendigo Narthos cuando era un muchacho. Porque los caminos del destino son extraños y la forma en que actúan sus leyes está algunas veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida habría sido distinta y la fama y renombre de Namirrha hubiesen yacido en el olvido como un sueño no imaginado. Sí, tú serías todavía un mendigo de Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendigo y nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías convertido en discípulo del sabio y erudito Ouphaloc, y yo, Thasaidón, hubiese perdido el más poderoso de todos los nigromantes que han aceptado servirme y han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Namirrha, y considera estas cosas, porque, aparentemente, nosotros dos estamos en deuda con Zotulla y le debemos gratitud por haberte pisoteado con su caballo.

—Sí, estoy en deuda con él —gruñó Namirrha implacable—, y en verdad que mañana pagaré la deuda, en la forma en que había planeado... Existen aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a mi llamada, aun a pesar tuyo.
—No es bueno enfrentarte conmigo —dijo la imagen, tras un intervalo—, y tampoco es bueno llamar a aquellos que has insinuado. Sin embargo, veo claramente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso, testarudo y vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero no me culpes por el resultado.

Después de esto, en el salón donde Namirrha se sentaba ante el ídolo se hizo el silencio y las llamas se consumieron oscuramente cambiando de colores sobre las lámparas de forma de cráneo mientras las sombras huían y regresaban sin detenerse sobre los rostros de la estatua y de Namirrha. Después, hacia la medianoche, el hechicero se levantó y ascendió por numerosos escalones en espiral hasta llegar a una alta cúpula en la casa donde había una única y pequeña ventana redonda, que permitía contemplar las constelaciones. La ventana estaba dispuesta en lo más alto de la cúpula, pero Namirrha había conseguido, por medio de su magia, que una entrada junto a la última vuelta de la escalera pareciese descender repentinamente en lugar de subir para, alcanzando el peldaño final, mirar hacia abajo por la ventana, mientras las estrellas pasaban bajo él en una corriente vertiginosa. Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto en el mármol, y el panel circular retrocedió sin ningún sonido. Después, yaciendo de espaldas sobre el curvado interior de la cúpula, con el rostro sobre el abismo y su larga barba colgando rígida en el espacio, susurró versos más antiguos que la raza humana y habló con ciertos seres que no pertenecían ni al infierno ni a los elementos mundanos y cuya invocación era más terrible que los genios infernales o los demonios de la tierra, aire, agua y fuego. Desafiando la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos,mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces y la escarcha se amontonaba pálida sobre su oscura barba a causa del frío que producía su aliento al inclinarse sobre la tierra.

Lento y renuente f,ue el despertar de Zotulla del sopor del vino; antes de abrir los ojos, la luz del día se vio envenenada para él por el pensamiento de aquella invitación que temía aceptar o rechazar. Pero habló con Obexah, diciendo:

—Después de todo, ¿quién es este perro hechicero para que yo tenga que obedecer sus invitaciones como un mendigo al que algún gran señor manda llamar de la calle?
Obexah, una muchacha de piel dorada y ojos oblicuos, procedente de Uccastrof, la isla de los Torturadores, observó sutilmente al emperador, y dijo:
—Oh, Zotulla, eres tú quien debe aceptar o rehusar, según lo que estimes apropiado. Y, en realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac, el ir o el quedarse es un asunto sin importancia, puesto que nada puede poner en entredicho tu sobernía. Por tanto, ¿por qué no ir?
Obexah, aunque temerosa del mago, sentía curiosidad con respecto a aquella casa construida por el demonio, de la que tan poco se sabía, y además, según es característico de las mujeres, deseaba contemplar al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto era sólo una leyenda en Ummaos, traída de muy lejos.
—En lo que dices hay algo de razón —admitió Zotulla—. Pero un emperador debe, en su conducta, tener siempre en cuenta el bien público, y hay asuntos de estado que no se puede esperar que entienda una mujer.

Así pues, más tarde, por la mañana, después de un desayuno amplio y bien remojado, llamó a sus mayordomos y cortesanos y les pidió consejo. Algunos le aconsejaron que ignorase la invitación de Namirrha y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que un mal más grave que el pisoteo de unos cascos fantasmales fuese enviado sobre la ciudad y el palacio. Entonces llamó ante sí a la reunión de todos los sacerdotes e intentó volver a llamar a aquellos magos y adivinos que habían escapado sigilosamente durante la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que respondiese al grito de su nombre por las calles de Ummaos, y esto causó una cierta maravilla. Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que antes y abarrotaron el salón de audiencias, de forma que las barrigas de los que estaban delante chocaban contra el estrado imperial y las nalgas de los de atrás se aplastaban contra la pared y los pilares del fondo. Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez anterior, que Namirrha no tenía nada que ver con las apariciones, y su invitación, dijeron, no suponía daño ni amenaza alguna contra el emperador; estaba claro, según los términos del mensaje, que el mago pronunciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un verdadero archimago, este oráculo confirmaría su propia sabiduría sagrada, establecería la fuente divina de la aparición y de nuevo los dioses de Xylac serían glorificados.

Tras escuchar el consejo de los sacerdotes, el emperador dio instrucciones nuevamente a sus tesoreros para que les llenasen de nuevas ofrendas, y los sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las delegadas bendiciones de sus varios dioses sobre Zotulla y su corte. El día continuó y el sol pasó nuevamente por el meridiano, cayendo lentamente más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde que estaban formados por desiertos que limitaban con el mar. Zotulla continuaba irresoluto y llamó a sus coperos, pidiéndoles que le sirviesen de la cosecha más fuerte y magistral, pero no halló en el vino ni la certeza ni la decisión. Entonces, una comitiva de altas momias cubiertas con vendas regias color púrpura y escarlata, y llevando coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró en el salón, caminando una detrás de otra. Tras la comitiva, y a manera de servidores, venían unos esqueletos gigantes vestidos con taparrabos de brillante color naranja y con la parte superior del cráneo cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y ébano que se habían enrollado allí a manera de turbante. Las momias se inclinaron ante Zotulla, diciéndole con voz fina y seca:

—Nosotros, que en tiempos antiguos hemos sido reyes del gran país de Tasuun, hemos sido enviados como guardia de honor del emperador Zotulla para atenderle como es propio cuando se dirija al banquete preparado por Namirrha.
Después hablaron los esqueletos, entre secos chasquidos de dientes y produciendo silbidos semejantes al aire, atravesando desgastadas mamparas de marfil.
—Nosotros, que hemos sido guerreros gigantes de una raza olvidada, somos enviados también por Namirrha para que la corte del emperador Zotulla esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y vaya acompañada del séquito que le corresponde y es apropiado.

Presenciando estos prodigios, los coperos y otros servidores se protegieron en el estrado imperial o se ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla, cuyas pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre, con la cara abotargada y espectralmente pálida. permanecía inmóvil sobre el trono, sin poder pronunciar ni una palabra de réplica a los ministros de Namirrha. Entonces las momias se adelantaron y dijeron con polvorientos acentos:

—Todo está listo y el banquete aguarda la llegada de Zotulla.
Las vendas de las momias se agitaron y se abrieron por delante; pequeños monstruos roedores del color del betún, con ojos semejantes a rubíes malditos, aparecieron en los roídos corazones de las momias como las ratas en sus agujeros y chillaron estridentemente repitiendo las palabras en lenguaje humano. A su vez, los esqueletos repitieron la solemne frase y las serpientes azafranes y negras silbaron desde sus cráneos, y repitieron, por último, las palabras con siniestro alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y de forma dudosa que Zotulla no había visto hasta entonces y que estaban sentadas detrás de las costillas de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de mimbre blanco. Como un durmiente que obedece la fatalidad de los sueños, el emperador se levantó del trono y se adelantó; las momias le rodearon como una escolta. ¡Cada uno de los esqueletos sacó de los pliegues amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas flautas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron a tocar una melodía dulce, siniestra y mortal, mientras el emperador salía de palacio. En la música había un hechizo fatal, porque los mayordomos, las mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron arrancados como una procesión de noctámbulos de las habitaciones y alcobas donde se habían vanamente ocultado. Dirigidos por los flautistas, siguieron a Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver aquella numerosa compañía dirigiéndose a la casa de Namirrha con un cortejo de reyes muertos a su alrededor y el aliento de los esqueletos temblando horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla no se sintió muy consolado cuando vio a su lado a la muchacha Obexah moviéndose, como él mismo, en un éxtasis de involuntario horror, con el resto de las mujeres siguiéndola de cerca.

Al acercarse a las abiertas puertas de la casa de Namirrha, el emperador vio que estaban guardadas por grandes cosas de barbillas carmesí, mitad humanas mitad dragones, que se inclinaron ante él, rozando sus barbillas como escobas ensangrentadas contra las losas de oscuro ónice. El emperador pasó con Obexah entre los rústicos monstruos, con las momias, los esqueletos y su propia gente a sus espaldas formando una extraña comitiva, y entró en un amplio salón de muchas columnas, donde la luz del día, penetrando tímidamente, era dominada por la siniestra y arrogante claridad procedente de un millar de lámparas. Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió maravillado de la amplitud de la cámara, que difícilmente odía reconciliar con las medidas exteriores de la mansión, aunque éstas, indudablemente, fueran de una amplitud palaciega. Le parecía contemplar grandes salas sostenidas por columnas a las que no se veía el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de amontonadas viandas y urnas de vino dispuestas en hilera que se extendían a lo lejos en la distancia, en una penumbra luminosa como la de una noche estrellada. En los amplios intervalos entre las mesas, los sirvientes de Namirrha iban de un lado para otro incesantemente, como si una fantasmagoría de pesadillas hubiera cobrado cuerpo delante del emperador. Regios cadáveres con túnicas de brocado podridas por el tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de gusanos, servían un vino color de sangre en copas fabricadas con el opalescente cuerno de los unicornios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro pechos entraban con humeantes fuentes sostenidas en alto por sus garras broncíneas. Demonios de cabeza de perro con la lengua en llamas corrían a ofrecerse como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla y Obexah apareció un curioso ser con las opulentas caderas y extremidades inferiores de una enorme mujer negra y los mondos huesos de algún mitónico mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a entender, por medio de ciertos indescriptibles chasquidos de los huesos de sus dedos, que el emperador y su odalisca le siguieran.

Verdaderamente, a Zotulla le dio la impresión de haber recorrido una larga distancia por alguna maligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de aquella inmensidad de mesas y columnas por la que les había conducido el monstruo. Aquí, en el extremo de la habitación, y separado de los demás, se sentaba Namirrha solo en una mesa, con las llamas de las siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardiendo incesantemente a sus espaldas y la negra imagen de Thasaidón en su armadura dominándolo todo desde el altar de azabache a su derecha. Algo separado del altar había un espejo de diamante, sostenido por las garras de unos basiliscos de hierro. Namirrha se puso en pie para saludarles, observando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en las ojeras formadas en extrañas y aterradoras vigilias. Sus labios eran como un sello rojo pálido sobre un pergamino del destino cerrado. Su barba flotaba rígida sobre la parte delantera de su túnica bermellón, dividida en bucles negros y aceitosos como una masa de serpientes negras y tiesas. Zotulla sintió que la sangre se le detenía y espesaba en su corazón, como congelándose hasta formar hielo. Obexah, mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida y asustada por el visible horror que emanaba de este hombre, y le rodeaba de la misma forma que la realeza a un rey. Pero a pesar de su miedo tuvo tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en su relación con las mujeres.

—Te doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitalidad como puedo ofrecerte —dijo Namirrha con el férreo sonido de alguna oculta campana fúnebre en su profunda voz—. Por favor, sentaos a mi mesa.

Zotulla vio que enfrente de Namirrha había sido dispuesta una silla de ébano para él, y que otra silla, menos majestuosa e imperial, había sido colocada a la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y Zotulla vio que su gente se sentaba a su vez a otras mesas a través del enorme salón, con los espantosos servidores de Namirrha sirviéndoles atareadamente, como los demonios atienden a los condenados. Entonces Zotulla percibió que una mano oscura y parecida a la de un cadáver le servía vino en una copa de cristal y que la mano llevaba el anillo con el sello de los emperadores de Xylac: un monstruoso ópalo de fuego en la boca de un murciélago de oro, un anillo idéntico al que el propio Zotulla llevaba perpetuamente sobre el dedo índice. Volviéndose, vio a la derecha una figura que mostraba gran semejanza con su padre, Pithaim, después de que el veneno de la víbora, esparciéndose por todo su cuerpo, hubiese dejado detrás la purpúrea hinchazón de la muerte. Zotulla, que había ordenado que la serpiente fuese colocada en la cama de Pithaim, se acurrucó en su asiento y tembló con un terror culpable. Y la cosa que se parecía a Pithaim, fuese cadáver, fantasma, o una imagen producida por los encantamientos de Namirrha, iba y venía a espaldas de Zotulla, sirviéndole con dedos negros e hinchados que nunca vacilaban. Con horror advirtió sus ojos saltones, que miraban sin ver su lívida boca purpúrea cerrada con el rigor de un silencio mortal, y la víbora moteada que, a intervalos, aparecía con helados ojos por su manga cuando se inclinaba sobre él para rellenar su copa o servirle de carne. Y confusamente, entre la helada niebla de su terror, el emperador vio la forma de sombría armadura, como una réplica animada de Thasaidón, que Namirrha, en su blasfemia, había conjurado para que le sirviese. Vagamente, y sin comprender, vio el terrible servidor que revoloteaba al lado de Obexah un cadáver sin ojos y sin piel en la imagen de su primer amante, un muchacho de Cyntrom que había sido lanzado a la costa de la isla de los Torturadores por un naufragio... Allí lo había encontrado Obexah yaciendo bajo la marea, y reviviendo al muchacho, lo había escondido durante cierto tiempo en una caverna secreta para su propio placer, llevándole comida y bebida. Más tarde, cansado, le había traicionado a los Torturadores y obtenido un nuevo deleite con los diversos suplicios y torturas que le infligiera antes de morir aquella gente cruel y perniciosa.

—Bebed —dijo Namirrha, sorbiendo un extraño vino que era rojo y oscuro como los desastrosos atardeceres de los años perdidos.
Y Zotulla y Obexah bebieron de aquel vino sin sentir después ningún calor en sus venas, sino un frío como cuando la cicuta se acerca lentamente al corazón.
—En verdad, es un vino muy bueno —dijo Namirrha—, y muy apropiado para brindar por nuestro conocimiento, porque fue enterrado hace largo tiempo en ánforas de sombrío jaspe de forma de urnas funerarias, junto a los muertos de la familia real, y mis vampiros lo encontraron cuando fueron a excavar en Tasuun.
Entonces la lengua de Zotulla se heló en su boca, como se hiela una mandrágora aprisionada por la escarcha en el suelo del invierno, y no encontró respuesta a la cortesía de Namirrha.
—Os ruego que probéis esta carne —continuó Namirrha—, pues es muy escogida, proviene de los jabalíes salvajes que los torturadores de Uccastrog alimentan con los destrozados restos de sus ruedas y parrillas, y además, mis cocineros los han condimentado con los poderosos bálsamos de la tumba, rellenándolos con corazones de víboras y lenguas de cobras negras.

El emperador no pudo decir nada, y hasta Obexah permaneció en silencio, fuertemente turbada en su lujuria por la presencia de aquella cosa despellejada y penosa que se parecía a su amante de Cyntrom. Y su temor al nigromante aumentó prodigiosamente, porque su conocimiento de este crimen antiguo y olvidado y la aparición del fantasma le parecían una magia más siniestra que todo lo demás.

—Bien, me temo que encontréis la comida sin sabor y el vino sin fuego. Así pues, para animar nuestro banquete llamaré a mis cantantes y músicos.

Pronunció una palabra desconocida para Zotulla y Obexah, que sonó por el enorme salón como si mil voces a la vez la hubiesen pronunciado y prolongado. Pronto aparecieron los cantantes, que eran vampiros con largos colmillos amarillos llenos de hilachas de carroña curvándose por encima de sus quijadas y haciendo con la boca gestos de hiena a la compañía. Detrás entraron los músicos, algunos de los cuales eran demonios machos caminando erectos sobre los cuartos traseros de negros sementales y pulsando con dedos blancos de gorila liras fabricadas con huesos y tendones de los caníbales de Naat; otros eran apastelados sátiros que arrimaban sus rejillas cabrunas a óboes fabricados con los fémures de brujas jóvenes y a gaitas hechas con la piel del pecho de reinas negras y el cuerno del rinoceronte. Se inclinaron ante Namirrha con grotesca ceremonia. Después, sin dilación, las hembras vampiro comenzaron un ulular de lo más doloroso y execrable, como el de los chacales que han olfateado la carroña, y los sátiros y los demonios tocaron un lamento que era como el gemido de los vientos del desierto en los harenes de perdidos palacios. Zotulla se estremeció, pues el canto le helaba hasta el tuétano y la música introducía en su corazón una desolación semejante a la de imperios derrumbados y pisoteados por los férreos cascos del tiempo. Al mismo tiempo, y entre aquella siniestra música, le pareció oír el chirrido de la arena en los jardines marchitos y el rumor del viento entre la seda podrida en lechos de desaparecida lujuria y el silbido de las serpientes enroscadas entre los bajos fustes de destrozadas columnas. Y la gloria que había sido Ummaos parecía alejarse como las columnas voladoras del simún.

—Una espléndida melodía—dijo Namirrha cuando la música cesó y las vampiras dejaron de ulular—. Pero, en verdad, temo que encontréis algo aburrido mi espectáculo. Por tanto, mis bailarines danzarán para vosotros.

Se volvió hacia el gran salón y describió en el aire un signo enigmático con los dedos de la mano derecha. En respuesta, una incolora niebla descendió desde el alto techo y, durante un breve intervalo, ocultó la sala como una cortina. Detrás se oyó una babel de sonidos, confusos y sofocados, y el grito de unas voces débiles como si estuvieran lejanas. Después el vapor desapareció y Zotulla vio que las sobrecargadas mesas habían desaparecido. En los amplios espacios entre las columnas, los habitantes de su palacio, mayordomos, eunucos, cortesanos, odaliscas y todos los demás, yacían sobre el suelo atados con correas, como innumerables aves de precioso plumaje. Sobre ellos hacía piruetas una cuadrilla de esqueletos con ligeros chasquidos de los huesos de los pies y una banda de momias saltaba rígidamente mientras otras criaturas de Namirrha se agitaban con monstruosas cabriolas, siguiendo todos la música de los flautistas y arpistas del nigromante. Saltaban de un lado a otro sobre los cuerpos de la gente del emperador a los sones de una siniestra zarabanda. Con cada salto se hacían más altos y pesados, hasta que las saltarinas momias fueron como las momias de Anakim, y los esqueletos tuvieron huesos de coloso, al tiempo que la música se elevaba ahogando los débiles gritos de los servidores de Zotulla. Los danzarines, cuyos pies atronaban la habitación, crecieron todavía más, perdiéndose entre las sombras de la bóveda en medio de las vastas columnas; aquellos sobre los que danzaban eran como uvas que se pisan en otoño durante la vendimia y el suelo se cubrió de un espeso mosto sanguíneo. Como un hombre que se ahoga en un horrible pantano rodeado por la oscuridad, el emperador oyó la voz de Namirrha:

—Tengo la impresión de que no os placen mis bailarines. Así pues, ahora os presentaré un espectáculo verdaderamente regio. Levantaos y seguidme, porque el espectáculo es tal que se necesita un imperio como escenario.

Zotulla y Obexah se levantaron de sus sillas al estilo de los sonámbulos. Sin dirigir una mirada hacia los espectrales servidores o al salón donde los bailarines continuaban rebotando, siguieron a Namirrha a una alcoba detrás del altar de Thasaidón. Allí, junto a las escaleras que se enroscaban hacia arriba, se acercaron a una amplia y alta galería que daba al palacio de Zotulla y miraron a lo lejos sobre los tejados de la ciudad, hacia el punto donde se ponía el sol. Aparentemente habían pasado varias horas en aquel banquete y espectáculo propios del infierno, porque el día se acercaba a su fin, y el sol, que había desaparecido de la vista por detrás del palacio imperial, bañaba los vastos cielos con rayos ensangrentados.

—Mirad —dijo Namirrha, añadiendo un extraño vocablo ante el cual la piedra del edificio resonó como si fuera un gong.

La galería se tambaleó ligeramente y Zotulla, mirando por la balaustrada, vio los tejados de Ummaos empequeñecerse y hundirse bajo él. La galería parecía volar hacia el cielo a una altura prodigiosa y contempló desde arriba las cúpulas de su propio palacio, las casas, detrás los campos cultivados y el desierto, y el gigantesco sol que estaba bajo sobre el límite del desierto. Zotulla se mareó y los fríos vientos del cielo superior soplaron a su alrededor. Pero Namirrha dijo otra palabra y la galería detuvo su ascenso.

—Mira bien—dijo el nigromante—, el imperio que fue tuyo, pero que no lo será ya más.
Entonces, con los brazos abiertos hacia el atardecer y los mares más allá, pronunció en voz alta los doce nombres que eran la máxima perdición, y después la tremenda invocación: Gna padambis devompra thungis furidor avoragomon. Instantáneamente, fue como si grandes nubes de ébano se amontonasen sobre el sol. Alineadas sobre el horizonte, la nubes tomaron la forma de colosales monstruos cuyas cabezas y miembros recordaban ligeramente las de los caballos. Alzándose terriblemente, hollaron el sol como si fuese una brasa extinguida, y corriendo como si estuviesen en un hipódromo de Titanes, crecieron y se agigantaron acercándose a Ummaos. Les precedían profundos rumores que presagiaban calamidad y la tierra tembló visiblemente, hasta que Zotulla vio que aquello no eran nubes inmateriales, sino formas reales dotadas de vida que venían a pisotear el mundo con amplitud macrocósmica. Proyectando sus sombras a muchas leguas de distancia, los caballos cargaron contra Xylac como si estuviesen montados por demonios y sus cascos se abatieron sobre los lej anos oasis y ciudades del desierto exterior como riscos desprendidos de una montaña. Llegaron como el remolino en espiral de una tormenta y pareció como si el mundo se hundiese en el mar, volcándose bajo su peso. Inmóvil como un hombre, convertido en mármol, Zotulla contemplaba la ruina que asolaba su imperio. Los gigantescos sementales se acercaron más, corriendo con una velocidad inconcebible; el atronar de su galope se hizo más fuerte, pues ahora comenzaban a asolar los verdes campos y plantaciones de frutales que se extendían a muchas millas al oeste de Ummaos. La sombra de los caballos se elevó como la siniestra oscuridad de un eclipse hasta cubrir Ummaos, y mirando hacia arriba, el emperador vio sus ojos a medio camino entre la tierra y el cenit, como soles trágicos que brillasen desde arremolinados cúmulos.

Entonces, en la espesa oscuridad y por encima de aquel trueno insufrible, oyó la voz de Namirrha, gritando con loco triunfo.

—Sabe, Zotulla, que he llamado a los caballos de Thamogorgos, señor del abismo. Y los caballos pisotearán tu imperio como tu palafrén atropelló y pisoteó hace ya tiempo a un muchacho mendigo llamado Narthos. Y entérate también de que yo, Namirrha, fui aquel muchacho

Y los ojos de Namirrha, que mostraban una vanagloria de locura y tragedia, ardieron como estrellas malignas y desastrosas en la hora de su culminación. Para Zotulla, totalmente aplastado por el horror y el tumulto, las palabras del nigromante no fueron más que estridentes y chillonas notas de la tempestad del destino; no las comprendió. Los cascos descendieron sobre Ummaos con terrible fragor, resquebrajando tejados sólidamente construidos y hendiendo y derrumbando instantáneamente poderosos muros. Las hermosas cúpulas de los templos fueron aplastadas como las conchas de haliotis; mansiones orgullosas fueron rotas y destrozadas contra el suelo como calabazas, y la ciudad fue arrasada, casa por casa, con un estruendo como de mundos golpeados por el caos. Allá abajo, en las oscuras calles, hombres y camellos huían como hormigas a la carrera, pero no pudieron escapar. Los cascos bajaron y subieron implacablemente hasta que media ciudad estuvo destruida y la noche lo inundó todo. El palacio de Zotulla fue pisoteado; entonces las patas delanteras de los animales se encontraron al borde de la galería de Namirrha y sus cabezas sobresalieron aterradoramente por encima. Parecía que fuesen a alcanzar y pisotear la casa del nigromante, pero en ese momento se dividieron a derecha e izquierda y dejaron ver el doloroso resplandor del ocaso, siguiendo su camino y arrasando aquella parte de Ummaos que estaba al este. Zotulla, Obexah y Namirrha contemplaron los fragmentos de la ciudad como si vieran un estercolero lleno de guijarros, mientras oían el clamor fatal de los cascos alejarse hacia el Xylac oriental.

—Un hermoso espectáculo —comentó Namirrha. Después, volviéndose hacia el emperador, añadió malignamente—: Sin embargo, no creas que he terminado contigo o que el destino se ha consumado ya.

Aparentemente, la galería había descendido a su elevación primitiva, que todavía estaba a majestuosa altura sobre las fragmentadas ruinas. Namirrha agarró al emperador por el brazo y le condujo de la galería a una cámara interior mientras Obexah le seguía en silencio. El corazón del emperador estaba oprimido por el paso de tantas calamidades y la desesperación pesaba como un pestilente íncubo sobres los hombros de un hombre perdido en algún país de noches malditas. Y no advirtió que en el umbral de la cámara había sido separado de Obexah y que varias criaturas de Namirrha, apareciendo como sombras, obligaron a la muchacha a bajar con ellos por unas escaleras, sofocando sus gritos con sus podridas vendas mientras descendían a otra parte de la casa. La habitación era la que Namirrha utilizaba para sus ritos y ceremonias más nefandas. Los rayos de las lámparas que la iluminaban eran amarillo-rojizos como sanies de demonio derramado y fluían por aludes, crisoles, alambiques y atanores negros cuyos propósito apenas podría ser pronunciado por un hombre mortal. El hechicero calentó en uno de los alambiques un líquido oscuro lleno de luces frías como las estrellas, mientras Zotulla miraba sin comprender. Cuando el líquido burbujeó y desprendió una espiral gaseosa, Namirrha lo destiló en copas de hierro bordeadas de oro y le dio una a Zotulla, quedándose él con la otra. Y le dijo con voz seca e imperativa.

—Te ordeno que bebas este líquido.
Zotulla, temiendo que la bebida estuviese envenenada, vaciló. El nigromante le miró mortalmente, y le gritó:

—¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo?—y a continuación acercó la copa a sus labios.
Así, el emperador bebió el licor, como impulsado por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue como Si el emperador muriese y su alma flotase libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz azafrán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo también, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos copas caídas. En este estado contempló algo extraño: al rato su propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el del nigromante permanecía inmóvil como la muerte. Zotulla contempló sus propios rasgos y su figura con el corto manto de brocado azul sembrado de perlas negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él, aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una maldad mayor de los que eran característicos en él. Entonces, sin oídos corpóreos. Zotulla oyó hablar a la figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha, diciendo:

—Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo lo que yo te mande. Zotulla siguió al hechicero como una sombra invisible y los dos descendieron por las escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de negra armadura, mientras las siete lámparas en forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concubina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de estremecer su saciado corazón, atada con correas a los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que había formado grandes charcos entre las columnas.

Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del emperador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:

—Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza para liberarte ni para moverte en forma alguna.

Totalmente obediente a la voluntad del nigromante, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si se encontrase en el interior de un rígido sarcófago; miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos que se escondían bajo el esculpido casco. Mirando así, pudo contemplar el cambio que sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica posesión de Namirrha, porque las piernas que salían por debajo del corto manto de color azul se habían convertido, repentinamente, en las patas traseras de un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía humo. Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a Obexah caminando altivamente sobre el negro altar, y dejando tras sí huellas humeantes. Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que eran estanques de helado horror, levantó uno de los relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo, entre las diminutas copas de filigrana de oro adornadas de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo en el infierno el alma de algún nuevo condenado y el casco resplandeció con intolerable brillantez, como si estuviese recién salido de un horno donde se forjasen las armas de los demonios.

En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en la imagen de adamanto, se despertó la hombría que había dormitado inconsciente ante la ruina de su imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente, surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas poderse servir de su brazo derecho y tener una espada en la mano. Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y terrible hablaba dentro de él, como si la propia estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la voz le dijo:

—Yo soy Thasaidón, señor de los siete infiernos bajo la tierra y de los infiernos del corazón del hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas con la estatua que se me parece a la manera en que el alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza y golpea.

Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su interior y de estar rodeado por unos músculos gigantescos que se estremecían de poder y respondían ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada mano derecha el mango de la gigantesca maza de pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le pareció un peso agradable. Entonces, elevando la maza como un guerrero en una batalla, golpeó aterradoramente aquella cosa impía que tenía su propio cuerpo unido a las patas y cascos de un caballo demoniaco. La cosa se derrumbó al instante y yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante azabache. Las patas temblaron un poco y después se inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose lentamente. Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido, excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida por el dolor y el terror de todos los prodigios que había presenciado. Después, la terrible voz de Thasaidón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma con aquellos gritos.

—Vete, porque no puedes hacer nada más.
Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad de la nada y del olvido. Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado, ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confusamente, no en la forma que el mago había planeado, a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los rituales malditos y las transmigraciones prohibidas. Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible confusión en su mente y una amnesia parcial porque la maldición de Thasaidón había caído sobre él a causa de sus blasfemias. Nada había claro en su mente, excepto un maligno y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por aquel oscuro ánimo, se levantó, y ciñéndose a la cintura una espada encantada con ópalos y zafiros rúnicos en la empuñadura, descendió por las escaleras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde continuaba la estatua tan impasible como antes, con la maza en su inmóvil mano derecha y el doble sacrificio debajo sobre el altar.

El velo de una extrañísima oscuridad había caído sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de patas de caballo que yacía muerto con los cascos ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las variables redes del engano, tomó el rostro por el del emperador Zotulla. Insaciable como las mismas llamas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el reflejo. A veces, a causa de la maldición que había caído sobre él y de la impía transmigración que había realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigromante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era Namirrha luchando contra el emperador; después, sin tener un nombre, luchó contra un enemigo sin nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba templada por conjuros formidables, se rompió cerca de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras medio olvidadas de una tremenda maldición, invalidada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la pesada empuñadura de la espada, hasta que los zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.

Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha batallando contra su imagen, y el espectáculo le produjo una risa enloquecida como el roto repique de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como el rugido de una tormenta que surge velozmente, el estruendo producido por los caballos macrocósmicos de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y pasando por Ummaos para arrasar la única casa que habían perdonado la primera vez.


El jardinero. E.F. Benson (1867-1940)

Durante las vacaciones dos amigos míos, Hugh Grainger y su esposa, habían alquilado durante un mes la casa en la que íbamos a presenciar esas extrañas manifestaciones, y cuando recibí la invitación para pasar con ellos quince días les devolví una respuesta afirmativa y entusiasta. Conocía ya muy bien esa agradable zona rural cubierta de brezales, y todavía era más íntimo mi conocimiento de los riesgos sutiles de su atractivo campo de golf. Me habían dado a entender que el golf nos ocuparía el día entero a Hugh y a mí, por lo que Margaret no se vería nunca obligada a tocar los instrumentos con los que se practicaba ese juego que tanto detestaba...

Todavía había luz cuando llegué allí, y como mis anfitriones estaban fuera di un paseo por el lugar. La casa y el jardín se encontraban sobre una meseta que daba al sur; abajo había un par de acres de pasto que descendían en pendiente hasta un torrente errabundo que cruzaba una pasarela, a cuyo lado se levantaba una cabaña de techo de paja rodeada por una parcela de huerta. Pegado al huerto corría un camino que cruzaba los pastos desde una puerta del jardín, y llevaba hasta la pasarela, por lo que recordaba yo de la geografía del lugar debía constituir un atajo hasta el campo de golf, situado a menos de un kilómetro de allí.

La cabaña estaba en las tierras de la finca, por lo que supuse enseguida que sería la casa del jardinero. Lo que se oponía a esa teoría simple y evidente era que parecía no estar habitada. Aunque la tarde era fría, de su chimenea no salían espirales de humo, y al acercarme más pensé que tenía ese aire de espera que tan a menudo comunican las casas deshabitadas. Allí estaba, sin el menor signo de vida, dispuesta, como parecía garantizar su estado perfecto, a que nuevos inquilinos volvieran a introducir en ella el aliento de la vida. La misma sensación provocaba el pequeño jardín, aunque las vallas estaban limpias y recién pintadas; los arriates se hallaban desatendidos y cubiertos de hierbas, y en la zona floral, junto a la puerta principal, había una fila de crisantemos que se habían marchitado en los tallos. Pero todo aquello no era sino la impresión de un momento, y no me detuve al pasar, sino que crucé la pasarela y subí por la pendiente de brezo que se extendía desde ella. Mi sensación geográfica no había fallado, pues inmediatamente vi delante de mí la sede del Club. Sin duda Hugh estaría a punto de llegar de su ronda vespertina, así que podríamos regresar juntos dando un paseo.

Pero al llegar a la sede el camarero me dijo que no hacía ni cinco minutos que la señora Grainger había venido en coche a buscar a su marido, por lo que tuve que regresar a pie por el camino que me había llevado hasta allí. Di un rodeo, como haría cualquier jugador de golf, para recorrer la calle de los hoyos diecisiete y dieciocho sólo por el placer de reconocerlos, y miré con respeto el enorme arenal que tan inexorablemente defiende el green, preguntándome en qué circunstancias llegaría hasta allí en la siguiente ocasión, si con un paso complaciente y superior, sabedor de que mi pelota reposaba con seguridad sobre el green, o el caminar pesado de aquél que sabe que le aguardan laboriosos esfuerzos.

La luz de la tarde invernal había menguado, y cuando al regresar crucé la pasarela había caído el crepúsculo. A mi derecha, poco más allá del camino, estaba la cabaña, cuyos muros desprendían un brillo blanquecino; y cuando desde allí desvié la vista a la estrecha plancha que cruzaba el torrente creí ver una luz en una de sus ventanas, lo que desautorizaba mi teoría de que estaba deshabitada. Pero cuando volví a mirar hacia allí directamente comprobé que me había equivocado: debió engañarme algún reflejo de las líneas rojizas crepusculares en el cristal, pues en el inclemente anochecer parecía más desolada que nunca. Me entretuve sin embargo junto a la puerta de la cerca baja, pues, aunque toda evidencia exterior afirmaba que estaba vacía, una sensación inexplicable me aseguraba, aunque irracionalmente, que no era así, que allí había alguien. Desde luego que no había nadie visible, pero aquella idea absurda me sugería que podía encontrarse en la parte trasera de la cabaña, tapado por la estructura intermedia, y aunque fuera extraño e irrazonable cobró importancia para mí el averiguar si era o no así, tan claramente mis percepciones me habían informado de que el lugar estaba vacío y tan firmemente una convicción me aseguraba de que la cabaña estaba habitada. Para ocultar mi curiosidad, en caso de que hubiera alguien, podía preguntar si aquel camino era un atajo hasta la casa en la que me albergaba, y aunque rebelándome contra lo que estaba haciendo, crucé el pequeño jardín y llamé a la puerta. No hubo respuesta, y tras aguardar después de llamar por segunda vez, y haber intentado abrir la puerta, encontrándola cerrada, rodeé la casa. No había nadie allí, evidentemente, y me dije a mí mismo que era como un hombre que mira bajo su cama en busca de un ladrón, pero que se quedaría realmente sorprendido si lo encontrara.

Al llegar a la casa estaban ya allí mis anfitriones, y pasamos dos alegres horas, antes de la cena, en esa conversación inconexa y vehemente adecuada entre amigos que hacía tiempo que no se habían visto. Con Hugh Grainger y su esposa es imposible tocar un tema que no interese vivamente a uno u otro de ellos, y el golf, la política, las necesidades de Rusia, la cocina, los fantasmas, la posible victoria sobre el monte Everest y los impuestos se encontraron entre los temas de los que discutimos apasionadamente. Con todas aquellas posibilidades en juego era fácil estimular cualquiera de ellas, y en general se abordó una y otra vez el tema de los espectros.

-Margaret ha tomado el camino a la locura -comentó Hugh en una de esas ocasiones-, pues ha empezado a utilizar el tablero ouija. Me han dicho que si utilizas el tablero durante seis meses los doctores más cuidadosos estarán dispuestos a certificar tu locura. Le quedan cinco meses antes de ir a Bedlam.
-¿Funciona? -pregunté.
-Sí, y te informa de cosas interesantísimas -contestó Margaret-. Dice cosas que nunca habían pasado por mi cabeza. Esta noche podemos probar.
-Oh, esta noche no -intervino Hugh-. Tengamos una noche de descanso.

Margaret no le prestó atención.

-No hay que hacer preguntas al tablero -siguió diciendo-, porque en la mente tienes entonces algún tipo de respuesta. Si yo pregunto si mañana hará buen tiempo, por ejemplo, es probable que yo misma haga que el lápiz conteste afirmativamente, aunque no esté tratando de empujarlo.
-Y entonces suele llover -comentó Hugh.
-No siempre, pero no interrumpas. Lo interesante es dejar que el lápiz escriba lo que él quiera. Muy a menudo sólo da vueltas y traza curvas, aunque podrían significar algo, pero de vez en cuando sale una palabra de cuyo significado no tengo la menor idea, por lo que es evidente que no podría haberla sugerido. Por ejemplo, ayer por la noche escribió jardinero una y otra vez. ¿Qué significará? El jardinero de aquí es un metodista. ¿Puede referirse a él? Oh, es la hora de vestirnos. Por favor, no llegues tarde, mi cocinera es muy sensible con respecto a la sopa.

Nos levantamos y en ese momento se produjo en mi mente una conexión de ideas con la palabra jardinero.

-A propósito, ¿de quién es esa cabaña que hay en el campo, junto a la pasarela? ¿Es la casa del jardinero?
-Solía serlo -contestó Hugh-. Pero el no vive allí: en realidad allí no vive nadie. Está vacía. ¿Por qué lo has preguntado?

Me di cuenta de que Margaret me contemplaba con bastante atención.

-Curiosidad -contesté-. Mera curiosidad.
-No creo que fuera eso -intervino ella.
-Pues lo era -contesté yo-. Simple curiosidad por saber si la casa estaba habitada. Cuando pasé junto a ella al dirigirme al Club me sentía convencido de que estaba vacía, pero al regresar tenía tanta seguridad de que había allí alguien que llamé a la puerta, y hasta la rodeé.

Hugh nos había precedido en las escaleras, pero ella se demoró un poco.

-¿Y no había nadie allí? -preguntó-. Es extraño: yo tuve la misma sensación.
-Eso explica que el tablero escribiera «jardinero» una y otra vez -contesté yo-. Tenías la cabaña del jardinero en la mente.
-¡Qué ingenioso! -exclamó Margaret-. Subamos rápidamente a vestirnos.

Cuando subí al dormitorio se introducía por entre las cortinas un rayo de luna que me hizo mirar al exterior. Mi habitación daba al jardín y a los campos que había atravesado aquella tarde. Veía con toda claridad la cabaña con sus paredes blancas junto al torrente, y de nuevo supuse que el reflejo de la luz en el cristal de una de sus ventanas daba la impresión de que la habitación estuviera iluminada. Me pareció raro que en ese mismo día hubiera tenido dos veces la misma ilusión, pero entonces sucedió algo todavía más raro. Mientras miraba con fijeza, la luz se apagó.

La mañana no trajo el buen tiempo que había prometido la noche clara, cuando desperté el viento gemía y chocaban contra los cristales de mi ventana capas de lluvia del sudoeste. El golf estaba fuera de cuestión, y aunque la tormenta se redujo un poco por la tarde, la lluvia caía con hosquedad uniforme. Me aburría en casa, y como mis dos amigos se negaron en redondo a poner un pie en el exterior, cogí un impermeable y salí a respirar un poco de aire. Para darle un objetivo al paseo tomé el camino que lleva al campo de golf en lugar del atajo embarrado que cruza los campos, con la idea de contratar un par de caddies para Hugh y para mí a la mañana siguiente, y me quedé un rato en la sala de fumadores ojeando las revistas ilustradas. Debí quedarme leyendo más tiempo del que pensé, pues repentinamente un rayo de luz crepuscular iluminó la página, y al levantar la vista vi que había cesado la lluvia y que la noche se aproximaba con rapidez. Por eso, en lugar de dar otra vez el largo rodeo del camino principal, regresé a casa por el sendero que cruza los campos. Aquel rayo había sido el último del día, y otra vez, como veinticuatro horas antes, crucé la pasarela al anochecer. Hasta ese momento no había pensado en la cabaña, pero ahora la luz que había visto allí la última noche, y que se extinguió de repente, pasó en un destello por mi mente, teniendo al mismo tiempo la convicción de que la cabaña estaba habitada. Simultáneamente miré hacia ella y vi de pie junto a la puerta a un hombre. En la oscuridad no pude distinguir ningún rasgo del rostro, aunque estaba vuelto hacía mí, y sólo obtuve la impresión de que era un hombre alto y de constitución gruesa. Abrió la puerta, por la que salió una luz débil, como de una lámpara, entró en la cabaña y cerró tras él.

Mi convicción, por tanto, era acertada. Aunque me habían dicho de manera terminante que la cabaña estaba vacía: entonces, ¿quién había entrado en ella como si regresara a casa? Una vez más, pero esta vez con cierta sensación de miedo, llamé a la puerta con la intención de plantear alguna pregunta trivial; volví a llamar, con más fuerza, para que no cupiera duda de que me habían oído. Seguí sin obtener respuesta y finalmente traté de abrir la puerta yo mismo. Estaba cerrada; entonces, dominando con dificultad un terror creciente, rodeé la cabaña mirando el interior por las ventanas que no estaban cerradas. Dentro estaba todo oscuro, aunque dos minutos antes había visto el resplandor de una luz que salía por la puerta abierta.

De regreso empezó a formarse en mí mente una cadena de conjeturas y preferí no hacer alusión a aquella extraña aventura, pero tras la cena Margaret, entre las protestas de Hugh, sacó el tablero, que había persistido en escribir la palabra «jardinero». Mi suposición era desde luego absolutamente fantástica, y no quería sugerirle nada a Margaret... Durante bastante tiempo el lápiz resbaló por el papel trazando lazos, curvas y cumbres, como si fuera un diagrama de temperatura, y ella había empezado a bostezar y a cansarse del experimento antes de que apareciera ninguna palabra coherente. Después, de la manera más extraña dejó caer la cabeza hacia delante y pareció haberse quedado dormida. Hugh levantó la vista del libro que estaba leyendo y me habló en susurros.

-La otra noche también se quedó dormida encima -dijo.

Los ojos de Margaret estaban cerrados y tenía la respiración prolongada y tranquila del sueño, hasta que su cabeza empezó a moverse con una curiosa firmeza. Sobre la hoja grande de papel trazó una línea de escritura y al final su mano se detuvo con una sacudida, momento en el que despertó. Miró el papel.

-Vaya -exclamó-. Así que uno de vosotros está tratando de gastarme una broma.

Le aseguramos que no había sido así, y leyó lo que había escrito.

-Jardinero, jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí.
-¡Dios mío, otra vez el jardinero! -exclamó Hugh.

Al levantar la vista del papel vi que Margaret tenía sus ojos fijos en los míos, y antes incluso de que hablara supe lo que estaba pensando.

-¿Regresaste a casa pasando por la cabaña vacía? -preguntó.
-Así es. ¿Por qué?
-¿Estaba todavía vacía? -dijo en voz baja- O... ¿O había algo más?

No quise contarle lo que había visto... o al menos lo que pensé haber visto. Si iba a producirse algo extraño, algo digno de observación, sería mucho mejor que nuestras respectivas impresiones no se fortalecieran la una a la otra.

-Volví a llamar y no obtuve respuesta -dije.

Se inició entonces nuestra retirada. Fue Margaret la que empezó, y después de que ella hubiera subido las escaleras, Hugh y yo nos dirigimos a la puerta principal para ver qué tiempo hacía. La luna brillaba otra vez en un cielo claro y dimos un paseo por el camino cubierto de losetas que había delante de la casa. De pronto Hugh se dio la vuelta con rapidez y señaló un ángulo de la casa.

-¿Qué demonios es eso? -preguntó- ¡Mira! ¡Allí! Ha dado la vuelta a la esquina.

Tan sólo pude vislumbrar a un hombre alto de fuerte constitución.

-¿No le viste? -preguntó Hugh- Voy a rodear la casa y encontrarle; no me gusta que haya nadie merodeando por aquí de noche. Quédate aquí, y si da la vuelta por el otro lado pregúntale qué está haciendo.

Hugh me dejó junto a la puerta principal, que estaba abierta, y allí esperé a que diera la vuelta completa. Apenas había desaparecido de mi vista cuando escuché con toda claridad unos pasos rápidos pero fuertes que venían hacia mí por el camino pavimentado desde la dirección contraria. Pero no veía absolutamente a nadie que pudiera causar esos sonidos de pasos rápidos. Se acercaron más y más a mí los pasos del ser invisible, y luego tuve un estremecimiento de horror al sentir que alguien, a quien no veía, pasaba junto a mí mientras me hallaba en el umbral. No fue un simple estremecimiento del espíritu, pues el contacto de ese ser fue el del hielo sobre mi mano. Traté de coger al intruso impalpable, pero se escapó, y un momento después escuché sus pasos en el parquet del suelo de la casa. En el interior alguna puerta se abrió y se cerró y no volví a oír nada de él. Un momento después apareció Hugh dando la vuelta a la esquina de la casa desde la que se habían aproximado los pasos.

-¿Dónde está? -preguntó- No iba ni veinte metros por delante de mí... era un tipo grande y alto.
-No vi a nadie. Oí sus pasos por el camino, pero no vi nada.
-¿Cómo es eso? -preguntó Hugh.
-Quienquiera que fuese pareció rozarme al pasar y entró en la casa -contesté.

Como estaba absolutamente seguro de que no habían sonado pasos en las escaleras de roble, buscamos en todas las habitaciones, una tras otra, de la planta baja. La puerta del comedor y la del salón de fumadores estaban cerradas, la que daba a la sala de estar se encontraba abierta, y la única otra puerta que podría haber dado la impresión de abrirse y cerrarse era la que daba a la cocina y los alojamientos del servicio. También allí nuestra búsqueda fue infructuosa; buscamos en el fregadero, la despensa, el armario del calzado y la sala de los criados, pero todo estaba vacío y tranquilo. Llegamos finalmente a la cocina, que estaba también vacía.

Pero junto a la chimenea había una mecedora que se balanceaba como si alguien hubiera estado sentado en ella y se acabara de ir. Estaba allí, delante de nosotros, balanceándose suavemente, y parecía transmitir la sensación de una presencia, invisible ahora, más incluso de lo que lo habría hecho la visión de aquél que con toda seguridad había estado sentado allí. Recuerdo que quise sujetarla y detenerla, pero mi mano se negó a acercarse.

Lo que habíamos visto, y especialmente lo que no habíamos visto, habría bastado para proporcionar casi a cualquiera una noche accidentada, y seguramente yo no me encontraba entre las excepciones de mente poderosa. Permanecí mucho tiempo acostado con los ojos y los oídos bien abiertos, y cuando finalmente empecé a dormitar me sacó de la tierra fronteriza del sueño el sonido, apagado pero inequívoco, de alguien que se movía por la casa. Se me ocurrió que los pasos podían ser los de Hugh, que llevaba a cabo una exploración solitaria, pero mientras me lo preguntaba llamaron a la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, y como respuesta a lo que le pregunté me dijo que había acudido a ver si era yo quien paseaba con inquietud. Mientras hablábamos, los pasos cruzaron junto a mi puerta y las escaleras que conducían al piso superior crujieron. Un momento más tarde sonaron directamente encima de nuestras cabezas, en algún desván.

-Ahí no están los dormitorios de los criados. -me informó Hugh- Nadie duerme allí. Debe haber alguien, vamos a comprobarlo.

Iluminándonos con velas subimos las escaleras cautelosamente, y cuando estábamos arriba del tramo, Hugh, que iba un escalón delante de mí, lanzó una exclamación.

-¡Algo ha pasado a mi lado! -dijo tratando de agarrar el aire vacío.

Mientras Hugh hablaba, yo tuve la misma sensación, y un momento después las escaleras volvieron a crujir más abajo, mientras el ser invisible descendía. Durante toda la noche escuchamos por los pasillos sonidos de pasos, como si caminara alguien por la casa, y mientras me encontraba acostado escuchando recordé el mensaje transmitido a través de los dedos de Margaret sobre el lápiz del tablero.

Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí...

Evidentemente alguien había entrado y buscaba diligentemente. Parecía que fuera el jardinero. Pero ¿qué jardinero era ese buscador invisible, y a quién buscaba?

Al igual que cuando cesa un dolor corporal resulta difícil recordar con una sensación viva cómo era el dolor, a la mañana siguiente, mientras me vestía, intenté vanamente recuperar ese horror del espíritu que había acompañado a la aventura nocturna. Me acordé de que en mi interior algo me había repugnado cuando vi los movimientos de la mecedora y cuando escuché los pasos por el camino, y también cuando por aquella presión invisible supe que alguien había entrado en la casa. Pero ahora, en la mañana tranquila que producía sensatez, y durante todo el día, bajo el sereno sol de invierno, no podía entender qué había sucedido. Como sucede con el dolor corporal, la presencia tenía que estar allí para poder entenderla, y no estuvo en todo el día. Hugh tenía la misma sensación; incluso se hallaba dispuesto a bromear sobre el tema.

-Vaya si buscó bien, quienquiera que fuera y a quienquiera que estuviera buscando -observó-. Y, a propósito, ni una palabra a Margaret, por favor. No oyó nada de esos paseos, ni de la entrada de... lo que fuese. En cualquier caso no era un jardinero: ¿quién ha oído hablar de un jardinero que se pase todo el tiempo caminando por la casa? Si hubiéramos escuchado pasos por el bancal de patatas, estaría de acuerdo contigo.

Margaret había decidido salir aquella tarde a tomar el té con unos amigos, y en consecuencia Hugh y yo tomamos un refresco en el Club después de la partida, y estaba oscureciendo ya cuando por tercer día consecutivo regresé a casa pasando junto a la cabaña encalada. Pero esa noche no tuve la sensación de que estuviera sutilmente ocupada; tenía un aspecto desolado, como suele suceder con las casas deshabitadas, y ninguna luz ni nada que se le pareciera brillaba a través de sus ventanas. Hugh, a quien le había contado las impresiones extrañas que había experimentado allí, las consideró con la poca seriedad que daba ya a los recuerdos de la noche, y seguía bromeando sobre ellas cuando llegamos a la puerta de nuestra casa.

-Una perturbación psíquica, muchacho. -me dijo- Como un catarro de cabeza. Vaya, la puerta está cerrada.

Llamó a la campana, golpeó la puerta y desde el interior sonó el ruido de una llave al abrirse y de los pestillos al retirarse.

-¿Por qué estaba cerrada la puerta? -preguntó al criado que la abrió.
El criado empezó a cambiar de posición, apoyándose primero en un pie y luego en el otro.
-La campana sonó hace media hora, señor. -dijo- Y cuando fui a abrir había ahí fuera un hombre, y...
-¿Y bien? -preguntó Hugh.
-No me gustó su aspecto, señor, y le pregunté qué era lo que quería. No respondió nada, y debió marcharse tan deprisa que ni le vi hacerlo.
-¿Y adonde pareció irse? -preguntó Hugh mirándome a mí.
-No podría decirlo con exactitud, señor. Es que ni siquiera pareció que se marchaba. Noté algo que me rozó al pasar.
-Es suficiente, gracias -le dijo Hugh bruscamente.

Margaret no había regresado desde la visita, pero poco después, cuando escuchamos el crujido de las ruedas del coche, Hugh reiteró su deseo de que no le dijéramos nada de la impresión que ahora, por lo visto, compartía con nosotros unatercera persona. Llegó con el rubor de la excitación en el rostro.

-No vuelvas a reírte de nuevo de mi tablero. -dijo- Me he enterado de la extraordinaria historia de Maud Ashfield... algo horrible, pero terriblemente interesante.
-Suéltalo -le dijo Hugh.
-Bueno, había aquí un jardinero. Solía vivir en la cabaña que hay junto a la pasarela, pero cuando la familia se iba a Londres su esposa y él se venían a vivir aquí como vigilantes.

Las miradas de Hugh y la mía se encontraron; él apartó la vista. Sabía yo, con la misma seguridad que si estuviera dentro de su mente, que sus pensamientos eran idénticos a los míos.

-Se había casado con una mujer mucho más joven que él. -siguió diciendo Margaret- Y gradualmente llegó a tener unos celos terribles de ella. Un día, en un ataque de pasión, la estranguló con sus propias manos. Poco después llegó alguien a la cabaña y le encontró sollozando encima de ella, tratando de devolverle la vida. Fueron a buscar a la policía, pero antes de que llegara él se había abierto la garganta. ¿No os parece horrible? Resulta bastante curioso que el tablero dijera: El jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí. Y yo no sabía nada al respecto. Volveré a utilizar el tablero esta noche. Ah, querido, el cartero viene dentro de media hora y tengo que redactar un presupuesto para enviarlo. Pero en el futuro ten más respeto con mi tablero, Hughie.

Hablamos de la situación cuando se fue. Hugh, convencido de mala gana, pero que no deseaba admitir que hubiera algo más que una coincidencia tras ese absurdo del tablero, insistió en que no le dijéramos nada a Margaret acerca de lo que habíamos oído y visto en la casa la noche anterior, ni del visitante extraño que, llegamos a la conclusión, entraría también esa misma noche.

-Se asustará y empezará a imaginar cosas. -me dijo- En cuanto al tablero, lo más probable es que no haga otra cosa que garabatear y trazar curvas. ¿Quién es? ¡Entre!

En alguna parte de la habitación había sonado una llamada rápida y perentoria.

A mí no me pareció que sonara en la puerta, pero Hugh, cuando no obtuvo ninguna respuesta a sus palabras, se puso en pie de un salto y la abrió. Dio algunos pasos por el salón exterior y regresó.

-¿No oíste nada? -preguntó.
-Desde luego. ¿No había nadie?
-Ni un alma.

Hugh regresó junto a la chimenea y con bastante irritación arrojó al guardafuego un cigarrillo que acababa de encender.
-Ha sido bastante desagradable. -comentó- Y si me preguntas si me siento cómodo, te diré que nunca en la vida me había sentido más incómodo. Estoy asustado, si es que quieres saberlo; y creo que tú también lo estás.

No tenía yo la menor intención de negar tal cosa, y siguió hablando.

-Tenemos que controlarnos. No hay nada que se contagie tanto como el miedo, y no debemos contagiar a Margaret. Pero sabemos que hay algo más que el miedo. Algo ha entrado en la casa y nos encontramos en una situación difícil. Nunca antes creí en esas cosas. Pero analicémoslo un momento. ¿Qué puede ser?
-Si quieres saber lo que pienso. -contesté- Creo que es el espíritu del hombre que estranguló a su esposa y luego se cortó la garganta. Lo que no veo es qué daño puede hacernos. En realidad a lo que tememos es a nuestro propio miedo.
-Nos encontramos en una situación difícil. -dijo Hugh- ¿Y qué podemos hacer? Dios mío, si supiera qué podemos hacer no me preocuparía. Es el no saber... bueno, es hora de vestirnos.

Margaret estuvo muy animada durante la cena. Como no sabía nada de las manifestaciones de esa presencia que habían tenido lugar en las últimas veinticuatro horas, le pareció interesantísimo que su tablero hubiera sospechado (esa fue su palabra exacta) acerca del jardinero, y de ese tema pasó a un solitario para tres igualmente interesante que su amiga le había enseñado, prometiendo iniciarnos en él después de la cena. Así lo hizo, y como no sabía que los dos, por encima de todo, queríamos mantenernos lejos del tablero, quedó complacida por el éxito de su solitario. Pero de pronto se dio cuenta de que la noche pasaba rápidamente y apartó las cartas al terminar una mano.

-Y ahora, media hora de tablero -anunció.
-Oh, ¿no podemos jugar otra mano? -preguntó Hugh- Es el juego más divertido que he conocido en años. El tablero nos parecerá lentísimo después de esto.
-Querido, si el jardinero vuelve a comunicarse, no te resultará tan lento. -dijo ella.
-Pero eso son tonterías -contestó Hugh.
-¡Qué grosero eres! Pues entonces lee tu libro.

Margaret ya había sacado su máquina y una hoja de papel cuando Hugh se levantó.

-Por favor, Margaret, no lo hagas esta noche -dijo él.
-Pero ¿por qué? No tienes que atender.
-Bueno, en todo caso te pido que no lo hagas -insistió él.
Margaret le observó atentamente.
-Hughie, estás pensando algo. -dijo ella- Suéltalo. Me parece que estás nervioso. Piensas que hay en eso algo extraño. ¿De qué se trata?

Me di cuenta de que Hugh dudaba si decírselo o no y que decidió que sería mejor escoger la posibilidad de que el tablero escribiera insensateces.
-Pues hazlo entonces -dijo él.

Margaret vaciló. Evidentemente no quería enfadar a Hugh, pero la insistencia de éste debió parecerle de lo más irrazonable.
-Bueno, sólo diez minutos. Y te prometo no pensar en jardineros.

Nada más poner la mano en el tablero su cabeza cayó hacia adelante y la máquina empezó a moverse. Estaba sentado junto a ella, y lo que escribía sobre el papel me resultó inmediatamente visible.

He entrado, decía. Pero sigo sin encontrarla. ¿La estáis ocultando? Buscaré en la habitación en la que os encontráis.

Lo que hubiera escrito además, y estuviera oculto todavía bajo el tablero, no lo supe, pues en ese momento recorrió la habitación una corriente de aire helado, y en la puerta sonó una llamada, esta vez inequívocamente, fuerte y perentoria. Hugh se puso en pie de un salto.

-Margaret, despierta. ¡Algo está entrando!

Se abrió la puerta y apareció la figura de un hombre. Entró, con la cabeza inclinada hacia delante, y la giró de un lado a otro, aparentemente observando con unos ojos fijos e infinitamente tristes todas las esquinas de la habitación.

-Margaret, Margaret. -volvió a gritar Hugh.

Pero los ojos de Margaret también estaban abiertos; los tenía fijos en aquel temible visitante.
-Cálmate, Hughie -dijo ella en voz baja levantándose mientras hablaba.
Ahora el fantasma la miraba directamente a ella. En una ocasión se movieron los labios por encima de su barba espesa y rojiza, pero no salió de ellos sonido alguno; la boca sólo se movía y babeaba. Levantó la cabeza y vi, horrorizado, que en uno de los lados del cuello tenía abierta una herida roja y brillante...

No tengo ni idea de cuánto tiempo duró aquella pausa, mientras los tres permanecíamos rígidos y paralizados, pues una inhibición mortal nos impedía movernos o hablar; imagino que como máximo fueron diez o doce segundos.

Después el espectro se dio la vuelta y salió por donde había venido. Oímos sus pasos sobre el parquet del suelo; escuchamos el sonido de descorrer los pestillos de la puerta principal y un portazo que sacudió la casa.

-Todo ha terminado. -dijo Margaret- ¡Que Dios tenga piedad de él!

El lector puede dar a esta visita de los muertos aquella explicación que prefiera. Puede pensar que no fue en absoluto una visita de los muertos, diciendo que en el escenario en el que se produjo aquel asesinato y suicidio quedó alguna especie de registro emocional que en determinadas circunstancias podía traducirse en imágenes visibles e invisibles. Las ondas de éter, o de cualquier otra cosa, es concebible que pudieran retener la impresión de esas escenas; por así decirlo, se encontraban en una solución, dispuestas a precipitarse. O puede sostener que el espíritu del muerto se manifestó realmente volviendo a visitar, con una especie de penitencia y remordimiento, el lugar en el que se cometió su crimen. Naturalmente ningún materialista sostendría un solo instante esa explicación, pero no hay nadie tan obstinadamente irrazonable como un materialista, indudablemente, sucedió allí un hecho terrible, y por eso no deja de tener sentido la última frase de Margaret.