viernes, 28 de febrero de 2025

El entierro. Lord George Gordon Byron (1788-1824)

En el año de 17..., después de haber meditado algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por tierras ignoradas por los viajeros, partí en compañía de un amigo, a quien me referiré como August Darvell.

Era unos años mayor que yo, un hombre de fortuna considerable y de familia aristocrática. Ventajas que él ni devaluaba ni estimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales reservados ni los ocasionales atisbos de angustia que a veces le acercaban a la enajenación.

Yo era todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; más su paso por ellas me había precedido, y él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo todavía permanecía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché abundantes detalles, tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir que él no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no ser prosaico, seguía siendo notable.

Había trabado conocimiento con él e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que ésta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban para entonces o haberse extinto o concentrarse en él. Tuve suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía controlar, le era imposible esconderlos por completo; sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, que resultaba inútil tratar de escrutar su origen.

Era manifiesto cómo lo dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno sólo o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.

Se supone, generalmente, que donde hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en él existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances de la segunda (y estaba poco dispuesto, en lo que a él se refería, a creer en su existencia). Recibía mi proximidad con bastante reserva; más yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean la comunión de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.

Darvell había viajado ampliamente; me dirigí a él para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una perspectiva improbable; basada en la vaga inquietud que había observado en él y a la cual daban renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.

Al principio insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra jornada.

Después de viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este, de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.

La complexión de Darvell, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tísis; sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y más taciturno e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi preocupación aumentó de manera proporcional al peligro que yo consideré le amenazaba.

A nuestra llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirlo debido a su indisposición; pero en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un cargador.

Habíamos recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos mas fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana (las paredes sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas abandonadas) cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi camarada nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de turbantes eran el sólo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta "ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio para mi desafortunado amigo, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.

En esta situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios orientales, los cipreses de éste eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó, inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él deseaba que yo permaneciera con él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:

—Suleimán, verbena su. —es decir, trae un poco de agua, y continuó describiéndole con gran detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.

Dije a Darvell:

—¿Cómo supo esto?

—Por nuestra posición —repuso—. usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.

—¡Usted ya ha estado aquí! ¿Cómo nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?

A esta pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed Darvell revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo.

Él guardó silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.

—Éste es el fin de mi jornada —comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?

—Desde luego; pero tengo mejores intenciones.

—Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.

—Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...

—¡Silencio!, así debe ser: prométalo.

—Sí.

—Júrelo por lo más. —aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.

—No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mí es...

—No puedo evitarlo, debe usted jurar.

Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.

—En el noveno día del mes —continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...

—¿Para qué?

—Ya lo verá

—¿Dice usted que el noveno día del mes?

—El noveno.

Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló (no sé si para sí mismo o para mí) pero las palabras sólo fueron:

—Está bien.

—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?

—No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.

Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:

—¿Ve usted esa ave?

—Desde luego.

—¿Y la serpiente que se estremece en su pico?

—Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.

Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:

—Todavía no es el momento.

Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.

Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante ignoto.

Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.

Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima...


El espectro rojo. Gustave Le Rouge (1867-1938)

A la hora del postre, en casa del gran banquero X, se hablaba de socialismo y de reformas políticas; la comida, iniciada según los ritos de una ceremoniosa frialdad, concluía casi con los codos sobre la mesa, en medio del choque chispeante de las opiniones; cada cual proponía, para enternecimiento de las señoras, mil formas de mejorar la vida de los desheredados; los sentimientos terminaban por surgir en aquellos hombres de finanzas tan generesos como los vinos que habían bebido. La insolencia de la felicidad segura de sí misma parecía —en aquel tibio crepúsculo estival refrescado por el vapor de los manantiales invisibles en la profundidad del bosque, alrededor de aquella mesa cargada de lánguidos ramos de flores— resplandecer cruelmente en una atmósfera casi tangible formada por el perfume de las frutas, el aroma de los vinos caros y el sabor irritante de las cabelleras y de las carnes húmedas.

Dominando un antiguo y majestuoso bosque de robles, el castillo recortaba sobre cielo del atardecer las líneas esbeltas de sus torrecillas renacentistas, la ligereza de sus balcones, como un templo mágico erigido en honor a la belleza de vivir. Se descendía hacia los robledales por una serie de terrazas escalonadas desde las que se podía disfrutar confortablemente del círculo verde del horizonte moviéndose como el mar bajo el viento de poniente. Como única tara, hacia el este, una mancha roja y negra ensuciaba aquel paisaje de paz, siete chimeneas de fábrica, surgidas de entre un revoltijo de construcciones anodinas, se nimbaban de un resplandor de fragua y perturbaban con el soplido de sus máquinas el augusto silencio de las arboledas.

De todos los invitados del banquero, el poeta Pierre Chantenef había sido probablemente el único en percatarse de aquella antítesis; invitado casual del famoso financiero, se abstenía de participar en la discusión que seguía —cada vez más animada e «interesante»— el curso previsto de ese tipo de justas, enriquecida con paradojas al estilo de Barrès y con citas sacadas del último número del Figaro, en definitiva, el flujo de reminiscencias banales que sustituye en las personas dedicadas a la bolsa o a la política a las apreciaciones personales y a la emoción inteligente.

Los vinos y las palabras habían continuado sucediéndose y el poeta persistía en el silencio; se indignaba en el fondo de su corazón de la inconsciencia de los Ricos cuyo bajo satanismo se complace en sazonar sus alegrías con palabras hipócritamente caritativas. «Los que manejan el dinero —concluyó para sus adentros— representan en el actual combate social, el papel de aquellos viles escuderos de los ejércitos de antaño que atacaban a los débiles, acababan a los heridos y, para conseguir sus anillos, cortaban los dedos rígidos de los cadáveres». Y reflexionaba en la amargura de las necesidades que le obligaban a realzar con su aspecto modesto hasta la arrogancia y con su fisonomía leal y tímida aquella francachela de agiotistas en la que las cristalerías multicolores y la plata sobredorada no reflejaban sino odiosos hocicos húmedos y enrojecidos con la sangre de los pobres.

Pierre Chantenef, cuya clara visión vislumbraba bajo las apariencias la extrema falsedad de aquellas almas, sufría enormemente. La conversación pretenciosamente baladí embotaba su entendimiento como una droga estupefaciente. En su condición de oyente obligado, la única impresión que experimentaba ante aquel intercambio de ideas manidas era una fatiga intolerable, penosa como una pesadilla. Los apellidos de los comensales, que le llegaban como a través de un sueño, le evocaban las imágenes de garabatos lastrados con un carga de pesadas consonantes judaicas o germánicas. La cena había concluido y Chantenef había logrado pasar casi inadvertido a la sombra de un prominente bolsista poco locuaz después de haber bebido, y al que la trufa y el cigarro adormecían como a las boas. Se habían trasladado a una terraza decorada con macizos de rododendros y de hortensias de los que surgían los pedestales de las estatuas. A los pies de los comensales, los follages sonoros del bosque empezaban a oscurecerse.

El misterio, que se impone a casi todos los hombres y ordena el recogimiento de campesinos y pescadores, no había podido contener el parloteo de los invitados. La discusión se hacía cada vez más fastidiosa, enrollando en su embate el montón de ideas trilladas que La Presse sirve cada día a las inteligencias del común. Habríase dicho una premeditada traición contra la mimosa pureza de aquella velada. Ensimismado, Chantenef seguía otros pensamientos y en aquel momento, su mente viajaba por el país de los sueños bien lejos de aquellos comensales de fortuna. Se complacía en proyectos de obras largamente acariciadas y se avergonzaba un poco de hallarse allí. Pero estaba escrito que no terminaría apaciblemente aquella velada y pronto tuvo que salir bruscamente de su ensoñación. Una joven atolondrada que había oído que lo presentaban como poeta y que lo observaba esperando alguna recitación, denunció su silencio. De inmediato, se produjo un encarnecimiento generalizado:

—¡Cómo, estimada señora! ¿Tenemos entre nosotros a un poeta y no dice usted nada? Es algo realmente imperdonable pues usted sabe cuánto adoramos la poesía y a los poetas.
—Cuéntenos mejor una leyenda, está empezando a oscurecer bajo los grandes robles.
—Que cuente lo que él quiera…

El conjunto de hombres se mostraba menos entusiata. Un grupo de ancianos, pesados por la digestión y los cálculos, no se inmutó siquiera. Impulsado sin duda por la esperanza de aburrirlos a todos, después de disculparse por no recitar versos, Chantenef empezó la narración de una anécdota legendaria cuyos hechos —según él— habían sucedido en aquel mismo lugar, muchos años atrás.

—Ahora aún la seriedad del paisaje normando —monotonía del mar y de sus prados, suavidad de sus lluvias perpetuas— aconseja respetar las cosas desconocidas. Los campesinos han conservado el terror hacia los cuervos que, desde lo alto de los humilladeros embrujan a los caminantes rezagados y perturban su espíritu. A orillas de los ríos ensombrecidos por los follajes fúnebres de los nogales, los aparecidos vienen a lavar sus sudarios que tienden a la luz de la luna. Los senderos desiertos son con frecuencia cortados por ataudes negros, y nadie —so pena de morirse a lo largo de aquel mismo año— debe pasar sin haberle dado religiosamente la vuelta. En otros lugares es la Miltoraine, la alta dama blanca que aumenta a medida que uno se aleja de ella y cuya presencia viene acompañada por un zumbido sobrenatural, por un viento impetuoso en los grandes árboles.

Hace unos años, y dado que la carretera actual no existía aún, para llegar a las alquerías se tomaban una serie de veredas que bordeaban extensos campos sembrados de cebada, de alforfón y de colza. Esos senderos conducían a la iglesia cuyo cementerio, cubierto por la sombra de los fresnos y rebosante de vegetación, es uno de los más melancólicos que conozco. Era ése el camino que tomaban cada tarde las chicas para volver de los campos con sus cántaras de cobre llenas de leche, colocadas en equilibrio sobre el hombro. Hacia el otoño se difundió el rumor de que un aparecido acudía cada noche al portillo de piedra que separa el cementerio del camino. Era un fantasma envuelto en un sudario, de cara invisible, que no se movía.

-La vulgarización de las ideas científicas —dijo alguien— disipa poco a poco esas ridículas supersticiones.

Sin prestar atención a la interrupción, Chantenef prosiguió con su voz indiferente y algo monótona. Habló del terror de los campesinos, de las conmovedoras creencias relativas a las almas del Purgatorio, de la indefectible fe de los Sencillos en las cosas inmateriales. Su elocuencia, vibrante por las indignaciones contenidas, hizo por un momento estremecerse a todos aquellos sibaritas de alma sórdida, cautiva para siempre en el círculo infernal de la carne y del dinero. Su voz fresca y profunda tenía misterio y se habría comparado a las penetrantes mareas de la oscuridad creciente cuyas majestuosas angustias evocaba su relato. La concurrencia entera fue sacudida por un simpático estremecimiento cuando Chantenef describió la angustia del mozo de labranza que cada noche se envolvía en una sábana y jugaba al fantasma y que un día vio junto a él a un inmaterial y auténtico aparecido. Recogieron a la mañana siguiente envuelto en su sudario, rígido por el frío de la mañana, el cadáver crispado del desgraciado bromista.

¿No fue Villiers de l’Isle-Adam quien dijo: Si juegas a ser fantasma, te convertirás en fantasma?

En medio del silencio producido por aquella conclusión, la voz de un oyente distraído —sociólogo absorto sin duda en planes de felicidad futura para los pobres— se escuchó decir:

—Perdón, pero… la cuestión del pauperismo… no comprendo bien la relación con…
—Sin embargo, es muy sencillo —articuló el poeta con una voz serena volviéndose hacia las rojas fábricas resplandecientes en la noche ya completa—. Creo que los felices de esta sociedad, no deberían divertirse tanto con el espectro rojo.

Y todos, que se habían girado hacia el horizonte bermejo como la sangre y como la aurora de algo desconocido, comprendieron estremecidos las palabras del maestro: Si juegas a ser fantasma….


El entierro de Roger Malvin. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Uno de los escasos incidentes de la guerra india que puede ser visto bajo una romántica luz lunar fue el de la expedición llevada a cabo en defensa de las fronteras en el año 1725, que dio lugar al bien conocido «Combate de Lovell». La imaginación, dejando judicialmente en la sombra determinadas circunstancias, puede encontrar mucho que admirar en el heroísmo de un pequeño grupo que combatió contra un número dos veces superior en el corazón del territorio enemigo. La valentía mostrada por ambas partes estuvo de acuerdo con las ideas civilizadas del valor; y la caballerosidad no debería sonrojarse al registrar los hechos de uno o dos individuos. La batalla, aunque de consecuencias tan fatales para aquellos que combatieron, no tuvo consecuencias desafortunadas para el país, pues rompió la fuerza de una tribu y llevó a la paz que perduró en los siguientes años. La historia y la tradición son inusualmente minuciosas en su recuerdo de este asunto; y el capitán de un grupo de exploradores de hombres de la frontera ha adquirido una fama militar tan real como muchos victoriosos líderes de miles de soldados. Algunos de los incidentes incluidos en las siguientes páginas serán reconocidos, a pesar de la sustitución de los nombres reales por ficticios, por aquéllos que hayan oído de labios de un anciano el destino de los pocos combatientes que pudieron retirarse tras el «Combate de Lovell».

Los primeros rayos de sol se hallaban alegremente suspendidos sobre las copas de los árboles bajo los que dos hombres fatigados y heridos se habían tumbado la noche anterior. Habían extendido su lecho de hojas marchitas de roble sobre el pequeño espacio llano situado al pie de una roca próxima a la cumbre de una de las suaves prominencias que servían para diversificar la faz del país. La masa de granito elevaba su superficie lisa y plana unos cinco o seis metros por encima de sus cabezas, y no dejaba de asemejarse a una lápida gigantesca en la que las vetas parecían formar una inscripción en caracteres olvidados. En una zona de varios acres alrededor de esta roca, los robles y otros árboles de madera dura habían ocupado el lugar de los pinos, que eran los que habitualmente crecían en aquella tierra; y justo al lado de los viajeros se levantaba un arbolito joven y vigoroso.

La herida grave del hombre de más edad probablemente le había impedido dormir; por eso, en cuanto el primer rayo de sol se posó sobre la copa del árbol más alto, se levantó dolorosamente de la postura en que se hallaba reclinado y se quedó sentado. Los surcos profundos de su semblante y las canas esparcidas por sus cabellos señalaban que había pasado ya de la mediana edad; pero de no haber sido por los efectos de su herida, su cuerpo musculoso habría sido capaz de soportar la fatiga como cuando tenía el vigor de la primera parte de su vida. El desánimo y el agotamiento se aposentaban ahora sobre sus rasgos ojerosos; y la mirada de desesperación que envió hacia las profundidades del bosque demostraba la convicción de que su peregrinaje había llegado al final. Volvió después la mirada hacia el compañero reclinado a su lado.

El joven —pues apenas había alcanzado los años de la madurez— se hallaba con la cabeza sobre el brazo en un sueño inquieto, que un estremecimiento del dolor de sus heridas parecía a punto de romper a cada momento. Con la mano derecha aferraba un mosquete; y a juzgar por la acción violenta de sus rasgos, su sueño le estaba devolviendo una visión del conflicto del que era uno de los escasos supervivientes. Un grito, que en la imaginación de su sueño era profundo y fuerte, se abrió camino en sus labios como un murmullo imperfecto; y sobresaltándose incluso del ligero sonido de su propia voz, despertó repentinamente. Lo primero que hizo al recuperar la memoria de dónde estaba fue preguntar ansiosamente por la condición de su compañero de viaje herido. Este último sacudió la cabeza.

—Reuben, muchacho —dijo éste—. Esta roca bajo la que estamos sentados servirá de lápida para un viejo cazador. Ante nosotros hay todavía muchos largos kilómetros de espesura; pero aunque el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de ese promontorio, no me serviría de nada. l a bala india fue más mortal de lo que yo pensaba.
—Estás fatigado por los tres días de viaje —contestó el joven—. Con un poco más de descanso te recuperarás. Quédate aquí sentado mientras busco en el bosque hierbas y raíces para que comamos; y cuando hayamos comido te apoyarás en mí y volveremos nuestro rostro hacia el hogar. No dudo de que con mi ayuda podrás llegar a alguna de las guarniciones de frontera.
—No quedan en mí ni dos días de vida, Reuben —contestó el otro con calma—. Y no permitiré que cargues con mi cuerpo inútil cuando apenas si puedes sostener el tuyo. Tus heridas son profundas y tu fuerza desaparece rápidamente; pero si te apresuraras solo, podrías salvarte. Para mí no hay esperanza y aguardaré la muerte aquí.
—Si eso es lo que ha de ser, me quedaré y vigilaré a tu lado —contestó Reuben con resolución.
—No, hijo mío, no —contestó su compañero—. Acata el deseo de un moribundo; dame un apretón de manos y vete de aquí. ¿Piensas que mis últimos momentos serían mejores si pensara que te iba a dejar morir lentamente? Te he querido como un padre, Reuben; y en un momento como éste debo tener la autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas para que pueda morir en paz.
—¿Y porque has sido un padre para mí voy a dejar que perezcas y yazcas sin enterrar en el bosque? —preguntó el joven—. No, si verdaderamente tu fin se aproxima, vigilaré junto a ti y recibiré tus últimas palabras. Cavaré una tumba aquí, junto a la roca, y si mi debilidad me vence descansaremos en ella juntos; y si el cielo me da fuerzas, buscaré el camino de regreso.
—En las ciudades y donde habitan los hombres entierran a sus muertos —contestó el otro—. Los ocultan de la vista de los vivos, pero aquí, por donde quizás no pase nadie en cien años, ¿no podría descansar bajo el cielo abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento otoñal las esparza? Y en cuanto a monumento, aquí está esta roca gris sobre la que mi mano moribunda tallará el nombre de Roger Malvin; y el viajero de los tiempos futuros sabrá que aquí duerme un cazador y un guerrero. No te retrases por una locura como ésta; apresúrate, sino por ti mismo, por aquélla que quedaría desolada.

Malvin pronunció estas últimas palabras con voz titubeante y el efecto que produjeron en su compañero fue visible. Le recordaron que había otros deberes menos cuestionables que el de compartir el destino de un hombre a quien su propia muerte no serviría. Tampoco puede afirmarse que ningún sentimiento egoísta tratara de entrar en el corazón de Reuben, aunque su conciencia le hacía resistirse fuertemente a las órdenes de su compañero.

—¡Qué terrible es aguardar el lento acercamiento de la muerte en esta soledad! — exclamó—. Un valiente no retrocede en la batalla, y cuando los amigos se encuentran alrededor del lecho, hasta las mujeres pueden morir con compostura; pero aquí...
—Tampoco aquí retrocederé, Reuben Bourne —le interrumpió Malvin—. No soy hombre de corazón débil, y si lo fuera, hay un apoyo más seguro que el de los amigos terrenales. Tú eres joven, y la vida te es querida. En tus últimos momentos necesitarás más consuelo que yo; y cuando me hayas dejado en la tierra, y esté solo, y la noche caiga sobre el bosque, sentirás toda la amargura de la muerte que ahora se te escapa. Pero no apelo a tu naturaleza generosa con ningún motivo egoísta. Déjame por mi propio bien, para que tras haber dicho una oración por tu seguridad tenga tiempo para arreglar mis cuentas sin que se vean turbadas por las penas terrenales. —¿Y tu hija, cómo me atrevería a mirarla a los ojos? —exclamó Reuben—. Me preguntará por el destino de su padre, cuya vida juré defender con la mía propia.

¿Debo decirle que viajó tres días conmigo desde el campo de batalla y que luego le dejé perecer en el bosque? ¿No sería mejor tumbarme y morir a tu lado que volver a salvo y decirle eso a Dorcas?
—Dile a mi hija que aunque estabas gravemente herido, débil y fatigado, dirigiste mis pasos tambaleantes durante muchos kilómetros, y sólo me abandonaste cuando te lo ordené fervientemente porque no quería llevar tu sangre sobre mi alma. Dile que en el dolor y el peligro me fuiste fiel, y que si tu sangre hubiera podido salvarme, la habrías derramado hasta la última gota; y dile que serás alguien más querido que un padre, y que os doy a ambos mi bendición, y que mis ojos moribundos pueden ver un largo y agradable camino que recorreréis juntos.

Malvin casi se levantó del suelo al hablar, y la energía de sus últimas palabras pareció llenar el bosque salvaje y solitario con una visión de felicidad; pero cuando se dejó caer agotado sobre su lecho de hojas de roble, la luz que se había encendido en la mirada de Reuben se apagó. Sintió como si fuera al mismo tiempo locura y pecado pensar en la felicidad en tal momento. Su compañero observaba su semblante cambiante, y con generosa astucia trataba de engañarle por su propio bien.

—Quizás me engañe con respecto al tiempo que me queda por vivir —siguió diciendo—. Puede ser que si recibo ayuda rápidamente me recupere de mi herida. Los primeros fugitivos deben haber llevado ya hasta la frontera la noticia de nuestra batalla fatal, y habrán partido grupos para socorrer a los que se hallan en una condición como la nuestra. Si te encontraras con uno de esos grupos y lo guiaras hasta aquí, quién sabe si no podré volver a sentarme junto al fuego de mi chimenea.

Una sonrisa triste cruzó los rasgos del moribundo cuando insinuó esa esperanza infundada, aunque no dejó de producir su efecto en Reuben. Ni los motivos egoístas ni la desolación de Dorcas podrían haberle inducido a abandonar a su compañero en esos momentos; pero sus deseos se aferraron a la idea de que la vida de Malvin podría preservarse mientras su naturaleza sanguínea convertía casi en certidumbre la posibilidad remota de obtener ayuda humana.

—Seguramente hay razones, razones poderosas, para esperar que los amigos no estén muy distantes —dijo con voz bastante alta—. Un cobarde huyó, sin haber sido herido, al principio de la batalla, y probablemente lo hizo a buena velocidad. Todo verdadero hombre de la frontera se echaría el mosquete a los hombros ante la noticia; y aunque ningún grupo podría recorrer los bosques hasta un punto tan distante como éste, quizás los encuentre aun día de marcha. Aconséjame fielmente —añadió dirigiéndose a Malvin, pues desconfiaba de sus propios motivos—. Si tu situación fuera la mía, ¿me abandonarías mientras me quedara vida?
—Hace ya veinte años desde que escapé con un querido amigo de la cautividad india cerca de Montreal —contestó Roger Malvin, con un suspiro, pues secretamente se daba cuenta de la gran diferencia que había entre los dos casos—. Viajamos muchos días por los bosques hasta que al final nos venció el hambre y la debilidad. Mi amigo se echó al suelo y me pidió que le abandonara, pues sabía que si yo me quedaba los dos pereceríamos; y con escasas esperanzas de obtener ayuda, puse una almohada de hojas secas bajo su cabeza y me apresuré.
—¿Y regresaste a tiempo para salvarle? —preguntó Reuben aferrándose a las palabras de Malvin como si fueran a resultar proféticas de su propio éxito.
—Lo hice —respondió el otro—. Llegué a un campamento de cazadores antes de que anocheciera. Les guié hasta donde mi camarada estaba aguardando la muerte; y ahora es un hombre sano y fuerte que se encuentra en su granja, mucho más allá de la frontera, mientras yo estoy aquí herido en las profundidades de los bosques.

Este ejemplo, que afectó profundamente a la decisión de Reuben, se vio ayudado, aunque éste no lo comprendiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se dio cuenta de que la victoria estaba casi ganada.

—¡Y ahora vete, hijo mío, y que el cielo te favorezca! —dijo—. No regreses con tus amigos cuando los encuentres, no vaya a ser que te venzan tus heridas y tu debilidad; que vengan aquí a buscarme dos o tres que estén libres de servicio; y créeme, Reuben, que mi corazón se hará más ligero con cada paso que des hacia la seguridad.

Sin embargo, mientras así hablaba se produjo quizás un cambio en su semblante y en su voz; pues al fin y al cabo era un destino horrible el de quedarse a morir en el bosque. Reuben Bourne, medio convencido de que actuaba correctamente, se levantó por fin del suelo y se dispuso a marcharse. Primero, en contra de los deseos de Malvin, recogió raíces y hierbas que habían sido su único alimento durante los últimos días. Colocó ese inútil suministro al alcance del moribundo, para el que preparó también un lecho de hojas secas de roble. Después, subiéndose encima de la roca, que por un lado era desigual, se inclinó sobre el retoño de roble y ató su pañuelo a la rama más alta. Esta precaución era necesaria para dirigir a cualquiera que acudiera en busca de Malvin; por todas partes la roca, salvo por su parte delantera ancha y lisa, quedaba oculta a poca distancia por los densos matorrales del bosque. El pañuelo había sido el vendaje de una herida del brazo de Reuben, y al atarlo al árbol juró por la sangre que lo manchaba que regresaría para salvar la vida de su compañero o poner su cuerpo en la tumba.

Descendió después y se quedó con la mirada baja para escuchar la despedida de Roger Malvin. La experiencia de este último le sugirió muchos y minuciosos consejos respecto al viaje del joven a través del bosque sin caminos. Sobre este tema habló con seriedad tranquila, como si estuviera enviando a Reuben a la batalla o a cazar mientras él se quedaba a salvo en casa, y no como si el semblante humano que iba a irse fuera el último que iba a contemplar en su vida. Pero su firmeza se conmovió antes de concluir.

—Dale mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será para ella y para ti. Dile que no piense duramente de ti por haberme dejado aquí —a Reuben le dolió el corazón—, porque no habrías valorado tu vida si su sacrificio me hubiera podido hacer algún bien. Ella se casará contigo después de guardar un tiempo de luto por su padre.

¡Y el cielo os concederá muchos y felices días, y quiera que los hijos de vuestros hijos estén alrededor de vuestro lecho mortuorio! Y Reuben —añadió conforme se abría paso la debilidad de la muerte—, vuelve cuando tus heridas estén curadas y te hayas recuperado de la fatiga... vuelve junto a esta roca y pon mis huesos en la tumba, y di una oración sobre ella.

Los habitantes de la frontera tenían respecto a los ritos de la sepultura un respeto casi supersticioso, debido quizás a las costumbres de los indios, quienes libraban la guerra tanto con los vivos como con los muertos; y hay muchos ejemplos de vidas sacrificadas en el intento de enterrar a aquellos que habían caído por la «espada del bosque». Por tanto Reuben era plenamente consciente de la promesa que solemnemente hizo de regresar y llevar a cabo las exequias de Roger Malvin. Era notable que este último, hablando con todo su corazón en sus palabras de despedida, ya no intentara persuadir al joven de que un veloz socorro podría ayudarle a mantener la vida. Reuben estaba interiormente convencido de que no volvería a ver vivo a Malvin. Su naturaleza generosa de buena gana le habría retrasado a cualquier precio hasta que la muerte se hubiera producido; pero el deseo de existir y la esperanza de felicidad se habían fortalecido en su corazón y era incapaz de resistirse.

—Es suficiente —dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Reuben—. ¡Vete, y que Dios te dé alas!
El joven le apretó la mano en silencio, se dio la vuelta y se dispuso a marchar. Sin embargo, apenas sus pasos lentos y vacilantes le habían alejado un poco cuando le detuvo la voz de Malvin.
—Reuben, Reuben —dijo aquél débilmente; y éste se dio la vuelta y se arrodilló junto al moribundo.
—Levántame y déjame apoyado contra la roca —le pidió—. Así mi rostro estará vuelto hacia el hogar, y te veré un momento más mientras te vas entre los árboles.

Reuben, tras cambiar la postura de su compañero tal como éste deseaba, inició de nuevo su solitario peregrinaje. Al principio caminó con mayor velocidad de la adecuada para sus fuerzas; por una especie de sentimiento de culpa, que atormenta a veces a los hombres en sus actos más justificados, trataba de ocultarse de los ojos de Malvin; pero tras haber recorrido un gran trecho sobre las crujientes hojas del bosque, retrocedió, impulsado por una curiosidad potente y dolorosa, y al abrigo de las raíces cubiertas de tierra de un árbol caído, contempló al hombre desolado. Era una mañana soleada y sin nubes y los árboles y los matorrales embebían el aire fragante del mes de mayo; sin embargo parecía haber una tristeza en la faz de la naturaleza, como si ésta sintiera simpatía por la pena y el dolor mortales. Roger Malvin tenía las manos elevadas en una plegaria ferviente, algunas de cuyas palabras se deslizaron a través de la quietud de los bosques y entraron en el corazón de Reuben, torturándolo con una punzada que no es posible expresar. Era el acento roto de una petición por la felicidad de Reuben y la de Dorcas; y mientras el joven le escuchaba se introdujo poderosamente en él la conciencia, o algo similar, de que debía regresar y volver a tumbarse junto a la roca. Comprendió lo duro que era el destino del ser amable y generoso al que había abandonado en una situación de necesidad extrema. La muerte se presentaría como la aproximación lenta de un cadáver a través del bosque, mostrándole sus rasgos fantasmales y horribles tras un árbol más y más cercano. Pero ése sería también el destino del propio Reuben si se retrasaba un día más; ¿y quién podría culparle si se apartaba de un sacrificio tan inútil?

Cuando lanzó una mirada de despedida una brisa hizo ondear la pequeña bandera colocada sobre el retoño de roble, recordándole a Reuben su promesa. Muchas circunstancias se combinaron en retrasar al viajero herido en su camino hacia la frontera. En el segundo día las nubes, volviéndose densas en el cielo, impedían la posibilidad de orientarse por la posición del sol; y él sabía que cada vez que agotara sus fuerzas casi exhaustas se estaría alejando más del hogar que buscaba. Su escaso alimento consistía en bayas y otros productos naturales del bosque. Es cierto que a veces oía a su espalda rebaños de ciervos, y que las perdices se levantaban aleteando a menudo delante de él; pero había gastado la munición en el combate y no tenía medios para matarlas. Sus heridas, irritadas por el esfuerzo constante que era su única esperanza de vida, le agotaban las fuerzas y a veces confundían su razón. Pero incluso con su intelecto extraviado, el corazón joven de Reuben se aferraba fuertemente a la existencia; y sólo por la absoluta incapacidad de moverse finalmente se dejó caer bajo un árbol, obligado a aguardar allí la muerte.

En esa situación fue descubierto por un grupo que nada más enterarse de la lucha había acudido en ayuda de los supervivientes. Le condujeron al asentamiento más cercano, que resultó ser su propia residencia. Dorcas, con la simplicidad de los viejos tiempos, vigiló a su amante herido junto al lecho, administrándole todos los consuelos que sólo la mano y el corazón de una mujer conoce. Durante varios días la memoria de Reuben se perdió en sus sueños entre los peligros y las duras situaciones por las que había pasado, y fue incapaz de responder de manera coherente a las preguntas con que muchos le acosaban. No se conocían todavía los hechos auténticos de la batalla; y las madres, esposas e hijos no podían saber si sus seres queridos estaban detenidos por la cautividad o por la cadena, más potente, de la muerte. Dorcas alimentó sus aprensiones en silencio hasta que una tarde, cuando Reuben despertó de un sueño intranquilo, pareció reconocerla mejor que en cualquier momento anterior. Ella vio que su intelecto se había recuperado y ya no pudo resistir su ansiedad filial.

—¿Y mi padre, Reuben? —empezó a preguntar, pero el cambio que se produjo en el semblante de su amado la hizo detenerse.
El joven se encogió como atacado por un amargo dolor, y la sangre afloró velozmente a sus mejillas huecas y pálidas. Su primer impulso fue el de cubrirse el rostro; pero haciendo un esfuerzo que parecía desesperado, se enderezó a medias y habló con vehemencia, defendiéndose de una acusación imaginaria.
—Tu padre fue gravemente herido en la batalla, Dorcas; y me ordenó que no cargara con él, y que me limitara a conducirle hasta el lago para que pudiera apagar la sed y morir. Pero no abandoné al anciano en su extrema necesidad, y aunque yo mismo sangraba, lo llevé; le di la mitad de mi fuerza y lo saqué de allí conmigo. Durante tres días viajamos juntos, y tu padre aguantaba más de lo que yo esperaba, pero al despertar, en el amanecer del cuarto día, le encontré débil y agotado; era incapaz de seguir; su vida se le estaba escapando con rapidez; y...
—¡Murió! —exclamó Dorcas débilmente.
A Reuben le fue imposible reconocer que su amor egoísta hacia la vida le había llevado a alejarse antes de que el destino del padre de ella estuviera decidido. No dijo nada; sólo inclinó la cabeza; y entre la vergüenza y el agotamiento, se dejó caer hacia atrás y ocultó el rostro en la almohada. Cuando sus miedos se vieron así confirmados, Dorcas lloró; pero el dolor, como desde hacía tiempo lo estaba anticipando, fue por ello menos violento.
—Reuben, ¿cavaste una tumba para mi pobre padre en el bosque? —fue la pregunta con la que manifestó su piedad filial.
—Mis manos estaban débiles; pero hice lo que pude —contestó el joven con un tono apagado—. Allí se levanta una noble lápida encima de su cabeza; ¡y ojalá el cielo me conceda dormir tan profundamente como él!

Al darse cuenta Dorcas de la extravagancia que había en esas últimas palabras, no quiso preguntar más por el momento, pero su corazón encontró alivio en el pensamiento de que a Roger Malvin no le habían faltado los ritos funerarios que la ocasión permitía. No se perdió nada de la fidelidad y el valor de Reuben en el relato que hizo ella a sus amigos; y el pobre joven, al salir tambaleándose de su cámara de enfermo para respirar el aire soleado, experimentó en todas las lenguas la tortura miserable y humillante del valor no merecido. Todos reconocían que podía solicitar dignamente la mano de la hermosa doncella a cuyo padre había sido «fiel hasta la muerte»; y como mi relato no es de amor, baste con decir que en el espacio de unos meses Reuben se convirtió en esposo de Dorcas Malvin. Durante la ceremonia matrimonial, la novia se hallaba sonrojada, pero el rostro del novio estaba pálido.

Había en el pecho de Reuben Bourne un pensamiento que no podía comunicar, algo que iba a tener que ocultar especialmente a aquélla a quien amaba y en quien confiaba. Lamentaba profunda y amargamente la cobardía moral que había impedido que brotaran sus palabras cuando iba a revelar la verdad a Dorcas; pero el orgullo, el miedo a perder su afecto, el temor al desprecio de todos, le impidieron rectificar esa falsedad. Sentía que no merecía ser censurado por haber abandonado a Roger Malvin. Su presencia, el sacrificio gratuito de su propia vida, sólo habría añadido otro dolor innecesario a los últimos momentos del moribundo; pero el ocultamiento había impartido a un acto justificable gran parte del efecto secreto de la culpa, y Reuben, aunque la razón le decía que había hecho lo correcto, experimentaba en grado nada pequeño los horrores mentales que castigan a quien ha cometido un crimen que ha quedado sin descubrir. Por una cierta asociación de ideas, a veces casi se imaginaba a sí mismo como un asesino. Durante años, además, ocasionalmente le venía un pensamiento que, aunque se daba cuenta de que era una locura y extravagancia, no tenía capacidad para desterrarlo de su mente. Era la fantasía torturadora de que su suegro se encontraba todavía sentado al pie de la roca, sobre las hojas marchitas del bosque, vivo y aguardando la ayuda que le había prometido. Sin embargo esos engaños mentales aparecían y desaparecían y nunca llegó a tomarlos erróneamente como realidades; no obstante, con su estado de ánimo más tranquilo y claro, era consciente de que tenía una promesa profunda sin cumplir, y un cadáver sin enterrar estaba llamándole desde el bosque. Pero la naturaleza de su tergiversación era tal que no podía acudir a esa llamada. Era ya demasiado tarde para pedir ayuda a los amigos de Roger Malvin para darle por fin sepultura; y miedos supersticiosos, a los que tan proclive eran las personas de los asentamientos exteriores, impedían a Reuben ir solo. Tampoco sabía dónde, en ese bosque ilimitado y sin caminos, buscar esa roca lisa en la base de la cual yacía el cuerpo: su recuerdo de las distintas partes del viaje se había vuelto confuso, y la última parte no dejó impresión alguna en su mente. Sin embargo había un impulso continuo, una voz que sólo él podía oír, que le exigía ir a cumplir la promesa; y tenía la impresión extraña de que si se sometía a la prueba sería conducido directamente hasta los huesos de Malvin. Pero un año tras otro esas llamadas, que no oía pero sí sentía, eran desobedecidas. Su único pensamiento secreto se convirtió en una cadena que ataba su espíritu y en una serpiente que le roía el corazón; y se transformó en un hombre triste y abatido, pero irritable.

En el curso de unos años a partir de su matrimonio empezaron a hacerse visibles varios cambios en la prosperidad exterior de Reuben y Dorcas. La única riqueza del primero había sido su corazón valiente y su brazo fuerte, y ella, heredera universal de su padre, había convertido a su marido en dueño de una granja cultivada desde antiguo, más grande y mejor provista que la mayoría de las haciendas de la frontera. Pero Reuben Bourne era un esposo negligente; y mientras las tierras de los otros colonos se iban haciendo cada año más fructíferas, las suyas se deterioraron en la misma proporción. Los inconvenientes de la agricultura se redujeron mucho cuando acabó la guerra india, durante la cual los hombres sostenían el arado en una mano y el mosquete en la otra, y eran afortunados si el producto de su peligroso trabajo no era destruido en el campo o en el granero por el enemigo salvaje. Pero Reuben no se benefició de que cambiara la condición del país; tampoco puede negarse que sus intervalos de atención laboriosa a sus asuntos fueron recompensados, aunque escasamente, con el éxito. La irritabilidad por la que se había distinguido recientemente fue otra causa de que menguara su prosperidad, pues ocasionaba frecuentes disputas en su trato inevitable con los colonos vecinos. La consecuencia de tales disputas fueron pleitos innumerables, pues las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras fases y en las circunstancias más salvajes del país, adoptaban siempre que era posible la manera legal de decidir sus diferencias. En resumen, las cosas no le iban bien a Reuben Bourne; y aunque eso no sucedió hasta muchos años después de su matrimonio, llegó a ser un hombre arruinado que sólo podía hacer una cosa contra el terrible destino que le había perseguido: tenía que abrir un claro en algún profundo lugar del bosque y buscar la subsistencia en el fondo virginal de éste.

El único hijo de Reuben y Dorcas era un varón que había llegado ahora a la edad de quince años, de muy buen aspecto en su juventud, y prometedor de una gloriosa vida de adulto. Estaba peculiarmente cualificado para las hazañas de la vida fronteriza y salvaje, en las que empezaba ya a sobresalir. Sus pies eran ágiles, su puntería exacta, su juicio rápido, su corazón alegre y animoso. Y todos los que pensaban que iba a volver la guerra india hablaban de Cyrus Bourne como un futuro líder de la zona. El padre amaba al muchacho con una fuerza profunda y silenciosa, como si todo lo bueno y feliz de su propia naturaleza se hubiera transferido al niño, llevando sus afectos con él. Ni siquiera a Dorcas, aunque la quería, la amaba tanto como a él; pues los pensamientos secretos y las emociones aisladas de Reuben le habían convertido gradualmente en un hombre egoísta, y ya sólo podía amar en profundidad aquello en lo que veía o imaginaba un reflejo o semejanza con su propia mente. En Cyrus reconocía lo que él mismo había sido en otro tiempo; y a veces parecía compartir el espíritu del muchacho, y revivir en una vida nueva y feliz. A Reuben le acompañó su hijo en la expedición destinada a seleccionar un trozo de tierra y talar y quemar los árboles, operación que necesariamente precedía al cambio de los penates o dioses domésticos.

Ocuparon en ello dos meses del otoño tras los cuales Reuben Bourne y su hijo regresaron para pasar su último invierno en los asentamientos. A principios del mes de mayo la pequeña familia rompió los pequeños hilos de afecto que les sujetaban a los objetos inanimados y se despidió de las pocas personas que, en la mala fortuna, siguieron llamándose sus amigos. La tristeza del momento de la partida significó un alivio peculiar para cada uno de los peregrinos. Reuben, un hombre melancólico y misántropo por su infelicidad, avanzó con su habitual ceño fruncido y la mirada abatida, sintiendo pocas lamentaciones, y negándose a reconocer ninguna. Dorcas, aunque lloró en abundancia la ruptura de los vínculos que su naturaleza simple y afectiva había creado con todo, sintió que los habitantes de lo más interno de su corazón se mudaban con ella, y que todo lo demás lo obtendría donde quiera que fuera. Y el muchacho reprimió unas lágrimas y pensó en las aventuras y placeres del bosque virginal.

¿Quién no ha deseado en el entusiasmo de una ensoñación ser un vagabundo en un mundo selvático y veraniego con una persona hermosa y amable cogida del brazo? En la juventud su paso libre y alegre no conocía otra barrera que el océano ondulante o la montaña de cumbres nevadas; con la vida adulta, más tranquila, prefirió una casa en la que la naturaleza hubiera esparcido una riqueza doble en el valle de alguna corriente transparente; y cuando la vejez canosa le encontrara allí tras muchísimos años de vida pura, sería el padre de una raza, el patriarca de un pueblo, el fundador de una nación poderosa todavía por hacer. Y cuando la muerte, como ese sueño dulce al que damos la bienvenida tras un día de felicidad, llegara sobre él, sus lejanos descendientes llorarían sobre su polvo venerado. Envuelto por la tradición en atributos misteriosos, los hombres de las generaciones futuras le considerarían divino; y la remota posteridad le vería erguido, oscuramente glorioso, en el valle de cien siglos.

El bosque enmarañado y tenebroso que recorrían los personajes de mi historia era muy diferente de la tierra fantástica del soñador; pero había algo en su modo de vida que la naturaleza afirmaba como propio, y los recuerdos atenazadores que llevaban con ellos desde el mundo era lo único que impedía ahora su felicidad. Un corcel robusto y peludo, el portador de toda su riqueza, no se negó a aceptar también el peso de Dorcas; aunque su educación para la resistencia la mantenía en la última parte del viaje, cada día, al lado de su esposo. Reuben y su hijo, con los mosquetes al hombro y las hachas colgadas detrás, mantenían un paso constante, vigilando cada uno de ellos con mirada de cazador las piezas que eran su alimento. Cuando el hambre lo exigía, se detenían y preparaban la comida a orillas de algún torrente limpio del bosque que, cuando se arrodillaban junto a él para beber con sus labios sedientos, murmuraba una dulce desgana, como una doncella ante el primer beso de amor. Dormían bajo una choza de ramas, y al despertar encontraban la luz renovada para los trabajos de otro día. Dorcas y el muchacho avanzaban gozosamente, e incluso a veces brillaba el espíritu de Reuben con una alegría exterior; pero interiormente sentía una pena fría que comparaba con la nieve amontonada en las oquedades y zonas estrechas de los riachuelos mientras arriba las hojas tenían un color verde brillante.

El conocimiento de Cyrus Boume de los viajes por el bosque era suficiente como para darse cuenta de que su padre no estaba siguiendo la misma dirección que en la expedición del otoño anterior. Se desviaban ahora hacia el norte, alejándose más directamente de los asentamientos, hacia una región en la que los únicos dueños seguían siendo los animales y los hombres salvajes. A veces el muchacho sugería su opinión sobre el tema, y Reuben le escuchaba atentamente, cambiando la dirección de la marcha en una o dos ocasiones de acuerdo con el consejo de su hijo; pero en cuanto lo había hecho así, parecía sentirse inquieto. Sus miradas rápidas y errantes cubrían el frente, aparentemente buscando enemigos que se ocultaran tras los troncos de los árboles; y al ver que no había nada allí, volvía los ojos hacia atrás, como si temiera la existencia de algún perseguidor. Cyrus, dándose cuenta de que su padre volvía a tomar gradualmente la dirección antigua, se abstenía de interferir; pues, además, aunque había algo que empezaba a pesar en su corazón, su naturaleza aventurera no le permitía lamentar que aumentara la duración y el misterio del viaje.

En la tarde del quinto día se detuvieron y prepararon su sencillo campamento una hora antes del atardecer. En los últimos kilómetros la faz del país había cambiado por promontorios de tierra semejantes a enormes olas de un mar petrificado; y en una de las oquedades, un lugar salvaje y romántico, la familia había levantado su choza y encendido el fuego. Había algo que resultaba al mismo tiempo escalofriante y cálido al pensar en ellos tres, unidos por los fuertes vínculos del amor y aislados de todos los demás seres. Los pinos oscuros y tristes les contemplaban, y cuando el viento agitaba sus copas se oía en el bosque un sonido semejante a una lamentación; ¿o es que aquellos viejos árboles gemían por miedo a que los hombres acabaran atacando con el hacha sus raíces? Mientras Dorcas preparaba la comida, Reuben y su hijo decidieron salir a buscar caza, de la que no se habían provisto en el último día de marcha. El muchacho, prometiendo no abandonar la proximidad del campamento, partió con un paso tan ligero y elástico como el del ciervo que esperaba matar; y el padre, sintiendo una felicidad pasajera al contemplarle, iba a coger la dirección opuesta. Entretanto Dorcas se había sentado junto al fuego de ramas caídas sobre el tronco cubierto de musgo y moho de un árbol desenraizado años antes. Además de lanzar una mirada ocasional a la cazuela, que empezaba a hervir ahora sobre el fuego, se dedicaba a leer detenidamente el Almanaque de Massachusetts de ese año, que junto con una vieja Biblia impresa en letras góticas era toda la riqueza literaria de la familia. Ninguno prestaba una gran importancia a las divisiones arbitrarias del tiempo, como hacen aquéllos que están excluidos de la sociedad; pero Dorcas mencionó, como si la información tuviera importancia, que estaban a doce de mayo. Su esposo se sobresaltó.

—¡Doce de mayo! Debería recordarlo bien —murmuró mientras una multiplicidad de pensamientos producía una confusión momentánea en su mente—. ¿Dónde estoy? ¿Adónde me dirijo? ¿Dónde le dejé?

Dorcas, demasiado acostumbrada a los variables estados de ánimo de su marido como para observar alguna peculiaridad en esa conducta, dejó a su lado el almanaque y se dirigió a él en ese tono triste al que se amolda un corazón tierno cuando la pena se ha enfriado y muerto.

—Fue cerca de esta época del mes, hace dieciocho años, cuando mi pobre padre abandonó este mundo para irse a otro mejor. En sus últimos momentos Reuben le prestó su amable brazo para sostenerle la cabeza y le alegró con su agradable voz; y el pensamiento de lo fielmente que te ocupaste de él me ha consolado muchas veces desde entonces. ¡Ay, la muerte habría sido horrible para un hombre solitario en un lugar salvaje como éste!
—¡Dorcas, ruego al cielo para que ninguno de nosotros tres muera solo y quede sin enterrar en este lugar salvaje! —exclamó Reuben con voz entrecortada. Después se marchó presurosamente, dejándola a ella para que cuidara del fuego bajo los oscuros pinos.

Reuben Boume aflojó gradualmente su paso rápido conforme se fue haciendo menos agudo el dolor que, sin intención alguna, le habían provocado las palabras de Dorcas. Le acosaban sin embargo numerosas y extrañas reflexiones; y avanzando más como un sonámbulo que como un cazador, no prestó ninguna atención a que su curso no le desviara de la vecindad del campamento. Imperceptiblemente sus pasos le conducían casi en círculo; tampoco se dio cuenta de que estaba en la linde de una extensión de tierra muy arbolada, pero no por pinos. En lugar de éstos abundaban los robles y otros árboles de madera dura; y alrededor de sus raíces se arracimaba un denso matorral bajo que dejaba sin embargo espacios vacíos entre los árboles recubiertos de hojas marchitas. Siempre que el crujido de las ramas o de los troncos producía un sonido, como si el bosque fuera a despertar de su sueño, instintivamente Reuben levantaba el mosquete que llevaba en el brazo y miraba rápida y fijamente a todos los lados; pero convencido por una observación parcial de que no había cerca ningún animal, se abandonaba de nuevo a sus pensamientos. Estaba meditando sobre la influencia extraña que le había alejado de la dirección que previamente había pensado y le había hecho profundizar tanto en el bosque. Incapaz de entrar en el lugar secreto de su alma, en el que estaban ocultos sus motivos, creía que una voz sobrenatural le pedía que avanzara, y que un poder sobrenatural había impedido su retirada. Confiaba en que el cielo intentara darle una oportunidad de expiar su pecado; deseaba poder encontrar los huesos tanto tiempo desenterrados; y que tras haber puesto tierras sobre ellos la paz volviera a iluminar con su luz el sepulcro de su corazón. De esos pensamientos le despertó un crujido en el bosque a cierta distancia de donde se encontraba entonces. Percibiendo el movimiento de algún objeto tras unos matorrales espesos, disparó con el instinto de un cazador y la puntería de un tirador experimentado. Reuben-Bourne no prestó atención a un gemido bajo, que indicaba su éxito, con el que incluso los animales expresan el dolor por su muerte. ¿Cuáles eran los recuerdos que ahora le asaltaban?

La espesura contra la que Reuben había disparado estaba cerca de la cumbre de un promontorio y se arracimaba alrededor de la base de una roca que, por la forma y la lisura de una de sus superficies, no dejaba de parecerse a una lápida gigantesca. Era como si reflejara en un espejo algo semejante a lo que había en la memoria de Reuben. Incluso reconoció las vetas que parecían formar una inscripción en caracteres olvidados: todo permanecía igual, salvo que unos matorrales espesos envolvían la parte inferior de la roca y habrían ocultado a Roger Malvin de seguir sentado allí todavía. Pero al momento siguiente la mirada de Reuben captó otro cambio que había producido el tiempo desde la última vez que había estado donde se encontraba ahora, tras la raíces cubiertas de tierra del árbol desenraizado. El arbolito al que había atado el símbolo teñido en sangre de su promesa había crecido convirtiéndose en un fuerte roble, plenamente maduro, pero que no extendía ramas que dieran sombra. En ese árbol había una singularidad que hizo temblar a Reuben. Las ramas medias e inferiores tenían una vida abundante y una vegetación excesiva rodeaba el tronco casi hasta el suelo; pero una enfermedad parecía haber afectado la parte superior del roble, por lo que las ramas más altas estaban marchitas, sin savia, totalmente muertas. Reuben recordó la pequeña bandera que aleteaba en la rama más alta cuando era verde y atractiva, dieciocho años antes. ¿Por culpa de quién se había agostado?

Dorcas, tras la partida de los dos cazadores, continuó preparando la comida de la noche. Su mesa rústica era el tronco cubierto de musgo de un árbol grande caído, en cuya parte más ancha había extendido un paño blanco como la nieve, disponiendo encima lo que quedaba de los cacharros de peltre brillante que habían sido su orgullo en el asentamiento. Producía un aspecto extraño ese único punto de comodidad hogareña en el corazón desolado de la naturaleza. La luz del sol seguía posándose sobre las ramas superiores de los árboles que crecían en la parte elevada; pero las sombras de la noche habían aumentado en la oquedad en la que habían instalado el campamento, y la luz del fuego empezó a enrojecer mientras iluminaba los altos troncos de los pinos o quedaba suspendida sobre la masa densa y oscura del follaje que rodeaba el lugar. El corazón de Dorcas no estaba triste; pues sentía que era mejor viajar por el bosque con las dos personas a las que amaba que ser una mujer solitaria entre una multitud que no se ocupara de ella. Mientras se disponía a arreglar los asientos de madera mohosa cubiertos de hojas, para Reuben y su hijo, su voz bailó por el bosque sombrío en la forma de una canción que había aprendido de joven. La tosca melodía, la producción de un bardo que no había conseguido hacerse un nombre, describía una tarde invernal en una casa de la frontera, cuando a salvo de las incursiones de salvajes por los altos montones de nieve, la familia disfrutaba junto al fuego de la chimenea. La canción entera poseía ese encanto inexpresable del pensamiento inapropiado, pero cuatro versos que se repetían continuamente se separaban del resto como las llamas del hogar cuyas alegrías celebraban. Haciendo magia con unas simples palabras, el poeta había instilado en esos versos la esencia misma del amor y la felicidad familiar, uniendo en una sola cosa poesía e imagen. Mientras Dorcas cantaba las paredes de su hogar abandonado parecían rodearla; ya no veía los tristes pinos, ni escuchaba el viento que, cuando iniciaba cada verso, seguía soplando con fuerza entre las ramas, y desaparecía en un quejido hueco de la carga de la canción. Le sobresaltó un escopetazo cerca del campamento; y, ya fuera por lo repentino del sonido, o por su soledad junto al fuego ardiente, tembló de forma violenta. Un momento después se reía con el orgullo de su corazón materno.

—¡Mi hermoso hijo el cazador! ¡Mi hijo ha matado un ciervo! —exclamó recordando que Cyrus había ido a cazar en la dirección desde la que oyó el disparo.
Aguardó un tiempo razonable para oír los pasos ligeros de su hijo sobre las hojas crujientes, deseoso de contarle su éxito. Pero no apareció inmediatamente; y ella envió su voz alegre entre los árboles para buscarle.
—¡Cyrus! ¡Cyrus!

Su llegada seguía retrasándose; y como le parecía haber oído el disparo muy cerca, decidió ir a buscarlo personalmente. Su ayuda podía ser necesaria para traer el venado, que suponía que su hijo habría ya cobrado. Se puso en marcha, dirigiendo sus pasos hacia el lugar desde el que oyó el sonido, y avanzó cantando para que el muchacho se enterara de que se aproximaba y corriera a su encuentro. Detrás del tronco de cada árbol, y en cada escondite en el espeso follaje de los matorrales, esperaba encontrar el semblante de su hijo, riendo con esa malicia que nace del afecto. El sol estaba ahora por debajo del horizonte, y la luz que bajaba entre las hojas era tan oscura que creaba muchas ilusiones en su imaginación expectante. En varias ocasiones le pareció ver vagamente el rostro de su hijo mirándola desde las hojas; y una vez imaginó que la estaba llamando desde la base de una roca mellada. Pero al fijar los ojos en el objeto resultó que no era más que el tronco de un roble rodeado hasta el suelo de pequeñas ramas, una de las cuales, muy apartada de las demás, era sacudida por la brisa.

Abriéndose camino alrededor del pie de la roca, se encontró de pronto con su esposo, que había llegado hasta allí desde el otro lado. Apoyado en la culata de la escopeta, cuya boquilla descansaba sobre las hojas marchitas, parecía estar absorto en la contemplación de un objeto que había a sus pies.
—¿Qué pasa, Reuben? ¿Has matado al ciervo y te has quedado dormido encima?—preguntó Dorcas echándose a reír alegremente al darse cuenta de la postura y apariencia de su marido.
Éste no se movió, ni dirigió su mirada hacia ella; y un miedo frío y estremecedor, indefinido en su origen, empezó a deslizarse por la sangre de Dorcas. Se dio cuenta ahora de que el rostro de su esposo estaba mortalmente pálido, y de que sus rasgos eran rígidos, como si fuera incapaz de asumir cualquier otra expresión que la de la poderosa desesperación que los había endurecido. No dio la menor prueba de que se hubiera dado cuenta de la proximidad de ella.

—¡Por amor al cielo, Reuben, háblame! —gritó Dorcas; y el extraño sonido de su propia voz la asustó todavía más que el silencio mortal.
Su esposo la miró, la miró al rostro, la condujo hasta la parte frontal de la roca y señaló con el dedo.
¡Ay, allí yacía el muchacho, dormido pero sin soñar, sobre las hojas caídas del bosque! La mejilla reposaba sobre el brazo —sus bucles apartados de la frente—, los miembros ligeramente relajados. ¿Una fatiga repentina había vencido al joven cazador? ¿Le despertaría la voz de la madre? Ella supo que estaba muerto.
—Esta roca ancha es la tumba de tus parientes más próximos, Dorcas —dijo el marido—. Tus lágrimas caerán al mismo tiempo sobre tu padre y tu hijo.

Ella no le escuchó. Lazando un grito salvaje que pareció abrirse camino desde lo más interior de su alma sufriente, cayó sin sentido al lado de su hijo muerto. En ese momento la rama marchita, la más alta del roble, se soltó en el aire quieto y cayó en fragmentos suaves y ligeros sobre la roca, sobre las hojas, sobre Reuben, sobre su esposa y su hijo, y sobre los huesos de Roger Malvin. Entonces quedó sobrecogido el corazón de Reuben y las lágrimas brotaron de él como el agua de una roca. La promesa que el joven herido había hecho al moribundo había sido redimida. Su pecado estaba expiado: la maldición había desaparecido; y en la hora en que había derramado una sangre que para él era más querida que la propia, una oración, la primera en años, subió al cielo desde los labios de Reuben Bourne.


El espectro de Olivier. Charles Nodier (1780-1844)

Olivier Prévillars y Baudouin Vertolon, nacidos los dos en la ciudad de Caen, estaban unidos desde la infancia por la más estrecha amistad. Eran más o menos de la misma edad, sus padres eran vecinos; todo contribuía a hacer duradera la amistad que se profesaban.

Un día, en una exaltación de sentimiento bastante común en la primera juventud, se prometieron no olvidarse jamás, e incluso llegaron a jurar que el que muriese primero iría al instante a ver al otro para no abandonarle. Escribieron y firmaron este juramento con su propia sangre.

Pero pronto los inseparables (pues era así como les llamaban) se vieron forzados a alejarse uno del otro; tenían entonces diecinueve años. Olivier, que era hijo único, se quedó en Caén para secundar a su padre en las tareas del comercio; Baudouin fue enviado a París para estudiar derecho, pues su padre le destinaba a la abogacía. Se puede imaginar fácilmente el dolor que esta separación causó a los dos amigos. Se despidieron de la forma más afectuosa, renovaron su promesa y volvieron a escribir un nuevo juramento de reunirse, incluso después de la muerte, si el cielo quería permitirlo. Al día siguiente, Baudouin partió hacia París.

Pasaron cinco años en perfecta tranquilidad; Baudouin había realizado los más rápidos progresos en el estudio de las leyes y ya se encontraba en el grupo más distinguido de jóvenes abogados. Los dos amigos mantenían una correspondencia continuada y seguían comunicándose todas sus acciones y sentimientos. Finalmente, Olivier escribió a su amigo que iba a casarse con la joven Apolline de Lalonde, que este matrimonio colmaba sus deseos, que necesitaba hacer un viaje a París para coger algunos papeles importantes y que tendría la dicha de volver a Caen con su querido amigo Baudouin para hacerle testigo de su himeneo. Anunciaba que llegaría en unos días a París, en coche público.

Baudouin, ilusionado con la esperanza de volver a ver a Olivier, se dirigió el día señalado a la parada de coches, pero no encontró a su amigo. Un día, dos días pasaron; finalmente, al cuarto día, Baudouin recorrió un buen trecho por el camino de Caen, al encuentro de la diligencia. La halló por fin, y cuando estaba a una distancia conveniente, vio con toda claridad a Olivier en la puerta del coche, extremadamente pálido, vestido con un traje de tela verde, adornado con un pequeño galón dorado y con un sombrero que le cubría los ojos. El coche pasó muy rápido, pero Baudouin oyó a Olivier que le decía, saludándole con la mano: —Me encontrarás en tu casa.— El joven abogado siguió al coche y llegó a la oficina poco tiempo después. Al no encontrar a Olivier, preguntó a los viajeros dónde estaba el joven que le había saludado en el campo y le había hablado; pero nadie pudo comprender nada de sus preguntas: en vano describió la figura y la ropa de la persona que buscaba; no habían visto en el coche ningún hombre con traje verde. El conductor de la diligencia quiso saber el nombre de la persona por quien preguntaban; al oír el nombre de Olivier Prévillars, respondió que no estaba en la lista, pero que lo conocía muy bien, que era el joven más amable de Caen, que cuando se despidió de él se encontraba con buena salud y que llegaría a París dentro de tres días como muy tarde.

Después de estas aclaraciones, Baudouin se retiró, no sabiendo qué pensar de aquel suceso. Al volver a casa, preguntó a su doméstico si había venido alguien. El doméstico respondió que no. Entonces Baudouin entró solo en el dormitorio, con una candela en la mano, pues empezaba a oscurecer. Después de haber cerrado la puerta, divisó junto a la chimenea al hombre vestido de verde; estaba sentado y no se le podía ver la cara. Baudouin se acerca y dirige la candela hacia el desconocido, quien, tras levantar súbitamente un ojo inmóvil y descubriendo el pecho agujereado por veinte puñaladas, le dice con voz sombría: —Soy yo, Baudouin, soy tu amigo Olivier, que fiel a su juramento... —Al oír estas palabras, Baudouin lanza un grito y cae desvanecido.

El doméstico acude al oír el ruido de la caída y le hace volver en sí a fuerza de procurarle cuidados. Al abrir los ojos, Baudouin divisa otra vez a Olivier y se lo señala a su criado; éste dice que no ve a nadie. Baudouin le ordena sentarse en la silla donde está Olivier; el doméstico obedece como si no hubiera nadie en el asiento, y la sombra parece que sigue allí todavía... Entonces Baudouin, totalmente recuperado, ordena a su criado que se vaya y, acercándose a Olivier, le dice: —Perdona, ¡oh, amigo mío!, que no me haya dominado cuando tu aparición súbita e imprevista me sobrecogió.

Olivier se puso de pie y le respondió: —¿Has olvidado entonces tu juramento de amistad, o lo has considerado de un modo frívolo? No, Baudouin, este sagrado juramento fue escrito y ratificado en el cielo, el cual me permite cumplirlo. Ya no soy. ¡Oh, mi querido Baudouin, un crimen abominable ha separado mi alma de los lazos que la unían al cuerpo! Que mi presencia deje de ser un motivo de espanto para ti. De día, de noche, en todo tiempo, en todo lugar, el alma de Olivier será la fiel compañera del virtuoso Baudouin. Ella será su guía, su apoyo y su intermediario entre el creador y él. Pero ese Dios que protege la virtud no quiere que el crimen quede impune. Y este crimen, del cual soy yo la víctima, grita venganza. Mi sangre, que todavía está caliente, ha subido con mi alma hasta el trono del eterno. Él ha ratificado nuestro juramento, él te ha escogido para que me vengues. Partamos.

Baudouin permaneció algunos minutos sin responder; la palidez del fantasma, su ojo fijo y muerto, su inmovilidad petrificante, su pecho acribillado a puñaladas, su tono sepulcral; todo su aspecto, en fin, inspiraba terror; y el joven abogado no podía evitar el espanto. Pero después de haberse asegurado, rezando una corta oración, de que lo que estaba viendo no era el demonio, se decidió a seguir al fantasma y a hacer todo lo que le dijese.

En consecuencia, obedeciendo las órdenes de Olivier, Baudouin cogió algo de dinero, corrió a alquilar una silla de posta y, seguido por su doméstico, partió en ese momento hacia Caen. El criado iba a caballo detrás de la silla, y el fantasma había ocupado un sitio en el interior, siempre invisible para otro que no fuera Baudouin. Durante el viaje, Olivier se entretenía con su amigo, a quien adivinaba los más secretos pensamientos; respondía a las objeciones que se hacía interiormente sobre este sorprendente prodigio; le tranquilizaba y le invitaba a que le considerase un seguro y fiel guardián. Finalmente logró desterrar el espanto que su presencia le había inspirado al principio.

Al llegar a Caen, la familia de Baudouin, que ya se sentía orgullosa de su trabajo, le recibió con entusiasmo; como era un poco tarde, dejaron para el día siguiente las aclaraciones y preguntas; Baudouin se retiró a su habitación y Olivier le invitó a descansar mientras le decía que iba a aprovechar su sueño para explicarle la conspiración de la que había sido víctima. Baudouin se durmió, y esto es lo que el alma de Olivier le dijo:

—Conociste antes de tu partida a la bella Apolline de Lalonde, que sólo tenía entonces catorce años. La misma saeta nos hirió a los dos; pero viendo hasta qué punto estaba yo enamorado, combatiste tu amor y, manteniendo en silencio tus sentimientos, te fuiste, prefiriendo nuestra amistad sobre todo lo demás. Los años pasaron, fui amado, y ya me iba a convertir en el feliz esposo de Apolline, cuando ayer, en el momento en que iba a partir para traerte a Caen, fui asesinado por Lalonde, el indigno hermano de Apolline, y por el infame Piétreville, quien pretendía su mano. Los monstruos me invitaron, cuando iba a partir, a una pequeña fiesta que debía celebrarse en Colombelle; me propusieron después acompañarme un trecho. Salimos, y ya no me encuentro entre los vivos. A la misma hora en que tú me divisaste en el camino, los desgraciados acababan de asesinarme de la forma más atroz.

»Esto es lo que debes hacer para vengarme. Mañana, ve a casa de mis padres y después a la de los de Apolline; invítales, así como a Piétreville, a una fiesta que vas a dar para celebrar tu regreso. El lugar será Colombelle, obtendrás su consentimiento para pasado mañana y fingirás una alegría muy grande. Ya te daré instrucciones más tarde sobre el resto.

La sombra se calló. Baudouin durmió plácidamente; al día siguiente ejecutó el plan trazado por Olivier, Todo el mundo aceptó la invitación y fueron a Colombelle. Los convidados eran treinta. La comida fue espléndida y alegre; Piétreville y Lalonde se divertían mucho. Sólo Baudouin estaba sumido en la ansiedad al no recibir ninguna orden de la sombra, presente siempre a sus ojos. A los postres, Lalonde se levantó y reclamó silencio para leer una carta sellada que Olivier le había entregado, en presencia de Piétreville, según decía, el día de su partida con la orden terminante de abrirla tres días después y en presencia de testigos. Esto es lo que contenía:

En el momento de partir, tal vez para no volver nunca más a mi patria, es necesario, mi querido Lalonde, que te descubra la verdadera causa de mi marcha. Habría sido muy grato haberte llamado hermano mío, pero hace pocos días he conquistado a una joven, por la que siento una atracción irresistible; con ella voy a reunirme en París para seguirla donde el amor nos conduzca. Presenta mis excusas a tu hermana, de quien me siento indigno. Su venganza está en sus manos: he podido entrever que Piétreville la ama; él la merece más que yo.»
Olivier.

Todos quedaron mudos y estupefactos tras la lectura de la carta. Baudouin vio a Olivier agitarse violentamente. La carta pasó de mano en mano; todos reconocieron la letra y la firma de Olivier. Baudouin quiso asegurarse a su vez, pero se la arrancaron de las manos. La carta se mantuvo algunos momentos en el aire y salió en dirección al jardín... La sombra indicó a Baudouin que la siguiese, y éste corrió tras ella, guiado por Olivier. Todos les siguieron y encontraron la carta al pie de un gran árbol, bastante alejado del lugar de la fiesta, a la entrada de un extenso bosque, sobre un montón de piedras.

Baudouin cogió la carta exclamando: —¿Qué significa este misterio? Tratemos de penetrar en él, quitemos estas piedras y veamos lo que ocultan. —Lalonde y Piétreville se rieron a carcajadas y dijeron a los demás que no se molestaran por una hoja de papel movida por el viento. Baudouin insistió y, cogiendo a los dos culpables que intentaban alejarse, les llevó al pie del árbol. Allí, tras suplicar a algunos jóvenes que le secundasen y le ayudasen a retenerlos, retiró el montón de piedras, bajo el cual se veía que la tierra había sido removida recientemente.

Todo el mundo quedó sorprendido y compartió la impaciencia de Baudouin. Algunos corrieron a buscar útiles; otros retuvieron por la fuerza a Lalonde y Piétreville, que blasfemaban y llenaban de imprecaciones a Baudouin. Abrieron la tierra y encontraron el cadáver de Olivier, vestido con un traje verde y atravesado a puñaladas. Todos los asistentes se quedaron helados de horror. El padre de Olivier se desmayó, y Baudouin exclamó con voz potente:

—He aquí el crimen y ahí los asesinos. Socorred a ese padre desdichado. Que lleven el cadáver ante los jueces; y que a Lalonde, a Piétreville y á mí nos lleven inmediatamente a los tribunales.

Se llevó a cabo todo lo que Baudouin había pedido; la justicia se hizo cargo de este pleito y el proceso se inició al día siguiente. Las formalidades preliminares pronto fueron cumplidas, y al fin llegó el día de la vista. Los magistrados se reunieron; el acusador y los acusados se encontraron frente a frente, pero el único testigo que había era el cadáver del desgraciado Olivier, tendido sobre una mesa en medio de la sala de la audiencia y tal como lo habían sacado de la tierra. El interrogatorio comenzó. Baudouin repitió con firmeza su acusación: los dos criminales, seguros de que no se podían conseguir ni pruebas ni testigos contra ellos, niegan el crimen con audacia. Acusan a su vez a Baudouin de calumniador y reclaman para él todo el rigor de la ley. La gran muchedumbre que llena la sala espera con impaciencia el desenlace de estos singulares debates. Finalmente Baudouin, a quien el presidente presiona para que presente los testigos y las pruebas del crimen, toma de nuevo la palabra; invoca el nombre de Olivier, muestra el cadáver sangriento y trata de hacer temblar a los asesinos con esta prueba; pero desprovisto de testimonio, siente que sólo un milagro puede iluminar a los jueces. Se dirige entonces con confianza al Ser Supremo y le pide que la muerte abandone por un momento sus leyes: —Gran Dios, resucita un instante a Olivier —exclama— y dígnate poner Tu palabra en su boca.

Después de esta extraña evocación, se produjo el más profundo silencio, los ojos se clavaron en el cadáver, y cada uno, aceptando o rechazando la idea de un milagro, esperaba el efecto de este recurso sobrenatural. Parecía que los acusados, pálidos y atónitos, perdían su firmeza. Pero de pronto, ¡oh, prodigio!, el rostro pálido y verdoso de Olivier adquiere algo de color, los labios se reaniman, los ojos se abren, la sangre se calienta y cae a chorros sobre los dos asesinos, que lanzan gritos horrorosos. Cubiertos con esta sangre acusadora, son presa de convulsiones horribles a las que sigue un frío letargo. Mientras tanto, el cuerpo de Olivier, totalmente reanimado, se incorpora y recorre con la mirada el conjunto de la asamblea, como alguien que sale de un profundo sueño y trata de recordar sus ideas. Sus ojos se encontraron con los de Baudouin y su boca sonrió con aire melancólico; después, volviendo la mirada hacia los dos criminales, se agita furiosamente y un prolongado gemido se escapa de su pecho desgarrado. Finalmente habla y, con una voz sonora, anuncia que Dios le permite desenmascarar a los culpables. Desvela su conspiración, cuenta cómo le asesinaron después de hacerle firmar la falsa carta y da a conocer todos los detalles del crimen: de qué manera Baudouin los ha conocido y cómo, guiado por él mismo, ha logrado sacar a la luz la fechoría.

—Hay todavía otros testigos —dice extendiendo el brazo hacia los jueces—; mirad esta mano desgarrada y los cabellos que contiene: son los del bárbaro Lalonde. Cuando esos dos tigres me arrastraban agonizante al pie del árbol donde se proponían esconder mi cadáver, la naturaleza, haciendo en mí un último esfuerzo, se reanimó un momento, agarró con una mano los cabellos de Lalonde y con la otra el brazo de Piétreville, donde mis dedos se hundieron de tal forma que el infame aún lleva la terrible marca; Lalonde, viendo que ningún poder podría hacerme soltar los cabellos, rogó a su amigo que se los cortase con unas tijeras que llevaba encima. No contentos con este asesinato abominable, los cobardes se apoderaron del dinero que llevaba y de cuatro medallas; cada uno tiene dos en este momento. Esto es, jueces y conciudadanos, lo que tenía que decir. La muerte reclama de nuevo su presa; la naturaleza no puede sufrir por más tiempo que su orden sea turbado. Mi cuerpo vuelve a la nada y mi alma a su destino.

A medida que Olivier pronunciaba estas últimas palabras con una voz débil y lánguida, se veía que su cuerpo se descomponía, su rostro perdía color, sus ojos se apagaban; finalmente volvió a caer en el estado de muerte, de donde una poderosa mano acababa de sacarlo. Un silencio profundo, un frío estupor se había apoderado de la asamblea a la vista del prodigio; pero pronto se elevaron gritos de indignación tras el lúgubre silencio. Examinaron todos los indicios que había dado Olivier y comprobaron que eran verdaderos. Los infames fueron condenados a la última pena y conducidos al cadalso, donde expiraron cubiertos de maldiciones.

Vengado Olivier, éste se apareció a Baudouin bajo la forma aérea que damos a los ángeles de la luz. Invitó a su amigo a casarse con la encantadora Apolline; y el vengador de Olivier se convirtió así en su sucesor. El padre de Apolline murió de pena al ver a su hijo subir al cadalso. Su muerte dejó en libertad a la hija para contraer un matrimonio que toda la familia veía con muy buenos ojos. Los dos esposos se establecieron en París; fue una unión feliz, y Olivier, siempre presente a los ojos de Baudouin, le sirvió de guía hasta la muerte.


El entierro prematuro. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé, o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables.

He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos...

¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?

Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión, a priori, de que tales causas deben producir tales efectos, de que los conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros.

Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos- abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer horriblemente murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba realmente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era señorita Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre literato o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre.

Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a golpearla. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.

Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América.

Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre.

Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación.Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post-mortem, pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas.

La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede.

No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal...

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta.

Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento.

Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma.

Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios" Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre.

Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea.

De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De. repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú- pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito- replicó la voz tristemente- Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente.

Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación.

Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme.

Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre?. ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época- como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón.

Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertado de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro.

La desesperación- tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.

El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda.

La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso?- dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora?- dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí!- dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés?- dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión- pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste.

En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde, aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.