lunes, 30 de septiembre de 2024

El cardenal Napellus. Gustav Meyrink (1868-1932)

Aparte de su nombre: Hieronymus Radspieller, sólo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado –ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza– le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y donde todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus "quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del Sud, o que el lago –como un ojo enorme siempre abierto al cielo– reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

–Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos –arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición. –Casualmente hoy me enteré por medio de la vieja mandadera que lleva la correspondencia al otro lado del desfiladero, que corre el rumor de que en su juventud fue monje en un convento donde se flagelaba día y noche; algunos parecen afirmar, incluso, haber visto que su espalda está totalmente cubierta de cicatrices –intervino Mr. Finch, trayendo un novedoso aporte a una de las tantas conversaciones en las que se barajaban conjeturas en cuanto a la personalidad de. Hieronymus Radspieller–; y a propósito: ¿no les parece extraño que tarde tanto? Ya deben ser más de las once. –Hoy hay luna llena –dijo Giovanni Braccesco señalando con su mano mustia hacia la ventana, a través de la cual se divisaba la plateada franja de luz que se extendía sobre el lago–; nos será muy fácil ver su bote si nos asomamos.

Al corto rato oímos pasos que subían la escalera; pero era Eshcuid, el botánico, que venía a reunirse con nosotros después de una de sus largas caminatas. Traía consigo una planta casi tan alta como él con flores de un azul acerado.

–Este es sin duda el ejemplar más grande de esta especie que se haya encontrado jamás; nunca hubiese creído que un "matalobos azul" creciera en estas alturas –dijo lacónicamente y depositó la planta con un sin fin de precauciones sobre el alféizar de la ventana.

"Le va igual que a todos nosotros", pensé mientras lo observaba, y tuve la sensación de que Mr. Finch y Giovanni Braccesco estaban pensando en aquel momento lo mismo que yo, "viejo como es, anda de un lado a otro sobre esta tierra como alguien que debe buscar su propia tumba sin poderla nunca hallar; colecciona plantas que mañana estarán secas; ¿por qué?, ¿para qué? Parece no importarle. Sabe que su quehacer es estéril, como lo sabemos nosotros del nuestro, pero también a él lo debe haber desmoralizado la triste certeza de que todo lo que se comienza termina siendo inútil, tanto las empresas grandes como las pequeñas. Ya desde muy jóvenes comenzamos a ser como moribundos cuyos dedos tantean inquietos las ropas de la cama y que no saben de donde asirse; como moribundos que saben: la muerte está en esta habitación, qué importa entonces si en el momento mismo de morir las manos están plegadas o si están apretadas como puños".

–¿Adonde piensa ir cuando acá haya terminado la temporada de pesca? –preguntó el botánico después de echarle una última mirada a su planta y sentándose lentamente junto a la mesa.

Mr. Finch pasó los dedos de una mano por sus blancos cabellos, mientras con la otra seguía jugando distraídamente con un anzuelo; finalmente sé encogió de hombros sin levantar la vista.

–No sé –contestó al rato Giovanni Braccesco, como si la pregunta hubiese estado dirigida a él.

Debe haber pasado fácilmente una hora sin que habláramos una sola palabra; el silencio era tan total, que podía oír el latido de mis sienes. Por fin se abrió la puerta y en el vano de la misma quedaron enmarcados el cuerpo y la cara pálida y afeitada de Hieronymus Radspieiler. Su expresión era reposada y senil, como siempre, y su mano permaneció firme y tranquila mientras se servía una copa de vino y la alzaba como brindando a la salud de los presentes; pero en la habitación reinaba un clima de excitación contenida que había entrado, a mí no me cabía la menor duda, junto con él, transmitiéndose muy pronto a todos nosotros.

Sus ojos –que siempre parecían cansados y que tenían la peculiaridad de que sus pupilas nunca se contraían ni se dilataban, como si no reaccionaran a la luz, igualitos a botones de chaleco con un punto negro en el centro, según Mr. Finch– hoy parecían afiebrados e inquietos y recorrían indecisos las paredes y los estantes de libros, sin quedar fijos en ninguna parte. Giovanni Braccesco promovió un tema de conversación y comenzó a hablar acerca de nuestros extraños métodos para pescar esos bagres viejísimos y gigantescos, totalmente cubiertos de musgo, que viven allá abajo, en las profundidades inescrutables del lago, rodeados de una noche sin principio ni fin, que desdeñan todo manjar que pueda brindarles la naturaleza y que sólo se interesan por las formas caprichosas y extravagantes que nacen de la imaginación de los pescadores: manos de lata plateada y brillosa que realizan movimientos extraños en el agua, o murciélagos de vidrio rojo que esconden entre sus alas los ganchos traicioneros.

Hieronytnus Radspieller no prestaba atención. Para mí resultaba evidente qué sus ideas estaban en otra parte. Súbitamente estalló, era como cuando alguien se desprende violentamente de un secreto que ha estado guardando celosamente por demasiado tiempo y cuya fuerza sus labios ya no pueden contener:

–Hoy, por fin mi sonda tocó fondo.
Nosotros nos miramos consternados sin entender nada. Pero yo había quedado tan impresionado por la extraña emoción que había Vibrado en sus palabras, que no me pude concentrar enseguida en las explicaciones que nos dio a continuación acerca de los diversos procesos de medición y arqueo de aguas profundas: habría allí abajo –a muchas brazas de profundidad– torbellinos tan vertiginosos que rechazan cualquier sonda, la mantienen flotando en el agua e impiden que toque fondo, salvo que intervenga una coincidencia favorable. Y de pronto de su discurso se desprendió una frase como un disparo:

–Esta es la parte más profunda de la tierra a la que pudo llegar un instrumento hecho por la mano del hombre. –Estas palabras se grabaron a fuego en mi conciencia, sin que yo pudiera hallar una razón por la cual me resultaran tan inquietantes. En ellas se ocultaba sin duda un doble sentido fantasmal y, por un instante, me pareció que por su boca alguien invisible se estaba dirigiendo a mí por medio de símbolos obscuros e indescifrables.

Me era imposible quitar la vista de la cara de Radspieller; ¡qué espectral e irreal me pareció en ese momento! Si cerraba mis ojos podía verlo como aureolado por temblorosas llamitas azules; "los fuegos de San Telmo", pensé, "los fuegos de la muerte", y me vi obligado a apretar fuertemente los labios para que estas palabras, que me quemaban la lengua, no salieran de mi boca como un grito. Por mi mente comenzaron a pasar, como en un sueño, algunos párrafos pertenecientes a libros escritos por Radspieller que yo había leído en mis ratos de ocio, asombrado siempre por la cantidad de conocimiento que allí se evidenciaba, en algunas Partes daba rienda suelta a su odio contra la religión, la fe, la esperanza y todo lo que en la Biblia hay de promisión.

Es el contragolpe –comprendí– que arroja su alma a las miserias de la tierra luego de un ascetismo ardiente y de una juventud atormentada por el éxtasis religioso: es el movimiento de péndulo propio del destino y que lanza a los hombres de la luz a la sombra. Me arranqué con violencia de ese adormecimiento paralizante que había hecho presa de mis sentidos, obligándome a prestar atención al relato de Radspieller, cuyo comienzo todavía despertaba en mí extraños ecos. En esos momentos sostenía en la mano la sonda de cobre haciéndola girar de tal manera que sus destellos brillaran a la luz de la lámpara, y mientras tanto iba diciendo:

–Ustedes, apasionados de la pesca, afirman que es sumamente excitante sentir que al otro extremo del cordel, que después de todo nunca sobrepasa las 200 yardas, se ha enganchado un pez muy grande, y con gran expectación aguardan a que el monstruo aparezca en la superficie y les eche agua a la cara. Pero ahora imagínense esa misma sensación multiplicada por mil, y tal vez comprendan qué sentí yo cuando este trozo de metal me avisó por fin: he tocado fondo. Para mí fue lo mismo que si mi mano acabara de llamar a una puerta... Este es el fin de un trabajo que duró decenios –agregó en voz baja, como para sí, y de su voz parecía desprenderse una pregunta temerosa: "¿qué haré mañana?"

–Y no es poco lo que para la ciencia significa el haber sondeado el punto de mayor profundidad sobre la tierra –intervino el botánico Eshcuid.
–¡Ciencia... para la ciencia! –repetía Radspieller como ausente, mientras nos contemplaba, uno a uno–: ¡Qué me importa a mí la ciencia! –le espetó.
Acto seguido se puso de pie apresuradamente. Y comenzó a pasearse por la habitación.
–A usted la ciencia le importa tan poco como a mí, profesor –le dijo a Eshcuid, y sonó como una interpelación–. ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Para nosotros la ciencia no es más que un pretexto para hacer algo, cualquier cosa, no importa qué; la vida, la terrible, despiadada vida, ha marchitado nuestras almas, nos ha robado nuestro propio yo, y entonces, para no estar gritando siempre de dolor, andamos detrás de caprichos pueriles para olvidar lo que perdimos. Para olvidar, nada más que para eso. ¡No nos engañemos más a nosotros mismos!

Todos permanecíamos callados.
–Pero a ello hay que agregarle otro sentido más –de pronto pareció invadirlo una inquietud casi salvaje–; me refiero a nuestros caprichos. Lo he ido viendo muy poco a poco: una suerte de instinto mental me dice que cada acto que realizamos posee un doble sentido mágico. Lo cierto es que no podemos hacer nada que no sea mágico... Yo sé muy bien cuál es la causa ñor la que he estado sondeando ascuas durante casi la mitad de mi vida. Y también sé qué significado tiene que por fin haya logrado llegar al fondo, comunicándome así mediante un cordel muy largo y muy fino y a través de todos los torbellinos, con un reino al cual no Podrán llegar los rayos de este sol maldito cuyo mayor placer es dejar morir de sed a sus criaturas. Lo que realicé hoy no deja de constituir un acontecimiento externo e intrascendente, pero a cualquiera que sepa ver e interpretar lo que hay detrás de las cosas más simples, le basta con la sombra informe que se dibuja contra la pared para saber quién se ha puesto delante de la lámpara –ahora me sonreía con mal disimulada sorna–, y a usted le voy a explicar en muy pocas palabras qué importancia adquiere en mi interior este acontecimiento exterior: finalmente he podido hallar lo que estaba buscando, de aquí en más estaré inmunizado para siempre contra las serpientes venenosas de la fe y la esperanza que sólo pueden vivir en la claridad; lo he sentido así con el brinco que dio mi corazón cuando hoy pude ver cumplida mi voluntad al tocar el fondo del lago con mi sonda de cobre. Un acontecimiento exterior e intrascendente me acaba de mostrar su cara interior.

–¿Tan trágicas fueron las cosas que le ocurrieron en la vida, es decir, durante él tiempo en eme fue eclesiástico? –preguntó Mr. Finch, agregando muy despacio, casi murmurando–: ¿Cómo se explicaría si no que su alma haya quedado tan malherida?

Radspieller no respondió y parecía estar viendo un cuadro recién surgido ante su vista; luego se sentó nuevamente junto a la mesa, posó su mirada en los rayos de luna que atravesaban la ventana y comenzó su relato como un sonámbulo, casi sin tomar aliento:

–Nunca fui eclesiástico, pero ya desde muy joven había algo en mí, una ansiedad obscura y potente que me alejaba de las cosas terrenales. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba ante mis ojos en la máscara siniestra del diablo, en tanto que las montañas, el agua, el cielo, todo el paisaje e incluso mi propio cuerpo me parecieron ser los muros insalvables de una cárcel. A ningún niño lo va a impresionar demasiado que una nube pasajera arroje fugazmente su sombra sobre una pradera iluminada por el sol, pero a mí ya me acometía en aquel entonces un terror paralizante y me parecía que una mano invisible y violenta me estaba arrancando una venda de los ojos, permitiéndome ver hasta lo más profundo de ese mundo secreto y tormentoso habitado por millones de minúsculos seres vivientes, que ocultos tras las briznas y raíces de las yerbas, se destrozaban mutuamente movidos por el odio.

Tal vez sólo se tratase de una insania hereditaria –mi padre murió sumido en el delirio religioso– que me impedía ver a la tierra de otro modo que no fuese como a una cueva de bandidos inundada de sangre. Poco a poco toda mi vida se fue convirtiendo en el tormento constante de sentir que mi alma se moría de sed. No podía dormir ni pensar, y tanto de día como de noche mis labios formaban temblando y sin parar, mecánicamente, siempre la misma frase: ¡Sálvanos de todo mal!... hasta, que un día la debilidad me venció y pendí el conocimiento.

En el valle en que he nacido existe una secta religiosa llamada por todos «los Hermanos Azules», cuyos miembros, cuando sienten que su fin está cercano, se hacen enterrar vivos. Todavía puede verse el convento que mandaron construir y el escudo de piedra esculpido sobre la entrada principal: un acónito formado por cinco pétalos azules, de los cuales el superior se asemeja a una capucha de monje: el aconitum napellus, más conocido por «matalobos azul». Yo era un hombre muy joven cuando busqué refugio en esa orden... y casi un anciano cuando la abandoné.

Detrás de los muros del convento hay un jardín en el que durante el verano florece un cantero repleto de esas flores azules de la muerte, y los monjes lo riegan con la sangre derramada por las Léridas que ellos mismos se producen. Cada uno tiene la obligación, al quedar incorporado a la comunidad, de plantar una de esas plantas, que al igual que en la ceremonia bautismal, recibe el nombre cristiano de quien la plantó. La mía se llamó Hieronymus y bebió de mi sangre mientras yo mismo me consumía durante años rogando en vano que se cumpliera el milagro de que el «jardinero invisible» regara las raíces de mi vida con una sola gota de agua. El contenido simbólico de este bautismo de sangre consiste en que el hombre plante mágicamente su alma en el jardín del Paraíso y que la fertilice con la sangre de sus deseos. Dice la leyenda, que sobre el sepulcro del fundador de aquella secta de ascetas, el también legendario cardenal Napellus, creció en una sola noche de luna llena uno de esos matalobos azules de una altura similar a la de un hombre: y que estaba totalmente cubierto de flores: y que cuando abrieron nuevamente la tumba, el cadáver había desaparecido. Se supuso por lo tanto que aquel santo varón se había convertido en esa planta y que de ella, la primera en el mundo, proceden todas las demás.

Cuando en el otoño las flores se marchitaban, nosotros recolectábamos sus semillas venenosas muy similares a pequeños corazones humanos y que, según la doctrina secreta de los Hermanos Azules, son el «grano de mostaza» de la fe; quien la posee puede mover montañas, motivo por el cual... nosotros las comíamos. Y del mismo modo en que un veneno muy fuerte puede alterar el corazón de un hombre colocándolo entre la vida y la muerte, así se esperaba qué la esencia de la fe transformara nuestra sangre y se convirtiera en fuerza milagrosa en horas de miedo mortal y maravilloso éxtasis. Pero yo logré llegar con la sonda de mi conocimiento a profundidades mucho mayores que esas milagrosas metáforas, di un paso más allá y pude enfrentarme con la cuestión cara a cara: ¿Qué sucederá con mi sangre cuando haya quedado preñada por el veneno de la flor azul? Y entonces las cosas a mi alrededor cobraron vida, hasta las piedras al borde del camino me gritaron con mil voces diferentes: Una y otra vez, con el retorno de cada primavera, será vertida para que crezca una nueva planta venenosa que llevará tu propio nombre.

Y a partir de ese mismo instante pude despojar de su máscara al vampiro que había estado alimentando dentro mío y me sentí presa de un odio inextinguible. Salí al jardín y con mis pies hundí en el suelo la planta que me había robado mi nombre Hieronymus y que se había cebado con mi propia vida. De ahí en adelante mi vida pareció estar sembrada de acontecimientos milagrosos. Aquella misma noche tuve una visión: se me apareció el cardenal Napellus, llevando en la mano –con los dedos en la misma posición de quien transporta una vela– el acónito azul con su flor de cinco pétalos. Sus rasgos eran los de un cadáver, sólo en su mirada brillaba indestructible la vida.

Se parecía tanto a mí mismo que creí verme ante mi propio rostro, al punto de tocarme espantado la cara como quien insiste en querer comprobar la existencia del brazo que le acaba de ser arrancado por una explosión... Luego me llegué hasta el refectorio y encendido por mi odio violé el armario –que según había oído decir, contenía las reliquias del cardenal Napellus– con el firme propósito de destruirlas. Pero sólo encontré ese globo terráqueo que ven allí en la repisa. –Radspieller se levantó, fue a buscar el globo y lo colocó sobre la mesa, prosiguiendo luego su relato: –Lo llevé conmigo al huir del convento para hacerlo añicos y para que así no quedara nada de lo que alguna vez perteneciera al fundador de aquella secta.

Más tarde cambié de idea y pensé que le haría sentir mucho más mi desprecio por él y su reliquia si la vendía y regalaba el dinero a una prostituta. Y así lo hice en cuanto se me presentó la ocasión. Desde entonces han pasado muchos años, pero yo no he dejado de pensar ni un solo minuto rastreando siempre las raíces invisibles de aquél otro acónito que envenena la sangre y los corazones de toda la humanidad, para poder arrancarlas de cuajo de mi propio corazón. Y como ya les dije al comenzar este relato, desde el momento mismo en que desperté a la claridad, fui tropezando con un milagro tras otro; pero yo me mantuve firme: ya no hubo fuego fatuo que me pudiera hacer volver al lodazal.

Cuando comencé a coleccionar antigüedades ... todo lo que ustedes pueden ver en esta habitación proviene de aquella época de mi vida... me topé con diversos objetos que me hicieron recordar los obscuros ritos de origen gnóstico y del siglo de los camisardos; incluso el anillo de zafiros que llevo en este dedo –que tiene grabado el mismo acónito que sirve de emblema a los Hermanos Azules– llegó a mis manos casualmente mientras revisaba la tienda de un vendedor de alhajas antiguas ... y les aseguro que no despertó en mí ni los más remotos ecos de una emoción. Y el día en que un amigo me trajo de regalo este globo –el mismo que robé de un convento para luego venderlo y regalar el dinero obtenido, la reliquia del cardenal Napellus–, bueno, ese día no pude menos que reírme de esta amenaza pueril que parecía provenir de un azar absurdo y necio.

No, hasta aquí, donde el aire es claro y transparente, ya no ha de llegarme nunca más el veneno de la fe y la esperanza; en estas alturas, donde sólo reinan los ventisqueros, el acónito azul no podrá crecer jamás. En mí tomó cuerpo la verdad con un sentido nuevo a través del viejo adagio: Quien quiera sondear las profundidades debe vivir en las alturas. Es por eso que no quiero bajar nunca más a ningún valle. Ahora he sanado; y aunque todos los milagros de los mundos angélicos me fuesen regalados, yo los arrojaría de mí como inservibles baratijas. Que el acónito azul siga siendo un medicamento ponzoñoso para los enfermos del corazón y los débiles habitantes de los valles; yo quiero vivir aquí arriba y morir a la vista de la rígida ley diamantina de las necesidades vitales inalterables, luz que no puede ser quebrada por ningún fantasma demoníaco. Yo seguiré sondeando y sondeando, sin meta y sin añoranza, alegre como un niño al que le basta con el juego y que aún no está apestado por la mentira según la cual la vida tiene objetivos más profundos; seguiré sondeando y sondeando... pero cada vez que logre tocar fondo se alzará en mí un grito de júbilo: siempre, siempre es tierra lo que toco, y nada más que tierra... esa orgullosa tierra que rechaza fríamente la traicionera luz del sol para devolverla al éter; la tierra que se mantiene fiel a sí misma por dentro y por fuera; del mismo modo que este globo terráqueo, la última triste herencia del gran cardenal Napellus, seguirá siendo siempre un tonto pedazo de madera, por fuera y por dentro.

Y las negras fauces del lago me lo dirán siempre de nuevo: sobre la costra de la tierra siguen creciendo –nutridos por el sol– venenos espantosos, pero en su interior los abismos y los grandes precipicios permanecen inmunes, las profundidades se mantienen puras. –El rostro de Radspieller estaba desencajado a causa de la emoción que lo embargaba y su enfático discurso se quebró; ahora daba rienda suelta a su rencor. –Si yo pudiera expresar un único deseo y esperar que éste se cumpliera –gritó casi, apretando los puños–, desearía poder llegar con mi sonda hasta el centro mismo de la tierra, para poder gritarlo luego y que el mundo entero me escuchara: ¡Miren, miren: tierra y nada más que tierra!

Nosotros levantamos la vista, asombrados por el repentino silencio que siguió al estallido.
Ahora estaba en pie delante de la ventana.

El botánico Eshcuid había sacado su lupa y se agachaba sobre el globo terráqueo; enseguida dijo en voz bien alta, como para disipar el malestar que entre todos nosotros habían despertado las últimas palabras de Radspieller:

–Esta reliquia debe ser una falsificación y provenir, si no me equivoco demasiado, de este mismo siglo; aquí están señalados –y puso el dedo sobre América– los cinco continentes.

Por más que esta frase haya sido dicha en un tono totalmente neutro y desapasionado, no logró quebrar la atmósfera deprimente en la que todos habíamos quedado aprisionados, y que se volvía más densa y amenazante según pasaban los segundos hasta convertirse en indisimulable angustia. Súbitamente, un olor dulce y perturbador, como de arraclán o adelfilla, invadió la habitación.

"Lo trae el viento desde el parque", quise decir, pero Eshcuid ya se había adelantado a mi desesperado intento por despejar ese aire de pesadilla que nos envolvía: había introducido la punta de una aguja en el globo y murmuraba algo como: "Es extraño que este lago, un punto tan minúsculo, figure en el mapa", y en ese mismo momento la voz de Radspieller volvió a despertar y lo interrumpió con tono agudo:

–¿Alguien puede explicarme por qué ya no me persigue más de día y de noche... como antes la imagen de su eminencia el gran cardenal Napellus? En el Código Nazareno, el libro de los azules monjes gnósticos, escrito 200 años antes de Cristo, está la profecía para el neófito: "Quien riegue la planta mística con su propia sangre hasta el fin, será fielmente acompañado por ella hasta las mismas puertas de la vida eterna; pero al impío que ose arrancarla lo enfrentará cara a cara como la misma muerte, y su espíritu vagará sin derrotero para perderse en las tinieblas hasta que llegue la nueva primavera". ¿Dónde está el valor de estas palabras? ¿Se ha muerto acaso? Yo sólo les diré una cosa: contra mí se estrelló una profecía de dos milenios. ¿Por qué no viene a enfrentarme cara a cara para que yo pueda escupirle en la suya, a él, el cardenal Nap... –Un tartajeante estertor le arrancó a Radspieller la última sílaba de la boca; había visto la planta que el botánico colocara horas antes sobre el alféizar de la ventana y la miraba con ojos desorbitados.

Mi primera intención fue la de levantarme y correr en su ayuda.
Pero un grito de Giovanni Braccesco me retuvo:
La corteza apergaminada del globo se había desprendido bajo la insistente presión de la aguja de Eshcuid del mismo modo en que se desprende la cascara de una fruta madura, y ante nosotros quedó al descubierto una gran esfera de cristal... En su interior podía verse el resultado de una obra de artesanía excepcional: la figura de un cardenal con capa y sombrero, que en la mano traía como quien porta una vela encendida una planta con flores de cinco pétalos de un azul acerado. Paralizado de espanto como estaba, apenas si atiné a girar la cabeza hacia donde se encontraba Radspieller.

Estaba nuevamente parado junto a la ventana, rígido y cadavérico, y tan inmóvil como la estatuilla de la esfera de cristal; y como ella sostenía en su mano el acónito azul, en tanto que no podía quitar la vista del rostro del cardenal. Sólo el brillo de sus ojos revelaba que aún estaba vivo; pero nosotros comprendimos claramente que su espíritu se había hundido para ya nunca más volver en la noche de la demencia.

Eshcuid, Mr. Finch, Giovanni Braccesco y yo nos despedimos a la mañana siguiente, casi sin palabras: las últimas horas de la noche anterior aún repercutían en nuestras mentes pesarosas y el desconcierto sellaba nuestros labios. He seguido viajando por el mundo, solo y sin plan previo, pero nunca me he vuelto a encontrar con ninguno de ellos.

Una sola vez, después de muchos años, mi camino me llevó hasta aquella región: del castillo ya no quedaban más que los muros, pero entre las ruinas se extendía, quemado por el sol de las alturas, en un gran cantero azul: el Aconitum napellus.


El chico que amaba una tumba. Fitz James O'Brien (1828-1862)

Muy lejos, en el corazón de un país solitario, había una vieja y solitaria iglesia. En su patio ya no se enterraba a los muertos, pues había dejado de funcionar hacía mucho tiempo; su pasto crecido alimentaba ahora a algunas cabras salvajes que trepaban el muro ruinoso y vagaban por el triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos; y su oxidado portón de hierro, rara si alguna vez abierto, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si alguna alma perdida, condenada a vagar por siempre en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible prisión.

En este cementerio había una tumba distinta a las demás. La lápida no llevaba nombre, pero en su lugar aparecía la rara escultura de un sol saliendo del mar. El sepulcro era muy pequeño y estaba cubierto de una espesa capa de retama y ortigas; uno podría suponer por su tamaño que correspondía a un niño de pocos años.

No lejos del lugar vivía con sus padres un chico en una casita triste; era un chico soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros niños del barrio, él amaba correr por los campos, recostarse a la orilla del río, mirando caer las hojas y enrularse las aguas, y los lirios que mecían sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de asombrarse que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran personas crueles y salvajes que bebían y discutían todo el día y toda la noche; los ruidos de sus peleas llegaban en las cálidas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la aldea bajo la colina.

El muchachito se aterrorizaba con estas horribles disputas y su alma joven se encogía cada vez que escuchaba las maldiciones y los golpes resonando en la mísera casa, así que solía escaparse a los campos donde todo lucía tan calmo, tan puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos. De este modo dio un día con el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas cubiertas de maleza, deletreando los nombres de las personas que había partido de la tierra años y años atrás.

Por algún motivo, la pequeña tumba anónima y olvidada atrajo su atención más que las otras. El extraño agregado del sol naciendo del mar era para él una fuente perpetua de misterio y asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus padres lo espantaba de su casa, solía dirigirse allí, echarse entre la maleza espesa y pensar en quién podría estar enterrado debajo. Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto, que la adornó según su gusto infantil. Arrancó las retamas y ortigas y la maleza que crecía sombríamente sobre la piedra, y recortó el pasto hasta que empezó a crecer espeso y suave como la alfombra del cielo. Después trajo pimpollos de las lomas verdes, de los caminos de rocío donde los espinos llueven sus flores blancas, rojas amapolas de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles del mimbre plateado trenzó un simple cerco alrededor y raspó el moho que se arrastraba sobre la lápida, hasta que la pequeña tumba se vio como si fuera la de una bella hada. Entonces estuvo contento. Durante los largos días de verano, gustaba de echarse allí, aferrando con sus brazos el hinchado montículo, mientras un viento suave de voluntad cambiante jugaba sobre él y tímidamente levantaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos venía y le proponía sumarse al juego; pero él lo miraba con sus calmos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho impresionado se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico que amaba una tumba. Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. La quietud del lugar, el aroma de las flores salvajes, los rayos dorados cayendo por entre los árboles y jugueteando en la hierba eran delicias para él. Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de buenas personas yendo a casa en el cielo. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en sus malos padres en casa y giraba sobre la tumba, presionando su mejilla contra ésta como si fuera su hermano mayor. Así el verano se convirtió en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Los pimpollos se pusieron pálidos y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores por nosotros, volveremos el año que viene”. Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.

Una tarde, casi al fin del otoño, cuando los árboles se veían marrones y severos y el viento sobre la colina parecía aullar malignamente, el chico, sentado junto a la tumba, escuchó chirriar la vieja puerta girando sobre sus oxidados goznes, y mirando por sobre la lápida vio acercarse una extraña procesión. Allí había cinco hombres: dos llevaban entre ellos lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en sus manos y el quinto, un hombre alto de rostro consternado envuelto en una capa larga caminaba a la cabeza. Cuando el muchachito vio andar a estos hombres de un lado a otro por cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las escrituras semiborradas, su corazoncito casi dejó de latir y se encogió detrás de la piedra gris con la rara escultura, lleno de terror.

Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto a la cabeza, buscando concienzudamente entre el pasto y de vez en cuando parando a consultar entre ellos. Finalmente el líder giró y caminó hacia la pequeña tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces el hombre alto le hizo señas a sus compañeros. “La encontré” dijo “aquí está”. Los demás se acercaron al escucharlo y los cinco hombres quedaron parados mirando la tumba. El pequeño detrás de la piedra no podía respirar. Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en el pasto y quitaron el paño negro, con lo que el chico vio un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura de un sol saliendo del mar, y la luna brilló sobre todo esto.

“Ahora, ¡a trabajar!” dijo el alto y al momento los dos que llevaban picas las clavaron en la pequeña tumba. El chico pensó que se le rompería el corazón y ya no se pudo contener, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando: “¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único que tengo en el mundo para amar! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo el pasto cortito y grueso, y les prometo que si me la dejan el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la colina.”

“¡Calla, muchacho, eres un tonto!' respondió el hombre serio. 'Es una tarea sagrada la que debo realizar, el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus ancestros descansan en palacios. No corresponde que huesos como los suyos reposen en un terreno común y corriente. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Quítenlo, hombres, y sigan con su trabajo.” Los hombres forcejearon y arrastraron al chico, lo dejaron cerca sobre el pasto, sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en el montículo. A través de sus lágrimas vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd de ébano; escuchó la tapa cerrarse y vio las palas volviendo a poner la tierra negra en la tumba vacía; se sintió robado. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.

Regresó a su casa en silencio, vacío de lágrimas y pálido como un fantasma. Cuando se acostó en su cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol naciendo del mar esculpido. El padre rió y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana el chico estaba muerto.

Lo enterraron donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo para cuidar la pequeña tumba.


El carro fantasma. Rudyard Kipling (1865-1936)

Una de las pocas ventajas que la India tiene sobre Inglaterra es una gran facilidad de conocimiento. Tras cinco años de servicio, un hombre tiene relaciones, directas o indirectas, con los doscientos o trescientos funcionarios de su provincia, todos los ranchos de diez o doce regimientos y baterías, y unas mil quinientas personas más de la casta sin puesto oficial. A los diez años esas relaciones habrán doblado el número, y al final de veinte años conoce, o sabe algo de, todo inglés del imperio, y puede viajar a cualquier lugar, a todos los sitios, sin tener que pagar hotel. Quienes viajan por el mundo considerando un derecho que se les dé alojamiento han embotado, incluso en el periodo de mi vida, esta generosidad; no obstante, si hoy día se pertenece al círculo íntimo y no se es ni oso ni oveja negra, todas las puertas están abiertas, y nuestro pequeño mundo se muestra muy, muy amable y colaborador.

Rickett de Kamartha se hospedó con Polder de Kumaon hará unos quince años. Pensaba quedarse dos noches, pero lo puso en cama una fiebre reumática y por seis semanas desorganizó el establecimiento de Polder, le impidió a éste trabajar y casi se le muere en el dormitorio. Polder se comporta como si hubiera quedado de por vida deudor de Rickett, y cada año envía a los hijos de éste una caja con regalos y juguetes. Lo mismo ocurre en todos los sitios. Los hombres no se toman la molestia de ocultarnos su opinión, en el sentido de que somos unos asnos incompetentes, o las mujeres que denigran nuestro carácter y no comprenden las diversiones de nuestras esposas, se quedarán en los huesos ayudándonos si caemos enfermos o tenemos problemas serios. Heatherlegh, el doctor, mantenía, aparte de su clientela regular, un hospital a costa de su propio bolsillo —según lo llamaban sus amigos, un agrupamiento de cubículos desvencijados para incurables— en realidad, se trataba de una especie de cobertizo adaptado para las tripulaciones que han sido dañadas por los temporales. En la India el tiempo suele ser sofocante, y como la entrega de ladrillos es siempre una cantidad fija y la única libertad existente es el permiso de trabajar horas extras sin recibir ni las gracias, los hombres se derrumban de vez en cuando y quedan tan confundidos como las metáforas de esta oración.

Heatherlegh es el doctor más adorable que haya existido, y su receta invariable para todos los pacientes: "acuéstese, tómese las cosas con calma y no se violente". Dice que mueren más hombres debido al exceso de trabajo de lo que justifica la importancia de este mundo. Afirma que el exceso de trabajo mató a Pansay, quien murió en sus manos hará unos tres años. Tiene, desde luego, el derecho de hablar con toda autoridad, y se ríe de mi teoría: que en la cabeza de Pansay había una hendedura y un poquito del mundo oscuro entró por ella y lo presionó hasta matarlo. "Pansay perdió la chaveta", dice Heatherlegh, "debido al estímulo de unas largas vacaciones en casa. Pudo o no haberse comportado como un canalla con la señora Keith-Wessington. En mi opinión, su trabajo en la colonia de Katabundi le agotó las energías, y le dio por la melancolía y por exagerar un mero coqueteo tenido durante un viaje. Desde luego que estaba comprometido con la señorita Mannering, y desde luego que ella rompió el compromiso. Entonces, agarró un enfriamiento febricitante, y de allí todas esas tonterías acerca de fantasmas. El exceso de trabajo inició la enfermedad, la mantuvo activa y lo mató, ¡pobre diablo! Atribúyalo a un sistema que utiliza un hombre para que haga el trabajo de dos y medio."

No creo en esto. Solía sentarme con Pansay ciertas ocasiones en que a Heatherlegh lo llamaban para que fuera a ver pacientes, y sucede que estaba yo a mano para sus confidencias. El hombre me hacía de lo más infeliz describiéndome en voz baja e inalterable, la procesión que sin cesar pasaba a los pies de su cama. Manejaba el lenguaje con la capacidad de un enfermo. Sugerí que, cuando se recuperara, escribiera todo lo sucedido, de principio a fin, pues sabía que la tinta podría ayudarlo a calmar la mente. Sufría de fiebre elevada mientras lo escribía, y el tono de revista tremendista que adoptó no llegó a calmarlo. A los dos meses lo declararon listo para servicio; pero, a pesar de que necesitaban urgentemente su ayuda para que un grupo de trabajo escaso de personal pudiera sobrevivir una etapa de déficit, prefirió morir, jurando al final de todo que lo acosaban brujas. Obtuve el manuscrito antes de que él muriera, y ésta es su versión de los hechos, fechada en 1885, tal y como la escribió:

El doctor me dice que necesito descanso y un cambio de aires. No es improbable que antes de mucho obtenga los dos; un descanso que ni el mensajero de chaqueta roja ni el cañón disparado a mediodía interrumpirán; un cambio de aires más definitivo que el que pueda darme cualquier vapor en camino a casa. Mientras tanto, estoy resuelto a permanecer donde me encuentro; y, desobedeciendo tajantemente las órdenes de mi médico, hacer de todo el mundo mi confidente. Por sí mismos se enterarán de la naturaleza precisa de mi enfermedad y, asimismo, juzgarán si hombre alguno nacido de mujer en esta tierra fatigante fue alguna vez tan atormentado como yo.

Ahora que hablo como un criminal condenado podría hablar antes de que caigan los cerrojos, pienso que mi historia, por extraña y horriblemente improbable que pueda parecer, merece por lo menos atención. De ninguna manera supongo que puedan creerla. Hace dos meses habría calificado de loco o borracho al hombre que osara contarme algo parecido. Hace dos meses era el hombre más feliz de la India. Hoy, de Peshavar a la costa, nadie hay más infeliz. Sólo mi doctor y yo sabemos de esto. Explica todo diciendo que mi cerebro, mi digestión y mi vista se encuentran ligeramente afectados, dando lugar a mis frecuentes y persistentes "ilusiones" ¡Ilusiones, cómo no! Lo considero un tonto. Pero me sigue atendiendo con la misma sonrisa infatigable, el mismo trato profesional suave, las mismas patillas rojas cuidadosamente recortadas, hasta que comienzo a sospecharme un inválido desagradecido y de mal carácter. Pero ustedes juzgarán por sí mismos. Hace tres años fue mi fortuna —mi gran infortunio— navegar de Gravesend a Bombay, tras unas largas vacaciones, con una cierta Agnes Keith-Wessington, esposa de un oficial asignado a Bombay. No les concierne en lo más mínimo saber qué tipo de mujer era. Básteles saber que, antes de terminar el viaje, estábamos desesperada e irrazonablemente enamorados uno del otro. Bien sabe el cielo que puedo hoy admitir esto sin asomo alguno de vanidad. En este tipo de asuntos siempre hay uno que da y otro que acepta. Desde el primer día de nuestra malhadada unión tuve conciencia de que la pasión de Agnes era un sentimiento más fuerte, más dominante y —si se me permite usar la expresión— más puro que el mío. Ignoro si ella reconoció ese hecho entonces. Después, fue amargamente claro para los dos.

Llegados a Bombay la primavera de aquel año, tomamos nuestros respectivos caminos, para no vernos ya los tres o cuatro meses siguientes, cuando mis vacaciones y su amor nos llevaron a Simla. Allí pasamos la temporada juntos y, allí, mi fuego de paja llegó a una lamentable extinción con la terminación del año. No intenté dar ninguna excusa. No me disculpé. La señora Wessington había renunciado a muchas cosas a causa mía, y estaba dispuesta a renunciar a todo. De mis propios labios supo, en agosto de 1882, que me sentía hastiado de su presencia, cansado de su compañía y aburrido del sonido de su voz. Noventa y nueve mujeres de cien se habrían aburrido de mí como yo de ellas; setenta y cinco de esa cifra se habrían vengado prontamente mediante un coqueteo activo y franco con otros hombres. La señora Wessington era la número cien. En ella no tuvieron el menor efecto ni mi aversión tan claramente expresada ni las crueldades hirientes con que adornaba yo nuestras entrevistas.

—¡Jack, querido —era su eterna exclamación tonta—, estoy segura de que todo es un error, un error terrible; algún día volveremos a ser buenos amigos. Por favor, querido Jack, perdóname!

Yo era el ofensor, y lo sabía. Aquel conocimiento transformó mi piedad en una resistencia pasiva y, con el tiempo, en un odio ciego; se trata del mismo instinto, supongo, que impulsa a un hombre a aplastar salvajemente la araña que había matado a medias. Con este odio en mi pecho vino a su fin la temporada de 1882. Al año siguiente volvimos a encontrarnos en Simla, ella con su rostro monótono y sus tímidos intentos de reconciliación; yo, con aquel odio por ella en todas las fibras de mi cuerpo. No pude evitar verme a solas con ella en varias ocasiones; en cada una de éstas sus palabras fueron exactamente las mismas: ese lamento irracional de que todo era un "error" y luego la esperanza de que con el tiempo "seríamos amigos". De haberme preocupado por mirar, podría haber visto que sólo la esperanza la mantenía viva. Mes con mes palidecía y adelgazaba. Estarán de acuerdo conmigo al menos en esto: que esa conducta habría hecho caer en la desesperación a cualquiera. Era innecesaria, infantil, poco femenina. Afirmo que ella tenía mucho de la culpa. Y sin embargo a veces, en mis negras y enfebrecidas vigilias nocturnas, he comenzado a pensar que pude ser un poco más amable con ella. Pero ésa sí es una "ilusión". No podía seguir pretendiendo que la amaba cuando no ocurría así, ¿no es cierto? Hubiera sido injusto para los dos.

El año pasado volvimos a reunirnos, en las mismas condiciones. Los mismos llamados fatigantes, las mismas respuestas secas de mis labios. Finalmente, decidí hacerla comprender cuán totalmente equivocados y sin esperanza eran sus intentos de reanudar la vieja relación. Según avanzaba la temporada, nos fuimos separando; es decir, le fue difícil reunirse conmigo, pues tenía yo otros intereses más absorbentes a los cuales atender. Cuando, calmadamente, repaso todo eso en mi cuarto de enfermo, la temporada de 1884 me parece una pesadilla confusa, en la que luz y sombra estuvieran entremezcladas fantásticamente: mi cortejo de la pequeña Kitty Mannering; mis esperanzas, dudas y miedos; nuestros largos paseos a caballo juntos; mi temblorosa aceptación de que estaba enamorado; su respuesta; de vez en cuando la visión de un rostro blanco que pasa en el carrito con las libreas blancas y negras que en alguna ocasión esperé con tanta ansia; la mano enguantada de la señora Wessington saludándome; y, cuando estábamos solos, lo que ocurría rara vez, la molesta monotonía de su queja. Amaba yo a Kitty Mannering; la amaba honestamente y con todo el corazón; y al crecer mi amor por ella, crecía mi odio por Agnes. En agosto Kitty y yo quedamos comprometidos. Al día siguiente encontré a espaldas del Jakko a esos malditos jhampanies "corvinos" y, llevado de un pasajero sentimiento de piedad, me detuve junto a la señora Wessington para contarle todo. Ya lo sabía.

—Escuché decir que estás comprometido, querido Jack —y entonces, sin mediar pausa alguna—: Estoy segura de que todo es un error, un error terrible. Alguna vez seremos tan buenos amigos, Jack. como siempre lo fuimos.
Mi respuesta habría hecho respingar incluso a un hombre. Cortó a la mujer moribunda que ante mí tenía como el golpe de un látigo.
—Por favor, Jack, perdóname. No quise enojarte. Pero ¡es cierto, es cierto!

Y la señora Wessington se derrumbó totalmente. Me di la vuelta y dejé que terminara su viaje en paz, sintiendo, aunque sólo por uno o dos segundos, que me había comportado como una alimaña indeciblemente cruel. Miré hacia atrás y vi que había hecho dar vuelta al carrito, con la idea, supongo, de alcanzarme. Aquella escena y los alrededores quedaron fotografiados en mi memoria. El cielo cargado de lluvia (estábamos a finales de la temporada de lluvias), los pinos empapados y deslucidos, el camino lodoso y los farallones hendidos por la pólvora formaban un lóbrego telón de fondo, contra el cual destacaban claramente las libreas negras y blancas de los jhampanies, el carrito de paredes amarillas y la abatida cabeza dorada de la señora Wessington. Con el pañuelo apretado en la mano izquierda, se apoyaba extenuada en los cojines del carrito. Llevé mi caballo por una vereda cercana al Sanjowlie Reservoir y, literalmente, huí. En una ocasión creí escuchar un lejano "¡Jack!" Tal vez fuera mi imaginación. Nunca me detuve a confirmarlo. Diez minutos más tarde me encontré con Kitty, que venía a caballo. En el deleite que me produjo el largo paseo con ella, olvidé todo lo concerniente a la entrevista ocurrida.

Una semana después moría la señora Wessington, y mi vida se vio libre de la inenarrable carga de su existencia. Me fui a Plainsward totalmente feliz. Antes de los tres meses me había olvidado de ella por completo, excepto que en ocasiones hallar una de sus viejas cartas me traía desagradables recuerdos de aquella relación concluida. En enero había desenterrado de entre mis dispersas pertenencias lo que de nuestra correspondencia quedaba, quemándolo. A comienzos de abril de este año, 1885, estaba una vez más en Simla, en una semidesierta Simla, hundido en pláticas y paseos de amante con Kitty. Se había decidido que nos casáramos a fines de junio. Por consiguiente comprenderán que, amando a Kitty como la amaba, no exagero al decir que era, en aquellos momentos, el hombre más feliz de la India. Casi habían pasado catorce días deliciosos antes de que notara su desaparición. Entonces, alertado a la conciencia de lo que era propio entre mortales comprometidos como lo estábamos ella y yo, le hice ver a Kitty que un anillo de compromiso era la señal externa y visible de su dignidad de muchacha prometida en matrimonio; que debía venir de inmediato conmigo a Hamilton para que le midieran uno. Hasta ese momento, le doy mi palabra, habíamos olvidado por completo asunto tan trivial. Así, a Hamilton nos fuimos el día 15 de abril de 1885. Recuérdese que, diga lo que diga en contra mi doctor, poseía entonces una salud perfecta, gozaba de una mente bien equilibrada y de un espíritu por todo concepto tranquilo. Kitty y yo entramos en Hamilton juntos y, allí, sin tomar en cuenta el orden de llegada, medí el dedo de Kitty en presencia del divertido dependiente. El anillo tenía un zafiro y dos diamantes. A continuación bajamos por la cuesta que conduce al puente de Combermere y al establecimiento de Peliti.

Mientras mi Waler avanzaba cautelosamente por el esquisto suelto, y Kitty charlaba y reía a mi lado —mientras todo Simla, es decir, tantas personas como las llegadas hasta ese momento de las llanuras, se agrupaban alrededor del cuarto de lectura y el porche de Peliti—, sentí que alguien, al parecer desde una gran distancia, me llamaba por mi nombre de pila. Tuve la impresión de haber escuchado esa voz antes, aunque sin poder determinar de pronto cuándo y dónde. En el breve tiempo que toma cubrir la distancia entre el camino que parte de Hamilton y la primera plancha del puente de Combermere pensé en una media docena de personas que hubieran podido haber cometido aquel solecismo, y terminé decidiendo que debió tratarse de algún rumor en mis oídos. Justo frente al establecimiento de Peliti atrajo a mi vista la imagen de cuatro jhampanies,en libreas de "cuervo", que tiraban de un vulgar carrito de mercado, de paredes amarillas. Con una sensación de disgusto e irritación, al instante mi mente regresó a la temporada anterior y a la señora Wessington. ¿No era suficiente que la mujer hubiera muerto y desaparecido, sino que ahora viniera la aparición de sus servidores en blanco y negro a echarme a perder la felicidad sentida ese día? Decidí visitar a quienquiera que los ocupara y pedirle, como un favor personal, que cambiara las libreas de sus jhampanies. Alquilaría yo mismo a esos hombres y, de ser necesario, les compraría sus libreas. Es imposible expresar aquí el flujo de memorias desagradables que su presencia despertó.

—Kitty —exclamé—, ¡han vuelto los jhampanies de la pobre señora Wessington! Me pregunto quién los emplea ahora.
Kitty había conocido ligeramente a la señora Wessington la temporada anterior, habiendo mostrado un interés constante por la enfermiza mujer.
—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó—. No los veo por ninguna parte.

Y justo mientras hablaba, su caballo, por evitar una mula cargada, se puso directamente frente al carrito en marcha. Apenas había tenido tiempo de gritar una advertencia cuando, para mi horror indescriptible, caballo y jinete pasaron a través de los hombres y el vehículo como si fueran éstos de aire puro.

—¿Qué te ocurre? —exclamó Kitty—. ¿Por qué gritaste de un modo tan tonto, Jack? Si estoy comprometida, no quiero que todo el mundo se entere de ello. Había muchísimo espacio entre la mula y el porche. Y si te imaginas que no sé cabalgar, ¡pues entonces...!

Dicho esto, la testaruda Kitty se lanzó a medio galope, la delicada cabecita al aire, en dirección al quiosco de música, sin la menor duda, según me dijo después, de que la seguiría. ¿Qué me ocurría? Casi nada. O bien estaba yo loco o borracho, o Simla estaba rondada por diablos. Contuve con las riendas a mi impaciente montura y me volví. También el carrito había dado la vuelta y estaba ahora frente a mí, próximo al pretil izquierdo del puente Combermere.

—¡Jack, querido Jack! —esta vez no había equivocación ninguna respecto a las palabras; resonaron en mi mente como si las hubieran gritado a mi oído—. Se trata de un terrible error, estoy segura. Por favor, perdóname, Jack, y volvamos a ser amigos.

La capota del carrito había caído hacia atrás y dentro, tal como espero y ruego de día por la muerte que de noche temo, estaba la señora Keith-Wessington, el pañuelo en la mano, la dorada cabeza inclinada sobre el pecho. No sé por cuanto tiempo la contemplé inmóvil. Finalmente, me despertó mi sirviente al asir la brida de Waler y preguntarme si me sentía mal. De lo horrible a lo común y corriente sólo hay un paso. Desmonté del caballo y me precipité, medio desmayado, en Peliti, donde pedí una copa de brandy de cereza. Dos o tres parejas se hallaban reunidas alrededor de las mesas, comentando los chismes del día. Su charla trivial fue más reconfortante para mí en aquel momento que los consuelos de la religión pudieran haberlo sido. De inmediato me sumergí en medio de la conversación; platicaba, reía y hacía bromas con una cara (cuando de refilón la vi en un espejo) tan blanca y desencajada como la de un cadáver. Tres o cuatro hombres notaron la condición en que estaba; sin duda atribuyéndolo a las consecuencias de haber bebido demasiados tragos, caritativamente se esforzaron por apartarme del resto de los parroquianos. Pero me rehusé a separarme de ellos. Quería la compañía de los de mi condición, tal como un niño se precipita en medio de una fiesta tras haber recibido un susto en la oscuridad. Llevaría hablando unos diez minutos, aunque a mí me parecieron una eternidad, cuando escuché fuera la clara voz de Kitty preguntando por mí. Un minuto después estaba dentro del local, dispuesta a reconvenirme por descuidar tan señaladamente mis deberes. Algo en mi rostro la contuvo.

—Pero Jack —exclamó—, ¿en qué te has metido? ¿Qué sucede? ¿Estás enfermo?
Así conducido a una mentira directa, dije que el sol había resultado demasiado fuerte para mí. Eran cerca de las cinco, una encapotada tarde de abril, y el sol había estado oculto todo el día. Comprendí mi error en cuanto las palabras terminaron de salir de mi boca; intenté cubrirlas; disparaté lamentablemente y seguí a Kitty, cuyo enojo era de alcurnia, al exterior, entre las sonrisas de mis conocidos. Inventé alguna excusa (olvidé cuál) argumentando que me sentía débil y al paso largo busqué mi hotel, dejando que Kitty terminara sola el paseo. En mi habitación me senté e intenté con toda calma encontrarle alguna explicación a lo sucedido. Heme aquí, yo, Theobald Jack Pansay, un funcionario civil con buenos estudios, en el año de gracia de 1885, supuestamente cuerdo, sin duda alguna sano, a quien la aparición de una mujer muerta y enterrada ocho meses atrás causa tal terror que lo separa del lado de la novia. Son hechos ante los cuales no puedo cerrar los ojos. Nada más lejano de mi pensamiento que la memoria de la señora Wessington cuando Kitty y yo salimos de Hamilton. Nada más común y corriente que la porción de muro frente a Peliti. A plena luz del día, el camino lleno de gente. Y sin embargo allí, fíjense, desafiando toda ley de la probabilidad, en violación directa de lo ordenado por la naturaleza, se me aparece un rostro venido de la tumba.

El caballo árabe de Kitty había pasado a través del carrito: así quedaba eliminada mi primera esperanza, que una mujer milagrosamente parecida a la señora Wessington hubiera alquilado el carrito, junto con los culies de librea. Una y otra vez di vueltas alrededor de esa maraña de pensamientos; una y otra vez me rendí, perplejo y desesperado. La voz era tan inexplicable como la aparición. De principio tuve la idea descabellada de confesarle todo a Kitty, rogarle que se casara conmigo de inmediato y, en sus brazos, desafiar a la fantasmal ocupante del carrito. "Después de todo", argüía, "la presencia del carrito basta como prueba de la existencia de una ilusión espectral. Es posible ver fantasmas de hombres y mujeres, pero de seguro nunca de culies y vehículos. Todo esto es absurdo. ¡Imagínense, ver el fantasma de un montañés!" A la mañana siguiente envié a Kitty una nota de disculpa, implorándole que pasara por alto mi extraña conducta de la tarde anterior. Mi divinidad seguía muy enojada, y fue necesario dar disculpas personalmente. Expliqué, con una fluidez nacida de haber estado meditando toda la noche una mentira, que me vi atacado por una súbita palpitación del corazón, resultado de una indigestión. Esa solución eminentemente práctica tuvo su efecto: Kitty y yo paseamos a caballo aquella tarde con la sombra de mi primera mentira apartándonos.

Se encaprichó en un paseo al paso largo alrededor del Jakko. Con los nervios aún trastornados por la noche anterior, protesté débilmente contra la idea, sugiriendo la colina Observatory, Jutogh, el camino de Boileaugunge, cualquier cosa excepto el círculo del Jakko. Kitty estaba enojada y un tanto herida, así que cedí, temeroso de provocar un malentendido mayor; por tanto, partimos juntos hacia Chota Simla. Fuimos al paso gran parte de la ruta y, según era nuestra costumbre, al paso largo desde poco más o menos una milla antes de Convent hasta el tramo de camino uniforme que está junto al Sanjowlie Reservoir. Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía cada vez con mayor rapidez según nos acercábamos a la cresta de la pendiente. Mi mente había estado ocupada toda la tarde con la señora Wessington; cada pulgada del camino del Jakko era testigo de nuestros paseos y charlas. Los cantos rodados estaban plenos de aquello; los pinos lo cantaban potentes por encima de nosotros; invisibles, los torrentes alimentados por la lluvia reían contenidos, reían entre dientes de aquella historia vergonzante; y, en mis oídos, el viento salmodiaba la iniquidad cometida. Como una culminación lógica, en medio del trecho que los hombres llaman la Milla de las Damas, el horror me esperaba. Ningún otro carrito a la vista; únicamente los cuatro jhampanies en blanco y negro, el vehículo de paredes amarillas y, dentro, la dorada cabeza de la mujer, ¡todo aparentemente como lo había dejado ocho meses y quince días atrás! Por un instante imaginé que Kitty debía ver lo que yo veía, tan maravillosamente coincidíamos en todas las cosas. Sus siguientes palabras me desengañaron: "¡Ni un alma a la vista! ¡Vamos Jack, te juego una carrera hasta los edificios del Reservoir!" Su musculoso caballito pura sangre partió como una exhalación, mi Waler inmediatamente detrás, y en ese orden nos lanzamos al filo de los farallones. En medio minuto estábamos a cincuenta yardas del carrito. Frené a mi Waler y me retrasé un poco. El carrito estaba justo en medio del camino y, una vez más, el pura sangre pasó a través de él, siguiéndolo mi caballo, "¡Jack, querido Jack, por favor, perdóname!" —oí el lamento en mis oídos y, al cabo de un intervalo—: "¡Todo fue un error, un error terrible!"

Espoleé a mi caballo como un hombre poseído. Cuando, en las instalaciones del Reservoir, volví la cabeza, las libreas en blanco y negro seguían esperando, pacientemente esperando, al pie de la gris colina, y el viento me trajo un eco burlón de las palabras escuchadas. Por el resto del paseo Kitty me embromó mucho a causa de mi silencio. Hasta ese momento había hablado sin freno y alocadamente. Ni para salvar mi vida habría podido hablar, a partir de allí, de un modo natural, y desde Sanjowlie hasta la iglesia sabiamente me mantuve en silencio. Tenía cena con los Mannering aquella noche, y apenas me alcanzaba el tiempo para cabalgar hasta casa y cambiarme. Camino de Elysium Hill escuché a dos hombres que hablaban en la oscuridad. "Es curioso", dijo uno, "cómo desapareció toda huella de él. Ya sabe cuán locamente encariñada estaba mi esposa de esa mujer (aunque no entiendo qué pueda haber visto en ella), y quería que consiguiera yo su viejo carrito con los culies, no importa a qué precio. Lo llamo un capricho un tanto malsano, pero tengo que hacer lo que memsahib pida. Aunque no lo crea, el hombre que se lo alquilaba me ha dicho que los cuatro hombres —eran hermanos— murieron de cólera camino de Hardwar, ¡pobres diablos! En cuanto al carrito, él mismo lo deshizo. Me dijo que nunca usaba el carrito de una memsahib muerta. Que es de mala suerte. Extraña idea, ¿no le parece? ¡Imagínese, la pobre señora Wessington echándole a perder la suerte a alguien que no fuera ella misma!" En ese punto me reí en voz alta, y la risa me sacudió mientras la emitía. ¡De modo que sí había fantasmas de carritos, después de todo, con funciones fantasmales en el otro mundo! ¿Cuánto pagaba la señora Wessington a sus hombres? ¿Qué horario tenían? ¿Adónde iban?

Y como una respuesta visible a mi última pregunta, vi aquella cosa infernal en la luz mortecina, obstaculizándome el camino. Los muertos viajan rápido, y por atajos que los culies ordinarios desconocen. Reí en voz alta una segunda vez, cortando de pronto la carcajada, temeroso de estarme volviendo loco. Debí estar loco en cierta medida, pues recuerdo que frené con las riendas a mi caballo llegando al carrito y, cortésmente le deseé "Buenas noches" a la señora Wessington. Su respuesta fue una que conocía yo demasiado bien. La escuché hasta el final. Repliqué entonces que todo aquello lo había oído ya antes, pero que si ella tenía algo que agregar, atendería con gusto. Algún demonio maligno, más fuerte que yo, debió entrar en mí aquella noche, pues tengo vagas memorias de haber comentado, por cinco minutos, los sucesos cotidianos de aquel día con la cosa que tenía enfrente.

—¡Está loco de atar el pobre diablo, o borracho! Max, mira si puedes convencerlo que se vaya a su casa.

¡De seguro aquélla no era la voz de la señora Wessington! Los dos hombres me habían escuchado hablar con el aire, y regresaban para cuidarme. Se mostraron muy amables y considerados, y de sus palabras deduje que me creían sumamente borracho. Les di las gracias atropelladamente y cabalgué hasta mi hotel, donde me cambié; llegué diez minutos tarde a casa de los Mannering. Alegué como excusa lo oscuro de la noche, Kitty me reprochó por mi nada romántica tardanza y nos sentamos. La conversación se había generalizado ya. A socapa de ella dirigía yo algunas frases tiernas a mi novia cuando capté que, al extremo de la mesa, un hombre de corta estatura y patillas rojas describía, con mucho adorno, su encuentro aquella noche con un loco desconocido. Unas cuantas oraciones me convencieron de que repetía el incidente de media hora atrás. En medio de su relato miró en derredor buscando aplausos, como hacen los narradores profesionales, tropezó con mi cara y sin más se desmoronó. Hubo un momento de penoso silencio, y el hombre de patillas rojas murmuró algo en el sentido de que "había olvidado el resto", sacrificando con ello la reputación de buen contador que había ido ganando las seis últimas temporadas. Lo bendije desde el fondo de mi alma y... seguí comiendo mi pescado.

A su debido tiempo la cena llegó a su fin. Con pesar genuino me separé de Kitty; tan cierto como estaba de mi existencia sabía que aquello me estaba esperando al otro lado de la puerta. El hombre de patillas rojas, que me fue presentado como el doctor Heatherlegh, de Simla, me ofreció compañía hasta donde nuestros caminos se separaran. Acepté la oferta con gratitud. El instinto no me había engañado. Estaba presto en el Mall y, con lo que parecía una burla demoniaca de nuestras costumbres, tenía la lámpara frontal encendida. El hombre de patillas rojas abordó la cuestión de inmediato, mostrando con su modo de hacerlo que había estado pensando sobre el caso durante toda la cena.

—Dígame, Pansay, ¿qué diablos le ocurrió esta noche en el Elysium Road?
Lo súbito de la pregunta me arrancó una respuesta antes de que tuviera conciencia de estar respondiendo.
—¡Eso! —dije, señalando aquello.
—Eso puede ser delirium tremens o la vista, por lo que deduzco. Ahora bien, usted no bebe. Lo comprobé durante la cena, así que no puede ser delirium tremens. Nada hay en absoluto allí donde señala, aunque esté usted sudando y temblando de miedo, como un pony asustado. Por tanto, saco en conclusión que se trata de la vista. Y de eso creo saberlo todo. Venga a casa conmigo. Vivo en la parte baja de Blessington.

Con intenso gozo vi que el carrito, en lugar de esperarnos, se mantenía veinte yardas adelante, fuéramos al paso, al trote o al paso largo. En el transcurso de aquella larga cabalgata nocturna dije a mi acompañante casi tanto como lo comunicado a ustedes aquí.

—Bien, pues ha echado a perder usted uno de los mejores cuentos con que haya tropezado —dijo—, pero se lo perdono tomando en cuenta por lo que ha pasado usted. Ahora, venga a casa y haga lo que le pida. Y cuando lo haya curado, jovencito, que esto le sirva de lección: hasta el día de su muerte manténgase alejado de las mujeres y de la comida indigesta.
El carrito se mantenía adelante, y mi amigo de las patillas rojas parecía derivar un gran placer de escucharme decirle dónde exactamente se encontraba el vehículo.
—La vista, Pansay; la vista, el cerebro y el estómago. Y el estómago es el peor de ellos. Tiene usted un exceso de cerebro engreído, demasiado poco estómago y una vista totalmente enferma. Ponga en condiciones el estómago y lo demás vendrá por sí solo. Y todo esto lo resolverán unas píldoras para el hígado. A partir de este momento me hago cargo de su cuidado médico, pues es usted un fenómeno demasiado interesante para que lo deje pasar.

En aquel instante estábamos en la parte baja de Blessington, en lo más profundo de sus sombras, y el carrito se detuvo bajo un grupo de pinos, situado en un saliente de pizarra. Instintivamente me detuve también, explicando la razón. Heatherlegh lanzó un juramento.

—Mire, si supone que me voy a pasar esta fría noche al pie de una colina a causa de una ilusión provocada por el estómago cum cerebro cum vista... ¡Dios nos apiade, qué ha sido eso?

Se escuchó un estallido apagado, justo frente a nosotros se levantó una cegadora nube de polvo, hubo un crujido, el ruido de ramas desgajadas y unas diez yardas del farallón —pinos, maleza y todo lo demás— se deslizó hasta el camino, bloqueándolo por completo. Los árboles desenraizados oscilaron y se tambalearon por un momento en la oscuridad, como gigantes ebrios, y enseguida cayeron postrados entre sus compañeros con un estrépito atronador. Nuestros caballos quedaron inmóviles, sudando de miedo. En cuanto el ruido de la tierra y las piedras derribadas cesó, mi acompañante murmuró:

—Amigo, si hubiéramos seguido avanzando, en este momento estaríamos en nuestras tumbas, a diez pies de profundidad. "Hay más cosas en el cielo y en la tierra..." Venga a casa, Pansay, y demos gracias a Dios. Necesito de inmediato un trago.

Buscamos otro camino por Church Ridge y, poco después de la medianoche, llegué a casa del doctor Heatherlegh. Casi de inmediato comenzaron sus intentos por curarme, y en una semana no me separé de su lado. A lo largo de esa semana, en muchas ocasiones bendije a mi buena fortuna, que me había puesto en contacto con el mejor y más amable doctor de Simla. Día a día mi espíritu ganaba en alegría y se serenaba. Asimismo, día a día me inclinaba más por aceptar la teoría de Heatherlegh sobre una "ilusión espectral" relacionada con vista, cerebro y estómago. Escribí a Kitty, diciéndole que un esguince ligero, provocado por una caída del caballo, me tendría en cama unos días; que me recuperaría antes de que tuviera tiempo de lamentar mi ausencia. El tratamiento aplicado por Heatherlegh era sencillo en cierta medida. Consistía en píldoras para el hígado, baños de agua fría y ejercicios enérgicos, hechos al oscurecer o muy temprano por la mañana, porque, como sagazmente observó el doctor: "Un hombre con un tobillo torcido no camina una docena de millas al día, y su joven amiga pudiera entrar en sospechas de verlo".

Al finalizar la semana, tras examinarme mucho la pupila y el pulso, y tras darme instrucciones estrictas respecto a la dieta y mis caminatas, Heatherlegh me despidió con igual brusquedad que cuando se hizo cargo de mí. He aquí su bendición de despedida: "Amigo, certifico su cura mental, lo que equivale a decir que he curado una gran parte de sus dolencias corporales. Ahora, tome sus bártulos y váyase lo antes posible; váyase y corteje a la señorita Kitty." Me esforzaba en expresarle mi agradecimiento por sus bondades, pero me interrumpió sin más:

—No piense que lo hice porque me agrade usted. Entiendo que se ha comportado como un verdadero canalla. Pero, de cualquier manera, es usted un fenómeno, y un fenómeno curioso en igual medida que canalla. ¡No! —y me silenció una segunda vez—. Ni una rupia, por favor. Salga de aquí y mire a ver si encuentra nuevamente ese problema de ojos-cerebro-estómago. Le daré un lakh cada ocasión que lo vea.

Media hora más tarde estaba en la sala de los Mannering con Kitty, ebrio con los efluvios de mi felicidad actual y el conocimiento de que nunca más me perturbaría aquella presencia espantosa. Firme gracias a la sensación de mi recién hallada seguridad, propuse un paseo en el acto y, de preferencia, al paso largo alrededor de Jakko. Nunca me había sentido mejor, tan lleno de vitalidad y simple espíritu animal, como aquella tarde del 30 de abril. Kitty se mostró dichosa con mi cambio de aspecto, y me felicitó por ello con su estilo tan deliciosamente franco y abierto. Dejamos juntos la casa de los Mannering, riendo y hablando, y como en los viejos tiempos fuimos al paso largo por el camino de Chota Simla. Tenía prisa de llegar al Sanjowlie Reservoir, para allí dos veces hacer segura mi seguridad. Los caballos daban su mejor esfuerzo, que parecía demasiado lento para mi mente impaciente. A Kitty le asombraba mi bullicio.

—¡Pero Jack —exclamó finalmente —, te estás comportando como un chiquillo! ¿Qué haces?
Estábamos justo antes del convento, y por un mero impulso de travesura hacía que mi Waler cabriolara y corcoveara a lo ancho del camino, cosquilleándolo con el lazo de mi látigo.
—¿Que qué hago ? —respondí—. Nada, querida. Exactamente ocurre eso. Si nada has hecho por una semana, excepto estar en cama, te sentirías tan alborotada como yo.
Cantando y murmurando de alegría festiva,
feliz de verte vivo;
señor de la natura, de la tierra visible
de los cinco sentidos.

No acababa de expresar mi cita cuando ya habíamos rodeado la curva que está después del convento; a las pocas yardas, veíamos hasta Sanjowlie. En el centro del recto camino estaban las libreas negras y blancas, el carrito de paredes amarillas y la señora Keith-Wessington. Tiré de las riendas, miré, me restregué los ojos y, creo, algo dije. Mi siguiente memoria es de verme boca abajo sobre el camino, Kitty, en llanto, arrodillada a mi lado.

—¿Se ha ido, pequeña? —pregunté entrecortadamente, Kitty se limitó a llorar con mayor amargura.
—¿Se ha ido qué, Jack querido? ¿Qué significa todo esto? Debe haber algún error en alguna parte, Jack. Un error terrible.
Estas palabras últimas me pusieron de pie, enloquecido, desvariando por unos momentos.
—Sí, hay un error en alguna parte —repetí—, un error terrible. Ven y míralo.
Tengo una idea vaga de haber arrastrado a Kitty, de la muñeca, por el camino hasta donde aquello estaba, implorándole que, por piedad, le hablara, le dijera que ella y yo estábamos comprometidos, que ni la muerte ni el infierno podrían romper el nexo que nos unía, y sólo Kitty sabe cuántas expresiones más en la misma línea. Una y otra vez pedí apasionadamente al terror sentado en el carrito que comprobara todo lo que le había dicho, que me librara de una tortura que me estaba matando. Supongo que, mientras hablaba, debí contar a Kitty de mis relaciones con la señora Wessington, porque la vi escuchar atentamente, el rostro blanco y los ojos en llamas.
—Gracias, señor Pansay —dijo—, eso es más que suficiente. Syce ghora láo.

Los sirvientes, impasibles como lo están siempre los orientales, habían regresado con los caballos. Cuando Kitty montaba, así la rienda y rogué a mi amada que me oyera y perdonara. La respuesta fue una cortadura hecha con su látigo, que me cruzó el rostro de la boca al ojo, junto con una o dos palabras de adiós que, incluso ahora, me es imposible escribir. Por ello juzgo, y juzgo acertadamente, que Kitty lo sabía todo. Tambaleante, volví junto al carrito. Tenía el rostro cortado y sangrante; el golpe del látigo había producido un lívido cardenal. No tenía yo pundonor. Justo en ese momento Heatherlegh, quien debió estar siguiéndonos a cierta distancia, se acercó.

—Doctor —dije, señalando mi rostro—, he aquí la firma de la señorita Mannering en mi orden de baja y... le agradeceré que me pague ese lakh en cuanto le sea posible.
Incluso en la profunda infelicidad en que me veía, la expresión de Heatherlegh me movió a risa.
—Apuesto mi reputación profesional... —comenzó a decir.
—No sea tonto —susurré—. He perdido la felicidad de mi vida. Será mejor que me lleve a casa.

Mientras hablaba, el carrito desapareció. Entonces, perdí toda conciencia de lo que pasaba. La cima del Jakko pareció elevarse, girar como la cresta de una nube y caer sobre mí. Siete días más tarde (es decir, el 7 de mayo) tuve conciencia de encontrarme acostado en la habitación de Heatherlegh, tan débil como un niño. Heatherlegh me miraba fijamente tras los papeles puestos en su escritorio. Sus primeras palabras no fueron consoladoras, pero me encontraba demasiado agotado para que me sacudieran.

—La señorita Kitty le regresó sus cartas. Ustedes, los jóvenes, se escriben mucho. Hay aquí un paquete que parece contener un anillo, y una especie de nota jovial de papá Mannering, que me tomé la libertad de leer y quemar. El anciano caballero no está contento con usted.
—¿Y Kitty? —pregunté apagadamente.
—Bastante más conmovida que su padre, por lo que dice. Con base en esto, supongo que dejó escapar usted un cierto número de recuerdos peculiares justo antes de llegar yo. Dice que cuando un hombre se ha comportado con una mujer como usted con la señora Wessington, debería matarse de lástima por los de su especie. Esta conquista suya es un diablillo arrebatado. Afirma, además, que sufría usted delirium tremens cuando aquella trifulca en el camino del Jakko. Dice que prefiere morir antes que volverle a hablar.
Gruñí y me puse de espaldas.
—Tiene usted una salida, amigo mío. Es necesario romper este compromiso, y los Mannering no desean mostrarse muy severos con usted. ¿Qué produjo la ruptura, el delirium tremens o ataques de epilepsia? Siento no poder ofrecerle mejor opción, a menos que prefiera una locura hereditaria. Déme su consentimiento y les diré que se trata de epilepsia. Todo Simla sabe lo ocurrido en Ladies'Mile. Le doy cinco minutos para pensarlo.

Creo que durante esos cinco minutos exploré a fondo los círculos más bajos del infierno que le es permitido al hombre transitar en esta tierra. Al mismo tiempo, me veía andar a tientas por el oscuro laberinto de la duda, la aflicción y la desesperación total. Me preguntaba, como Heatherlegh, en su silla, hubiera podido preguntárselo, cuál de esas terribles alternativas adoptar. Al poco, me oí responder en una voz que apenas reconocí:

—Por estos lugares se muestran execrablemente puntillosos acerca de la moral. Ofrézcales los ataques, Heatherlegh, junto con mi cariño. Y ahora, permítame dormir un poco más.
Entonces se unieron mis dos yo, y fui tan sólo yo (el medio enloquecido, el poseído por el diablo) que me revolví en la cama, siguiendo paso a paso lo ocurrido en el último mes. "Pero estoy en Simla —me repetía sin cesar—. Yo, Jack Pansay, estoy en Simla, y en Simla no hay fantasmas. No tiene lógica que esa mujer insista en que los hay. ¿Por qué no pudo Agnes dejarme solo? Jamás le hice daño alguno. Bien pudo sucederme a mí en lugar de a ella. Sólo que yo nunca habría vuelto con el propósito de matarla. ¿Por qué no pueden dejarme solo, solo y feliz?" Era pleno mediodía cuando desperté; muy bajo en el cielo estaba el sol cuando me dormí como duerme en el potro del tormento un criminal torturado: demasiado agotado para sentir ya el dolor. Al día siguiente no pude levantarme. Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido respuesta del señor Mannering y que, gracias a sus buenos oficios (de él, Heatherlegh), la historia de mi desgracia se había dispersado a lo largo y a lo ancho de Simla, en donde todo el mundo sentía lástima por mí.

—Y es más de lo que se merece —concluyó con tono placentero—, aunque bien sabe el Señor que ha pasado usted por una prueba muy severa. No se preocupe usted, fenómeno perverso, que todavía lograremos curarlo.
Me negué firmemente a ser curado.
—Ha sido usted demasiado amable conmigo, viejo amigo —dije—, pero no creo que sea necesario molestarlo más.
En mi corazón sabía que nada de lo que Heatherlegh pudiera hacer aliviaría la carga puesta sobre mis hombros. Junto con ese convencimiento vino una sensación de desesperanza, de rebelión impotente ante la sinrazón del asunto. Había docenas de hombres tan malos como yo, a quienes el castigo les había sido reservado para el otro mundo; sentí que era amarga y cruelmente injusto que sólo a mí se me escogiera para destino tan espantoso. Al cabo de un tiempo aquel estado de ánimo dio lugar a otro, en el cual parecía que el carrito y yo fuéramos las únicas realidades en el mundo de sombras: que Kitty era un fantasma; que Mannering, Heatherlegh y los demás hombres y mujeres que conocía eran todos fantasmas; y las grandes y grises colinas sombras vanas, creadas para torturarme. Pasando de un humor a otro, por siete fatigantes días me revolví en todas direcciones; mi cuerpo se fortalecía cada día más, hasta que el espejo de la habitación me dijo que había vuelto yo a la vida cotidiana y era, de nuevo, como los otros hombres. Cosa bastante curiosa, mi rostro no mostraba señales de la lucha ocurrida. Estaba pálido, desde luego, pero tan falto de expresión y tan común y corriente como siempre. Esperaba ver alguna alteración permanente, alguna prueba visible de la enfermedad que me consumía. Nada hallé.

El 15 de mayo dejé la casa de Heatherlegh a las once de la mañana. Mi instinto de soltero me llevó al club. Descubrí que todos conocían mi historia en la versión de Heatherlegh, y se mostraron, con desmañadas maneras, desusadamente amables y atentos No obstante, comprendí que, el resto de mi vida natural, estaría entre ellos, pero no sería de ellos, y envidié con amargura suma a los risueños culies del Mall. Almorcé en el club y, a las cuatro, anduve sin propósito fijo por el Mall, con la vaga esperanza de tropezar con Kitty. Cerca del quiosco para la banda se me unieron las libreas en blanco y negro, y escuché a mi lado el consabido llamado de la señora Wessington. Lo venía esperando desde que salí, y lo único que me sorprendió fue cuánto tardó en presentarse. El carrito fantasma y yo caminamos en silencio, uno junto al otro, por el camino de Chota Simla. Cerca del bazar, Kitty y un hombre, a caballo, nos alcanzaron y dejaron atrás. Si me atengo a la actitud de ella, bien podría haber sido yo un perro de la calle. Ni siquiera me ofreció el cumplido de acelerar el paso, que en la lluviosa tarde habría sido una buena excusa.

Así, Kitty y su acompañante, tal como yo y mi fantasmal enamorada, dimos vuelta al Jakko en parejas. El camino fluía de agua, los pinos desbordaban como desagües sobre las rocas y el aire estaba lleno de una lluvia fina y violenta. Dos o tres veces me sorprendí diciéndome casi en voz alta: "Soy Jack Pansay, de permiso en Simla, en Simla. En la Simla de todos los días, en la Simla ordinaria. No debo olvidar esto, no debo olvidar esto." Entonces trataba de recordar algunas de las hablillas escuchadas en el club: los precios que fulano de tal pedía por sus caballos.., de hecho, cualquier cosa relacionada con el mundo anglo-indio cotidiano que tan bien conocía. Incluso me repetí con premura las tablas de multiplicar, para asegurarme de que no estaba perdiendo los sentidos. Me consoló mucho, e incluso debió impedirme por un tiempo escuchar a la señora Wessington. Una vez más subí lentamente la cuesta del convento y entré al camino recto. Aquí Kitty y el hombre tomaron el paso largo y quedé a solas con la señora Wessington. "Agnes", dije, "¿quieres bajar el toldo y explicarme de qué se trata?" La capota bajó silenciosamente y quedé cara a cara con mi fenecida y enterrada amante. Llevaba puesto el vestido en que la vi por última vez viva; en la mano derecha tenía el mismo pañuelo diminuto y, en la izquierda, el mismo tarjetero. (Una mujer muerta ocho meses antes ¡con un tarjetero!) Tuve que asirme a las tablas de multiplicar y sujetarme con ambas manos al parapeto de piedra del camino para asegurarme de que al menos todo eso era real.

—Agnes —repetí—, por el amor de Dios dime lo que significa todo esto.
La señora Wessington se inclinó hacia adelante, con ese gesto de la cabeza rápido y peculiar que tan bien le conocía, y habló.
Si mi relato no hubiera sobrepasado ya, tan locamente, los límites de toda credulidad humana, debería pedir disculpas en este momento. Como sé que nadie —ni siquiera Kitty, para quien lo escribo como una especie de justificación de mi conducta— me creerá, continuaré. La señora Wessington habló, y caminé con ella del camino de Sanjowlie hasta la desviación junto a la casa del general en jefe, tal como podría haber caminado al lado del carrito de cualquier mujer viva, hundido en profunda conversación. La segunda y más atormentadora de mis condiciones de enfermo se había apoderado súbitamente de mí y, como el príncipe en el poema de Tennyson, "parecía moverme en un mundo de fantasmas". En casa del general en jefe se había dado una reunión, y los dos nos unimos a la multitud que se encaminaba a sus casas. Al mirarlos, pensé que ellos eran las sombras —sombras impalpables, fantásticas—, que se apartaban para dejar pasar el carrito de la señora Wessington. No puedo —en realidad, no me atrevo a— contar lo que dijimos en el transcurso de aquella entrevista sobrenatural. Por todo comentario Heatherlegh habría reído brevemente y comentado que "estuve coqueteando con una quimera creada por el cerebro-ojo-estómago". Fue una experiencia espantosa y, sin embargo, de algún modo indefinible, maravillosamente apreciable. ¿Será posible, me pregunté, que vaya a cortejar en esta vida, una segunda vez, a la mujer que maté con mis descuidos y crueldades?

Tropecé con Kitty en el camino a casa: una sombra entre sombras.
Si describiera todos los incidentes de los quince días siguientes en el orden que ocurrieron, nunca terminaría mi relato y agotaría la paciencia de ustedes. Una mañana tras otra, un atardecer tras otro, el carrito fantasma y yo paseábamos juntos por todo Simla. Fuera adonde fuere, las cuatro libreas en negro y blanco me seguían, dándome compañía desde y hasta mi hotel. En el teatro, los encontraba en medio de la aullante multitud de jhampanies; en el porche del club tras una larga velada de whist; en el baile, esperando pacientemente mi salida; a plena luz del día cuando iba de visita. Excepto que no producía una sombra, el carrito era, en todos los sentidos, tan real de ver como uno de madera y hierro. De hecho más de una vez hube de contenerme para no advertir a un amigo lanzado al galope que estaba por chocar contra él. Más de una vez caminé Mall abajo en honda conversación con la señora Wessington, para indescriptible asombro de los transeúntes. Antes de que hubiera pasado una semana de mi regreso, supe que la teoría de los "ataques" había sido descartada en favor de una locura. Sin embargo, en nada cambié mi modo de vida. Fui de visita, paseé a caballo y cené fuera tan a menudo como antes. Tenía por la sociedad de mi clase una pasión como jamás la había sentido; ansiaba verme entre las realidades de la vida; al mismo tiempo, me sentía vagamente infeliz cuando por un lapso demasiado largo me veía separado de mi fantasmal compañía. Sería casi imposible describir los estados de ánimo variables por que pasé del 15 de mayo a la fecha.

La presencia del carrito me llenaba, por etapas, de horror, de miedo ciego, de una especie de placer apagado y de completa desesperación. No me atrevía a dejar Simla; sabía a la vez, que mi estancia allí me mataba. Sabía, además, que mi destino era morir lentamente, un poco cada día. Mi única obsesión era concluir con el castigo lo más calladamente posible. Alternadamente, anhelaba ver a Kitty, y con divertido interés observaba sus coqueteos desaforados con mi sucesor o, para hablar con mayor precisión, mis sucesores. Era tan ajena a mi vida como yo a la suya. De día vagaba con la señora Wessington, casi satisfecho. De noche, imploraba al cielo que me permitiera volver al mundo de antaño. Y por encima de esos estados de ánimo variables flotaba la sensación de un pasmo apagado y adormecedor porque lo visible y lo invisible se mezclaban de un modo tan extraño en este mundo para llevar a la tumba a una pobre alma. Agosto 27. Heatherlegh se ha mostrado infatigable en los cuidados que me presta; apenas ayer me dijo que debería solicitar un permiso por enfermedad. ¡Un permiso para escapar de la compañía de un fantasma! ¡Una petición para que el gobierno me permita graciosamente librarme de cinco fantasmas y de un carrito incorpóreo yéndome a Inglaterra! La propuesta de Heatherlegh me hizo caer en una risa casi histérica. Le dije que esperaría el fin tranquilamente en Simla, y estoy seguro de que ese fin no se encuentra muy lejano. Créanme, temo su llegada más de lo que pueda expresar palabra alguna, y noche a noche me torturo con mil especulaciones acerca de cómo moriré.

¿Moriré en mi cama decentemente, como corresponde a un caballero inglés? ¿Ocurrirá que en un último paseo por el Mall me arrancarán el alma, colocándola para siempre jamás al lado de ese fantasma espeluznante? En el otro mundo ¿volveré a la relación perdida o me uniré a Agnes odiándola, atado a ella por toda la eternidad? ¿Rondaremos ambos, por el escenario en donde transcurrieron nuestras vidas, hasta la terminación del tiempo? Según se acerca el día de mi muerte, crece en intensidad el horror profundo que toda carne viviente siente por todo espíritu escapado de la tumba. Es una cosa terrible hundirse rápidamente entre los muertos cuando apenas se ha completado una mitad de la vida. Mil veces más terrible es esperar, como yo lo hago en medio de ustedes, por no sé cuál terror inimaginable. Compadézcanme, aunque sólo sea en razón de mi "ilusión", pues bien sé que jamás creerán lo escrito aquí. Pero si alguna vez un hombre fue llevado a la muerte por los poderes de las tinieblas, ese hombre soy yo. Para, además, ser justos, compadézcanla. Porque tan seguro como alguna vez un hombre haya matado a una mujer, yo maté a la señora Wessington. Y la última parte de mi castigo comienza a caer sobre mí.


El chico listo. Arthur Machen (1863-1947)

Habiendo abandonado definitivamente la universidad de Oxford, el joven Joseph Last se preguntaba insistentemente por lo que haría próximamente y en los años venideros. Era huérfano desde su temprana infancia, pues sus padres habían muerto de fiebres tifoideas con muy pocos días de diferencia cuando Joseph tenía diez años, y recordaba muy poco de Dunham, donde su padre fue el último de un vasto linaje de procuradores que ejercieron en el lugar desde 1797. Hace tiempo los Last habían vivido con holgura. De cuando en cuando se habían casado con la alta burguesía de los alrededores y dirigieron la mayoría de los negocios del condado, desempeñando las funciones de mayordomo en varias casas solariegas, viviendo generalmente en un mundo de discreta pero confortable prosperidad y alcanzando sus cotas más altas, tal vez, durante las guerras napoleónicas y después. Luego empezaron a declinar, nada violentamente, sino muy despacio, de manera que pasaron muchos años antes de que se dieran cuenta del lento pero firme proceso en marcha. Los economistas entienden muy bien, sin duda, por qué el campo y sus poblaciones perdieron gradualmente importancia poco después de la batalla de Waterloo; y las causas de la decadencia y el cambio que, según él imaginaba, o creía imaginar, maltrataron tan lamentablemente a Cobbett, absorbiendo la vida y la resistencia de la tierra para nutrir la monstruosa excrescencia de Londres. De cualquier modo, incluso antes de la llegada del ferrocarril, las salas de reunión de las poblaciones rurales se volvieron polvorientas y desiertas, las familias del condado dejaron de ir a sus ‘casas de la ciudad’ en la estación veraniega, los pequeños teatros, donde la señora Siddons y Grimaldi habían actuado en sus diversos papeles, raramente abrían sus puertas, y los diestros artesanos, relojeros, ebanistas y otros por el estilo, empezaron a encaminarse a las grandes ciudades y a la capital. Eso ocurría en Dunham.
Desde luego, las fortunas de los Last se hundieron a la par que las de la ciudad; hubo especulaciones que no salieron bien, y la gente habló de una gran pérdida en bonos extranjeros.
Cuando murió el padre de Joseph, se comprobó que había suficiente para educar al chico y suministrarle un bienestar estrictamente modesto, y poco mas.
Se estableció con un tío suyo que vivía en Blackheath y, tras unos pocos años en la muy conocida escuela preparatoria del señor Jones, fue a Merchant Taylors y de allí a Oxford. Consiguió una decorosa licenciatura (segundo en Mayores) y, comenzó entonces aquella perplejidad sobre qué haría consigo mismo. Su renta no le permitía más que chuletas y filetes, con algún ocasional asado de aves, y tres o cuatro semanas en el Continente una vez al año. De haberlo querido, podría haber hecho algo, pero la perspectiva la encontraba sosa y aburrida. Él era un humanista bastante aceptable, con algo más que el conocimiento puramente técnico del latín y el griego y el interés profesional por ambos, propio de un profesor de tipo medio; con todo, la enseñanza parecía ser su única opción de empleo evidente y obvia. Pero no parecía probable que pudiera obtener un puesto en ninguno de los grandes colegios privados. En primer lugar, había desperdiciado sus oportunidades en Oxford. Había ido a una de las facultades más desconocidas, una de esas que aparecen en memorias que tratan de los primeros años del siglo diecinueve como centro y origen de la vida intelectual, y que por alguna razón o sin razón habían caído en el olvido. Nada existe contra ellas; pero nadie habla ya más de ellas. En uno de estos lugares Joseph Last hizo amistad con excelentes compañeros, tranquilos y alegres como él; pero no fueron, en el estricto sentido del término, los ‘buenos amigos’ que un joven prudente suele hacer en la universidad. Uno o dos tenían en mente la abogacía, y dos o tres la administración pública; pero la mayoría de ellos estaban vinculados a coadjutorías y otros cargos rurales.
Generalmente, y por razones prácticas, no estaban ‘en el ajo’: no eran hombres cuyos cuchicheos en las altas esferas pudieran conducir a algo provechoso. Además, aun en aquellos días, los deportes adquirían otra vez importancia en los colegios mejor acreditados, y en eso el joven Last quedaba categóricamente excluido.
Llevaba gafas con dos lentes partidas de un modo raro: su incapacidad atlética era terminante y total.
Después de mucho reflexionar, al principio pensó fundar una pequeña escuela preparatoria en uno de los suburbios prósperos de Londres; una escuela diurna donde los padres pudieran proporcionar a sus chicos una buena base desde el principio por unos honorarios comparativamente modestos, teniendo, no obstante, en sus propias manos su educación. A menudo le había parecido a Last que era cosa de bárbaros sacar a un muchacho de siete u ocho años de su confortable y afectuoso hogar para enviarle por las mañanas, con el estómago vacío, a un extraño lugar entre poco amistosos desconocidos, tableros desnudos, olor a tinta y gramática. Pero tras consultar con su antiguo compañero de facultad Jim Newman, este sabio le aconsejó renunciar a su proyecto y abandonarlo sobre la marcha. Newman señaló en primer lugar que la enseñanza no era rentable a menos que estuviese combinada con el alojamiento. Dijo que todo saldría bien, y más que bien; y supuso que mucha gente que corrientemente regentaba hoteles con sumo gusto se dedicaría a practicar su misterioso arte bajo normas docentes.
—Sabes, no necesitas gastarte mucho en mobiliario. No hace falta que los chicos se hagan sibaritas. Además, no hay nada que un muchacho en su sano juicio odie más que la falta de ventilación: lo que quiere es aire puro, y en abundancia. Y como sabes, viejo amigo, el aire puro es bastante barato. Y en cuanto a la comida, en un hotel ordinario es conveniente preocuparse de si es comestible; pero en un hotel de los que estamos hablando, un pequeño accidente en el buey o el cordero proporciona una excelente oportunidad para ejercitar la virtud de la abnegación.
Last oyó todo esto con una mueca lúgubre.
—Pareces saberlo todo -dijo-.
¿Por qué no te dedicas a eso tú mismo?
—No pude evitar la ironía. Además, no creo que sea muy deportivo.
Me voy a la India en otoño a la caza del jabalí con lanza y a caballo.
‘—Y hay otra cosa -continuó tras una pausa reflexiva-. Tu idea de un externado es pésima. Los padres no te agradecerían que les permitieras tener a sus chicos en casa mientras son pequeños. Algunos llegan a decir que el principal propósito de los colegios es permitir a los padres una buena excusa para deshacerse de sus hijos. No es ninguna tontería. La mayoría de los padres y madres quieren a sus hijos y les gusta tenerlos en casa: en todo caso cuando son jóvenes. Pero, de un modo u otro, se les ha metido en la cabeza que los profesores desconocidos saben más acerca de cómo educar a un muchacho que su propia gente; y así es. En suma, desecha esa idea tuya.
Last lo pensó con detenimiento y consideró los pormenores del ámbito docente, llegando a la conclusión de que Newman tenía razón. Por espacio de dos o tres años se encargó de recitales poéticos durante el verano. En el invierno encontró ocupación dando clases particulares a niños atrasados y preparando muchachos no tan atrasados para su examen de beca; y su pequeño manual, “Griego para principiantes”, se había revelado bastante útil en los primeros cursos. En general lo hizo bastante bien y, aunque el trabajo empezaba a aburrirle mortalmente, el dinero que ganaba, añadido a su renta, le permitía vivir como quería: bastante confortablemente. Ocupaba un par de habitaciones en una de las calles que bajaban del Strand al río, por las que pagaba una libra a la semana; almorzaba pan y queso y otras fruslerías, con cerveza de su propio barril, y cenaba sencilla y suficientemente ora en una, ora en otra de esas confortables tabernas que por entonces abundaban en el barrio. Y, de cuando en cuando, una vez al mes o algo así, en lugar de sus cenas en tabernas, iba tal vez al teatro, el Vaudeville o el Olympic, el Globe o el Strand, para terminar con algo caliente. La tarde podía depararle una pequeña reunión: entre las seis y las siete iban a visitarle a sus habitaciones antiguos amigos de Oxford; Zouch procedente de Temple y Medwin de la calle Buckingham; y Garraway posiblemente tomaría el autobús Yellow Albion, descendería de su remota cuesta al norte de Londres, llamaría al número 14 de Mowbray Street, y exigiría fumar en pipa, cerveza negra y una buena función teatral. Y en raras ocasiones se presentaba Noel, otro miembro de nuestra pequeña asociación. Noel vivía en Turnham Green en una casa de ladrillo rojo que entonces era considerada simplemente anticuada, pero que ahora -pues fue derribada hace tiempo- sería célebre por haber sido objeto de la predilección de la reina Ana o de los primeros georgianos. Vivía allí con su padre, funcionario retirado del Museo Británico, y, a través de un hombre que había conocido en Oxford, se había abierto camino en el periodismo literario, colaborando normalmente en un importante semanario. De ahí la importancia de sus ocasionales descensos a Buckingham Street, Mowbray Street, y el Temple. Noel, como hombre de letras en cierta manera, o, al menos, periodista profesional, era miembro del Blacks. Club, que en aquellos días tenía exiguos locales en Maiden Lane. Noel solía visitar las guaridas de sus amigos y tomaba con ellos cerveza de malta y ostras, y los arrastraba al patio de butacas de cualquier teatro del vecindario, donde contemplaban una excelente interpretación y una animada y disparatada función, disfrutaban de ambas, y luego cenaban en el Tavistock.
Después de esto, Noel les llevaba al Blacks., donde, muy probablemente, verían a alguno de los actores que les habían divertido por la tarde, y a sus amigos los periodistas y hombres de letras, así como algún ocasional pintor o fotógrafo. Last disfrutaba mucho en este lugar, especialmente entre los actores, que le parecían más geniales que los literatos. Sobre todo se hizo amigo de uno de los actores, el viejo Meredith Mandeville, que había conocido al anciano Kean, era un fiable intérprete de los más modestos personajes de Shakespeare, y se empeñaba en contar chismes acerca de los primeros tiempos del condado.
—Para empezar disponías de nueve chelines a la semana. Cuando llegabas a quince chelines le dabas a tu casera ocho o nueve y el resto lo tenías para gastar. Te sentías como un príncipe.
Y las familias del condado solían venir a vernos a menudo a la Habitación Verde: de lo más agradable.
A Last le encantaba conversar con este amable y anciano caballero, cuya plácida y cordial serenidad no se había echado del todo a perder a causa de las incalculables cantidades de ginebra que ingería, vislumbrando una vida extrañamente alejada de la suya propia: vagabundeo, inseguridad, malas rachas, y jolgorio; y, como fondo de todo, el encendido murmullo del escenario, voces profiriendo cosas tremendas, y la sensación de moverse en dos mundos. El anciano, por su parte, no había sido especialmente próspero o afortunado, y, no obstante, había disfrutado de su vida, se burlaba de sus inconvenientes, y hacía de los malos tiempos una aventura. Last solía expresar su envidia por la carrera del actor, haciendo hincapié en la insignificancia de su propio trabajo, el cual, decía él, consistía en manipular los cerebros de los pequeños, enseñar a los mayores los trucos de los exámenes, y, en general, hacer cosas sin importancia.
—Tiene tanto que ver con la educación como la albañilería con la arquitectura -dijo él una noche-. Y no es nada divertido.
El viejo Mandeville, por su parte, escuchaba con interés estas revelaciones acerca de un mundo tan extraño y desconocido para él como el de las candilejas lo era para el preceptor.
Hablando en términos generales, nada sabía de libros a excepción de los textos teatrales. Había oído hablar, sin duda, de cosas llamadas exámenes, como la mayoría de la gente ha oído hablar de los ritos de iniciación de los pieles rojas, pero era tan ajeno a unos como a los otros. Encontraba interesante y extraño estar sentado en Blacks., hablando en realidad con un buen compañero que estaba dedicado seriamente a esta curiosa profesión. Y existían cuestiones -advirtió Last con asombro- en las que los dos círculos coincidían, o así lo parecía. El preceptor, deseando mostrarse agradable, empezó una noche a hablar acerca de los orígenes del “Rey Lear”. El actor se sorprendió escuchando leyendas celtas que le sonaban a incomprensible disparate. Y cuando llegaron al episodio del Caballero que lucha con el rey del País de las Hadas por la mano de Cordelia, hasta el día del juicio Final, estalló:
—Lear es una bicoca; de eso no hay duda. Eres demasiado joven para haber visto el Lear de Barry O.Brien: magnífico. Desde entonces se ha ensayado mucho el papel. Pero nunca ha sido representado. Yo mismo he interpretado al Loco, y debo decirlo, no sin alguna recompensa aprobatoria.
Recuerdo una vez en Stafford...
Y a Last le alegró dejarle contar su historia, que acababa, bastante extrañamente, con un corazón de buey para cenar.
Pero una noche, cuando Last se quejaba, como solía hacer frecuentemente, de la fragmentaria, inconexa y nada satisfactoria índole de su ocupación, el anciano le interrumpió de una forma completamente inesperada.
—Es posible -empezó-, es posible, fíjese, que yo disponga de medios para aliviar el tedio de su destino. Hace unos días hablaba con una prima mía, la señorita Lucy Pilliner, una mujer muy agradable. Ella conoce el mundo a fondo, y en el curso de nuestra conversación le mencioné, espero que me permita la libertad, que últimamente había conocido a un joven caballero de considerable eminencia docente, que estaba algo molesto con las demasiado bruscas y frecuentes admisiones y despidos en su actual empleo de preceptor. Me sorprendió que mi prima recibiera estas observaciones con cierto interés, pero no contaba con recibir esta carta.
Mandeville entregó la carta a Last. Ésta comenzaba así: ‘Mi querido Ezequiel’, y Last advirtió de reojo una mirada del actor que abogaba por el silencio y la discreción en esta cuestión. La carta venía a decir en un estilo casi tan digno como el de Mandeville que la remitente había considerado detenidamente las circunstancias que rodeaban al joven preceptor, según se las refirió su primo en el transcurso de su muy agradable conversación del último viernes, y se inclinaba a pensar que sabía de un puesto docente, de lo más estable y satisfactorio, disponible dentro de poco en una familia que ella conocía.
‘Si le interesa a su amigo’, terminaba la señorita Pilliner, ‘me encantaría que se pusiera en contacto conmigo con vistas a prepararle una entrevista en la que pudiera discutir el asunto con mayor precisión y detalle’.
—¿Qué le parece? -dijo Mandeville, mientras Last le devolvía la carta de la señorita Pilliner.
Last vaciló por un momento. Existe una atracción y también una repulsión en lo poco corriente e improbable, y Last dudaba que el trabajo docente obtenido en el Blacks. a través de un actor y una dama de Islington -había visto el nombre al comienzo de la carta- fuera sólido o conveniente. Pero prevalecieron los pensamientos más luminosos, y le aseguró a Mandeville que estaría encantado de llegar al fondo del asunto, agradeciéndole muy afectuosamente su interés. El anciano asintió favorablemente, le devolvió la carta para que tomara nota de la dirección de la señorita Pilliner, y le sugirió una nota inmediata solicitando una cita.
—Y ahora -dijo-, a pesar de las censurables objeciones del Príncipe Taciturno, propongo beber esta noche a su jocunda salud.
Y le deseó a Last la mejor suerte del mundo con sincera amabilidad.
Dos días más tarde, la señorita Pilliner presentó sus respetos al señor Joseph Last y le rogó que hiciese el favor de visitarla tres días después, al mediodía, ‘si el día y la hora no son incompatibles con su conveniencia’. Entonces podrían aprovechar la ocasión, prosiguió ella, para discutir cierta propuesta, cuya índole, creía ella, había sido significada al señor Last por su buen primo, el señor Meredith Mandeville.
Corunna Square, donde vivía la señorita Pilliner, era una pequeña, casi diminuta, plazoleta en los más remotos parajes de Islington. Sus edificios de dos plantas, de ladrillos amarillentos, estaban completamente cubiertos de parras, clemátides y toda clase de enredaderas. Frente a las casas había pequeños arriates ajardinados, vistosamente florecidos, y el recinto de la plaza contenía poco más aparte de un venerable y enorme moral, mucho más antiguo que los edificios circundantes. La señorita Pilliner vivía en la esquina más tranquila de la plaza. Recibió a Last con una especie de mezcla de saludo y reverencia, y le rogó que se sentara en un sillón de respaldo alto, tapizado con crines de caballo. La señorita Pilliner, según advirtió él, aparentaba unos sesenta años, pero era, tal vez, un poco mayor. Era sobria, íntegra y sosegada; y, sin embargo, podía uno imaginar en ella una oculta extravagancia. En seguida, mientras discutían sobre el tiempo, la señorita Pilliner le ofreció un oporto o un jerez de primera calidad, galletas dulces o bizcocho de pasas. Y después fue derecha al asunto del día.
—Mi primo, el señor Mandeville, me habló -comenzó ella- de un joven amigo suyo de gran experiencia docente, quien, no obstante, estaba descontento con la, en cierto modo, informal y ocasional índole de su empleo. Por una singular coincidencia, uno o dos días antes había recibido una carta de una amiga mía, la señora Marsh. En realidad es parienta lejana, una especie de prima creo, pero al no ser montañesa ni galesa, realmente no puedo decir en qué grado. Era una criatura encantadora, y todavía una mujer hermosa. Se llamaba Manning, Arabella Manning, y realmente no sabría decirle por qué razón se casó con el señor Marsh. Solamente le vi una vez, y le encontré inferior a ella desde todos los puntos de vista posibles, y considerablemente mayor. Sin embargo, ella proclama que es un marido fiel y una excelente persona, en todos los aspectos. Se conocieron, por extraño que pueda parecer, en Pekín, donde Arabella era institutriz de una de las familias de la legación extranjera.
El señor Marsh, tenía yo entendido, representaba intereses comerciales muy importantes en la capital del País Florido, y al ser presentado a mi parienta, se produjo inmediatamente una atracción mutua. Arabella Manning renunció a su puesto en la familia del agregado, y, a su debido tiempo, se celebró el matrimonio. Recibí esta información hace nueve años en una carta de Arabella, fechada en Pekín, y mi parienta acabó por decir que temía le fuera imposible facilitarme una dirección para mi inmediata respuesta, ya que el señor Marsh estaba a punto de ponerse en camino para una misión sumamente urgente en nombre de su empresa, que implicaba viajar mucho y frecuentes cambios de domicilio. Sentí mucho desasosiego a causa de Arabella, por lo inestable que me parecía su forma de vida, y tan poco hogareña.
No obstante, un amigo mío que trabaja en la City me aseguró que no había nada raro en tales circunstancias, y que no debía alarmarme por ello. Sin embargo, cuando pasaron los años y no recibí más correspondencia de mi prima, decidí que probablemente habría contraído alguna enfermedad tropical que se la habría llevado, y que el señor Marsh se habría olvidado cruelmente de comunicarme la noticia del triste suceso. Pero hace un mes más o menos -la señorita Pilliner consultó un almanaque en la mesa a su ladoquedé asombrada y encantada al recibir una carta de Arabella. Escribía desde uno de los más lujosos y selectos hoteles del West End londinense, anunciándome la vuelta a su tierra natal de ella y de su marido tras muchos años de vagabundeo. El vivo interés del señor Marsh por los negocios, al parecer, había concluido finalmente de una forma sumamente próspera y afortunada, y estaba ahora en negociaciones para adquirir una pequeña propiedad en el campo, donde esperaba pasar el resto de sus días en pacífico retiro.
La señorita Pilliner hizo una pausa y rellenó la copa de Last.
—Siento molestarle -prosiguió- con esta larga historia, que estoy segura debe ser un deplorable tormento para su paciencia. Pero, como verá usted dentro de poco, las circunstancias se salen un poco de lo normal, Y. como usted debe tener, confío, un particular interés en ellas, pienso que es conveniente que esté informado de todo... a carta cabal, y en toda regla, como solía decir mi pobre padre con sus bruscos modales.
‘—Bien, señor Last, como le he dicho, recibí esta carta de Arabella con su extremadamente gratificante información. Como usted puede suponer, me alegró mucho enterarme de que todo se había resuelto tan felizmente. Y al final de la carta, Arabella me rogaba que fuera a visitarles al hotel Billing, añadiendo que su marido estaba muy deseoso de tener el gusto de conocerme.
La señorita Pilliner se acercó al cajón del escritorio que había junto a la ventana y sacó una carta.
—Arabella fue siempre muy considerada. Dice: ‘Sé que siempre has vivido muy discretamente y no estás acostumbrada a la agitación del elegante Londres. Pero no tienes por qué alarmarte. El hotel Billing no es ningún bullicioso caravasar moderno. Todo es muy tranquilo, y además tenemos nuestra propia ’suite’.
Herbert -su marido, señor Last- insiste rotundamente en que nos hagas una visita, y no debes defraudarnos.
Si te conviene, el próximo jueves, día 22, te enviaré un carruaje a las cuatro en punto que te traiga al hotel, y estarás de vuelta en Corunna Square después de compartir con nosotros un pequeño refrigerio’.
‘—Muy amable, de lo más considerado, ¿no está de acuerdo conmigo, señor Last? Pero mire la posdata.
Last cogió la carta, de escritura apretada y pulcra, y leyó: ‘P.S.
Tenemos que darte una maravillosa noticia. Es demasiado buena para ponerla por escrito, así es que la reservaré para nuestra entrevista’.
Last devolvió la carta de la señora Marsh. El prolongado y ceremonioso recibimiento de la señorita Pilliner le estaba sumiendo en un dulce sopor; se preguntaba vagamente cuando iría ella al grano y cual sería éste, y, sobre todo, qué diablos tenía que ver con él esta historia familiar algo insulsa.
La señorita Pilliner prosiguió.
—Naturalmente, acepté tan amable y urgente invitación. Estaba ansiosa por ver a Arabella una vez más tras su larga ausencia, y me alegraba gozar de la oportunidad de formarme mi propia opinión con respecto a su marido, del cual lo ignoraba absolutamente todo. Y además, debo confesar señor Last, que no carezco de ese espíritu curioso que los caballeros raramente han contado entre las virtudes femeninas. Deseaba ardientemente que me hicieran partícipe de la maravillosa noticia que Arabella había prometido comunicarme en nuestra reunión, y pasé muchas horas especulando acerca de su naturaleza.
‘—Llegó el día. A la hora convenida apareció una elegante berlina con su correspondiente lacayo, y fui conducida entre refinados lujos al hotel Billing en Manners Street, en Mayfair. Allí un mayordomo me guió a la ‘suite’ del primer piso, ocupada por el señor y la señora Marsh. No malgastaré su valioso tiempo, señor Last, reparando en el suntuoso y sobrio lujo de aquellos aposentos; simplemente mencionaré que mi parienta me aseguró que las piezas de Sévres de su saloncito habían sido valoradas en novecientas guineas. Encontré todavía hermosa a Arabella, pero no pude menos de comprobar que los países tropicales en los que había vivido por tantos años habían causado estragos en su resplandeciente belleza; había en su aspecto y en su comportamiento un cansancio, una lasitud, que me angustiaba observar. En cuanto a su marido, el señor Marsh, soy consciente de que formarse una opinión desfavorable tras sólo unas pocas horas de relación es poco caritativo y a la vez insensato; y no olvidaré con facilidad el discurso que el querido señor Venn pronunció en la iglesia de Emmanuel el domingo siguiente a la visita a mi parienta: realmente parecía, lo confieso avergonzada, como si el señor Venn tuviera en mente mi propio caso, y se sintiera obligado a advertirme mientras todavía había tiempo. Sin embargo, debo decir que no le tomé del todo simpatía al señor Marsh. Realmente no podría decir por qué. Lo encontraba extremadamente educado; no podía serlo más. Más de una vez comentó el excepcional placer que le producía conocer al fin a una de las personas de las que tanto le había hablado su querida Bella; confiaba en que ahora que habían finalizado sus vagabundeos, el placer podría repetirse con frecuencia; no omitió nada de lo que la más cordial cortesía pudiera sugerir. Y, sin embargo, no podía decir que la impresión recibida fuera favorable. A pesar de eso, me atrevo a decir que estaba equivocada.
Hubo una pausa. Last estaba resignado. El sentido de la larga historia parecía perderse en la lejanía, esfumarse en el horizonte.
—¿Algo en concreto? -insinuó él.
—No; nada. Podía haber imaginado que percibí una falta de sinceridad, una oculta reserva, detrás de toda la generosidad de las expresiones del señor Marsh. No obstante, espero estar equivocada.
‘—Pero voy a olvidarme de esas trivialidades y a fiarme de observaciones erróneas, único asunto de importancia; al menos para usted, señor Last. Poco después de mi llegada, y antes de que apareciera el señor Marsh, Arabella me confió su importante información. Su matrimonio había sido bendecido con un retoño. Dos años después de su unión con el señor Marsh había nacido un niño varón. El nacimiento tuvo lugar en una ciudad de Sudamérica, Santiago de Chile -he comprobado el lugar en mi atlas-, donde la estancia del señor Marsh había sido más prolongada de lo usual.
Afortunadamente, había un médico inglés disponible, y el pequeño tuvo buena salud desde el principio, y, como Arabella, su orgullosa madre, se jactaba, era ahora un precioso muchacho, apuesto e inteligente en grado sumo. Naturalmente; pregunté por el niño, pero Arabella dijo que no estaba en el hotel con ellos. Después de unos pocos días se pensó que el denso y húmedo aire de Londres no era muy adecuado al pequeño Henry, y le enviaron con una niñera a un balneario en la isla de Thanet, donde se dice que goza de excelente salud y ánimos.
‘—Y ahora, señor Last, después de este tedioso aunque necesario preámbulo, llegamos al punto que, espero, pueda interesarle. En cualquier caso, como usted puede suponer, la vida que las exigencias comerciales obligaron a llevar a los Marsh, que implicaba viajes casi continuos, habría sido poco favorable para el desarrollo sistemático de la educación del niño. Pero, aparte de este obstáculo, deduje que el señor Marsh sostenía opiniones muy drásticas en lo referente al desatino de la instrucción prematura. Me declaró su convicción de que muchas mentes agudas habían sido lamentablemente dañadas al verse obligadas a soportar el sistema de estímulos prematuros; y señaló que, por la naturaleza del caso, los encargados de los niños más pequeños no eran los más sabios e inteligentes. ‘Como reconocerá en seguida, señorita Pilliner’, me comentó, ‘los grandes eruditos no enseñan el alfabeto a los niños, y no es probable que los misterios de la tabla de multiplicar los imparta un licenciado en matemáticas. En consecuencia’, alegó él, ‘la inteligencia en ciernes suele despertar en contacto con mentes obtusas e inferiores, y el daño bien puede ser irreparable’.
Hubo mucho más, pero gradualmente comenzó a imponerse en el aturdido hombre la luz de la razón. El señor Marsh había mantenido la virginal inteligencia de su hijo Henry fuera del contacto y la corrupción de la cultura inferior e incompetente. Juzgando que el muchacho estaba ya maduro para la auténtica educación, el señor y la señora Marsh habían suplicado a la señorita Pilliner que hiciera averiguaciones y encontrara, si era posible, un erudito que se hiciera cargo de la completa educación mental del pequeño Henry. Si ambas partes llegaban a un acuerdo, el compromiso sería por siete años al menos, y las asignaciones, como la señorita Pilliner llamaba al salario, comenzarían con quinientas libras al año, con un incremento anual de cincuenta libras. Se requerían referencias y pormenores de las distinciones académicas: el señor Marsh, ausente de Inglaterra por tanto tiempo, estaba dispuesto a dar instrucciones a sus banqueros. La señorita Pilliner, sin embargo, estaba completamente segura de que el señor Last podía considerarse contratado, si le interesaba el puesto.
Last dio las gracias de todo corazón a la señorita Pilliner, y le dijo que le gustaría disponer de un par de días para pensárselo. Después la escribiría, y ella le pondría en contacto con el señor Marsh. Y de esta manera abandonó Corunna Square en un estado de ánimo de gran desconcierto y duda. Incuestionablemente, el puesto ofrecía muchas ventajas. La paga era muy buena. Y estaría bien alojado y bien alimentado. Los Marsh eran ricos, y la señorita Pilliner le había asegurado que ‘no tendría motivo de queja en cuanto a la hospitalidad’. Y desde el punto de vista pedagógico habría, sin duda, una mejoría con respecto al trabajo que había estado desempeñando desde que abandonó la universidad. Hasta entonces había sido un remendón, un chapucero del trabajo de los demás; ahora tenía la oportunidad de demostrar que era un consumado artista. Muy poca gente de la profesión docente, si es que hay alguna, había disfrutado alguna vez de una oportunidad como ésta. Incluso los profesores de sexto curso de los grandes colegios privados deben padecer a veces el tener que apuntalar y reemplazar los malos cimientos del quinto y cuarto cursos. Él iba a empezar por el principio, sin ningún falso trabajo que le estorbara: ‘desde el abecedario a Platón, Esquilo y Aristóteles’, se susurraba a sí mismo. Indudablemente era una gran oportunidad.
Y en cuanto a su contrapartida, tendría que abandonar Londres, pese a haber crecido encariñado con la familiar y animada ciudad que tan bien conocía; y sus confortables habitaciones en Mowbray Street, junto al poco frecuentado Victoria Embankment, bastante tranquilas y, no obstante, a sólo un minuto o dos del estruendoso Strand. Las reuniones con los viejos amigos de Oxford, las veladas en el teatro, las agradables tabernas con sus compartimentos secretos, y sus excelentes chuletas y filetes y cerveza negra, las campanadas a media noche y después, oídas en cordial compañía en el Blacks.: todo eso desaparecería.
La señorita Pilliner había hablado de que el señor Marsh buscaba algún lugar a considerable distancia de la ciudad, ‘en el verdadero campo’. Tenía puesto el ojo, dijo ella, en una casa en la frontera con Gales, que pensaba alquilar amueblada, con una opción de compra si definitivamente la encontraba apropiada. Viviendo en alguna parte de la frontera galesa no podría ir a Londres a visitar a sus viejos amigos y regresar en la misma noche. Sin embargo, tendría vacaciones, y en vacaciones puede hacerse mucho.
No obstante, todavía existían muchas dudas en su mente cuando se sentó a comer su pan con queso y carne en conserva, y a beber su cerveza en su salita de estar de la tranquila Mowbray Street. Estaba influenciado, pensó, por la evidente antipatía de la señorita Pilliner hacia el señor Marsh, y aunque aquélla hablaba al estilo del Dr. Johnson, tenía la impresión de que, como una dama de la propia época del doctor, tenía un fondo de sensatez. Evidentemente no confiaba demasiado en el señor Marsh.
Sin embargo, ¿qué puede hacerle el más astuto estafador a su preceptor permanente? ¿Darle cordero frío para comer u olvidarse de pagarle el salario? En ambos casos el remedio era simple: el preceptor abandonaría rápidamente la residencia y regresaría a Londres, y no sería mucho peor. Después de todo, reflexionaba Last, nadie puede imponer al preceptor de su hijo que invierta en plata uruguaya o en especias de Java o cualquier otra falaz empresa comercial; por tanto, ¿qué le importaban a él las presuntas astucias de Marsh?
Pero una vez más, resumidos y considerados todos los pros y los contras, quedaba pendiente una vaga objeción. Last no podía aportar argumentos para oponerse a ella, ya que no estaba formulada en palabras y era variable como una nube.
Sin embargo, a la mañana siguiente, llegaron un par de cartas invitándole a atiborrar a dos jóvenes estúpidos de datos, cifras y verbos en “mi”. La perspectiva era tan terriblemente desagradable que escribió a la señorita Pilliner en cuanto desayunó, adjuntando informes de su colegio y otras cartas elogiosas que tenía en su escritorio. A su debido tiempo se entrevistó con el señor Marsh en el hotel Billing. En general se agradaron mutuamente. Last encontró a Marsh enjuto, mordaz, sombrío y de mediana edad. Su pelo negro encanecía en las sienes, y su rostro estaba surcado de arrugas alrededor de los ojos. Sus cejas eran espesas y en su mandíbula había indicios de amenaza; pero la sonrisa con que recibió a Last iluminó sus severas facciones con reconfortante cordialidad. Había algo raro en su acento y en el tono de su voz; algo, tal vez, extranjero. Last recordó que durante muchos años había estado viajando por todo el mundo, y supuso que en su habla resonaban ecos de muchas lenguas. Su comportamiento y modales eran desde luego amables, pero Last no tenía prejuicios contra la amabilidad, más bien sentía inclinación por las delicadezas en el trato común. No obstante, Marsh no era, sin duda alguna, el tipo de hombre que la señorita Pilliner estaba acostumbrada a tratar en Corunna Square o en la congregación del señor Venn.
Probablemente sospechaba que había sido pirata.
El señor Marsh, por su parte, estaba encantado con Last. Como aparece en una carta suya a la señorita Pilliner -’o ¿puedo permitirme llamarla prima Lucy?’-, el señor Last era exactamente el tipo de hombre que él y Arabella habían esperado conseguir por consejo de aquélla. Ellos no querían dejar a su hijo en manos de cualquier ostentoso hombre de mundo con un sustrato de conocimientos. El señor Last era, evidentemente, un erudito reservado y poco mundano, más acostumbrado a tratar con libros que con personas; el verdadero preceptor que Arabella y él mismo habían deseado para su hijo. El señor Marsh se sentía profundamente agradecido a la señorita Pilliner por el gran servicio que ella le había prestado a Arabella, a él mismo y a Henry.
Y, en efecto, como había dicho el señor Meredith Mandeville, Last encajaba muy bien en el papel. Sin duda, las gafas ayudaban a crear la impresión del distante y recatado Dominie Sampson.
Resolvieron que pasada una semana comenzarían sus deberes. El señor Marsh extendió un generoso cheque, ‘para costear pequeñas cuestiones de equipamiento, gastos de viaje, y cosas así; nada tiene que ver con su sueldo’. Last tomaría el tren para determinada gran ciudad del oeste, y allí le irían a buscar y le conducirían a la casa, donde ya estaban instalados la señora Marsh y su alumno. ‘Hermoso país, señor Last; estoy seguro que lo apreciará.’
Hubo una magnífica reunión de despedida con los viejos amigos. Zouch y Medwin, Garraway y Noel, llegaron de todas partes. Hubo lenguado a la plancha antes del enorme filete, y después pollo asado. Habían decidido que, como posiblemente sería la última vez, no irían al teatro, sino que se sentarían a hablar alrededor de la mesa de caoba. Zouch, que se sobreentendía que llevaba la voz cantante, había consultado con el jefe de los camareros y, cuando quitaron el mantel, les sirvieron solemnemente un raro y curioso oporto. Hablaron de los viejos tiempos cuando iban juntos al colegio Wells, fingieron -aunque sabían que no debían hacerlo- que el estudiante que había acuchillado a su propio padre en Piccadilly era amigo suyo, volvieron a contar chistes que debían ser más viejos que el vino, relataron cuentos de Moll y Meg,
Moll Cutpurse, ladrona, falsificadora y adivina, y Meg of Westminster, sucesivamente camarera, soldado y la famosa historia de Melcombe, que atornilló al decano en sus propias habitaciones. Y luego el asunto de las Poses Plásticas. Algunos compañeros lascivos, en expresión de uno de los catedráticos del colegio Wells, se habían procurado ciertas escandalosas figuras de cera del barracón correspondiente de la feria, y durante la noche las habían colocado en el jardín del colegio de manera más vergonzosamente escandalosa todavía. Los autores de esta infamia nunca fueron descubiertos: los cinco amigos se miraron astutamente uno al otro, apretaron los labios, y se pasaron el oporto.
El vino añejo y las viejas historias juntas produjeron un estado de ánimo ligeramente reflexivo; y, entonces, Noel los llevó al Blacks., donde Last buscó entre la nueva compañía al anciano Mandeville y le contó con cordial gratitud el feliz resultado de su intervención.
Cuando repicaron las campanas cada uno se fue por su camino.
Aunque Joseph Last no era, de ninguna manera, un prodigio de observación y deducción, tampoco era del todo el simplón encerrado en sus libros que creía el señor Marsh. Todavía no había pasado mucho tiempo cuando una cierta inquietud le asaltó en su nuevo empleo.
Al principio todo parecía muy bien.
El señor Marsh tenía razón en creer que estaría encantado con el lugar en el que estaba instalada la Casa Blanca. Ésta se levantaba, sobre terrazas en la ladera, por encima de un río gris y plateado, que serpentea por un precioso y solitario valle.
Por encima de ella, hacia el este, existía un vasto, sombrío y viejo bosque, que trepaba hasta el más elevado risco de la colina y descendía hasta el nivel de las praderas y el mar.
Situado en el extremo más alto del bosque, Last miró hacia el oeste entre las ramas y contempló las tierras del otro lado del río, la elevación y declive de la región en sucesivas ondulaciones, la inmensa y borrosa muralla montañosa, azul en la distancia, y las blancas granjas brillando al sol en la vasta ladera. Era un hombre en un mundo nuevo. No existía otra región como ésta alrededor de Dunham, en las Midlands, o en las cercanías de Blackheath u Oxford; jamás había visitado nada parecido en sus recitales. Estaba asombrado y encantado por la cortina de verdor, por ese gran prodigio que podía contemplar. Cerca de él, el manantial descendía a borbotones de las grises rocas, abriéndose camino desde las entrañas de la colina.
Y en la Casa Blanca las condiciones de vida eran del todo agradables.
Le había impresionado la belleza morena de la señora Marsh, que, evidentemente, era, como la señorita Pilliner le había contado, bastante más joven que su marido. También notó los efectos que su prima atribuía a los años que aquélla vivió en los trópicos, aunque difícilmente podía llamarlos cansancio o desfallecimiento como hacía ella. Había algo todavía más extraño: el rostro de la señora Marsh estaba marcado por la rubicundez, pero Last no sabía si era debido al sol o a las desconocidas emociones de los lugares en donde se había metido, hace mucho tiempo tal vez.
Pero el alumno, el pequeño Henry, era toda una sorpresa y un encanto.
Parecía algo mayor para sus siete años; pero Last estimó que esta impresión no estaba basada tanto en su estatura o en su físico como en la brillante viveza e inteligencia de su mirada. El preceptor había tratado a muchos niños, aunque ninguno tan joven como Henry; y en general los había encontrado gordinflones y pesados, con rostros en los que se leía un decidido odio al saber y la resolución de aprender lo menos posible. A Last nunca le había sorprendido esta expresión habitual. Le parecía eminentemente natural. Sabía que los rudimentos de cualquier disciplina eran siempre condenadamente aburridos y difíciles. Se preguntaba por qué estaba inexorablemente fijado que la desafortunada criatura humana pasara gran parte de su vida desde el principio mismo haciendo cosas que detesta; pero así era, y ahora por la sintaxis del modo optativo.
Pero no existían tan obstinados atrincheramientos en el rostro o en los modales de Henry Marsh. Era un muchacho apuesto, de aspecto brillante y que hablaba brillantemente, y, con toda evidencia, no consideraba a su preceptor como una fuerza hostil dirigida en contra suya. Era lo que algunos, por extraño que parezca, llamarían anticuado; ingenuo, pero no infantil, con una caprichosa expresión de vez en cuando más evocadora de un hombre gracioso que de un muchacho.
Este antiguo hábito tenía, sin duda, que ser atribuido en parte a las enseñanzas de los viajes, el espectáculo del paisaje cambiante y las cambiantes apariencias de personas y cosas, pero sobre todo al hecho de que siempre había estado con su padre y su madre y nada sabía de la compañía de niños de su edad.
—Henry no ha tenido compañeros de juegos -explicó su padre-. Debió contentarse con su madre y conmigo. No hubo más remedio. Todo el tiempo estuvimos viajando; a bordo de un barco o alojados durante unas pocas semanas en hoteles cosmopolitas, y después otra vez en ruta. El muchacho no tuvo oportunidad de hacer ningún amigo.
Y la consecuencia fue, sin duda, la carencia de puerilidad que Last había advertido. Probablemente fue una lástima que fuera así. Después de todo, puerilidad es una maravillosa palabra, y Henry la desconocía: había perdido lo que, tal vez, fuera tan valioso como cualquier otro aspecto, de la experiencia humana, y podía comprobar su carencia según iba creciendo. Con todo, ésa era la situación, y Last dejó de pensar en estas carencias, posiblemente imaginarias, cuando empezó a instruir al muchacho desde el principio mismo, tal y como había prometido.
Realmente, no desde el principio, pues el muchacho confesó con una sonrisa apaciguadora que había aprendido a leer un poco por su cuenta.
—Pero, por favor, señor, no se lo diga a mi padre, pues sé que no le gustaría. Entienda, señor, mi padre y mi madre tuvieron que dejarme a veces solo, y eso era tan aburrido que pensé lo divertido que sería que aprendiera por mi cuenta a leer libros.
‘He aquí’, pensó Last, ‘una buena lección para un profesor’. ¿Puede convertirse el saber en un atractivo secreto, una excelente diversión, en vez de una horrorosa penitencia? Tomó nota mentalmente y se puso manos a la obra que tenía ante sí. Descubrió en el muchacho una extraordinaria aptitud, una prontitud en captar sus indicaciones y explicaciones como nunca había visto antes: ‘ni en chicos que le doblaban o triplicaban la edad’, meditó él. El afortunado preceptor estaba inclinado a creer que este niño, sacado a duras penas de su estricta infancia, poseía algo muy semejante al genio. De vez en cuando, con su ‘Sí, señor, comprendo. Y después, por supuesto...’, verdaderamente le quitaba a Last las palabras de la boca, y anticipaba lo que, sin duda, era lógicamente el siguiente paso en la demostración. Pero Last no estaba acostumbrado a alumnos que se anticipasen a nada, excepto al momento de volver a poner los libros en las estanterías. Y sobre todo, el profesor se sentía atraído por la apasionada e intensa curiosidad del alumno. Parecía un lector de “La piedra lunar”, o cualquier otra novela sensacional, incapaz de dejar el libro hasta haber leído la última página y descubrir el secreto. Sencillamente, el muchacho aportaba este espíritu de insaciable curiosidad a cualquier tema que se le propusiera. ‘Desearía haberle enseñado a leer’, pensó Last para sí mismo.
‘Sin duda habría considerado el alfabeto con el mismo miramiento que nosotros empleamos con aquellas fascinantes y misteriosas claves de los cuentos de Edgar Allan Poe. Y, después de todo, ¿acaso no es ésa la forma apropiada y lógica de enfocar el alfabeto?’
Y después continuó preguntándose si la curiosidad, considerada a menudo como un defecto, casi un vicio, no sería, en realidad, una de las mayores virtudes del alma humana, la clave de todos los conocimientos y todos los misterios, el verdadero significado del secreto que hay que desvelar.
Entre unas cosas y otras: este modelo de alumno, el encanto del extraño y hermoso país en que residía, y la excepcional amabilidad y consideración hacia él mostradas por el señor y la señora Marsh, Last gozaba de una vida de abundancia plena. Escribió a sus amigos de la capital, contándoles sus felices experiencias, y Zouch y Noel, casualmente reunidos en El Sol, El Perro o El Triple Tonel, comentaron la felicidad de su amigo.
—Está orgulloso de su cachorro -dijo Zouch.
—Y contento con las perspectivas -respondió Noel, pensando en los versos de Last acerca de los bosques y las aguas, y en las vistas de la Casa Blanca-. Con todo, “timeo Hesperides et dona ferentes”. Desconfío de occidente. Como dijo uno de sus propios habitantes, es una tierra de hechizo e ilusión. Nunca se sabe qué puede ocurrir después. Es una suerte que Shakespeare naciera dentro de la zona de seguridad. Si Stratford estuviese veinte o treinta millas más hacia el oeste..., no quiero ni pensarlo. Estoy completamente seguro de que en las minas galesas, únicamente se extrae oro mágico. Y ya sabe usted lo que pasa.
Entretanto, ajeno a las luces y rumores del Strand, Last seguía feliz en su apartado lugar, bajo el gran bosque. Pero muy pronto recibió un sobresalto. Una tarde, entre la hora del té y la cena, estaba paseando por el jardín una vez finalizado su trabajo diario y, sintiendo ganas de fumar en paz, se encaminó al cenador de piedra -o, tal vez, belvedere- que había al borde del césped a la sombra de los acebos. Allí podía uno sentarse y dominar el plateado serpenteo del río, atravesado por un viejo puente de piedra gris. Cuando iba a instalarse, reparó en un libro sobre la mesa frente a él. Lo cogió, le echó un vistazo, suspiró, y, pasando unas cuantas páginas más, se derrumbó sobre el banco horrorizado. El señor Marsh siempre había deplorado su ignorancia acerca de los libros.
—Sabía leer y escribir, y poco más -decía- cuando fui arrojado al mundo de los negocios... en el escalón más bajo. Y he estado tan ocupado desde entonces que temo que ahora sea demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido.
En efecto, Last había advertido que aunque Marsh solía hablar con bastante esmero, tal vez con excesivo esmero, podía equivocarse en el calor de la conversación: por ejemplo diría ‘expontáneo’ en lugar de ‘espontáneo’.
Y sin embargo parecía que, no solamente había tenido tiempo para leer, sino que había adquirido suficientes conocimientos como para descifrar el latín de un terrible tratado renacentista, por lo general desconocido incluso para los coleccionistas de semejantes cosas. Last había oído hablar del libro, y las pocas páginas que había hojeado le indicaron que bien se merecía su pésima reputación.
Fue una desagradable sorpresa.
Last admitía abiertamente que la moral de su patrón no era asunto suyo.
Pero ¿por qué se molestaría el hombre en contar mentiras? Last recordó que la extravagante señorita Pilliner le había contado sus impresiones sobre Marsh: había detectado ‘una falta de sinceridad’, una especie de reserva bajo una cortés fachada de cordialidad. La señorita Pilliner era, desde luego, una mujer perspicaz: existía en Marsh una indudable falta de sinceridad.
Last dejó sobre la mesa el espantoso volumen y anduvo por el jardín de un lado a otro, sintiéndose muy preocupado. Sabía que había estado violento durante la cena, y dijo que se sentía un poco pachucho, con tendencia al dolor de cabeza. Marsh estuvo afable y alegre, como siempre, y su esposa simpatizó con Last. Apenas había dormido en toda la noche, se lamentaba, y se sentía abatida y cansada. Pensaba que había amenazas en el ambiente. Last, admirando su belleza, confesó una vez más que la señorita Pilliner llevaba razón. Dejando aparte su fatiga momentánea, había en ella una cierta languidez tropical, algo de las noches apacibles y ardientes y de la fragancia de las flores exóticas.
Marsh sacó un brandy muy especial que administró con el café, diciendo que curaría a ambos enfermos y les haría compañía. Efectivamente, Last tuvo que confesar que se sentía considerablemente más a gusto después de la excelente cena, el buen vino y el raro brandy. Aunque humillante, era imposible, seguramente, negar la influencia del estómago. Last se retiró pronto a su habitación, tratando de convencerse de que la doblez de Marsh no era asunto suyo. Encontró una inocente, o casi inocente, explicación antes de que se le acabara la última pipa, sentado junto a la ventana abierta, escuchando vagamente el murmullo del río y contemplando las sombrías tierras de más allá.
—He aquí -reflexionó- una forma modificada del Mal de Bounderby. Decía Bounderby que él empezó siendo un miserable paria, hambriento y desaliñado. Marsh dice que se convirtió en recadero o algo por el estilo antes de poder aprender algo.
Bounderby mentía, y Marsh, sin duda, miente. Es una manía de los ricos: exageran sus éxitos recientes exagerando sus primitivas desventajas.
Cuando se fue a dormir casi había decidido que el joven Marsh había estado en un buen instituto de segunda enseñanza, y había hecho bien.
A la mañana siguiente, Last se despertó casi relajado. Fue, sin duda, una lástima que Marsh adoptara una sutil y falsa jactancia; sus gustos literarios eran ciertamente deplorables, pero eso era únicamente asunto suyo. Y el muchacho compensaba de todo. Mostraba un dominio tan claro de la gramática inglesa que Last pensó que muy pronto podría empezar con el latín. Una noche, durante la cena, lo mencionó mirando a Marsh con jocosa atención. Pero Marsh no dio muestras de que el dardo le hubiera alcanzado.
—Eso demuestra que tenía razón -observó-. Siempre he dicho que no hay equivocación mayor que obligar a los niños a estudiar antes de estar capacitados para ello. La gente suele cometerla, y en nueve de cada diez casos las cabezas de esos niños quedan confundidas para el resto de sus vidas. Ya ve usted lo que ocurre con Henry; le he mantenido apartado de los libros hasta ahora, y puede usted comprobar por sí mismo que no he perdido el tiempo con él. Está maduro para aprender, y no me extrañaría que en seis meses adelantara a chicos corrientes prematuramente atiborrados de conocimientos durante seis años.
Puede ser, pensó Last, pero, en general, estaba dispuesto a atribuir el rápido progreso del chico antes a su propia inteligencia excepcional que al sistema, o falta de sistema, de su padre. Y, en cualquier caso, era un gran placer enseñar a un muchacho así.
A buen seguro su aplicación a los libros no había sido perjudicial para su espíritu. En las cercanías de la Casa Blanca había escaso vecindario, y además la gente ignoraba si los Marsh iban a instalarse definitivamente o eran visitantes pasajeros: vacilaban en visitarlos mientras persistiera esta incertidumbre. Sin embargo, el párroco les había visitado; el párroco y su esposa fueron los primeros; ella, animada, jovial y parlanchina, y él, algo sombrío e indeciso.
Se suponía que el párroco, en sus tiempos un gran pendenciero, repartía su ocio entre su jardín y la invención de un ingenio volador. Tenía la reputación de ser ligeramente excéntrico.
Él nunca volvió, pero la señora Winslow solía pasar por el camino forestal en su carruaje de dos ruedas con sus dos hijos: Nancy, una preciosa chica rubia de diecisiete años, y Ted, un muchacho de once o doce años, de esa clase que Last catalogó como ‘gordinflones y pesados’, de corpulenta y tosca complexión, con abultados ojos y mejillas y un poco de la resuelta expresión de un cachorro de bulldog. Después del té, Nancy solía organizar juegos para los dos niños en el jardín, a los que se unía personalmente con aparente fruición. Henry, que conocía a pocos compañeros aparte de sus padres, y probablemente nunca había jugado a ningún tipo de juego, protestaba con deleite, corría de un lado para otro, se escondía detrás del cenador, y, con el mayor placer, abandonaba súbitamente la protección de las judías verdes, y Ted Winslow se le unía con un aire de protesta. Estaba de vacaciones y su expresión indicaba que ese tipo de cosas sólo eran apropiadas para chicas y críos. A Last le agradaba ver a Henry tan dispuesto y tan deseoso de divertirse; después de todo, él mismo tenía algo de niño. Parecía un poco incómodo cuando Nancy Winslow lo ponía sobre sus rodillas al acabarse los juegos; evidentemente temía la desdeñosa mirada de Ted Winslow. En efecto, parecía como si el joven bulldog temiera ver comprometida su reputación al asociársele con un tan evidente y declarado niño. La siguiente vez que la señora Winslow tomó el té en la Casa Blanca, Ted tenía un diplomático dolor de cabeza y se quedó en su casa.
Pero Nancy propuso juegos para dos personas, y a ella y a Henry se les oyó gritar alegremente por el parque.
Henry quería mostrar a Nancy un maravilloso pozo que había descubierto en el bosque, y que, según dijo, procedía de la base de un enorme tejo.
Pero la señora Marsh parecía creer que podían perderse.
Last había pasado por alto el incómodo incidente de ese infame libro del cenador. En carta a Noel le había comentado que temía que su patrón fuera en algunos aspectos un poco granuja, pero de confianza por lo que a él se refería; y así era. Hacía progresos en su trabajo y no se metía en lo que no le importaba. Sin embargo, de vez en cuando, se renovaba su vaga inquietud por el hombre. Ocurrió un mal asunto en una aldea a un par de millas, donde una chica de doce o trece años, que después de oscurecer volvía a casa de visitar a un vecino, fue atacada en el bosque y vilmente maltratada. La desgraciada niña, según parecía, había sido abandonada por el canalla en lo más recóndito del bosque, a poca distancia del sendero que ella debía haber tomado a su regreso a casa. Un hombre que había estado bebiendo hasta tarde en el ‘Fox and Hounds’ oyó que alguien lloraba y gritaba ‘como presa de un arrebato’, en expresión suya, y encontró a la chica en un estado lastimoso, en el que permanece desde entonces. Era incapaz de describir a la persona que tan vergonzosamente la había maltratado; la conmoción la había dejado fuera de sí; gritaba cada vez que alguien aparecía por detrás de ella en la oscuridad, pero no podía añadir nada más, y era imposible tratar de conseguir que describiera a una persona a la que, probablemente, ni siquiera había visto. Naturalmente, esta horrible historia se convirtió en la atracción principal del periódico local, y una noche, estando Last y Marsh fumando sentados después de la cena, el preceptor habló del caso; dijo algo acerca del contraste entre la paz, belleza y tranquilidad del lugar y el infame crimen que tan cerca se había cometido. Le sorprendió comprobar que inmediatamente aumentó la inquietud de Marsh. Se levantó de la silla y recorrió la habitación de acá para allá murmurando ‘terrible asunto, vergonzoso asunto’, y, cuando volvió a sentarse dándole la luz de lleno, Last vio el rostro de un hombre asustado. La mano que Marsh había puesto sobre la mesa estaba crispada por la ansiedad; golpeaba el suelo con el pie como si tratara de calmar el temblor de sus labios, y había un miedo mortal en sus ojos.
A Last le chocaba y le asombraba el efecto que había producido con unas cuantas frases convencionales. Tímidamente, dispuesto a superar una situación difícil, comenzó a decir algo todavía más convencional como que la belleza de la naturaleza jamás había conferido inmunidad para el crimen, o cualquier otra necedad parecida. Pero estaba claro que Marsh no iba a calmarse con nada por el estilo. Se levantó otra vez de la silla y golpeó su mano contra la mesa, en un fiero gesto de rechazo y negativa.
—Por favor, déjelo, señor Last.
No diga nada más. Verdaderamente nos ha afectado mucho a la señora Marsh y a mí. Nos horroriza pensar que hemos traído a nuestro hijo aquí, a este pacífico lugar según teníamos entendido, sólo para exponerle al contagio de este espantoso incidente. Por supuesto, hemos dado a los sirvientes órdenes estrictas de que no digan ni una palabra en presencia de Henry; pero usted sabe cómo son los sirvientes y el finísimo oído que tienen los niños.
Una o dos palabras casuales pueden arraigar en una mente infantil y contaminar todo su temperamento. Realmente es un pensamiento terrible. Debe usted haber advertido lo angustiada que ha estado la señora Marsh estos últimos días. Lo único que podemos hacer es tratar de olvidarlo todo, y confiar en que no se haya producido ningún daño irreparable en el muchacho.
Last murmuró un par de palabras de disculpa y asentimiento, y la conversación tomó otros derroteros menos conflictivos. Pero cuando el preceptor se quedó solo, examinó con curiosidad lo que había visto y oído. Pensó que el aspecto de Marsh no se correspondía con sus palabras. Hablaba como un padre devoto, temeroso de que su pequeño pudiera sorprender algún nauseabundo y repugnante chismorreo o hiciera conjeturas acerca de un crimen horrible y obsceno. Parecía como si hubiera divisado el patíbulo, y su miedo, Last lo presentía, fuera de un género completamente diferente. Y además estaba la referencia a su esposa. Last había advertido que desde el crimen en el bosque algo le pasaba; pero de nuevo desconfió de la observación de Marsh. Su esposa era una mujer habitualmente de un buen humor algo lánguido; pero recientemente mostraba un aspecto y un semblante de furia contenida, la ardiente mirada de una mujer celosa, la rabia de la belleza desdeñada. Hablaba poco, y cuando lo hacía era lo más concisa posible; pero podía uno imaginarse en su interior el fuego de la pasión. Last había comprendido esto y se asombraba, aunque no demasiado, decidiendo no meterse en lo que no le importaba. Suponía que había alguna diferencia de opinión entre ella y su marido; muy posiblemente acerca de la nueva disposición del mobiliario del salón y del alquiler de un gran piano. Desde luego no se le había ocurrido achacar el semblante alterado de la señora Marsh al infame crimen que se había cometido. Y ahora Marsh le contaba que esos destellos de rabia oculta eran los signos externos de su compasiva ansiedad materna. Pero no le creyó ni una sola palabra. Comparó el mal disimulado terror de Marsh con la mal disimulada furia de su esposa; se acordó del libro del cenador y de las cosas que se rumoreaban acerca del horror en el bosque: la repugnancia y el pavor se apoderaron de él. Era cierto que no tenía pruebas sino simples conjeturas; pero no dudaba. No podía haber otra explicación. Y ¿qué podía hacer él sino abandonar este terrible lugar?
Last no pudo conciliar el sueño.
Se desvistió y se metió en la cama, y estuvo dando vueltas en la penumbra de la noche veraniega. Luego encendió su lámpara y se volvió a vestir, preguntándose si no sería mejor escabullirse sin decir palabra, caminar las ocho millas hasta la estación, y escaparse en el primer tren que fuera a Londres. No era solamente su aversión por el hombre y sus obras; el miedo también le incitaba a huir de la Casa Blanca. Estaba seguro de que si Marsh adivinaba sus sospechas, su vida podía correr peligro. Aquel hombre maligno no conocía la clemencia ni los escrúpulos. Incluso podía estar en su puerta, escuchando, acechando. Sólo de pensarlo se le helaba el corazón y el sudor frío le caía a borbotones.
Iba y venía por la habitación, descalzo, deteniéndose de vez en cuando a escuchar hasta el más leve paso en el exterior. Cerró la puerta lo más silenciosamente que pudo y se sintió más seguro. Esperaría hasta el amanecer en que la gente alborota toda la casa, y entonces podría aventurarse a salir y escaparse.
Y, sin embargo, cuando oyó la agitación de los criados en sus ocupaciones, vaciló. El sol brillaba en el valle, y la niebla que cubría el plateado río se elevó y desapareció; la dulce fragancia del bosque penetraba por la ventana de su habitación. El miedo y el terror ciego habían desaparecido de su ánimo. Comenzó a vacilar, a recelar de su juicio, a preguntarse si no se habría precipitado en sus negras conclusiones por el pavor de la noche. Sus lógicas conclusiones a medianoche parecían sugerir una pesadilla en la transparencia de aquel valle; pero el canto de una alondra en lo alto se lo refutaba. Recordó el argumento de Garraway después de una excelente cena en La Cabeza del Turco: siempre era peligroso que la improbabilidad fuera consejera de la vida. Se demoraría un poco, permanecería alerta, y se aseguraría antes de pasar a la acción repentina y violentamente. Y quizás fuera cierto que Last estaba fuertemente influido por su aversión a dejar al joven Henry, cuya extraordinaria brillantez e inteligencia le asombraban y deleitaban cada vez más.
Todavía era temprano cuando, finalmente, abandonó su habitación y salió al aire puro de la mañana. Era poco más de una hora después del desayuno, y Last se puso en camino por el sendero que conducía, pasada la tapia del huerto, a lo alto de la colina y al corazón del bosque. Se detuvo un instante en la curva superior y, dándose la vuelta, contempló, al otro lado del río, el alegre país con toda su magia y encanto matutinos. Mientras andaba despacio, mirando en torno suyo, oyó unos débiles pasos que se aproximaban por el otro lado de la tapia y unos murmullos en voz baja. Después, cuando los pasos se acercaron, una de las voces se elevó un poco, y Last oyó a la señora Marsh diciendo:
—¿Demasiado vieja yo? Y trece años son demasiado pocos. ¿Habrá que esperar a los próximos diecisiete para que puedas introducirla en el bosque?
Después de todo lo que he hecho por ti, y lo que tú me has hecho a mí.
La señora Marsh enumeró todas esas cosas sin remisión y sin ningún vergonzoso temblor en la voz. Se detuvo momentáneamente. Tal vez le sofocaba la rabia; y pudo escucharse una estridente risa burlona, como si la voz de Marsh se hubiera cascado de desprecio.
Silenciosa, pero rápidamente, Last, con la cara triste y los ojos desorbitados, se largó desesperadamente de la Casa Blanca. Una vez en el camino, libre de sembrados y de maleza, aminoró su carrera sin detenerse nunca, hasta llegar con un suspiro de alivio a las feas calles de una gran ciudad industrial. En seguida se dirigió a la estación, y comprobó que todavía faltaba una hora para el expreso de Londres. Por tanto, disponía de mucho tiempo para su desayuno, que consistió en aguardiente.
El preceptor volvió a su antigua vida y a sus antiguas costumbres, haciendo todo lo posible por olvidar este extraño y horrible interludio de la Casa Blanca. Se rodeó una vez más de sus gordinflones cachorros; dio clases intensivas y durante sus largas vacaciones preparó para los exámenes a los alumnos suspendidos, estando moderadamente satisfecho, en general, con el curso de los acontecimientos. De vez en cuando, procurando convencer a los gordinflones de que el latín y el griego eran lenguas habladas anteriormente por seres humanos y no enigmas sin sentido inventados por demonios, pensaba, suspirando de pena, en el muchacho que tan bien las entendía y tanto las deseaba comprender. Y se preguntaba si no habría sido un cobarde por dejar a este encantador niño en las nefastas manos de sus espantosos padres. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Era horrible pensar en Henry, corrompido más o menos rápidamente por sus detestables padre y madre y creciendo con el fango de sus abominaciones gravitando sobre él.
No entró en detalles con sus viejos amigos. Les dio a entender que había surgido una grave desavenencia que le hizo imposible continuar. Sus amigos asintieron con la cabeza, y, comprendiendo que el asunto era delicado, no le hicieron preguntas, hablándole en su lugar de libros antiguos y de filetes recientes. De hecho, todos coincidieron en que el filete era demasiado reciente, y emplazaron a William a que explicara este horror. ¿No sabía que el filete, que sirve para el consumo de los cristianos, lo que los distingue de los hotentotes, necesita airearse tanto como la caza? El benigno y laborioso William probó, analizó y asintió con gran pesar suyo.
Se disculpó y a continuación les dijo que como a los caballeros no les gustaría esperar a que cocinaran unas aves, les sugeriría una enorme, tierna y jugosa rodaja de ternera asada, recién cortada. La sugerencia fue aceptada y la encontraron excelente. La conversación volvió a la métrica coral y a Florence St. John y el Strand.
Más tarde hubo oporto.
Muchos años después, cuando su vida, destruida desde mucho tiempo atrás, se había derrumbado en un estallido final, Last se enteró de la verdadera historia de su empleo como preceptor en la Casa Blanca. Tres terribles personas fueron sentadas en el banquillo del Old Bailey. Un anciano, con aspecto de mortífera serpiente; una deplorable mujer, gorda y desaliñada, de colgantes carrillos y ojos con un vago indicio de belleza marchita; y, para total asombro de aquellos que no conocían la historia, un maravilloso niño. La gente que le vio en el estrado dijo que aparentaba nueve o diez años, no más. Pero la evidencia mostraba que debía tener entre cincuenta y sesenta por lo menos, quizás incluso más.
La acusación imputó a estas tres personas un crimen incalificable y horroroso. Fueron acusados bajo el nombre de Mailey, que llevaban cuando fueron detenidos; pero al final del proceso resultó que habían sido conocidos por muchos nombres en el transcurso de su carrera: Mailey, Despasse, Lartigan, Delarue, Falcon, Lecossic, Hammond, Marsh, Haringworth. Se estableció que el presunto muchacho, a quien Last había conocido como Henry Marsh, no tenía ningún tipo de parentesco con los prisioneros de más edad. Sus orígenes eran completamente desconocidos. Se creía que era hijo ilegítimo de un importante diplomático inglés, cuya influencia había contado mucho en el Extremo Oriente. Nadie sabía nada acerca de su madre. El muchacho prometía mucho desde su más tierna infancia, y el padre, que era soltero y a quien desagradaba lo poco que sabía de su parentela, le legó su enorme fortuna. El diplomático murió cuando el muchacho tenía doce años; y era ya bastante mayor cuando el niño nació.
La gente comentaba que Arthur Wesley, como le llamaban entonces, era de muy baja estatura para su edad, y así permaneció, conservando el rostro de un niño de siete u ocho años.
Como no se le podía mandar a la escuela, fue educado en privado. Cuando fue mayor de edad, los albaceas tuvieron la extraordinaria experiencia de poner una propiedad bastante considerable en manos de un joven que parecía un niño. Muy poco después, Arthur Wesley desapareció. Dudosos rumores hablaron de reapariciones suyas, ora aquí, ora allá, por todas partes del mundo. Se comentó que Wesley había adoptado las costumbres de lo que entonces se llamaba la desconocida África, cuando las Montañas de la Luna todavía persistían en los mapas más antiguos. También se dijo que había ido a explorar las crecidas aguas del Amazonas, y jamás había regresado; aunque pocos años más tarde un personaje que debió haber sido Arthur Wesley desplegaba actividades desagradables en Macao. De acuerdo con el proceso, fue poco después de este período cuando -en palabras del fiscal- comprendió la necesidad de ‘ponerse a cubierto’. Su extraordinaria personalidad, con suficientes dotes de naturalidad, atrajo la atención sobre él y sus actividades, y dado que esas actividades eran por lo general, o siempre, odiosas, semejante atención era a la vez molesta y peligrosa. En alguna parte de Oriente, estando muy mal acompañado, encontró a las dos personas que luego fueron procesadas con él. Arabella Manning, de quien se decía que tenía respetables parientes en Wiltshire, se había ido a Oriente como institutriz, pero pronto había hallado otras ocupaciones.
Meers había trabajado como empleado de una firma comercial de Shanghai.
Su ingeniosísimo sistema de fraude le valió el despido, pero, por una razón u otra, la empresa rehusó demandarle, y Meers se fue al lugar donde Arthur Wesley le encontró. A Wesley se le ocurrió un gran plan. Manning y Meers pretendían ser el señor y la señora Marsh -ése parece haber sido su primer tratamiento-, y él iba a ser su hijo pequeño. Les pagó bien sus variados servicios: durante algunos años Arabella fue su gobernanta, la compañera en sus momentos más discretos. Ocasionalmente contrataron a un preceptor para hacer la situación más plausible. De esta guisa, el horroroso trío recorría el mundo.
El tribunal escuchó todo esto, y mucho más, después que el jurado encontrara culpables a los tres del concreto delito del que les acusaban.
Este último crimen -que la prensa tuvo que envolver en paráfrasis y perífrasis- había sido descubierto, por extraño que parezca, como consecuencia en gran parte de los celos de la mujer. Los afectos de Wesley, llamémoslos así, todavía estaban dispuestos a extraviarse, y la celosa furia de Arabella la llevó más allá de toda cautela y de todo control. Ella era el punto vulnerable de la armadura de Wesley, la grieta en su protección.
La gente de la sala les miró a los dos; a la pervertida y deplorable mujer de carrillos flojos y colgantes, en cuyos fatigados ojos todavía brillaba un débil fuego, y a Wesley, que, al parecer, todavía era un guapo y listo muchachito. Se quedaron boquiabiertos de asombro ante el grotesco e insoportable horror de la escena.
El juez levantó la vista de sus anotaciones y miró fijamente a los convictos durante algunos segundos, con los labios fuertemente apretados.
El acusador llegó al final de su portentosa historia. La trayectoria de estas personas, dijo, había estado marcada por terribles escándalos, pero hasta hacía bastante poco nadie había sospechado de su culpabilidad. Dos de estos casos concernían a la acusación principal, pero faltaba una evidencia formal.
El juicio llegaba a su fin.
‘A pesar de su diminuta estatura y su aspecto juvenil, el preso Charles Mailey, “alias” Arthur Wesley, se resistió desesperadamente a su arresto. Poseía una inmensa fuerza para su talla, y casi estranguló a uno de los agentes que lo arrestó.’
Las fórmulas procesales fueron proferidas. El juez, sin un solo comentario, sentenció a Mailey, o Wesley, a cadena perpetua; a John Meers, a quince años de cárcel, y diez años, para Arabella Manning.
El viejo mundo, ya ha sido señalado, había caído con gran estrépito.
Habían pasado muchísimos años desde que echaran a Last de Mowbray Street, desde que descendiera sórdida y tranquilamente del Strand. Mowbray Street estaba ahora repleta de resplandecientes edificios de oficinas.
Después fue de un cómodo escondrijo a otro, según Londres crecía en majestad y esplendor. Pero durante un año más o menos, estuvo oculto en una callejuela que tenía la ventaja de conducir a un cementerio abandonado, cerca de Gray.s Inn Road. Medwin y Garraway habían muerto; pero una noche Last convocó en su domicilio a los supervivientes Zouch y Noel, e inmediatamente preparó para ellos un excelente ponche.
—Es tan estupendo que debe ser pecaminoso -dijo, mientras pelaba los limones-, pero hasta el presente creo que no es ilegal. Y todavía tengo unas cuantas botellas de aquel oporto que compré en el noventa y dos.
Y entonces les contó por primera vez toda la historia de su empleo en la Casa Blanca.