Una esfinge.
Te has pasado cinco mil años con la boca cerrada, sin
soltar siquiera un susurro.
Vienen y van las procesiones, los que marchan,
formulando preguntas que contestas con esos ojos
grises que ni siquiera parpadean, esos labios
prietos que nunca dicen nada.
Ni un ápice de todo lo que sepas ha salido de tu gatuna
forma de estar agazapada a lo largo de los siglos.
Yo soy uno de esos que saben todo cuanto sabes tú, y
sostengo mis preguntas: conozco las respuestas
que te reservas.
Amapolas.
A ella le encantan las amapolas rojo sangre para caminar por el jardín.
Con un vestido blanco, holgado, camina
y una niña nueva tira de los tendones de su cuerpo.
La cabeza vuelta al oeste cuando atardece, cuando repta el rocío,
un estremecimiento de alborozo le recorre los huesos y las fibras del torso:
le encantan las amapolas rojo sangre para caminar por el jardín.
Bruma perla.
Ahora, abre la puerta
súbete los cuellos del abrigo
para caminar en la cambiante pañoleta de la neblina.
Cuéntale tus pecados a la bruma perla
y aprende al menos esta vez cómo se ahonda la noche
extraña como lo que se dice a medias.
Acecha en los ojos de ratón de una mujer sabia.
Si, cuéntale tus pecados
y aprende cuán poco importan a la bruma perla
las leyes que hayas quebrantado.
Dos.
Tu recuerdo es... la lanzada azul de una flor.
no me acuerdo de cómo se llama.
A lo largo de una enhiesta amapola que gotea hay fuego y seda.
Y te cubren.
La camisa.
Recuerdo que una vez fui corriendo tras de ti y te agarré
por el faldón de la camisa, que ondeaba al viento.
Una vez, pero hace ya muchos días de esto, me bebí un vaso
entero de no me acuerdo qué y tu imagen retembló
hasta posarse sobre la superficie del líquido.
Y de nuevo sólo a ti llegué a oír en la voz cantarina de una
mujer que algo tarareaba al desgaire.
Una noche, sentado con los camaradas en redor de las
rojas ascuas de la hoguera, contando historias en
una lengua cuya hechura hablaba por sí sola ante
un manto de blancas estrellas:
eras tú la que se escabullía reidora
en la torpeza de las sombras tambaleantes.
Truncas respuestas del recuerdo me hacen saber que estás
viva, con el rostro de un espectro que se asoma
tras algún umbral, en algún lugar, en medio de la
pujanza y la furia de la ciudad
O bajo una masa de musgo y hojas secas, en silencio, a la
espera, bajo los brazos nudosos del roble, lista
como nunca para echar a correr en cuanto te
agarre por esa tu camisa ondeante.
Monotonía.
Es hermosa la monotonía de la lluvia,
y el súbito recrudecerse y lento escampar
de la lluvia larga y multitudinaria.
Es hermoso el sol en los montes,
o un atardecer capturado y arrojado al mar,
con sus estandartes de oro y fuego.
Es hermoso un rostro que conozco...
con el oro y el fuego del cielo y el mar
y la paz de la lluvia larga y cálida.
Es mucho.
Mujeres de la vida nocturna entre luces
bajo las que el perfil de vuestros pechos plenos, redondos
luce con el mismo fulgor que el brillo de vuestros ojos
y el tintineo de vuestras risas de corazón:
es mucho no pasar frío y tener la certeza del mañana.
Mujeres de la vida nocturna entre sombra:
de pechos entecos, arrimadas a las tapias,
flacas como una perra que estuviera en los huesos,
bajo el maquillaje de vuestras caras sonrientes:
es mucho no pasar frío y tener la certeza del mañana.
Esquinera.
Entre las sombras, donde se cruzan dos calles,
acecha a oscuras una mujer que aguarda
hasta seguir su camino en cuanto se deje ver un policía.
Con una sonrisa cotrañosa, con una cara
pintarrajeada, demacrada, huesuda, en la que asoman ojos desesperados,
durante la noche entera ofrece a los transeúntes lo que deseen
de su belleza echada a perder, de su cuerpo ajado, sin exigencias,
sin que nadie muestre interés ninguno.
Harrison Street Court.
Oí de labios de una mujer
que conversaba con una compañera
estas palabras:
«Una mujer que se busca la vida
nunca se queda con nada
por más buscona que sea.
Es otro quien siempre se queda
lo que ella sale a buscar por las calles.
Si no es un chulo
es un toro el que se lo queda.
Ahora he de buscarme la vida
hasta que ni para eso ya valga.
Nada tengo que me compense.
Todo se lo quedó un hombre,
todas mis noches de busconeo.»
Paloma mancillada.
Seamos sinceros: la dama no fue furcia hasta que casó con
un abogado de empresa que la encontró entre las
chicas del coro de un espectáculo de Ziegfeld.
Hasta entonces, nunca se quedó con el dinero de nadie,
y pagó sus medias de seda con lo ganado cantando
y bailando.
Amó a un hombre que amó a seis mujeres, y tanto tráfago
a ella le cambió la cara: le exigía más y más dinero
en afeites, sumas elevadas para los médicos de
belleza.
Ahora conduce ella sola un coche largo y vendido bajo
cuerda, se entera por los periódicos de los
tejemanejes de su marido en la comisión interestatal
de comercio, ha de comprar corsés de tallaje mayor
a cada año que pasa y a veces se pregunta cómo se
las apaña un hombre con seis mujeres.
Poemas compuestos en unos de los últimos tranvías de la noche.
I. Tordas
Soy la Gran Avenida Blanca de la ciudad.
Cuando me preguntes cuál es mi deseo, así contesto:
«Muchachas frescas como flores silvestres del campo,
can el rostro joven y hastiado de vacas y graneros,
el ansia en sus ojos como el alba, el afán por conocer mis misterios;
muchachas esbeltas y ágiles, de piernas bien torneadas,
el atractivo en el arco de sus hombros estrechos
y la sabiduría de las praderas, para llorar quedo tan sólo
ante las cenizas de mis misterios».
II. Agotamiento
(Versos basados en ciertos arrepentimientos que trae consigo
la meditación sobre las caras maquilladas de las mujeres que
pasean por North Clark Street, Chicago)
Rosas,
rosas rojas,
aplastadas
en la lluvia y el viento
cual bocas de mujeres
aplastadas por los puños
de los hombres que las usan.
Oh, capullos de rosa
y hojas rotas
y volutas de pétalos:
así tú, que de tal modo arrojaste tu carmín
al sol
tan sólo ayer.
III. El hogar
He aquí algo que anhela mi corazón fuera, ojalá, más
corriente en el mundo:
una noche lo oí suspenso en el aire, al escuchar
a una madre que arrullaba a su hijo intranquilo y enojado
en las tinieblas.
Se fue.
Todos amaban a Chick Lorimer en el pueblo.
Lejísimos
todos la amaban.
Así las cosas, todos amamos a una chica salvaje y sujetamos
con mano firme
el sueño al que aspira.
Nadie sabe adónde se fue Chick Lorimer.
Nadie sabe por qué hizo la maleta... unas cuantas cosas vieja
y se fue,
se fue con el mentón pequeño
y bien alto,
con el cabello suave y descuidado
ondeando bajo su sombrero de ala ancha,
bailarina, cantante, amante apasionada y risueña.
¿Eran diez o cien los hombres deseosos de dar caza a Chick?
¿Eran cinco o cincuenta los que por ella suspiraban con
el corazón partido?
Todos amaban a Chick Lorimer.
Nadie sabe a dónde se fue.
Anciana.
Traquetea el último tranvía obstinado con el eco
que le devuelven los edificios y el pavimento horadado:
los faros desdeñan la bruma
y clavan los rayos amarillos en la lluvia lenta y fría;
contra una ventanilla aprieto la frente
y, con mareo, contemplo las tapias, las aceras.
Los faros hallan el camino,
desaparece la vida de la humedad y el fárrago...
Sólo una anciana hinchada, desmadejada, agotada,
abandonada, remota caminante de otro tiempo,
se acurruca en un portal en pos del sueño
sin techo.
Bajo un poste telefónico.
Soy un cable de cobre tendido en el aire.
Fino, recortado contra el sol, ni siquiera proyecto una
clara línea de sombra.
Noche y día canto sin cesar; zumbo y vibro:
es el amor y la guerra y el dinero, es la lucha y son las
lágrimas, el trabajo y la necesidad;
son la muerte y la risa de los hombres y mujeres que pasan
a través de mí, portador de sus palabras,
a la lluvia, con la escarcha y el goteo, al alba y al secarme
y relucir.
Un cable de cobre.
Broadway.
Nunca te olvidaré, Broadway,
tus luces doradas me llaman.
Mucho tiempo te recordaré,
río amurallado de prisas y juegos.
Los corazones que bien te conocen te odian
y los labios que tantas risas te prestaron
hoy cenizas son de la vida y de sus rosas,
y maldicen los sueños echados a perder
en el polvo de tus piedras ásperas y pisoteadas.
Desde la orilla.
Un ave gris y solitaria
baja en picado, vuela lejana,
sola en las sombras y grandezas y tumultos
de noche y mar
y estrellas y tempestades.
Allá sobre las tinieblas oscila y planea,
allá en la penumbra se interna y aletea,
allá en el viento y en la lluvia y en lo inmenso,
allá en el pozo de un gran mundo negro,
donde batallan las nieblas por el cielo, empujadas por el mar,
el amor de la bruma y el embeleso del vuelo,
la gloria del azar y los avatares de la muerte
sobre sus alas ansiosas, palpitantes.
Allá en lo profundo del gran mundo oscuro,
más allá de las fronteras dilatadas donde espuma y pecios
de las olas numerosas se pierden para siempre
con las mareas que se precipitan y retroceden y se hunden.
Chicago.
Carnicero para el mundo entero,
fabricante de herramientas, almacenador de trigo,
niño que juega con trenes, repartidor de mercancías por toda la nación;
tormentosa, malencarada, bravucona,
ciudad de espaldares capaces:
Me dicen que eres perversa y yo los creo, pues he visto a tus mujeres
maquilladas bajo las farolas, las he visto engatusar a los muchachos.
Y me dicen que eres pérfida y respondo: sí, es cierto, he visto al pistolero
matar y salir libre para matar de nuevo.
Y me dicen que eres brutal y mi respuesta es ésta: en las caras de mujeres y
niños he visto las huellas del hambre atroz.
Y luego de responder así vuelvo una vez más a quienes se mofan de ésta, mi
ciudad, y les devuelvo la mofa y les digo entonces:
venid y mostradme otra ciudad llena de habitantes con la cabeza bien alta,
que canten con tanto orgullo por estar vivos, curtidos, por ser fuertes y astutos.
Arrojando imantadas maldiciones en medio de la faena de los empleos que
se amontonan uno a uno, he ahí un buen pegador alto y osado, recortado
sobre las ciudades pequeñas y blandas;
feroz como un perro cuya lengua se relame de cara a la acción, astuto cual
salvaje arrinconado en zonas agrestes, inexploradas,
sin cubrirse la cabeza,
palada tras palada,
destrozándolo todo,
planeándolo,
construyendo, rompiendo, reconstruyendo,
bajo el humo, la polvareda en toda la boca, riéndose con sus blancos dientes,
bajo la terrible carga de un destino que se ríe como sólo ríen los jóvenes,
riéndose como un combatiente ignorante que jamás haya perdido una batalla,
alardeando y riendo, seguro de que bajo su antebrazo late el pulso, y bajo
sus costillas el corazón de las gentes,
¡riendo sin parar!
Ríe con la risa tormentosa, malencarada, jactanciosa de la Juventud misma,
semidesnudo, sudoroso, orgulloso de ser el carnicero, el fabricante de
herramientas, el que almacena el trigo, juega con los trenes y reparte las
mercancías por toda la nación.
La intersección de Blue Island.
Seis calles se juntan aquí.
Calles que alimentan la gente y los carros en el centro.
Caballos pasan todo el dia, con pensamientos de comer de su bolso de comida.
Hombres con las palas, las mujeres con las cestas y los cochecillos de bebé.
Seis calles y ningún sueño para ellas todo el día.
La gente y los carros vienen y van, hacia fuera y adentro.
Triángulos del reloj de los bancos y de los almacenes de la droga.
Los policías silban, los coches de la carretilla topan.
Ruedas, ruedas, pies, pies, todo el día.
Rascacielos.
De día, el rascacielos descuella entre el humo y el sol y tiene alma.
Praderas y valles, las calles de la ciudad, a ellas vierte gente que se mezcla
en sus veinte plantas y de nuevo se ven vertidos a las calles,
praderas y valles.
Son los hombres y mujeres, chicos y chicas así vertidos y revertidos a lo
largo del día, los que dan al edificio el alma de los sueños y pensamientos y
recuerdos.
(Arrojado al mar o clavado en la calle, ¿a quién importaría el edificio, quién
pronunciaría su nombre o preguntaría a un policía cómo llegar a él?)
Se deslizan los ascensores colgados de sus cables y los tubos despachan
cartas y paquetes y las tuberías de hierro portan gas y agua y desechos.
Trepan los cables con secretos, transportan la luz y transportan las palabras,
hablan de terrores y provechos y amores, maldición de los hombres
embebidos en sus planes de negocios, las preguntas de las mujeres en sus
tramas de amor.
Hora tras hora los cajones hidráulicos alcanzan el lecho rocoso de la tierra y
sujetan el edificio al girar del planeta.
Hora tras hora las vigas hacen de costillares y se tensan y sostienen y
amalgaman las paredes y suelos de piedra.
Hora tras hora la mano del albañil y la masa del mortero dan forma a cada
parte de acuerdo con el deseo promulgado por el arquitecto.
Hora tras hora el sol y la lluvia, el aire y la herrumbre, el apremio del tiempo
que se precipita a los siglos, juegan con el edificio por dentro y por fuera y
lo aprovechan.
Los hombres que enterraron los cimientos y mezclaron el mortero yacen en
tumbas donde silba el viento una canción salvaje y sin letra.
Y lo mismo los hombres que tendieron los cables y colocaron las tuberías, y
los que lo vieron crecer planta a planta.
Las almas de todos ellos están aquí, incluida la del peón de albañil que pedía
por las puertas, a miles de millas de distancia, y la del propio albañil que fue
a la cárcel del estado por disparar contra un hombre cuando estaba borracho.
(Un hombre cayó de una viga y se partió la crisma al final de su caída —
aquí está—, y su alma ha quedado en las piedras del edificio.)
En las puertas de las oficinas, en cada pasillo, cientos de nombres, y cada
nombre representa una cara tachada con un niño muerto, un amante
apasionado, una ambición por un negocio de un millón de dólares, la vida
plácida de una langosta.
Tras los rótulos de las puertas trabajan, y nada dicen las paredes de una sala a otra.
Taquimecanógrafas a diez dólares la semana redactan las cartas de los
abogados de empresa, de los ingenieros y administrativos, y son toneladas
las cartas que salen en paquetes del edificio rumbo a todos los confines de la tierra.
Sonrisas y lágrimas de las oficinistas entran en el alma del edificio, igual que las de los dueños
que rigen sus destinos.
Las manecillas del reloj hacen de las doce otra hora y cada planta se vacía,
hombres y mujeres que se marchan y almuerzan y vuelven al trabajo.
Al final de la tarde, todo el trabajo afloja el ritmo, todo va más despacio
cuando cada cual siente que se cierra el día.
Una a una se vacían las plantas... Se van los ascensoristas de uniforme.
Se oye entrechocar los cubos... Trabajan las limpiadoras, hablan en lenguas
extranjeras. Escoba y agua y fregona que limpian de los suelos el polvo y la
saliva humana, la mugre de la máquina diurna.
Deletreadas en fuego eléctrico, sobre el tejado, palabras que proclaman en
millas a la redonda dónde comprar algo a buen precio. El cartel no deja de
hablar hasta pasada la media noche.-
Oscuridad en los pasillos y vestíbulos. Eco de las voces. El silencio... Los
vigilantes rondan despacio de planta en planta, prueban las puertas. Abultan
las pistolas sus bolsillos... Cajas fuertes en las esquinas. El dinero a buen recaudo.
Un joven vigilante se asoma a una ventana y ve las luces de las barcazas que
se abren paso en la bahía, redes de faroles rojos y blancos en el depósito del
ferrocarril, un espectro de tinieblaspolvo y la saliva salpicado de líneas blancas y manchas de
cruces y racimos de viviendas en la ciudad durmiente.
De noche, el rascacielos descuella entre el humo y las estrellas y tiene alma.
Hierba.
Haced la pila de cadáveres
en Austerlitz, en Waterloo;
echad encima tierra, tierra;
después... Yo soy la hierba:
dejadlo todo a mi verdor.
Haced también la pila en Gettisburgo
en Ipres, en Verdun;
después... vendrá mi turno
sobre la lúgubre quietud.
Y cuando pasen años, décadas,
los viajeros dirán al conductor:
-¿Qué colinas son esas?
-¿Dónde estamos, señor?
Yo soy la hierba:
dejadlo todo a mi verdor