sábado, 24 de mayo de 2025

Ex Oblivione. H.P. Lovecraft (1890-1937)

Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.

Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.

Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.

Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.

Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.

Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.

Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino del otro lado del muro no sólo era más duradero, sino también más hermoso y radiante.

Más tarde, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento.

Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase.

Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos; y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las glorias del país del que nunca volvería .

Pero en cuanto la puerta se abrió más, y el embrujo de la droga y el sueño me empujaron por ella, supe que todas las glorias y visiones habían terminado; porque en ese nuevo reino no había ni tierra ni mar, sino sólo el blanco vacío del espacio ilimitado y desierto. Así, más dichoso de lo que nunca había osado esperar, me disolví nuevamente en esa infinitud original de olvido cristalino de la que el demonio Vida me había sacado por una hora breve y desolada.


Fuera de la tierra. Arthur Machen (1863-1947)

Durante agosto hubo una confusa queja acerca de la mala conducta de los niños en ciertos balnearios de Gales. Semejantes informes son sumamente difíciles de rastrear; y nadie tiene mejor razón que yo para saberlo. No necesito recorrer el ancestral suelo galés; pero temo que en estas fechas mucha gente desearía no haber oído nunca mi nombre.

Por otra lado, un considerable número de personas están preocupadas seriamente, desde mi punto de vista, por mi bienestar. Me escriben cartas, algunas con amables censuras, rogándome que no prive a las pobres almas enfermas del pequeño consuelo que encuentran en medio de sus penas. Otros me envían folletos izquierdistas; los demás son violenta y anónimamente injuriosos. Y además, con escritura espaciada, en hermosa forma de libro, el señor Begbie se ha enfrentado a mí, en mi opinión, severamente.

De mi parte, todo era completamente inocente, más bien casual. Yo, que en prosa soy un pardillo, no hice sino expresar mi insignificante lamento en el Evening News, porque así lo quise, pues sentía que la historia de Los arqueros debía ser contada. Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de fantasmas es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura; pero pensé que, de todos modos, a nadie perjudicaría que yo atestiguara, a la manera del arte fantástico, mi creencia en la heroica gesta de las huestes inglesas que regresaron de Mons tras combatir y vencer.

De un modo u otro, fue como si hubiera pulsado un botón y puesto en funcionamiento un terrible y complicado mecanismo de rumores que se pretendían auténticos, de murmuraciones que se las daban de evidentes, de extravagantes disparates, en los que la buena gente creía. El supuesto testimonio de esa hija de un canónigo muy conocido tomó por asalto las revistas parroquiales, e igualmente disfrutó de la confianza de los eclesiásticos disidentes. La hija negó saber algo del asunto, pero la gente todavía citaba sus supuestas palabras; y las publicaciones se enredaban con los relatos, probablemente verídicos, de las angustiosas alucinaciones y delirios de nuestros soldados en retirada, hombres fatigados y destruidos hasta el borde de la muerte. Todo resultó peor que los mitos rusos, y como en las fábulas rusas, parecía imposible seguir el curso del engaño hasta su fuente.

Y eso ocurrirá, en mi opinión, con este extraño asunto de los impertinentes niños de una ciudad galesa de la costa, o mejor de un grupo de pueblos situados en determinada región o comarca que no voy a precisar tanto como quisiera, pues amo a este país y mis recientes experiencias con Los arqueros me han enseñado que ningún cuento es demasiado fútil para ser creído. Y, por supuesto, para empezar nadie sabía cómo se originó este extraño y malicioso chisme. Que yo sepa, se parece más a los mitos rusos que el cuento de Los ángeles de Mons. Es decir, el rumor precedió a la impresión; se habló del asunto y pasó de una carta a otra mucho antes de que los periódicos advirtieran su existencia. Y -aquí se asemeja bastante al incidente de Mons- Londres y Manchester, Leeds y Birmingham murmuraron cosas desagradables mientras los pequeños pueblos implicados disfrutaban inocentemente de una prosperidad desacostumbrada.

En esta última circunstancia, como creen algunos, hay que buscar el fundamento. Es sabido que ciertas ciudades de la costa este padecieron el terror de los ataques aéreos, y que una buena parte de sus visitantes usuales se dirigieron al oeste. Así pues, existe la teoría de que la costa este fue lo bastante ruin como para divulgar rumores contra el oeste por pura malicia. Puede que así sea; no pretendo saberlo. Pero ahí va una experiencia personal, que ilustra la forma en que se divulgó el rumor. Estaba yo un día almorzando en mi taberna de Fleet Street -a comienzos de julio- cuando entró un amigo mío, abogado de la firma Serjeants Inn, y se sentó a mi mesa. Empezamos a hablar de las vacaciones y mi amigo Eddis me preguntó adónde pensaba ir.

-Al mismo lugar de siempre -dije.
-¿De veras? -dijo el jurista-. Pensé que la costa había dejado de gustar. Mi esposa tiene un amigo que ha oído decir que no es ni mucho menos lo que era.

Me asombró oír eso, pues no entendía que una ciudad como Manavon pudiera dejar de gustar. La había conocido durante diez años, habiéndome alojado en ella en mis veinte visitas, y no podía creer que hubieran surgido alborotos en las casas de huéspedes desde agosto de 1914. No obstante, hice una pregunta a Eddis:

-¿Turistas? -lo pregunté sabiendo, en primer lugar, que los turistas odian los lugares solitarios, tanto en el campo como en la playa; en segundo lugar, que no había ciudades industriales a una distancia asequible y cómoda, y, en tercer lugar, que los ferrocarriles no expedían billetes de ida y vuelta durante la guerra.
-No, no exactamente turistas -replicó el abogado-. Pero el amigo de mi esposa conoce a un clérigo que afirma que la playa de Tremaen no es ahora en modo alguno agradable, y Tremaen está sólo a unas cuantas millas de Manavon, ¿no es así?
-¿De qué forma no es agradable? -proseguí con mi interrogatorio-.

¿Payasos, ferias y esa clase de cosas? Pienso que no puede ser así, ya que las solemnes rocas de Tremaen convertirían en piedra al más animado Pierrot. Se quedaría inmóvil sobre la playa, y las gaviotas se llevarían su canción y la convertirían en un lamento a través de las solitarias y resonantes cavernas que miran hacia Avalon. Eddis dijo que no había oído nada acerca de los feriantes, pero tenía entendido que desde la guerra los niños del distrito estaban completamente fuera de control.

-Palabrotas, ya sabe -dijo-, y todo ese género de cosas, peores que los niños de los suburbios de Londres. Nadie desea que su esposa e hijos escuchen conversaciones groseras, mucho menos durante sus vacaciones. Y se dice que Castell Coch está verdaderamente imposible; ninguna mujer decente se dejaría ver por allí.
-Realmente es una pena -dije yo, y cambié de tema.

Pero no podía entenderlo del todo. Conocía bien Castell Coch: una pequeña bahía, rodeada de dunas y acantilados de arena roja repletos de verdor. Una corriente de agua fría desciende hasta el mar; allí se encuentran el castillo Norman en ruinas, la antigua iglesia y la dispersa aldea; en conjunto es un lugar pacífico, tranquilo y de gran belleza.

Allí la gente, tanto los niños como los adultos, no es simplemente amable, sino atenta. No había creído los chismes del jurista; por mucho que lo intentase no podía comprender lo que insinuaba. Y, para evitar cualquier misterio innecesario, puedo añadir que tanto mi esposa como mi hijo y yo mismo fuimos el pasado agosto a Manavon y pasamos unas deliciosas vacaciones. Entonces no fuimos conscientes, por supuesto, de ningún tipo de molestia o desavenencia. Después, lo confieso, me contaron una historia que me desconcertó y todavía me desconcierta, y esta historia, si la aceptamos, puede proporcionar su propia interpretación a una o dos circunstancias que en sí mismas parecían completamente insignificantes.

Pero durante todo julio encontré perversos rumores que afectaban a este grato rincón de la tierra. Algunos coincidían con los chismes de Eddis; otros ampliaban su vaga historia y la precisaban aún más. Por supuesto, no se disponía de ninguna prueba. En estos casos nunca existen pruebas. Pero A conocía a B, que había oído decir a C que la hija menor de su primo segundo había sido atacada y golpeada por una pandilla de jóvenes salvajes galeses. Luego, la gente mencionó a un doctor con una numerosa clientela en una ciudad muy conocida de las Midlands, en el sentido de que Tremaen era una cloaca de depravación juvenil. Opinaban que la prueba de un médico responsable era terminante y convincente; pero no se molestaron en averiguar quién era el doctor, ni siquiera si había algún doctor relacionado con la cuestión. Entonces el asunto comenzó a aparecer en los periódicos de forma indirecta. La gente mencionó el caso de estos imaginarios niños traviesos en apoyo de sus opiniones en materia de educación.

Alguien dijo que estos desgraciados pequeños se habrían portado bien si no hubieran tenido ningún tipo de educación; la oposición declaró que la permanencia en la escuela los reformaría, transformándolos en ciudadanos admirables. Luego, los pobres niños del condado de Arfon parecieron verse envueltos en disputas acerca de la separación de la Iglesia y el Estado en Gales y la cuestión minera; y todo el tiempo se preocuparon de comportarse cortés y admirablemente como siempre hacían. Supe todo el tiempo que todo era un disparate, pero no pude comprender en lo más mínimo lo que quería decir, ni quién movía los hilos del rumor. Empecé a pensar si la presión, la ansiedad y la tensión de una terrible guerra no habrían desquiciado a la opinión pública, de manera que estuviera dispuesta a creer cualquier fábula, a discutir los motivos de unos sucesos que nunca habían ocurrido. Finalmente empezaron las murmuraciones acerca de cosas del todo increíbles: los niños visitantes no solamente habían sido golpeados, sino también torturados; un chico fue encontrado empalado con una estaca en un campo solitario cercano a Manavon; otro niño había sido incitado con engaño a despeñarse por los acantilados de Castell Coch. Un periódico de Londres envió discretamente a Arfon a un competente investigador. Estuvo ausente una semana, y al final de ese período volvió a su oficina y, en sus propias palabras, -echó por tierra toda la historia-. No existía una sola palabra de verdad, dijo, en ninguno de esos rumores. Nunca había visto un país tan hermoso; jamás encontró hombres, mujeres y niños más agradables; no había ni un solo caso de enfado o inquietud en ninguna de sus formas.

Sin embargo, la historia siguió creciendo, haciéndose cada vez más monstruosa e increíble. Yo estaba demasiado ocupado en observar el avance de mi propio monstruo mitológico para prestarle atención. El secretario del ayuntamiento de Tremaen, al que finalmente alcanzó la leyenda, escribió una breve carta a la prensa negando que existiera la más mínima base para los desagradables rumores, y casi por aquella fecha fuimos nosotros a Manavon y, como dije antes, lo disfrutamos. El tiempo fue perfecto: azules paradisíacos en el cielo, el mar todo un prodigio reluciente, con verdes oliva y esmeraldas, violetas vivos y zafiros cristalinos alternando entre las rocas; y a lo lejos una confusión de mágicas luces y colores en la confluencia de mar y cielo.

El trabajo y la preocupación me acosaban; no encontré nada mejor que detenerme junto a la costa repleta de tomillo, donde hallaba alivio y descanso infinitos en la gran extensión de mar frente a mí y en las minúsculas flores a mi lado. O nos quedábamos toda la tarde en un alto sobre los acantilados grises, observando la marea al encresparse entre las rocas, y escuchando su bramido en las cuevas del fondo. Más tarde, hubo una o dos cosas que me sobrecogieron.

Pero entonces no les hice caso. Ves pasar a un hombre con un extraño sombrero blanco y piensas muy poco o nada en él. Después, cuando te enteras de que un hombre que llevaba un sombrero así ha cometido un asesinato en una calle próxima cinco minutos antes, descubres en ese sombrero un cierto interés e importancia. Extraños niños fue la frase utilizada por mi hijo pequeño; y empecé a pensar que verdaderamente eran extraños.

Si existe alguna explicación de todo este turbio asunto, creo que debe buscarse en una conversación que sostuve no hace mucho con un amigo mío llamado Morgan. Como buen galés es un soñador, y algunos dicen que parece un niño que todavía no ha madurado. Aunque no lo supe mientras permanecí en Manavon, mi amigo pasó sus vacaciones en Castell Coch. Era un hombre solitario, amante de los sitios solitarios, y cuando nos vimos en otoño me contó que solía ir, día tras día, a un lejano promontorio en la costa conocido por el Campamento Viejo, llevando en una cesta su pan con queso y su cerveza. Allí, por encima de las aguas, hay impresionantes y enormes murallas cubiertas de césped, así como defensas redondeadas y pulidas por el transcurso de varios millares de años. En un extremo de este lugar tan antiguo existe un túmulo, una torre de observación quizás, y debajo el verde y engañoso foso parece finalizar en el centro del campo, cuando en realidad se precipita hacia las escarpadas rocas y el precipicio sobre las aguas.

A este lugar venía Morgan, según dijo, a soñar con Avalon, a purificarse de la fuliginosa corrupción de las calles.

Y así, según me contó, una tarde, mientras dormitaba y soñaba, abriendo los ojos de vez en cuando para admirar el milagro y la magia del mar, mientras escuchaba los innumerables murmullos de las olas, su meditación fue interrumpida pavorosamente por un repentino estallido de horribles y estridentes gritos, acompañados de gritos infantiles, pero de niños de la peor especie. Morgan dice que se echó a temblar con sólo oírlos. -Eran para el oído lo que el légamo para el tacto- dijo. Luego identificó las palabras: todas las groserías y obscenidades posibles del vocabulario; blasfemias que ponían el grito en el cielo, para luego sumergirse en las puras y radiantes profundidades, desafiándolas. Morgan estaba asombrado. Miró con atención la verde muralla de la fortaleza y vio en el fondo un enjambre de repulsivos niños, pequeñas y horribles criaturas con caras de viejo, rostros de ojos hundidos y lascivos. Era peor que destapar una nido de serpientes o una madriguera de gusanos.

No; no llegó a describir lo que eran en realidad.

-Lea usted lo de Bélgica -dijo Morgan- y piense que no podían tener más de cinco o seis años.

No hubo infamia, dijo, que no perpetraran, ni crueldad que escatimaran.

-Vi correr la sangre a raudales, mientras ellos se reían a carcajadas, pero después no pude hallar ni rastro de ella en la hierba.

Morgan dijo que los observó sin hablar; fue como si una mano lo amordazara. Al fin recuperó su voz y les chilló, y ellos estallaron en obscenas carcajadas, devolviéndole los gritos y desapareciendo de su vista. No pudo seguirlos; supone que se ocultaron entre los espesos helechos por detrás del Campamento Viejo.

-A veces no puedo entender a mi casero de Castell Coch -prosiguió Morgan-. Es el administrador de correos del pueblo y tiene una granja propia: una especie de tipo corriente, honrado y agradable. Pero a veces habla extrañamente. Iba a contarle lo de esos niños bestiales y a preguntarle quiénes podían ser, cuando empezó a hablar en galés, algo así como la lucha generacional de siempre; y la gente se deleita con ella.

Morgan no añadió nada más; era evidente que no había entendido nada.

Pero este extraño relato suyo me recordó un par de circunstancias extrañas que había observado: el caso de nuestro pequeño que se extravió más de una vez y anduvo perdido entre las dunas, y que regresó horriblemente asustado, gritando y balbuceando algo acerca de extraños niños. Entonces no le prestamos atención; no nos preocupaba, creo yo, si era o no cierto que algunos niños vagaban por las dunas. Estábamos acostumbrados a sus pequeñas fantasías.

Pero después de oír la historia de Morgan me volvió a interesar el asunto y escribí a mi amigo el anciano doctor Duthoit, de Hereford. Su respuesta fue la siguiente:

-Sólo los pueden ver y oír los niños y los inocentes. He aquí la explicación a lo que le desconcertó al principio: cómo surgieron los rumores. Surgieron de los chismes infantiles, de residuos y sobras del habla semiarticulada de los niños, de los horrores que no entendían, de palabras que avergonzaban a sus niñeras y a sus madres.

-Esta gente pequeña sale del interior de la tierra y disfruta de nuestra época. Pues, como dijo el galés, se alegran cuando saben que los hombres siguen su propio camino.


Feathertop. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

—¡Dickon! —gritó la Madre Rigby—. ¡Un tizón para mi pipa!
La pipa estaba en la boca de la anciana cuando pronunció estas palabras. La había insertado allí después de cargarla con tabaco, pero sin agacharse para encenderla en la lumbre de la chimenea, donde en verdad no había señas de que hubieran atizado el fuego esa mañana. Sin embargo, apenas hubo dado la orden, la cazoleta de la pipa emitió un intenso fulgor rojo y una bocanada de humo brotó de los labios de la Madre Rigby. Jamás he logrado descubrir de dónde salió el tizón y cómo llegó hasta allí transportado por una mano invisible.

—¡Bien! —dijo la Madre Rigby, sacudiendo la cabeza—. ¡Gracias, Dickon! Y ahora a fabricar el espantapájaros. Quédate cerca, Dickon, por si volviera a necesitarte.

La buena mujer se había levantado temprano (pues aún no había terminado de salir el sol) con la intención de fabricar un espantapájaros que se proponía instalar en el centro de su maizal. Corría la última semana de mayo y los cuervos y mirlos habían descubierto ya las hojas pequeñas, verdes, enrolladas del maíz, que empezaban a asomar de la tierra. Ella estaba decidida, por consiguiente, a confeccionar el espantapájaros con el aspecto más humano que se hubiera conocido, y a terminarlo de inmediato, de los pies a la cabeza, para que iniciara su tarea de vigilancia esa misma mañana.

Ahora bien, resulta que la Madre Rigby (como todos deben saber) era una de las brujas más astutas y poderosas de Nueva Inglaterra, y podría haber fabricado con poco trabajo un espantapájaros lo bastante feo como para asustar al mismo pastor de la iglesia local. Pero en esta oportunidad, puesto que se había despertado con un humor desacostumbradamente bueno, dulcificado aún más por el tabaco de su pipa, decidió producir algo que fuera delicado, bello y espléndido, y no espantoso y horrible.

—No quiero instalar un duende en mi propio maizal y casi en mi propio umbral —dijo la Madre Rigby para sus adentros, mientras lanzaba una bocanada de humo—.Podría hacerlo si quisiera, pero estoy cansada de fabricar cosas maravillosas, de modo que para variar me mantendré dentro de los límites de los asuntos cotidianos. Además, no tengo por qué asustar a los chiquillos de una milla a la redonda, aunque es cierto que soy una bruja.

Por lo tanto, decidió interiormente que el espantapájaros representaría a un aristocrático caballero de la época, en la medida en que lo permitieran los materiales con que contaba. Quizá sea oportuno mencionar los elementos principales que entraron en la composición de esta figura. Probablemente el artículo más importante, aunque el menos visible, fue una cierta escoba sobre la cual la Madre Rigby había hecho muchas cabalgatas a medianoche y que ahora sirvió al espantapájaros de columna vertebral o, para emplear la expresión más vulgar, como espinazo. Uno de los brazos era un mayal inutilizado que Goodman Rigby acostumbraba a blandir antes de que su esposa lo matara a disgustos; el otro, si no me equivoco, estaba compuesto por el cucharón de la budinera y por el travesaño roto de una silla, flojamente atados a la altura del codo. En cuanto a las piernas, la derecha era el mango de una azada, y la izquierda, una estaca común e indistinta tomada de la leñera. Los pulmones, el estómago y otros órganos no consistían en nada mejor que un morral relleno de paja. Ya conocemos, pues, el esqueleto y la totalidad del organismo del espantapájaros, con excepción de su cabeza. Y ésta fue admirablemente conformada por una calabaza l un poco reseca y rugosa, en la que la Madre Rigby practicó dos agujeros a modo de ojos y un tajo para que hiciera las veces de boca, dejando que una protuberancia azulada que aparecía en el medio pasara por ser la nariz. Era, en verdad, una cara muy respetable.

—De todos modos he visto peores sobre hombros humanos —dijo la Madre Rigby—. Y muchos refinados caballeros tienen cabeza de calabaza, lo mismo que mi espantapájaros.

Pero en este caso las ropas debían hacer al hombre. De modo que la buena anciana descolgó de una percha una vieja casaca de factura londinense, de color ciruela con restos de bordados sobre las costuras, puños, tapas de los bolsillos y ojales, pero lamentablemente gastada y desteñida, zurcida en los codos, con los faldones harapientos y totalmente deshilachada. Sobre la pechera izquierda ostentaba un agujero redondo, ya fuera porque habían arrancado una estrella de nobleza o porque el corazón ardiente de un antiguo propietario había quemado la tela de lado a lado. Los vecinos afirmaban que esta lujosa prenda pertenecía al vestuario del Demonio, y que la guardaba en la cabaña de la Madre Rigby para poder ponérsela cómodamente cada vez que quería hacer una majestuosa aparición en la mesa del Gobernador. Con la casaca hacía juego un holgado chaleco de terciopelo, otrora recamado con hojas que habían sido tan luminosamente doradas como las hojas de arce en octubre, pero que ya se habían desvanecido casi por completo del fondo de terciopelo. Luego venían unas calzas de color escarlata, usadas antaño por el gobernador francés de Louisbourg, y cuyas rodillas habían tocado el peldaño inferior del trono de Luis el Grande. El francés había regalado esta prenda a un hechicero indio, quien se la había cambiado, a su vez, a la vieja bruja por un frasco de aguardiente durante uno de los bailes celebrados en el bosque. Además, la Madre Rigby sacó a relucir un par de medias de seda y enfundó en ellas las piernas de la figura, con lo que demostraron ser tan tenues como un sueño, con la realidad de la madera que se transparentaba tristemente a través de los agujeros.

Finalmente, encasquetó la peluca de su difunto esposo sobre el cráneo desnudo de la calabaza y remató el conjunto con un polvoriento sombrero de tres picos, en el cual estaba insertada la pluma caudal más larga de un gallo. Luego, la anciana apoyó el muñeco contra un rincón de su cabaña y rió por lo bajo al observar el amarillo simulacro de cara, con su pequeña nariz protuberante y respingada. Tenía un aspecto extrañamente satisfecho de sí mismo y parecía decir:

¡Vengan a mirarme!
—¡Y por cierto que eres verdaderamente digno de ser mirado! —comentó la Madre Rigby, admirando su propia obra—. He confeccionado muchos muñecos en mi vida de bruja, pero creo que éste es el más hermoso de todos. Es casi demasiado bello para que desempeñe la tarea de espantapájaros. Y, ya que estamos, cargaré mi pipa con otra pizca de tabaco fresco y luego lo llevaré al maizal.

Mientras llenaba la pipa la anciana continuó contemplando, con afecto casi maternal, la figura apoyada en el rincón de la cabaña. Para ser sinceros diremos que ya fuera por casualidad, o por pericia, o por auténtica brujería, había algo maravillosamente humano en esa ridícula figura, ataviada con sus andrajosas prendas; y en cuanto al rostro, parecía contraer su amarilla superficie con una sonrisa, curiosa expresión que oscilaba entre el sarcasmo y la alegría, como si entendiese que sus propias formas eran una burla a la humanidad. Cuanto más lo miraba, tanto más satisfecha se sentía la Madre Rigby.

—¡Dickon! —gritó con voz estridente—. ¡Otro tizón para mi pipa!

Apenas terminó de hablar cuando, como en la oportunidad anterior, un carbón al rojo apareció sobre el tabaco. La bruja aspiró una larga bocanada y volvió a exhalarla hacia el rayo de sol matutino que pugnaba por filtrarse a través del único y polvoriento vidrio de la ventana. A la madre Rigby siempre le gustaba condimentar su pipa con un tizón encendido de la chimenea particular de donde había sido traído éste. Pero no puedo precisar dónde se encontraba esa chimenea ni quién había traído la brasa de ella; sólo puedo decir que el mensajero invisible parecía responder al nombre de Dickon.

Este muñeco —pensó la Madre Rigby, con los ojos todavía fijos en el espantapájaros— está demasiado bien hecho para pasar todo el verano en el maizal, espantando cuervos y mirlos. Es capaz de prestar mejores servicios. ¡Vaya, si yo he bailado con otros más feos cuando los compañeros escaseaban en nuestros aquelarres del bosque! ¿Qué sucedería si lo dejara probar suerte entre los otros hombres de paja que circulan afanosamente por el mundo sin nada dentro?
La vieja bruja dio otras tres o cuatro chupadas a la pipa y sonrió.

¡Encontrará muchos hermanos suyos en todas las esquinas! —continuó reflexionando—. Bien; hoy no me proponía ocuparme de brujerías, como no fuera para encender mi pipa, pero bruja es lo que soy y lo que probablemente continuaré siendo, de modo que sería inútil disimularlo. ¡Convertiré a mi espantapájaros en hombre, aunque sólo sea para divertirme!

Mientras mascullaba estas palabras, la Madre Rigby sacó la pipa de su boca y la insertó en el tajo que representaba el mismo rasgo en la cara de calabaza del espantapájaros.

—¡Fuma, querido, fuma! —dijo—. ¡Fuma con fuerza, mi querido personaje! ¡En ello te va la vida!

Era ésta una extraña exhortación, ciertamente, puesto que tenía por destinatario a un simple objeto confeccionado con palos, paja y ropas viejas, sin nada mejor que una calabaza arrugada por cabeza... como sabemos que era el caso del espantapájaros. Sin embargo, debemos recordar con mucha atención que la Madre Rigby era una bruja dotada de singulares poderes y habilidades; y si nos atenemos escrupulosamente a esta circunstancia, no encontraremos nada de increíble en los notables episodios de nuestra historia. En verdad, habremos vencido de una vez la mayor dificultad si conseguimos convencernos de que, apenas la anciana le hubo ordenado al muñeco que fumara, una bocanada de humo brotó de la boca del espantapájaros. Por cierto, fue la más débil de las bocanadas; pero la siguieron otra, y otra, cada una de ellas más enérgica que la anterior.

—¡Fuma, mi cachorro! ¡Fuma, mi encanto! —no cesaba de repetir la Madre Rigby, con la más plácida de sus sonrisas—. Puedes creerme cuando te digo que éste es tu hálito de vida.

Sin duda alguna, la pipa estaba embrujada. El hechizo debía residir en el tabaco o en la brasa intensamente roja que ardía de forma tan misteriosa sobre él, o en el humo de aroma penetrante que emanaba de las hojas encendidas. Después de algunas tentativas inciertas, la figura terminó por exhalar un chorro de humo que se proyectó desde el oscuro rincón hasta el rayo de sol, y allí flotó y se desvaneció después entre las motas de polvo. El esfuerzo pareció convulsivo, porque las dos o tres bocanadas siguientes fueron más débiles, aunque la brasa continuó ardiendo y esparciendo su resplandor sobre el rostro del espantapájaros. La vieja bruja aplaudió con sus manos huesudas y miró su obra con una sonrisa alentadora. Comprobó que el hechizo funcionaba correctamente. La cara arrugada, amarilla, que hasta ese momento no había sido siquiera una cara, ya ostentaba sobre sí una bruma fina, fantástica, por así decirlo, de semejanza humana, que bailoteaba de aquí para allá; desvaneciéndose a ratos por completo, pero haciéndose más nítida que nunca con la siguiente bocanada de la pipa.

Toda la figura asumió análogamente un aspecto de vida, como la que impartimos alas vagas figuras que aparecen entre las nubes, engañándonos a medias con los caprichos de nuestra propia fantasía. Si nos viéramos obligados a analizar escrupulosamente lo sucedido, podríamos poner en tela de juicio que se hubiera producido, al fin y al cabo, algún cambio verdadero en la sustancia sórdida raída inservible y desarticulada del espantapájaros; y sacar en conclusión que todo se reducía a una quimera espectral y un artero juego de luz y sombra coloreado y montado en la forma apropiada para engañar los ojos de la mayoría de los hombres. Los milagros de la brujería siempre parecen tener una sutileza muy superficial y, por lo menos, si la explicación precedente no desentraña la verdadera naturaleza del proceso, yo no puedo sugerir otra mejor.

—¡Bien soplado, mi lindo muchacho! —continuaba gritando la vieja Madre Rigby —. Vamos, otra buena bocanada, con todas tus fuerzas. ¡Te digo que soples por tu vida! ¡Sopla desde el fondo mismo de tu corazón, si es que tienes corazón y si es que éste tiene fondo! ¡Muy bien, otra vez! Aspiraste esa bocanada como si lo hicieras con verdadero gusto.

Y entonces la bruja le hizo señas al espantapájaros, poniendo tanta fuerza magnética en cada uno de sus pases que al parecer debían ser obedecidos inevitablemente, como sucede con la llamada mística del imán sobre el hierro.

—¿Porqué te escondes en el rincón, perezoso? —preguntó ella—. ¡Adelante! ¡Tienes el mundo frente a ti!

Juro que si no hubiera escuchado la leyenda sobre la rodilla de mi abuela, y no hubiera conquistado un lugar entre las historias verosímiles antes de que mi juicio infantil pudiese analizar su credibilidad, probablemente ahora no tendría coraje para repetirla.

Obedeciendo la orden de la Madre Rigby, y extendiendo su brazo como si quisiera tocar la mano estirada de la anciana, el muñeco dio un paso, aunque su movimiento fue una especie de brinco y contracción, más que un paso, y luego osciló y casi perdió el equilibrio. ¿Qué podía esperar la bruja? Al fin y al cabo, sólo se trataba de un espantapájaros sostenido sobre dos estacas. Pero la vieja terca frunció el ceño, y agitó los brazos, y proyectó la energía de su voluntad con tanta violencia contra ese pobre conjunto de madera podrida, y paja húmeda, y prendas andrajosas, que el engendro sintió la necesidad de demostrar que era un hombre pese a que la realidad era muy distinta, y así caminó hasta colocarse bajo el rayo de sol. Allí se quedó ese infeliz aparejo, rodeado por el barniz más transparente de apariencia humana, a través del cual se veía el rígido, endeble, incongruente, desvaído, harapiento, inútil amasijo de su sustancia, pronto a desplomarse sobre el piso, como si tuviera conciencia de su propia falta de méritos para mantenerse erguido. ¿Debo confesar la verdad? En ese estado de vivificación, el espantapájaros me recuerda a algunos de esos personajes tibios y abortados, compuestos por materiales heterogéneos, utilizados por milésima vez y siempre indignos de ser empleados, con que los novelistas (y sin duda yo mismo, entre ellos) han superpoblado en tan gran medida el mundo de la ficción.

Pero la feroz vieja bruja empezó a enojarse y a exhibir un atisbo de su naturaleza diabólica (como la cabeza de una serpiente que asomara de su pecho, silbando) ante el comportamiento pusilánime del engendro que ella se había molestado en confeccionar.

—¡Chupa, infeliz! —chilló, enfurecida—. ¡Chupa, chupa, chupa, criatura de paja y vacuidad! ¡Tú, montón de trapos! ¡Morral de avena! ¡Tú, cabeza de calabaza! ¡Tú que no eres nada! ¿Dónde encontraré un nombre suficientemente vil para llamarte? ¡Chupa, te digo, y absorbe tu fantástica vida junto con el humo! ¡De lo contrario te arrancaré la pipa de la boca y te arrojaré al lugar de donde salió ese tizón!

Así amenazado, al pobre espantapájaros no le quedó más recurso que fumar en beneficio de su anhelada vida. Por consiguiente, tal como debía suceder, se aplicó violentamente a chupar la pipa y despidió nubes tan abundantes de humo de tabaco que la pequeña cocina de la cabaña se inundó de niebla. El único rayo de luz luchó por infiltrarse a través de la espesa atmósfera y sólo consiguió marcar imperfectamente en la pared opuesta la imagen del vidrio trizado y polvoriento. Mientras tanto, la Madre Rigby acechaba torvamente en medio de la penumbra, con un oscuro brazo en jarras y el otro estirado hacia la figura, y su porte y expresión eran los mismos que adoptaba cuando quería afligir a sus víctimas con una espantosa pesadilla y disfrutar de su tormento sentada junto al lecho. El desgraciado espantapájaros fumaba asustado y trémulo. Pero hay que reconocer que sus esfuerzos daban un excelente resultado, porque con cada bocanada sucesiva la figura perdía más y más su vertiginosa y desconcertante inmaterialidad y adquiría más consistencia. Incluso sus atavíos participaban en el cambio mágico, y resplandecían con el fulgor de la novedad y brillaban con los alamares de oro diestramente bordados que habían sido arrancados mucho tiempo atrás. Y, esbozado a medias entre el humo, un rostro amarillo fijaba sus ojos opacos sobre la Madre Rigby.

Finalmente, la vieja bruja cerró el puño y lo blandió en dirección al muñeco. —No es que estuviera verdaderamente enojada, sino que partía de la hipótesis quizá falsa, o sólo parcialmente veraz, pero de todos modos la más respetable que podía pretenderse que fuese comprendida por la Madre Rigby—, la hipótesis, repetimos, de que las naturalezas febles y aletargadas, puesto que son indiferentes a una mejor inspiración, deben ser acuciadas mediante el miedo. Pero ése era el punto critico. Si fracasaba en lo que se proponía, tenía la despiadada intención de desintegrar el miserable simulacro para reducirlo a sus elementos originarios.

—Tienes aspecto humano —dijo severamente—. También tienes el eco y el remedo de una voz. ¡Te ordeno que hables!

El espantapájaros jadeó, forcejeó y, por fin, emitió un murmullo tan fusionado con su ahumado aliento que apenas se podía discernir si era en verdad una voz o sólo un hálito de tabaco. Algunos narradores de esta leyenda sustentan la opinión de que los conjuros de la Madre Rigby, y su enérgica voluntad, habían insuflado un espíritu familiar dentro del muñeco, y que esa voz era la suya.

—Madre —musitó la pobre voz ahogada—, no seáis tan mala conmigo. Podría fingir que hablo; pero, al carecer de inteligencia, ¿qué podría decir?
—¿Puedes hablar, querido, no es cierto? —exclamó la Madre Rigby, aflojando su adusta expresión en una sonrisa—. ¿Y preguntas qué debes decir? ¡Nada menos qué decir! ¿Perteneces a la fraternidad del cráneo vacío, y me preguntas qué debes decir? ¡Dirás un millar de cosas, y luego de haberlas repetido un millar de veces, todavía no habrás dicho nada! ¡No tienes qué temer, te lo aseguro! ¡Cuando ingreses en el mundo, en el que tengo el propósito de introducirte, no te faltará de qué hablar! ¡Habla! Vaya, si quieres, podrás murmurar como los arroyos que mueven ruedas de molino. ¡Pienso que tienes seso suficiente para hacerlo!
—A vuestro servicio, madre —respondió la figura.
—Eso está bien dicho, mi encanto —contestó la Madre Rigby—. Habla como te plazca, sin decir nada. Tendrás un centenar de frases hechas de parecida índole, y quinientas más. Y ahora, querido, he volcado tantos afanes en ti y eres tan bonito que, te lo juro, te amo más que a cualquier otro muñeco de bruja en el mundo, a pesar de que los he hecho de toda clase... de arcilla, de cera, de ramas, de niebla nocturna, de bruma matutina, de espuma de mar y de humo de chimenea. Pero tú eres el mejor. De modo que presta atención a lo que te digo.
—Sí, tierna madre —asintió la figura—, con todo mi corazón.
—¡Con todo tu corazón! —exclamó la vieja bruja apretándose los flancos con las manos y riendo a carcajadas—. Tienes una forma tan buena de hablar. ¡Con todo tu corazón! ¡Y te tocaste el lado izquierdo del chaleco, como si en verdad tuvieras uno! Así pues, entusiasmada con ese fantástico engendro, la Madre Rigby le dijo al espantapájaros que debía ir a desempeñar su papel en el gran mundo, donde —afirmó — ni un hombre de cada cien había sido forjado con una sustancia más real que la suya.

Y para que pudiera mantener su cabeza erguida entre los mejores, lo dotó de una fortuna incalculable. Ésta consistía parcialmente en una mina de oro en Eldorado, en diez mil acciones sobre una burbuja reventada, en doscientas mil hectáreas de viñedos en el Polo Norte, y en un castillo en el aire, y el otro en España, junto con las rentas y beneficios de todas estas propiedades. Además le cedió la carga transportada por un cierto navío, que había embarcado sal en Cádiz y que ella misma había hecho naufragar con sus artes nigrománticas hacía diez años, en el abismo más profundo del océano. Si la sal no se había disuelto, y era posible ofrecerla en el mercado, los pescadores la pagarían muy bien. Para que no le faltara dinero suelto, le entregó un cuarto de penique acuñado en Birmingham, que era la única moneda que tenía encima, y también una gran cantidad de bronce que aplicó contra su frente, poniéndola más amarilla y dura que antes.

—Sólo con esta cara dura —dijo la Madre Rigby— te podrás costear la vuelta al mundo. ¡Bésame, mi encanto! He hecho todo lo posible por ti.

Además, para que el aventurero pudiera iniciarse en la vida con todas las ventajas posibles, esta excelente anciana le entregó un salvoconducto mediante el cual debía presentarse ante un cierto magistrado, miembro del Ayuntamiento, comerciante y patriarca de la iglesia (cuatro funciones que se conjugaban en un mismo hombre) que encabezaba la sociedad de la metrópoli vecina. El salvoconducto consistía ni más ni menos que en una sola palabra, que la Madre Rigby le susurró al espantapájaros y que éste, a su vez, debería susurrar al comerciante.

—A pesar de que el viejo es gotoso, correrá para hacer lo que le ordenes después de que le hayas deslizado esta palabra en el oído —explicó la anciana bruja—. La Madre Rigby conoce al venerable juez Gookin, y el venerable juez Gookin conoce a la Madre Rigby.

Al decir esto la bruja acercó su cara arrugada a la del muñeco, sin poder contene la risa, y sacudiéndose por el deleite que le producía la idea que deseaba transmitir.

—La hija del venerable Gookin —susurró la hechicera— es una bonita doncella. ¡Y escucha con atención lo que te digo, mi pequeño! Tú tienes una linda facha y un buen ingenio propio. ¡Sí, bastante bueno! Te forjarás una mejor opinión de él cuando lo hayas cotejado con el ingenio de algunos otros. Ahora bien, con tu exterior y tu interior eres el hombre ideal para conquistar el corazón de una joven muchacha. ¡Jamás lo dudes! Te aseguro que será así. Asume una expresión audaz, suspira, sonríe, haz revolotear el sombrero, adelanta la pierna como un maestro de danza, llévate la mano derecha al costado izquierdo del chaleco... y la hermosa Polly Gookin te pertenecerá.

Durante todo este rato la nueva criatura no había cesado de chupar la pipa y de exhalar su vaporosa fragancia, y parecía consagrarse ahora a este pasatiempo tanto por el placer que le producía como porque era una condición esencial para su supervivencia. Era maravilloso ver hasta qué punto se comportaba como un ser humano. Sus ojos (porque parecía poseer un par) estaban fijos sobre la Madre Rigby, y en los momentos oportunos inclinaba o meneaba la cabeza. Tampoco le faltaban palabras apropiadas para la ocasión: «¡Vaya! ¡Por favor! ¡Le ruego que me lo cuente! ¿Es posible? ¡Quién lo habría dicho! ¡De ningún modo! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ejem!», y otras ponderables exclamaciones que demuestran que el que escucha está atento, indaga, asiente o discrepa. Incluso si ustedes hubieran presenciado el proceso de fabricación del espantapájaros, difícilmente habrían resistido a la convicción de que entendía perfectamente los astutos consejos que la vieja bruja vertía en su remedo de oreja.

Cuanto mayor era la seriedad con que se llevaba la pipa a los labios, tanto mas nítido era su aspecto humano estampado entre las realidades visibles, tanto más sagaz se hacía su expresión, tanto más vivaces eran sus ademanes y movimientos, y tanto más inteligible era su voz. Sus prendas también refulgían intensamente con ilusoria magnificencia. La misma pipa, en la que ardía la causa de todo este hechizo, dejaba de parecer un vulgar trozo de madera ennegrecido por el humo para transformarse en una pieza de espuma de mar, con una cazoleta pintada y boquilla de ámbar.

Sin embargo, era lógico pensar que, puesto que la vida de la ilusión parecía identificada con el humo de la pipa, se extinguiría también en el mismo momento en que el tabaco quedara reducido a cenizas. Pero la bruja previó esta posibilidad.

—No sueltes tu pipa, precioso mío —dijo ella—, mientras vuelvo a llenártela.
Fue penoso ver cómo el delicado caballero empezaba a disolverse de nuevo en un espantapájaros mientras la Madre Rigby sacudía las cenizas de la pipa y volvía a cargarla con el contenido de su tabaquera.
—¡Dickon! —gritó, con su voz enérgica y aguda—. ¡Otro tizón para esta pipa! No había terminado de decirlo cuando el punto de fuego intensamente rojo volvió a brillar dentro de la cazoleta, y el espantapájaros, sin esperar la orden de la bruja, se llevó la boquilla a los labios y aspiró unas bocanadas breves y convulsivas, las cuales no tardaron, empero, en hacerse regulares y parejas.
—Ahora, amada criatura de mi corazón —dijo la Madre Rigby—, debes aferrarte a esta pipa sin preocuparte por lo que te suceda. Tu vida depende de ella y esto, por lo menos, lo sabes bien, aunque no sepas nada más. ¡Aférrate a tu pipa, te digo! Fuma, chupa, exhala tu nube de humo, y si alguien te pregunta algo, contesta que lo haces por tu salud, y que te lo ha ordenado el médico. Y, querido mío, cuando observes que se está agotando el contenido, vete a algún rincón y, después de haberte llenado de humo, grita con fuerza: «¡Dickon, una nueva ración de tabaco!», y «¡Dickon, otro tizón para mi pipa!», y vuelve a llevártela a los labios lo antes posible. De lo contrario, en lugar de ser un elegante caballero ataviado con una chaqueta recamada en oro, no serás más que un montón de estacas y harapos, y una bolsa de paja, y una calabaza mustia. Ahora puedes partir, tesoro mío, y que la suerte te acompañe.

—¡No temáis, madre! —dijo la figura, con voz profunda, exhalando una fuerte bocanada de humo—. ¡Triunfaré en la medida en que puede hacerlo un caballero honrado!
—¡Oh, terminarás por matarme! —chilló la vieja bruja, sacudida por la risa—. Eso estuvo bien dicho. ¡En la medida en que puede hacerlo un caballero honrado! Representas tu papel a la perfección. No hay nadie capaz de competir contigo en inteligencia, y si se tratara de elegir a un hombre sensato y prudente, con cerebro y eso que llaman corazón, y todo lo demás que debe tener un hombre, yo apostaría a tu favor contra cualquier otro bípedo. Gracias a ti me siento una bruja más hábil que ayer. ¿Acaso no te confeccioné yo? Y desafío a todas las brujas de Nueva Inglaterra a hacer otro como tú. ¡Toma, llévate mi báculo!

Aunque el báculo no era más que una simple vara de roble, asumió inmediatamente el aspecto de un bastón con empuñadura de oro.

—Esa cabeza de oro es tan inteligente como la tuya —dijo la Madre Rigby— y te guiará directamente hasta la puerta del venerable Maese Gookin. Vete ahora mismo, mi lindo cachorro, mi querido, mi precioso, mi tesoro; y si te preguntan cómo te llamas, di que tu nombre es Feathertop. Porque ostentas una pluma en tu sombrero y he introducido un puñado de plumas en el hueco de tu cabeza, y también tu peluca pertenece al estilo que denominan «Feathertop», ¡de modo que Feathertop será tu nombre!

Así que Feathertop salió de la cabaña y se encaminó virilmente hacia la ciudad. La Madre Rigby permaneció en el umbral, muy satisfecha al ver cómo los rayos de sol refulgían sobre él, como si toda su pompa fuera auténtica, y con qué diligencia y cariño fumaba su pipa, y con qué elegancia marchaba, pese a la ligera rigidez de sus piernas.

Lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista, y cuando desapareció en un recodo del camino lanzó en pos de él una bendición brujeril.

Poco antes de mediodía, cuando la calle principal de la ciudad vecina estaba en el apogeo de su vida y de su algazara, un forastero de muy distinguido porte apareció en la acera. Tanto su apostura como su indumentaria reflejaban sólo nobleza. Lucía una casaca de color ciruela ricamente bordada, un chaleco de fino terciopelo magníficamente ornamentado con hojas de oro, un par de espléndidas calzas escarlatas y las medias de seda blanca más tersas y resplandecientes. Su cabeza estaba tocada con una peluca, tan prolijamente empolvada y ajustada que habría sido un sacrilegio alborotarla con un sombrero; sombrero que, por lo tanto (recamado en oro y rematado por una nívea pluma), llevaba debajo del brazo. Sobre la pechera de su casaca brillaba una estrella. Balanceaba con gracia elegante su bastón con pomo de oro —típico de los exquisitos caballeros de la época—, y para dar el toque más refinado posible a su indumentaria lucía en las muñecas puños de encaje de una delicadeza casi etérea, como para testimoniar suficientemente cuán ociosas y aristocráticas debían ser las manos que ocultaban a medias.

Un detalle notable del equipo con que se acicalaba este brillante personaje era que en su mano izquierda llevaba una especie de pipa fantástica, con una cazoleta finamente pintada y una boquilla de ámbar. Cada cinco o seis pasos se llevaba esta pipa a los labios y aspiraba una profunda bocanada de humo que, después de permanecer un momento en sus pulmones, brotaba elegantemente de su boca y fosas nasales. Como es fácil suponer, toda la calle bullía con los deseos de averiguar el nombre del forastero.

—Sin lugar a dudas es un noble poderoso —dijo uno de los vecinos—. ¿Veis la estrella que luce sobre el pecho?
—No; me encandila con su brillo —intervino otro—. Sí; tiene que ser necesariamente un noble, como decís vos. Pero ¿por qué medios creéis que su señoría ha viajado hasta aquí? Desde hace un mes no arriban barcos del viejo terruño; y si ha llegado por tierra desde el Sur, ¿dónde están, pregunto, sus sirvientes y su carruaje?
—No necesita carruaje para proclamar su rango —observó un tercero—. Si hubiera aparecido entre nosotros con harapos, su nobleza habría refulgido a través de un agujero del codo. Nunca vi un aspecto tan solemne. Doy fe de que por sus venas corre la vieja sangre normanda.
—A mi juicio, es holandés, o un habitante de la Alta Alemania —dijo otro vecino—. Los hombres de esos países llevan siempre la pipa en la boca.
—Y también la llevan los turcos —respondió su acompañante—. Pero desde mi punto de vista, este forastero se ha criado en la Corte francesa, y allí ha aprendido cortesía y buenos modales, que nadie practica como la nobleza de Francia. ¡Fijaos en su marcha! Un espectador vulgar podría juzgarla rígida, podría definirla como un salto y una convulsión; pero para mis ojos tiene una inefable majestuosidad, y debe haber sido aprendida mediante la observación constante del porte del Gran Monarca. Es un embajador francés, que ha venido a discutir con nuestros gobernantes la cesión de Canadá. Su misión y carácter son bastante evidentes.
—Es más probable que sea español —dijo otro—, lo cual explicaría el color, amarillo de su tez; o es más fácil aún que sea un nativo de La Habana, o de algún puerto español del Caribe, y que venga a investigar los actos de piratería de los que se cree que nuestro Gobierno es cómplice. Los colonos de Perú y Méjico tienen; una piel tan amarilla como el oro que extraen de sus minas.
—¡Amarillo o no, es un hombre hermoso! —exclamó una dama—. ¡Tan alto, tan esbelto! Tiene facciones muy finas, muy nobles, con una nariz muy bien formada, y con una expresión tan delicada en los labios... ¡Y que Dios me bendiga, cómo brilla su estrella! ¡Verdaderamente, despide fuego!
—Otro tanto le sucede a sus ojos, encantadora dama —dijo el forastero, con una reverencia y describiendo un arco en el aire con su pipa, pues pasaba por allí en ese instante—. Le juro por mi honor que me han fascinado.
—¿Es posible imaginar un cumplido más original y exquisito? —murmuró la dama, en el colmo del deleite.

En medio de la admiración general que despertó la presencia del forastero sólo se elevaron dos voces discordantes. Una fue la de un chucho impertinente que, después de olfatear los talones de la resplandeciente figura, metió la cola entre las patas y corrió a refugiarse en los fondos de la casa de su amo, emitiendo un aullido abominable. El otro disidente fue un chiquillo, que berreó a todo pulmón y balbuceó algún disparate ininteligible acerca de una calabaza.

Mientras tanto, Feathertop continuó su marcha calle arriba. Con excepción de las pocas palabras galantes que había dirigido a la dama, y de alguna ligera inclinación de cabeza de vez en cuando para retribuir las profundas reverencias de los transeúntes, parecía totalmente absorto en su pipa. Para atestiguar su abolengo y jerarquía no se necesitaba más prueba que la de la absoluta ecuanimidad con que se comportaba, en tanto que la curiosidad y la admiración de la ciudad crecían entorno a él hasta convertirse casi en un clamor. Con una multitud apiñada sobre sus" huellas, llegó finalmente a la mansión del venerable juez Gookin, atravesó el portón, subió por la escalinata que conducía a la puerta de entrada y golpeó. Mientras tanto, antes de que contestaran su llamada, se observó que el forastero' sacudía las cenizas de su pipa.

—¿Qué fue lo que dijo con voz tan aguda? —preguntó uno de los espectadores.
—No lo sé —respondió su amigo—. Pero el sol me encandila de un modo extraño.¡Qué borroso y desvaído veo de pronto a su señoría! ¡Ay de mis sentidos!, ¿qué me sucede?
—Lo maravilloso es —dijo el otro— que su pipa, que estaba apagada hace apenas un instante, se haya encendido de nuevo, y con la brasa más roja que he visto en mi vida. Este forastero tiene algo de extraño. ¡Qué bocanada de humo acaba de lanzar! ¿Lo encuentras borroso y desvaído? ¡Vaya, si cuando se vuelve, la estrella que luce sobre el pecho echa otra vez llamas!
—Es verdad —asintió su compañero—, y es probable que deslumbre a la bella Polly Gookin, a la que veo atisbar por la ventana de su cuarto.

Como en ese momento se abrió la puerta, Feathertop se volvió hacia la multitud, hizo una majestuosa reverencia, propia de un gran hombre que retribuye el homenaje de sus inferiores, y desapareció en el interior de la casa. Sobre sus facciones se dibujaba una sonrisa misteriosa, que quizá sería más correcto definir como una mueca sarcástica; pero entre todos los que le contemplaban nadie pareció tener la sensibilidad necesaria para descubrir la naturaleza fantástica del forastero, con excepción de un niño y un perro.

Aquí nuestra leyenda pierde un poco de continuidad y, pasando por alto la conversación preliminar entre Feathertop y el comerciante, partimos en busca de la bella Polly Gookin. Era una damisela de figura dulce y rozagante, con cabellos rubios y ojos azules, y una carita tersa y rosada que no parecía ni demasiado perspicaz ni demasiado tonta. Esta joven había divisado al fulgurante desconocido mientras él aguardaba en el umbral, y se había engalanado a continuación con una cofia de encaje, y con un collar de cuentas, y con su pañuelo más fino, y con su enagua de damasco más almidonada, preparándose para la entrevista. Luego corrió de su aposento a la sala, y desde ese momento se consagró a contemplarse en el amplio espejo de luna y a practicar actitudes seductoras: primero, una sonrisa; luego, un semblante de ceremoniosa dignidad; a continuación, una sonrisa más tierna que la primera, un beso de igual índole en su propia mano, y un movimiento de cabeza, agitando su abanico, en tanto que dentro del espejo una menuda e incorpórea doncella repetía todos los gestos e imitaba todas las bobadas que hacía Polly, pero sin avergonzarse por ello. En síntesis, si la bella Polly no se convirtió en un mecanismo tan perfecto como el ilustre Feathertop fue debido más a la insuficiencia de sus artes que a su falta de voluntad; y cuando jugaba así con su propia simpleza, el fantasma de la bruja bien podía concebir la ilusión de conquistarla.

No bien oyó Polly que las gotosas pisadas de su padre se aproximaban a la sala, seguidas por el duro repiqueteo de los zapatos de tacos altos de Feathertop, se sentó muy erguida y empezó a gorjear inocentemente una canción.

—¡Polly! ¡Polly, hija mía! —gritó el viejo comerciante—. Ven aquí, chiquilla.
Cuando Maese Gookin abrió la puerta tenía una expresión preocupada e inquieta.
—Este caballero —continuó, presentándole al forastero— es el caballero Feathertop, o mejor dicho, con su perdón, Milord Feathertop, quien me ha traído una prenda de recuerdo de una vieja amiga mía. Saluda a su señoría y trátalo con el respeto que merece.

Después de pronunciar estas breves palabras de presentación, el venerable magistrado abandonó inmediatamente el cuarto. Pero incluso en esa fugaz circunstancia, si la hermosa Polly hubiera mirado a su padre en lugar de consagrarse totalmente al deslumbrante huésped, quizás habría intuido que algo malo se cernía sobre ellos. El anciano estaba nervioso, sobresaltado y muy pálido. Con la intención de sonreír cortésmente, había crispado su rostro en una especie de mueca galvánica que, cuando Feathertop le volvió la espalda, se transformó en un gesto furibundo, al mismo tiempo que blandía el puño y descargaba una patada con el pie gotoso, grosería que tuvo en sí su propio castigo.

En verdad parece ser que la palabra de presentación de la Madre Rigby, cualquiera que fuese, había influido mucho más sobre los temores del mercader que sobre su buena voluntad. Además, puesto que era un hombre dotado de un poder de observación extraordinariamente agudo, había notado que las figuras Pintadas en la cazoleta de la pipa de Feathertop se movían. Al observarla con mayor atención se convenció de que dichas figuras representaban un contingente de pequeños demonios, cada uno de ellos debidamente provisto de cuernos y cola. Los diablillos bailaban tomados de la mano, con morisquetas de satánica alegría en torno a la cazoleta de la pipa. Y como para confirmar sus sospechas, cuando Maese Gookin acompañó a su huésped a lo largo de un pasillo oscuro que conducía desde su habitación privada hacia la sala, la estrella que Feathertop ostentaba sobre el pecho despidió llamas de verdad y proyectó un resplandor fluctuante sobre la pared, el cielo raso y el piso.

Dado este cúmulo de síntomas siniestros que se manifestaban por todos lados, no es extraño que el mercader tuviera la impresión de estar comprometiendo a su; hija en una relación muy extraña. En lo recóndito de su ser maldijo la insinuante; elegancia de los modales de Feathertop, mientras el seductor personaje hacía reverencias, sonreía, se llevaba la mano al corazón, aspiraba una larga bocanada de su pipa y enriquecía la atmósfera con el ahumado vapor de un suspiro fragante y visible. El pobre Maese Gookin habría arrojado gustosamente a la calle a su peligroso huésped; pero se sentía constreñido y aterrorizado. Tememos que este respetable caballero hubiera concertado algún pacto con el principio del mal, en una etapa previa de su vida, y quizás ahora debía cumplir su parte, mediante el sacrificio de su hija.

Sucedía que la puerta de la sala estaba parcialmente formada por paneles de cristal, y protegidos por una cortina de seda, cuyos pliegues colgaban un poco al sesgo. El interés del mercader por presenciar lo que iba a suceder entre la bella Polly y el galante Feathertop era tan intenso que, después de salir del cuarto, no encontró fuerzas para abstenerse de espiar por los intersticios de la cortina. Pero no había nada milagroso que ver, nada... a excepción de los detalles que había observado anteriormente y que confirmaban su idea de que un peligro sobrenatural amenazaba a la hermosa Polly. Claro que el forastero era, evidentemente, un hombre de mundo, cabal y experimentado, sistemático y dueño de sí, por lo que pertenecía a esa categoría de personas a las que un padre no debe confiar la seguridad de una muchacha joven y sencilla sin considerar atentamente las consecuencias. El digno magistrado, que había tenido contacto con todos los niveles y caracteres humanos, no podía menos que notar que todos los movimientos y gestos del distinguido Feathertop eran los e adecuados, que nada quedaba en él de primitivo o espontáneo; que un convencionalismo bien digerido se había integrado plenamente a su sustancia y lo había transformado en una obra de arte. Quizá ésta era la cualidad que le impartía un cierto aire terrorífico y apabullante. Todo aquello que es completa y consumadamente artificial bajo una forma humana tiende a impresionarnos como irreal y desprovisto de sustancia suficiente para proyectar su sombra sobre el piso. En el caso de Feathertop, todos estos elementos contribuían a dar una sensación absurda, extravagante y fantástica, como si su vida y su ser estuvieran emparentados con el humo que se levantaba en espiral desde su pipa.

Pero el sentir de Polly Gookin era otro. En ese momento la pareja se paseaba por el cuarto: Feathertop, con su paso exquisito y su no menos exquisita mueca; la joven, con una gracia virginal innata, apenas teñida, aunque no estropeada, por una actitud ligeramente melindrosa, que parecía reflejar la perfecta afectación de su compañero. Cuanto más se prolongaba esta entrevista tanto más fascinada se sentía la encantadora Polly, hasta que, en el transcurso del primer cuarto de hora (tal como el anciano magistrado controló con su reloj), empezó evidentemente a sentirse enamorada. No fue necesariamente la brujería la que la doblegó en un lapso tan breve. Es posible que el corazón de la pobre criatura estuviera tan inflamado que se derritió con su propio calor reflejado sobre la hueca imagen de un amante. Cualesquiera que fuesen las palabras que pronunciaba Feathertop, éstas penetraban y reverberaban profundamente en los oídos de Polly; e hiciera lo que hiciese, sus actos asumían una dimensión heroica ante sus ojos. Y hay que suponer que a todo esto las mejillas de Polly ya estaban arrebatadas, que había en su boca una sonrisa y en su mirada una líquida ternura, en tanto que la estrella continuaba brillando sobre el pecho de Feathertop y los diablillos triscaban con una alegría cada vez más frenética en torno a la cazoleta de su pipa. ¡Ay, bella Polly Gookin! ¿Por qué esos demonios se regocijaban tan locamente cuando un tonto corazón inmaculado estaba a punto de entregarse a una sombra? ¿Era un infortunio tan insólito, un triunfo tan singular?

De vez en cuando, Feathertop se detenía y, adoptando una postura imponente, parecía invitar a la hermosa joven a estudiar su figura y a continuar resistiendo, si ello era posible. Su estrella, sus encajes, sus hebillas, relumbraban en ese instante con inefable esplendor; los pintorescos colores de su indumentaria asumían tonos más vivos; su presencia íntegra irradiaba un fulgor y un lustre que atestiguaba el cabal estilo demoníaco de sus pulidos modales. La doncella levantó los ojos y los posó sobre su acompañante con una expresión tímida y admirada. Luego, como si quisiera juzgar qué valor podía tener su propia sencilla donosura junto a tanta magnificencia, echó una mirada en dirección al espejo que estaba frente a ellos. Sus reflejos eran de los más veraces e incapaces de cualquier adulación. Pero apenas las imágenes allí reflejadas impresionaron la vista de Polly, lanzó un grito, se apartó del forastero, lo miró fugazmente con la más tremenda consternación, y se desplomó sin conocimiento sobre el piso. Feathertop también había mirado en dirección al espejo y allí vio no la deslumbrante falsedad de su despliegue exterior, sino la imagen del sórdido pastiche de su composición auténtica, despojado de todo embrujo.

¡Infeliz simulacro! Casi lo compadecemos. Levantó los brazos con un gesto de desesperación que contribuyó más que cualquiera de sus esfuerzos anteriores a reivindicar su naturaleza humana; porque quizá por primera vez desde que empezó a transcurrir esta vida a menudo hueca y engañosa de los mortales, una quimera se había visto nítidamente a sí misma y se había reconocido como tal.

La Madre Rigby estaba sentada junto a la chimenea de su cocina en el crepúsculo de aquella memorable jornada, y acababa de sacudir las cenizas de su nueva pipa cuando oyó que alguien corría por el camino. Sin embargo, no le pareció que se tratara de pisadas humanas, sino de un tabletear de maderas o un entrechocar de huesos secos.

«¡Ah! —pensó la vieja bruja—, ¿qué pasos son éstos? Me pregunto a quién pertenece el esqueleto que ha escapado ahora de su tumba.»

Una figura se lanzó de cabeza por la puerta de la cabaña. ¡Era Feathertop! Su pipa estaba todavía encendida; la estrella llameaba aún sobre su pecho; los alamares continuaban brillando sobre sus ropas; y no había perdido tampoco, en una medida o forma perceptible, el aspecto que lo equiparaba a nuestra fraternidad humana. Y, no obstante, por alguna razón inexplicable (tal como sucede siempre que desenmascaramos algo que nos ha engañado), era posible vislumbrar la pobre realidad, debajo del artero disfraz.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó la bruja—. ¿Acaso ese lloriqueante hipócrita arrojó a mi amorcito de su casa? ¡El villano! ¡Enviaré veinte demonios., para que le atormenten hasta que te ofrezca a su hija de rodillas!
—No, madre —respondió Feathertop, amargamente—. No fue eso lo que sucedió.
—¿Acaso la chica despreció a mi precioso? —inquirió la Madre Rigby, mientras sus ojos feroces brillaban como dos carbones de Tofet—. ¡Le cubriré la cara de pústulas! ¡Su nariz se pondrá tan roja como el tizón de tu pipa! ¡Se le caerán los dientes de delante! ¡Dentro de una semana no valdrá la pena que la consigas!
—Dejadme en paz, madre —contestó el pobre Feathertop—. La muchacha estaba casi conquistada. Y pienso que un beso de sus dulces labios me habría hecho totalmente humano. Pero —agregó después de una breve pausa, seguida por un bufido de desprecio por sí mismo—, ¡yo me he visto, madre! ¡He visto la cosa; infame, harapienta y vacía que soy! ¡No continuaré viviendo!

Arrancándose la pipa de la boca, la arrojó con toda su fuerza contra la chimenea, y en ese mismo instante cayó al suelo, convertido en un montón de paja y ropas andrajosas, de donde asomaban algunas estacas con una calabaza arrugada en medio. Las órbitas oculares carecían ahora de brillo, pero el tajo groseramente tallado —que un momento antes había sido una boca— aún parecía crisparse en una mueca desesperada, y por ello conservaba su carácter humano.

—¡Pobre criatura! —murmuró la Madre Rigby, echando una mirada pesarosa a los restos de su malhadado engendro—. ¡Mi pobre, amado y bello Feathertop! Hay miles y miles de petimetres y charlatanes en el mundo forjados como él con, una misma sarta de desperdicios ruinosos, olvidados e inútiles. Y, sin embargo, viven plácidamente y nunca se contemplan tal como son en realidad. ¿Por qué mi pobre muñeco debió ser el único que se conoció a sí mismo y murió por ello?

Mientras mascullaba de este modo, la bruja volvió a cargar su pipa con tabaco y sostuvo la boquilla entre los dedos, como dudando si debía insertarla en su propia boca o en la de Feathertop.

—¡Pobre Feathertop! —continuó—. Podría darle fácilmente otra oportunidad y lanzarlo mañana al mundo de nuevo. Pero no; sus sentimientos son demasiado tiernos, y su sensibilidad demasiado profunda. Parece tener demasiado corazón para pelear por su propio bienestar en un mundo tan vacío y despiadado. Bien, bien; al fin y al cabo, lo utilizaré como espantapájaros. Esta es una vocación inocente Y útil, y muy apropiada para mi tesoro; y si cada uno de sus hermanos de carne y hueso tuviera otra igualmente adecuada, la humanidad marcharía mejor. Y en cuanto a esta pipa, la necesito más que él.

Dicho lo cual, la Madre Rigby se acomodó la boquilla entre los labios:

—¡Dickon! —gritó, con voz aguda y destemplada—. ¡Otro tizón para mi pipa!


Flores de las tinieblas. Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889)

¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres con trajes multicolores, qué de elegantes "callejeras" dándose tono! Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulen con sus frágiles canastillas.

Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas...

-¿Misteriosas?
-¡Sí, si las hay!

Existe, -sabedlo, sonrientes lectoras-, existe en el mismo París cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los catafalcos.

Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se concibe!

Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes; son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para ellos cosa de un instante.

Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada, distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas aisladas inclusive, estos melancólicos despojos.

Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil un sitios de placer.

Y jóvenes aburridos y deseosos de hacerse agradables a las elegantes, hacia las cuales sienten alguna inclinación, compran estas flores a elevados precios y las ofrecen a sus damas.

Estas, todas con rostros empolvados, las aceptan con una sonrisa indiferente y las conservan en la mano, o bien las colocan en sus corpiños. Y los reflejos del gas empalidecen los rostros.

De suerte que estas criaturas-espectros, adornadas así con flores de la Muerte, llevan, sin saberlo, el emblema del amor que ellas dieron y el amor que reciben.


Felicidad. Katherine Mansfield (1888-1923)

A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír... simplemente por nada. ¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad..., de felicidad plena..., como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?

¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer "beodo o trastornado"? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius? "No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque..."

-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?
-Sí, señora.
-¿Han traído la fruta?
-Sí, señora; ya está aquí.
-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.

El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos. Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo..., pero miró al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien escucha, esperando algo..., algo divino que va a pasar... y que sabe ha de ocurrir infaliblemente. Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.

-¿Doy la luz, señora?
-No, gracias; veo muy bien.

Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: "Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra". Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable. Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.

"¡No, no! Me estoy volviendo histérica", se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación de la niña. La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.

-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.
-¿Ha sido buena hoy, Tata?
-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!

Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una muñeca. Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:

-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!
-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -contestó la niñera en voz baja.
¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?
-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.
La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.
-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.
Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.
-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.

Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí. Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.

-Eres encantadora..., sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero tanto, tanto!

¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea... Sí, la quería; la quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.

-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña Berta.

Bajó corriendo. Era Harry.
-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?
-Sí, Harry; perfectamente. Oye...
-Dime.
¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no podía gritarle absurdamente: "¡Qué día más preciosos hemos tenido!"
-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.
-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.

Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un "hallazgo" de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso. Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea divisoria imposible de trasponer. ¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.

-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-. Tenemos que averiguar lo que es.
-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.

Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: "A mi juicio tiene el hígado helado". Otras: "Quizás padece de narcisismo". En ocasiones: "Tal vez sufre de una afección al riñón"..., y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba. Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!

Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.

-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.

¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las manos.

-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.

Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores completamente abiertas como el símbolo de su vida. Realmente..., realmente..., lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de mundo..., precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas...

-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir a vestirse.

Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón. Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el borde y subían después por las solapas.

-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
-Pero lo gracioso del caso... -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:"¿Es que nunca ha visto usted un mono?"
-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?

Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes. Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su estado de extrema angustia.

-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.
-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.
-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante...
Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!
-¡Debió ser horrible! -le dijo.
-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.
A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.
-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.
La señora Knight también se acercó a él.
-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.
-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?

Berta sintió ganas de gritar: "¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!" Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:

-Pero, ¿dónde está el novio?
-Ahora llega.
Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:
-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!

Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado. Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto..., pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.

-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros...
-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?
-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.
-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.
-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.

Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.

-¿Llego tarde? -preguntó.
-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.

¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba... que avivaba... y hacía arder aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo? La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: "¿Tú también?". Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el plato gris, sintió lo mismo. ¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:

-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su pobre nariz.
-¿No está muy ligada con Michael Oat?
-¿El autor de El amor con dentadura postiza?
-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea bastante buena.
-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?
-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.

No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores...¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton Chejov. Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su... no diremos exactamente, naturaleza, ni tampoco su actitud..., sino de su... algo... al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su "exagerada pasión por la carne blanca de la langosta" y "el verde de los helados de pistacho... tan verdes y fríos como los párpados de las danzarinas egipcias".

Cuando mirando a su esposa le dijo: "Berta, este soufflé es admirable", a ella le faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña. ¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse. Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton , que estaba acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz. Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton , porque no tenía la más leve duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.

"Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido." En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después! Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.

"Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría."
Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no estallar en una carcajada.
Por fin terminaron de cenar.
-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.
-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.
Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada. El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho "un nido de pequeños Fénix", como dijo Cara.
-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío. "Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja", pensó Berta.
Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.
-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.
Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.
-¡Aquí está! -murmuró.

Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada. ¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.

¿Estuvieron así una eternidad?... ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:
-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?
Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:
-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.
-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: "Aquí hay un teatro; trabajen y adelante".
-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.
-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el valor de decir que ésta se necesita?
-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.
La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos. Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:
-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.

Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la percibía y ofendía... "¡Oh, Harry!" ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche", se dijo. Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y sonriente le susurró: "Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras..."

Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.
-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!
Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido. Antes sí, lo quería... estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios. Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!...

-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.
-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?
-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.
-No, gracias.
Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.
-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.
-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.
-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.
-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.
-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.
La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:
-Yo la acompañaré -dijo.

Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior... y dejó que fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento... tan impulsivo... tan sencillo! Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.

-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente maravilloso: "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?"
-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.

Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:

-Te adoro.
La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:
-¿Mañana?
Y la señorita Fulton , bajando los párpados, contestó:
-Sí.
-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. "¿Por qué darán siempre sopa de tomate?". Es completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.
-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.
-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil gracias.
-Adiós -dijo Berta.
La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.
-¡Su hermoso peral...! -murmuró.
Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.
-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.
"¡Su hermoso peral!...¡Su hermoso peral!..."
Berta corrió hacia la ventana.
-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.

Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.