lunes, 5 de mayo de 2025

El viudo Turmore. Ambrose Bierce (1842-1914)

Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.

Mí Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.

Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.

Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado. En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.

La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.

Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia. A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.

Pásé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.

Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no le había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.

Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.

Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espírítus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.

En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir el país. Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.

Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.

Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.

En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.


El voto. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El día de San Miguel, justo cuando en las carmelitas llamaban a vísperas, un elegante carruaje con un tiro de cuatro caballos de posta cruzaba atronando y rechinando las callejas de la pequeña ciudad fronteriza polaca de L., deteniéndose finalmente ante el portal del anciano alcalde alemán. Los niños asomaron curiosos la cabeza por la ventana, pero la señora de la casa se levantó de su asiento y, mientras arrojaba malhumoradamente sobre la mesa la labor, gritó al alcalde, que presuroso entraba desde la habitación contigua:

-Otra vez huéspedes que toman nuestra casa por una posada. Y todo viene por el emblema. ¿Por qué has hecho dorar la paloma de piedra de la puerta?

El anciano, sin responder, sonrió astuta y significativamente. En un momento se había quitado el camisón y puesto el traje de gala que desde la vuelta de la iglesia permanecía bien cepillado sobre el respaldo del sofá. Antes de que su asombrada esposa pudiera abrir la boca para preguntar, estaba ya, con su gorro de terciopelo bajo el brazo, de forma que su plateada cabeza brillaba en la penumbra, ante el portalón de carruajes que, entretanto, un criado había abierto. Una mujer ya entrada en años cubierta por un abrigo de viaje bajó del coche, seguida de una alta y joven figura cuyo rostro estaba cubierto por un grueso velo. Ésta, apoyada en el brazo del alcalde, vaciló más que anduvo hacia la casa y nada más entrar en la sala cayó medio desfallecida en el sofá que la dueña de la casa, a una seña del anciano, había arrastrado hacia ella con rapidez. La mujer de edad dijo muy apenada y en voz baja al alcalde:

-¡La pobre niña! Debo quedarme aún unos momentos con ella.
Mientras decía estas palabras hizo ademán de quitarse el abrigo, a lo que le ayudó la hija mayor del alcalde. Se hizo así visible su hábito de monja, además de una cruz de plata que brillaba sobre su pecho, lo cual la caracterizaba como abadesa de un convento cisterciense. La dama cubierta por el velo, entretanto, sólo con un silencioso, casi imperceptible, suspiro, había dado muestras de vida. Finalmente solicitó a la señora de la casa un vaso de agua. Ésta, sin embargo, trajo todo tipo de fuertes esencias y gotas medicinales, ponderando su milagrosa eficacia mientras rogaba a la dama que retirara los gruesos y pesados velos que dificultaban su respiración. Evitando con la mano toda aproximación de la esposa del alcalde y echando hacia atrás la cabeza, dando muestras de repugnancia, la enferma rechazó la propuesta e incluso, cuando por fin consintió en tomar vapores de una fuerte esencia y probó el agua en la que la inquieta señora había echado unas gotas de un probado elixir, todo lo hizo bajo el velo, sin siquiera alzarlo mínimamente.

-¿Habéis preparado, querido señor -se dirigió la abadesa al alcalde-, habéis preparado todo como se deseaba?
-Sí -replicó el anciano-; espero que el Serenísimo Príncipe quede satisfecho conmigo, así como la dama, por quien estoy dispuesto a hacer todo lo que mis fuerzas me permitan.
-Ahora -continuó la abadesa-- dejadme unos instantes sola con mi pequeña niña.
La familia hubo de abandonar la habitación. Se oyó a la abadesa dirigirse ferviente y patéticamente a la dama, y cómo ésta por fm también comenzó a hablar en un tono que llegaba a lo más hondo del corazón. Aun sin pararse específicamente a escuchar, la señora de la casa permaneció junto a la puerta de la habitación; hablaban en italiano, lo cual hizo que toda la escena le pareciera más misteriosa, y aumentó la ansiedad que había mantenido cerrada su boca. El anciano hizo retirarse tanto a su esposa como a su hija para que se ocuparan del vino y de los refrescos; él volvió a la habitación. La dama del velo, que parecía reconfortada y serena, estaba con las manos cruzadas y la cabeza inclinada ante la abadesa. Ésta no dejó de aceptar uno de los refrescos que la dueña de la casa le ofrecía; luego exclamó:

-¡Ha llegado la hora!
La dama del velo se arrodilló; la abadesa le puso la mano sobre la cabeza y murmuró unas oraciones. Cuando terminó, abrazó a la dama mientras corrían las lágrimas por su rostro, como en un exceso de dolor; dio después, serena y llena de dignidad, su bendición a la familia y se apresuró, guiada por el anciano, hacia el carruaje ante el que relinchaban los caballos de refresco. Cuando la esposa del alcalde se dio cuenta de que la dama del velo, para quien habían sido bajadas dos maletas del carruaje, se quedaba e incluso parecía haberse trasladado para un largo lapso de tiempo, no pudo resistir la curiosidad y la preocupación. Se dirigió al corredor de la casa, saliendo al paso al anciano, quien se dirigía ya a su alcoba.
-Por el amor de Dios -susurró angustiada-, ¿qué huésped me traes a casa? Ya lo sabías todo y me lo has ocultado.
-Todo lo que yo sepa debes conocerlo tú también -respondió el anciano con gran calma.
-¡Ya, ya! -continuó su esposa aún más inquieta-. Pero tal vez tú no lo sepas todo. Si hubieras estado ahora en la habitación... Nada más irse la abadesa,
la dama casi se ahoga bajo sus gruesos velos. Se ha levantado el amplio y negro crespón, que le llega casi hasta las rodillas y he visto entonces...
-Bien, ¿qué es lo que has visto? -interrumpió el anciano a su esposa, que miraba temblorosa en derredor como si viera fantasmas.
-No, no he podido reconocer los rasgos del rostro bajo el fino velo que los cubría, pero esa palidez mortal, ¡ay!, ese tono lívido... Pero escucha, escucha con atención; es del todo patente, claro como el cielo en un día de sol, que la dama está en estado de buena esperanza. Dará a luz en pocas semanas.
-Ya lo sabía, querida esposa -dijo el anciano de mal humor-, y para que no te pierda la curiosidad y la inquietud te explicaré todo en dos palabras. Debes saber que el príncipe Z., nuestro serenísimo protector, me escribió hace unas semanas diciéndome que la abadesa del convento cisterciense de O. traería consigo a una dama que debería recibir en mi casa del modo más discreto posible y evitando cuidadosamente llamar la atención. La dama, que sólo quiere ser conocida por Celestina, aguardará en casa su próximo alumbramiento. En cuanto nazca el niño vendrán a recogerlos. Debo añadir tan sólo que el príncipe me ha encomendado con las palabras más enérgicas tener las máximas atenciones hacia la dama, y para los primeros gastos y molestias me ha dado una bolsa llena de ducados, que puedes ver encima de mi cómoda; espero que acaben así todos tus escrúpulos.
-Entonces -dijo su esposa- debemos amparar graves pecados, por lo que anuncian los prolegómenos.

Antes de que el anciano pudiera responder, su hija salió de la habitación y le llamó, pues la dama anhelaba un poco de calma y deseaba ser conducida a la alcoba que le habían preparado. El anciano había dispuesto que las dos habitaciones del piso superior fueran acondicionadas lo mejor posible, y quedó algo confuso cuando Celestina preguntó si además de esas dos estancias no había otra cuyas ventanas dieran a la parte posterior. Contestó que no y añadió, para ser todo lo preciso posible, que aunque había una única pieza con una ventana hacia el jardín no podía considerársela una habitación, sino sólo un estrecho cuarto, semejante a una mísera celda conventual, casi sin espacio para contener una cama en él, una mesa y una silla. Celestina pidió al momento ver ese cuarto, y nada más entrar en él afirmó que precisamente esa estancia se adecuaba a la perfección a sus deseos y necesidades. Por lo tanto, viviría en ella y sólo cuando su estado precisara de un mayor espacio y de una enfermera se cambiaría a uno más grande. Si el anciano había comparado el cuarto con una celda, en ello se había transformado al día siguiente. Celestina había clavado una imagen de María en la pared y sobre la vieja mesa de madera, bajo la imagen, había colocado un crucifijo. La cama estaba hecha de un jergón de paja y una colcha de lana, y excepto un taburete de madera y otra mesa pequeña, Celestina no introdujo otro mueble. La dueña de la casa, reconciliada con la extraña a causa del profundo y extenuante dolor del que daba muestras, creyó necesario charlar con ella para animarla del modo habitual, pero la extraña le rogó, sin embargo, con las palabras más conmovedoras no turbar una soledad en la que encontraba el mayor consuelo, concentrando su pensamiento en la Virgen y en los santos.

Todas las mañanas, nada más apuntar el día, Celestina se dirigía a las carmelitas para oír la primera misa. El resto del día parecía dedicarlo sin interrupción a los ejercicios de devoción, pues siempre que era necesario buscarla en la habitación se la encontraba orando o leyendo libros piadosos. Rechazaba toda comida que no constara tan sólo de verduras, toda bebida que no fuera agua y sólo las más imperiosas advertencias del alcalde respecto a las exigencias de su estado, del ser que en ella vivía, podían finalmente convencerla de probar de vez en cuando un poco de caldo de carne y algo de vino. En la casa todos consideraban esta dura vida monacal como expiación de algún pecado, pero al mismo tiempo se despertó en ellos un íntimo sentimiento de compasión y un profundo respeto, a lo que contribuía no poco la nobleza de su figura y el encanto de cada uno de sus movimientos. Pero lo que entretejía en estos sentimientos hacia la forastera un tono sombrío era la circunstancia de que nunca se retirara el velo, por lo que nadie pudo ver su semblante. Nadie se aproximaba a ella, excepto el anciano y las mujeres de su familia, y para éstas, que no habían salido jamás de la pequeña ciudad, era imposible hallar el rastro que les condujera al esclarecimiento del misterio, pues no podían reconocer un semblante que nunca habían visto. ¿Para qué entonces el velo? La activa fantasía femenina elaboró pronto una historia adecuada. Una terrible señal (así rezaba la fábula), la huella de una garra demoníaca había desfigurado horriblemente el rostro de la extraña y a ello se debía el espeso velo. El anciano tuvo que esforzarse por contener e impedir las habladurías y que al menos ante la puerta de su casa no se cotilleara sobre la huésped, cuya estancia en casa del alcalde ya era conocida en la ciudad. Sus visitas al convento de carmelitas tampoco pasaron desapercibidas y pronto fue conocida como la dama negra del alcalde, lo que de por sí se asociaba a la idea de una aparición fantasmal.

El azar quiso que un día en que la hija subía la comida a la habitación de la extraña una corriente de aire levantara el velo. Con la rapidez del rayo la extraña se volvió ocultándose así al momento a la mirada de la muchacha. Ésta, sin embargo, bajó pálida y temblorosa. No había ninguna deformación pero, como su madre, vio un semblante blanco como el mármol, en cuyos ojos, de profundas cuencas, había un brillo singular. El anciano, con razón, atribuyó gran parte a la imaginación de la muchacha, pero también a él, en el fondo, le preocupaba el asunto tanto como a los demás. Deseaba que aquella persona trastornada, a pesar de la piedad que mostraba, abandonara su casa. Poco después el anciano despertó una noche a su esposa diciéndole que hacía ya unos minutos que oía unos silenciosos gemidos y quejidos, unos golpes que parecían provenir de la habitación de Celestina. La esposa, sospechando la causa, se apresuró a subir. Encontró a Celestina, vestida y envuelta en el velo, casi desvanecida en la cama y se convenció de que estaba próximo el alumbramiento. De inmediato trajeron todo lo necesario, ya preparado hacía mucho, y en poco tiempo nació un sano y hermoso niño. Este acontecimiento, aunque no fuera inesperado, tuvo lugar como si lo fuera y sus consecuencias destruyeron la incómoda relación con la forastera, que había sido una carga para la familia. El niño, como un medio de expiación, pareció acercar a Celestina de nuevo a la humanidad. Su situación no permitía ningún ejercicio ascético, y como su desamparo la obligaba a aceptar a los hombres que con tanto mimo la cuidaban, fue acostumbrándose más y más a su trato. La dueña de la casa, que sólo podía atender a la enferma, cocinarle una suculenta sopa y llevársela, olvidó con estas preocupaciones domésticas todo lo malo que sobre la misteriosa huésped le había venido antes a las mientes. No volvió a pensar que su honrado hogar podía servir de refugio del pecado. El anciano, completamente rejuvenecido y lleno de alegría, mimaba al niño como si fuera su nieto, y tanto él como los demás se acostumbraron a que Celestina cubriera siempre su rostro, incluso durante el parto. La comadrona tuvo que prometerle que, aun si perdía el conocimiento, nadie levantaría los velos excepto la propia comadrona, y sólo en caso de que hubiera peligro de muerte. Todos estaban seguros de que la vieja había visto a Celestina sin velo, pero ella sólo dijo al respecto:

-Ay! La pobre dama ha de cubrirse con el velo.
A los pocos días apareció el monje carmelita que había bautizado al niño. Su entrevista con Celestina, en la que nadie pudo estar presente, duró más de dos horas. Se le oyó hablar y rezar con fervor. Cuando se hubo ido, encontraron a Celestina sentada en el sofá con el niño en el regazo. Éste tenía en sus pequeñas espaldas un escapulario y sobre el pecho un agnusdéi. Pasaron semanas y meses sin que nadie fuera a recoger a la dama y al niño, como el alcalde creía y el propio príncipe Z. le había dicho. Ella podía haber entrado por completo en el pacífico círculo de la familia si no hubieran existido esos fatales velos que refrenaban el último gesto de acercamiento. El anciano se permitió expresárselo así a la extraña, mas cuando ésta replicó con voz sorda y solemne: «Sólo con la muerte caerán estos velos», él permaneció callado y deseó de nuevo que apareciera el carruaje de la abadesa. La primavera ya había llegado, cuando la familia del alcalde volvía a casa de un largo paseo con ramos de flores en las manos, destinados los más hermosos a Celestina. Justo cuando iban a entrar en la casa salió un jinete preguntando por el alcalde. El anciano dijo que él mismo era el alcalde y que se encontraban ante su casa. El jinete, entonces, descabalgó de un salto, sujetó al animal a un pilar y se abalanzó dentro de la casa subiendo las escaleras mientras gritaba:

-¡Ella está aquí! ¡Ella está aquí!
Se oyó golpear una puerta y un grito de terror de Celestina. El anciano, dominado por la angustia, se apresuró a subir. El jinete, que por lo que podía verse era un oficial de los cazadores franceses, varias veces condecorado, había cogido al niño de la cuna y lo rodeaba con su brazo izquierdo, envuelto en la manta. Al derecho se había aferrado Celestina, recurriendo a todas sus fuerzas, para retener al ladrón del niño. En la lucha, el jinete arrancó el velo... Un rostro blanco como el mármol y mortalmente rígido, sombreado en derredor por rizos negros, le miró, arrojando rayos brillantes de las profundas cuencas de los ojos, mientras unos penetrantes y agudos gemidos brotaban de los labios medio abiertos e inmóviles. El anciano se dio cuenta de que Celestina llevaba una máscara blanca y muy ceñida a la piel.

-¡Oh, mujer nefasta! ¿Quieres que tu delirio me alcance también a mí? -gritó el oficial, al tiempo que se soltaba con violencia, de forma que Celestina cayó al suelo.
Pero ella abrazó sus rodillas mientras, expresando el dolor más inefable y en un tono que traspasaba el corazón, imploraba:
-¡Déjame al niño! ¡Oh, déjame al niño...! ¡Por la salvación eterna, no puedes quitármelo! ¡Por Cristo, por la Virgen Santa! ¡Déjame al niño..., déjame al niño!
Y al susurrar estos lamentos no movía un solo músculo, no se movían siquiera los labios de aquel rostro cadavérico, y al anciano, a su esposa..., a todos los que les habían seguido, se les heló la sangre en las venas.
-¡No! -gritó el oficial como en plena desesperación-. ¡No! ¡Mujer inhumana e implacable, puedes arrancar el corazón de este pecho, pero no corromperás en tu funesta locura el ser que se reclina buscando consuelo en la sangrante herida!
Aún con más fuerza apretó al niño contra sí, hasta el punto de que éste comenzó a llorar.
-¡Venganza! ¡Caiga la venganza del Cielo sobre ti..., asesino!
-¡Apártate..., apártate..., vete al diablo! -chilló el oficial, apuntando a Celestina con un movimiento convulsivo del pie.
Quiso llegar hasta la puerta. El anciano le salió al paso. Pero el oficial sacó rápidamente una tercerola y exclamó, dirigiéndose al alcalde:
-Una bala en la cabeza para el que piense en arrancar el niño a su padre.

Corrió escaleras abajo, saltó encima del caballo sin soltar al niño y huyó de allí a todo galope. La dueña de la casa, angustiada por la situación y el porvenir de Celestina, se sobrepuso al pavor que la horrible máscara le producía y se apresuró a acudir a ayudarla. Cuál no sería su asombro cuando vio a Celestina, semejante a una estatua, en el centro de la habitación con los brazos inermes. Le habló, pero no hubo respuesta. Incapaz de soportar la visión de la máscara, le colocó los velos que yacían en el suelo. Ni un solo movimiento. Celestina parecía hundida en un estado semejante al de los autómatas, que llenó de nuevo a la señora de la casa de miedo y pena, de forma que en lo más íntimo de su ser rogó a Dios que la librara al menos de aquella inquietante extraña. Su ruego fue escuchado de inmediato, pues en ese mismo momento paró frente a la puerta el mismo carruaje que había traído a Celestina. La abadesa, acompañada por el príncipe Z., el alto protector del viejo alcalde, entró en la casa. Cuando supo lo que acababa de ocurrir, dijo con, voz suave:

-Entonces hemos llegado demasiado tarde; debemos abandonarnos a la Providencia divina.
Trajeron abajo a Celestina, quien se dejaba conducir rígida y muda, sin un solo signo de voluntad o deseo propio. La introdujeron en el carruaje, que partió al momento. El alcalde y toda su familia tuvieron la sensación de que acababan de despertar de una pesadilla fantasmagórica que les había aterrorizado. Poco después de que todo esto ocurriera en casa del alcalde de L., enterraban con desacostumbrada solemnidad a una francmasona en el convento de monjas cistercienses de O. Corrió el rumor de que se trataba de la condesa Hermenegilda de C., de la que se creía que había viajado a Italia con la hermana de su padre, la princesa de Z. Por la misma época había aparecido el conde Nepomuceno de C., padre de Hermenegilda, en Varsovia, para ceder sus diversas, cuantiosas e importantes posesiones, excepto una pequeña propiedad en Ucrania que conservó para sí, a sus sobrinos, los hijos del príncipe Z, en virtud de un acta judicial incondicional. Preguntado por la dote de su hija, levantó su adusta y sombría mirada al cielo y dijo con voz áspera:

-Ya tiene su dote.
No sólo no vaciló en confirmar el rumor sobre la muerte de Hermenegilda en el convento de O., sino en hacer pública la extraordinaria fatalidad que había obrado sobre Hermenegilda llevándola, sufrida mártir, antes de tiempo a la tumba. Algunos patriotas, inclinados pero no quebrados por la caída de la patria, pensaron en establecer de nuevo con el conde relaciones secretas que se proponían la instauración del estado polaco, pero ya no encontraron al hombre ferviente, inspirado por la libertad y la patria, que antes ofrecía su mano con ánimo inalterable a toda tentativa audaz, sino a un viejo desfallecido y desgarrado por un dolor brutal, distanciado de todos los negocios del mundo y a punto de encerrarse en una profunda soledad. Antes, en la época en que se preparaba la insurrección tras el primer reparto de Polonia, el solar de la estirpe del conde Nepomuceno de C. había sido el lugar de reunión secreto de los patriotas. Allí se encendieron los ánimos, en solemnes banquetes, para la lucha por la patria destruida. Allí, como la imagen de un ángel enviada por el cielo para dar su sagrada bendición, aparecía Hermenegilda en el círculo de los jóvenes héroes. Como es característico en las mujeres de su nación, tomaba parte en todos los debates, incluso en los políticos, y atendiendo y ponderando con precisión la situación de las cosas, a la edad de diecisiete años, y a veces incluso frente a todos, expresaba una opinión que mostraba la más extraordinaria agudeza y perspicacia, y en muchas ocasiones era quien tomaba la decisión. Además de ella, nadie más poseía el talento de compendiar en una sola ojeada, de concebir y mostrar la situación de las cosas, excepto el conde Estanislao de R., un fogoso y muy dotado joven de veinte años. Sucedía con frecuencia que Hermenegilda y Estanislao mantenían a solas vivas discusiones sobre los diversos motivos que hubieran sido planteados y examinaban, aprobaban o rechazaban las propuestas o sugerían otras; los resultados del diálogo entre la muchacha y el joven eran muchas veces reconocidos por los viejos e inteligentes hombres de Estado que se sentaban al consejo como, los más astutos y mejores. Lo más natural era pensar en la unión de ambos, en cuyos magníficos talentos parecía germinar la salvación de la patria. Además, el vínculo entre ambas familias era políticamente importante, ya que se les creía animados por distintos intereses, como había sido el caso en otras familias de Polonia. Hermenegilda, completamente convencida por estos puntos de vista, consideró al marido que le estaba predestinado como un regalo de la patria y así, con su solemne promesa de matrimonio, concluyeron las reuniones patrióticas en la posesión de su padre. Es sabido que los polacos fueron derrotados, que con la caída de Kósciuszko fracasó la tentativa excesivamente basada en la autoconfianza y en una errónea lealtad caballeresca. El conde Estanislao, cuya temprana carrera militar, cuya juventud y vigor parecían destinarle a un puesto en el ejército, había combatido con el arrojo de un león. Regresó habiendo escapado con dificultad de una denigrante prisión y casi herido de muerte. Sólo Hermenegilda le mantenía unido a la vida, y en sus brazos creía encontrar de nuevo el consuelo y la esperanza perdidas. En cuanto sanó de sus heridas corrió a la quinta del conde Nepomuceno para ser de nuevo herido de la forma más dolorosa posible. Hermenegilda le recibió con una atención casi burlona.

-¿Estoy viendo al héroe que deseaba ir hacia la muerte por su patria? -exclamó cuando estuvo frente a él.
Parecía como si, en un rapto de locura, tomara a su prometido por uno de aquellos paladines de la fabulosa caballería cuya espada podía derrotar a ejércitos enteros. ¿Para qué servían todas las afirmaciones de que ninguna fuerza humana podía enfrentarse al impetuoso torrente que había inundado y asolado la patri-na, para qué servían todas las súplicas del amor si Hermenegilda, como si su helado corazón sólo pudiera encenderse en la brutal actividad del mundanal ruido, había tomado la determinación de otorgar su mano al conde Estanislao sólo cuando los extranjeros fueran expulsados de la patria? El conde comprendió demasiado tarde que Hermenegilda no le amaba, teniendo que convencerse además de que la condición que Hermenegilda había establecido tal vez nunca, o al menos no durante largo tiempo, podría verse cumplida. Jurándole fidelidad hasta la muerte, abandonó a su amada y se alistó en el ejército francés, que lo llevó a las guerras de Italia. Se dice de las mujeres polacas que un ser veleidoso las distingue. Un sentimiento profundo, una despreocupación apasionada, una frialdad mortal se entremezclan en su ánimo, mostrando en el movimiento de la superficie, en su juego, el reflejo del constante cambio de las murmurantes olas del' arroyo que corre en las más insondables profundidades.

Hermenegilda vio partir a su prometido con indiferencia, pero apenas habían pasado unos pocos días cuando se vio embargada por un anhelo inexpresable que sólo nace del amor más encendido. La tormenta de la guerra se había disipado, se proclamó la amnistía y se liberó a los oficiales polacos prisioneros. Sucedió entonces que muchos de los compañeros de armas de Estanislao se reencontraron en la quinta del conde. Con hondo dolor, pero también con el entusiasmo que proporciona el valor, recordaron aquellos infelices días en los que todos habían combatido, aunque ninguno con mayor denuedo que Estanislao. Había conducido a la línea de fuego a los batallones cuando todo parecía perdido, y logró romper las filas enemigas con su caballería. La suerte del día pendía de un hilo cuando fue herido por una bala y con el grito: «¡Patria! ¡Hermenegilda!» cayó del caballo, bañado en sangre. Cada palabra de este relato fue como una daga que se clavaba profundamente en el corazón de Hermenegilda.

-¡No! ¡No sabía que le amaba desde el primer instante en que le vi! ¡Qué artificio diabólico pudo engañarme, infeliz de mí, que pensaba en vivir sin él, sin él, que es mi vida entera! ¡Yo le he enviado hacia la muerte..., no volverá! -gritó Hermenegilda entre agitados gemidos que a todos conmovieron.
Desvelada, atormentada por una permanente inquietud, vagaba de noche por el parque y, como si el viento pudiera transportar sus palabras hasta el lejano amante, gritaba:
-¡Estanislao! ¡Estanislao! ¡Vuelve! ¡Soy yo, Hermenegilda, quien te llama! ¿No me oyes? ¡Vuelve...! ¡Si no, moriré de añoranza y desesperación!

Parecía que el estado de sobreexcitación de Hermenegilda terminaría por tansformarse en una auténtica locura que le haría cometer mil insensateces. El conde Nepomuceno, lleno de preocupación y angustia por la muchacha, pensaba que tal vez fuera necesario recurrir a una ayuda médica, y de hecho consiguió un doctor que con gusto permanecería unos días en la quinta para tomar a su cargo a la enferma. Cuanto más adecuado parecía ser el método de curación, más bien psíquico que físico, cuanto menos podía negarse también su efectividad, tanto más dudoso era el poder hablar de un auténtico restablecimiento, pues tras largos períodos de calma de nuevo aparecían esos extraños paroxismos. Un singular incidente dio otro sesgo al asunto. Hermenegilda acababa de arrojar indignada al fuego al pequeño soldado ulano, al muñeco que apretaba contra su pecho dándole los apelativos más dulces, como si fuera su amado, porque el muñeco de ningún modo quería cantar: Podrosz twoia nam niemita, milsza przyaszn w kraiwbta, etc. A punto de volver a su alcoba tras esa expedición de castigo, se encontraba en el vestíbulo cuando oyó a alguien andar detrás de ella con un repiqueteo métalico. Miró a su alrededor, vio a un oficial con el uniforme de los cazadores franceses con el brazo izquierdo en cabestrillo y, gritando: « ¡Estanislao, mi Estanislao!», cayó desvanecida en sus brazos.

El oficial, paralizado por la sorpresa y el asombro, tuvo que hacer no pocos esfuerzos para mantener en pie con un solo brazo a Hermenegilda que, alta y de carnes exuberantes, no era una carga pequeña. Él la abrazaba cada vez con mayor fuerza y, al sentir en su pecho los latidos del corazón de Hermenegilda, tuvo que reconocer que ésta era de las más excitantes aventuras que había vivido. Pasaron los segundos. El oficial, inflamado por el fuego del amor que brotaba como mil chispas eléctricas de la encantadora figura que sostenía en sus brazos, besaba con pasión sus dulces labios. Así los encontró el conde Nepomuceno cuando salía de su habitación. También él gritó, lleno de júbilo:

-¡Conde Estanislao!
Hermenegilda despertó en ese mismo instante, estrechando al oficial contra su pecho y exclamando fuera de sí:
-¡Estanislao¡ ¡Mi amado..., mi esposo!
El oficial se sonrojó temblando... Perdió la presencia de ánimo y dio un paso atrás mientras se libraba suavemente del crispado abrazo de Hermenegilda.
-Es el momento más dulce de mi vida..., pero no quiero abandonarme a la felicidad que sólo una equivocación me ha deparado. Yo no soy Estanislao... ¡ay!

Así habló el oficial, tartamudeando; Hermenegilda retrocedió asustada y cuando, al observar con mayor atención al oficial, se convenció de que el extraordinario parecido de éste con su amado le había confundido, huyó gimiendo y lamentándose. El conde Nepomuceno, dado que el joven dijo ser el primo más joven de Estanislao, el conde Javier de R., no pudo creer casi que en tan poco tiempo un niño se desarrollara y transformara en un joven vigoroso. Sin duda, las fatigas de la guerra contribuyeron a dar un mayor carácter de adulto al rostro, a la actitud entera. El conde Javier había abandonado su patria al mismo tiempo que su primo Estanislao y, como él, se había enrolado en el ejército francés y combatido en Italia. Aunque por entonces tenía apenas dieciocho años, pronto se mostró como un héroe prudente y valeroso, de forma que el general le nombró su ayudante y ahora, a los veinte años, había ascendido ya a coronel. Habiendo sido herido, necesitaba descansar algún tiempo. Retornó a la patria y, para transmitir a la amada de Estanislao los encargos de éste, se dirigió a las posesiones del conde Nepomuceno, donde fue recibido como si fuera el prometido mismo. El conde Nepomuceno y el médico hicieron todos los esfuerzos imaginables por calmar a Hermenegilda quien, anonadada por la vergüenza y la amargura, no quería salir de su habitación mientras Javier permaneciera en la casa, pero fue en vano. Javier estaba fuera de sí, ya no podía volver a ver a Hermenegilda. Le escribió diciéndole que expiaba una semejanza nefasta de la que no era culpable. Pero no sólo para él; también al amado Estanislao afectaba el infortunio producido en un funesto momento, pues a él, al portador de una dulce embajada amorosa, le había sido arrebatada toda posibilidad de entregar en propia mano, como debía, la carta de Estanislao que llevaba consigo y transmitir de palabra lo que Estanislao, por la premura del momento, no había podido poner por escrito. La doncella de Hermenegilda, que Javier había ganado para sus intereses, aceptó de buena gana el encargo, y lo que el padre y el médico no habían conseguido lo logró Javier con su nota. Manteniendo un absoluto silencio y con la mirada baja recibió Hermenegilda a Javier en su alcoba. Javier se aproximó con paso vacilante y silencioso y se situó frente al sofá en el que ella se hallaba, pero al inclinarse en su asiento más bien parecía que se arrodillara ante Hermenegilda. Así, con las expresiones más conmovedoras y en un tono con el que parecía acusarse a sí mismo del crimen más imperdonable, le suplicaba no cargara sobre su cabeza la culpa de la equivocación, que sentía más por la felicidad de su querido amigo. No había sido él sino el propio Estanislao quien la había abrazado en el gozo del reencuentro. Entregó la carta y comenzó a hablar de Estanislao, de cómo, con auténtica fidelidad de caballero, pensaba en su dama en plena batalla, de cómo su corazón ardía por la libertad y la patria, etc. Javier se expresaba con vivo ardor, entusiasmando a Hermenegilda, quien, superando pronto todo temor, dirigía hacia él la mágica mirada de sus ojos celestiales de forma que Javier, un nuevo Kalaf alcanzado por la mirada de Turandot, temblaba de dulce dicha, y sólo con esfuerzo podía continuar su relato. Sin saberlo él mismo, acosado por la lucha interior contra la pasión que brotaba en llamas luminosas, se extendió en la descripción de ciertos combates. Habló de ataques de caballería, masas dispersadas, baterías conquistadas. Impaciente, Hermenegilda le interrumpió exclamando:

-¡Oh, fuera esas sangrientas escenas de un espectáculo infernal! ¡Dime..., dime tan sólo que me ama, que Estanislao me ama!
Javier, conmovido, tomó su mano y la oprimió con fuerza con su propio pecho:
-¡Escúchale, escucha a tu Estanislao! -dijo, y las manifestaciones más fervientes del amor, como sólo corresponden a la locura de la pasión más devoradora, manaron de sus labios.
Había caído a los pies de Hermenegilda y ella le envolvía en sus brazos, mas cuando, alzándose de improviso, quiso estrecharla contra su pecho, se sintió violentamente apartado. Hermenegilda le observaba con una mirada fija y extraña y dijo con voz sorda:
-¡Presumido fantoche! ¡Aunque mi pecho también te dé calor, tú no eres Estanislao y nunca lo serás!

En ese momento abandonó la habitación con paso calmo y silencioso. Javier se dio cuenta demasiado tarde de su imprudencia. Sentía con claridad que amaba con locura a Hermenegilda, a la prometida del amigo y primo carnal, pero también que a cada paso que estaba dispuesto a dar al compás de su pasión habría de acusarse de una desleal ruptura de la amistad.. Tomó la heroica determinación de partir de inmediato y no volver a ver a Hermenegilda, y ordenó que hicieran su equipaje y engancharan los caballos. El conde Nepomuceno se sorprendió sobremanera cuando Javier fue a despedirse de él; le rogó que dejara todo en sus manos, pero Javier, con suma firmeza provocada más por una compulsión que por una auténtica fuerza espiritual, afirmó, terne que terne, que por causas extraordinarias tenía que irse. Ceñida la espada y la gorra en la mano, permanecía en el centro de la estancia; su criado estaba ya en el vestíbulo con el abrigo, y frente a la puerta piafaban los caballos. Se abrió entonces la puerta y entró Hermenegilda. Con un donaire indescriptible se dirigió hacia el conde y dijo sonriendo:

-¿Quiere irse, querido Javier? ¡Y yo que esperaba oír todavía muchas más cosas de mi amado Estanislao! ¿Sabe usted que sus relatos me producen un gran consuelo?
Javier, sonrojado, bajó la vista. Tomaron todos asientos; el conde Nepomuceno aseguró una y otra vez que desde hacía muchos meses no veía a Hermenegilda con un ánimo tan sereno y alegre. A una seña suya, dado que era hora de cenar, prepararon la mesa en aquella misma estancia. El más noble vino de Hungría brillaba en las copas, y Hermenegilda, con ardor en las mejillas y celebrando el recuerdo del amado, de la libertad y la patria, bebía de las copas colmadas. «Saldré de noche», pensaba Javier en su interior, y de hecho, y cuando ya habían recogido la mesa, preguntó a los criados si aún esperaba el carruaje; éste, como había ordenado el conde Nepomuceno, hacía tiempo había sido retirado y desenganchado y estaba en las cocheras, los caballos comían el pienso en las cuadras y Woyzec roncaba abajo, sobre el jergón de paja. Javier se dio por satisfecho con ello. La inesperada aparición de Hermenegilda convenció al conde de que no sólo era posible sino aconsejable y adecuado permanecer, y este convencimiento le llevó al siguiente: sólo tenía que vencerse a sí mismo, es decir, defenderse de los arrebatos de la pasión interna que, excitando el enfermizo estado de Hermenegilda, sólo a él, en cualquier caso, podían dañar. Fuera cual fuere el rumbo que luego tomara el asunto, Javier tomó la determinación, aun cuando Hermenegilda despertara de sus sueños, de anteponer el alegre presente al sombrío futuro, pues todo dependía de la configuración de circunstancias concurrentes y no había que pensar en deslealtad ni en rupturas de amistad.

Cuando al día siguiente Javier volvió a ver a Hermenegilda, logró de hecho, evitando cuidadosamente la menor nimiedad que pudiera alterar su sangre ardiente, dominar su pasión. Permaneciendo en los límites de la más estricta cortesía, observando incluso un frío ceremonial, dio a su conversación sólo la vibración de esa galantería que suministra a las mujeres un veneno nocivo junto a dulce azúcar. Javier, un joven de veinte años inexperto en las lides del amor, desarrollaba, al compás de la maldad interior, el arte de un maestro. Sólo hablaba de Estanislao, de su inexpresable amor por su dulce prometida, pero en el fuego que encendía supo esbozar hábilmente su propia imagen, de forma que Hermenegilda, perpleja, no lograba distinguir ambas figuras, la del ausente Estanislao y la de Javier. La compañía de éste se convirtió pronto en una necesidad para la desasosegada Hermenegilda, y así sucedió que se les veía incesantemente juntos y con frecuencia como si mantuvieran una íntima conversación amorosa. La costumbre hizo que Hermenegilda fuera olvidando cada vez más sus temores y, en el mismo grado, Javier sobrepasó esos límites del frío ceremonial en los que al principio, prudentemente, se había confinado. Hermenegilda y Javier paseaban del brazo por el parque y ella, descuidadamente, abandonaba su mano en las de él cuando en la habitación escuchaba hablar del afortunado Estanislao. Como no se trataba de asuntos de Estado ni de la patria, el conde Nepomuceno era incapaz de ver más allá y se conformaba con lo que podía observar en la superficie. Su espíritu, insensible para todo lo demás, sólo podía reflejar en el mismo momento las fugitivas imágenes de la vida, que desaparecían sin dejar huella. Sin sospechar siquiera el íntimo carácter de Hermenegilda, daba por bueno el que ésta finalmente hubiera sustituido los muñecos que en sus momentos de delirio habían representado al amado por un joven, y creía suponer con gran perspicacia que Javier, quien como yerno también le profesaba cariño, pronto ocuparía por entero el sitio de Estanislao. Ya no pensaba en éste. Javier era de la misma opinión, ya que, tras un par de meses, Hermenegilda, aún cuando parecía que todo su espíritu estaba lleno del recuerdo de Estanislao, permitía que Javier se hiciera más y más visible con sus propias pretensiones.

Cierta mañana Hermenegilda se encerró en su alcoba con su doncella y no quiso ver a nadie. El conde Nepomuceno pensó que se trataba de un nuevo ataque que pronto remitiría. Rogó al conde Javier que utilizara ahora el poder que sobre Hermenegilda había adquirido para su curación. Pero cuál no sería su asombro cuando Javier no sólo rehusó acercarse de cualquier forma a Hermenegilda, sino que mostraba haber cambiado por completo de actitud. En vez de presentarse con arrogancia, como antes, parecía intimidado, como si hubiera visto fantasmas; el tono de su voz vacilaba y la expresión era lánguida e inconexa. Habló de que tenía que partir para Varsovia, de que no volvería a ver a Hermenegilda... Renunciaba a toda la dicha del amor..., sentía en la fidelidad de Hermenegilda, lindante con la locura, la deslealtad en que incurría, para su vergüenza, con su amigo... Una huida sin demora era su único medio de salvación. El conde Nepomuceno no entendió nada; le pareció tan sólo que la alocada exaltación de Hermenegilda había contagiado al muchacho. Intentó demostrárselo, pero fue en vano. Javier se opuso con tanta mayor intensidad cuanto más mostraba Nepomuceno la necesidad de que sanara a Hermenegilda de todas sus rarezas y, por lo tanto, la obligación que tenía de volver a verla. La discusión terminó con rapidez pues Javier, como impulsado por un poder invisible e irresistible, salió, se arrojó dentro del carruaje y huyó.

El conde Nepomuceno, lleno de horror e ira por la conducta de Hermenegilda, dejó de ocuparse de ella y así sucedió que pasaron muchos días en los que ella permaneció encerrada y sin ser molestada en su habitación, acompañada tan sólo de su doncella. Cierto día estaba Nepomuceno en su habitación, sumido en profundas meditaciones, llenas de las heroicas acciones de ese hombre al que por entonces los polacos adoraban como a un falso ídolo, cuando se abrió la puerta y entró Hermenegilda de luto riguroso y con un largo velo de viuda sobre el rostro. Con paso lento y solemne se aproximó al conde, se dejó caer sobre sus rodillas y dijo con voz temblorosa:

-¡Oh, padre mío! El conde Estanislao, mi amado esposo, ha muerto. Cayó como un héroe en el campo de batalla. ¡Ante ti se halla su inconsolable viuda!
El conde Nepomuceno lo consideró una nueva perturbación en el estado de ánimo de Hermenegilda, tanto más cuanto que pocos días antes había recibido noticias según las cuales el conde Estanislao se hallaba perfectamente. Alzó con suavidad a Hermenegilda mientras decía:
-Tranquilízate, querida hija, Estanislao está bien; pronto correrá a tus brazos.
Hermenegilda hizo una profunda inspiración, semejante a un suspiro agonizante, y se hundió, desgarrada por un hondo dolor, entre los almohadones del sofá. Pero a los pocos segundos, recobrándose, dijo con pasmosa tranquilidad y presencia de ánimo:
-Dejadme, querido padre, explicaros cómo ha ocurrido todo, pues debéis saberlo para así reconocerme como la viuda del conde Estanislao de R. Hace seis días me encontraba a la hora del ocaso en el pabellón del sur de nuestro parque. Todos mis pensamientos, todo mi ser se dirigían a mi amado. Sentí que mis ojos se cerraban involuntariamente; no me adormecí, no, sino que caí en un singular estado que sólo puedo llamar soñar despierta. Pronto me sentí rodeada por terribles zumbidos y estallidos. Oí un gran estruendo. Muy cerca de mí sonaban disparos. Me levanté precipitadamente y me asombré no poco al encontrarme en un cobertizo. Ante mi estaba él arrodillado..., mi Estanislao. Le rodeé con mis brazos, le estreché contra mi pecho. «¡Dios sea alabado! -exclamó-. ¡Eres mía!» Me dijo que justo tras la bendición nupcial me desvanecí y yo, tonta de mí, no recordé hasta entonces que el padre Cipriano, al que en ese momento vi salir del cobertizo, nos había unido en la capilla aneja bajo los truenos de la artillería, bajo el estrépito de la cercana batalla. La alianza de oro brillaba en mi dedo. La felicidad con la que abracé a mi esposo es indescriptible; un éxtasis inefable y nunca antes sentido, el éxtasis de la mujer dichosa, inundó mi alma... Perdí el sentido... Un soplo helado me rozó... Abrí los ojos... ¡Horror...! En medio de la confusión de la feroz batalla ardía ante mí el cobertizo, del que al parecer me habían rescatado... Estanislao, acosado por jinetes enemigos... Sus camaradas se abalanzaron para salvarle...

Demasiado tarde; por la espalda, un jinete le derribó del caballo. De nuevo desfalleció Hermenegilda por el terrible dolor. Nepomuceno corrió a buscar algún medicamento que le devolviera las fuerzas, pero no hizo falta, pues Hermenegilda se recuperó de un modo prodigioso.
-Se ha cumplido la voluntad del Cielo -dijo con voz sorda y solemne-; no debo lamentarme pero, fiel a mi esposo hasta la muerte, ninguna atadura terrenal me separará de él. Con toda razón el conde Nepomuceno hubo de creer que la locura incubada en el alma de Hermenegilda se desahogaba a través de esa visión, y ya que el plácido duelo de Hermenegilda por su esposo no producía actitudes alarmantes o indecentes, al conde le pareció bien esta situación que terminaría con la llegada del conde Estanislao. Cuando Nepomuceno dejaba caer alguna palabra sobre ensoñaciones o visiones, Hermenegilda sonreía dolorosamente, apretaba la alianza, que siempre llevaba en el dedo, contra sus labios y la regaba de tibias lágrimas. El conde Nepomuceno se dio cuenta con asombro de que el anillo le era realmente desconocido y que nunca se lo había visto a su hija, pero como había mil circunstancias en las que podía haberlo recogido, no hizo el esfuerzo de investigarlas. Para él era más importante la nefasta noticia de que el conde Estanislao había caído prisionero. Hermenegilda comenzó a debilitarse de un modo extraordinario, se quejaba con frecuencia de una extraña sensación que no podía llamar enfermedad, pero que agitaba todo su ser. Por aquella época llegó el príncipe Z. con su esposa. La princesa, como la madre de Hermenegilda había muerto a temprana edad, había ocupado su puesto y por ello fue recibida con la abnegación de una hija. Hermenegilda abrió su corazón por entero a la noble dama y con la más amarga tristeza se lamentaba de que se la calificara de loca visionaria a pesar de tener la prueba más convincente, teniendo en cuenta las circunstancias, de la certeza de su unión con Estanislao, realmente consumada. La princesa, que conocía ya el asunto y estaba convencida del perturbado estado de Hermenegilda, se cuidó muy mucho de contradecirla, contentándose con asegurarle que el tiempo todo lo aclararía y que lo más adecuado era abandonarse a la voluntad del cielo. La princesa puso más atención cuando Hermenegilda le habló de su estado físico, describiendo los extraordinarios ataques que parecían perturbar su interior. Pudo verse cómo la princesa velaba a Hermenegilda con la mayor preocupación y cómo aumentó su aflicción cuando Hermenegilda parecía sentirse recuperada. Las pálidas mejillas y labios recobraron el color, sus ojos perdieron ese fuego inquietante y sombrío, la mirada se hizo dulce y tranquila, las demacradas formas se hicieron más llenas y redondas; en una palabra, Hermenegilda florecía en toda su juventud y belleza. Y sin embargo parecía que la princesa la consideraba más enferma que nunca.

-¿Cómo te encuentras? ¿Qué tienes, mi niña? ¿Qué es lo que sientes? -preguntaba, con grave alarma en el semblante en cuanto Hermenegilda tan sólo suspiraba o palidecía lo más mínimo.
El conde Nepomuceno, el príncipe y la princesa consultaron entre sí qué hacer con Hermenegilda y su idea fija de ser la viuda de Estanislao.
-Lamento creer -dijo el príncipe- que su locura es incurable, pues físicamente está sana y alimenta con todas sus fuerzas el turbado estado de su alma. Sí continuó mientras la princesa miraba dolorosamente al frente-, está sana, a pesar de que para su perjuicio, es cuidada y mimada como una enferma.
La princesa, a la que estas palabras afectaron sobremanera, miró fijamente al conde Nepomuceno y dijo con decisión:
-¡No! Hermenegilda no está enferma; pero, si no perteneciera al reino de lo imposible el que ella hubiera pecado, estaría convencida de que se halla en estado de buena esperanza.
Se levantó de inmediato y abandono la habitación. Como alcanzados por un rayo, el conde y el príncipe se miraron fijamente. Este último, tomando el primero la palabra, opinó que su esposa también se veía a veces visitada por las visiones más extraordinarias. Pero el conde Nepomuceno dijo con gravedad:
-La princesa tiene razón en que un suceso de ese tipo por parte de Hermenegilda pertenece sin duda al reino de lo imposible, pero si te digo que cuando vi ayer a Hermenegilda andando frente a mí cruzó mi mente un loco pensamiento: «Mirad, la joven viuda está encinta», y que este pensamiento sólo puede ser producido por la observación de su figura, si te digo todo esto, comprenderás que las palabras de la princesa me han llenado de una sombría preocupación, de una penosa angustia.
-Entonces -replicó el príncipe- es el médico o la comadrona quien debe determinarlo, anulando el juicio tal vez precipitado de la princesa o corroborando nuestra deshonra.
Durante varios días ambos dudaron sobre qué re- solución tomar. Para ambos, las formas de Hermenegilda se hicieron sospechosas y la princesa debía tomar una decisión sobre lo que hacer ahora. Rechazó la intromisión de un médico, quizá demasiado locuaz, y opinó que en cinco meses no necesitarían de otro tipo de ayuda.
-¿Qué ayuda? -exclamó asustado el conde Nepomuceno.
-Sí -continuó la princesa alzando la voz-, ya no cabe ninguna duda: o Hermenegilda es la más perversa hipócrita que nunca haya nacido o hay un misterio inescrutable. ¡Es suficiente, está encinta!
El conde Nepomuceno, petrificado de horror, no dijo una palabra. Finalmente, sacando fuerzas de flaqueza, imploró a la princesa que, costara lo que costase, averiguase por la propia Hermenegilda quién era la aciaga persona que había traído la eterna deshonra a su casa.
-Hermenegilda -dijo la princesa- aún no sospecha que conozco su estado. A partir del momento en que hable con ella de lo que le sucede, espero poder saberlo todo. Sorprendida, dejará caer la máscara de hipocresía o bien se hará patente de algún modo su inocencia, aunque no puedo siquiera imaginar cómo puede tal cosa ocurrir.

Esa misma noche estaba la princesa a solas en su habitación con Hermenegilda, cuyo respeto filial parecía aumentar a cada momento. La princesa tomó a la pobre muchacha del brazo, la miró a los ojos y dijo en tono cortante:¡Querida tú estás encinta! Hermenegilda alzó la mirada, transfigurada de gozo celestial, y exclamó en el mayor éxtasis:
-¡Oh madre mía! Ya lo sé. Hace tiempo siento que, aunque mi fiel esposo yace bajo los mortales golpes de sus enemigos, debo sentirme indeciblemente feliz. ¡Sí! Aquel momento de máxima felicidad terrenal vive en mí, volveré a tener a mi amado esposo en la fiel prueba de la dulce unión.

La princesa tuvo la sensación de que todo daba vueltas a su alrededor y casi perdió el sentido. La sinceridad de la expresión de Hermenegilda, su entusiasmo, el aura de veracidad que la envolvía no permitía pensar en un fraude y, sin embargo, en sus afirmaciones había algo de extravagante locura. Dominada por esta última idea, la princesa apartó a Hermenegilda de sí al tiempo que exclamaba:

-¡Insensata! ¡Un sueño te ha puesto en un estado que nos trae a todos la ignominia y la deshonra! ¿Crees que vas a poder engañarme con esas necedades? ¡Reflexiona! Recuerda todos los sucesos de los días pasados. Tal vez una confesión arrepentida nos reconcilie.
Hermenegilda, bañada en lágrimas y deshecha por un amargo dolor, cayó a los pies de la princesa y gimió:
-¡Madre! ¿También tú me tomas por una soñadora, tampoco tú crees que la iglesia nos ha unido a Estanislao y a mí, que yo soy su esposa? Pero mira el anillo en mi dedo... ¡Qué digo...! Tú, tú conoces mi estado. ¿No es eso suficiente para convencerte de que no miento?

La princesa se dio cuenta con asombro de que en Hermenegilda no cabía la idea de un desliz y no había comprendido en absoluto la alusión. Apretando sus manos contra el pecho de la princesa, Hermenegilda continuó su súplica: ahora, dado que su estado estaba fuera de toda duda, ya podía pensar en su esposo. La dama, sorprendida y seria, ya no sabía de hecho qué decir a la pobre, qué camino debía seguir para desvelar el secreto que explicara todo este asunto. Hasta varios días después la princesa no explicó a su esposo y al conde Nepomuceno que era imposible averiguar algo más a través de Hermenegilda, por completo convencida de estar embarazada de su esposo. Los hombres, llenos de ira, calificaron de hipócrita a Hermenegilda, y el conde Nepomuceno en particular juró que si la indulgencia no conseguía librarla de la idea de que un cuento insípido podía convencerle, él lo intentaría con medidas más duras. Por el contrario, la princesa opinaba que la dureza sería una crueldad inútil. Estaba convencida, como ya se ha dicho, de que Hermenegilda no fingía, sino que creía con toda su alma en lo que decía.

-Hay -continuó- algunos secretos en el mundo que no somos capaces de comprender. ¿Qué ocurriría si la vívida influencia del pensamiento tuviera también un efecto físico y si la reunión espiritual de Estanislao y Hermenegilda la ha situado en ese estado para nosotros inexplicable?
A pesar de su ira y de todas las dificultades del momento, el príncipe y el conde Nepomuceno no pudieron reprimir una sonora carcajada cuando la princesa exteriorizó estas ideas, que los varones denominaron las más sublimes y etéreas que nunca habían oído. La princesa, sonrojada por entero, opinó que a los toscos hombres les faltaba sentido para tales cosas, que encontraba todo el asunto en el que había caído su pobre niña, en cuya inocencia creía incondicionalmente, escandaloso y repugnante, y que un viaje, en el que pensaba acompañarla, sería el mejor y ni- co medio de apartarla de la malicia y la burla de la vecindad.

El conde Nepomuceno se mostró muy satisfecho con este proyecto, pues, ya que Hermenegilda no hacía de su estado ningún secreto, debía ser alejada del círculo de sus conocidos para resguardar su fama. Tomada esta determinación, todos se sintieron más tranquilos. El conde Nepomuceno casi no volvió a pensar en el alarmante secreto, ya que había visto la posibilidad de ocultarlo al mundo, cuya burla era lo más amargo para él, y el príncipe juzgó con toda la razón que, dado el no fingido estado anímico de Hermenegilda, no se podía hacer otra cosa que dejar al paso del tiempo la solución del enigma. Precisamente cuando daban por acabada la discusión y cada uno se iba por su lado, la repentina aparición del conde Javier de R. trajo nuevas preocupaciones. Acalorado por la larga cabalgada, cubierto de polvo y con la precipitación de quien es arrastrado por una pasión, entró en la estancia y, sin saludar ni respetar las normas de cortesía, gritó con voz fuerte:

-¡El conde Estanislao ha muerto! No cayó prisionero, no... Cayó abatido por sus enemigos... ¡Aquí están las pruebas! -y diciendo esto, puso varias cartas en manos del conde Nepomuceno, quien comenzó a leerlas completamente desconcertado.
La princesa echó una ojeada a las cartas y nada más leer unas pocas líneas levantó los ojos al cielo, juntó las manos y exclamó llena de dolor:
-¡Hermenegilda! ¡Pobre niña! ¡Qué misterio inescrutable!
Había leído que el día en que murió Estanislao coincidía con el que Hermenegilda había dicho y que todo había ocurrido como ella lo vislumbrara en ese funesto instante.
-El ha muerto -dijo Javier, impulsiva y fogosamente-. Hermenegilda ha quedado libre y no hay ningún obstáculo para que yo, que la amo como a mi vida, solicite su mano.

El conde Nepomuceno no pudo responder; tomó el príncipe la palabra y explicó que ciertas circunstancias hacían imposible considerar su petición, que en ese momento no podía ver a Hermenegilda y lo mejor era que se alejara rápidamente de allí, tal como había venido. Javier replicó que conocía bien el perturbado estado de ánimo de Hermenegilda, a lo que probablemente se referían, pero que no consideraba esto un obstáculo, tanto menos cuanto que su unión con ella terminaría con él. La princesa le aseguró que Hermenegilda había jurado fidelidad hasta la muerte a Estanislao y, por tanto, desecharía cualquier otra unïón. Por otro lado, no se encontraba ya en el palacio. El conde Javier soltó una carcajada y dijo que sólo necesitaba el consentimiento paterno. El conmover el corazón de Hermenegilda dependía por entero de él. Muy enojado por la violenta impertinencia del joven, el conde Nepomuceno explicó que esperaba en vano su consentimiento y que podía abandonar el palacio de inmediato. El conde Javier le miró de hito en hito, abrió la puerta que daba al vestíbulo y ordenó a Woycec que trajera la manta de viaje, desenganchara los caballos y los condujera al establo. Volvió entonces a la habitación, se arrojó sobre el sillón que se encontraba junto a la ventana y explicó calmosa y gravemente que, sin ver ni hablar con Hermenegilda, sólo mediante la violencia sería expulsado del palacio. El conde Nepomuceno replicó que en ese caso podía contar con una larga estancia, aunque debía entonces perdonar el que fuera él mismo quien abandonara el palacio. En ese momento todos, el conde Nepomuceno, el príncipe y su esposa, salieron de la habitación para lograr llevarse a Hermenegilda lo antes posible.

El azar quiso que precisamente en esos momentos, contra su costumbre, se encontrara en el parque Javier, quien miraba por la ventana, la vio pasear en la lejanía. Corrió hacia el parque y alcanzó finalmente a Hermenegilda cuando ésta entraba en ese nefasto pabellón del sur del parque. Su estado era ya perceptible casi para cualquiera.

-¡Oh, Dios del Cielo! -exclamó Javier al encontrarse frente a ella.
Se arrojó entonces a sus pies y le juró con las expresiones más fervientes de devoto amor tomarla por esposa. Hermenegilda, fuera de sí a causa del susto y el horror, le dijo que un mal hado le había enviado allí para perturbar su tranquilidad. Nunca, nunca seria la esposa de otro que no fuera su amado Estanislao, a quien se había unido hasta la muerte. Mas cuando Javier no cesó en sus ruegos y promesas, cuando finalmente, con una loca pasión, le aseguró que se confundía, que ya le había ofrecido a él los más dulces momentos del amor y, alzándose del suelo, quiso abrazarla, ella le apartó con repugnancia, desprecio y un gesto mortal mientras exclamaba:
-¡Mísero egoísta! ¡Del mismo modo que no podrás destruir la dulce prueba de mi unión con Estanislao, tampoco podrás seducirme para que rompa criminalmente mi fidelidad! ¡Fuera de mi vista!
Extendió entonces Javier el puño cerrado frente a ella y, tras una carcajada burlona, gritó:
-¡Loca! ¿No rompiste tú misma ese necio juramento? El niño que llevas en tu seno es mío, fue a mí a quien abrazaste en. este mismo lugar... Fuiste mi amante y mi amante serás si yo no te convierto en mi esposa.
Hermenegilda le miró con un fulgor infernal en los ojos; entonces gritó:
-¡Monstruo! -y se derrumbó como muerta en el suelo.
Javier, como si todas las furias le persiguieran, corrió hacia el palacio. Se topó con la princesa, quien le agarró sin miramientos del brazo y le condujo a la sala.
-¡Me ha apartado horrorizada de su lado! ¡A mí, el padre de su hijo!
-¡Por todos los Cielos! ¿Tú? ¡Javier! ¡Dios mío! Di, ¿cómo fue posible? -exclamó, aterrada la princesa.

Maldígame quienquiera que sea -continuó Javier, con calma-, pero si en sus venas hierve la sangre como en las mías, habría pecado como yo en esos momentos. Encontré a Hermenegilda en el pabellón en un extraño estado que no soy capaz de describir. Yacía sobre el canapé, como si estuviera profundamente dormida y soñara. Acababa yo de entrar cuando se levantó, se dirigió hacia mí, me tomó de la mano y comenzó a andar con paso solemne por el pabellón. Luego se arrodilló, yo hice lo mismo e inició una oración. Pronto comprendí que imaginaba estar ante un. sacerdote. Sacó un anillo de su dedo, que ofreció al sacerdote, yo le tomé y le puse otro anillo de oro que quité de mi dedo.

Hermenegilda cayó entonces en mis brazos, llena de íntimo amor. Cuando huí yacía desvanecida.
-¡Hombre horrible! ¡Qué ultraje! -gritó la princesa fuera de sí.
El conde Nepomuceno y el príncipe entraron en la sala. En pocas palabras conocieron la confesión de Javier. La princesa se sintió herida cuando los hombres consideraron que el crimen de Javier era perfectamente excusable y quedaba expiado mediante su unión con Hermenegilda.
-¡No! -dijo la princesa-. Nunca dará Hermenegilda su mano a aquel que, como un maligno espíritu infernal, se atrevió a emponzoñar el momento más sublime de su vida con el crimen más infame.
-Ella -dijo el conde Javier con un orgullo frío e irónico-, ella tendrá que darme su mano para salvar su honor. Permaneceré aquí y todo sucederá por sí mismo.
En ese momento se oyó un ruido sordo. Trajeron al palacio a Hermenegilda, a quien el jardinero había encontrado inerte en el pabellón. La colocaron en el sofá y, antes de que la princesa pudiera evitarlo, llegó Javier y la tomó de la mano. Hermenegilda se levantó sobresaltada, lanzó un grito inhumano, semejante al penetrante aullido de un animal salvaje, y miró horrorizada al conde con ojos centelleantes. Este, como alcanzado por una mirada letal, retrocedió tambaleante y balbuceó casi inaudiblemente:
-¡Los caballos!

A una señal de la princesa le llevaron abajo. -¡Vino! ¡Vino! -gritó; bebió unos vasos y, reanimado, montó a caballo y desapareció. El estado de Hermenegilda, que parecía transformarse de una sorda enajenación en un salvaje delirio, modificó también los sentimientos del conde Nepomuceno y del príncipe, que comprendieron el horror, lo irreparable del acto de Javier. Quisieron llamar al médico, pero la princesa rechazó toda ayuda, dado que sólo el consuelo espiritual podía resultar efectivo. Por tanto, en lugar del médico llegó Cipriano, el monje carmelita confesor de la familia. De un modo sorprendente logró despertar a Hermenegilda de la pérdida de conciencia en la que la había sumido su enajenación. ¡Aún más! Pronto estaba tranquila y serena; habló con toda coherencia con la princesa, a quien manifestó su deseo de vivir tras el parto en el convento cisterciense de O., como permanente acto de contrición y duelo. A su luto había añadido unos velos que ocultaban por completo su rostro y que nunca alzaba. El padre Cipriano abandonó el palacio, pero volvió a los pocos días. Entretanto el príncipe Z. había escrito al alcalde de L., en cuya casa debía esperar Hermenegilda el parto. Sería conducida allí por la abadesa del convento cisterciense, pariente de la familia, mientras la princesa viajaba hacia Italia, supuestamente acompañada por Hermenegilda. Era medianoche. El carruaje que debía llevar a Hermenegilda al convento esperaba ante la puerta. Inclinado por el dolor, el conde Nepomuceno aguardaba al príncipe, a la princesa y a la infeliz muchacha para despedirse. Entró entonces Hermenegilda, cubierta por el velo de la mano del monje en la habitación iluminada por candelabros. Cipriano dijo con voz solemne:

-La hermana lega Celestina ha pecado gravemente mientras aún se hallaba en el mundo, pues el crimen del diablo ha mancillado su alma pura. Mas un voto indisoluble le sirve de consuelo... ¡Paz y felicidad eterna! Nunca verá de nuevo el mundo el rostro cuya belleza sedujo al diablo. ¡Mirad! Así comienza y consuma Celestina su expiación. Y el monje alzó el velo de Hermenegilda. Un agudo dolor dominó a todos cuando vieron la pálida máscara mortuoria tras la que se ocultaba para siempre la angelical hermosura de Hermenegilda. Esta se despidió, incapaz de pronunciar una sola palabra, de su padre, quien, deshecho de ardiente dolor, creía no poder seguir viviendo. El príncipe, en otras ocasiones un hombre de sangre fría, quedó bañado en lágrimas. Sólo la princesa, luchando con todas sus fuerzas contra el horror de ese voto, logró mantener una actitud serena.

Es indescifrable cómo supo el conde Javier la estancia de Hermenegilda y la circunstancia de que el recién nacido iba a ser consagrado a la Iglesia. De poco le sirvió el rapto del niño, pues cuando llegó a P., y quiso dejarlo al cuidado de una mujer de confianza, se dio cuenta de que no estaba desmayado a causa del frío, como él había creído, sino muerto. Después de ello, el conde Javier desapareció sin dejar rastro y se creyó que se había dado muerte. Habían pasado muchos años cuando el joven príncipe Boleslav de Z llegó a las cercanías del Posílipo en su viaje hacia Nápoles. Allí, en ese ameno lugar, se halla un convento camaldulense al que ascendió el príncipe para gozar de una perspectiva que le habían descrito como la más atractiva de todo Nápoles. A punto de llegar a unos peñascos del jardín que le habían dicho era el lugar más hermoso, descubrió ante él a un monje que había tomado asiento en una gran roca y que, con un devocionario abierto en el regazo, tenía la mirada puesta en el horizonte. Su rostro, de rasgos todavía jóvenes, estaba deformado por un hondo pesar. Cuanto más se acercaba el príncipe al monje más se le venía a las mientes un oscuro recuerdo. Se deslizó junto a él y vio que el devocionario estaba escrito en lengua polaca. Habló entonces en polaco al monje, quien, sobresaltado, se volvió. Pero nada más ver al príncipe ocultó su rostro y con rapidez, como arrastrado por un espíritu malvado, huyó entre los matorrales. El príncipe Boleslav aseguró al conde Nepomuceno, cuando le relató esta aventura, que tal monje no era otro que el conde Javier de R.


El wendigo. Algernon Blackwood (1869-1951)

Aquel año se organizaron numerosas partidas de caza, pero apenas si se llegó a descubrir rastro alguno; los alces parecían excepcionalmente tímidos aquella temporada y los chasqueados Nemrods regresaron al seno de sus respectivas familias formulando las mejores excusas que se les ocurrieron. El doctor Cathcart, como otros muchos, regresó sin un solo trofeo. Pero trajo, en cambio, el recuerdo de una experiencia que, según confiesa, vale por todos los alces cazados en su vida. Y es que Cathcart, de Aberdeen, aparte de los alces, estaba interesado en otras cosas; entre ellas, en las extravagancias de la mente humana. Sin embargo, esta singular historia no figura en su libro La Alucinación colectiva por la sencilla razón de que (así lo confesó una vez a un colega suyo) vivió los hechos demasiado de cerca para poder opinar con entera objetividad...
Además de él y de su guía Hank Davis, iban el joven Simpson, su sobrino, que era estudiante de teología y visitaba por primera vez los apartados bosques del Canadá, y el guía de éste, Défago. Joseph Défago era un franco-canadiense que había huido de su originaria provincia de Quebec años antes, y había conseguido trabajo en Rat Portage, cuando el Canadian Pacific Railway estaba en construcción. Era un hombre que, además de sus incomparables conocimientos sobre bosques y monte bajo, sabía cantar viejas canciones de viajeros y narrar emocionantes historias de caza. Por otra parte, era profundamente sensible al encanto singular que posee la naturaleza salvaje y solitaria de ciertos parajes, y sentía por esa soledad una especie de pasión romántica que rayaba en lo obsesivo. La vida de los bosques le fascinaba. De ahí, sin duda, la certera perspicacia con que era capaz de desentrañar sus misterios.
Fue Hank quien lo escogió para esta expedición. Hank lo conocía ya, y tenía plena confianza en él. Y él le correspondía del mismo modo, «como buen compadre». Tenía un vocabulario salpicado de juramentos pintorescos, aunque totalmente carentes de significado, y la conversación entre los dos fornidos cazadores a menudo subía de tono. Hank trataba de paliar esta riada de exabruptos por respeto a su viejo «patrón de caza», el doctor Cathcart -a quien llamaba «Doc», según costumbre del país-, y también porque sabía que el joven Simpson era ya « medio cura». Con todo, Défago tenía un defecto y solo uno, a juicio suyo, y era que, como franco-canadiense, daba muestras de lo que Hank definía como «un maldito carácter»; esto significaba, al parecer, que a veces se comportaba como genuino tipo latino y tenía arrebatos de sordo mal humor en los que nadie en el mundo era capaz de sacarle una palabra. Hay que decir que Défago era imaginativo y melancólico, y por lo general, las estancias demasiado largas en la «civilización» parecían originarle esos accesos, ya que le bastaban unos pocos días en despoblado para curarse por completo.
Estos eran, pues, los cuatro expedicionarios que se encontraban en el campamento durante la última semana del mes de octubre de aquel «año de alces tímidos», en la región de selvática espesura que se extiende, abandonada y solitaria, al norte de Rat Portage. También estaba Punk, un cocinero indio que siempre había acompañado al doctor Cathcart y a Hank en sus cacerías de años anteriores. Su trabajo consistía únicamente en permanecer en el campamento, pescar y preparar las tajadas de carne de venado y el café. Iba vestido con las ropas usadas que le daban sus amos y, aparte su cabello negro y espeso y su tez oscura, con aquella indumentaria de ciudad se parecía tanto a un piel roja como un blanco disfrazado de negro a un africano auténtico. A pesar de eso, Punk poseía aún los instintos de su raza moribunda: su silencio reservado y su gran resistencia. Y también sus supersticiones.
El grupo, sentado alrededor del fuego, se sentía desanimado aquella noche porque había pasado una semana sin descubrir un solo rastro de alce. Défago había cantado su canción y había comenzado uno de sus relatos. Pero Hank, de mal humor, le recordaba tan a menudo que «lo estás contando mal, no fue así», que el «francés» se hundió finalmente en un hosco silencio del que nada probablemente podría sacarle ya. El doctor Cathcart y su sobrino estaban cansados, después del día agotador. Punk estuvo fregando los platos y rezongando para sus adentros bajo el sombrajo de ramas, donde más tarde acabó por dormirse. Nadie se molestaba en reavivar el fuego que lentamente se consumía. Allá arriba, las estrellas brillaban en un cielo completamente invernal; y hacía tan poco viento, que comenzaban ya, solapadamente, a helarse las orillas del lago que se extendía a sus espaldas. El silencio de la inmensidad del bosque se desplegaba en torno para envolverlos.
De pronto, lo quebró inesperadamente la voz nasal de Hank:
-Deberíamos intentarlo por otra zona, Doc -exclamó con energía mirando a su patrón-. Por aquí ya se ve que no tenemos maldita la suerte.
-Vale -dijo Cathcart, que era hombre de pocas palabras-. Buena idea.
-Claro que es buena -continuó Hank con confianza-. ¿Qué tal si, para variar, diésemos una batida hacia el oeste, por el camino de Garden Lake? Aún no hemos explorado esa zona solitaria.
-De acuerdo.
-Y tú, Défago, te llevas al señorito Simpson en la canoa, cruzas el remanso, pasas el Lago de las Cincuenta Islas, y haces un buen ojeo por la orilla sur. El año pasado estaba aquello lleno de alces, y por lo que llevamos visto hasta ahora, puede que también lo esté ahora, nada más que para fastidiarnos.
Défago, con los ojos clavados en el fuego, no dijo nada. Probablemente estaba ofendido aún por la interrupción de su relato.
-Por esa parte no se ha visto ningún alce este año, ¡me apuesto mi último dólar! -añadió Hank con énfasis. Miraba a su patrón con astucia-. Mejor sería recoger la tienda y alejarnos un par de noches -concluyó, como si el asunto estuviera definitivamente decidido.
A Hank se le reconocía una gran competencia para organizar cacerías, y era el encargado de esta expedición.
Para todo el mundo estaba claro que Défago no aprobaba el plan, pero su silencio parecía dar a entender algo más que una simple desaprobación. Por su sensitivo rostro atezado cruzó una curiosa expresión, como un fugaz resplandor de llamas, que no pasó desapercibido para los tres hombres que estaban allí.
-Me parece que tiene miedo por alguna razón -comentaría Simpson más tarde, una vez solos su tío y él en la tienda que compartían. El doctor Cathcart no replicó inmediatamente, aunque pareció interesarse y tomar nota mentalmente de la observación. La expresión de Défago le había causado una pasajera inquietud, sin motivo aparente a la sazón.
Pero Hank, como era natural, fue el primero en observarla; y lo extraño fue que, en lugar de irritarse o ponerse furioso por la falta de interés del otro, comenzara inmediatamente a gastarle bromas.
-Me parece a mí que no hay ninguna razón especial para que vayamos allí este año -dijo, con cierta ironía en el tono-; ¡al menos, no la razón que quieres dar a entender! El año pasado fue el incendio lo que contuvo a la gente. Este año me parece que... que la gente ya no quiere ir. ¡Eso es todo! -su actitud trataba de ser alentadora.
Joseph Défago alzó los ojos un momento, y luego los bajó otra vez. Una ráfaga de viento se deslizó por el bosque avivando los rescoldos y levantando llamas pasajeras. El doctor Cathcart observó nuevamente el semblante del guía, y tampoco esta vez le agradó su expresión. Le traicionaba su mirada. Por un instante, vio en aquellos ojos el destello de un hombre verdaderamente asustado. Esto le inquietó más de lo que le habría gustado admitir.
-¿Hay indios peligrosos en esa dirección? -preguntó con una sonrisa conciliadora, en tanto que Simpson, demasiado soñoliento para percatarse de estas sutilezas, se marchaba a la cama con un prodigioso bostezo- ¿o... o pasa algo? -añadió, cuando su sobrino ya no podía oírle.
Hank le miró con menos franqueza que de costumbre.
-Está asustado -exclamó, fingiendo buen humor-. está asustado por algún cuento de hadas que le han contado. Eso es todo, ¿eh, viejo? -y le dio amistosamente en el pie que tenía más cercano al fuego.
Défago alzó los ojos con rapidez, como si le hubieran interrumpido algún sueño, de un sueño que, sin embargo, no le había abstraído de todo lo que pasaba a su alrededor.
-¿Asustado…? ¡Ni hablar! -contestó con desafiadora animación-. No hay nada en el bosque que pueda asustar a Joseph Défago, ¡que no se te olvide! -y la natural energía con que habló, hizo imposible saber si contaría toda la verdad, o sólo una parte.
Hank se volvió hacia el doctor. Iba a añadir algo, cuando se detuvo bruscamente y miró en torno. Justo detrás de ellos, en la oscuridad, había sonado un ruido que les hizo estremecer a los tres. Era el viejo Punk, que había abandonado su yacija mientras hablaban y ahora estaba de pie, un poco más allá del círculo de luz, escuchando lo que decían.
-Ahora no, Doc -susurró Hank haciendo un guiño- ; más adelante, cuando no haya moros en la costa.
Y poniéndose en pie de un salto, le dio al indio una manotada en la espalda y exclamó sonoramente:
-¡Acércate al fuego y calienta un poco esa sucia piel colorada que tienes! -lo arrastró hacia el fuego y echó más leña-. Ha sido muy buena la comida que nos has preparado antes -continuó cordialmente, como si quisiera encauzar los pensamientos del hombre por otros derroteros- y no sería de cristianos dejarte ahí, de pie, enfriándote el pellejo, mientras nosotros estamos aquí bien calentitos.
Punk avanzó, y se calentó los pies, sonriendo ante la verbosidad del otro, que comprendía sólo a medias, pero no dijo nada. El doctor Cathcart, viendo que era imposible proseguir la conversación, siguió el ejemplo de su sobrino y se metió en la tienda, dejando a los tres hombres que siguieran fumando alrededor de las renovadas llamas del fuego.
No es fácil desnudarse en una tienda pequeña sin despertar al compañero, y Cathcart, hombre duro y de sangre ardorosa a pesar de sus cincuenta años, hizo al raso lo que Hank habría descrito como «una temeridad». Mientras se desnudaba observó que Punk había regresado a su yacija, y que Hank y Défago seguían charlando junto al fuego. Era la típica escena convencional del Oeste: el fuego de campamento iluminaba sus rostros con luces y sombras. Défago, con el sombrero echado y los mocasines, parecía representar el papel de malvado; Hank, con el rostro despejado y sin sombrero, encogiéndose de hombros con indiferencia, podía ser el héroe justo y desengañado; y el viejo Punk, escuchando oculto en la oscuridad, proporcionaba la atmósfera de misterio. El doctor sonrió al darse cuenta de los detalles. Pero al mismo tiempo sintió en su interior como si algo muy hondo -no sabía qué- le oprimiera un poco, como si un soplo casi imperceptible de advertencia hubiera rozado la superficie de su alma, desapareciendo antes de poderlo captar. Probablemente se debía a la «expresión asustada» que había observado en los ojos de Défago. «Probablemente»... porque de no ser a esto, no sabía a qué atribuir esta sombra de emoción fugitiva que escapaba a su fina capacidad de análisis. Le dio la impresión de que acaso hubiera problemas con Défago. No le parecía un guía tan seguro como Hank, por ejemplo... aunque no sabía exactamente por qué.
Antes de zambullirse en la tienda donde Simpson dormía ya ruidosamente, observó un poco más a los dos hombres. Hank juraba como un africano loco en una sala de fiestas; pero sus juramentos eran de «afecto». Los pintorescos denuestos brotaban libremente, ahora que dormía la causa de sus anteriores represiones. Luego pasó el brazo cariñosamente por encima del hombro de su camarada y se marcharon juntos hacia las sombras donde tenían la tienda. Punk siguió su ejemplo también, un momento después, y desapareció entre sus malolientes mantas, en el otro extremo del claro.
El doctor Cathcart se retiró a su vez. La fatiga y el sueño luchaban en su mente contra una oscura curiosidad por averiguar qué había al otro lado de las Cincuenta Islas, que tanto parecía atemorizar a Défago... Se preguntaba también por qué la presencia de Punk impidió a Hank terminar lo que había empezado a decir. Después, el sueño le venció. Mañana lo sabría. Se lo contaría Hank mientras caminaran en pos de los alces huidizos.
Un profundo silencio descendió sobre el pequeño campamento, tan atrevidamente instalado ante las mismas fauces de la selva. El lago brillaba como una lámina de cristal negro bajo las estrellas. Picaba el aire frío. En las brisas nocturnas que surgían silenciosas de las profundidades del bosque, con mensajes de lejanas cordilleras y de lagos que comenzaban a helar, flotaban ya unos perfumes fríos y desmayados que anunciaban la llegada del invierno. El hombre blanco, con su olfato embotado, jamás habría podido adivinarlos; la fragancia del fuego de leña le habría ocultado, en un centenar de millas a la redonda, la viveza de ese olor a musgo, a corteza de árbol y a marisma seca. Incluso Hank y Défago, ligados íntimamente al espíritu de los bosques, habrían olfateado en vano...
Pero una hora más tarde, cuando todos estuvieron dormidos como troncos, el viejo Punk salió a gatas de entre sus mantas y se escurrió como una sombra hasta la orilla del lago, en silencio, como únicamente un indio sabe moverse. Después levantó la cabeza y miró a su alrededor. La espesa negrura hacía casi imposible toda visibilidad; pero, como los animales, poseía él otros sentidos que la oscuridad no era capaz de anular. Escuchó, y luego olfateó el aire. Se quedó quieto, inmóvil como un arbusto. Al cabo de unos cinco minutos, estiró de nuevo la cabeza y olfateó el aire una y otra vez. Un prodigioso hormigueo de nervios le corrió por el cuerpo al oler el aire penetrante. Luego, se sumergió en la negrura como sólo hacen los animales y los hombres salvajes, y regresó finalmente, deslizándose bajo el ramaje, hasta su lecho.
Poco después de dormirse, el cambio de viento que había presentido agitaba blandamente el reflejo de las estrellas en el lago. Procedía de las lejanas montañas de la región situada al otro lado del Lago de las Cincuenta Islas, venía en la dirección que había observado él, pasaba por encima del campamento dormido y cruzaba, como un murmullo apagado y suspirante, apenas perceptible, por entre las copas de los árboles inmensos. Con él, por los desiertos senderos de la noche, aunque demasiado tenue aún para los agudos sentidos del indio, cruzó un olor ligerísimo, muy particular y extrañamente inquietante; un olor de algo raro... absolutamente desconocido.
El franco-canadiense y el hombre de sangre india se agitaron intranquilos en su sueño, aunque ninguno de los dos se despertó. Luego, el espectro de aquel olor innominado se alejó para perderse entre las regiones remotas del bosque deshabitado.

II

Por la mañana, antes de que saliera el sol, el campamento estaba ya en plena actividad. Había caído una ligera capa de nieve durante la noche, y el aire era frío y penetrante. Punk había cumplido con sus deberes matinales, ya que el olor del café y del tocino frito llegaba hasta las tiendas. Todo el mundo estaba de buen humor.
-¡El viento ha cambiado! -gritó Hank a Simpson y a su guía, que se hallaba a bordo de la pequeña canoa-. ¡Hay que cruzar el lago en línea recta! ¡Estupendos rastros nos va a dejar la nieve! Si hay algún alce olisqueando por allí, tal como viene el viento, no os va a ver hasta teneros encima. ¡Buena suerte, Monsieur Défago! -añadió alegremente, dándole por una vez la pronunciación francesa al nombre- ¡Bonne chance!
Défago le deseó lo mismo, de buen humor al parecer, sin acordarse para nada de su silencioso enfado de la noche anterior. Antes de las ocho, el viejo Punk se encontraba solo ya en el campamento. Cathcart y Hank, muy lejos de allí, seguían un rastro que se dirigía hacia occidente, en tanto que la canoa que llevaba a Défago y a Simpson, con una tienda de seda y provisiones para dos días, era sólo un punto confuso balanceándose en la lejanía, rumbo al este.
La crudeza invernal del aire se atemperaba con el sol que coronaba las lomas cubiertas del bosque y resplandecía con voluptuoso calor sobre los árboles y el lago. Los somormujos volaban rasantes a través del centelleo del rocío que el viento espolvoreaba; algunos sacudían sus mojadas cabezas al sol, y luego las sumergían de nuevo con vivacidad. Y hasta donde alcanzaba la vista, se elevaban las masas interminables y apretadas de los arbustos desolados que cubrían toda aquella región, jamás hollada por el hombre, que se extendía como un poderoso e ininterrumpido tapiz vegetal hasta las costas heladas de la Bahía de Hudson.
Simpson, que contemplaba todo esto por primera vez a la par que remaba vigorosamente, se sentía embelesado por la austera belleza. Su corazón se embriagaba con el sentimiento de libertad de los grandes espacios, y sus pulmones con el aire frío y perfumado. Detrás de él, sentado a popa, Défago gobernaba con soltura aquella embarcación de corteza de abedul y contestaba alegremente a todas las preguntas de su compañero. Los dos se sentían contentos y gozosos. En tales ocasiones, los hombres pierden las superficiales diferencias que el mundo establece; se convierten en seres humanos que trabajan juntos por un fin común. Simpson, el patrón, y Défago, el servidor, entre aquellas fuerzas primitivas, eran simplemente eso: dos hombres, el «guía» y el «guiado». La superior destreza asumía naturalmente el mando, y el «señorito» había pasado sin preámbulos a una situación de cuasi-subordinado. No se le ocurrió, ni mucho menos, poner objeción alguna cuando Défago suprimió el «señor» y se dirigió a él con un «oiga, Simpson», o bien «oiga, jefe», como se dio el caso invariablemente hasta que llegaron a la lejana orilla, después de remar de firme durante doce millas con viento de proa. El solamente se reía, le gustaba; después, dejó de notarlo por completo.
Este «estudiante de teología» era, pues, un joven de buen natural y mejor carácter, aunque sin mundo, como era de comprender. Y en este viaje -la primera vez que salía de su pequeña Escocia natal-, la gigantesca proporción de las cosas le producía cierto aturdimiento. Ahora comprendía que una cosa era oír hablar de los bosques primordiales, y otra muy distinta verlos. Y vivir en ellos y tratar de familiarizarse con su vida salvaje era, además, una iniciación que ningún hombre inteligente podía sufrir sin verse obligado a alterar una escala de valores considerada hasta entonces como inmutable y sagrada.
Simpson sintió las primeras manifestaciones de esta emoción cuando cogió en sus manos el nuevo rifle 303 y contempló sus perfectos y relucientes cañones. Los tres días de viaje hasta el campamento general, a través del lago, y por tierra, después, habían constituido una nueva fase de este proceso. Y ahora que estaba tan lejos, más allá incluso de la orla de espesura donde habían acampado, en el corazón de unas regiones deshabitadas tan extensas como Europa, la verdadera realidad de su situación le producía un efecto de placer y pavor que su imaginación sabía apreciar perfectamente. Eran Défago y él, contra una muchedumbre... o, al menos, ¡contra un Titán!
La fría magnificencia de estos bosques solitarios y remotos le abrumaba y le hacían sentir su propia pequeñez. De la infinidad de copas azulencas que se balanceaban en el horizonte, se desprendía y revelaba por sí misma esa severidad que emana de las vegetaciones enmarañadas y que sólo puede calificarse como despiadada y terrible. Comprendía la muda advertencia. Se daba cuenta de su total desamparo. Sólo Défago, como símbolo de una civilización distante en la que era el hombre el que dominaba, se levantaba entre él y una muerte implacable por hambre y agotamiento.
Por esta razón, le resultaba emocionante ver a Défago dirigir la canoa a la orilla, guardar las palas cuidadosamente en su interior y hacer marcas, luego, en las ramas de los abetos situados a uno y otro lado de un rastro casi invisible, al tiempo que le explicaba con entera despreocupación:
-Oiga, Simpson; si me llegara a pasar algo, encontrará la canoa siguiendo exactamente estas señales. Después cruza él lago todo recto hacia el sol, hasta dar con el campamento. ¿Ha comprendido?
Era la cosa más natural del mundo, y lo dijo sin un solo cambio de voz. No obstante, con ese lenguaje, que reflejaba perfectamente la situación y el desamparo de ambos, acertó a expresar las emociones del joven en aquel momento. Se encontraba, con Défago, en un mundo primitivo: eso era todo. La canoa -otro símbolo del poder del hombre- debía dejarse atrás. Aquellas muescas amarillentas cortadas a golpes de hacha sobre los árboles, eran las únicas señales de su escondite.
Entre tanto, con los bártulos y el rifle al hombro, los dos hombres comenzaron a seguir un rastro casi imperceptible por entre rocas, troncos caídos y charcas medio heladas, sorteando los numerosos lagos que festoneaban el bosque, y bordeando sus orillas cubiertas de niebla desflecada. Hacia las cinco, se encontraron de improviso con que estaban en el límite del bosque. Ante ellos se abría una vasta extensión de agua, moteada de innumerables islas cubiertas de pinos.
-El Lago de las Cincuenta Islas -anunció Défago con voz cansada-, ¡y el sol está metiendo en él su vieja cabeza pelada! -añadió poéticamente, sin darse cuenta.
Inmediatamente, comenzaron a plantar la tienda. En cinco minutos escasos, gracias a aquellas manos que nunca hacían un movimiento de más ni de menos, quedó armada la tienda, fueron preparados los techos con ramas de bálsamo y se encendió un buen fuego para guisar con el mínimo de humo. Mientras el joven escocés limpiaba el pescado que cogieron al curricán durante la travesía, Défago dijo que «pensaba» dar una vuelta «nada más» por los alrededores, en busca de señales de alce.
-Pudiera tropezarme con algún tronco donde hubiesen estado restregando los cuernos -dijo mientras se iba-, o acaso hayan mordisqueado las hojas de algún arce.
Su pequeña figura se fundió como una sombra en el crepúsculo. Simpson se quedó observando, con admiración, cuán fácilmente lo absorbía la floresta. Sólo unos pasos, y ya había desaparecido.
No obstante, había poca maleza por los alrededores. Los árboles se elevaban algo más allá, muy espaciados, y en los claros crecían el abedul y el arce, delgados y esbeltos, junto a los troncos inmensos de los abetos. De no haber sido por algunos troncos derribados, de monstruosas proporciones, y por los fragmentos de roca gris que se hincaban en el lomo de la tierra, el paraje podía haber sido el rincón de un viejo parque. Casi se podía ver en él la mano del hombre. Un poco más a la derecha, no obstante, comenzaba aquella extensa comarca que llamaban el Brûlé, completamente arrasada por el incendio del año anterior. La zona entera estuvo ardiendo con furia durante semanas y semanas. Ahora se alzaban, descarnados y feos, unos tocones ennegrecidos en forma de cerillas gigantescas. Reinaba una desolación indescriptible. El olor a carbón y a ceniza empapada de lluvia aún persistía débilmente en el aire.
El crepúsculo se iba haciendo más denso cada vez. Las marismas se cubrían de sombras. El crepitar de la leña en el fuego y el romper de las olas a lo largo de la costa rocosa del lago eran los únicos ruidos audibles. El viento se había calmado al ponerse el sol, y nada se agitaba en aquel vasto mundo de ramas. En cualquier momento, los dioses de los bosques podían esbozar sus tremendos y poderosos perfiles entre los árboles. Delante, a través de los pórticos sostenidos por los enormes troncos erguidos, se extendía el escenario del Lago de Fifty Islands, de las Cincuenta Islas, que era como una media luna de veinticinco kilómetros, más o menos, de punta a punta, y de unos nueve de anchura, desde donde estaban ellos acampados. Un cielo rosa y azafrán, más claro que cualquiera de los que había visto Simpson en su vida, derramaba aún sus raudales de fuego sobre las olas, y las islas -seguramente más cerca de las cien que de las cincuenta- flotaban como mágicas embarcaciones de una escuadra encantada. Cubiertas de pinos, con las crestas apuntando al cielo, casi parecían moverse en la borrosa luz del anochecer… a punto de recoger el ancla y navegar por las rutas de los cielos, y no por las del lago arcaico y solitario.
Y los encendidos jirones de nubes, como pendones ostentosos, eran la señal de que zarpaban rumbo a las estrellas...
El espectáculo era de una belleza arrobadora. Simpson ahumaba el pescado, y se había quemado los dedos al intentar probarlo; al mismo tiempo, cuidaba de la sartén y a fuego. Pero, por debajo de sus pensamientos, percibía otro aspecto de la naturaleza salvaje: la indiferencia hacia la vida humana, el espíritu despiadado de la desolación, que no tiene en cuenta al hombre. El sentimiento de su completa soledad, ahora que incluso Défago se había ido, se le hizo más palpable al mirar en torno suyo y aguzar el oído en espera de adivinar las pisadas de su compañero que regresaba.
Esta sensación tenía algo de placentera; y de alarmante, también. E irremediablemente, se le ocurrió una idea que le hizo temblar: «¿Qué podría... qué podría hacer yo si... si sucediera algo y no regresara?»...
Disfrutaron de una cena bien merecida, comieron pescado a placer, y tomaron un té fuerte, capaz de matar a un hombre que no hubiera hecho treinta millas a «marcha forzada». Y al terminar, estuvieron un rato fumando, charlando y riendo junto al fuego. Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
-Défago -dijo-, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores-, Es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.
-Si ellos fuesen en dirección oeste -observó Défago con desgana-, ahora estarían a cien kilómetros de nosotros; y en mitad de camino, quedaría el viejo Punk, hinchándose de pescado y café.
Se rieron de imaginárselo. Pero al mencionar de pasada, por segunda vez, aquellos cien kilómetros, Simpson se percató de las inmensas proporciones del territorio donde estaban cazando. Cien kilómetros eran solamente un paseo; y doscientos, tal vez poco más. A su memoria acudían continuamente relatos sobre cazadores que se habían extraviado. La pasión y el misterio de unos hombres perdidos y errabundos, seducidos por la belleza de las grandes selvas, cruzaban por su mente de una forma demasiado vívida para resultar completamente placentera. Se preguntaba si sería el talante de su compañero lo que provocaba con tanta persistencia estas ideas inquietantes.
-Cantemos una canción, Défago, si no está usted demasiado cansado- rogó-. una de esas viejas canciones de viajeros que cantaba la otra noche.
Le alargó le petaca al guía. Después, se puso a llenar su pipa mientras el canadiense, de buena gana, elevaba su templada voz por el lago en uno de aquellos cantos dolorosos, ante los cuales los madereros y los tramperos detenían sus tareas. Tenía un acento suplicante, algo que evocaba el ambiente de los viejos tiempos de los colonizadores, cuando los indios y la rigurosa naturaleza estaban aliados, cuando las luchas eran frecuentes, y el Viejo Mundo estaba más lejano que hoy. Su voz sonora se extendió placentera por el agua; pero el bosque que había a sus espaldas parecía tragársela, de forma que no producía ecos ni resonancias.
Cuando estaba a mitad de la tercera estrofa, Simpson notó algo raro, algo que removió en su pensamiento un torrente de reminiscencias lejanas. Se había producido un cambio en la voz de Défago. Antes incluso de saber lo que era, se sintió intranquilo, y al levantar los ojos, vio que, aunque seguía cantando, miraba nervioso a su alrededor como si oyera o viera algo. Su voz se debilitó, se hizo inaudible, y luego calló del todo. En ese mismo instante, con un movimiento asombrosamente alerta, dio un salto y se puso de pie... olfateando el aire. Como un perro «toma» un rastro con el olfato, así sorbió él el aire por las ventanas nasales, en cortas y profundas aspiraciones, volviéndose rápidamente en todos los sentidos, hasta que «apuntó» la nariz a la orilla del lago, hacia el este, y se quedó parado. Fue algo inquietante, y al mismo tiempo singularmente dramático. El corazón de Simpson latía con angustia viéndole actuar.
-¡Hombre, por Dios! ¡El salto que me ha hecho dar! -exclamó, levantándose y poniéndose a su lado para escudriñar aquel océano de oscuridad-. ¿Qué es? ¿Acaso tiene miedo?…
Antes de terminar la pregunta se dio cuenta de que era ociosa. Cualquier persona con un par de ojos en la cara habría visto al canadiense ponerse pálido de terror. Ni siquiera el color moreno de su piel y el resplandor de las llamas lo pudieron ocultar.
El estudiante temblaba, le flaqueaban las rodillas.
-¿Qué es? -repitió alarmado- ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? -acabó, bajando la voz instintivamente.
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido.
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante.
-Yo no he dicho que he oído... o he olido nada -dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada-. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca.
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural:
-¿Tiene cerillas, jefe?
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar.
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad.
-Se me han quitado las ganas de cantar -.explicó espontáneamente-. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe?
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada -ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente- podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano…
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés.
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está.
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir. Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún.
-¿En qué piensa usted? -preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad.
-En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí -balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento- y los comparaba con todo esto -añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura.
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada.
-De todos modos, yo que usted no me reiría -exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson-. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí.
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible.
-¿Tan grande es?
Défago asintió. La expresión de su rostro era sombría. También él se sentía intranquilo. El joven comprendió que en un territorio de aquellas dimensiones muy bien podía haber profundidades de bosque jamás conocidas ni holladas en toda la historia de la tierra. El pensamiento no era precisamente tranquilizador. En voz alta, y tratando de manifestar alegría, dijo que ya era hora de irse a dormir. Pero el guía remoloneaba, trasteaba en el fuego, ordenaba las piedras innecesariamente, y seguía haciendo una porción de cosas que, en realidad, no hacían falta alguna. Evidentemente, había algo que tenía ganas de decir, aunque le resultaba muy difícil «empezar».
-Oiga, Simpson -exclamó de pronto, cuando las últimas chispas se perdieron, por fin, en el aire-, ¿no nota usted... no nota nada en el olor... nada de particular, quiero decir?
Simpson se dio cuenta de que la pregunta, normal y corriente en apariencia, encerraba una sombra de amenaza. Sintió un escalofrío.
-Nada, aparte el olor a leña quemada -contestó con firmeza, dándole con el pie a los rescoldos. Incluso el ruido de su propio pie le asustó.
-Y en toda la tarde, ¿no ha notado ningún... ningún olor? -insistió el guía, mirándole por encima del resplandor-. ¿Nada extraordinario y distinto de cualquier otro olor que haya olido antes?
-No; desde luego que no -replicó agresivamente, casi con mal humor.
El rostro de Défago se aclaró.
-¡Eso está bien! -exclamó con evidente alivio-. Me gusta oír eso.
-¿Y usted? -preguntó Simpson con viveza, y en el mismo instante, se arrepintió de haberlo hecho.
El canadiense se le acercó en la oscuridad. Sacudió la cabeza.
-Creo que no -dijo, sin demasiada convicción-. Debe de haber sido la canción esa. Suelen cantarla en los campamentos de madereros y en sitios abandonados de la mano de Dios, como éste, cuando están asustados porque oyen al Wendigo andar por ahí cerca.
-¿Y qué es el Wendigo, si se puede saber? -preguntó Simpson, contrariado por la imposibilidad de reprimir otro escalofrío. Sabía que se encontraba muy cerca del terror de aquel hombre, y de su causa. No obstante, una imperiosa curiosidad venció su buen sentido y su temor.
Défago se volvió rápidamente y le miró como si estuviera a punto de gritar. Sus ojos refulgían, tenía la boca completamente abierta. No obstante, lo único que dijo -o más bien que susurró, porque su voz sonó muy baja-, fue:
-No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más... Una especie de animal que vive por allá -sacudió la cabeza hacia el norte-, veloz como un relámpago, y no muy agradable de ver, según se cree... ¡Eso es todo!
-Una superstición de los bosques -comenzó Simpson, mientras se dirigía a la tienda apresuradamente con el fin de sacudirse la mano del guía, que se le aferraba al brazo- ¡Vamos, vamos de prisa, por Dios, y tráigame esa lámpara! ¡Deberíamos estar durmiendo ya, si tenemos que levantarnos mañana al amanecer! ...
El guía iba pisándole los talones.
-Ya voy, ya voy -dijo.
Después de una pequeña dilación, apareció con la lámpara y la colgó en una clavo del palo plantado delante de la tienda. Las sombras de un centenar de árboles se movieron inquietas y rápidas al cambiar la luz de posición. Tropezó con la cuerda al entrar, y la tienda entera tembló como agitada por una súbita ráfaga de viento.
Los dos hombres se echaron, sin desvestirse, en sus techos de ramas de bálsamo. En el interior se estaba caliente y cómodo. Afuera, en cambio, un mundo formado por múltiples árboles se espesaba a su alrededor, fundiendo sus sombras milenarias y ahogando la pequeña tienda que se alzaba como una concha blanca y diminuta frente al océano tremendo de la selva.
Entre las dos figuras solitarias de su interior se condensaba también, otra sombra que no era de la noche. Era la Sombra que proyectaba el extraño Temor, aún no conjurado del todo, que se había introducido en el espíritu de Défago a mitad de su canción. Y Simpson, que vigilaba la oscuridad a través de la pequeña abertura de la tienda, dispuesto ya a sumergirse en el fragante abismo del sueño, sintió aquella quietud profunda y única del bosque primitivo, en la que nada se movía... y en la cual la noche adquiría una corporeidad y un espesor que se filtraba en el espíritu y lo invadía de tinieblas... Después, el sueño se apoderó de él.

III

Así le pareció a él al menos. Sin embargo, lo cierto era que el pulso del agua, junto a la tienda, seguía marcando sin cesar el paso del tiempo, cuando se dio cuenta de que estaba con los ojos abiertos y de que otro sonido acababa de irrumpir, con solapado disimulo, en el rítmico murmullo de las olas.
Y mucho antes de comprender de qué se trataba, se agitaron en su interior vagos sentimientos de dolor y de alarma. Escuchó atento, aunque en vano al principio, porque los latidos de su pulso golpeaban como sonoros tambores en sus sienes. ¿De dónde provenía? ¿Del lago, del bosque?…
Luego, de repente, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que sonaba muy cerca de él, dentro de la tienda; y cuando se volvió para oír mejor, lo localizó de manera inequívoca a medio metro de donde él estaba. Era un sonido quejumbroso: Défago, en su lecho de ramas, sollozaba en la oscuridad como si fuera a partírsele el corazón y se taponaba la boca con la manta para sofocar el llanto.
Su primer sentimiento, antes de pararse a pensar, fue una punzante y dolorosa ternura. Aquel sonido íntimo, humano, oído en medio de aquella desolación, le movía a piedad. Era tan incongruente, tan enternecedoramente incongruente... ¡y tan inútil! ¿De qué servían las lágrimas en aquella inmensidad cruel y salvaje? Imaginó a una criatura llorando en medio del Atlántico... Después, naturalmente, al recobrar mayor conciencia y recordar lo que había sucedido antes de acostarse, sintió que el terror comenzaba a dominarle y que se le helaba la sangre.
-Défago -susurró con nerviosismo, haciendo esfuerzos por hablar bajo-, ¿qué sucede? ¿Se siente usted mal?
No obtuvo respuesta, pero cesaron inmediatamente los sollozos. Alargó la mano y lo tocó. Su cuerpo no se movía.
-¿Está despierto? -se le había ocurrido que podía estar llorando en sueños-. ¿Tiene usted frío?
Había observado que tenía los pies destapados y que le salían hacia afuera de la tienda. Extendió el doblez de su manta y se los tapó. El guía se había escurrido de su lecho, y parecía haber arrastrado las ramas con él. Le daba apuro tirar de su cuerpo hacia adentro, otra vez, por miedo a despertarle.
Hizo una o dos preguntas más en voz baja, pero, aunque esperó varios minutos, no obtuvo contestación alguna ni apreció ningún movimiento. Después, oyó su respiración regular y sosegada. Le puso la mano en el pecho y lo sintió subir y bajar pausadamente.
-Dígame si le ocurre algo -murmuró- o si puedo hacer alguna cosa por usted. Despiérteme inmediatamente si llegara a sentirse... mal.
No sabía qué decir. Se dejó caer, sin dejar de pensar ni de preguntarse qué significaría todo aquello. Défago había estado llorando entre sueños, por supuesto. Algo le afligía. Fuera como fuese, jamás en la vida se le olvidarían aquellos sollozos lastimeros, ni la sensación de que toda la impresionante soledad de los bosques los escuchaba.
Estuvo meditando durante mucho tiempo sobre los últimos sucesos, entre los cuales, era éste, en verdad, el más misterioso; y aunque su razón encontraba argumentos satisfactorios con que desechar cualquier eventualidad desagradable, le quedó, no obstante, una sensación muy arraigada...extraña a más no poder.

IV

Pero el sueño, a la larga, siempre acaba por imponerse a cualquier emoción. Pronto se desvanecieron sus pensamientos. Se encontraba arropado, cómodo, y demasiado fatigado. La noche era agradable y reparadora, y en ella se diluía toda sombra de recuerdo y alarma. Media hora más tarde, había perdido conciencia de todo cuanto le rodeaba.
Y sin embargo, esta vez fue el sueño su gran enemigo, al embotarle la sensación de inminencia y anular el estado de alarma de sus nervios.
Así como en algunas de esas pesadillas que se presentan con terrible apariencia de realidad, basta a veces la inconsistencia de un simple detalle para poner de manifiesto la incoherencia y falsedad del todo, del mismo modo los acontecimientos que ahora se desarrollan, aun sucediendo en realidad, sugerían la existencia de un detalle que podía ser la clave de la explicación y que había sido pasado por alto en la confusión del momento. Todo aquello sólo debía ser cierto en parte; y lo demás, pura fantasía. En las profundidades de una mente dormida, algo permanece despierto, preparado para emitir el juicio: «Todo esto no es completamente real; cuando despiertes lo comprenderás.»
Y así, en cierto modo, le sucedía a Simpson. Los acontecimientos no eran totalmente inexplicables o increíbles por sí mismos, aunque formaban, para el hombre que los veía y oía, una sucesión de hechos horribles, pero independientes, porque el detalle mínimo que podía haber esclarecido el enigma permanecía oculto o desfigurado.
Por lo que Simpson puede recordar, fue un movimiento violento, como de algo que se arrastraba en el interior de la tienda, lo que le despertó y le hizo darse cuenta de que su compañero estaba sentado, muy tieso, junto a él. Estaba temblando. Debían de haber pasado varias horas, porque el pálido resplandor del alba recortaba su silueta contra la tela de la tienda. Esta vez no lloraba; temblaba como una hoja, y su temblor lo sentía él a través de la manta. Défago se había arrebujado contra él, en busca de protección, huyendo de algo que aparentemente se escondía junto a la entrada de la tienda.
Por esta razón, Simpson le preguntó en voz alta -con el aturdimiento del despertar, no recuerda exactamente qué-, y el guía no contestó. Una atmósfera de auténtica pesadilla le envolvía, le embarazaba hasta impedirle moverse. Durante unos instantes, como es natural, no supo dónde se encontraba, si en uno de los anteriores campamentos o en su cama de Aberdeen. Estaba confuso y aturdido.
Después -casi inmediatamente-, en el profundo silencio del amanecer, oyó un ruido de lo más extraño. Fue repentino, sin previo aviso, inesperado e indeciblemente espantoso. Simpson afirma que se trataba de una voz, acaso humana, ronca, aunque lastimera. Una voz suave y retumbante a la vez, que parecía provenir de las alturas y que, al mismo tiempo, sonaba muy cerca de la tienda. Era un bramido pavoroso y profundo que, sin embargo, poseía cierta calidad dulce y seductora. Distinguió en él como tres notas, como tres gritos separados que recordaban vagamente, apenas reconocibles, las sílabas que componían el nombre del guía: «¡Dé-fa-go!»
El estudiante admite que es incapaz de describir cabalmente este sonido, ya que jamás había oído nada semejante en su vida y en él se combinaban cualidades contradictorias. El lo describe como «una especie de voz lastimera y ululante como el viento, que sugería la presencia de un ser solitario e indómito, tosco y a la vez increíblemente poderoso»...
Y aun antes de que cesara la voz y se hundiera de nuevo en los inmensos abismos del silencio, el guía se puso en pie de un salto y gritó una respuesta ininteligible. Al incorporarse, chocó violentamente contra el palo de la tienda; sacudió toda la armazón al extender los brazos frenéticamente para abrirse camino, y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un segundo, o quizá dos, permaneció rígido ante la puerta; su oscuro perfil se recortó contra la palidez del alba. Luego, con desenfrenada rapidez, y antes de que su compañero pudiera mover un dedo para detenerle, se arrojó por la entrada de la tienda... y se marchó. Y al marcharse -con tan asombrosa rapidez, que pudo oírse cómo su voz se perdía a lo lejos- gritaba con un acento de angustia y terror, pero que al mismo tiempo parecía expresar un tremendo éxtasis de gozo...
-¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis ardientes pies de fuego! ¡Ah! ¡Qué altura, qué carrera abrasadora!
Pronto la distancia acalló sus gritos, y el silencio del amanecer descendió de nuevo sobre la floresta.
Sucedió todo con tal rapidez que, a no ser por el lecho vacío que tenía junto a él, Simpson casi hubiera podido creer que acababa de sufrir una pesadilla. Pero a su lado sentía aún la cálida presión del cuerpo desaparecido. Las mantas estaban todavía en un montón, en el suelo. La misma tienda temblaba aún por la vehemencia de su salida impetuosa. Las extrañas palabras, propias de un cerebro repentinamente trastornado, resonaban en sus oídos como si las oyera todavía a lo lejos... No eran únicamente los sentidos de la vista y el oído los que denunciaban cosas extrañas a la razón, ya que mientras el guía gritaba y corría, pudo captar él un olor extraño y acre que había invadido el interior de la tienda. Y parece que fue en ese preciso momento, despabilado por el olor atosigante, cuando recobró el ánimo, se puso en pie de un salto y salió de la tienda.
La luz grisácea del amanecer se derramaba indecisa y fría por entre los árboles, permitiendo que se distinguieran las cosas, Simpson se quedó de pie, de espaldas a la tienda empapada de rocío. Aún quedaba alguna brasa entre las cenizas de la hoguera. Contempló el lago pálido bajo la capa de bruma, las islas que emergían misteriosamente como envueltas en algodón, y los rodales de nieve, al otro lado, en los espacios despejados del bosque de arbustos. Todo estaba frío, silencioso, inmóvil, esperando la salida del sol. Pero en ninguna parte había señal del guía desaparecido. Sin duda corría aún, frenéticamente, por los bosques helados. Ni siquiera se oían sus pasos, ni los ecos evanescentes de su voz. Se había ido... definitivamente.
No había nada; nada, excepto el recuerdo de su presencia reciente, que persistía vivamente en el campamento, y ese penetrante olor que lo invadía todo.
Y aun el olor estaba desapareciendo con rapidez. A pesar de la enorme turbación que experimentaba, Simpson se esforzó por descubrir su naturaleza. Pero averiguar la calidad de un olor fugaz, que no se ha reconocido inconscientemente al instante, es una operación muy ardua; y fracasó. Antes de que pudiera captarlo del todo, o reconocerlo, había desaparecido. Incluso ahora le cuesta hacer una descripción aproximada, ya que era distinto de todo otro olor. Era acre, no muy diferente del que exhalan los leones, aunque más suave, y no completamente desagradable. Tenía algo de dulzarrón que le recordaba el aroma de las hojas otoñales de un jardín, la fragancia de la tierra, y los mil perfumes que se elevan de una selva inmensa. Sin embargo, la expresión «olor a leones» es la que, a mi juicio, resume mejor todo esto.
Finalmente, el olor se desvaneció por completo y Simpson se dio cuenta de que se encontraba de pie, junto a las cenizas del fuego, en un estado de asombro y estúpido terror que le incapacitaba para hacer frente a la menor eventualidad. Si una rata almizclera hubiese asomado entonces su hocico puntiagudo por encima de una roca, o hubiese visto escabullirse una ardilla, lo más probable es que se hubiera desmayado sin más. Su instinto acababa de percibir el hálito de un gran Horror Exterior... y todavía no había tenido tiempo de rehacerse y adoptar una actitud firme y alerta.
Sin embargo, nada sucedió. Un soplo de aire suave acarició la floresta que despertaba, y unas pocas hojas de arce se desprendieron temblorosas y cayeron a tierra. El cielo se hizo repentinamente más claro. Simpson sintió el aire frío en sus mejillas y en su cabeza descubierta. Tembló, aterido, y con gran esfuerzo se hizo cargo de que estaba solo entre los arbustos... y de que lo más prudente era ponerse en marcha, en busca de su compañero desaparecido, con el fin de socorrerle.
Y así lo hizo, en efecto, pero sin resultado. Con aquella maraña de árboles en torno suyo, el lago cortándole el camino por detrás, y el horror de aquellos gritos salvajes latiendo aún en su sangre, hizo lo que cualquier otro inexperto habría hecho en semejante situación: correr, correr sin sentido alguno, como un niño enloquecido, y gritar continuamente el nombre de su guía: ¡Défago! ¡Défago! ¡Défago! -vociferaba, y los árboles le devolvían el nombre, en un eco apagado, tantas veces cuantas lo gritaba él:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Défago!
Siguió el rastro impreso en la nieve hasta donde los árboles, demasiado espesos, habían impedido que la nieve llegara al suelo. Gritó hasta quedarse ronco, y hasta que el sonido de su propia voz comenzó a asustarle en aquel paraje desierto y silencioso. Su confusión aumentaba con la violencia de sus esfuerzos. La angustia se le hizo dolorosamente aguda. Por último, fracasados sus intentos, dio la vuelta y se dirigió al campamento, completamente agotado. Fue un milagro que encontrara el camino. El caso es que, después de seguir un sinfín de direcciones falsas, encontró la blanca tienda de campaña entre los árboles, y se sintió a salvo.
El cansancio, entonces, administró su propio remedio. Encendió fuego y se preparó el desayuno. El café caliente y el tocino le devolvieron un poco de sentido común y de juicio, y comprendió que se había portado como un chiquillo. Debía medir los esfuerzos para hacer frente a la situación de una manera más sensata. Una vez recobrado el ánimo, debía hacer en primer lugar una exploración lo más completa posible y, si no daba resultado, debía buscar el camino de regreso cuanto antes y traer ayuda.
Y eso fue lo que hizo. Cogió provisiones, cerillas, el rifle y un hacha pequeña para marcar los árboles, y se puso en camino. Eran las ocho cuando salió, y el sol brillaba por encima de los árboles en un cielo despejado. Plantó una estaca junto al fuego y dejó una nota, para el caso de que Défago volviera mientras él estaba ausente.
Esta vez, de acuerdo con un plan cuidadoso, tomó una nueva dirección. Cubriendo un área más amplia, podría tropezarse con señales del rastro del guía. Y en efecto, antes de haber recorrido medio kilómetro, encontró las huellas de un animal grande y, al lado, las huellas, menores y más ligeras, de unos pies indudablemente humanos: los de Défago. El alivio que experimentó inmediatamente fue natural, aunque breve. Al primer golpe de vista vio que esas huellas explicaban clara y simplemente lo sucedido: las señales más grandes pertenecían, sin duda alguna, a un alce que, con el viento en contra, se había acercado equivocadamente al campamento, lanzando un grito de alarma en el momento en que comprendió su error. Défago, que tenía el instinto de la caza desarrollado hasta un grado de increíble perfección, había notado su presencia horas antes, por el olor del viento. Su excitación y su desaparición se debían, naturalmente, a... este...
Entonces, la explicación imposible a la cual quería aferrarse, se le reveló implacablemente falsa. Ningún guía, y mucho menos de la categoría de Défago, habría reaccionado de forma tan insensata, echando a correr incluso sin rifle... Todo el episodio exigía una explicación mucho más compleja. Recordó los detalles de todo lo que había sucedido: el grito de terror, las enigmáticas palabras, el semblante asustado, el extraño olor que había notado, aquellos sollozos contenidos en la oscuridad, y -también esto le vino oscuramente a la memoria- la inicial aversión del guía a estos parajes.
Además, ahora que las examinaba de cerca, ¡aquellas huellas no eran de alce, ni mucho menos! Hank le había explicado el perfil que deja la pezuña de un alce macho, de una hembra o de una cría. Se las había dibujado claramente sobre una tira de abedul. Estas eran totalmente distintas. Eran grandes, redondas, amplias, no tenían la forma puntiaguda de la pezuña afilada. Por un momento, se preguntó si serían de oso. No se le ocurrió pensar en ningún otro animal, porque el reno no bajaba tan al sur en esa época del año y, aun cuando fuese así, sus huellas dibujarían la forma de una pezuña.
Eran siniestros aquellos trazos dejados en la nieve por una misteriosa criatura que había atraído a un ser humano lejos de su refugio. Y, al querer relacionarlos, en su imaginación, con aquel susurro obsesionante que interrumpió la paz del amanecer, le invadió un vértigo momentáneo, una angustia inconcebible. Sintió una sombra de amenaza por todo su alrededor. Y al examinar con más detalle una de las huellas, notó una débil vaharada de aquel olor dulzarrón y penetrante, que le hizo dar un respingo y le produjo náuseas.
Entonces su memoria le jugó otra mala pasada. Recordó, de pronto, aquellos pies destapados que se salían de la tienda, y cómo el cuerpo del guía parecía haber sido arrastrado hacia la entrada. Recordó también cómo Défago había retrocedido, aterrado, ante algo que había percibido junto a la tienda, cuando él se despertó. Los detalles acudían a su mente con violencia, asediándola de forma obsesiva; parecían agolparse en aquellos espacios profundos de la selva silenciosa que le rodeaba, donde él, en medio de los árboles, permanecía de pie, a la escucha, esperando, tratando de actuar del modo más aconsejable. El bosque le cercaba.
Con la firmeza de una suprema resolución, Simpson inició la marcha, siguiendo las huellas lo mejor que podía, y tratando de reprimir las emociones desagradables que trataban de debilitar su voluntad. Marcó una infinidad de árboles a medida que caminaba, con el temor siempre de no poder encontrar el camino de regreso, gritando de cuando en cuando el nombre del guía. El seco golpear del hacha sobre lo troncos macizos, y el acento extraño de su propia voz se convirtieron finalmente en unos sonidos que a él mismo le daba miedo producir. Incluso le daba miedo oírlos. Atraían la atención y delataban su situación exacta, y si se diera realmente el caso de que le estuvieran siguiendo, lo mismo que seguía él a otro...
Con un esfuerzo supremo, rechazó tal idea en el mismo instante en que se le ocurrió. Comprendía que era el principio de un aturdimiento diabólico que podía conducirle vertiginosamente a su propia perdición.
Aunque la nieve no formaba una alfombra continua, sino sólo ligeras capas en los espacios más despejados, no le fue difícil seguir el rastro durante varios kilómetros. Caminaba en línea recta, en la medida en que se lo permitían los árboles. Las pisadas impresas en la nieve comenzaron pronto a distanciarse, hasta que, finalmente, su separación fue tal que parecía absolutamente imposible que ningún animal diera zancadas tan enormes. Eran como saltos enormes. Midió una de aquellas zancadas y, aunque sabía que la «distancia» de seis metros no debía de ser muy exacta, se quedó perplejo; no comprendía cómo no encontraba en la nieve ninguna pisada intermedia entre las huellas extremas. Pero lo que más confundido le tenía, lo que le hacía mirar con recelo, era que las zancadas de Défago crecían también en longitud, poco a poco, hasta cubrir exactamente las mismas distancias. Parecía como si la enorme bestia lo hubiera arrastrado con ella en esos saltos asombrosos. Simpson, que tenía las piernas mucho más largas, comprobó que no podía cubrir la mitad del trecho, ni aun tomando impulso.
Y la visión de aquellas huellas que corrían unas junto a otras, mudo testimonio de una carrera espantosa en la que el terror o la locura habían provocado unas consecuencias imposibles, le impresionó profundamente y le conmovió en lo más hondo de su alma. Era lo más espantoso que habían visto sus ojos. Comenzó a seguirlas maquinalmente, casi enajenado, mirando de soslayo, furtivamente, por si algún ser, con zancadas gigantescas, le seguía los pasos a él también... Y sucedió que, al poco tiempo, no supo ya lo que significaban aquellas pisadas en la nieve, acompañadas por las huellas del pequeño franco-canadiense, su guía, su camarada, el hombre que había compartido su tienda unas horas antes, charlando, riendo, incluso cantando con él.

V

Sólo un valiente escocés, basado en el sentido común y amparado por la lógica, podía conservar el sentido de la realidad como lo conservó este joven, mal que bien, para salir de aquella aventura. De no haber sido así, los descubrimientos que hizo mientras avanzaba valerosamente le habrían hecho retroceder hasta el refugio relativamente seguro de su tienda, en vez de apretar el rifle en sus manos y encomendarse a Dios con el pensamiento. Lo primero que observó fue que los dos rastros hablan sufrido una transformación; y esta transformación, por lo que se refería a las huellas del hombre, era ciertamente aterradora.
Al principio, lo notó en las huellas más grandes, y se quedó un buen rato sin poder creer lo que veían sus ojos. ¿Eran las hojas caídas que producían extraños efectos de sombra, o tal vez la nieve, seca y espolvoreada como harina de arroz por los bordes, era responsable del efecto aquel? ¿O se trataba efectivamente de que las huellas hablan adquirido un ligero matiz coloreado? Lo innegable era que las pisadas del animal tenían un tinte rojizo y misterioso, que más parecía debido a un efecto de luz que a una sustancia que impregnara la nieve. Y a medida que avanzaba se hacía más intenso aquel matiz encendido que venta a añadir un toque nuevo y horrible a la situación.
Pero cuando, completamente perplejo, se fijó en las huellas del hombre por ver si presentaban la misma coloración, observó que, entretanto, éstas hablan experimentado un cambio infinitamente peor. Durante el último centenar de metros más o menos, habían comenzado a parecerse a las huellas del animal. El cambio era imperceptible, pero inequívoco. No se podía apreciar dónde comenzaba. El resultado, de todos modos, estaba fuera de duda: más pequeñas, más recortadas, modeladas con mayor nitidez, las huellas del hombre constituían ahora, sin embargo, un duplicado casi exacto de las otras. Así, pues, los pies que las habían grabado se habían transformado también. Al darse cuenta de lo que esto significaba, sintió una sensación de repugnancia y terror.
Por primera vez, Simpson dudó. Después, avergonzado de su indecisión, corrió unos cuantos pasos más; un poco más allá, se detuvo en seco. Allí mismo terminaban todas las señales. Los dos rastros acababan de repente. Buscó inútilmente en un radio de cien metros o más, pero no encontró el menor indicio de huellas. No había nada.
Precisamente allí los árboles se espesaban bastante. Se trataba de enormes cedros y abetos. No había monte bajo. Permaneció un rato mirando alrededor, completamente turbado, sin saber qué pensar. Luego se puso a buscar con empeñada insistencia, pero siempre llegaba al mismo resultado: nada. ¡Los pies que se habían marcado en la superficie de la nieve hasta allí, parecían ahora haber dejado de tocar el suelo!
En ese instante de angustia y confusión, sintió cómo el terror se le enroscaba en el corazón, dejándole totalmente paralizado. Todo el tiempo había estado temiendo que sucediera... y sucedió.
Allá arriba, muy lejos, debilitada por la altura y la distancia, singularmente quejumbrosa y apagada, oyó la plañidera voz de Défago, su guía.
Cayó sobre él un cielo invernal y tranquilo, y despertó en él un terror jamás rebasado. El rifle le resbaló de las manos. Durante un segundo, permaneció inmóvil donde estaba, escuchando con todo su ser. Después se retiró tambaleante hasta el árbol más cercano y se apoyó en él, deshecho e incapaz de razonar. En aquel momento aquélla le parecía la experiencia más aniquiladora del mundo. Se le había quedado el corazón vacío de todo sentimiento, tal como si se le hubiera secado.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah, mis pies de fuego! ¡Mis pies candentes! -oyó que imploraba la angustiada voz del guía, con un acento de súplica indescriptible. Después, el silencio volvió a reinar entre los árboles.
Y Simpson, una vez recobrada la conciencia de sí, se dio cuenta de que estaba corriendo de un lado para otro, gritando, tropezando con las raíces y las piedras, buscando desenfrenadamente al que llamaba. Rasgóse el velo de recuerdos y emociones con que la experiencia vela habitualmente los acontecimientos; y medio enloquecido, forjó visiones que llenaron de terror sus ojos, su corazón y su alma. Porque, con aquella voz lejana, le había llamado el pánico de la Selva, el Poder de la Indómita Lejanía, el Hechizo de la Desolación que aniquila... En aquel momento, se le revelaron todos los suplicios de un ser irremisiblemente perdido que sufría la fatiga y el placer del alma que ha llegado a la Soledad final. Por las oscuras nieblas de sus pensamientos, como una llama, pasó fugaz la visión de Défago, eternamente perseguido, acosado por toda la inmensidad celeste de aquellos bosques antiquísimos.
Le pareció que transcurría una eternidad y, en el caos de sus desorganizadas sensaciones, no consiguió encontrar nada a que aferrarse por un momento y pensar...
El grito no se repitió; sus propias llamadas no tuvieron respuesta. Las fuerzas inescrutables de la Naturaleza Salvaje habían llamado a su víctima con voz inapelable y la habían atenazado.
Sin embargo, aún continuó buscando y llamando durante unas cuatro horas, por lo menos, puesto que ya era casi de noche cuando decidió, por fin, abandonar tan inútil persecución y regresar al campamento, a orillas del Lago de las Cincuenta Islas. De todos modos, se marchaba de mala gana. Aquella voz implorante resonaba aún en sus oídos. Le costó trabajo encontrar el rifle y la pista de regreso. La necesidad de concentrarse en la tarea de seguir los árboles mal marcados, y un hambre voraz que le roía las tripas, le ayudaron a apartar de su mente lo ocurrido. De no haber sido así, él mismo admite que su extravío le habría acarreado peores consecuencias. Gradualmente, las dificultades concretas del momento le devolvieron a su ser, y no tardó en recuperar el equilibrio de sus nervios.
No obstante, durante toda la marcha, a través de las sombras crecientes, se sintió miserablemente perseguido. Oía innumerables ruidos de pasos que le seguían, voces que reían y hablaban por lo bajo; y veía figuras agazapadas tras los árboles y las rocas, haciéndose señas unas a otras como para atacarle a un tiempo, en el instante en que pasara. El rumor del viento le hizo dar un respingo y detenerse a escuchar. Caminó furtivamente, tratando de ocultar su presencia, haciendo el menor ruido posible. Las sombras de los árboles, que hasta entonces le protegían o le cubrían, se volvían ahora amenazadoras, inquietantes; y la confusión de su mente asustada le hacía sentir una multitud de posibilidades, tanto más siniestras cuanto más oscuras. El presentimiento de un destino fatal acechaba detrás de cada uno de los acontecimientos que acababan de suceder.
Fue realmente admirable el modo como salió airoso al final. Acaso hombres de madura experiencia hubieran fracasado en esta prueba. Consiguió dominarse bastante bien y pensó en todo, como demuestra su plan de acción. Puesto que no tenía sueño en absoluto, y caminaba siguiendo un rastro invisible en la total oscuridad, se sentó a pasar la noche, rifle en mano, delante de una hoguera que ni por un momento dejó de alimentar. El rigor de aquella vigilancia dejó marcado su espíritu para siempre; pero la llevó a cabo con éxito, y a las primeras claridades del día emprendió el viaje de regreso, en busca de ayuda. Como la vez anterior, dejó una nota escrita en la que explicaba su ausencia e indicaba también dónde dejaba un depósito de abundantes provisiones y cerillas... ¡aunque no esperaba que lo encontrasen manos humanas!
Sería por sí misma una historia digna de contarse la manera como Simpson encontró el camino, solo, a través del lago y del bosque. Oírsela a él es conocer la apasionada soledad de espíritu que puede sentir un hombre cuando la Naturaleza Salvaje lo tiene en el hueco de su mano ilimitada... y se ríe de él. Es, también, admirar su voluntad inquebrantable.
No reclama para sí ningún mérito. Confiesa que seguía maquinalmente, y sin pensar, el rastro casi invisible. Y esto, indudablemente, es verdad. Confiaba en la guía inconsciente de la razón, que es el instinto. Tal vez le ayudara también cierto sentido de orientación, tan desarrollado en los animales y en el hombre primitivo. El caso es que, a través de toda aquella enmarañada región, consiguió llegar al sitio donde Défago, casi tres días antes, había escondido la canoa con estas palabras:
-Cruzar el lago todo recto, hacia el sol, hasta dar con el campamento.
No había sol de ninguna clase, pero se ayudó con la brújula como Dios le dio a entender, y cubrió los últimos veinte kilómetros de su viaje a bordo de la frágil piragua, con una inmensa sensación de alivio al dejar atrás, por fin, el bosque interminable. Por fortuna, el agua estaba tranquila. Enfiló proa al centro del lago, en vez de costear, Y tuvo la suerte, además, de que los otros estuvieran ya de regreso. La luz de la hoguera le proporcionó un punto de referencia, sin el cual habría perdido toda la noche para encontrar el campamento.
De todos modos, era cerca de media noche cuando su canoa rozó la arena de la ensenada. Hank, Punk y su tío, despertados por sus gritos, echaron a correr. Y viéndole cansado y deshecho, le ayudaron a abrirse camino por las rocas hasta el fuego casi apagado.

VI

La repentina irrupción de su prosaico tío en este mundo de pesadilla en que vivía desde hacía dos días y dos noches, tuvo el efecto inmediato de dar al asunto un cariz enteramente nuevo. Bastó con oír su cordial «¡Hola, hijo mío! ¿Qué te pasa?» y sentirse agarrado por aquella mano seca y vigorosa, para que su manera de enfocar los hechos sufriera un giro radical. Estalló en su interior como una violenta reacción purificadora y comprendió que su comportamiento no había sido normal. Incluso se sintió algo avergonzado de sí mismo. La original terquedad de su raza le dominaba por completo.
Y esto último explica, indudablemente, por qué le resultó tan difícil contar su extraña aventura ante el grupo reunido junto al fuego. Dijo lo necesario, no obstante, para que se tomase la inmediata decisión de ir a rescatar al guía. Pero antes, Simpson debía comer y, sobre todo, dormir para estar en condiciones de llevarles hasta allá. El doctor Cathcart, que se daba más cuenta del estado del muchacho que lo que éste se creía, le inyectó una dosis muy ligera de morfina que le permitió dormir como un tronco durante seis horas.
De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende que en lo que contó al principio había omitido diversos detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir «inmediatamente».
En el curso del día siguiente -salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas-, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo» que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera de la tienda...
El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente. El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.
-El hechizo de estas inmensas soledades -decía- es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación. Y lo ha sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenia tu edad. El animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar es... es ese… ese condenado olor.
-Me puso enfermo, te lo aseguro -declaró su sobrino-; estuve a punto de marearme.
La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!
-Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo -concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.
-Lo que me maravilla -comentó éste-, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada peor.
Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.
Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.
-Bueno, señores, aquí no hay nadie -exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya-; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.
La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.
Propongo -añadió- que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el infierno, si es necesario.
El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles. Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método de su tío para explicar -para «desechar» más bien- sus terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.
-Y esa es la dirección que tomó al echar a correr -dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises-. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros...
Hank y el doctor Cathcart se miraron.
-Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección -prosiguió, con algo de su antiguo terror en la voz-; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen... ¡se terminan!
-Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás -exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.
-Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones -añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.
La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado de prisa, y todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.
Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano... ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.
Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.
Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión -no se sabía qué-, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo humanamente posible por encontrarlo.
Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había persuadido para que fuese allí.
-Cuando un indio se vuelve loco -explicó, como hablando consigo mismo-, se dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!...
Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Unicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.
-Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo -insistió el doctor-. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.
Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquel.
Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante -acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla- e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más allá de, los necesarios para obtenerla.

VII

Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.
-Es bastante curiosa la leyenda esa -observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar-. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.
-Eso es -dijo Hank-. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio nombre.
Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.
-La alegoría es significativa -dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba-, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso… ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.
El doctor Cathcart, mientras hablaba, seguía mirando inquieto hacia las tinieblas. Su voz se convirtió en un susurro.
-Se dice también -añadió- que el Wendigo quema los pies de sus víctimas, debido a la fricción que provoca su tremenda velocidad, hasta que se destruyen esos pies; y que los nuevos que entonces se les forman son exactamente como los de él.
Simpson escuchaba mudo de espanto. Pero lo que más fascinado le tenía era la palidez del semblante de Hank. De buena gana se habría tapado los oídos y habría cerrado los ojos, si hubiera tenido valor.
-No siempre anda por el suelo -comentó Hank arrastrando las palabras-, pues sube tan alto, que la víctima piensa que son las estrellas las que le han pegado fuego. Otras veces da unos saltos enormes y corre por encima de las copas de los árboles, arrastrando a su víctima con él, para dejarla caer como hace el albatros con las suyas, que las mata así, antes de devorarlas. Pero de todas las cosas que hay en el bosque, lo único que come es… ¡musgo! -y se rió con una risa nerviosa. -Sí, el Wendigo come musgo -añadió, mirando con excitación el rostro de sus compañeros-. Es un comedor de musgo -repitió, con una sarta de juramentos de lo más extraño que uno puede imaginar.
Pero Simpson comprendía ahora el verdadero propósito de su conversación. Lo que aquellos dos hombres fuertes y «experimentados» temían, cada uno a su manera, era ante todo el silencio. Hablaban para ganar tiempo. Hablaban, también, para combatir la oscuridad, para evitar el pánico que les invadía, para no admitir que se hallaban en un terreno hostil, decididos, ante todo, a no permitir que sus pensamientos más profundos llegaran a dominarles. Pero Simpson, que ya había sido iniciado en esa espantosa vigilia de terror, se encontraba más avanzado, a este respecto, que sus dos compañeros. El había alcanzado ya un estadio en el que se sentía inmune. En cambio, los otros dos, el médico burlón y analítico y el honrado y tozudo hombre de los bosques, temblaban en lo más íntimo.
De esta forma pasó una hora tras otra, y de esta forma el pequeño grupo permaneció sentado, determinado a resistir espiritualmente, ante las fauces de la espesura salvaje, hablando ociosamente y en voz baja de la terrible y obsesionante leyenda. Considerándolo bien, era una lucha desigual, porque el espíritu indomable de los bosques tenía la doble ventaja de haber atacado primero y de contar ya con un rehén. El destino del compañero se cernía sobre ellos y les causaba una creciente opresión, que a lo último se les haría insoportable.
Fue Hank, después de una pausa larga y enervante, el que liberó de modo totalmente inesperado toda esa emoción contenida. De pronto, se puso en pie de un salto y lanzó a las tinieblas el aullido más terrible que se pueda imaginar. Seguramente no podía dominarse por más tiempo. Para darle mayor sonoridad, se dio palmadas en la boca, provocando de este modo numerosas y breves intermitencias.
-Eso para Défago -dijo, mirando a sus compañeros con una sonrisa extraña y retadora-, porque estoy convencido (aquí se omiten varios exabruptos) de que mi compadre no está demasiado lejos de nosotros en este preciso momento.
Había tal vehemencia y tal seguridad en su afirmación, que Simpson dio un salto también y se puso en pie. Al doctor se le fue la pipa de la boca. El rostro de Hank estaba lívido y el de Cathcart daba muestras de un súbito desfallecimiento, casi de una pérdida de todas las facultades. Luego brilló una furia momentánea en sus ojos, se puso de pie con una calma que era fruto de su habitual autodominio y se encaró con el excitado guía. Porque esto era inadmisible, estúpido, peligroso, y había que cortarlo de raíz.
Puede uno imaginarse lo que pasaría a continuación, aunque no puede saberse con certeza, porque en aquel momento de silencio profundo que siguió al alarido de Hank, y como contestándolo, algo cruzó la oscuridad del cielo por encima de ellos a una velocidad prodigiosa, algo necesariamente muy grande, porque produjo un gran ramalazo de viento, y, al mismo tiempo, descendió a través de los árboles un débil grito humano que, en un tono de angustia indescriptible, clamaba:
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!
Blanco como el papel, Hank miró estúpidamente en torno suyo, como un niño. El doctor Cathcart profirió una especie de exclamación incomprensible y echó a correr, en un movimiento instintivo de terror ciego, en busca de la protección de la tienda, y a los pocos pasos se paró en seco. Simpson fue el único de los tres que conservó la presencia de ánimo. Su horror era demasiado hondo para manifestarse en reacciones inmediatas. Ya había oído aquel grito anteriormente.
Volviéndose hacia sus impresionados compañeros, dijo, casi con toda naturalidad:
-Ese es exactamente el grito que oí... ¡y las mismas palabras que dijo!
Luego, alzando su rostro hacia el cielo, gritó muy alto:
-¡Défago! ¡Défago! ¡Baja aquí, con nosotros! ¡Baja!...
Y antes de que ninguno tuviera tiempo de tomar una decisión cualquiera, se oyó un ruido de algo que caía entre los árboles, rompiendo las ramas, y aterrizaba con un tremendo golpe sobre la tierra helada. El impacto fue verdaderamente terrible y atronador.
-¡Es él, que el buen Dios nos asista! -se oyó exclamar a Hank, en un grito sofocado, a la vez que maquinalmente echaba mano al cuchillo.
-¡Y viene! ¡Y viene! -añadió, soltando unas irracionales carcajadas de terror, al oír sobre la nieve helada el ruido de unos pasos que se acercaban a la luz.
Y, mientras avanzaban aquellas pisadas, los tres hombres permanecieron de pie, inmóviles, junto a la hoguera. El doctor Cathcart se había quedado como muerto; ni siquiera parpadeaba. Hank sufría espantosamente y, aunque no se movía tampoco, daba la impresión de que estaba a punto de abalanzarse no se sabe hacia dónde. En cuanto a Simpson, parecía petrificado. Estaban atónitos, asustados como niños. El cuadro era espantoso. Y entre tanto, aunque todavía invisible, los pasos se acercaban, haciendo crujir la nieve. Parecía que no iban a llegar jamás. Eran unos pasos lentos, pesados, interminables como una pesadilla.


VIII

Por último, una figura brotó de las tinieblas. Avanzó hacia la zona de dudoso resplandor, donde la luz del fuego se mezclaba con las sombras, a unos diez pasos de la hoguera. Luego, se detuvo y les miró fijamente. Siguió adelante con movimientos espasmódicos, como una marioneta, y recibió la luz de lleno. Entonces se dieron cuenta los presentes de que se trataba de un hombre. Y al parecer aquel hombre era… Défago.
Algo así como la máscara del horror cubrió en aquel momento el semblante de los tres hombres; y sus tres pares de ojos brillaron a través de ella, como si sus miradas cruzaran las fronteras de la visión normal y percibiesen lo Desconocido.
Défago avanzó. Sus pasos eran vacilantes, inseguros. Primero se aproximó al grupo, después se volvió bruscamente y clavó los ojos en el rostro de Simpson. El sonido de su voz brotó de sus labios:
-Aquí estoy, jefe. Alguien me ha llamado -era una voz seca, débil, jadeante-. Estoy de viaje. He atravesado el fuego del Infierno... No ha estado mal...
Y se rió, avanzando la cabeza hacia el rostro del otro. Pero aquella risa puso en marcha el mecanismo del grupo de figuras de cera mortalmente pálidas que formaban los otros tres. Hank saltó inmediatamente sobre él, lanzando una sarta de juramentos tan rebuscados y sonoros que a Simpson ni siquiera le sonaron a inglés sino más bien a algún lenguaje indio o cosa así. Lo único que comprendía era que el hecho de que Hank se hubiese interpuesto entre los dos, le resultaba grato… extraordinariamente grato. El doctor Cathcart, aunque más reposadamente, avanzó tras él a trompicones.
Simpson no recuerda bien lo que pasó en aquellos pocos segundos, porque los ojos de aquel rostro apergaminado y maldito que le escudriñaba de cerca, le aturdieron totalmente. Se quedó alelado, ni abrió la boca siquiera, No poseía la disciplinada voluntad de los otros dos, que les permitía actuar desafiando toda tensión emocional. Los vio moverse como si se encontrara detrás de un cristal, como si la escena fuese una pura fantasía evanescente. Sin embargo, en medio del torrente de frases sin sentido de Hank, recuerda haber oído el tono autoritario de su tío -duro y forzado-- que decía algo sobre alimento, calor, mantas, whisky, y demás… Y durante la escena que siguió, no dejó de percibir las vaharadas de aquel olor penetrante, insólito, maligno pero embriagador a la vez.
Sin embargo, fue él -con menos experiencia y habilidad que los otros dos- quien profirió la frase que vino a aliviar la horrible situación, expresando así la duda y el pensamiento que encogía el corazón de los tres.
-¿Eres… eres TÚ, Défago? -preguntó, quebrando un horror de silencio con su voz.
E inmediatamente, Cathcart irrumpió con una sonora respuesta, antes que el otro hubiera tenido tiempo de mover los labios:
-¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Lo que ocurre… ¿no lo ves?... es que está exhausto de hambre y de cansancio. ¿No es eso suficiente para cambiar a un hombre hasta el punto de hacerlo irreconocible?
Lo decía más para convencerse a sí mismo que a los demás. El énfasis de su tono lo dejaba bien claro. Y mientras hablaba y se movía, se llevaba continuamente el pañuelo a la nariz. Aquel olor había penetrado en todo el campamento.
Porque el «Défago» que se arrebujó en las mantas junto al fuego, bebiendo whisky caliente y comiendo con las manos, apenas si se parecía más al guía que ellos habían conocido que un hombre de sesenta años a un retrato de su propia juventud. No es posible describir honradamente aquella caricatura fantasmal, aquella parodia de la imagen de Défago. Conservaba algún vestigio espantoso y remoto de su aspecto anterior. Simpson afirma que el rostro era más animal que humano, que los rasgos se le habían contraído en proporciones dislocadas. La piel, fláccida y colgante, como si hubiera sido sometido a presiones y tensiones físicas, le recordaba vagamente una de esas vejigas con una cara pintada que cambia de expresión a medida que la van inflando y que, al desinflarse, emiten un sonido quejumbroso y débil como un sollozo. Tanto la voz como la cara de Défago tenían una abominable semejanza con esas vejigas. Pero Cathcart, mucho después, al tratar de describir lo indescriptible, afirma que aquel podía ser el aspecto de un rostro y de un cuerpo que, habiéndose hallado en una capa de aire rarificada, estuviera a punto de disgregarse hasta... hasta perder toda consistencia.
Hank, aunque totalmente confundido y agitado por una emoción sin límites que no podía reprimir ni comprender, fue quien, sin más dilaciones, puso fin a la cuestión. Se apartó unos pasos de la hoguera, de forma que el resplandor no le deslumbrara demasiado y, haciéndose sombra con las dos manos en los ojos, exclamó con voz potente, mezcla de furia y excitación:
-¡Tú no eres Défago! ¡Ni hablar! ¡A mí me importa un condenado pimiento lo que tú... pero aquí no vengas diciendo que eres mi compadre de hace veinte años! -los ojos le fulguraban como si quisiera destruir aquella figura acurrucada con su mirada furibunda-. Y si es verdad, que me caiga un rayo de punta y me mande al infierno de cabeza. ¡Dios nos asista! -añadió, sacudido por un violento escalofrío de repugnancia y horror.
Fue imposible hacerlo callar. Allí estuvo gritando como un poseso, y tan terrible era verle como oír lo que decía… porque era verdad. No hizo más que repetir lo mismo cincuenta veces, y cada vez, en una lengua más enrevesada que la anterior. El bosque se llenaba de sus ecos. Llegó un momento en que parecía como si quisiera arrojarse sobre «el intruso», pues su mano subía constantemente hacia su cinturón, en busca de su largo cuchillo de monte.
Pero al final no hizo nada y la tempestad estuvo a punto de terminar en lágrimas. Súbitamente, la voz de Hank se quebró. Se dejó caer en el suelo y Cathcart se las arregló para convencerle de que se marchara a la tienda y se echase a descansar. El resto de la escena, claro está, lo presenció desde dentro. Su pálida cara de terror atisbaba por la abertura de la tienda.
Luego el doctor Cathcart, seguido de cerca por su sobrino, que tan bien había conservado su presencia de ánimo, adoptó un aire de determinación y se puso en pie, frente a la figura arrebujada junto al fuego. La miró de frente y habló, Al principio, le salió una voz firme:
-Défago, díganos qué ha sucedido... no hace falta que entre en detalles, sólo deseamos saber cómo podemos ayudarle -preguntó con acento autoritario, casi como una orden.
Pero inmediatamente después varió de tono, porque el rostro de aquella figura se volvió hacia él con una expresión tan lastimera, tan terrible y tan poco humana, que el médico retrocedió como si tuviera delante un ser espiritualmente impuro. Simpson, que miraba desde atrás, dice que le daba la impresión de que el rostro de Défago era una máscara a punto de caerse y de que debajo se iba a revelar, en toda su desnudez, su verdadero rostro, negro y diabólico.
-¡Vamos, hombre, vamos! -gritaba Cathcart, a quien el terror le atenazaba la garganta-. No podemos estarnos aquí toda la noche… -era el grito del instinto sobre la razón.
Y entonces «Défago», con una sonrisa inexpresiva, contestó; y su voz era débil, inconsistente y extraña, como a punto de convertirse en un sonido enteramente distinto:
-He visto al gran Wendigo -susurró, olfateando el aire en torno suyo, exactamente igual que una bestia-. He estado con él, también...
Allí terminaron el pobre diablo su discurso y el doctor Cathcart su interrogatorio, porque en ese momento se oyó un grito desgarrador de Hank, cuyos ojos se veían brillar desde fuera de la tienda:
-¡SUS pies! ¡Oh, Dios, sus pies! ¡Mirad Cómo le han cambiado los pies!
Défago, que se había removido en su sitio, se había colocado de tal forma que por primera vez aparecieron sus piernas a la luz y sus pies quedaron al descubierto. Sin embargo, Simpson no tuvo tiempo de ver lo que Hank señalaba. En el mismo instante, con un salto de tigre asustado, Cathcart se arrojó sobre él y le tapó las piernas con mantas con tal rapidez que el joven estudiante apenas si llegó a vislumbrar algo oscuro y singularmente abultado allí donde deberían verse sus pies enfundados en un par de mocasines.
Después, antes que al doctor le diera tiempo de nada más, antes de que a Simpson se le ocurriera ninguna pregunta, y mucho menos pudiera formularla, Défago se puso en pie, se irguió frente a ellos, bamboleándose con dificultad, y con una expresión sombría y maliciosa en su rostro deforme. Resultaba literalmente monstruoso.
-Ahora, vosotros lo habéis visto también -jadeó-. ¡Habéis visto mis ardientes pies de fuego! Y ahora... bueno, a no ser que podáis salvarme y evitar… poco falta para…
Su voz lastimera fue interrumpida por un ruido, como por el rugir de un vendaval que viniese cruzando el lago. Los árboles sacudieron sus ramas enmarañadas. Las llamas del fuego se agitaron, azotadas por una ráfaga violenta, y algo pasó sobre el campamento con furia ensordecedora. Défago arrancó de sí todas las mantas, dio media vuelta hacia el bosque y con aquel torpe movimiento con que había venido... se marchó. Pero lo hizo a una velocidad tan pasmosa que, cuando quisieron darse cuenta, la oscuridad ya se lo había tragado. Y pocos segundos después, por encima de los árboles azotados y del rugido del viento repentino, los tres hombres oyeron, con el corazón encogido, un grito que parecía provenir de una altura inmensa.
-¡Ah! ¡Qué altura abrasadora! ¡Ah! ¡Mis pies de fuego! ¡Mis candentes pies de fuego!...
Luego, la voz se apagó en el espacio incalculable y silencioso.
El doctor Cathcart -que había dominado de pronto sus nervios, y se había adueñado también de la situación- agarró a Hank violentamente del brazo en el momento que iba a lanzarse hacia la espesura.
-¡Quiero que conste! -gritaba el guía-, ¡que conste, digo, que ése no es él! ¡De ninguna manera! ¡Ese es algún... demonio que le ha usurpado el sitio!
De una u otra forma -el doctor Cathcart admite que nunca ha sabido claramente cómo lo consiguió--, se las arregló para retenerle en la tienda y apaciguarlo. El doctor, por lo visto, había conseguido reaccionar, y era capaz nuevamente de dominar sus propias energías. En efecto, manejó a Hank admirablemente. Sin embargo, su sobrino, que hasta ese momento se había portado maravillosamente, fue quien vino a causarle más preocupación, pues la tensión acumulada se le desbordó en un acceso de llanto histérico que hizo necesario aislarle en un lecho de ramas y mantas, lo más lejos posible de Hank.
Allí permaneció, debatiéndose bajo las mantas, gritando cosas incoherentes, mientras pasaban las horas de aquella noche de pesadilla. Sus palabras formaban una jerigonza en la que velocidad, altura y fuego se mezclaban extrañamente con las enseñanzas recibidas en sus clases de teología.
-¡Veo unas gentes con la cara destrozada y ardiendo, que caminan de manera alucinante y se acercan al campamento!
Y lloraba durante un minuto. Luego se incorporaba, se ponía de cara al bosque, escuchaba atento, y susurraba:
-¡Qué terribles son, en la espesura salvaje... los pies de... de los que…
Y su tío le interrumpía, distraía sus pensamientos, y le reconfortaba.
Por fortuna, su histerismo fue transitorio. El sueño le curó, igual que a Hank.
Hasta que apuntaron las primeras claridades del amanecer, poco después de las cinco de la madrugada, el doctor Cathcart estuvo despierto. Su cara tenía el color de la pared y un extraño rubor bajo sus ojos. Durante todas aquellas horas de silencio, su voluntad había estado luchando con el espantoso terror de su alma, y de esta lucha provenían las huellas de su rostro...
Al amanecer, encendió fuego, preparó el desayuno y despertó a los otros. A eso de las siete, se pusieron en camino de regreso al otro campamento. Eran tres hombres perplejos y afligidos; pero, cada uno a su modo, habían conseguido mitigar la inquietud interior recobrando más o menos el sosiego.

IX

Hablaron poco, y únicamente de cosas corrientes y sensatas, porque tenían la cabeza cargada de pensamientos dolorosos que pedían una explicación, aunque ninguno se decidía a tocar el tema. Hank, el más acostumbrado a la vida de la naturaleza, fue el primero en encontrarse a sí mismo, ya que era también el de menos complicaciones interiores. En el caso del doctor Cathcart, las fuerzas de su «civilización» luchaban contra la experiencia de un hecho bastante singular. Hoy por hoy sigue sin estar completamente seguro de determinadas cosas. Sea como fuere, a él le costó mucho más «encontrarse a sí mismo».
Simpson, el estudiante de teología, fue el que sacó conclusiones más ordenadas, aunque no de la índole más científica. Allá, en el corazón de la inextricable espesura, habían presenciado algo cruda y esencialmente primitivo. Habían presenciado algo aterrador que había logrado sobrevivir a la evolución de la humanidad, pero que aún se mostraba como una forma de vida monstruosa e inmadura. Para él, era como si se hubieran asomado a edades prehistóricas en que las supersticiones, rudimentarias y toscas, oprimían aún los corazones de los hombres, en que las fuerzas de la naturaleza eran indomables y no se habían dispersado los Poderes que atormentaban el universo. A ellos se refirió cuando, años más tarde, habló en un sermón de «las Potencias formidables y salvajes que acechan en las almas de los hombres, Potencias que tal vez no sean perversas en sí mismas, aunque sí instintivamente hostiles a la humanidad tal como ahora la concebimos».
Nunca discutió a fondo todo aquello con su tío, porque lo impedía la barrera que se alzaba entre sus respectivas formas de pensar. Únicamente una vez, al cabo de varios años, rozaron este tema; o más exactamente, aludieron a un detalle relacionado con él:

-¿Puedes decirme, al menos, cómo… cómo eran? -preguntó Simpson.
La contestación, aunque llena de tacto, no fue alentadora:
-Es mucho mejor que no intentes descubrirlo.
-Bueno, ¿y aquel olor?… -insistió el sobrino--. ¿Qué opinas de él?
El doctor Cathcart le miró y alzó las cejas,
-Los olores -contestó- no son tan fáciles de comunicar por telepatía como los sonidos o las visiones. Sobre eso puedo decir tanto como tú, o acaso menos.
Cuando se trataba de explicar algo, el doctor Cathcart solía ser bastante locuaz. Esta vez, sin embargo, no lo fue.

Al caer el día, cansados, muertos de frío y de hambre, llegaron los tres al término de la penosa expedición: el campamento, que, a primera vista, parecía desierto. Fuego, no había; ni tampoco salió Punk a recibirles. Tenían demasiado agotada la capacidad de emocionarse, para sorprenderse o disgustarse. Pero el grito espontáneo de Hank, que brotó de sus labios al acercarse a la hoguera apagada, fue una especie de llamada de advertencia, un aviso de que aquella extraña aventura no había concluido aún. Y tanto Cathcart como su sobrino confesaron después que, cuando le vieron arrodillarse, preso de incontenible excitación, y abrazar algo que yacía ante las cenizas apagadas, tuvieron el presentimiento de que ese «algo» era Défago, el verdadero Défago, que había regresado.
Y así era, en efecto.
Agotado hasta el último extremo, el franco-canadiense -es decir, lo que quedaba de él-, hurgaba entre las cenizas tratando de encender un fuego. Su cuerpo estaba allí, agachado, y sus dedos flojos apenas eran capaces de prender unas ramitas con ayuda de una cerilla. Ya no había una inteligencia que dirigiera esta sencilla operación. La mente había huido al más allá y, con ella, también la memoria. No sólo el recuerdo de los acontecimientos recientes, sino todo vestigio de su vida anterior.
Esta vez era un hombre de verdad, aunque horriblemente contrahecho. En su rostro no había expresión de ninguna clase: ni temor, ni reconocimiento, ni nada. No dio muestras de conocer a quien le había abrazado, a quien le alimentaba y le hablaba con palabras de alivio y de consuelo. Perdido y quebrantado más allá de donde la ayuda humana puede alcanzar, el hombre hacía mansamente lo que se le mandaba. Ese «algo» que antes constituyera su «yo individual» había desaparecido para siempre.
En cierto modo, lo más terrible que habían visto en su vida era aquella sonrisa idiota, aquel meterse puñados de musgo en la boca, mientras decía que sólo «comía musgo», y los vómitos continuos que le producían los más sencillos alimentos. Pero acaso peor aún fuera la voz infantil y quejumbrosa con que les contó que le dolían los pies «ardientes como el fuego», lo que era natural. Al examinárselos el doctor Cathcart, vio que los tenía espantosamente helados. Y debajo de los ojos tenían débiles muestras de haber sangrado recientemente.
Los detalles referentes a cómo había sobrevivido a aquel suplicio prolongado, dónde había estado o cómo había recorrido la considerable distancia que separaba los dos campamentos, teniendo en cuenta que hubo de dar a pie el enorme rodeo del lago, puesto que no disponía de canoa, continúan siendo un misterio. Había perdido completamente la memoria. Y antes de finalizar el invierno, en cuyos comienzos había ocurrido esta tragedia, Défago, perdidos el juicio, la memoria y el alma, desapareció también. Sólo vivió unas pocas semanas.
Lo que Punk fue capaz de aportar más tarde a la historia no arrojó ninguna luz nueva. Estaba limpiando pescado a la orilla del lago, a eso de las cinco de la tarde -esto es, una hora antes de que regresara el grupo expedicionario-, cuando vio a la caricatura del guía que se dirigía tambaleante hacia el campamento. Dice que le precedía una débil vaharada de olor muy singular.
En ese mismo instante, el viejo Punk abandonó el campamento. Hizo el largo viaje de regreso con la rapidez con que sólo puede hacerlo un piel roja. El terror de toda su raza se había apoderado de él. Sabía lo que significaba todo aquello: Défago «había visto el Wendigo».