martes, 11 de marzo de 2025

El gran nocturno. Jean Ray (1887-1964)

Un carillón vertió su lluvia de hierro y de bronce por entre la persistente lluvia del Oeste que, desde el alba, flagelaba sin merced a la ciudad y sus alrededores. Monsieur Théodule Notte podía seguir, desde el fondo de la calle brumosa, la marcha de un invisible farolero, observando el encendido de las luces. Subió la mecha de la lámpara de petróleo colocada en una esquina del mostrador repleto de retales de tela de seda y de algodón. La redonda llama iluminó una tienda vieja, de cajones de madera oscura llenos de quincallería. Para el mercero, aquella hora de las primeras claridades vespertinas era la de un alto tradicional en el tiempo. Entreabrió suavemente la puerta para evitar que la campanilla sonase demasiado fuerte y, plantado en el umbral, aspiró con placer el ambiente húmedo de la calle. La muestra, una enorme bobina de chapa pintada, le protegía de un chorro de agua continuo que caía del agujereado canalón. Encendió su pipa de arcilla roja…, porque, por prudencia, no fumaba dentro de la tienda… y, volviendo la espalda a la labor del día, espió a los transeúntes que regresaban a sus casas.

—Ahí viene monsieur Desnet, que tuerce la esquina de la calle del Canal —murmuró —. El campanero podría poner en hora el reloj de la ciudad guiándose por el paso de monsieur Desnet: es hombre muy respetable. Mademoiselle Bulus se retrasa.

Por lo regular, se cruzan delante del café de la Trompeta, en donde monsieur Desnet no entra más que los domingos después de la misa de once. ¡Ah, ahí llega!.. Se saludarán delante de la casa del profesor Deltombe. Si la lluvia no cayese, se pararían un momento para hablar del tiempo y de su respectiva salud. Y el perro del profesor se pondría a ladrar… El mercero suspiró. Aquella infracción a la norma de las cosas le desconcertaba. La tarde de octubre gravitaba sobre los tejados del Ham y el fuego de la pipa ponía una mancha rojiza en la barbilla de monsieur Notte. El coche de ruedas amarillas dobló la esquina del puente.

—Llega monsieur Pinkers… Mi pipa se apagará pronto.
Era una pipa de cazuelilla minúscula que no admitía más que un par de pulgaradas de fuerte tabaco flamenco. Una bocanada de humo se difundió por el aire y subió dando vueltas en la oscuridad.
—¡Oh, qué bien ha salido! —exclamó maravillado el fumador—. Y no lo he hecho a propósito… Se lo diré a monsieur Hippolyte.

Así acababa la jornada laboral de Théodule Notte y empezaban las horas de descanso, que consagraba a la amistad y a la distracción.
Toc, toc, toc.
Un bastón con contera de metal golpeaba la acera en la lejanía brumosa de la calle. Monsieur Hippolyte Baes apareció. Era bajito, de piernas cortas, vestido con una elegante levita varonesa y cubierto con un sombrero de copa irreprochable. Desde hacía treinta años venía todas las noches a jugar su partida de damas a La bobina de hierro, y su correcta aparición provocaba la admiración de Théodule. Cambiaron frases de bienvenida en el umbral, espiaron un momento la marcha de las nubes surgidas del Oeste para sacar conclusiones meteorológicas y luego entraron.

—¿Cierro las contraventanas?
—Que golpeen lo que quieran. ¿Qué nos importa?— declamó monsieur Baes.
—Me llevo la lámpara.
—La luz— dijo monsieur Hippolyte.
—Hoy, martes, cenaremos juntos antes que le gane en el juego de damas— insinuó Théodule.
—De ninguna manera, amigo mío. Hoy pienso ganarle a usted.

Aquellas frases sempiternas, cambiadas desde hacía tantos años, en el mismo tono, acompañadas de los mismos gestos, despertando idénticas reacciones de alegría y de malicia, daban a los dos viejos una reconfortante sensación de inmutabilidad. Los hombres que dominan el tiempo, no permitiendo que las vísperas sean diferentes de los días siguientes, son más fuertes que la muerte. Ni Théodule Notte ni Hippolyte Baes lo decían, pero lo experimentaban como una verdad profunda contra la cual nada prevalecía. El comedor, que la lámpara de petróleo iluminaba ahora, era pequeño, pero de techo muy alto. Un día monsieur Notte lo comparó con un tubo de chimenea y él mismo se asustó de la exactitud de la imagen. Pero, tal como era, con el techo invadido de sombras y de misterio, agujereado por la luna minúscula del hueco de la lámpara, agradaba mucho a los dos amigos.

—Hace exactamente noventa y nueve años que mi madre nació en esta habitación —decía Théodule—. Porque, en aquella época, el piso estaba realquilado al capitán Soudan. Sí, cien años menos uno. Yo tengo cincuenta y nueve, y a mi madre, casada a una edad bastante razonable, le concedió Dios su hijo a los cuarenta años.
Monsieur Hippolyte contó con sus deditos nudosos.
—Yo tengo sesenta y dos. Conocí a su madre, una santa, y a su padre, que fue el que puso la muestra de La bobina de hierro. Tenía una hermosa barba y le gustaba bastante el vino. He conocido también a las señoritas Beer, Marie y Sophie, que frecuentaban la casa.
—Marie fue mi madrina… ¡Cuánto la quería!— exclamó, suspirando, Théodule. —…y al capitán Soudan —continuó Hippolyte Baes—. ¡Un hombre espantoso!
El suspiro de Théodule se hizo más profundo.
—Sí, un hombre terrible. A su muerte, dejó todo su mobiliario a mis padres, que no cambiaron nada de la disposición de las habitaciones que él ocupó.
—Como usted, amigo mío, tampoco cambió nada de ellas.
—¡Oh, no! Yo…, ya lo sabe usted…, no me atrevería a hacerlo.
—Actuó usted muy sabiamente, amigo mío —respondió gravemente el viejecillo, retirando la tapadera de una fuente—. ¡Vaya, vaya! Aquí tenemos cordero asado y frío en su jugo, y apuesto a que esta terrina oscura contiene pasta de pollo de casa Cerneau.

Baes hubiera ganado seguramente su apuesta, porque el orden de las minutas del martes por la noche cambiaba muy raramente. Comieron lentamente, triturando finas galletas con mantequilla que monsieur Hippolyte mojaba ávidamente en el jugo.

—¡Es usted un cocinero de primera, Théodule!

Aquel cumplimiento tampoco variaba jamás. Théodule Notte vivía solo; buen comedor, pasaba los largos ratos que le dejaba su tienda poco visitada en confeccionar platitos delicados. El trabajo duro de la casa estaba confiado a una vieja mujer sorda que se consagraba a él todos los días durante un par de horas, moviéndose y desapareciendo como una sombra.

—¡A las pipas, a las copas y a las damas!— exclamó Hippolyte cuando hubieron saboreado, a guisa de postre, un enorme flan de membrillo.

Las damas blancas y negras se pusieron a viajar por el tablero de damas. Así sucedía todas las noches, excepto los miércoles y los viernes, días en los cuales monsieur Hippolyte Baes no participaba de la cena de su amigo, y el domingo, que no acudía a la tienda. Cuando sonaban las diez en el reloj de alabastro, se separaban, y Notte acompañaba a su amigo hasta la puerta, blandiendo en alto, como una antorcha, una lamparilla de grueso cristal azul. Inmediatamente, se metía en la cama, situada en el dormitorio del segundo piso y que había sido la de sus padres. Pasaba de prisa por el descansillo del primer piso, por delante de las puertas cerradas de las habitaciones del capitán Soudan, puertas estrechas y altas, tan negras que agujereaban las tinieblas de las paredes negras de mugre y de noche. No las miraba jamás ni jamás se le ocurría la idea de empujarlas y permitir a la luz de la lamparita azul que penetrase en las habitaciones que aquellas puertas guardaban. Solamente entraba en ellas los domingos.

El piso del difunto capitán Soudan no tenía, sin embargo, misterio alguno. El dormitorio era como otro cualquiera, con su alto lecho de baldaquino, su mesa de noche cilíndrica, sus dos armarios de nogal brillante y su mesa redonda de barniz quemada por la pipa y los cigarros, y marcada por las manchas redondas de los viejos vasos y botellas. Pero el capitán parecía haber querido compensar, por la comodidad y el valor del salón, la mediocridad del dormitorio. Un enorme armario, espléndido, ocupaba completamente una de las paredes; dos sillones Voltaire, de terciopelo de Utrecht, sillas masivas forradas de cuero de Córdoba punteado de cobre dorado, un hogar de pesados morillos, una mesa esculpida, dos veladores de Boule, un enorme espejo de chimenea con marco dorado y, por último, una biblioteca llena de libros hasta ras del techo, llenaban la habitación, haciendo, a causa del exceso de muebles, difícil moverse en ella. Para monsieur Théodule Notte, que no abandonaba su casa más que para hacer breves visitas a proveedores próximos, el salón del capitán Soudan ofrecía silenciosas, pero incomparables fiestas dominicales. Acababa de comer alrededor de las dos de la tarde, se ponía una bonita bata de cuello bordado, se calzaba unas zapatillas bordadas, se ponía un gorro de seda negra en la cabeza, que ya iba volviéndose calva, y empujaba la puerta del salón. El aire allí era pesado, olía a cuero viejo y a polvo; pero Théodule Notte detectaba allí efluvios lejanos, misteriosos y cuán maravillosos.

Del viejo Soudan no guardaba más que la imagen confusa de un inmenso anciano, vestido con una hopalanda rojiza, fumando delgados cigarros negros; pero los rostros de su padre, de hermosa barba negra, y de su madre, delgada y silenciosa, y de las hermosas y lozanas señoritas Beer, sólo le parecía que habían desaparecido el día anterior. Sin embargo, hacía ya más de treinta años que la muerte se los había llevado a todos en muy pocos años. Recordaba que cinco años escasos habían bastado para apagar para siempre aquellas cuatro existencias que formaban una parte tan enorme de la suya propia. Se reunía en el minúsculo comedor del piso bajo para ágapes en los que esas cuatro finas bocas le habían dejado el gusto. Pero, el domingo, a la hora en que las viejas del Ham, arrebujadas en sus gruesos capuchones de seda negra, se dirigían a las vísperas de Saint-Jacques, se instalaba en el salón del primer piso. Monsieur Théodule Notte recordaba… Con mano vacilante, papá Notte retiraba uno o dos libros de la biblioteca bajo la mirada ligeramente desaprobadora de su mujer.

—¡Vamos, Jean-Baptiste, deja eso!.. No se aprende nada bueno en los libros.
El buen barbudo protestaba débilmente.
—Stéphanie, no creo que haga mal en…
—Pues sí, pues sí… Basta un libro de misa y un libro de horas para leer. Además, se dan malos ejemplos al niño…
Jean-Baptiste Notte obedecía, un poco desilusionado.
—Mademoiselle Sophie nos va a cantar algo.

Sophie Beer depositaba sobre una silla la obra de tapicería en color que llevaba en un enorme maletín de peluche granate, y se acercaba al armario. Este gesto era el límite de una eterna maravilla para el joven Théodule. La parte baja del armario ocultaba un clavecín corto y bajo, que un esfuerzo ejercido sobre una palanca lateral hacía avanzar hacia el salón y que una maniobra contraria volvía a meter en el inmenso armario. Las teclas del instrumento estaban amarillas como rebanadas de calabaza y emitían al tocar altas notas agudas. Mademoiselle Sophie cantaba con voz agradable y ligeramente temblona:

-¿De dónde vienes tú, nube hermosa, traída por el viento..?
O bien una canción cuyo tema se refería a una alta torre, una golondrina y muchas lágrimas. Aquellas lágrimas de armonía provocaban muchas verdaderas en mamá Notte y hacían temblar los dedos de papá Notte, crispados sobre su hermosa barba negra. Sólo mademoiselle Marie no parecía emocionarse apenas. Cogía a Théodule sobre sus rodillas y lo apretaba contra su pecho enfundado en surach azul.

—Iremos al jardín de las tres mil flores…, flores…, flores…, flores— cantaba muy bajito.
—¿Dónde está ese jardín?— preguntaba Théodule, muy bajito también.
—No te lo diré jamás. Hay que encontrarlo.
—Mademoiselle Marie —murmuraba el pequeño—, cuando yo sea grande, seré tu marido y nos iremos juntos…
—Ta, ta— decía ella, riendo, y le besaba en la boca.

Un fino perfume de flores y de frutos subía de su blusa azul, y Théodule se decía que nada era más hermoso ni más dulce en el mundo que aquella dama de hermosas mejillas sonrosadas, de ojos de muñeca y de vestidos de seda ruidosa. Cuando, un día tórrido de julio, echó un puñado de tierra sobre su ataúd. Théodule Notte comprendió que había amado profundamente a esta mujer que era cuarenta años mayor que él, porque mademoiselle Marie Beer era amiga de la infancia de su madre. Apenas diferían en edad. Un día, ¡oh!, muchos años después de su muerte, un domingo jamás maldecido bastante, descubrió en un cajón secreto de una de las mesas de Boule, cartas que probaban que el anciano capitán Soudan y mademoiselle Marie… Monsieur Théodule Notte no había querido transformar en palabras la vergonzosa imagen que asesinaba el único recuerdo amoroso de su vida. Había sufrido profundamente en su ser y en su memoria. Ocho días seguidos perdió a las damas y, con profunda estupefacción de monsieur Hippolyte Baes, había estropeado un filete con puré de castañas cuya prestigiosa receta le había legado su madre. Fue además el único acontecimiento que marcó sus días desde que ocupaba solo la casa centenaria del Ham, hasta el domingo del mes de marzo, negro de lluvia, de viento y de frío, en que, por no se sabe qué cataclismo secreto, el libro cayó del estante superior de la biblioteca del capitán Soudan.

II.
Sería inexacto decir que monsieur Théodule no había visto jamás el libro, pero eso databa de tan lejos que otro que no fuera él hubiera perdido seguramente todo recuerdo. Ahora bien: aquel día ocho de octubre, enterrado en el tiempo desde hacía casi medio siglo, había permanecido asombrosamente vivo en su memoria. Además, su papel en la vida, ¿no parecía ser precisamente recordar y recordar? Lo inverosímil, lo extraño, todo lo que nos produce náuseas de angustia en la boca, le había saltado al rostro como un gato, aquel día, a las cuatro de la tarde, al volver del colegio. Las cuatro de la tarde es una hora neutra. Huele a café recién hecho y a pan caliente. No causa mal a nadie. Las criadas abandonan las aceras brillantes de agua soleada, y las ancianas, que han vaciado su saco de malicias, abandonan sus observatorios de tul por las cocinas interiores oscurecidas por la bruma del escalfador. Théodule volvía la espalda al colegio con toda la lasitud de su juventud perezosa e ignorante: un odioso problema de aritmética le había cepillado el cerebro.

—¿Para qué me servirá este espantoso problema en el que se trata de hombres que no se atrapan jamás? Papá y mamá ganan bastante dinero y me dejarán una tienda en donde yo lo ganaré a mi vez…
—Los palomos del guarnicionero corren por la placita. Voy a tirarles piedras, porque me gustaría matar el azul— respondió alguien.
Théodule no esperaba ninguna respuesta, porque hablaba para él mismo. Se dio cuenta, entonces, de que iba caminando con un muchacho zambo, el que ocupaba uno de los últimos bancos de la clase.
—¡Vaya! —dijo—. No sabía que venías conmigo… Me parecía que, desde la salida del colegio, Jérôme Meyer me acompañaba, y resulta que eres tú. Hippolyte Baes.
—¿Entonces no has visto que Meyer se ha refugiado en la alcantarilla?— preguntó el joven Baes.

Théodule se rió de dientes para afuera, por agradarle. Apenas le conocía, porque Hippolyte pasaba por ser un mal alumno, poco querido de los maestros, y era de buen tono no frecuentarlo. Sin embargo, aquel día se sentía atraído por él. Las calles estaban vacías, pero llenas de sol y de calor final de estación. Los palomos habían huido y se agrupaban sobre un aguilón lejano. Hippolyte dejó caer las piedras que les destinaba. Los muchachos habían llegado a la altura de una triste y sombría panadería.

—Mira, Baes —dijo Théodule—. No hay más que un pan en el escaparate.
En efecto, los enrejados de mimbre estaban vacíos, las cajas y los bocales no contenían más que tiernos grumos. No había más que aquel pan gris y arcilloso posado sobre el mármol del escaparate, como un islote en medio de la soledad del océano.

—Hippolyte —dijo el pequeño Notte—, hay algo en todo eso que no me gusta.
—Tú no llegarás jamás a resolver el problema de los correderos— replicó su compañero.
Théodule bajó la cabeza. Le parecía que la peor desgracia que podía sucederle era no encontrar esa solución.
—Si se abriese ese pan —continuó Baes—, se vería que estaba lleno de cosas vivas.
El panadero y su familia le tienen mucho miedo. Por eso se han refugiado en el horno de la tahona después de haberse todos ellos provisto de cuchillos.
—Las señoritas Beer les han mandado panes de salchichas a cocer. Son estupendos, Hippolyte. Si logro robar uno, te lo llevaré…
—No vale la pena. Toda la panadería arderá esta noche y todos se quemarán dentro, así como las cosas que viven en ese pan.
Théodule no encontró nada que decir a eso, excepto que era una pena que los panes de salchichas no fueran cocidos.
—En todo caso, tú no los comerás— acabó Baes.
Y una vez más, el pequeño Notte se encontró sin saber qué decir. No podía expresar cómo, en aquel momento, todo detalle, todo fragmento de pensamiento, toda cosa entrevista le eran penosos.
—Hippolyte —dijo—, mis ojos tienen mala vista, tú me hablas con un peine de hierro. Es una suerte que el viento no me traiga el olor de las cuadras y, si una mosca debía posarse sobre mi cabeza, tendría seis patas de acero que hundiría en mi cráneo.
La respuesta fue como un bordoneo que captó mal.
—Tú has cambiado de plano y tus sentidos están en rebeldía.
—Hippolyte —imploré—, ¿cómo es que yo veo al viejo Soudan junto a su biblioteca, pegándose con un libro?
—Bueno, bueno —dijo el joven Baes—, todo eso es perfectamente cierto. Pero entre ver y ver en el tiempo, como tú lo haces ahora…

Théodule no comprendía nada. Un terrible dolor de cabeza le taladraba el cráneo. Le era odiosa la presencia de su compañero, mientras que, al mismo tiempo, la soledad de la calle le llenaba de terror.

—Debe de hacer mucho tiempo que salimos de la escuela— dijo.
Hippolyte movió la cabeza.
—Pues no. ¿Acaso las sombras han cambiado de sitio?
En efecto, la placita no había cambiado sus sombras, ni siquiera la de su alta y ridícula bomba, ni la del carricoche del panadero, que clamaba al cielo por el mal estado de sus varillas.
—¡Ah! Aquí llega por fin alguien— exclamó el pequeño Notte.

La plaza que atravesaban con lentitud era la del Gros Sablon. Era triangular y en cada uno de sus vértices terminaba una calle larga y triste como un tubo de chimenea. En el fondo de la calle de Cèdre era donde se movía una forma humana. Théodule no la reconoció. Era una dama de ancho rostro pálido, iluminado por una tenue sonrisa. Iba vestida con un traje negro bordado con algunos abalorios. Una capota de tul cubría sus cabellos canosos.

—No sé quién es —murmuró—. Pero me recuerda a la pequeña Pauline Bulus, que vive junto a nosotros, en la calle de los Bateaux. Es muy tranquila y no juega con nadie.
De repente, lanzó un grito ahogado y agarró el brazo de Baes.
—Mira…, pero mira… Ya no lleva el vestido negro, sino un peinado de flores. Y, además… llora y grita. Yo no la oigo, pero grita. Se cae… Todo está rojo a su alrededor.
—No hay nada— dijo Baes.
Théodule suspiró.
—En efecto, no hay nada, no hay nada.
—Todo eso se encuentra en alguna parte en el tiempo —dijo Baes con ademán vago e indiferente—. Ven, te convido a una limonada rosa.
Ahora sí habían cambiado las sombras de la plaza. Un rayo de sol se refugiaba contra las fachadas. Los dos colegiales recorrieron una parte de la calle de Ceder.
—Vamos a tomarnos una limonada —dijo Baes—. Aunque esté coloreada en rosa, no por eso deja de ser una limonada. Entremos.
Théodule vio una casita extraña de ladrillos, blanca y como nueva, llena de ventanas ladeadas y cerámicas irisadas.
—Es bonita —dijo—. ¡Y decir que yo nunca la había visto! El hotel del barón Pisacker toca, sin embargo, con el de monsieur Minus; no obstante, este agradable edificio está situado entre los dos. ¡Mira!.. Me parece que al hotel del barón le han quitado algunas ventanas.

Baes se encogió de hombros y empujó una puerta, preciosa como una enorme espetera, donde se podía leer en letras claras sobre un fondo rayado: Taverne de l'Alpha. Penetraron en un rincón paradisíaco, metálico y muy iluminado, como en el corazón de un cristal raro. Las paredes eran todas de cristales, sin dibujos definidos, pero detrás de los cristales palpitaba una luz animada. Abajo, contra el suelo cubierto de una alfombra oscura, había unos divanes continuos, forrados de tela rameada de color de laca encendida. Un pequeño ídolo, de mirada torva, se miraba en un espejo de agua brumosa; su ombligo monstruoso, en forma de pebetero, estaba horadado en una piedra con vetas. Unas cenizas perfumadas ardían aún allí. Nadie acudió. A través de los cristales esmerilados se veía ensombrecerse la luz de la calle. La luz zodiacal, tras las paredes de cristal, corría, alocada, con movimientos bruscos de insecto perseguido. Un ruido de agua corriente venía de los estanques. Entonces, sin que la viese llegar, una mujer se hizo presente contra la luz del ventanal, repentinamente inmovilizada.

—Se llama Roméone— dijo Baes.
Y también, repentinamente, Théodule no la vio más. Pero su corazón estaba oprimido. Algo zozobró delante de sus ojos y sintió un verdadero malestar.
—Vámonos— dijo Baes.
—¡Gracias a Dios que al fin veo a alguien que conozco! —exclamó Théodule—. ¡Es Jérôme Meyer!
Este estaba sentado, en efecto, en el escalón más alto de la casa del comerciante en granos Gryspeerd.
—Eres tonto —le sopló Baes, cuando el pequeño Notte quiso acercarse—. Vas a hacer que te muerda. ¿Es que no sabes distinguir, pues, una persona de un vulgar ratón de alcantarilla?
Vio, entonces, con inexpresable dolor que lo que había tomado por Jérôme Meyer se estaba zampando de una forma comiquísima puñados de granos redondos y, ¡horror!, que una espantosa cuerda rosada y grasosa azotaba sus piernas.
—Ya te lo dije, que se había refugiado en la alcantarilla.

Al fin apareció el Ham, como si fuera un abra. Las señoritas Beer esperaban en el umbral de la tienda paterna, y la cabeza decrépita del capitán Soudan se asomaba a la ventana del primer piso. Su mano, que sobresalía por el reborde de piedra azul, sostenía un libro de un color rojo sucio.

—¡Dios mío! —exclamó mademoiselle Marie—. Este niño arde de fiebre.
—Está enfermo —dijo Hippolyte Baes—. Me ha costado mucho trabajo traerle. Ha estado delirando durante todo el trayecto.
—No he comprendido nada de ese problema— gimió Théodule.
—Esa terrible escuela…— deploró mademoiselle Sophie.
—¡Calla, calla! —exclamó madame Notte—. Le vamos a meter en la cama sin tardar.
Le acostaron en el dormitorio de sus padres, que le pareció completamente desconocido y agitado.
—Mademoiselle Marie —suspiró Théodule—. ¿Ve usted ese cuadro que está enfrente de mí?
—Sí, niñito mío. Es Sainte-Pulchérie, una santa muy digna elegida del señor. Te protegerá y te curará.
No —gimió—. Se llama Bulus… Se llama Roméone… Se llama Jérôme Meyer, y es un feo ratón de alcantarilla.
—¡Misericordia! —lloró mamá Notte—. ¡Delira! Hay que llamar al médico.

Le dejaron solo un momento, nada más que un momento. De repente, extraños golpecitos sonaron contra la pared. El niño enfermo vio la tela del cuadro hincharse bajo febriles papirotazos. Hubiera querido gritar, pero era muy difícil. Le parecía que su voz retumbaba en parte distinta a la habitación. Y de pronto un ruido argentino fluyó por toda la casa; una bandada de piedras inundó la fachada, rompiendo los cristales, rebotando en el interior de la habitación. Entonces las cortinas de la ventana se hincharon y, con un rugido de furor, una enorme llama las devoró. Ese fue el comienzo de la grave enfermedad de Théodule que reunió alrededor de su lecho a los mejores médicos de la ciudad y que le dispensó, una vez curado, de volver al colegio. De este día dató su gran amistad con Hippolyte Baes que achacó al delirio todos los incoherentes recuerdos de la jornada del ocho de octubre.

—Roméone, la Taverne de l'Alpha, la transformación de Jérôme Meyer, pamplinas, amigo mío.
—¿Y el cuadro de Sainte-Pulchérie, la lluvia de piedras y las cortinas prendidas fuego?

Mademoiselle Marie asumió la responsabilidad de eso. Ella había encendido un infernillo de alcohol para calentar té. En cuanto a la caída de las piedras, fue preciso admitir que en este momento una parte de la cornisa de la fachada se había derrumbado debido a las continuadas lluvias otoñales. Había en todo eso muy extrañas coincidencias. Se olvidó la cosa. Sólo Théodule continuó recordándolo; pero ese era, hay que convenir en ello, su papel en la vida.

III.
El libro, pues, cayó sobre el parquet del salón sin que nadie pudiese explicar su caída. Es cierto que, en los últimos días, habían pasado por el Ham pesados camiones transportando mercancías del puerto y que todas las casas habían temblado desde sus cimientos, como en los sombríos estremecimientos de un temblor de tierra. Monsieur Théodule reconoció inmediatamente el libro por su cubierta de un color rojo sucio, empañado de polvo y de manchas. Permaneció un buen rato contemplándolo, posado sobre la lana azul de la alfombra. Luego, se agachó para recogerlo con mano vacilante. Su incomprensión fue enorme: ignoraba que existiesen semejantes obras. Era un tratado muy vulgar del Grand Albert, seguido de una sucinta exposición de la Clavícula de Salomón y del resumen de los trabajos de un tal Samuel Podgers sobre la Cábala, la Nigromancia y la Magia Negra, según los escritos de los antiguos maestros de la Gran Ciencia Hermética. Notte lo hojeó sin gran interés y lo hubiera puesto de nuevo en su sitio si unas hojas intercaladas y manuscritas no hubieran llamado su atención.

El papel era de un grano muy fino y precioso, y la escritura, a tinta roja, era muy bella, pero de caligrafía minúscula. En el fondo, después de haber acabado su lectura, Théodule no se consideró apenas más enterado y hasta se sintió poco atraído por su misterio al releer esas páginas. Trataban de la evocación de las fuerzas oscuras, llamadas infernales, y del comercio que los seres humanos podían llevar a cabo con esas terribles entidades. De hecho, constituían una crítica de los antiguos métodos revelados en el libro, rechazándolos como ineficaces y hasta ridículos. «Los hombres», decía el comentarista desconocido, «no pueden alcanzar el plano donde se mueven los ángeles caídos, y es evidente que, para estos últimos, ellos presentan tan poco interés, que no se molestan en abandonar sus regiones para mezclarse directamente en nuestra vida».

La palabra directamente estaba escrita en caracteres grandes. «Pero se debe admitir que existe un plano intermedio que es el del Gran Nocturno».

Esto estaba escrito en la parte baja de una de las cuartillas, y Théodule se dio cuenta, al volver la hoja, de que la continuación, que debía de ocupar varias páginas manuscritas, faltaba. Las siguientes insistían sobre las críticas anteriores, y Notte, que ya se mostraba impresionado por ese nombre de Gran Nocturno, buscó en ellas una explicación más amplia. No encontró sino cosas muy confusas. Sin duda, el autor estimaba haber dicho bastante sobre ello en las hojas perdidas. «Es evidente que el Gran Nocturno teme que se le descubra, porque su conocimiento constituye, para los humanos, que lo hubieran descubierto, una defensa contra él y un debilitamiento de su propio poder».

Théodule se hizo entonces de ello una imagen bastante sencilla que le agradó: esta criatura, si criatura era, sería una especie de lacayo de los Grandes Poderes de las Tinieblas, delegado, para oscuras y culpables tareas, entre los hombres. Volvió a colocar el libro en su sitio sin demostrar gran emoción. Sólo el recuerdo de haber entrevisto el libro rojo entre las imágenes brumosas de una pesadilla infantil le perturbó. Esperó algún tiempo antes de contar todo esto a Hippolyte Baes, el cual, a su vez, hojeó el libro y se lo devolvió, diciendo que, por sesenta francos, se encargaba de encontrar la pareja entre los libreros de viejo. En cuanto al manuscrito, apenas pasó los ojos por él.

—Todo esto nos hace perder un tiempo precioso para nuestra partida de damas— concluyó.

Aquella noche comieron un buen trozo de pato asado, y monsieur Théodule atribuyó a una digestión penosa la noche de pesadillas que siguió. La verdad es que esa noche de pesadillas empezó, no por un sueño, sino por una realidad. Théodule, una vez despedido a su amigo, subió a acostarse, llevando la lamparilla en la mano. Cuando alcanzaba el descansillo del primer piso, la puerta del salón del capitán Soudan se abrió y Notte olió un penetrante olor a cigarro. Se detuvo, ligeramente asustado; cualquiera otra noche hubiera bajado la escalera de cuatro en cuatro peldaños y hasta salido a la cale. Pero había bebido tres vasos de whisky famoso que había comprado a un marinero del puerto. El licor prodigioso proporcionó un valor desacostumbrado a su almita y entró valientemente en la habitación oscura. Todo estaba en su sitio y apenas si aspiraba ya el olor del cigarro. No obstante, le pareció oler otro perfume, más suave, que se expandía por el salón: el de flores y frutas. Se retiró después de haber inspeccionado las dos habitaciones, y cerró con todo cuidado las puertas antes de ganar su propia habitación. Una vez en la cama, experimentó un ligero vértigo; pero logró vencerlo y se durmió.

«¿De dónde vienes tú, nube..?»
Se había despertado y estaba sentado en la cama, muy erguido. El gusto del whisky ponía mal sabor en su boca, sabor amargo y pastoso, pero su mente estaba clara y desprovista de brumas, al parecer. El clavecín sonaba muy bajito, muy claro, en el silencio de la noche.

«Es mademoiselle Sophie», se dijo.
Y su corazón palpitó con fuerza, pero sin temor. Oyó claramente una puerta que golpeaba; luego, unos pasos subiendo la escalera. Eran los pasos pesados y lentos de una persona inmensamente cansada. «¡Es mademoiselle Marie! Sí, sí, presiento que es ella. Pero ¡qué cansada está por haber soportado durante tantos años la tierra que la cubría! Esa tierra que hacía floc, floc, cuando caía sobre su ataúd». La lamparilla ardía con llama minúscula, pero iluminaba suficientemente la puerta, que Théodule vio abrirse con lentitud. No había más que sombra en la abertura y un fino rayo de luna que caía desde una ventana alta de la fachada posterior. Alguien andaba ahora por la habitación, pero Théodule no lo veía, aunque estaba bastante iluminada. La otra extremidad de la cama crujió y comprendió que se había posado en él un gran peso.

«Es mademoiselle Marie se dijo otra vez. No puede ser más que ella».
El peso se desplazó y Théodule tendió la mano hacia el sitio donde veía el edredón de seda roja hundirse. Bruscamente todo su ser se sumió en el terror. Le cogieron la mano, se la apretaron, se la estrujaron. Se trataba de algo abominable que, con furor invisible, se arrojó sobre él.

—Mademoiselle Marie— suplicó.
La cosa retrocedió hacia el otro extremo del lecho y allí hizo un pozo enorme en el edredón y en las mantas. Théodule vio perfectamente el sitio de dos manos gigantes apoyadas sobre la cama y, a continuación, un tronco inverosímil, sentarse en ella. No oía nada, pero tuvo la sensación de una respiración monstruosa a su lado. Abajo, el clavecín volvió a interpretar la canción en una sucesión de tonos horriblemente agudos; luego, se calló bruscamente.

—Mademoiselle Marie…— empezó a decir.
No pudo hablar más. La cosa se arrojó sobre él y lo hundió en los almohadones. De repente, Théodule se puso a luchar con ese innominado ente que le había agarrado y, con un ademán que le costó sus últimas fuerzas, lo arrojó lejos del lecho. No oyó ruido ninguno de caída; pero tuvo la sensación de que el tenebroso enemigo había sufrido una derrota y lo lamentaba. Gracias al rayo de luna que se colaba por la entreabierta puerta pudo ver, al fin, algo. Era informe y muy negro; pero presentía perfectamente que era mademoiselle Marie quien, con sufrimiento inaudito, se movía en un torbellino de sombra. No obstante, la cosa estaba recuperando fuerzas y eso también lo presentía. Pero sabía igualmente que, esta vez, sería vencido de mala manera en esa lucha cuyo final sería para él peor que la muerte. De repente, oyó un ruido extraño, maravilloso y, a la vez, terrible; otra presencia estaba allí, por encima de toda comprensión, espantosa. El clavecín tocó con tono quejoso y muy dulce. Luego, la masa negra se fundió en un humo que siguió al rayo de luna antes de desaparecer.

Un dulzor infinito penetró en el corazón de Théodule. El sueño volvió a él inmediatamente y le acogió como onda salvadora. Pero antes de hundirse en él, en la beatitud del olvido, vio una gran sombra interponerse entre la luz de la lamparilla y él. Vio una inmensa figura vuelta hacia él, tan alta, que el techo se alzó por encima de ella, rodeando su frente de un halo de estrellas. Era más tenebrosa que la noche misma y provista de una tristeza tan grande y tan grave que todo el ser de Notse te estremeció de dolor. Supo, entonces, por una revelación misteriosa nacida en lo más profundo de su alma, que acababa de encontrarse cara a cara con el Gran Nocturno.

Monsieur Théodule no ocultaba nada a su amigo Hippolyte, y le contó todo minuciosamente.
—Un mal sueño, ¿no es verdad? Un sueño muy extraño— dijo.
Monsieur Baes guardó silencio. Por primera vez en su vida, Notte vio hacer a su viejo amigo un gesto que no pertenecía a la norma corriente de los días. El viejecillo subió al piso, cerró la puerta del salón del capitán Soudan y se metió la llave en el bolsillo.
—¡Te prohíbo que vuelvas a entrar allí!— dijo.
Monsieur Théodule tardó tres semanas en construir una llave falsa que le abriese de nuevo la puerta prohibida.

IV.
Mademoiselle Pauline Bulus pasó una piel de ante ambarina por encima del mármol de la chimenea, el archivo de cajas y la cara de algunos bibelots de porcelana y de imitación de Sèvres, aunque no tenían ni una mota de polvo para hacerlo. Por un momento, se preguntó si no haría bien en sustituir las mustias margaritas por algunos crisantemos del tiempo, pero la idea de llenar de agua los altos y finos jarrones de porfirio blanco, que se alzaban a ambos lados de la chimenea, le hizo temblar. El espejo le devolvió, a la suave claridad de la lámpara, una imagen que le era poco familiar. Se había hecho ondular el cabello canoso y puesto un rosetón de polvos rosas en las mejillas. De ordinario, llevaba una larga bata de grueso paño color castaño que se asemejaba a un hábito monjil; pero, esta tarde, la había reemplazado por un ligero peinador de seda estampada con florecillas purpúreas. Una bandeja de laca de China ocupaba el centro de una mesa cubierta con un mantel bordado en grandes flores.

—Kummel…, anisete…, coñac…— murmuró a media voz, mirando a través las facetas de los tres frasquitos panzudos.
Tras un minuto de duda, sacó del aparador una caja de hojalata, de la que se desprendió un olor a vainilla.
—Barquillos rellenos…, almendrucos…, paciencias —enumeró con aspecto de gata golosa—. Aún no hace mucho frío. Además, las gruesas velas de la lámpara dan bastante calor.
Un ruido de pasos nacía en la silenciosa calle. Con precaución, Pauline Bulus levantó con un dedo la pesada cortina de tapicería.
—No es él… Me pregunto…
De vivir sola en su casita de la calle Blanchisseurs, había tomado la costumbre de hablar consigo misma o de dirigirse a todas las cosas familiares que la rodeaban.
—¿Sería este un gran cambio para bien en mi vida?
Se dirigía ahora a una figura de barro cocido que tapaba el fondo amarillo claro del papel que tapizaba la pared. Era una cara gorda, tonta y sonriente, que el modelador había titulado «Eulalia».
La pregunta no turbó la serenidad de la máscara de piedra.
—¡No sé, en verdad, a quién pedir consejo!
Se inclinó hacia las colgaduras, pero no oyó más que el fuerte viento barrer las primeras hojas secas del otoño a lo largo de la acera.
—¡Claro que aún no es la hora!..
A Pauline le pareció que una sombra de ironía cruzaba por la gorda cara de Eulalia.
—¡No puede venir hasta que sea completamente de noche! ¿Comprendes, querida? ¿Qué dirían los vecinos?.. ¡En un dos por tres, mi reputación quedaría por los suelos!
Apoyando una mano temblona sobre su escuálido pecho, murmuró:
—Es la primera vez que permito que un hombre me visite. ¡Y por la noche, además! ¡Cuando la mayoría de las personas duermen! Señor, ¿soy mala?.. ¿Voy a caer en el más odioso de los pecados?
Su mirada se fijaba en la llama redonda de la lámpara.
—Es un secreto… No hubiera debido hablar de él a nadie… ¡Ah!
No había oído el ruido de pasos, pero la trampilla del buzón de cartas había emitido un ligero picotazo. Abrió la puerta del salón para alumbrar un poco el tenebroso vestíbulo.
—¿Es usted?.. —murmuró en un soplo, entreabriendo la puerta—. Pase.
Su fina y temblorosa mano señaló un sillón, los frascos y los dulces.
—Kummel, anisete, coñac, barquillos rellenos, almendrucos, paciencias.

No hubo más que un golpe sordo, apagado, enorme. Una mano firme volvió a su sitio los licores y la caja de galletas; luego, bajo la lámpara antes que un soplo breve se apagara. En la oscura calle, el viento era más fuerte y atacaba con frenesí a las contraventanas mal ajustadas de las casas viejas.

—¡Je, je!.. Nada de gritos…, nada de sangre en el peinador estampado con flores. ¡Je, je!.. Sin embargo, recuerdo. Pero era falso, archifalso. Nada de gritos. Nada de sangre… ¡Je, je!

El viento se llevó hacia el río estas palabras extrañas. Era un miércoles por la noche, día en que monsieur Théodule Notte no recibía la visita de Hippolyte Baes. En el salón del capitán Soudan, se hallaba sentado en el sillón, junto al armario del clavecín. Lentamente, volvía las páginas del libro rojo.

—Pues bien —murmuró—, pues bien…
Parecía que esperaba algo, pero nada sucedía.
—¿Valía la pena?— se preguntó.
Y su boca se plegó amargamente.
Regresó al comedor para fumar su pipa y leer bajo la lámpara uno de sus libros favoritos: Las aventuras de Telémaco.
—Dos crímenes en menos de quince días— gimió el comisario de policía Sanders, paseando nervioso por su despacho de la calle Ursulines.
Su secretario, el gordo Porthals, firmó un largo informe.
—La asistenta de mademoiselle Bulus afirma que nada ha desaparecido de la casa, ni siquiera un alfiler. La señorita no tenía amistad con ningún vecino ni recibía a nadie. Por otra parte, no hay ningún rastro de intrusión… ni de nada. ¡Me pregunto si será crimen!
El comisario le lanzó una mirada furiosa.
—Se hundió ella misma el cráneo, ¿no?.. De un simple golpetazo contra la pared, ¿eh?
Porthals se encogió de hombros y continuó:
—En cuanto a ese pobre Meyer, tampoco se sabe qué pensar. Su cadáver fue retirado de la alcantarilla del Molino, en Foulons. Las ratas le habían destrozado terriblemente la cara.
—Podría hablar usted con más delicadeza —le corrigió el comisario—. ¡Pobre Jérôme! ¡No tenía más que amigos! ¡La garganta abierta, y cómo! ¡Ah, la bestia que ha hecho eso no tiene entrañas!; ¡puaf!
—¿Va a detenerse a alguien?— preguntó el secretario.
—¿A quien? —ladró el comisario—. Consulte el periódico, la columna de los recién nacidos, y elija entre ellos, si gusta.
Pegó el enrojecido rostro contra el cristal de la ventana y saludó con un ligero movimiento de cabeza a monsieur Notte que pasaba por la calle.
—¡Tenga! ¡Póngale las esposas a ese idiota de Théodule!— exclamó.

Porthals estalló en una carcajada ruidosa. Monsieur Notte cruzó la plaza del Gros Sablon, echó una mirada amistosa a la alta bomba y se metió por la calle Roitelet. Al llegar delante del hotel Minus su corazón se sobresaltó. Durante un breve segundo, vio una puerta de cobre rojo y las palabras brillantes: Taverne de l'Alpha. Pero, cuando se acercó, no encontró más que las sucias fachadas de siempre. Mientras que atravesaba la antigua calle de Peignes, vio una puerta abierta sobre un jardincillo pobre, donde una mujer alta y delgada daba de comer a unos pollitos esqueléticos. Se entretuvo un momento en mirarla y, cuando ella alzó los ojos, la saludó. La mujer pareció no conocerle y no le devolvió la cortesía.

—Me pregunto —decía Théodule— dónde puedo haberla visto, porque, a fin de cuentas, yo la he visto en alguna parte, de eso no hay duda.

Siguiendo a lo largo del parapeto de piedra del puente de Lait Tourné, se dio un golpazo en la frente con la mano:

—¡Sainte-Pulchérie! —exclamó—. ¡Ah! ¡Cómo se parece a la santa del cuadro!..
Había cerrado la tienda aquel día y se daba prisa en volver a encontrar el Ham familiar.
«Esta noche cenaremos pollo con vino —se dijo—, y monsieur Hippolyte podrá traer uno o dos panes de salchichas que he mandado a cocer a casa del panadero Lambretchs».
Pulchérie Meire dejó con disgusto el plato donde se enfriaba un caldo de cebollas poco apetitoso.
—¡Las once! —gruñó—. Vamos a ver si puedo ganar todavía unos céntimos.

De once a una de la mañana se ponía a la puerta de los cafés que cerraban tarde para presentar a los últimos clientes su grotesca pacotilla de galletas crujientes, huevos duros y habas fritas. En otra época había sido una muchacha muy bonita, muy solicitada por los hombres, pero aquellos años felices huyeron muy pronto. Su asombro fue grande cuando, al abandonar la oscura calle Epingles, vio una sombra ponerse a su paso.

—¿Puedo ofrecerle..?— vaciló una voz en la sombra.
Pulchérie se detuvo y señaló las ventanas rosadas de una taberna próxima.
—No, no —protestó el hombre—. En su casa, si no le importa.
Pulchérie se echó a reír al decirse que, según el proverbio, de noche todos los gatos son pardos.
—Si eso no me hace perder la ganancia de esta noche… —dijo—. Yo hago a veces más de cien francos.
Por toda respuesta el hombre hizo sonar algunas monedas de plata en su bolsillo.
—Bueno —aceptó Pulchérie—. Abandono el trabajo por una noche… En mi casa tengo cerveza y ginebra.
Caminaron juntos por la plaza del Marché completamente desierta y fue Pulchérie quien hizo todo el gasto de conversación.
—La vida es dura para una mujer sola. He estado casada; pero mi marido me abandonó por una puerca que hace las ferias por las provincias. Si recibo a alguien en mi casa, tengo derecho a ello, ¿no es verdad?
—¡Muy cierto!— respondió el hombre.
—Pero no puedo tenerle hasta mañana…, por los vecinos, que son muy malos.
—¡Comprendido!
La mujer abrió la puerta del jardincillo y le cogió la mano.
—Déjeme que le guía. Tenga cuidado, hay dos escalones…
La cocina donde introdujo al visitante nocturno era pobre pero muy limpia; las baldosas rojas brillaban y, en la alcoba, la cama revelaba atrayentes blancuras.
—Está todo muy limpio, ¿eh?— exclamó ella con orgullo.
Luego se volvió hacia él, socarrona cuando menos.
—Así, pues, acosa a las damas en la calle, ¿eh, malvadito?
El hombre gruñó, con la cara vuelta hacia la puerta.
—¿Cerveza o ginebra?
—¡Cerveza!
—Bueno. Yo bebo de lo que gotea.

Se dirigió a un armario de muñeca y retiró un caneco de barro azul. En un rincón, cubierto de un trapo húmedo, un barril dejaba caer a pequeños ruidos gotas de cerveza en un grueso cuenco de escayola.

—Es cerveza de Duyckers —anunció la mujer—. ¡Le debería gustar esta!
—La bebo algunas veces— gruñó el hombre.
Bebieron. La mujer había encendido una lámpara de cristal con mecha lisa que apenas alumbraba la mesa y los vasos.
—Está usted bien instalada aquí— dijo el hombre, cortés.
Pulchérie Meire era sensible a las atenciones y al civismo masculino, del que estaba falta desde hacía mucho tiempo.
—Para ser pequeña, mi casa no es menos que otras. El viejo Minus la separó de su propia mansión, no se sabe por qué, y la alquiló.
—Minus…— repitió el huésped de medianoche.
—Sí, ese viejo barón de la calle Roitelet. Si se hiciese un agujero en esta pared, se entraría de golpe en sus cocinas.
Se rió de buena gana.
—Apuesto que allí se encontraría menos de beber y de comer que aquí.

Volvió al barril y dejó correr la cerveza desde lo alto para que hiciera espuma en el vaso. Al agacharse, su gruesa echarpe de lana azul se desenrolló. De pronto, la corbata se cerró, se cerró. Pulchérie Meire suspiró profundamente. No era muy fuerte, y casi sin resistencia se deslizó al suelo. Tiraron la lámpara, y la llama verdosa corrió a lo largo del petróleo vertido. Una puerta se cerró, chirriando sobre sus goznes. En el jardín, una gallina, turbada en su sueño, se despertó y cacareó ligeramente. En la sombra, dos gatos se enfrentaron lanzándose asustadizos gritos de guerra. El reloj de Beffroi dio las doce campanadas de la medianoche en el momento en que el sereno Dierick tocaba la trompeta de alarma al ver altas llamas elevarse por encima de los tejados de la vieja calle de Peignes.

—Ya hasta las desgracias nos siguen a nuestra inmediata vecindad —lloriqueó el comisario Sanders—. ¡Un incendio y un cadáver! Me pregunto…
—Si no es un doble delito —acabó Porthals—. Es posible. Todas las cosas se hacen en tres tiempos, a creer la moral de los marineros; pero lo que queda de Pulchérie Meire no es suficiente para probarlo. Es inútil que nos metamos en un caso más.
—Es lo que yo digo —aprobó Sanders, con voz lastimera—. Pero se lo repito, Porthals: en el ambiente hay algo dañino, como en los tiempos de epidemia.
El sereno Dierick, que estaba de plantón, pasó su cabeza de bellota por la abertura de la puerta.
—El doctor Santherix está aquí, y quiere verle, señor!
Sanders suspiró.
—Si hay algo que repique en el caso de Pulchérie Meire, será ese condenado de Santherix quien lo descubrirá.
Y, en efecto, el doctor había encontrado algo.
—Llevo mi informe al procurador del rey —declaró—. Pulchérie Meire fue estrangulada.
—¡Bah! —protestó Porthals—. Si de ella quedaban solamente algunas cenizas grasientas.
—Vértebras del cuello rotas —respondió el médico—. La cuerda de la horca no lo hubiera hecho mejor.
—¡Tres! —suspiró Sanders—. ¡Y que no me encuentre en víspera de retirada!.

Con letra fina y apretada, se puso a rellenar largas páginas de papel cuadriculado que iba pasando a su ayudante. Un agente trajo lámparas y, cuando las ventanas del café del Miroir se alumbraron, los dos policías continuaban aún ennegreciendo páginas.

—¡Se acabó la buena vida!— maulló Sanders, frotándose las manos, que se le quedaban heladas.
—Si yo tuviese en mis manos al hijo de perra que nos ha jugado semejante faena —añadió Porthals—, sería capaz de robar el puesto al verdugo.

V.
Monsieur Théodule quedó algún tiempo a la escucha de los ruidos de la calle. Los pasos de monsieur Baes se acallaron, y solamente el golpeteo de su bastón a lo largo del borde de la acera se oía aún. Se oyeron por espacio de algunos segundos más. Ya en la habitación del capitán Soudan, encendió todas las velas de los candelabros y se instaló en la butaca. El libro rojo estaba sobre la mesa, al alcance de su mano, y Notte la puso sobre él con toda solemnidad.

—O yo he comprendido mal tu ciencia o he llenado todas las condiciones, ¡y me debes lo que me debes!— dijo con cierto énfasis.
Miró a su alrededor, esperando algo. Pero la puerta no se abrió y las llamas de las velas continuaron rectas. Ningún desplazamiento de aire, ningún viento, las movía. Théodule retiró la mano y se la llevó a la frente.
—Para un hombre que, en el colegio, no comprendía nada sobre el problema de los corredores, tiene que ser muy difícil comprender lo que hagas para mí, ¡oh extraño libro rojo!, y más difícil aún para… actuar según tu terrible voluntad.
Gotas de sudor perlaban sus sienes.
—Obedecer al Destino…, todo estriba en eso, diría Hippolyte. Pero eso no me explica nada. Ahora bien: ese destino me parece que está encerrado en aquella jornada del ocho de octubre. Mi vida se detuvo allí de alguna forma; su marcha fue bloqueada ese día como un freno potente detiene un coche. ¿Qué o quién quitará ese freno?
Continuó lamentándose, dirigiendo una mirada de reproche al libro rojo.
—¿Me habrás mentido, libro sabio?

Se sobresaltó. Nada había sucedido, nada se había movido en la habitación, pero él se puso en pie y se dirigió de prisa hacia la puerta, empujado por una fuerza que se revelaba fuera de sí mismo.

—No he pedido nada —soliloquió, mientras bajaba la escalera—; pero alguien sabe lo que yo deseo verdaderamente, cuál es el único fin de mi vida. ¿Voy a saberlo hoy?

El Ham estaba desierto cuando subió por él hacia la parte alta de la ciudad. El puente de Latí Tourné sonó bajo sus pisadas y, al cruzar la explanada de Saint-Jacques no vio ya ninguna luz en los cafés.
«Debe de ser muy tarde— se dijo».
No experimentó ninguna extrañeza al ver una ancha franja de luz que agujereaba las tinieblas de la calle Roitelet. Respiró profundamente y una repentina fiebre se apoderó de él.
—¡Por fin…, ahí está…, la Taverne de l'Alpha!
Empujó la puerta y volvió a ver los divanes bajos, el monstruoso ídolo de piedra y las vidrieras, tras las cuales palpitaba la misteriosa claridad.
—Roméone!— gritó.
Sin que la viese llegar la encontró a su lado.
—Aquí está —dijo Théodule—. Ahora sé lo que he deseado toda mi vida.
Ella fijó una larga mirada sobre él. Luego murmuró en voz baja:
—¡Ah! ¡Qué dulce sería para mí vivir ahora!
—¿Vivir?
Se apretó contra él y Théodule sintió que le invadía un gran frío.
—¡Hace tantos años que estoy muerta, pequeño!
Théodule gritó de terror; pero, al mismo tiempo, le invadió una terrible alegría.
—Roméone…, sí, te reconozco perfectamente; sin embargo, encuentro a alguien más en ti.
Un brazo suave y robusto le rodeó. Se sintió atraído sobre un cuerpo firme, pero frío.
—¡Mademoiselle Marie!
—Si así lo quieres… respondió ella—. Un día te darás cuenta, tal vez, que, para ser extraña y terrible, la verdad es sencilla: Hubo años entre nosotros, ya no los hay. ¡Ven!
Tras las vidrieras, la claridad enloqueció repentinamente. Théodule la señaló con el dedo, pero Roméone le apartó vivamente la mano.
—¡No, no! ¡Haz como si no estuviera ahí!
—¿Qué hay detrás?— preguntó.
La mujer hizo un gesto de espanto.
—Siempre habrá tiempo de saberlo, pequeño, cuando no tenga más remedio que volver allí y tú también…
Puso sus labios sobre los de él para evitar una pregunta.
—Hace tantos años que te he besado así… —dijo febril—. ¿Te das cuenta ahora de quién soy?
—¡Oh, sí! Roméone… No, mademoiselle Marie. ¡Te he amado! ¡Ahora ya sé cuál era mi destino: amarte! Por eso he obedecido al libro; he solicitado la ayuda del… Gran Nocturno.
La mujer lanzó un grito espantoso.
—¿Y me has arrancado de la tumba por eso?
Théodule trató de separarse un poco de ella.
—El pasado… Yo soy el hombre que sólo ha vivido para él…, que he consagrado mi tiempo a mi recuerdo. Comprendo. ¡Me vuelven a él!

Tres días más tarde, el comisario Sanders comenzó un nuevo informe que su ayudante releyó, retocó y del que hizo tres copias. La apostilla que se le añadió decía: Desaparición del llamado Théodule Notte El pobre Sanders se hubiera hundido en la más negra demencia si hubiese podido ver que, a aquella hora, el llamado Théodule Notte fumaba beatíficamente su pipa delante de la gran bomba del Gros Sablon, a treinta pasos de la Comisaría. Dos horas después, se cruzaba con él delante de las ventanas iluminadas del café del Miroir, y, hacia medianoche, doblaba, al mismo tiempo que él, la esquina de la calle Roitelet para dirigirse a la Taverne de l'Alpha. Claro que esta taberna no existía para Sanders ni para los demás, porque se situaba fuera del tiempo del buen comisario y de sus conciudadanos, así como la propia vida de monsieur Notte. Ni Sanders ni los otros estaban iniciados en los misterios del libro rojo, y el Gran Nocturno no se preocupaba de ellos. Esta vida de Théodule Notte no se parecía en nada a un sueño. El bello cuadro de la taberna y el ardiente amor de Roméone o de mademoiselle Marie eran suficientes para hacerla tangible y bella.

—¿No quieres volver a ver a «los otros»?— preguntó un día la mujer amada.
Théodule tardó algún tiempo en comprender lo que quería decirle. Era un hermoso domingo por la tarde, un poco frío, pero claro y agradable. Abandonaron la taberna y descendieron por la calle del Roitelet. La plaza de Saint-Jacques estaba llena de gente, porque habían levantado en ella un quiosco donde una banda tocaba a bombos y platillos. Pasaron a través de la muchedumbre, invisibles para ella, puesto que se movían fuera de su tiempo. En el momento en que atravesaban el puente y vieron la profundidad soleada del Ham abrirse ante ellos, monsieur Notte se estremeció.

—¿Vamos…, a mi casa?— preguntó.
—Sin duda alguna— respondió mademoiselle Marie, presionándole con cariño el brazo.
—¿Y…?— empezó a decir, con un poco de angustia.

Ella se encogió de hombros y lo arrastró. Cuando empujaron la puerta de la tienda, oyó una apagada canción procedente del piso: ¿De dónde vienes, hermosa nube… empujada por el viento…? Apenas si se asombró de encontrar, en el salón del capitán Soudan, a mademoiselle Sophie, instalada delante del clavecín, ni de volver a su madre, bordando espantosas zapatillas amarillas, ni de sentarse al lado de su padre, que fumaba una larga pipa de Holanda. Nada en esta reunión dominical hacía pensar que treinta años de sepultura había separado a esos seres. No hubo ninguna frase de saludo ni nadie se extrañó de ver a Théodule viejo, con más de cincuenta años, al lado de mademoiselle Marie. Théodule vio que su amiga llevaba un grueso traje de lana bordado con azabache, y no la fina tela de seda, bordada en plata, que llevaba Roméone al salir de la Taverne de l'Alpha. Pero él aceptó todo esto como perteneciente a las cosas normales. Cenaron con muy buen apetito y Théodule volvió a saborear con placer una salsa con vino y otros platos cuyo secreto había guardado siempre celosamente su madre.

—¡Vamos, Jean-Baptiste!… No se aprende nada bueno en los libros.
Así reprendía solamente mamá Notte a su marido, que se había atrevido a echar una mirada de soslayo hacia la biblioteca. Se separaron cuando acabó la noche. Thédole y mademoiselle Marie regresaron a la Taverne de l'Alpha.

—¡Vaya! —exclamó de pronto—. no hemos visto al capitán Soudan.
Su compañera se sobresaltó.
—No hables de él —suplicó—. ¡Por nuestro amor, no hables jamás de él!
Théodule la miró con curiosidad.
—¡Jé, jé! —exclamó—. Sea… No te preocupes.
Luego, sus ideas se bifurcaron.
—Me parece que todo lo que mamá y papá han dicho, lo habían dicho ya; que yo ya había oído el concierto de la plaza de Saint-Jacques y hasta recuerdo haber comido…
Su compañera le interrumpió con alguna impaciencia.
—Evidentemente… Esas no son más que imágenes pasadas entre las cuales estás errando ahora.
—Entonces, ¿papá y mamá Notte y mademoiselle Sophie continúan… realmente muertos?
—Claro que sí…
—¿Y tú?
—¿Yo?
Dijo esa palabra envuelta en un grito tembloroso de horror.
—¿Yo? Tú me has arrancado de la muerte para que sea tu propiedad, tu… Por un momento, él creyó ver algo que cambiaba en ella. Entrevió algo negro, monstruoso y espantosamente hostil; pero fue tan breve que pudo sospechar que se trataba de un juego de sombras, porque, en ese segundo, las finas llamas de las velas vacilaban en el viento de la tarde que se colaba por una ventana abierta.
—Nunca he deseado nada más que esto —dijo con simplicidad—, pero no llegué a fijar este deseo ni a expresarlo.

No fue ya cuestión entre ellos este extraño y doloroso intermedio. Vivían días tranquilos y gozosos, sin abandonar para nada la taberna, y monsieur Théodule no pensó en regresar más al Ham para moverse allí entre imágenes. Una noche se despertó y tendió la mano hacia la almohada donde debía reposar la cabeza de su amiga. El sitio estaba vacío y helado. Llamó y, al no recibir respuesta alguna, abandonó el dormitorio. La casa le pareció extraordinariamente desconocida y tuvo la sensación de hundirse en un mundo de ensueño, irreal y esfumado. Subió escaleras, bajó otras, atravesó habitaciones bañadas en claridades pobres y siniestras. Sin embargo, volvió a encontrar la suya, con la cama vacía. Se le crispó el corazón. Un sentimiento nuevo y desgarrador acababa de nacer en lo más profundo de su ser.

«Se ha marchado… Ha ido a su encuentro… Lo sé, porque tengo la prueba de ello en las cartas que encontré en el secrétaire de Boule».

Se lanzó a la calle como un nadador al mar, y recorrió a grandes zancadas la plaza de Saint-Jacques, pasó los dos puentes y se hundió en la espesa sombra del Ham. Un rayo de luna se agarraba a la gruesa bobina de hierro de la mercería y Théodule observó durante un rato la fachada. La claridad lunar cambiaba los escasos fulgores interiores que él creía ver por entre las aberturas de los estores.

—¡Ah! —gruñó de pronto—. Él está en mi dormitorio. Él ha encendido las velas. ¡Él lee en su infame libro rojo y ella está al lado de él!

Su llave abrió la puerta de la tienda, cuyos cerrojos no habían sido corridos. En cuanto alcanzó los primeros peldaños de la escalera llegó a su nariz el olor del cigarro. Anduvo sin dificultad en la oscuridad, ayudado por un poco de luna que se filtraba por una claraboya de los pisos superiores. En el primer piso, una raya de luz subrayaba la parte de una puerta. Théodule se lanzó al interior de la habitación. Seis velas ardían en los altos candelabros de cobre y un poco de brasa enrojecía aún el hogar de la chimenea.

—¡Ah! —exclamó una voz ronca—. ¡Es usted!
El viejo capitán Soudan, sentado en la butaca Voltaire, levantó hacia él una cabeza calva y dejó el libro sobre la mesa.
—¿Dónde está ella?— gruñó Théodule.
El anciano le miró fijamente, pero no respondió.
—Me lo va usted a decir… No me la quitará más… He hecho todo lo que me ha aconsejado su asqueroso libro y la quiero, ¿me oye usted?
Por la vidriosa mirada del capitán pasó un ligero fulgor.
—¿Se marchó? —preguntó con una voz espantosamente profunda—. Sí…, sí.
Le bastó un rayo de luna para huir. Por tanto, se marchó…
Volvió a coger el libro rojo.
—¡Deje su infame libraco y respóndame! —gritó Théodule—. Quiero saber en dónde está.—¿En dónde está?.. ¿De veras?.. Esa es la cuestión: ¿en dónde está?

Una enorme sombra parpadeó en la pared de enfrente y Notte vio que las tres velas de uno de los candelabros acababan de apagarse a la vez. Por las aberturas de los estores era visible el rayo de luna, el cual se deslizó hasta la butaca del capitán. Théodule avanzó hacia él, con las manos amenazadoras.

—Le odio —gruñó—. Me la quitó usted en mi juventud y quiere volver a robármela ahora.
Las manos estaban a la altura de los hombros del viejo, que permanecía inmóvil, hundido en los almohadones de su asiento. Las llamas de otras tres velas se desvanecieron, como si las hubieran soplado bruscamente; pero los rayos de la luna dibujaban claramente la forma agazapada del capitán sobre la pantalla de tinieblas.

—Voy a matarle, Soudan— murmuró Théodule.
Agarró algo frío y fofo, oyó un estertor y una risita. Después notó sus dedos cerrarse sobre el vacío.
—¡Muerto! —gritó—. ¡Ya no me la quitará mas!

De repente, las contraventanas golpearon, se abrieron de par en par y una amplia claridad lunar invadió el salón. Théodule dio un grito de espanto: una masa brumosa se movía en la habitación y rodaba hacia él con una ferocidad que él adivinaba más que veía. Por la verde claridad vio pasar manos fantasmales y gigantescas, mientras se precisaba un rostro terrible.

—¡Mademoiselle Marie!— sollozó, recordando la pesadilla de una noche lejana.
La cosa innominada fue hacia él, ahogándole, aplastándole, soplándole a la cara un espantoso aliento de sepultura. Y la pesadilla se desarrolló de la misma forma que aquella otra noche: la monstruosa bruma retrocedió y huyó, dejando trazos fuliginosos a lo largo de los rayos lunares. Durante un segundo, Théodule entrevió la inmensa y seria cara suspendida en el cielo, entre las estrellas. Luego se achicó y se acercó a la ventana a una velocidad increíble. Las velas se encendieron, las contraventanas golpearon al cerrarse de nuevo, y Théodule volvió a verse en el salón, con los ojos fijos en una butaca vacía. Pero, ante el fuego que agonizaba, se hallaba en pie, mirándole con una sonrisa un poco triste, monsieur Hippolyte Baes.

—¡Hippolyte!— exclamó.
No había visto a su antiguo amigo desde que siguiera el destino que le había marcado el libro rojo. Monsieur Baes continuaba llevando su levita veronesa, y su bastón con contera de metal lo tenía colgado del brazo. De golpe, lo alzó y, con la punta, señaló la butaca.

—¿Ya no lo ves?
—¿A quién?.. ¿Al capitán Soudan?
Hippolyte Baes se rió burlón por espacio de unos segundos.
—Un asqueroso demonio… Allá se hacía llamar Tegrath. Se vanagloriaba de ser el demonio de los libros y es el único que ha quedado sobre la tierra.
—Un demonio…, un dominio— balbuceó Théodule, sin comprender.
Su compañero le miró con ternura.
—Mi pobre amigo, el tiempo apremia y no podré hacer ya mucho por ti. Tú has suprimido radicalmente todo lo que le quedaba de vida terrestre al apretar el cuello de esa porquería que el infierno había dejado en la tierra. Pero, al hacerlo, te has colocado en otro plano del tiempo que no podrá ya acogerte…
Théodule se apretó las sienes con las manos.
—¿Qué me ha sucedido?.. ¿Qué he hecho, pues?
Hippolyte puso la mano sobre el hombro de su amigo.
—Voy a decirte algo que va a causarte mucho dolor, pobre amigo mío. El capitán Soudan… no, Tegrath, era… tu padre… Por tanto, tú…
Théodule dio un grito de horror y de desesperación.
—Mamá… Entonces, yo… el hijo de una…
Hippolyte le cerró la boca.
—Ven —dijo—. Ya es hora…

Théodule volvió al Ham, a los dos puentes, a la plaza de Saint-Jacques, pero los espacios que veía no eran ya tan solitarios, le parecía a él. Veía por todas partes sombras y oía confusos rumores. Había luz en la Taverne de l'Alpha en el momento en que Hippolyte empujó la
puerta.

—¡Atención! Hoy ella existe para todo el mundo…— dijo.
Prestó oído atento a los ruidos lejanos de las calles.
—Un hombre, nacido de Dios, fue el Redentor de los hombres —murmuró—. Ahora bien…, un espíritu de la noche, copiando ese gesto de amor y de luz, hizo nacer un hombre…
Miró a Théodule con un poco de afectuoso desprecio.
—Hizo de él el más triste y el más lamentable de los hombres.
—Yo —dijo Théodule—. Triste y lamentable…, ¡oh, sí!
Miró el decorado caliente y familiar de la solitaria taberna.
—Todo el mundo me ha traicionado —suspiró—, y… sin haberme querido.
—¡Sí!
Era un grito sordo que había vibrado en el aire.
—Roméone… ¡Mademoiselle Marie!— exclamó Théodule, y un fulgor de alegría apareció en sus ojos.
Pero Hippolyte Baes negó con la cabeza.
—Alguien se preocupó de tu gran miseria, amigo mío. Pero no podía hacer nada contra el destino que debía ser el tuyo. Sin embargo, anduvo a tu lado, defendiéndote contra los atroces entes de la pesadilla. Trató de detener las horas y de verte hundido en el pasado, a ti, para quien el porvenir no reservaba más que el último de los espantos…
—¡Hippolyte! —exclamó Notte—. Como el día en que caí enfermo, no comprendo nada de esto…, ni a ti mismo.
Baes se volvió de repente hacia la puerta.
—Hay hombres que andan por la calle— murmuró.
Luego, continuando su discurso, dijo:
—Él te seguirá allí donde debes ir, aunque, tal vez, él se haya traicionado a sí mismo…
Théodule se dio cuenta que su amigo hablaba más para sí mismo que en dirección a él.
De golpe, la claridad se hizo en su alma.
—¡El Gran Nocturno!— exclamó.
Baes sonrió y le cogió la mano.
—¡Jé, jé!— se rió burlona una voz a su espalda.
Hippolyte se volvió hacia el pequeño buda.
—¡Cállate, monstruo!— ordenó.
—Me callo— dijo la voz.

La calle se llenaba de ruidos confusos. Théodule Notte tenía los ojos fijos en las vidrieras de las paredes, tras las cuales el fulgor empezó a vacilar. Se llevó la mano al corazón.

—Hippolyte, veo… Pauline Bulus está caída sobre un lado, con el cráneo destrozado, las ratas de la alcantarilla roen el rostro del pobre Jérôme Meyer. La mujer Maire arde dentro de su casa en llamas. ¡Ah! Me hacía falta matar tres veces, según la ley del libro rojo.

De pronto, las ventanas y el cuadrado de cristal de la puerta volaron hechos añicos, y una lluvia de piedras se abatió en el interior de la taberna.

—¡La lluvia de piedras! —exclamó Théodule— El destino se ha cumplido. Así, pues, en aquella espantosa jornada del ocho de octubre, yo viví toda mi vida.
Una muchedumbre abigarrada rugía ahora en la oscuridad de la calle. Linternas y antorchas iluminaban los rostros retorcidos por el odio.
—¡A muerte el asesino!
Tras uno de los cristales rotos, el rostro lívido del comisario Sanders se hizo presente.
—¡Théodule Notte, dése preso!

Hippolyte Baes tendió la mano y un silencio extraño reinó. Théodule le miró con estupor. El anciano acababa de agarrar el buda de piedra y lanzarlo contra las vidrieras, que se desvanecieron como el humo. Théodule vio abrirse ante él una senda tenebrosa, como horadada en una humareda inmóvil y que terminaba en una perspectiva lejana, en medio de un rugido alocado, indescriptible.

—Fue preciso huir por allí— dijo dulcemente Hippolyte Baes.
—¿Quién…, quién eres tú?— preguntó Théodule.
La muchedumbre, lanzando gritos de rabia, invadió la Taverne de l'Alpha, pero Théodule no la veía ni la oía ya. Sus pies pisoteaban un terciopelo negro muy suave.
—¿Quién eres tú— preguntó otra vez.
Hippolyte Baes ya no estaba a su lado, sino una forma inmensa, cuya frente formidable estaba aureoleada de nubes.
—¡El Gran Nocturno!— suspiró Théodule.
—Ven— dijo una voz amiga, que parecía descender de inmensas altitudes, pero que Théodule reconoció como la que se alzaba junto a él durante las agradables cenas y las tranquilas partidas de damas.
—Ven… Hasta en el más allá hay niños prodigios.

El corazón de Théodule Notte estaba en paz, y el ruido del mundo, que abandonaba para siempre, llegaba hasta él como el suspiro de un último soplo de brisa en los altos álamos enhiestos en la paz dichosa de una hermosa tarde.


El hombre con dedos de cobre. Dorothy L. Sayers (1893-1957)

El Club de los Ególatras es uno de los sitios más cordiales de Londres. Se trata de un lugar al que uno puede acudir cuando siente necesidad de narrar el extraño sueño que tuvo la noche anterior, o si desea anunciar el magnífico dentista que ha descubierto. Y si uno quiere y tiene el temperamento de una Jane Austen, también puede escribir cartas a ese club, ya que en él no existen salas en las que esté prohibido hablar, y donde parecer ocupado o absorto cuando otro miembro le dirige a uno la palabra, sería una violación de las normas del club. Sin embargo, no pueden hacerse referencias a la pesca ni al golf. Si la moción del honorable Freddy Arbuthnot es aprobada ante la próxima reunión del comité (y hasta ahora, la opinión respecto a ello parece muy favorable), tampoco se podrá hablar de la radio. Como dijo lord Peter Wimsey el otro día, cuando surgió el tema en la sala de fumar, esos son asuntos sobre los que uno puede conversar en cualquier lugar. Por otra parte, el club no es especialmente exclusivo. A nadie se le niega de antemano la entrada, excepto a los hombres graves y silenciosos. A pesar de todo, los candidatos tienen que superar ciertas pruebas cuya naturaleza quedará suficientemente indicada por el hecho de que cierto distinguido explorador vio rechazada su admisión por aceptar, y fumarse, un fuerte cigarro de Trichinopoli como acompañamiento de un oporto del sesenta y tres. Por otro lado, el querido sir Roger Bunt (el vendedor callejero millonario que ganó el premio de veinte mil libras ofrecido por el Sunday Shriek y lo empleó para fundar su inmenso negocio de abastecimientos en el interior del país) fue altamente recomendado y elegido por unanimidad tras declarar francamente que una jarra de cerveza y una pipa eran las únicas cosas que realmente le importaban. Como lord Peter volvió a decir:

—A nadie le importa la vulgaridad; pero no hay que traspasar los límites de la crueldad.
Aquella tarde en especial, Masterman (el poeta cubista) había llevado con él un invitado, un hombre llamado Varden. Varden había comenzado su vida como atleta profesional, pero un trastorno cardíaco le obligó a dejar una brillante carrera y a emplear su atractivo rostro y su bien formado cuerpo al servicio de la pantalla cinematográfica. Había acudido a Londres, desde Los Angeles, para estimular la publicidad de su nueva gran película “Marathón”, y resultó ser una persona muy agradable y nada envanecida, lo cual fue un gran alivio para el club, ya que, con los invitados de Masterman, nunca se podía estar seguro.

Aquella tarde, en la sala marrón no había más que ocho hombres, incluyendo a Varden. Aquella sala, con sus artesonados, sus luces tamizadas y sus gruesas cortinas azules era quizá la más cómoda y agradable de todas las salas de fumar, de las cuales el club poseía media docena o así. La conversación se había iniciado de forma accidental con el relato hecho por Armstrong de un curioso incidente que había presenciado aquella tarde en la estación del Temple, y Bayes continuó la charla diciendo que aquello no era nada comparado con la cosa verdaderamente extraña que le había ocurrido personalmente una noche de niebla en la carretera de Euston. Masterman aseguró que en los lugares más solitarios y retirados de Londres había una inmensa cantidad de temas para un escritor, y expuso como ejemplo su propio y extraño encuentro con una llorosa mujer y un mono muerto. Entonces, Judson tomó el mando de la conversación, explicando que cierta vez, a última hora de la noche, en un solitario suburbio, se encontró con el cuerpo de una mujer muerta que yacía sobre el pavimento, con un cuchillo clavado en un costado. Cerca de ella, un policía permanecía inmóvil. El preguntó al agente si podía hacer algo, pero el hombre se limitó a decirle:

—Si yo fuera usted, no intervendría, señor. Esa mujer se merecía lo que le ha pasado.
Judson aseguró que no había podido olvidar el incidente, y luego Pettifer les contó un extraño caso de su experiencia como médico. Ocurrió cuando un hombre totalmente desconocido le condujo a una casa de Bloomsbury donde había una mujer padeciendo los efectos de un envenenamiento por estricnina. Aquel hombre le ayudó de la forma más eficaz durante toda la noche y cuando la paciente estuvo fuera de peligro, el tipo salió de la casa y no volvió a aparecer; lo realmente extraño era que cuando Pettifer preguntó a la mujer, ella le contestó, con gran sorpresa, que nunca había visto a aquel hombre, y que le había tomado por el ayudante de Pettifer.

—Eso me recuerda —comenzó Varden— algo aún más extraño que me ocurrió una vez en Nueva York. Nunca he podido averiguar si se trató de un loco o de una broma, o bien si yo realmente escapé de la muerte por casualidad.

Aquello parecía prometedor, y todos instaron al invitado a que continuase su historia. El actor siguió:
—Bien... En realidad, la cosa comenzó hace mucho tiempo... Siete años o así, poco antes de que Norteamérica entrase en guerra. En aquellos tiempos yo tenía veinticinco años y llevaba poco más de dos dedicado al cine. Había un hombre llamado Eric P. Loder, que por aquella época era bastante bien conocido en Nueva York y que hubiera sido un magnífico escultor si no hubiera tenido más dinero del que le convenía, o al menos eso oí decir a los que se dedican a esas cosas. Hacía muchas exposiciones de sus obras, y a ellas acudían montones de intelectuales... Tengo entendido que hizo varias esculturas en bronce muy buenas. Quizá usted sepa algo de él, Masterman.

—No he visto ninguna de sus esculturas, pero recuerdo algunas fotografías publicadas en El Arte de Mañana —dijo el poeta—. Era un buen artista, pero más bien amanerado. ¿No se adscribió a la tendencia criselefantina? Supongo que sólo sería para demostrar que podía pagar los materiales.
—Sí, eso parece muy propio de él.
—Desde luego. Además, fue el autor de un grupo muy relamido y muy feo llamado “Lucina”, y tuvo la desfachatez de reproducirlo en oro macizo y colocarlo en el recibidor de su casa.
—¡Ah, aquello! Sí, a mí me parecía simplemente horrible. Nunca fui capaz de ver nada artístico en aquella idea. Supongo que ustedes le llaman a eso realismo. Me gustan los cuadros o las estatuas que me hacen sentir bien, si no, ¿para qué están? A pesar de todo, en Loder había algo muy atractivo.
—¿Cómo le conoció usted?
—Bien... Loder me vio en aquella película mía “Apolo en Nueva York”. Tal vez ustedes la recuerden. Fue mi primer papel de protagonista. Trataba de una estatua que cobra vida—ya saben, uno de los antiguos dioses—, y de cómo se desenvolvía en una ciudad moderna. La produjo el viejo Reubenssohn. Era un hombre que podía desarrollar cualquier tema con el mayor gusto artístico. En toda la película, de principio a fin, no era posible encontrar un solo átomo de mal gusto, aunque en la primera parte yo no llevaba más vestidura que una especie de capa... tomada de la estatua clásica, ya saben.
—¿El Apolo de Belvedere?
—Me atrevería a decir que sí. Bien, Loder me escribió diciendo que, como escultor, sentía un gran interés por mí, ya que yo me encontraba en muy buena forma y todo eso. Luego me preguntaba si querría hacerle una visita cuando dispusiera de tiempo. Hice averiguaciones respecto al hombre y decidí que aquello sería una buena publicidad. Cuando mi contrato expiró pude disponer de un poco de tiempo, fui a Nueva York y le llamé. Me trató muy amablemente y me pidió que pasase unas cuantas semanas con él. Loder poseía una magnífica mansión a unos ocho kilómetros de la ciudad. La casa estaba atestada de cuadros, antigüedades y cosas por el estilo. Mi anfitrión tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, de aspecto cuidado y de movimientos rápidos y vivaces.

Hablaba muy bien, parecía haber estado en todas partes, haberlo visto todo y no tener buena opinión de nada. Uno podía permanecer escuchándole horas enteras. Conocía anécdotas de todo el mundo, desde el Papa hasta el viejo Phineas E. Groot, del Chicago Ring. Las únicas historias que no me gustaba oír de sus labios eran las picantes. No es que no sepa apreciar un cuento verde, no, señor. No me gustaría que ustedes pensasen que soy un tipo remilgado; pero Loder contaba esas cosas con los ojos fijos en uno, como si sospechara que tú tenías algo que ver con la historia que estaba narrando. He conocido mujeres que obran igual y he visto hombres que también hacen lo mismo con mujeres, provocando en ellas una gran turbación, pero Loder fue el único hombre que me hizo experimentar esa sensación. Sin embargo, aparte de eso, mi anfitrión era el tipo más fascinante que he conocido. Y como digo, su casa era, indudablemente, muy hermosa, y la comida excelente.

En todo le gustaba tener lo mejor. Tomemos a su amante: María Morano. No creo haber visto nunca nada que se le pueda comparar, y cuando uno trabaja en el cine, tiene buenos patrones para comparar la belleza femenina. Era una de esas mujeres lánguidas, imponentes, de bellos movimientos, expresión plácida y suave y amplia sonrisa. En Estados Unidos no se dan mujeres como ella. María era procedente del Sur. Según Loder, había sido bailarina de cabaret, y ella nunca le contradijo. El hombre estaba muy orgulloso de María, y ella, a su manera, sentía una gran devoción por él. Loder acostumbraba a hacerla posar en el estudio, sin que la chica llevase encima más que una gran hoja de parra o algo por el estilo. Ella permanecía en pie junto a una de las esculturas que mi anfitrión estaba siempre haciéndole. Luego el hombre comparaba, punto por punto, a la mujer y a la estatua. En apariencia, en María sólo había unos cuantos milímetros que no eran del todo perfectos desde el punto de vista escultórico: el segundo dedo de su pie izquierdo era menor que el dedo gordo. Loder, desde luego, corregía esto en las esculturas. María escuchaba tales críticas con sonrisa de buen talante y expresión vagamente sumisa, no sé si me entienden. A pesar de todo, creo que la pobre chica algunas veces se sentía cansada de que Loder se metiera así con ella. En ocasiones se ponía a hablar conmigo y me confesaba que lo que siempre había deseado era tener un restaurante propio, con espectáculo de cabaret, muchos cocineros con mandiles blancos y un montón de relucientes cocinas eléctricas. «Luego me casaría y tendría cuatro niños y una niña», continuaba la chica.

Después me citaba los nombres que había elegido para sus hijos. A mí aquello me parecía más bien patético. Al final de una de estas conversaciones entró Loder. El hombre sonreía un poco torcidamente, por lo que me atrevería a decir que, por casualidad, había oído lo que hablábamos. No creo que diera mucha importancia a ello, lo cual demuestra que nunca comprendió de veras a la muchacha. Supongo que al hombre ni siquiera se le ocurrió que una mujer pudiera cansarse de la clase de vida que él daba a María, y si bien Loder era un poco posesivo en su forma de comportarse, al menos nunca la traicionó. A cambio de soportar todas sus charlas y sus desagradables estatuas, María era dueña absoluta de él, y ella lo sabía.

Permanecí allí un mes completo, disfrutando de una temporada extraordinariamente agradable. En dos ocasiones, Loder tuvo una ráfaga de inspiración artística y se encerró en su estudio durante varios días para trabajar, sin permitir que nadie entrase hasta que hubo concluido. Mi anfitrión era bastante dado a esa clase de cosas, y cuando acababa, celebrábamos una fiesta a la cual acudían todos los amigos y aduladores de Loder para echar un vistazo a la obra de arte. Según creo, por entonces el hombre estaba trabajando en la estatua de una diosa o una ninfa, que debía ser vaciada en plata, y María acostumbraba a acompañarle y posar para él. Excepto en estas ocasiones, Loder me acompañaba a todas partes y vimos cuanto había que ver. Admito que, cuando todo esto concluyó, me sentí muy entristecido. Se declaró la guerra, y yo había decidido alistarme cuando aquello sucediese. Mi trastorno cardíaco me impedía ir al frente, pero contaba con lograr, a fuerza de insistencia, alguna clase de trabajo militar, así que hice las maletas y me largué. Nunca hubiera creído que Loder lamentara tan sinceramente decirme adiós. Repitió una y otra vez que volveríamos a reunimos pronto. Sin embargo, yo conseguí un trabajo en los servicios sanitarios y fui mandado a Europa, de donde no regresé hasta 1920, cuando volví a ver a Loder.

El me había escrito antes, pero en el año 1919 yo tuve que hacer dos películas y no pude aceptar su invitación. Sin embargo, en 1920 me encontré de regreso en Nueva York, haciendo la publicidad de «El Estallido de Pasión». Entonces recibí una nota de Loder en la que me pedía que aceptase su hospitalidad, ya que deseaba que posara para él. Aquello representaba una buena publicidad y, además, gratis, así que acepté. Por entonces me había comprometido con la Mystofilms Ltd. para tomar parte en «Los Bosquímanos», aquella película que se realizó en Australia. Telegrafié a los de la productora que me uniría a ellos en Sydney durante la tercera semana de abril. Luego hice mis maletas y me dirigí a la residencia de Loder. El escultor me recibió muy cordialmente, aunque parecía más viejo que la última vez que le vi. Era indudable que se había vuelto más nervioso. Era... —¿cómo podría describirlo?— más intenso, más real, en una palabra. Hizo alarde de su acostumbrado cinismo, como si realmente lo sintiera, y volvió a narrar sus repetidas historias, dando aún más la sensación de que se estaba refiriendo a uno al contarlas. Al principio creí que esta falta de creencia en todo no era más que una especie de pose artística, pero luego empecé a comprender que había sido injusto con él. Pronto advertí que Loder era verdaderamente desgraciado, y en seguida descubrí el motivo. Mientras íbamos en el coche le pregunté por María.

—Me ha abandonado —replicó él.
Aquello me sorprendió de veras. Honradamente, no había supuesto que la muchacha tuviera tanta iniciativa. Indagué:
—¿Es que se ha ido a instalar aquel restaurante que tanto deseaba?
—Le habló de restaurantes, ¿verdad? —dijo Loder—. Supongo que es usted la clase de hombre al que las mujeres hacen confidencias. No. Hizo el idiota. Se fue.

No supe qué decir. Era evidente que estaba tan herido en su amor propio como en sus sentimientos. Murmuré las palabras que se dicen en tales casos y añadí que aquello debió significar una gran pérdida para su trabajo, así como en otros aspectos. Loder me dio la razón. Le pregunté cuándo había ocurrido aquello y si había concluido la ninfa en la que estaba trabajando antes de que yo me fuera. Dijo que sí, que la había acabado y hecho otra, algo muy original, que a mí me gustaría. Llegamos a la casa y cenamos. Mientras lo hacíamos, Loder me anunció que se iba a ir a Europa en breve, pocos días después de que yo mismo me fuera. La ninfa se encontraba en el comedor, en un nicho especial abierto en la pared. Se trataba, realmente, de una escultura maravillosa. No era tan llamativa como la mayor parte de las obras de Loder, y su parecido con María era asombroso. Loder me hizo sentar frente a la estatua, de forma que pudiera verla durante la cena y la verdad es que apenas pude apartar mis ojos de ella. Mi anfitrión parecía muy orgulloso de su obra, y no cesó de decirme lo mucho que le alegraba que a mí me gustase. Me dio la impresión de que Loder había cogido la muletilla de repetirse a sí mismo.

Después de la cena pasamos a la sala de fumar. La habitación había sido reorganizada, y la primera cosa que saltaba a la vista era un enorme banco que había ante la chimenea. Estaba a cosa de medio metro del suelo y consistía en una base como la de una poltrona romana, con cojines y un alto respaldo, todo ello hecho de roble con incrustaciones de plata. Sobre todo esto, formando el verdadero asiento donde uno se instalaba —si ustedes me siguen—, había una gran figura plateada de una mujer desnuda, de tamaño natural, que yacía con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos a lo largo de los costados del diván. Unos cuantos cojines sueltos hacían posible utilizar la obra como un verdadero asiento, aunque debo decir que no era, en absoluto, un sitio cómodo donde sentarse. Como objeto ornamental, para dar una idea de disipación, tal obra hubiera sido excelente, pero ver a Loder acomodarse sobre aquello, junto a su chimenea, me produjo una especie de shock. A pesar de todo, él parecía estar muy encariñado con el diván.

—Le dije que era algo muy original —comentó para mí.
Entonces miré más de cerca y me di cuenta de que, en realidad, la figura era la de María, aunque el rostro estaba más bien abocetado, no sé si me entienden. Supongo que Loder creyó que un tratamiento un poco tosco estaba más de acuerdo con una pieza de mobiliario. Al ver aquel diván, comencé a pensar que mi anfitrión era un poco degenerado. Y en la quincena que siguió fui sintiéndome cada vez más a disgusto con él. Aquel modo de ser suyo cada día se acentuaba más, y a veces, mientras posaba para él, Loder se sentaba en aquel diván y contaba las cosas más brutales, con sus penetrantes ojos fijos en mí, para ver cómo reaccionaba ante tales narraciones. Pueden creer que me hizo un enorme favor, porque comencé a creer que me sentiría más a gusto entre los bosquímanos... Bueno, y ahora viene la cosa verdaderamente extraña. Todo el mundo se echó hacia adelante en sus asientos y prestó expectante atención.

—Fue la noche antes de que yo partiese hacia Nueva York —continuó Varden—. Me encontraba sentado...
En aquel momento alguien abrió la puerta de la sala y fue recibido por un ademán preventivo de Bayes. El intruso se hundió en un gran sillón y se sirvió él mismo un whisky, con el mayor de los cuidados para no molestar al que estaba hablando.

—Me encontraba sentado en la sala de fumar —siguió Varden—, esperando a que Loder llegase. Estaba solo en la casa, ya que Loder había dado permiso a los criados para que acudieran a no sé qué espectáculo o conferencia, y él mismo estaba arreglando sus asuntos para su viaje a Europa y tenía que acudir a una cita con su representante. Debí de quedarme adormecido porque cuando desperté había caído ya la noche. Entonces vi a un joven que estaba muy cerca de mí. El hombre no parecía en absoluto un ladrón, y mucho menos aún un fantasma. Casi podría decir que su aspecto era del todo ordinario. Llevaba un traje gris, un abrigo color beige al brazo y en su mano un sombrero flexible y un bastón. Su cabello era liso y descolorido, y el suyo era uno de esos rostros más bien estúpidos, de larga nariz y con monóculo. Le miré fijamente. Sabía que la puerta de la casa estaba cerrada, pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, él me habló. Tenía una voz vacilante y ronca, y un fuerte acento inglés. Me preguntó:

—¿Es usted el señor Varden?
—Sabe usted más que yo —contesté.
El replicó:
—Perdone que me entrometa; sé que eso parece de mala educación, pero lo mejor que puede usted hacer es irse inmediatamente de esta casa.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No trato de inmiscuirme en asuntos que no me importan; pero debe usted comprender que Loder no le ha perdonado, y mucho me temo que trate que convertirle en un perchero o en el pie de una lámpara eléctrica, o en cualquier cosa por el estilo.

¡Dios mío! Puedo asegurarles que me sentí asombrado. La voz del hombre era tranquila, y sus modales, perfectos y, sin embargo, sus palabras carecían totalmente de sentido. Recordé que suele decirse que los locos tienen una enorme fortaleza, y me dirigí hacia el timbre... Entonces recordé, con un escalofrío, que me encontraba solo en la casa.

—¿Cómo ha entrado? —le pregunté, adoptando una expresión decidida.
—Lamento decir que utilicé una ganzúa —replicó el hombre, de forma tan indiferente como si se estuviese disculpando por no tener una carta de presentación—. No podía estar seguro de que Loder no hubiera regresado. Pero creo de veras que lo mejor que puede usted hacer es irse lo más rápido posible.
—Veamos —dije yo—. ¿Quién es usted y dónde diablos quiere ir a parar? ¿Qué significa esto de que Loder no me ha perdonado? ¿Qué tenía que perdonarme?
—Pues... lo de..., y perdone que me entrometa en su vida privada, lo de María Morano.
—¿Y qué diablos pasa con ella? —grité—. De todas maneras, ¿qué sabe usted de María? Se fue mientras yo estaba en la guerra. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Oh! —exclamó el extraño joven—. Le suplico que me perdone. Tal vez he confiado excesivamente en el juicio de Loder. Será una condenada estupidez, pero nunca se me ocurrió la posibilidad de que él estuviera equivocado. Cree que, cuando estuvo aquí la última vez, usted fue amante de María Morano.
—¿Amante de María? —repetí—. ¡Eso es ridículo! Ella se largó con su hombre, quienquiera que fuese. Loder debía saber que María no se fue conmigo.
—María nunca ha abandonado la casa —replicó el joven—. Y si usted no sale de aquí ahora mismo, tampoco respondo de que usted la abandone nunca.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué diablos quiere usted decir? —grité, exasperado.
El hombre se volvió y retiró los cojines azules que había a los pies del plateado diván.
—¿Ha examinado usted estos dedos? —me preguntó.
—No especialmente —respondí, aún más confundido—. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—¿Ha visto usted alguna vez que Loder hiciera alguna figura de María con ese dedo segundo del pie izquierdo tan corto? —prosiguió él.
Eché un vistazo a lo que el hombre indicaba y pude ver que era como él decía: el segundo dedo del pie izquierdo era más corto que el pulgar.
—Así es —admití—, pero, después de todo, ¿qué importancia tiene?
—¿Cree usted que ninguna? —preguntó el joven—. ¿No le gustaría conocer el motivo de que, de entre todas las esculturas que Loder hizo de María, ésta sea la única que tenga el mismo pie que la mujer?
El hombre tomó el atizador.
—¡Mire! —dijo.

Con mucha más fuerza de la que yo había esperado de él, el hombre asestó un terrible golpe con el atizador sobre el plateado diván. El enorme batacazo alcanzó a uno de los brazos de la figura a la altura del codo, produciendo una profunda melladura en la plata. El hombre tiró del brazo y lo arrancó. Estaba hueco y, tan cierto como que estoy vivo, en su interior había un seco y largo hueso humano. Varden hizo una pausa y bebió un largo trago de whisky.

—¿Y bien...? —gritaron varias voces sin aliento.
—Pues... no me avergüenzo de decir que huí de la casa como un conejo que oye acercarse al cazador. Frente al edificio había un coche, y el conductor abrió la puerta. Entré en el vehículo y entonces se me ocurrió que todo aquello podía ser una trampa, así que volví a salir y eché a correr hasta que llegué a la parada de tranvías. Sin embargo, al día siguiente encontré mis maletas en la estación, debidamente registradas con dirección a Vancouver. Cuando recobré la serenidad, me pregunté lo que pensaría Loder acerca de mi desaparición, pero estaba tan poco dispuesto a volver a aquella casa como a tomar veneno. A la mañana siguiente salí hacia Vancouver y desde entonces no he vuelto a ver ninguno de aquellos hombres. Sigo sin tener la menor idea de quién era aquel joven ni de lo que pasó con él. De forma indirecta me enteré de que Loder había muerto, en un accidente, según creo.

Se produjo un breve silencio, y luego:
—Esa es una historia condenadamente buena, señor Varden —dijo Armstrong. El hombre sentía afición a distintas clases de trabajos manuales y era, sin duda alguna, el principal responsable de la moción del señor Arbuthnot para prohibir las conversaciones respecto a la radio. Haciendo alarde de sus habilidades, el hombre continuó—: Pero, ¿sugiere usted que en el interior de ese vaciado en plata había un esqueleto completo? ¿Quiere usted decir que Loder lo puso en el interior del molde cuando se hizo el vaciado? Eso hubiera sido terriblemente difícil y peligroso... el más leve accidente le hubiera puesto a merced de sus trabajadores. Además, esa estatua hubiese debido de ser considerablemente mayor que el tamaño natural para conseguir que el esqueleto resultara bien cubierto.

—Sin darse cuenta, el señor Varden le ha conducido a conclusiones erróneas, Armstrong —dijo, de pronto, una tranquila y ronca voz que surgía de las sombras existentes tras el sillón de Varden—. La figura no era de plata, sino galvanoplastiada sobre una base de cobre depositada directamente sobre el cuerpo. En realidad, a esa dama se le dio un baño de plata, como a algunos cubiertos. Supongo que las partes blandas de su cuerpo fueron digeridas por pepsinas o alguna preparación de esa clase después de que el proceso hubo concluido, pero no tengo la seguridad de que fuera así.
—Hola, Wimsey —dijo Armstrong—. ¿Eras tú el que acaba de entrar? ¿Cuál es el motivo de que hagas una declaración tan tajante?
El efecto que la voz de Wimsey produjo en Varden fue extraordinario. El actor se puso en pie y volvió la lámpara, de forma que iluminase el rostro del que había hablado.
—Buenas noches, señor Varden —dijo lord Peter—. Estoy encantado de volverle a ver y de tener la oportunidad de disculparme por mi poco ceremonioso comportamiento de la última vez que nos encontramos.
Varden aceptó la mano que el otro le tendía, pero fue incapaz de pronunciar palabra.
—¿Quieres decir que eras tú el misterioso desconocido del cuento de Varden? —preguntó Bayes—. ¡Ah, claro! —añadió, bruscamente —. Debimos haberlo supuesto por su vivida descripción.
—Bueno, ya que estás aquí, creo que deberías concluir la historia —invitó Smith- Hartington, el periodista que trabajaba en el Morning Yell.
—¿Se trató sólo de una broma? —preguntó Judson.
—Claro que no —interrumpió Pettifer, antes de que lord Peter tuviera tiempo de replicar—. ¿Por qué iba a serlo? Wimsey ha visto el suficiente número de cosas extrañas como para no tener que inventar ninguna.
—Eso es muy cierto —dijo Bayes—. Se debe a poseer dotes deductivas y todas esas cosas y, además, a andar metiendo siempre las narices en asuntos sobre los que sería mejor no investigar.
—Todo esto está muy bien, Bayes —replicó su señoría—, pero... ¿dónde estaría el señor Varden si yo aquella noche no hubiera intervenido?
—¡Ah, dónde! Eso es exactamente lo que deseamos saber —exigió Smith-Hartington—. Vamos, Wimsey; sin andarse por las ramas. Queremos conocer la historia.
—Y toda la historia — añadió Pettifer.
—Y nada más que la historia —concluyó Armstrong, retirando diestramente la botella de whisky y los cigarros de debajo de las narices de lord Peter—. Anda con ello, hijo. No fumarás una sola bocanada ni beberás un sorbo hasta que hayas concluido.
—¡Bruto! —exclamó su señoría, quejosamente. Luego siguió, con un cambio en su tono—: En realidad, se trata de una historia que no deseo airear. Podría colocarme en una posición muy desagradable: la de que me acusaran de homicidio sin premeditación, e incluso de asesinato.
—¡Caramba! —exclamó Bayes.
—Muy bien —dijo Armstrong—. Nadie dirá nada. Ya sabes que en el club no podríamos soportar tu pérdida. Smith-Hartington tendrá que controlar su pasión por repetir cuanto se le dice, y eso será todo.

Cuando todos hubieron hecho promesas de discreción, Lord Peter volvió a acomodarse y comenzó su narración:

—El curioso caso de Eric P. Loder es una muestra más de las extrañas formas mediante las cuales un poder que está más allá de la débil voluntad humana arregla los asuntos de los hombres. Llamémosle Providencia, llamémosle Destino...
—Podemos no llamarle de ninguna forma —le interrumpió Bayes—. Puedes saltarte esa parte.
Lord Peter lanzó un suspiro de resignación y volvió vio a empezar:
—Bien... La primera cosa que me hizo sentir curiosidad respecto a Loder fue un comentario casual hecho por un hombre en la oficina de Emigración de Nueva York, adonde yo tuve que ir por algo relacionado con aquel estúpido asunto de la señora Bilt. El tipo dijo:
—¿Qué narices se le habrá perdido a Eric Loder en Australia? Yo hubiera dicho que Europa está más en su línea.
—¿Australia? —pregunté—. Está usted equivocado, buen hombre. El otro día él me dijo que dentro de tres semanas se iba a Italia.
—De Italia, nada —replicó el hombre—. Hoy ha venido aquí preguntando cómo se podía ir a Sydney, cuáles eran las formalidades necesarias, y cosas por el estilo.
—¡Ah! —exclamé—. Supongo que piensa ir por la ruta del Pacífico, y en su viaje hará escala en Sydney. Sin embargo, seguí preguntándome por qué no me lo había dicho así cuando le encontré el día anterior. Entonces me había explicado que salía en barco para Europa y que, antes de ir a Roma, se detendría en París. Me sentí tan intrigado, que dos noches después fui a visitar a Loder. El pareció encantado de verme, y no cesó de hablar de su próximo viaje. Volví a preguntarle respecto a su ruta y me respondió que iba vía París. Bien, eso era todo y, realmente, no se trataba de nada de mi incumbencia, así que charlamos de otras cosas. Loder me dijo que el señor Varden iba a ir a hospedarse con él antes de que partiese para Europa, y que esperaba conseguir que el actor, antes de irse, posara para una figura que pensaba hacerle. El escultor añadió que nunca había visto un hombre tan perfectamente formado como Varden.
—Tenía el propósito de lograr que posara para mí desde hace tiempo —añadió—, pero estalló la guerra y se alistó en el Ejército antes de que yo tuviera tiempo de empezar.

En aquellos momentos se encontraba retrepado en su horrible diván y, en un instante en que no se daba cuenta de que le observaba, capté un brillo tan desagradable en sus ojos, que sufrí un sobresalto. Tenía a la figura agarrada por el cuello y sonreía torcidamente.

—Espero que no sea ninguno de tus experimentos galvanoplásticos —comenté.
—Bueno, pensaba hacer una especie de compañero de esta figura. El Atleta Durmiente, o algo por el estilo.
—Será mucho mejor que lo vacíes —dije—. ¿Por qué recurrir a un procedimiento tan tosco? Eso destruye el detalle.
Aquello le puso incómodo. Nunca le había gustado que pusieran peros a sus obras de arte.
—Lo del diván fue sólo un experimento —explicó—. Estoy dispuesto a que la próxima sea una verdadera obra maestra. Ya lo verás.

Al llegar a este punto apareció el mayordomo para preguntar si debía preparar una cama para mí, ya que la noche era muy mala. No nos habíamos fijado en el tiempo que hacía, aunque, cuando salí de Nueva York, amenazaba lluvia. Miramos afuera y vimos que estaba cayendo un torrencial aguacero. Eso no hubiera importado a no ser porque yo sólo había llevado un coche deportivo abierto, no llevaba abrigo, y, la verdad, la perspectiva de conducir ocho kilómetros bajo tal chaparrón no era nada apetecible. Loder insistió en que me quedase, y yo acepté. Me sentía un poco fatigado, así que me fui en seguida a la cama. Loder dijo que antes deseaba trabajar un poco en el estudio, y vi cómo desaparecía por el pasillo. Como no me dejáis mencionar la Providencia, sólo diré que fue un hecho muy notable el que me despertase a las dos de la madrugada y me encontrara reposando sobre un enorme charco de agua. El mayordomo había colocado una bolsa de agua caliente entre las sábanas, ya que la cama hacía tiempo que no era empleada. Y resultó que aquel repulsivo objeto había vaciado su contenido mientras yo dormía. Permanecí despierto durante diez minutos en las profundidades de aquella húmeda porquería antes de reunir la fortaleza suficiente para investigar. Al hacerlo, advertí que la situación era desesperada. No había arreglo posible. Todo estaba empapado: las sábanas, las mantas y el colchón. Dirigí una mirada de disgusto hacia el sillón del cuarto y entonces se me ocurrió una brillante idea. Recordé que en el estudio había un enorme y encantador sofá, con una manta de piel y un montón de cojines. ¿Por qué no acabar allí la noche? Tomé la pequeña linterna eléctrica que siempre llevo conmigo y me dirigí hacia allí.

El estudio estaba vacío, por lo que supuse que Loder había concluido su trabajo y se había ido a dormir. El sofá estaba allí, aislado en parte por un biombo. Sin pensar más me envolví en la manta y me dispuse a descansar. Estaba a punto de volverme a dormir cuando oí unas pisadas. Estas no provenían del corredor, sino que, en apariencia, sonaban en el otro lado de la habitación. Me sentí sorprendido, ya que no sabía que por allí hubiera ningún pasillo ni habitación. Permanecí tumbado y alerta y poco después vi aparecer una raya de luz bajo la puerta del armario donde Loder guardaba sus herramientas. La grieta de luz se ensanchó y por allí salió Loder, llevando una linterna eléctrica. Cerró muy suavemente la puerta del armario tras él y cruzó el estudio. Se detuvo ante el caballete y lo descubrió; pude verle a través de un agujero del biombo. Permaneció unos minutos mirando el boceto que había en el caballete, y luego soltó una de las risas más desagradables que he tenido oportunidad de oír. Si yo había tenido la más leve intención de hacerlo, al oír aquello abandoné todo propósito de anunciar mi presencia. Luego Loder volvió a cubrir el caballete y salió por la puerta que yo había empleado para entrar. Esperé hasta estar seguro de que se había ido, y entonces me puse silenciosamente en pie. Fui de puntillas hasta el caballete para ver de qué fascinante obra de arte se trataba.

En seguida me di cuenta de que era el diseño para la figura del Atleta Durmiente, y, mientras lo miraba, me sentí invadido por una especie de horrible convicción. Era una idea que parecía comenzar en mi estómago y llegar hasta las raíces de mis cabellos. Mi familia dice que soy demasiado curioso. Lo único que yo puedo decir es que ni caballos salvajes tirando de mí me hubieran impedido investigar aquel armario. Con la sensación de que podía encontrarme con algo verdaderamente espantoso —me sentía un poco excitado y era una pésima hora de la noche—, puse una heroica mano en el tirador de la puerta. Para mi asombro, el armario ni siquiera estaba cerrado. Se abrió en seguida y en el interior pude ver una serie de estanterías, totalmente inofensivas y muy bien ordenadas, ninguna de las cuales era posible que hubiera podido albergar el cuerpo de Loder. Para entonces, mi curiosidad ya estaba picada, así que me dediqué a buscar el oculto resorte que estaba convencido de que había. Lo encontré sin demasiadas dificultades. La parte trasera del armario giró silenciosamente hacia adentro, y yo me encontré ante un angosto tramo de escaleras.

Antes de seguir adelante, tuve el suficiente buen sentido para asegurarme de que la puerta se podía abrir desde el interior. También cogí de una de las estanterías una gruesa maza para utilizarla como arma en caso de accidente. Luego cerré la puerta y, con ligereza digna de un fantasma, comencé a bajar aquellas vetustas escaleras. Al final de los escalones había otra puerta, pero no me costó mucho averiguar su secreto. Sintiéndome terriblemente excitado la abrí valientemente, con la maza lista para entrar en acción. Sin embargo, el cuarto parecía estar vacío. Mi linterna captó el brillo de algo líquido, y luego encontré el interruptor de la luz. Al hacerlo, me encontré en una gran habitación cuadrangular, que estaba dispuesta como un taller. En la pared de la derecha había un gran cuadro de mandos, con un banco debajo. Del centro del techo colgaba una gran lámpara, que estaba sobre un gran tanque de cristal, que tendría sus buenos dos metros de largo por uno de ancho. Encendí la gran lámpara y miré en el interior del gran depósito. Estaba lleno de un líquido oscuro que reconocí como el compuesto de cianuro y sulfato de cobre que se utiliza normalmente para la galvanoplastia.

Las varillas colgaban sobre el líquido con todos sus ganchos vacíos, pero en un lado de la habitación había un embalaje medio abierto y, al levantar su tapa, pude ver en su interior un montón de ánodos de cobre —los suficientes para extender una capa de plata de más de medio centímetro sobre una figura de tamaño humano—. También había otra caja más pequeña, aún cerrada, que, por su peso, supuse contenía la plata para el resto del proceso. Buscaba algo más, y lo encontré en seguida: una considerable cantidad de grafito preparado y una gran botella de barniz. Desde luego, en realidad no había ni sombra de evidencia de que allí se estuviese fraguando nada malo. No existía ninguna razón por la que Loder, si la cosa le gustaba, no pudiera hacer un vaciado en yeso y someterlo luego a un proceso galvanoplástico. Pero entonces encontré algo que no podía haber llegado hasta allí de forma lógica. Sobre el banco había una placa oval de cobre que mediría unos cuatro centímetros de largo. Supuse que aquél era el trabajo realizado por Loder aquella noche. Se trataba de un electrotipo del sello consular norteamericano, eso que taponan sobre la fotografía del pasaporte para evitar que uno la arranque y la cambie por la de su amigo el señor Jiggs, al cual le gustaría mucho salir del país porque es un personaje muy popular entre los de Scotland Yard.

Me senté en el taburete de Loder y comencé a deducir los detalles de aquel bonito plan. Todas mis suposiciones se basaban en tres hechos: Primero debía averiguar si Varden se proponía viajar dentro de poco a Australia, ya que, si no era así, aquello echaría por tierra todas mis hermosas teorías. En segundo lugar, ayudaría bastante el hecho de que el actor tuviese el cabello oscuro, como el de Loder —cosa que, como ven, sucede—, o, al menos de un tono lo bastante aproximado para estar de acuerdo con la descripción de un pasaporte. Y sólo había visto a Varden en aquella película sobre el Apolo de Belvedere, y allí llevaba una peluca. Sin embargo, tenía la seguridad de verle si me dejaba caer por la casa cuando él fuera a quedarse con Loder. Y, por último, como es lógico, debía descubrir si Loder tenía algún motivo de rencor hacia Varden. Después de esto, me pareció que ya había permanecido en aquel cuarto más tiempo del que era saludable. Loder podía regresar en cualquier momento y yo no olvidaba que un tanque de sulfato de cobre y cianuro potásico sería una forma muy práctica de deshacerse de un huésped demasiado curioso. Además, no puedo decir que sintiese unas ansias excesivas de formar parte del mobiliario doméstico de Loder. Siempre he detestado los objetos que adoptaban la forma de otras cosas: volúmenes de Dickens que resultaban ser muebles-bar y artilugios por el estilo; y, aunque nunca he sentido excesivo interés en mi propio funeral, me gustaría que éste fuese de buen gusto. Llegué hasta el extremo de borrar todas las huellas dactilares que pudiera haber dejado. Luego regresé al estudio y volví a arreglar el sofá. No sentía el más mínimo deseo de que Loder supiese que había estado allí.

Sólo había otra cosa hacia la cual sintiera curiosidad. Crucé el vestíbulo de puntillas y me introduje en el salón de fumar. El plateado diván brilló bajo la luz de la linterna. En esos momentos detesté aquel objeto cincuenta veces más que antes. Sin embargo, reuní ánimos y eché un cuidadoso vistazo a los pies de la figura. Yo también había oído hablar de aquel segundo dedo del pie de María Morano. Después de todo esto, pasé la noche en el sillón de mi cuarto. Debido al asunto de la señora Bilt y unas y otras cosas, además de las investigaciones que tuve que realizar, tuve que aplazar hasta muy tarde mi intervención en el asunto de Loder. Averigüé que Varden había vivido en casa de Loder pocos meses antes de que la maravillosa María Morano se hubiese evaporado. Me temo que respecto a eso fui un poco estúpido, señor Varden. Pensé que quizá había habido algo entre ustedes dos.

—No se disculpe —dijo Varden, sonriente—. Los actores de cine tenemos fama de inmorales.
—¿Por qué machacar en ello? —preguntó Wimsey, con tono levemente herido—. Le pido perdón. De todas formas, por lo que a Loder respecta, la cosa era igual. Después de todo aquello, aún quedaba un pequeño fragmento de evidencia que debía lograr para estar totalmente seguro. La galvanoplastia, especialmente para un trabajo como el que yo tenía en la mente, no era un trabajo que pudiera acabarse en una noche; por otro lado, parecía necesario que el señor Varden fuese visto vivo en Nueva York hasta el día que debía partir.

Resultaba también diáfana mente claro que Loder intentaba probar que un señor Varden había abandonado Nueva York en perfectas condiciones y que, realmente, había llegado a Sydney. Según esto, un falso señor Varden debía partir con los documentos y el pasaporte del verdadero Varden, todo ello debidamente legalizado por el sello consular. Luego, en Sydney desaparecería tranquilamente y se transformaría en el señor Eric Loder, que viajaba con un pasaporte perfectamente legal. Bien, en ese case, era necesario mandar un telegrama a la Mystofilms Ltd., advirtiéndoles que esperasen a Varden en un barco posterior al acordado. Confié esta parte del trabajo a mi ayudante, Bunter, cuya capacidad es muy poco usual. Este estupendo tipo fue la sombra de Loder durante tres semanas, y al fin, el mismísimo día antes de que el señor Varden fuera a partir, el cablegrama fue mandado desde una oficina en la cual, por una feliz providencia (una vez más), los lápices eran extremadamente duros.

—¡Caramba! —gritó Varden—. Ahora recuerdo que, al llegar a Sydney, los de la productora hablaron de cierto telegrama, pero nunca relacioné la cosa con Loder. Creí que sólo se trataba de una estupidez de los de Telégrafos.
—No me extraña. Bien, tan pronto como me enteré de aquello, me dirigí a casa de Loder, llevando una ganzúa en el bolsillo y una pistola automática en el otro. El bueno de Bunter me acompañó y tenía instrucciones de que, si yo no había vuelto a cierta hora, debía llamar a la policía. Como ven, todo estaba muy bien pensado. Bunter era el chófer que le estaba esperando, señor Varden, pero usted entró en sospechas —no le critico por ello en absoluto—, así que todo cuanto pudimos hacer fue mandar sus maletas a la estación.

Al dirigirnos a la casa nos cruzamos con los criados de Loder, camino de Nueva York. Eso nos demostró que seguíamos la pista acertada, y también que yo iba a enfrentarme a un trabajo muy sencillo. Ya han oído ustedes todos los detalles acerca de mi entrevista con el señor Varden y, realmente, no creo poder mejorar en absoluto su narración. Cuando él y sus bártulos hubieron abandonado la casa, me dirigí al estudio. Estaba vacío, así que abrí la puerta secreta y, como esperaba, vi una línea de luz bajo la puerta del taller que había al final del pasadizo.

—¿Así que Loder estuvo allí todo el tiempo?
—Claro que estaba. Empuñé fuertemente mi pistola y abrí la puerta con gran suavidad. Loder se encontraba entre el tanque y el cuadro de mandos, y parecía muy atareado. Tanto, que ni siquiera me oyó entrar. Tenía las manos negras del grafito, buena cantidad del cual estaba extendido sobre una placa que había en el suelo. Loder estaba ocupado con un gran rollo de alambre de cobre que iba hasta la salida del transformador. El gran embalaje estaba abierto y de cada gancho colgaba su correspondiente ánodo.
-¡Loder! —grité.
Al volverse hacia mí, el rostro del escultor no tenía nada de humano.
—¡Wimsey! —exclamó—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—He venido a decirte que estoy enterado de todo —dije, mostrándole mi pistola automática.

Loder lanzó un alarido y se volvió hacia el cuadro de mandos. Apagó la luz, de forma que yo no pudiera apuntarle. Le oí saltar hacia mí y luego, en la oscuridad se oyó un estrépito y un ruido de chapoteo. Después, un alarido como yo nunca había escuchado antes —ni siquiera en cinco años de guerra—, y nunca quisiera volver a escuchar. A tientas, me dirigí al cuadro de mandos. Como es lógico, antes de encontrar la luz toqué un montón de interruptores, pero al fin conseguí encender la gran lámpara que colgaba sobre el tanque. Loder estaba allí dentro. Su cuerpo aún se mecía suavemente en el interior del líquido. Como saben, el cianuro es uno de los venenos más rápidos y dolorosos. Antes de que yo pudiera hacer nada, comprendí que Loder había muerto por asfixia y por envenenamiento. El rollo de alambre que tenía entre las manos había caído en el tanque con él. Sin pararme a pensar, toqué el líquido y recibí una descarga que me hizo tambalear.

Entonces comprendí que, mientras buscaba el interruptor de la luz, debía de haber conectado la corriente. Volví a mirar el interior del depósito. Al caer, las manos de Loder se habían aferrado al alambre. La bobina estaba pegada a sus dedos y la corriente iba depositando metódicamente una película de cobre sobre sus manos, ennegrecidas por grafito.

Tuve el suficiente sentido común para comprender que Loder estaba muerto y que yo me vería en aprietos si la cosa trascendía ya que era cierto que yo había bajado al taller para amenazar a Loder con una pistola. Registré el cuarto hasta encontrar un soldador y un martillo. Luego me dirigí escaleras arriba y llamé a Bun-ter, el cual había recorrido sus dieciséis kilómetros en un tiempo record. Fuimos al salón de fumar y soldamos lo mejor que pudimos el brazo de aquella maldita figura. Luego volvimos a bajar las herramientas al taller. Limpiamos todas las huellas dactilares y borramos hasta el último indicio de nuestra presencia. Dejamos la luz y el tablero de mandos tal como estaban y volvimos a Nueva York dando un enorme rodeo. Lo único que nos llevamos fue el facsímil del sello consular, que, aquella misma tarde, tiramos al río.

A la mañana siguiente, el mayordomo encontró el cuerpo de Loder. En los periódicos leímos que el escultor había caído en el tanque mientras realizaba ciertos experimentos galvanoplásticos. Lo que más se comentaba era el horrible hecho de que las manos del cadáver tenían sobre ellas una espesa capa de cobre. Y como era imposible limpiarlas de esa película metálica sin recurrir a una irreverente violencia, Loder fue enterrado tal cual. Y eso es todo. ¿Puedo tomarme ahora mi whisky con soda?

—¿Qué ocurrió en el diván? —preguntó Smith Hartington.
—Cuando se hizo la venta de los bienes de Loder, lo compré —explicó Wimsey—. Luego acudí a un viejo sacerdote católico que conocía y le conté toda la historia bajo promesa de estricto secreto. El hombre era muy sensible y comprensivo, así que una noche de luna, Bunter y yo llevamos en coche el objeto hasta la pequeña iglesia del sacerdote, a pocos kilómetros de la ciudad, y le dimos cristiana sepultura en una esquina del cementerio. Era lo mejor que podía hacerse.