viernes, 15 de noviembre de 2024

De "Otros días". Carl Sandburg (1878-1967)

 Anciana.

Traquetea el último tranvía obstinado con el eco
que le devuelven los edificios y el pavimento horadado:
los faros desdeñan la bruma
y clavan los rayos amarillos en la lluvia lenta y fría;
contra una ventanilla aprieto la frente
y, con mareo, contemplo las tapias, las aceras.

Los faros hallan el camino,
desaparece la vida de la humedad y el fárrago...
Sólo una anciana hinchada, desmadejada, agotada,
abandonada, remota caminante de otro tiempo,
se acurruca en un portal en pos del sueño
sin techo.





Bajo un poste telefónico.

Soy un cable de cobre tendido en el aire.
Fino, recortado contra el sol, ni siquiera proyecto una
            clara línea de sombra.
Noche y día canto sin cesar; zumbo y vibro:
es el amor y la guerra y el dinero, es la lucha y son las
            lágrimas, el trabajo y la necesidad;
son la muerte y la risa de los hombres y mujeres que pasan
            a través de mí, portador de sus palabras,
a la lluvia, con la escarcha y el goteo, al alba y al secarme
            y relucir.
                  Un cable de cobre.





Broadway.

Nunca te olvidaré, Broadway,
tus luces doradas me llaman.

Mucho tiempo te recordaré,
río amurallado de prisas y juegos.

Los corazones que bien te conocen te odian
y los labios que tantas risas te prestaron
hoy cenizas son de la vida y de sus rosas,
y maldicen los sueños echados a perder
en el polvo de tus piedras ásperas y pisoteadas.





Desde la orilla.

Un ave gris y solitaria
baja en picado, vuela lejana,
sola en las sombras y grandezas y tumultos
de noche y mar
y estrellas y tempestades.

Allá sobre las tinieblas oscila y planea,
allá en la penumbra se interna y aletea,
allá en el viento y en la lluvia y en lo inmenso,
allá en el pozo de un gran mundo negro,
donde batallan las nieblas por el cielo, empujadas por el mar,
el amor de la bruma y el embeleso del vuelo,
la gloria del azar y los avatares de la muerte
sobre sus alas ansiosas, palpitantes.

Allá en lo profundo del gran mundo oscuro,
más allá de las fronteras dilatadas donde espuma y pecios
de las olas numerosas se pierden para siempre
con las mareas que se precipitan y retroceden y se hunden.





El gobierno.

El gobierno... Tuve noticia del gobierno y salí en su busca.
            Dije que, cuando lo viera, lo iba a examinar a fondo.
Vi entonces a un policía que arrastraba a un borracho
            camino del calabozo. Era el gobierno en acción.
Vi a un administrativo municipal colarse en un despacho
            una mañana y conversar con un juez. Entrado el
            día, el juez desestimó una acusación contra un
            carterista que trabajaba en la oficina del administrativo.
            De nuevo vi que ése era el gobierno, y que así hacía las cosas.
Vi a los milicianos apuntar con los fusiles a una muchedumbre
            de obreros que trataban de conseguir que otros obreros se
            abstuvieran de entrar en un taller en el que se había declarado
            una huelga. El gobierno en acción.
Por todas partes vi que el gobierno es una cosa hecha de hombres,
            que el gobierno es de carne y hueso, que sus numerosas bocas
            susurran al oído de muchos, envía telegramas, apunta con
            fusiles, redacta órdenes, dice sí y dice no.

Muere el gobierno como mueren los hombres que lo forman, y que
            van a dar con sus huesos en sus tumbas, y el gobierno
            que lo sucede es humano, está hecho de latidos, de sangre,
            de ambiciones y lujurias, de dinero que todo lo recorre, dinero
            que se paga, dinero que se cobra y dinero que se esconde,
            dinero del que sólo en voz baja se habla.
Un gobierno es tan secreto y misterioso, y tan sensible como
            cualquier pecador cargado de gérmenes, de tradiciones y
            corpúsculos transmitidos por padres y madres desde hace
            mucho tiempo.





La gitana.

Pedí a una gitana amiga
que imitara a una vieja imagen
y hablara con la sabiduría de antaño.
Bajó el mentón contra el pecho,
convirtió cabeza y cuello
en la cúspide de un obelisco del Nilo
              y dijo:
Arráncate la mordaza de la boca, hijo,
y sé libre de guardar silencio.
Nada digas a nadie, pues nadie escucha,
pero ten prestos los labios para hablar.





Muchacha de ensueño.

Llegarás un día con una flaqueza de amor,
tierna como el rocío, impetuosa como la lluvia,
el bronce del sol en tu piel,
el runrún de la brisa en tus murmullos,
y posarás con la elegancia de una flor de montaña.

Llegarás con tus brazos esbeltos, expresivos,
ladeada la cabeza de un modo tal como no ha plasmado
            escultor alguno
y matices dichos con el hombro y el cuello,
tu rostro con ánimo de pasar y repasar,
tantas veces como los cielos en delicado cambio
de nubes y azules y sol titilante.

                               Sólo que
tal vez no llegues, oh muchacha de ensueño,
tal vez sólo nos crucemos según gira el mundo
y tomemos de una mirada a los ojos
una película de esperanza y un día para recordar.





Sueños en el crepúsculo.

Sueños en el crepúsculo,
sueños tan sólo al final del día
que al caer el día regresan
a las cosas grises, a lo oscuro,
a lo lejano y lo profundo,
a la tierra de los sueños.

Sueños, sueños tan sólo en el crepúsculo,
tan sólo fotos viejas, recordadas,
de días perdidos en que la pérdida del día
con lágrimas escribía la pérdida del corazón.

Así lágrimas y pérdidas y sueños rotos
hallen tu corazón en el crepúsculo.


De "Sombras". Carl Sandburg (1878-1967)

Es mucho.

Mujeres de la vida nocturna entre luces
bajo las que el perfil de vuestros pechos plenos, redondos
luce con el mismo fulgor que el brillo de vuestros ojos
y el tintineo de vuestras risas de corazón:
      es mucho no pasar frío y tener la certeza del mañana.

Mujeres de la vida nocturna entre sombra:
de pechos entecos, arrimadas a las tapias,
flacas como una perra que estuviera en los huesos,
bajo el maquillaje de vuestras caras sonrientes:
       es mucho no pasar frío y tener la certeza del mañana.





Esquinera.

Entre las sombras, donde se cruzan dos calles,
acecha a oscuras una mujer que aguarda
hasta seguir su camino en cuanto se deje ver un policía.
Con una sonrisa cotrañosa, con una cara
pintarrajeada, demacrada, huesuda, en la que asoman
             ojos desesperados,
durante la noche entera ofrece a los transeúntes lo que
             deseen
de su belleza echada a perder, de su cuerpo ajado, sin
             exigencias,
sin que nadie muestre interés ninguno.





Harrison street court.

Oí de labios de una mujer
que conversaba con una compañera
estas palabras:

«Una mujer que se busca la vida
nunca se queda con nada
por más buscona que sea.
Es otro quien siempre se queda
lo que ella sale a buscar por las calles.
Si no es un chulo
es un toro el que se lo queda.
Ahora he de buscarme la vida
hasta que ni para eso ya valga.
Nada tengo que me compense.
Todo se lo quedó un hombre,
todas mis noches de busconeo.»





Paloma mancillada.

Seamos sinceros: la dama no fue furcia hasta que casó con
             un abogado de empresa que la encontró entre las
             chicas del coro de un espectáculo de Ziegfeld.
Hasta entonces, nunca se quedó con el dinero de nadie,
             y pagó sus medias de seda con lo ganado cantando
             y bailando.
Amó a un hombre que amó a seis mujeres, y tanto tráfago
             a ella le cambió la cara: le exigía más y más dinero
             en afeites, sumas elevadas para los médicos de
             belleza.
Ahora conduce ella sola un coche largo y vendido bajo
             cuerda, se entera por los periódicos de los
             tejemanejes de su marido en la comisión interestatal
             de comercio, ha de comprar corsés de tallaje mayor
             a cada año que pasa y a veces se pregunta cómo se
             las apaña un hombre con seis mujeres





Poemas compuestos en uno de los últimos tranvías de la noche.

I. Tordas.

Soy la Gran Avenida Blanca de la ciudad.
Cuando me preguntes cuál es mi deseo, así contesto:
«Muchachas frescas como flores silvestres del campo,
can el rostro joven y hastiado de vacas y graneros,
el ansia en sus ojos como el alba, el afán por conocer mis
                misterios;
muchachas esbeltas y ágiles, de piernas bien torneadas,
el atractivo en el arco de sus hombros estrechos
y la sabiduría de las praderas, para llorar quedo tan sólo
ante las cenizas de mis misterios».

II. Agotamiento.

(Versos basados en ciertos arrepentimientos que trae consigo
la meditación sobre las caras maquilladas de las mujeres que
pasean por North Clark Street, Chicago)

            Rosas,
       rosas rojas,
       aplastadas
en la lluvia y el viento
cual bocas de mujeres
aplastadas por los puños
de los hombres que las usan.
       Oh, capullos de rosa
        y hojas rotas
        y volutas de pétalos:
así tú, que de tal modo arrojaste tu carmín
        al sol
tan sólo ayer.

III. El hogar.

He aquí algo que anhela mi corazón fuera, ojalá, más
        corriente en el mundo:
una noche lo oí suspenso en el aire, al escuchar
a una madre que arrullaba a su hijo intranquilo y enojado
        en las tinieblas.





Se fue.

Todos amaban a Chick Lorimer en el pueblo.
                          Lejísimos
                 todos la amaban.
Así las cosas, todos amamos a una chica salvaje y sujetamos
           con mano firme
                 el sueño al que aspira.
Nadie sabe adónde se fue Chick Lorimer.
Nadie sabe por qué hizo la maleta... unas cuantas cosas viejas
y se fue,
                           se fue con el mentón pequeño
                           y bien alto,
                           con el cabello suave y descuidado
                           ondeando bajo su sombrero de ala ancha,
bailarina, cantante, amante apasionada y risueña.

¿Eran diez o cien los hombres deseosos de dar caza a Chick?
¿Eran cinco o cincuenta los que por ella suspiraban con
            el corazón partido?
                  Todos amaban a Chick Lorimer.
                         Nadie sabe a dónde  se fue.


De "Brumas y hogueras". Carl Sandburg (1878-1967)

Amapolas.

A ella le encantan las amapolas rojo sangre para caminar
           por el jardín.
Con un vestido blanco, holgado, camina
                y una niña nueva tira de los tendones de su cuerpo.
La cabeza vuelta al oeste cuando atardece, cuando repta
           el rocío,
un estremecimiento de alborozo le recorre los huesos y
           las fibras del torso:
le encantan las amapolas rojo sangre para caminar por
           el jardín.





Bruma perla.

      Ahora, abre la puerta:
súbete los cuellos del abrigo
para caminar en la cambiante pañoleta de la neblina.

Cuéntale tus pecados a la bruma perla
y aprende al menos esta vez cómo se ahonda la noche
extraña como lo que se dice a medias.
Acecha en los ojos de ratón de una mujer sabia.

       Si, cuéntale tus pecados
y aprende cuán poco importan a la bruma perla
las leyes que hayas quebrantado.





Dos.

Tu recuerdo es... la lanzada azul de una flor.
no me acuerdo de cómo se llama.
A lo largo de una enhiesta amapola que gotea hay fuego
            y seda.
                                                                   Y te cubren.





La camisa.

Recuerdo que una vez fui corriendo tras de ti y te agarré
            por el faldón de la camisa, que ondeaba al viento.
Una vez, pero hace ya muchos días de esto, me bebí un vaso
            entero de no me acuerdo qué y tu imagen retembló
            hasta posarse sobre la superficie del líquido.
Y de nuevo sólo a ti llegué a oír en la voz cantarina de una
            mujer que algo tarareaba al desgaire.
Una noche, sentado con los camaradas en redor de las
            rojas ascuas de la hoguera, contando historias en
            una lengua cuya hechura hablaba por sí sola ante
            un manto de blancas estrellas:
                            eras tú la que se escabullía reidora
                            en la torpeza de las sombras tambaleantes.
Truncas respuestas del recuerdo me hacen saber que estás
             viva, con el rostro de un espectro que se asoma
             tras algún umbral, en algún lugar, en medio de la
             pujanza y la furia de la ciudad
O bajo una masa de musgo y hojas secas, en silencio, a la
             espera, bajo los brazos nudosos del roble, lista
             como nunca para echar a correr en cuanto te
             agarre por esa tu camisa ondeante.





Monotonía.

     Es hermosa la monotonía de la lluvia,
y el súbito recrudecerse y lento escampar
de la lluvia larga y multitudinaria.

     Es hermoso el sol en los montes,
o un atardecer capturado y arrojado al mar,
con sus estandartes de oro y fuego.

     Es hermoso un rostro que conozco...
con el oro y el fuego del cielo y el mar
y la paz de la lluvia larga y cálida.


De "El camino y la meta". Carl Sandburg (1878-1967)

A un muerto.

Sobre la línea de los muertos te hemos llamado
para que vengas a nosotros con una palabra,
un susurro apaleado sobre lo que sucede
allí donde estás, sobre la línea de los muertos
sordo a nuestras llamadas, sin voz propia.

No han contestado las sombras que parpadean,
ni han enviado tus labios una señal
sobre si habla el amor y crecen las rosas
y rompe el sol el alba
salpicando el mar de carmesí.





El camino y la meta.

He de recorrer
la senda al crepúsculo
por donde vagan las sombras del hambre
y transitan los fugitivos del dolor.
He de recorrerla
en silencio, de mañana,
y ver deslizarse la noche en el alba,
oír cómo se levantan lentos los vientos poderosos
allí donde son altos los árboles que jalonan el camino
y se comban cargados.

Los pedruscos rotos a ambas orillas
no vendrán a conmemorar mi ruina.
Será el pesar la gravilla que triture.
Buscaré en el cielo
esbeltas aves de ala rápida
que rolan donde el viento y los truenos
empujan a las procesionarias de la lluvia.

El polvo del camino recorrido
me manchará las manos y la cara.





Opciones.

Es mucho lo que te ofrecen.
            Yo, bien poco.
La luz de la luna que de noche juega con el agua de las fuentes
y esparce una monotonía embriagadora,
mujeres sonrientes, de hombros desnudos, charlas
y fuegos cruzados de amores y adulterios
y el miedo a morir
                           y el recuerdo de los pesares:
todo eso te ofrecen.
Yo en cambio vengo con
             el pan y la sal
             un empleo terrible
             y la guerra infatigable.
Ven, pues y disfruta
             del hambre
             del peligro
             y del odio.





Tumbas.

Soñé que un hombre plantaba cara a un millar,
un hombre condenado por bobo y obstinado.
Año tras año recorría las calles,
y mil encogimientos de hombros, mil abucheos
lo saludaban en las espaldas y las bocas al pasar.

             Murió solo
y sólo el enterrador acudió a su funeral.

Crecen las flores sobre su tumba y se mecen al viento,
y sobre las tumbas de los otros mil
también crecen y se mecen las flores al viento.

               Las flores y el viento,
las flores se mecen sobre las tumbas de los muertos,
pétalos rojos, hojas amarillas, manchas blancas,
masas violáceas y desmoronadas...
Te amo y amo tu gran manera de olvidar.





Una esfinge.

Te has pasado cinco mil años con la boca cerrada, sin
            soltar siquiera un susurro.
Vienen y van las procesiones, los que marchan,
            formulando preguntas que contestas con esos ojos
            grises que ni siquiera parpadean, esos labios
            prietos que nunca dicen nada.
Ni un ápice de todo lo que sepas ha salido de tu gatuna
            forma de estar agazapada a lo largo de los siglos.
Yo soy uno de esos que saben todo cuanto sabes tú, y
            sostengo mis preguntas: conozco las respuestas
            que te reservas.


De "Poemas de guerra 1914-1915". Carl Sandburg (1878-1967)

Asesinos.

     A vosotros canto
con voz queda, como la del hombre que habla con su hijo
            muerto;
con la dureza de un hombre esposado,
sujeto allí donde no puede moverse.

     Bajo el sol
hay dieciséis millones de hombres
elegidos por sus dientes brillantes,
su buena vista, sus piernas duras
y porque corre en sus muñecas la sangre caliente y joven.

     Y un jugo rojo corre por la verde hierba;
y un jugo rojo empapa la oscura tierra.
y los dieciséis millones asesinan...y asesinan y asesinan.

     Nunca los olvido, ni de noche ni de día:
me golpean la cabeza para que los recuerde,
me baten el corazón y yo les devuelvo el grito
y grito a sus hogares y mujeres, a sus sueños y juegos.

     Despierto en plena noche y me llega el olor de las trincheras
y escucho la leve agitación de los que duermen en hilera...
Dieciséis millones de durmientes y piquetes a oscuras:
algunos ya durmientes para siempre,

algunos a punto de dormir mañana, dando tumbos, para siempre,
clavados tras la estela de la pena negra del mundo,
comiendo y bebiendo, empeñados en la faena... en un
            largo trabajo de asesinos.
Dieciséis millones de hombres.





Entre rojas escopetas.

(Tras despertar al alba una mañana, cuando el viento cantaba con
voz baja entre las ramas secas de un olmo)

Entre rojas escopetas,
en los corazones de los soldados .
corre la sangre libre
en la larga, larguísima campaña:
     siguen los sueños.

Entre las monturas de cuero,
en las cabezas de los soldados,
recios en la tortura y la matanza
de toda lucha cuerpo a cuerpo:
     siguen los sueños.

Entre los cañones que abrasan,
en las manos de los soldados,
traídos de los pliegues de carne de las mujeres...
blandos en medio de la sangre y el llano...
en todas vuestras cabezas, todos vuestros corazones,
entre las escopetas, las monturas, los cañones:

     Los sueños,
siguen los sueños
entre los muertos boca arriba,
destrozados, inútiles ya del todo:
los sueños del camino y la meta siguen intactos.





Estadística.

Inquieto, Napoleón
cambió de postura en el viejo sarcófago
y murmuró al vigía:
«¿Quién va?»
«Veintiún millones de hombres,
soldados, ejércitos, armas,
veintiún millones
a pie, a caballo, por aire,
bajo el mar.»
Y Napoleón volvió a conciliar el sueño.
«No es mi mundo el que responde:
será un soñador que no sabe
nada del mundo en el que avancé
desde Calais hasta Moscú.»
Y siguió durmiendo
en el viejo sarcófago
mientras el zumbido
del motor de los biplanos
se desgranaba entre el mausoleo de Napoleón
y las estrellas frescas de la noche.





Fauces.

Siete naciones se plantaron con las manos en las fauces
            de la muerte.
Era la primera semana de agosto, mil novecientos catorce.
Yo escuchaba, escuchabas tú, el mundo entero a la escucha,
y todos nosotros oímos una Voz que murmuraba:
                            «Yo soy el camino y la luz.
                            el que cree en mí,
                            no perecerá,
                            sino que salvará su vida eterna».
Siete naciones aguzaron el oído y oyeron a la Voz y
            respondieron:
                             «¡Al demonio!»
Las fauces de la muerte comenzaron a entrechocar y
            siguen entrechocando:
                             «¡Al demonio!»





Guerras.

En las guerras de antaño, el tamborileo de los cascos y el
            rumor de pies calzados.
En las guerras nuevas, el runrún de los motores y el siseo
            de neumáticos.
En las guerras por venir, ruedas calladas y zumbido de
            cañas que aún no se han soñado en las cabezas de
            los hombres.
En las guerras de antaño, empuñar de espadas cortas y
            embates de las lanzas en los rostros.
En las guerras nuevas, armas de largo alcance y muros
            destrozados, armas que escupen metal y hombres
            que caen a decenas, a centenas.
En las guerras por venir, nuevas muertes calladas, nuevos
            lanzadores callados que aún no se han soñado en
            las cabezas de los hombres.
En las guerras de antaño, reyes que disputan y miles de
            seguidores.
En las guerras nuevas, reyes que disputan y millones de
            seguidores.
En las guerras por venir, reyes pisoteados en el polvo y
            millones de seguidores de las grandes causas, que
            aún no se han soñado en las cabezas de los
            hombres.





Hierro.

Armas,
largas armas de acero
que apuntan desde los buques de guerra
en nombre del dios de la guerra.
Armas rectas, brillantes, bruñidas,
a las que se encaraman los reclutas de camisa blanca,
la gloria de los rostros tostados, el cabello revuelto, los
                dientes blancos,
la risa de los ágiles reclutas de camisa blanca,
sentados a horcajadas en las armas con sus cantos de
                guerra, con sus bélicas salomas.

Palas,
anchas palas de hierro
que recogen carbón de las bodegas ahusadas,
remueven la turba, nivelan la tierra.

                Os pido
                que seáis testigos
                de que la pala es hermana del arma.





Murmullos en un hospital de campaña.

(Lo recogieron en el prado, donde llevaba dos días tendido bajo la
lluvia, con una esquirla de metralla en los pulmones)

Ven a mí ahora sólo con juguetes...
Una foto de una mujer que cante y tenga los ojos azules
de pie ante un seto de hortensias, amapolas, girasoles...
o un anciano al que recuerdo contar cuentos a los niños,
cuentos de días que nunca sucedieron, en ningún rincón
             del mundo...

Se acabó el hierro frío y duro de manejar,
torneado para emprender la carga.
Tráeme sólo cosas bellas, inútiles.
Sólo cosas del hogar, tocadas por la luz del atardecer, en
              la quietud...
y en la ventana, un día de verano,
el amarillo en el nuevo cuenco de la mantequilla
frente al rojo de las rosas que trepan...
y que el mundo sólo fueran juguetes.





Y obedecen.

Aplastad las ciudades.
Haced añicos las murallas.
Destrozad fábricas y catedrales, almacenes y hogares;
apiladlos como caigan, entre escombros y madera
            renegrida y quemada:
            sois soldados y os lo hemos ordenado.

Construid las ciudades.
Levantad de nuevo las murallas.
Reparad fábricas y catedrales, almacenes y hogares;
apiladlos en forma de edificios para la vida y el trabajo:
            sois obreros y ciudadanos todos, y os lo hemos
            ordenado.


De "Puñados". Carl Sandburg (1878-1967)

 Elige.

      Un solo puño cerrado está en lo alto, listo,
si no, la mano abierta, tendida, a la espera, con su pregunta.
                                  Elige:
nos hemos de encontrar en uno o en otra.





Felicidad.

Pedí a los profesores que enseñan el sentido de la vida
que me dijeran qué es la felicidad.
Fui a ver a los afamados ejecutivos que comandan el
trabajo de miles de hombres.
Todos menearon la cabeza y me sonrieron como si yo
tratase de engatusarlos.
Y un domingo por la tarde fui a pasear por la orilla del
río Desplaines.
Y vi a un grupo de húngaros bajo los árboles, con sus
mujeres y sus hijos, un barril de cerveza y un
acordeón.





Hombros albos.

Tus hombros albos
            los recuerdo
y te encogías de risa.

            Risa rara
            que te arrasaba sola
desde tus hombros albos.





Lealtades.

Polvo amarillo
            en el ala de un abejorro,
luces grises en los ojos
            de una mujer que pregunta,
rojas ruinas a la luz cambiante
            de los rescoldos del crepúsculo:
os tomo y amontono
             los recuerdos.
La muerte ha de romperse las garras
             en algunos a los que guardo.





Niebla.

Llega la niebla
con sus mullidas almohadillas de gata.

Se sienta a mirar
la ciudad y el puerto
sobre sus ancas calladas
y luego sigue su camino.





Pérdidas.

Tuve un amor
y un hijo,

un banjo,
las sombras.
(Pérdidas de Dios,
todas acabarán
y un buen día
nos quedaremos
sólo con las sombras.)


De "Poemas a Chicago". Carl Sandburg (1878-1967)

Acumulaciones.

Han azotado las tormentas la tierra en este punto
y aquí se han ido a pique los barcos
                 y los transeúntes lo recuerdan
                 charlando en el puente de noche
                 cuando allí se aproximan.

Han golpeado los puños la cara de ese viejo boxeador
     profesional
                 y han aparecido sus combates en las páginas
                 de deportes y por la calle lo señalan con el
                 índice extendido por ser uno que una vez tuvo
                 el cinturón de campeón.

Se han publicado cientos de historias y se han rumoreado
     mil
a propósito del porqué ese hombre alto y tenebroso se ha
                 divorciado de dos jóvenes hermosas
para casar con una tercera que se parece a las otras dos
                 y sacuden la cabeza y comentan «ahí va»
                 cuando pasa de largo, con buen tiempo o con
                 lluvia, por las calles de la ciudad.





Bajo el ala de un sombrero.

Mientras el murmullo y las prisas
de los pasos que de largo pasan
resuena en mi oído como las olas inquietas
de un mar que azota el viento,
vino a mí un alma
asomada a la mirada de un rostro.

Ojos como un lago
donde ruge un viento de tormenta
me sorprendieron bajo
el ala de un sombrero.
            Pensé en un naufragio en alta mar,
            los dedos magullados y aferrados
            a la puerta desvencijada del comedor.





Baño.

Un hombre vio el mundo entero como una calavera
riente y un par de huesos cruzados. La carne rosada de la
vida se encogió hasta desaparecer de todos los rostros.
Nada cuenta, nada. Todo es falsedad. Polvo al polvo, ceniza
a las cenizas, y una antigua tiniebla y un silencio inútil.
Lo había visto todo. Fue entonces a un concierto de Mischa
Elman. En dos horas, las olas de sonido le golpetearon los
tímpanos. La música se llevó por delante algo, no sé qué,
de su interior. La música derribó y reconstruyó algo en su
cabeza, no sé bien qué, o en su corazón. Aplaudió durante
los cinco bises que dio el joven judío ruso con el violín. Al
salir, dio con las suelas en la acera de una manera nueva.
Era el mismo hombre, en el mismo mundo de antes. Sólo
que existía un fuego que canta y un ascenso de rosas
perennes sobre el mundo entero que contemplaba.





Chicago.

Salchichería del mundo,
Fábrica de Útiles. Almacén de Trigo.
Juego de Vías Férreas. Tirada de Mercaderías de la Nación;
ciudad tempestad, enronquecida, vocinglera,
ciudad de anchas espaldas.

Me dicen que eres perversa y lo creo, porque he visto a
tus mujeres acicaladas bajo los reverberos esperando a
los mozos del campo.
Y me han dicho que eres canalla y yo respondo: Sí, es
cierto, yo he visto al hombre con revólver matar y
quedar libre para volver a matar.
Y me han dicho que eres brutal y yo respondo: Sobre el
rostro de tus mujeres y de tus niños he visto las señales
del hambre desenfrenado.
Y habiendo contestado así me vuelvo aún una vez hacia
aquellos que desprecian esta ciudad, mi ciudad y les
devuelvo su desprecio y les digo:
mostradme otra ciudad que cante con la cabeza alta,
tan orgullosa de ser viva, robusta, fuerte y astuta.
Con sus juramentos magnéticos lanzados,
contristándose de hacinar obra sobre obra, he aquí una
gran alegre dadora de puñetazos que corta sobre las
pequeñas aldeas reblandecidas.
Feroz como una perra con la lengua alargada por la
acción, astuta como un salvaje, con el desierto como
adversario.
Cabeza desnuda
moviendo la pala,
rompiendo,
proyectando,
construyendo, demoliendo, reedificando.
Bajo el humo la boca manchada de polvo, riendo con blancos dientes.
Bajo el peso terrible del destino, riendo como ríe una mujer joven,
riendo como ríe un luchador ignorante que no ha perdido jamás en un combate,
fanfarroneando, riendo de que bajo su muñeca está el
pulso y bajo sus costillas el corazón del pueblo
¡Riendo!
Riendo con la risa de la tempestad de la juventud,
enronquecidas, vocinglera, medio desnuda, sudando
orgullosa de hacer Salchichas, de Fabricar Útiles, de
almacenar el Trigo, de Jugar con las Vías Férreas y de
repartir las Mercaderías de la Nación.





Dos vecinos.

Rostros de dos eternidades me miran sin cesar.
Uno es de Omar Jayam y la roja materia
             en que los hombres olvidan el ayer y el mañana
             y recuerdan sólo las voces y las canciones,
             los relatos, los periódicos y las peleas de hoy.
Otro es de Louis Cornaro y el flaco favor
             de las lentas, breves comidas a través de los lentos,
                   breves años,
             para dejar que la Muerte abra la puerta lentamente,
                   una breve rendija.
Tengo un vecino que jura por Omar.
Tengo un vecino que jura por Cornaro.
                                                           Los dos son felices.
Rostros de dos eternidades me miran sin cesar.
                                                           Que miren.





Dunas.

Qué vemos aquí, en las dunas arenosas de la luna blanca,
             a solas con nuestros pensamientos, Bill,
a solas con nuestros sueños, Bill, suaves como las mujeres
             que se atan una pañoleta a la cabeza al bailar,
a solas con una imagen y una imagen tras otra, imágenes
             de todos los muertos,
más muertos que todos esos granos de arena apilados
             uno a uno aquí, en la luna,
apilados contra la línea del cielo que adquiere formas tal
             como quiera la mano del viento,
qué vemos aquí, Bill, fuera de aquello en que se rompen
             la cabeza los más sabios,
fuera de lo que claman los poetas, fuera de lo que buscan
             con denuedo los soldados, hasta dejarse por ello
             el cráneo al sol... ¿,Qué será, Bill?





En un suspiro.

                                                    (A los hermanos Williamson)

Mediodía. La blancura del sol destella en el asfalto de la
           Avenida Michigan. El tambor de los cascos, el
           zumbar de los motores. Las mujeres de acá para
           allá con sus vestidos endebles; en sus pieles y en
           sus ojos juega el fuego del sol.

En el teatro, películas submarinas. Del calor de las aceras
           y el polvo de las cunetas, los transeúntes entran en
           un suspiro para atestiguar la existencia de grandes,
           frescas esponjas, de grandes, frescos peces, de
           grandes, frescos valles y cordilleras de coral
           tendidas en silencio, bajo el agua, en el lecho del
           océano, miles de años.

Se zambulle un buceador desnudo. En su mano derecha,
           un cuchillo lanza un tajo al vientre de un tiburón.
           El tiburón larga un coletazo. Un simple coletazo
           acabaría con el buceador... Pronto, el cuchillo se
           hunde hasta las cachas en el gañote del pez que
           vira... Las fauces llenas de dientes, cada diente una
           daga, hilera tras hilera, brillan cuando el cadáver
           estremecido es izado en un bostezo por los
           hermanos del buceador.

Fuera, en la calle, el murmurar y el canturrear de la vida
           al sol... caballos, coches, mujeres de acá para allá
           con sus vestidos endebles; en su sangre juega el
           fuego del sol.





Estatuas de bronce.

I

La estatua de bronce del General Grant montado en su
         caballo de bronce, en Lincoln Park,
se apergamina al sol cuando pasan los automóviles
         ronroneando en largas procesiones, camino de
         alguna parte, para llegar a la cita prevista para la
         cena, o al cine, o a comprar y vender
aunque con el atardecer y de noche, cuando saltan las
         altas olas
en las lajas del paseo, a la orilla del lago, ahí cerca,
he visto al general retar a los basureros a que se acerquen
y pongan a galopar a su caballo de bronce, espoleado por
          los cascos y las armas de la tormenta.

II

Atravieso Lincoln Park en una noche de invierno
           mientras nieva.
En su estatua de bronce, Lincoln descuella entre la
           blancura de la nieve, su frente de bronce altiva
           ante los ecos de los vendedores de periódicos, que
           vocean que cuarenta mil hombres han muerto en
           el Yser, sus oídos de bronce atentos al amortiguado
           rugir de la noche que llega a sus pies de bronce.
Un indio ágil en un caballo pequeño, de bronce,
           Shakespeare sentado en bronce con sus largas
           piernas, Garibaldi con su capote de bronce,
           montan guardia en la fría y solitaria nieve que esta
           noche cubre sus pedestales, y así aguantarán hasta
           pasada la medianoche, hasta que raye el alba.





Estilo.

Estilo, sí: adelante, hablad del estilo.
Es fácil saber de dónde saca un hombre su estilo,
            como fácil es saber de dónde saca la Pavlova sus
                  piernas
            o Ty Cobb el ojo con que mira al batear.

            Que sigan hablando.
Eso sí: a mí, que no me quiten mi estilo.
                           Es mi rostro.
                           Tal vez no sirva de nada,
                                         pero es de todas todas mi rostro.
Hablo con él, canto con él, gusto y siento con él.
             Sé por qué quiero conservarlo.

Matad mi estilo
                           y le partiréis las piernas a la Pavlova,
                           y cegaréis el ojo con que mira Ty Cobb al
                                    batear.





Listo para matar.

Diez minutos llevo mirándolo.
Por aquí he pasado antes muchas veces y me ha extrañado.
He aquí un monumento en bronce, recuerdo de un famoso
            general
a caballo, con la bandera y la espada y revólver en mano.
Cuánto me gustaría hacer añicos todo ese catafalco,
            reducirlo a un montón de escombros, que se lo
            lleven a la chatarrería.
Te lo diré con toda claridad:
luego de que el granjero, el minero, el tendero, el obrero,
            el bombero y el camionero
hayan sido recordados en sus monumentos de bronce,
dándoles la forma del trabajo de conseguirnos a todos,
algo que comer, algo que vestir,
cuando apilen unas cuantas siluetas
                     recortadas contra el cielo
                     aquí en el parque,
y rememoren a los auténticos forzudos que hacen el trabajo
              del mundo, que dan de comer a la gente en vez de
              aniquilarla,
entonces, a lo mejor sí que me plantaré aquí
a contemplar con tranquilidad a este general del ejército
              que enarbola su bandera al viento
y cabalga como un demonio en su montura,
listo para matar a todo el que se le ponga por delante,
listo para que corra la sangre roja por la hierba nueva y
              tierna de la pradera, y que la empapen las entrañas
              de los hombres.





Mag.

Juro por Dios, Mag, que ojalá nunca te hubiera visto.
Ojalá nunca dejaras tu trabajo para venirte conmigo.
Ojalá jamás hubiéramos pagado el permiso, ni comprado
          un vestido blanco,
para que te casaras el mismo día en que fuimos corriendo
          a ver al cura
y le dijimos que nos amaríamos y cuidaríamos uno al otro
por siempre jamás, siempre que el sol y la lluvia perdurasen
          en algún rincón.
Sí, ahora es mi deseo que vivieras en otra parte, bien lejos
          de aquí,
y que yo fuera un vagamundo montado en un mercancías,
          a dos mil kilómetros, totalmente en la ruina.
          Y ojalá nunca hubiéramos tenido niños
          ni el alquiler, el carbón, la ropa por pagar,
          ni el recadero de la tienda que viene a cobrar lo suyo,
          a cobrar en metálico por alubias y ciruelas.
          Ojalá nunca te hubiera visto, Mag
          Ojalá nunca hubiéramos tenido niños.





Negro.

Soy el negro.
El que canta canciones,
el que baila...
con más suavidad que el algodón...
con más dureza que la tierra oscura,
los caminos apisonados por el sol,
por los pies descalzos de los esclavos...
espumarajos entre los dientes... estridentes carcajadas...
amor rojo por la sangre de la mujer,
amor blanco por los negritos que trastabillan...
amor perezoso por el tañer del banjo...
sudoroso, obligado al jornal de la siega,
altas risotadas con las manos como dos jamones,
endurecidos los puños con el mango,
la sonrisa de los sueños, la duermevela en las junglas de
     antaño,
loco como el sol y el rocío y el goteo, como la poderosa
     vida en la jungla,
meditabundo, triste, farfullando los recuerdos de los
     grilletes:
                    soy el negro.
                    Mírame.
                    Soy el negro.





Personalidad.

(Cavilaciones de un policía adscrito al Despacho
de Identificación)

Has amado a cuarenta mujeres, pero sólo tienes un
     pulgar.
Has llevado cien vidas secretas, pero sólo dejas una huella
     dactilar.
Vas por el mundo y combates en un millar de guerras y
     obtienes todos los honores del mundo, pero
     cuando regresas a tu hogar la huella de uno de los
     pulgares que te dio tu madre es la misma huella
     del pulgar que tenías en el asilo, donde tu madre
     te besó para despedirse.
Del útero revuelto del tiempo provienen millones de
     hombres, cuyos pies atestan la tierra, y se rajan el
     cuello unos a otros por un lugar donde seguir en
     pie, y entre todos ellos no hay dos huellas de
     pulgar que sean iguales.
En alguna parte debe haber un Gran Dios de los Pulgares,
     capaz de contar por dentro la historia de todo esto.


Poemas. Íñigo López de Mendoza Marqués de Santillana (1398-1458)

Por una gentil floresta. 


Por una gentil floresta
de lindas flores e rosas,
vide tres damas fermosas
que de amores han requesta.

Yo, con voluntad muy presta
me llegué a conoscellas.
Comensó la una dellas
esta canción tan honesta:

Aguardan a mí:
nunca tales guardas vi.

Por mirar su fermosura
destas tres gentiles damas,
yo cobríme con las ramas,
metíme so la verdura.

La otra con gran tristura
comensó de sospirar
[e] dezir este cantar
con muy honesta mesura:

La niña que los amores ha
sola, ¿cómo dormirá?

Por no les fazer turbansa
non quise yr más adelante
a las que con ordenansa
cantaban tan consonante.

La otra con buen semblante
dixo: "Señoras de estado,
pues las dos aveys cantado,
a mí conviene que cante:

Dexadlo al villano pene:
véngueme Dios dele."

Desque huvieron cantado
estas señoras que digo,
yo salí desconsolado,
como hombre sin abrigo.

Ellas dixeron: "Amigo,
non soys vos el que buscamos,
mas cantad, pues que cantamos."
Dixe este cantar antiguo:

Sospirando va la niña
e non por mí,
que yo bien ge lo entendí.





Otro decir.


1
Cuando la fortuna quiso,
señora, que vos amase,
ordenó que yo acabase
como el triste de Narciso:

non de mí mesmo pagado,
mas de vuestra catadura,
fermosa, neta criatura,
por quien vivo e soy penado.

2
Quando bien he trabajado,
me fallo fondo en el valle:
no sé si fable ni calle...
¡tanto soy desesperado!

Deseo non desear,
e querría non querer:
de mi pesar he plazer,
y de mi gozo pesar.

3
Lloro e río en un momento
e soy contento e quexoso;
ardid me fallo e medroso:
tales disformezas siento

por vos, dona valerosa,
en cuyo aspecto contenplo
casa de Venus, e tenplo,
donde su ymagen reposa.

4
Aurora de gentil mayo,
puerto de la mi salud,
perfección de la virtud
e del sol candor e rayo;

pues que matar me queredes
e tanto lo desseades,
bástevos ya que podades,
si por vengansa lo avedes.

5
¿Quién vió tal ferosidat
en angélica figura?
Nin en tanta fermosura
indómita crueldat?

Los contrarios se ayuntaron,
cuytado, por mal de mí.
Tiempo ¿dónde te perdí,
que así me galardonaron?

6
Succesora de Lucina,
mi prisión e libertad,
langor mío e sanidad,
mi dolençia e medicina;

pensad que muriendo bivo,
e biviendo muero e peno:
de la vida soy ageno,
e de muerte non esquivo.

7
¡O, si fuesen oradores
mis sospiros e fablasen,
porque vos notificasen
los infinitos dolores

que mi triste corasón
padesce por vos amar,
mi folgura, mi pessar,
mi cobro e mi perdición!

8
Cual del cisne es ya mi canto,
e mi carta la de Dido:
corasón desfavorido,
causa de mi grand quebranto,

pues ya de la triste vida
non avedes conpasión,
honorad la deffunssión
de mi muerte dolorida.

¡Guay de quien así conbida,
e de mi tiempo perdido!
Pues non vos sea en olvido
esta canción por finida.





Lejos de voz y cerca de cuidado... 


Lejos de vos y cerca de cuidado,
pobre de gozo y rico de tristeza,
fallido de reposo y abastado
de mortal pena, congoja y braveza,

desnudo de esperanza y abrigado
de inmensa cuita y visto de aspereza,
a mi vida me fuye, mal mi grado,
la muerte me persigue sin pereza.

Ni son bastantes a satisfacer
la sed ardiente de mi gran deseo
Tajo al presente, ni me socorrer

la enferma Guadïana, ni lo creo.
Sólo Guadalquivir tene poder
de me guarir y sólo aquél deseo.





La niña gritillos dar. 


La niña gritillos dar
non es de maravillar

Mucho grita la cuitada
con la voz desmesurada,
por se ver asalteada;
non es de maravillar.

Amor puro la venció,
que a muchos engañó;
si por él se descibió
non es de maravillar.

Temprano quiso saber
el trabajo y el placer
que el amor nos haz haber;
non es de maravillar.

A los diez años complidos
fueron della conocidos
todos sus cinco sentidos;
non es de maravillar.

A los quince, ¿que fará?
Esto notar se debrá
por quien la praticará;
non es de maravillar.





La moza de finojosa.


I
Moza tan fermosa
non vi en la frontera,
como una vaquera
de la Finojosa.

II
Faciendo la vía
del Calatraveño
a Santa María,
vencido del sueño,

por tierra fragosa
perdí la carrera,
do vi la vaquera
de la Finojosa.

III
En un verde prado
de rosas e flores,
guardando ganado
con otros pastores,

la vi tan graciosa
que apenas creyera
que fuese vaquera
de la Finojosa.

IV
Non creo las rosas
de la primavera
sean tan fermosas
nin de tal manera,

fablando sin glosa,
si antes supiera
de aquella vaquera
de la Finojosa.

V
Non tanto mirara
su mucha beldat,
porque me dejara
en mi libertad;

mas dixe: «Donosa
(por saber quién era),
¿dónde es la vaquera
de la Finojosa?...»

VI
Bien como riendo,
dixo: «Bien vengades;
que ya bien entiendo
lo que demandades:

non es deseosa
de amar, nin lo espera,
aquessa vaquera
de la Finojosa.»





Cuando yo so adelante de aquella donna.


Cuando yo so delante aquella donna,
a cuyo mando me sojuzgó Amor,
cuido ser uno de los que en Tabor
vieron la grand claror que se razona,

o aquella sea fija de Latona,
segúnd su aspecto e grande resplandor:
así que punto yo non he vigor
de mirar fijo su deal persona.

El su grato favor dulce, amoroso,
es una maravilla ciertamente,
en modo nuevo de humanidad:

el andar suyo es con tal reposo,
honesto e manso, e su continente,
que libre, vivo en cautividad.





Bésame y abrázame.


Bésame y abrázame,
marido mío,
y daros hé en la mañana
camisón limpio.

Yo nunca vi hombre
vivo estar tan muerto,
ni hacer el dormido
estando despierto.
Andad, marido, alerta,
y tened brío,
y daros hé en la mañana
camisón limpio.





Al alba venid buen amigo.


Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.

Amigo el que yo más quería,
venid al alba del día.

Amigo el que yo más amaba,
venid a la luz del alba,

Venid a la luz del día,
non trayáis compañía.

Venid a la luz del día,
non traigáis gran compañía