martes, 8 de octubre de 2024

El convidado de las últimas fiestas. Auguste Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889)

A la señora Nina de Villard.

Lo desconocido es la parte del león.
FRANÇOIS ARAGO


La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186..., C..., uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera. Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss. De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

―¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

―¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? ―preguntó C... rogándoles que se sentasen.
―¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación ―dijo Clío la Cendrée.
―¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! ―dijo Antonie Chantilly.
―Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer ―concluyó Annah Jackson.
―¡Luz y alegría!, ¡viva! ―respondió tranquilamente C...― ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?
―¡En absoluto! ―dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.
―Entonces, amigo ―continuó C... volviéndose hacia mí―, toma tu tarjeta, reserva el salón rojo y envía al criado de miss Jackson para que lleve el recado. Es, creo yo, lo más indicado, a menos que tengas algo organizado de antemano en tu casa.
―Señor ―me dijo miss Jackson―, si se sacrifican por nosotras llegando incluso hasta moverse, encontrarán a esa persona disfrazada de ave fénix ―o mosca― descansando cómodamente en el vestíbulo. Responde al transparente seudónimo de Baptiste o de Lapierre. ¿Tendrían esa amabilidad?; y vuelvan rápidamente para amarnos sin cesar.

Hacía unos momentos que yo no escuchaba a nadie. Observaba a un extranjero situado en un palco, frente al nuestro: un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de una palidez oriental; tenía unos binóculos y me dirigía un saludo.

―¡Eh! ¡Ese es mi desconocido de Wiesbaden! ―me dije en voz baja, tras recordar un poco.

Como ese señor me había hecho, en Alemania, uno de esos pequeños favores que la costumbre permite intercambiar entre viajeros (creo que fue a propósito de unos cigarros que me recomendó en el salón), yo le devolví el saludo. Instantes después, en el vestíbulo, mientras buscaba al fénix en cuestión, vi venir hacia mí al extranjero. Al ser su saludo de lo más amable, me pareció de buena educación proponerle nuestra compañía en el caso de que estuviera muy solo en tal tumulto.

―¿Y a quién debo tener el honor de presentar a nuestra graciosa compañía? ―le pregunté, sonriendo, cuando hubo aceptado.
―Al barón Von H... ―me dijo―. Sin embargo, visto el aspecto despreocupado de esas señoritas, las dificultades de pronunciación y esta bella noche de carnaval, déjeme tomar, por una hora, otro nombre, el primero que se me ocurra ―añadió―: ya está... ―se echó a reír―: el barón Saturno, si le parece.

Esta rareza me sorprendió un poco, pero como se trataba de una locura general, así lo anuncié, fríamente, a nuestras elegantes, según la denominación mitológica a la que aceptaba reducirse. Tal fantasía las predispuso a su favor: quisieron creer que era un rey de Las mil y una noches que viajaba de incógnito. Clío la Cendrée, juntando las manos, mencionó incluso el nombre de un tal Jud, célebre entonces, una especie de criminal a quien diferentes asesinatos parece que habían hecho famoso y enriquecido excepcionalmente, y al que aún no habían capturado. Una vez intercambiados los cumplidos:

―¿Querría el barón cenar con nosotros, por una deseable simetría? ―pidió la siempre previsora Annah Jackson, entre dos irresistibles bostezos.
Él quiso resistirse.
―Susannah nos ha dicho esto como don Juan a la estatua del Comendador ―repliqué bromeando―: ¡estos Escoceses son de una solemnidad!
―¡Habría que proponer al señor Saturno que viniera a matar el Tiempo con nosotros! ―dijo C..., que, frío, deseaba invitarlo «de una manera formal».
―¡Lamento mucho rehusar! ―respondió el interlocutor―. Compadézcanme porque una circunstancia de un interés verdaderamente capital me ocupa, mañana, muy temprano.
―¿Un falso duelo?, ¿una variedad de vermouth? ―preguntó Clío la Cendrée poniendo mala cara.
―No, señora, un... encuentro, puesto que se ha dignado preguntar al respecto ―dijo el barón.
―¡Bueno! ¡Apuesto que es por alguna disputa de pasillo en la Ópera! ―exclamó la bella Annah Jackson―. Su sastre, envanecido por el corte de un traje militar, lo habrá tratado de artista o de demagogo. Querido señor, esas observaciones carecen de importancia: es extranjero, eso se nota.
―Lo soy un poco en todas partes, señora ―respondió el barón Saturno inclinándose.
―¡Vamos!, ¿se hace usted de rogar?
―¡Raramente, se lo aseguro!... ―murmuró el singular personaje, con un aire a la vez galante y equívoco.

C... y yo intercambiamos una mirada: no entendíamos nada: ¿qué quería decir este hombre? Sin embargo, esta distracción nos parecía bastante divertida. Pero como los niños que se encaprichan con aquello que se les niega:

―¡Nos pertenece hasta el amanecer! ―exclamó Antonie, y lo tomó del brazo.

Se rindió y abandonamos la sala. Había hecho falta todo ese ramillete de inconsecuencias para llegar a este final; íbamos a encontrarnos en una intimidad bastante relativa con un hombre del que desconocíamos todo, salvo que había jugado en el casino de Wiesbaden y que había estudiado los diferentes sabores de los cigarros de La Habana. ¡Qué importaba! ¿Lo más normal, hoy en día, no es dar la mano a todo el mundo? Ya en el bulevar, Clío la Cendrée se recostó, riendo, al fondo de la calesa y a su tigre mestizo, que la esperaba como un esclavo:

―¡A la Maison Dorée! ―le dijo.
Luego, inclinándose hacia mí:
―No conozco a su amigo: ¿quién es? Me intriga muchísimo. ¡Tiene una extraña mirada!
―¿Mi amigo? ―respondí―: apenas lo he visto dos veces, durante la temporada última en Alemania.
Me miró con aire sorprendido:
―¡Qué! ―añadí―, ¡viene a saludarnos a nuestro palco y ustedes lo invitan a cenar con la credencial de un baile de disfraces como única referencia! Aun admitiendo que hayan cometido una imprudencia digna de mil muertes, es ya un poco tarde para que se alarmen en lo tocante a nuestro convidado. Si los invitados están poco dispuestos mañana a continuar su amistad, se saludarán como la víspera: eso es todo. Una cena no significa nada. Nada hay más divertido que simular comprender ciertas artificiales
susceptibilidades.
―¡Cómo! ¿Pretende no conocer perfectamente a las personas? Y si fuera un...
―¿No le he dado su nombre?, ¿el barón Saturno? ¿Teme comprometerlo, señorita? ―añadí con un tono severo.
―¡Sabes, eres un hombre intolerable!
―No tiene el tipo de un griego: por lo tanto nuestra aventura es bien simple. ¡Un millonario divertido! ¿No es lo ideal?
―Me parece bien, este señor Saturno ―dijo C...
―Y, al menos en época de carnaval, un hombre muy rico tiene siempre derecho a la estimación ―concluyó, con voz calmada, la bella Susannah.

Los caballos se pusieron en marcha: la pesada carroza del extranjero nos siguió. Antonie Chantilly (más conocida por su nombre de guerra, un poco empalagoso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía. Una vez instalados en el salón rojo, rogamos a Joseph que no dejase entrar allí a ningún ser viviente, exceptuando a las ostras, a él, Joseph, y a nuestro ilustre amigo, el fantástico pequeño doctor Florian Les Eglisottes, si, por casualidad, venía a tomar su proverbial ración de cangrejos. Un ardiente leño se consumía en la chimenea. A nuestro alrededor se extendían insulsos olores de telas, de pieles abandonadas, de flores de invierno. Las luces de los candelabros abrazaban, en una consola, las plateadas cubetas en las que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, cuyos troncos se hinchaban en el extremo de sus tallos de latón, sobresalían de los jarrones colocados en la mesa. Fuera, caía una lluvia tenue y fina, mezclada con nieve; una noche glacial; ruido de coches, gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavarni, de Deveria, de Gustave Doré. Para apagar esos ruidos, los cortinones estaban cuidadosamente echados ante las cerradas ventanas.

Así pues, los convidados eran el barón sajón Von H..., el rubio y ensortijado C... y yo; además de Annah Jackson, la Cendrée y Antonie. Durante la cena, animada con brillantes locuras, me abandoné, muy lentamente, a mi inocente manía de observación y, debo decirlo, no fue sin que muy pronto me diese cuenta de que mi conocido merecía toda mi atención. ¡No, no era un frívolo, nuestro circunstancial invitado!... Sus rasgos y su apostura no carecían de esa conveniente distinción que nos hace tolerar a las personas: su acento no era molesto como el de algunos extranjeros ―únicamente, su palidez cobraba, por momentos, unos tonos particularmente descoloridos, e incluso macilentos―; sus labios eran más delgados que una pincelada; siempre tenía el ceño un poco fruncido, incluso cuando sonreía. Advirtiendo estos detalles y algunos otros, con esa inconsciente atención de la que algunos escritores están dotados, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía y me prometí borrarlo, al amanecer, de nuestra lista de amigos. Hablo de C... y de mí, naturalmente; porque el buen azar que nos había traído, esa noche, a nuestras huéspedes femeninas, se las volvería a llevar, como a fantasmas, al finalizar la noche.

Y además el extranjero no tardó en cautivar nuestra atención por una especial rareza. Su charla, sin estar fuera de lugar por el valor intrínseco de sus ideas, nos mantenía alerta por un sobreentendido muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente. Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible, al examinar lo que él decía, descubrir otro sentido que no fuera el de una frase banal. Y dos o tres veces nos hizo estremecer, a C... y a mí, por la forma en que subrayaba las palabras y por la impresión de ocultas intenciones, totalmente imprecisas, que ellas nos producían. De repente, en medio de una carcajada, debida a alguna broma de Clío la Cendrée ―¡que era, realmente, divertida!― tuve la oscura impresión de haber visto a este caballero en una circunstancia muy diferente que la de Wiesbaden.

En efecto, esa cara tenía unos rasgos inolvidables, y sus ojos, al parpadear, mostraban en su rostro la idea de una luz interior. ¿Cuál era esa circunstancia? En vano me esforzaba por concretarla en mi mente. ¿Cedería a la tentación de enunciar las confusas nociones que despertaba en mí? Eran las de un acontecimiento semejante a los que se ven en los sueños. ¿Dónde podía haber ocurrido? ¿Cómo armonizar mis habituales recuerdos con esas intensas y lejanas ideas de crimen, de silencio profundo, de bruma, de rostros espantados, de antorchas y de sangre, que surgían en mi conciencia, con una insoportable sensación de realismo, a la vista de este personaje?

―¡Ah! ―balbucí por lo bajo―. ¿Estaré alucinando esta noche?

Bebí un vaso de champagne. Las ondas sonoras del sistema nervioso tienen esas misteriosas vibraciones. Ensordecen, por así decirlo, con la diversidad de sus ecos, el análisis del golpe inicial que las ha producido. La memoria distingue el medio ambiente del hecho en sí, y el hecho mismo se sumerge en esa sensación general, hasta permanecer tercamente indiscernible. Ocurre con esto como con esos rostros antaño familiares que, vistos de nuevo de improviso, turban, con una tumultuosa evocación de impresiones todavía dormidas, y que entonces es imposible nombrar. Pero los altivos modales, la amena reserva, la extraña dignidad del desconocido ―especie de velo que cubre seguramente la sombría realidad de su naturaleza―, me indujeron a considerar (por el momento, al menos) esa comparación como imaginaria, como una especie de perversión visual nacida de la fiebre y de la noche.

Decidí poner buena cara al festín, según mi deber y mi placer. Nos levantamos de la mesa jovialmente, y las carcajadas se mezclaron con las melodías tocadas al azar, en el piano, por unos dedos ligeros. Olvidé, pues, todas mis preocupaciones. Muy pronto hubo destellos de ingenio, ligeras declaraciones, besos vagos (parecidos al ruido de esos pétalos de flor que las bellas distraídas hacen chasquear entre las palmas de sus manos), hubo fuegos de sonrisas y de diamantes: la magia de los profundos espejos reflejaba silenciosamente, hasta el infinito, en largas filas azuláceas, las luces y los gestos.

C... y yo nos abandonamos al ensueño a través de la conversación Los objetos se transfiguran según el magnetismo de las personas que se les acercan, sin tener otro significado, para cada uno, que el que cada cual pueda prestarle. Así, lo moderno de esos dorados violentos, de esos muebles pesados y de esos cristales lisos era rechazado por la mirada de mi lírico amigo C... y por la mía. Para nosotros, esos candelabros eran necesariamente de oro puro, y sus cincelados estaban firmados por un auténtico Quinze-Vingt, orfebre de nacimiento. Realmente, esos muebles sólo podían provenir de un tapicero luterano que se había vuelto loco a causa de sus terrores religiosos, reinando Luis XIII. ¿De quién vendrían estos cristales sino de un vidriero de Praga, depravado por algún amor pentesileo? Los cortinones de Damasco eran aquellas antiguas púrpuras, encontradas finalmente en Herculano, en el cofre de las velaria sagradas de los templos de Esculapio o de Palas. La crudeza, verdaderamente singular, del tejido se explicaba, si acaso, por la acción corrosiva de la tierra y de la lava, y ―¡preciosa imperfección!―, lo hacía único en el mundo. En cuanto a la mantelería, nuestra alma conservaba una duda sobre su origen.

Existían motivos para pensar que eran muestras de sayales lacustres. Al menos no desesperábamos en encontrar, en los signos bordados en el hilo, los indicios de su origen acadio o troglodita. Quizás estábamos en presencia de los innumerables paños del sudario de Xisouthros lavados y vendidos, por piezas, como manteles. Sin embargo, tras examinarlos debimos contentarnos con sospechar que tenían inscripciones cuneiformes de un menú redactado en el reinado de Nemrod; disfrutábamos ya de la sorpresa y de la alegría del señor Oppert, cuando se enterara de este reciente descubrimiento. Luego, la Noche esparcía sus sombras, sus extraños efectos y sus medios tonos sobre los objetos, reforzando la buena voluntad de nuestras convicciones y ensueños. El café humeaba en las transparentes tazas; C... consumía con deleite un habano y se envolvía en copos de humo blanco, como un semidiós en una nube.

El barón H..., con los ojos medio cerrados, tendido sobre un sofá, con un aire banal, un vaso de champagne en su pálida mano que caía sobre la alfombra, parecía escuchar con atención las prestigiosas cadencias del dúo nocturno (del Tristán e Isolda de Wagner), que Susannah interpretaba con mucho sentimiento, acentuando las modulaciones incestuosas. Antonie y Clío la Cendrée, abrazadas y radiantes, permanecían en silencio mientras sonaban los acordes lentamente ejecutados por esta buena intérprete. Yo, encantado hasta el insomnio, también la escuchaba, junto al piano. Esa noche, cada una de nuestras blancas acompañantes había elegido el terciopelo. La entrañable Antonie, de ojos violetas, vestía de negro, sin un encaje. Pero al no estar orlada la línea de terciopelo de su vestido, sus hombros y su cuello destacaban duramente sobre la tela, como verdadero mármol.

Lucía un fino anillo de oro en el dedo meñique y tres engastes de zafiros brillaban en sus cabellos castaños, que caían, muy por debajo de su cintura, en dos rizadas trenzas. Al preguntarle una augusta persona, una noche, si ella era «honesta»:

―Sí, Monseñor ―había respondido Antonie―, honesta, en Francia, sólo es sinónimo de educada.

Clío la Cendrée, una exquisita rubia de ojos negros, ¡la diosa de la Impertinencia! (una joven desencantada que el príncipe Solt... había bautizado, a la rusa, vertiendo espuma de Roederer en sus cabellos), estaba vestida con un traje de terciopelo verde, bien ceñido, y un collar de rubíes le cubría el pecho. Se citaba a esta joven criolla de veinte años como modelo de todas las virtudes reprendibles. Ella hubiera embriagado a los más austeros filósofos de Grecia y a los más profundos metafísicos de Alemania. Muchos dandys se habían prendado de ella hasta llegar a los duelos, a la letra de cambio o al ramo de violetas. Volvía de Baden, donde había dejado cuatro o cinco mil luises en la mesa de juego, mientras reía como un niño. Una vieja dama germana, por lo demás escuálida, escandalizada ante ese espectáculo, le había dicho, en el Casino:

―Señorita, tenga cuidado: a veces es necesario comer un trozo de pan, y usted parece olvidarlo.
―Señora ―había respondido enrojeciendo la bella Clío―, gracias por el consejo. En cambio, aprenda que, para algunos, el pan siempre fue un prejuicio.

Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa, de cabellos más negros que la noche, de una mirada aguda como una sarisa, de pequeñas y ácidas frases, resplandecía, indolente, en su terciopelo rojo. ¡A ésta no la encontrarás, joven extranjero! Se asegura que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería tu suerte. Cuenta con diversos duelos entre sus recuerdos. Su tipo de belleza, del que está segura, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí. Su cuerpo, aunque virginal, es como un oscuro lirio. Justifica su nombre que en antiguo hebreo significa, creo, esa flor.

Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si tu mala estrella permite que te encuentres en el camino de Susannah Jackson, para tener tu retrato a la quincena siguiente, sólo tendremos que imaginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le estraga el gusto, lo rompe y lo enloquece. La sabia encantadora se divertía, a veces, arrancando lágrimas de desesperación a viejos y hastiados lords, porque sólo el placer la seducía. Su proyecto, según algunos comentarios, es el de recluirse en una finca de un millón, a orillas del Clyde, con un hermoso joven al que irá matando, lánguidamente, para distraerse a su gusto. El escultor C.-B..., un día, bromeaba sobre un lunar que tiene junto a uno de sus ojos.

―El desconocido artista que ha tallado tu mármol ―le decía― ha olvidado esa piedrecita.
―No hables mal de tal piedrecita ―respondió Susannah―: es la que hace caer en desgracia.

Era semejante a una pantera. Cada una de estas mujeres llevaba, en la cintura, un antifaz de terciopelo, verde, rojo o negro, con dobles cintas de acero. En cuanto a mí (si hay que hablar de este convidado), yo llevaba también una máscara; menos visible, eso es todo. Como en el teatro, cuando desde un palco central se asiste, para no molestar a los vecinos ―por cortesía, en una palabra―, a un drama de estilo fatigoso y cuyo tema nos desagrada, así me comportaba yo por educación. Lo cual no me impedía lucir alegremente una flor en la solapa, como buen caballero de la orden de la Primavera. En aquel momento, Susannah abandonó el piano. Yo cogí un ramo de flores de la mesa y fui a ofrecérselo con ojos burlones.
―¡Eres una diva! ―dije―. Lleva una de estas flores como homenaje a los amantes desconocidos.

Ella cogió un capullo de hortensia que colocó, con amabilidad, en su corsé. ―¡No leo cartas anónimas! ―respondió poniendo el resto de mi sélam en el piano. La profana y brillante criatura juntó sus manos en el hombro de uno de nosotros para retornar a su lugar, seguramente.

―¡Ah!, fría Susannah ―le dijo C... riendo―, has venido, parece, al mundo con el único fin de recordarnos que la nieve quema.

Era, creo yo, uno de esos alambicados cumplidos que el final de una cena inspira y que, si tienen un significado real, es tan fino como un cabello. Nada está más cerca de la estupidez y, a veces, la diferencia es absolutamente invisible. Ante tan elegíaco propósito, comprendí que la llama de los cerebros comenzaba a apagarse y que era necesario reaccionar. Como una chispa basta a veces para reavivar el fuego, resolví hacerla brotar, a toda costa, de nuestro taciturno convidado. En ese momento, Joseph entró trayéndonos (¡rareza!) ponche helado, porque habíamos decidido emborracharnos como cubas. Desde hacía un minuto, observaba al barón Saturno. Parecía impaciente, inquieto. Le vi mirar su reloj, dar un brillante a Antonie y levantarse.

―Por ejemplo, señor de lejanas regiones ―exclamé, sentado a horcajadas en una silla y entre dos bocanadas de humo del cigarro―, ¿no pensará dejarnos antes de una hora? ¡Parecería misterioso, y como usted sabe, eso es de mal gusto!
―Mil disculpas ―me respondió―, pero se trata de un deber que no puede posponerse y que, por lo demás, no admite demora. Reciban ustedes mi agradecimiento por estos instantes tan agradables que acabo de pasar.
―¿Es entonces, realmente, un duelo? ―preguntó, inquieta, Antonie.
―¡Bah! ―exclamé yo, creyendo, efectivamente, en alguna querella de carnaval―, estoy seguro que exageras la importancia de ese asunto. Tu hombre está bajo alguna mesa, dormido. Antes de realizar un cuadro semejante al de Géróme, en el que tendrás el papel del vencedor, el de Arlequín, envía a la cita a un criado en lugar tuyo para que sepa si se te espera y, si es así, tus caballos sabrán recuperar el tiempo perdido.
―¡Cierto! ―manifestó C... tranquilamente―. Corteja a la hermosa Susannah que se muere por ti, te ahorrarás un resfriado, y te consolarás dilapidando uno o dos millones. Observa, escucha y decide.
―Señores, les confesaré que soy ciego y sordo tan a menudo como Dios me lo permite ―dijo el barón Saturno.

Y acentuó esta ininteligible enormidad de manera que nos sumió en las más absurdas conjeturas. ¡A punto estuve de olvidar la chispa en cuestión! Estábamos mirándonos con una molesta sonrisa, sin saber qué pensar de esta «broma» cuando, de repente, no pude reprimir una exclamación: ¡acababa de recordar dónde había visto a este hombre por primera vez! Y de pronto me pareció que los cristales, las caras, los cortinajes, y el festín nocturno se iluminaban con una luz maligna, una rojiza luz que surgía de nuestro invitado, semejante a algunos efectos teatrales.

―Señor ―susurré a su oído―, perdóname si me equivoco... pero, me parece haber tenido el placer de encontrarte, hace cinco o seis años, en una gran ciudad del Mediodía ―en Lyon, creo―, hacia las cuatro de la mañana, en una plaza pública.
Saturno levantó lentamente la cabeza y, observándome con atención:
―¡Ah! ―dijo―, es posible.
―¡Sí! ―continué mirándolo fijamente―. ¡Espera!, también había, en esa plaza, un objeto muy melancólico, a cuyo espectáculo me había dejado llevar por dos amigos estudiantes y que prometí no volver a contemplar nunca más.
―¡Cierto! ―dijo el señor Saturno―. ¿Y cuál era ese objeto, si no es indiscreción?
―A fe mía, si no recuerdo mal, señor, era como un cadalso, ¡una guillotina! ¡Ahora estoy seguro!

Estas palabras fueron intercambiadas en voz baja, muy baja, entre ese señor y yo. C... y las señoras charlaban en la sombra muy cerca del piano.

―¡Eso es!, ya me acuerdo ―añadí levantando la voz―. ¿Eh?, ¿qué piensa usted?, ¿lo recuerda? Aunque pasaste muy rápidamente ante mí, tu carruaje, rebasado durante un instante por el mío, me permitió verte a la luz de las antorchas. La circunstancia grabó tu rostro en mi mente. Tenía, entonces, exactamente la misma expresión que observo ahora en tu semblante.
―¡Ah! ¡Ah! ―respondió Saturno―, ¡es cierto! ¡Es, a fe mía, de una exactitud sorprendente, te lo confieso!

La estridente risa de este señor me sugirió la sensación de un par de tijeras cortando el cabello.

―Entre otros ―continué―, un detalle me llamó la atención. Te vi desde lejos, descender hacia el lugar en el que estaba situado el cadalso... y, a no ser que me haya equivocado en el parecido...
―No te has equivocado, querido señor, efectivamente, era yo ―respondió.

Al decir esto, sentí que la conversación se había tornado glacial y que, por consiguiente, tal vez yo faltaba a la estricta cortesía que un verdugo de tan extraña índole tenía derecho a exigirnos. Buscaba, pues, una banalidad para cambiar los pensamientos que nos envolvían a ambos, cuando la bella Antonie se apartó del piano diciendo con indolencia:

―A propósito, señoras y señores, ¿saben que hay, esta mañana, una ejecución?
―¡Ah!... ―exclamé, extrañamente agitado por estas palabras.
―Se trata del pobre doctor de la P... ―continuó tristemente Antonie―; hace tiempo me curó. Por mi parte, solamente lo censuro por haberse defendido ante los jueces, lo creí con más estómago. Cuando la suerte está echada de antemano, me parece que hay que reírse, en la nariz de esos golillas. El señor de la P... se olvidó de ello.
―¡Cómo! ¿Es hoy? ¿Definitivamente? ―pregunté esforzándome en hablar con voz indiferente.
―A las seis, hora fatal, señoras y señores!... ―respondió Antonie―. Ossian, el hermoso abogado, el preferido de Saint-Germain, vino ayer por la noche, a anunciármelo, para cortejarme a su manera. Lo había olvidado. Parece que han traído a un extranjero (!) para ayudar al Verdugo de París, habida cuenta de la solemnidad del proceso y de la distinción del culpable.

Sin percibir lo absurdo de estas últimas palabras, me volví hacia el señor Saturno. Estaba de pie ante la puerta, envuelto en un gran abrigo negro, sombrero en mano, con aspecto oficial. ¡El ponche me había embotado el cerebro! Para decirlo todo, yo tenía ideas belicosas. Temiendo haber cometido, al invitarle, lo que creo se llama en estilo parisiense una «pifia», la persona del intruso (fuera quien fuera) se me hacía insoportable y a duras penas podía contener mi deseo de hacérselo saber.

―Señor barón ―le dije sonriendo―, ante tus singulares sugerencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarte si no eres, en cierto modo, como la Ley, «ciego y sordo tan a menudo como Dios te lo permite»?
Se acercó a mi, se inclinó con un aire agradable y me respondió en voz baja:
―¡Pero cállese, hay señoras!

Saludó a todos y salió, dejándome mudo, un tanto tembloroso y sin poder dar crédito a mis oídos. Permítame, lector, unas palabras. Cuando Stendhal quería escribir una historia de amor un tanto sentimental, tenía la costumbre, como ya es sabido, de releer antes una media docena de páginas del Código penal para ―decía él― coger el tono. Por mi parte, al metérseme en la cabeza escribir algunas historias, yo encontré más práctico, tras una madura reflexión, frecuentar lisa y llanamente, por la noche, uno de los cafés del paseo de Choiseul, donde el difunto señor X..., antiguo verdugo de París, iba a jugar de incógnito, casi todos los días, su partida de imperial. Me parecía un hombre tan bien educado como cualquier otro; hablaba en voz muy baja, pero muy clara, con una benigna sonrisa. Yo me sentaba en una mesa cercana y me divertía un poco con él cuando, llevado por la pasión del juego, exclamaba bruscamente: «¡Corto!» sin malicia alguna. Recuerdo que allí escribí mis más poéticas inspiraciones, utilizando una expresión burguesa. Por tanto, yo estaba inmune a la intensa sensación de horror que suelen provocar en los transeúntes esos señores vestidos con traje corto.

Era extraño que me sintiera, en ese momento, bajo la impresión de un sobrecogimiento tan intenso, puesto que nuestro convidado casual acababa de declararse uno de ellos. C..., que se había aproximado a nosotros mientras nos dirigíamos las últimas palabras, me golpeó levemente en el hombro.

―¿Has perdido la cabeza? ―me preguntó.
―¡Habrá recibido una gran herencia y solamente ejerce mientras espera un sustituto...! ―murmuraba yo, muy excitado por los vapores del ponche.
―¡Vamos! ―dijo C...―. ¿Acaso supones que él tenga, realmente, algo que ver con la ceremonia?
―Entonces, ¿has captado el significado de nuestra charla? ―le dije en voz muy baja―: ¡corta pero instructiva! ¡Este señor es un simple verdugo!, belga probablemente. Es el extranjero que Antonie mencionaba hace un momento. Sin su presencia de ánimo, yo hubiera sufrido tal contrariedad que habría aterrado a estas jóvenes.
―¡Venga ya! ―exclamó C...― ¿un verdugo con una indumentaria de treinta mil francos?, ¿que regala diamantes a su acompañante?, ¿qué cena en la Maison Dorée la víspera de prodigar sus cuidados a un cliente? Desde tus visitas al café de Choiseul ves verdugos por todas partes. ¡Bebe una copa de ponche! Tu señor Saturno es un pésimo bromista, ¿sabes?

Ante estas palabras, me pareció que la lógica, sí, que la fría razón estaba del lado de este querido poeta. Muy contrariado, tomé a toda prisa mis guantes y mi sombrero y me dirigí rápidamente al umbral, murmurando:

―Bien.
―Tienes razón ―dijo C...
―Esta pesada broma ha durado demasiado tiempo ―añadí mientras abría la puerta del salón. Si alcanzo a ese fúnebre mistificador, juro que...
―Un momento: juguemos a ver quién pasará primero ―dijo C...

Yo iba a responder adecuadamente y a desaparecer cuando, a mis espaldas, una voz alegre y muy conocida exclamó bajo la levantada cortina:

―¡Inútil! Quédate, mi buen amigo.

En efecto, nuestro ilustre amigo, el pequeño doctor Florian Les Eglisottes, había entrado mientras pronunciábamos nuestras últimas palabras: estaba delante de mí, dando saltitos, con su abrigo cubierto de nieve.

―Querido doctor ―le dije―, en un momento estoy con usted, pero...
Él me retuvo.
―Cuando le haya contado la historia del hombre que salía de este salón al llegar yo ―continuó―, le apuesto que no se preocupará ya en pedirle cuentas de sus ocurrencias.

Por otra parte, es demasiado tarde, su coche lo ha llevado ya muy lejos de aquí. Pronunció estas palabras en un tono tan extraño que me detuvo definitivamente. ―Veamos esa historia, doctor ―dije sentándome tras un momento de duda―. Pero, piénsalo, Les Eglisottes: respondes de mi inactividad y asumes la responsabilidad. El príncipe de la Ciencia posó en un rincón su bastón con empuñadura de oro, besó galantemente, con la punta de sus labios, los dedos de nuestras tres bellas desconcertadas, se sirvió un poco de madeira y, en medio de un silencio fantástico provocado por el incidente ―y por su propia entrada―, comenzó a hablar en estos términos:

―Comprendo toda la aventura de esta noche. ¡Estoy tan al corriente de todo lo que acaba de suceder como si hubiera estado con ustedes...! Lo que les ha ocurrido, sin ser precisamente alarmante, es, a pesar de todo, algo que hubiera podido serlo.
―¿Cómo? ―dijo C...
―Este señor es, efectivamente, el barón de H...; él pertenece a una importante familia alemana; es millonario, pero... El doctor nos miró:
―¡Pero el prodigioso caso de alienación mental que le aqueja, constatado por las Facultades de Medicina de Munich y de Berlín, representa la más extraordinaria y más incurable de todas las monomanías registradas hasta hoy! ―terminó el doctor con el mismo tono que hubiese empleado en su curso de fisiología comparada.
―¡Un loco! ¿Qué significa eso, Florián, qué quieres decir? ―murmuró C... yendo a echar el cerrojo de la puerta.

Las damas, ante esta revelación, dejaron de sonreír. En cuanto a mí, creía en realidad estar soñando, desde hacía unos minutos.

―¡Un loco! ―exclamó Antonie―; pero me parece que a esas personas se las encierra. ¿No?
―Creía haber explicado que nuestro caballero es varias veces millonario ―replicó muy serio Les Eglisottes―. Es él, pues, mal que les pese, quien hace encerrar a los demás.
―Y ¿cuál es su manía? ―preguntó Susannah―. Les prevengo que a mí me parece muy simpático.
―¡Quizá dentro de unos momentos, señora, su opinión no sea la misma! ―continuó el doctor después de encender un cigarrillo.

El lívido amanecer teñía los cristales, las velas amarilleaban, el fuego se extinguía; lo que escuchábamos nos producía la sensación de una pesadilla. El doctor no era dado a la mistificación: lo que él decía debía ser tan fríamente real como la máquina levantada lejos, en la plaza.

―Parece ―continuó entre dos sorbos de madeira― que en cuanto llegó a la mayoría de edad, este joven se embarcó hacia las Indias orientales; viajó mucho por los países asiáticos. Allí comienza el profundo misterio que esconde el origen de su accidente. Él asistió, durante algunas revueltas en Extremo Oriente, a los rigurosos suplicios que las leyes que rigen esos países, aplican a los rebeldes y a los culpables. Al principio, sin duda, debió de asistir por simple curiosidad de viajero. Pero, ante aquellos suplicios, se podría decir que surgieron en él los instintos de una crueldad que supera las capacidades de comprensión conocidas, y turbaron su cerebro, envenenaron su sangre y finalmente lo transformaron en el ser singular en que se ha convertido. Figúrense que gracias al dinero, el barón H... penetró en las viejas prisiones de las principales ciudades de Persia, de Indochina y del Tibet y que obtuvo varias veces de los gobernadores el derecho a sustituir a los ejecutores orientales para ejercer por sí mismo las funciones de verdugo. ¿Conocen el episodio de las cuarenta libras de ojos arrancados que llevaron, en dos bandejas de oro, al shah Nasser-Eddin, el día que entró solemnemente en una ciudad que se había sublevado? El barón, vestido como los hombres de la región, fue uno de los más ardientes ejecutores de tamaña atrocidad. El ajusticiamiento de los dos jefes de la rebelión fue de un horror aún mayor. Primero fueron condenados a que se les arrancaran los dientes con tenazas, y luego que les incrustasen esos mismos dientes en sus cabezas rasuradas para tal fin, y todo esto de manera que formasen las iniciales persas del glorioso nombre del sucesor de Feth- Alishah. Fue también nuestro aficionado quien, por un saco de rupias, consiguió ejecutarlos él mismo con la acompasada torpeza que le caracteriza. [Una simple pregunta: ¿quién es mas insensato, el que ordena tales suplicios o aquél que los lleva a cabo? ¿Se escandalizan? ¡Bah! Si el primero de estos dos hombres se dignase venir a París, nos honraríamos en preparar fuegos artificiales y ordenaríamos que las banderas de nuestros ejércitos se inclinasen a su paso, todo en nombre de los «Inmortales principios del 89». Así pues, sigamos.] Si hay que creer en los informes de los capitanes Hobbs y Egginson, los refinamientos que su creciente monomanía le inspiró en esas ocasiones sobrepasaron, con toda la altura del absurdo, las de Tiberio y de Heliogábalo, y todas aquéllas que se mencionan en los fastos humanos. Porque ―añadió el doctor― no se puede igualar en perfección a un loco en aquello en que desvaría.

El doctor Les Eglisottes se detuvo y nos contempló, uno a uno, con un aire burlón. Prestábamos tanta atención a este discurso que habíamos dejado apagar nuestros cigarros.

―Una vez de regreso a Europa ―continuó el doctor―, el barón H..., cansado ya hasta el punto de pensar en su curación, cayó de nuevo en su calenturienta fiebre. Sólo tenía un sueño, uno solo, más mórbido, más glacial que todas las abyectas imaginaciones del marqués de Sade: era, sencillamente, el de recibir el nombramiento de Verdugo GENERAL de todas las capitales de Europa. Pensaba que las buenas tradiciones y la habilidad periclitaban en esta rama artística de la civilización; que, como se dice, había peligro en la espera, y, valiéndose de los servicios que había prestado en Oriente (escribía en las peticiones que a menudo ha enviado), esperaba (si los soberanos se dignaban honrarle con su confianza) arrancar a los prevaricadores los chillidos más modulados que jamás hayan escuchado los oídos de un magistrado bajo las bóvedas de un calabozo. (¡Mire!, cuando se habla de Luis XVI delante de él, su ojo se ilumina y refleja un extraordinario odio de ultratumba: Luis XVI fue, ciertamente, el soberano que creyó en la abolición de la tortura previa, y probablemente sea este monarca la única persona que el señor H... haya odiado.)

Como se figuran, siempre fracasó en sus peticiones, y sólo gracias a las gestiones de sus herederos no se le ha encerrado como merece. En efecto, unas cláusulas del testamento de su padre, el difunto barón de H..., obligan a la familia a evitar su muerte civil a causa de los enormes perjuicios económicos que tal muerte produciría a sus parientes. Viaja, pues, libremente. Mantiene excelentes relaciones con todos esos señores de la Justicia capital. Por todas las ciudades por donde pasa, su primera visita es para ellos. Con frecuencia les ha ofrecido enormes sumas de dinero para que lo dejen operar, en su lugar, y yo creo, entre nosotros ―añadió el doctor guiñando un ojo―, que en Europa, ha decapitado a algunos.

Aparte de estas actividades, se puede decir que su locura es inofensiva, puesto que sólo la ejerce sobre personas designadas por la Ley. Exceptuando su alienación mental, el barón de H... tiene fama de ser un hombre de costumbres apacibles e, incluso, agradables.

De vez en cuando, su ambigua mansedumbre produce, quizás, escalofríos en la espalda, como suele decirse, a los íntimos que están al corriente de su terrible manía, pero eso es todo. Sin embargo, habla a menudo de Oriente con pena y debe de volver constantemente. La privación del diploma de Torturador en jefe del globo lo ha sumido en una negra melancolía. Imagínense los ensueños de Torquemada o de Arbuez, de los duques de Alba o de York. Su monomanía empeora de día en día. Igualmente, cuando se presenta una ejecución, emisarios secretos le advierten de ello; ¡antes incluso que a los mismos verdugos! Corre, vuela, devora la distancia, su lugar está reservado al pie de la máquina. Allí debe de estar en este momento en que les hablo: no dormiría tranquilo si no hubiera obtenido la última mirada del condenado.

Este es, señoras y señores, el caballero con el que han tenido la suerte de compartir esta noche. Añadiré que, alejado de su demencia y en sus relaciones con la sociedad, es un hombre de mundo verdaderamente irreprochable y el más agradable conversador, el más divertido, el más...

―¡Basta, doctor!, ¡por favor! ―exclamaron Antonie y Clío la Cendrée, a quienes la estridente y sardónica jovialidad de Florián había impresionado extraordinariamente.
―¡Pero es el chichisbeo de la Guillotina ―murmuró Susannah―: es el dilettante de la Tortura!
―Realmente, si no te conociera, doctor... ―balbuceó C...
―¿No lo creerías? ―interrumpió Les Eglisottes―. Tampoco yo lo creí durante largo tiempo; pero, si quieres, podemos ir allí. Justamente tengo mi tarjeta; podremos llegar hasta él a pesar de la barrera de la caballería. Sólo les pediría que observasen su rostro durante el cumplimiento de la sentencia, tras lo cual no dudarán más.
―¡Muchas gracias por la invitación! ―exclamó C...― prefiero creerte, a pesar del absurdo verdaderamente misterioso del hecho.
―¡Ah! ¡es que tu barón es un tipo!... ―continuó el doctor mientras atacaba una pirámide de cangrejos que milagrosamente había permanecido intacta.
Luego, al vernos a todos taciturnos:
―¡No hay que extrañarse ni afectarse en modo alguno por mis confidencias sobre este tema! ―dijo―. Lo que constituye el horror del asunto es la particularidad de la monomanía. En cuanto al resto, un loco es un loco, nada más. Lean a los alienistas: encontrarán allí casos de una rareza casi sorprendente; y les juro que nos codeamos durante el día, a cada momento, sin sospechar nada, con enfermos semejantes.
―Mis queridos amigos ―concluyó C... tras un momento de general estupor―, confieso que yo no sentiría ninguna repugnancia en chocar mi copa con la que me tendiera un brazo secular, como se decía en aquel tiempo en que los ejecutores podían ser religiosos. No buscaría la ocasión, pero si se me presentara, les diría sin exagerar (y Les Eglisottes me comprenderá) que el aspecto o la compañía de quienes ejercen las funciones capitales no me impresionaría en absoluto. Nunca he comprendido muy bien los efectos de los melodramas a este respecto.

Pero contemplar a un hombre que cae en la demencia, porque no puede realizar legalmente este oficio, ¡ah!, esto, por ejemplo, sí me impresiona. Y no dudo en declararlo: si hay, en la Humanidad, almas escapadas del Infierno, la de nuestro convidado de esta noche es una de las peores que se pudiera encontrar. Aunque le llamen loco, esto no explica su original naturaleza. Un verdugo real me resultaría indiferente; ¡nuestro horrible maniaco me hace temblar con un indefinible terror!...

El silencio que acogió las palabras de C... fue tan solemne como si la Muerte hubiera dejado entrever, repentinamente, su calva cabeza entre los candelabros. Me siento algo indispuesta ―dijo Clío la Cendrée con una voz entrecortada por el frío de la aurora y por la sobreexcitación nerviosa―. No me dejen sola. Vengan a mi casa. Intentemos olvidar esta aventura, señores y amigos; vengan: hay baños, caballos y habitaciones para dormir. (Apenas sabía lo que decía.) Está situada en medio del Bois, llegaremos en veinte minutos. ¡Compréndanme, se lo ruego! La imagen de ese hombre me pone enferma, y, si estuviera sola, temería verlo entrar repentinamente, con una lámpara en la mano, iluminando su insulsa y terrorífica sonrisa.

―¡Ésta ha sido, en verdad, una noche enigmática! ―dijo Susannah Jackson.

Les Eglisottes se limpiaba los labios, satisfecho, tras haber terminado el plato de cangrejos. Llamamos: Joseph apareció. Mientras arreglábamos cuentas con él, la Escocesa, acariciándose las mejillas con una pequeña pluma de cisne, murmuró, tranquilamente, cerca de Antonie:

―¿No tienes nada que decir a Joseph, pequeña Isolda?
―Sí, cierto ―respondió la bonita y pálida criatura―, ¡lo has adivinado, loca!

Luego, volviéndose al encargado:

―Joseph ―continuó ella―, toma este anillo: el rubí es demasiado intenso para mí. ¿No es así, Suzanne? Todos esos brillantes dan la impresión de que lloran alrededor de esta gota de sangre. Harás que la vendan y entregarás lo que te den por ella a los mendigos que pasen por delante de esta casa.

Joseph cogió el anillo, se inclinó con ese saludo sonámbulo del que sólo él posee el secreto y salió para llamar a los coches mientras las damas terminaban de arreglarse, se envolvían en sus largos dominós de raso negro y se ponían nuevamente sus máscaras. Dieron las seis.

―Un momento ―dije señalando el péndulo―: esta hora nos hace a todos un poco cómplices de la locura de ese hombre. Seamos más indulgentes con ella. ¿No somos, en este mismo momento, de una barbarie casi tan tétrica como la suya?

Ante tales palabras, permanecimos todos de pie, en un gran silencio. Susannah me miró tras su máscara: tuve la sensación de una luz acerada. Volvió la cabeza y abrió rápidamente una ventana. A lo lejos, todos los campanarios de París daban la hora. A la sexta campanada, todo el mundo se estremeció profundamente, y yo miré, pensativo, la cabeza de un demonio de cobre, de rasgos crispados, que sostenía, en un alzapaño, las sangrientas ondulaciones de los cortinones rojos.


El cuerpo infeliz. Lord Dunsany (1878-1957)

-Por qué no bailas y te solazas con nosotros?-, le decían a cierto cuerpo. Y el cuerpo confesó su tribulación. Dijo: «Estoy unido a un alma feroz y violenta que es sobremanera tiránica y no me deja reposo, y me arrastra fuera de las danzas de los míos para hacerme trabajar en su detestable obra, y no me deja hacer las cosas menudas que complacerían a la gente que amo, sino que sólo cuida de agradar a la posteridad cuando haya concluido conmigo entregándome a los gusanos; y entre tanto, hace absurdas demandas de afecto a los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa para apreciarlo cuando se le da menos de lo que pide, así que aquellos que serian bondadosos para mí me odian. -Y el cuerpo infeliz rompió a llorar.

Y le dijeron: -Ningún cuerpo sensible se cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no ha de gobernar a un cuerpo. Tú debes beber y fumar hasta que deje de afligirte. -Pero el cuerpo no hacía más que llorar y decir:

-La mía es un alma espantosa. La he arrojado fuera de mí un rato con la bebida. Mas pronto volverá. ¡Ay, pronto volverá!-

Y el cuerpo fuese a acostar anhelando reposo, porque estaba adormilado por la bebida. Mas cuando el sueño se le acercaba, levantó los ojos, y allí estaba su alma sentada en el alféizar de la ventana, como nebulosa llama de luz, mirando a la calle.

-Ven -dijo aquel alma tirana- y mira a la calle.
-Necesito dormir. -dijo el cuerpo.
-Pero la calle es una bella cosa -dijo el alma con vehemencia-. Cien personas están soñando en ella.
-Estoy enfermo por falta de descanso. -dijo el cuerpo.
-No importa, -dijo el alma- Hay millones como tu en la tierra, y millones y millones que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo traviesa; cruzan mares y montañas de maravilla, guiándose por sus almas en los intrincados pasos; vienen a los templos de oro que resuenan con miles de campanas; suben empinadas calles que alumbran farolillos de papel, donde las puertas son verdes y pequeñas; conocen el camino de las cámaras de los hechiceros y de los castillos encantados; saben el hechizo que los atrae a las calzadas a través de las montañas de marfil. Si miran a un lado y hacia abajo, contemplan los campos de su juventud, y al otro se extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y escribe lo que sueña la gente.

-¿Qué recompensa hay para mí -preguntó el cuerpo- si escribo lo que me pides?
-No hay recompensa ninguna. -dijo el alma.
-Entonces voy a dormir. -dijo el cuerpo.

Y el alma empezó a susurrar una perezosa canción que cantara un joven en una tierra fabulosa al pasar una ciudad de oro (que guardaban fieros centinelas), y sabía que su mujer estaba en ella, aunque no era todavía más que una niña, y sabía por las profecías que feroces guerras aún no empeñadas en lejanas e ignoradas montañas habrían de rodar sobre él con su polvo y su sed antes de volver de nuevo a aquella ciudad. El joven cantaba al pasar por la puerta, y estaba muerto con su mujer hacía cien años.

-No puedo dormir con esa canción abominable. -gritó el cuerpo al alma.
-Entonces haz lo que se te manda. -replicó el alma. Y cansado el cuerpo, tomó otra vez la pluma. Entonces habló el alma alegremente en tanto que miraba por la ventana.

-Allí hay una montaña que se alza escarpada sobre Londres, en parte de cristal y en parte de niebla. A ella van los soñadores cuando se ha apagado el ruido del tráfico. Al principio apenas pueden soñar a causa del estruendo; pero antes de media noche se para, gira y se va a marea menguante con todos sus naufragios. Entonces, los soñadores se levantan y escalan la montaña fulgurante, y en su cumbre encuentran los galeones del ensueño. De allí navegan unos rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos por el Pasado y otros por el Futuro, porque los galeones navegan sobre los años como sobre los espacios; pero casi todos ponen proa al pasado y a las viejas dársenas, porque allá van los suspiros de los hombres y los navíos navegan a su favor, como los mercaderes bajan costeando el Africa empujados por los perennes vientos alisios. Todavía veo a los galeones levar ancla tras ancla; las estrellas fulguran entre ellos; los navíos deslízanse fuera de la noche; sus proas van resplandecientes hacia el crepúsculo del recuerdo, y la noche pronto queda lejos, una negra nube que cuelga baja, y débilmente salpicada de estrellas, como el puerto y la ribera de una tierra baja vista a lo lejos con las luces de su puerto.

Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni nunca podrán; selvas que hacía de súbito maravillosas el canto de una ave de paso que cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano caídas acaso hacía treinta años; oyó viejas voces, viejas lágrimas tornaban brillando; la Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del sur, y el alma la conoció.

Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces deteníase para denostar al cuerpo porque trabajaba mal y perezosamente. Sus ateridos dedos escribían tan veloces como podían, pero el alma no reparaba en ello. Y así transcurrió la noche, hasta que oyó el alma tintinear por el cielo de Oriente las pisadas de la mañana.

-Mira ahora -dijo el alma- la alborada que temen los soñadores. Comienzan a palidecer las velas luminosas de los galeones insumergibles; los marineros que los gobiernan tornan al mito y la fábula; la marea del tráfico vuelve ahora a subir, y va escondiendo sus pálidos naufragios, y viene por oleadas con su tumulto a la pleamar. Ya los destellos del sol flamean en los golfos tras el Oriente del mundo; los dioses lo han visto desde el palacio crepuscular que han levantado sobre el amanecer; calientan las manos a su llama cuando fluye por sus arcos resplandecientes antes de tocar el mundo; allí están todos los dioses que han sido y todos los dioses que serán; siéntanse allí a la mañana, cantando y alabando al Hombre.

-Estoy entumecido y helado por falta de sueño. -dijo el cuerpo.

-Tendrás siglos para dormir -repuso el alma-, pero no puedes dormir ahora, porque he visto hondas praderas con flores de púrpura llameando altas y extrañas sobre el brillante césped; rebaños de puros y blancos unicornios que retozan alegres, y un río que corre con un reluciente galeón en él, todo de oro, que va de una tierra desconocida a una ignorada isla del mar, para llevar una canción de un hijo del Rey de las Cumbres a la Reina de la Lontananza.

-Yo te cantaré este canto, y tú has de escribirlo.
-He trabajado años y años para ti, -dijo el cuerpo- Dame ahora siquiera una noche de descanso, porque estoy fatigado.
-¡Oh, vete y descansa! Estoy harta de ti. Me voy. -dijo el alma.

Elevóse y partió no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la tierra, y a la media noche siguiente los espectros de los muertos vinieron desde sus tumbas para felicitar al cuerpo.

-Aquí eres libre, ya lo sabes. -dijeron a su nuevo compañero.
-Ya puedo descansar. -dijo el cuerpo.


El cuerno del horror. E.F. Benson (1867-1940)

Durante los últimos diez días Alhubel había estado cubierto de sol bajo el radiante clima invernal propio de su altura, superior a los mil ochocientos metros. Desde el amanecer hasta el crepúsculo, el sol (que tan sorprendente resultaba para quienes hasta ahora lo habían asociado con un disco pálido y tibio que brillaba vagamente a través del aire turbio de Inglaterra) había abierto su camino llameante a través de un azul de chispas, y todas las noches la helada serena y quieta había hecho que las estrellas titilaran como polvo de diamantes iluminado. Antes de Navidad había caído nieve suficiente para contentar a los esquiadores, y la pista grande, sobre la que nevaba todas las noches. El bridge y el baile servían para distraer la mayor parte de la noche, y a mí, que disfrutaba por primera vez de las alegrías de un invierno en Engadine, me parecía que una tierra y un cielo nuevos habían sido iluminados, calentados y refrigerados especialmente en beneficio de aquellos que, como yo mismo, habían sido lo bastante inteligentes como para reservar sus días de vacaciones para el invierno.

Pero en esas condiciones ideales se produjo una ruptura: una tarde un velo vaporoso fue cubriendo el sol, y valle arriba, desde el noroeste, un viento helado que había recorrido millas de distancia sobre laderas cubiertas de hielo comenzó a batir los tranquilos salones de los cielos. Muy pronto se fue cubriendo de nieve, primero en copos pequeños que se movían casi horizontalmente ante el aliento congelado, y más tarde en copos tan gruesos como de plumón de cisne. Durante los quince días anteriores el destino de las naciones y la vida y la muerte me habían parecido de menos importancia que realizar determinados trazados de las cuchillas de patinaje sobre el hielo con la forma y el tamaño adecuados, pero ahora me parecía que la consideración primordial era regresar al hotel: era más prudente abandonar los giros entre las rocas antes de quedar congelado.

Había acudido allí con mi primo, el profesor Ingram, famoso fisiólogo y alpinista. En la serenidad de la última quincena había hecho un par de ascensiones invernales, pero aquella mañana la sabiduría que tenía para el tiempo le había hecho desconfiar de los signos celestes, y en lugar de intentar el ascenso del Piz Passug, había aguardado a comprobar si se justificaban sus recelos. Se había quedado sentado por ello en el salón del admirable hotel, con los pies apoyados en las tuberías de la calefacción y la última entrega de la correspondencia de Inglaterra en sus manos. Incluía un panfleto concerniente al resultado de la expedición al monte Everest, que acababa de leer atentamente cuando entré yo.

-Un informe muy interesante. -dijo pasándomelo- Y la verdad es que merecen conseguirlo el próximo año. Pero quién sabe lo que pueden entrañar esos dos mil últimos metros. Casi dos mil metros más cuando ya has subido cerca de siete mil no parece mucho, pero por el momento nadie sabe si la estructura humana puede soportar el esfuerzo a esa altura. Quizás no afecte sólo a los pulmones y el corazón, sino también al cerebro. Pueden producirse alucinaciones delirantes. De hecho, diría que los escaladores sufrieron ya una de esas alucinaciones, de no ser porque sé que no fue así.

-¿A qué te refieres? -pregunté.

-Sabrás que creyeron ver a gran altitud las huellas de un pie humano descalzo. A primera vista parece una alucinación. ¿Qué hay más natural que un cerebro excitado y estimulado por la altura extrema interpretara ciertas marcas en la nieve como las huellas de un ser humano? A esa altitud todo órgano corporal está esforzándose al máximo para realizar su trabajo, y el cerebro se fija en esas marcas de la nieve y dice: Sí, tengo razón, estoy haciendo mi trabajo y veo marcas en la nieve que afirmo son huellas humanas. Tú sabes que incluso a la altitud a la que nos encontramos el cerebro se muestra inquieto y ansioso, y me hablaste de la viveza de los sueños que tuviste anoche. Multiplica por tres ese estímulo con su consiguiente ansiedad e inquietud, y verás lo natural que resulta que el cerebro albergue ilusiones. Al fin y al cabo, ¿qué es el delirio que suele acompañar a la fiebre alta sino el esfuerzo del cerebro para realizar su trabajo bajo la presión de la condición febril? ¡Está tan ansioso por seguir percibiendo que percibe cosas que no existen!

-Y sin embargo no crees que esas huellas humanas fueran ilusiones. -dije yo- Me dijiste que así lo habrías creído de no ser por alguna otra cosa.

Se removió en su silla y se quedó un momento mirando por la ventana. El aire se había vuelto espeso ahora por la densidad de los grandes copos de nieve que transportaba el ventarrón del noroeste.

-Así es. -añadió- Con toda probabilidad eran huellas humanas auténticas. Espero que fueran las de un ser que se parezca más a un hombre que a cualquier otra cosa. El motivo de que diga eso es que sé que esos seres existen. Incluso he tenido muy cerca a la criatura, llamémosla así, que podría dejar esas huellas, y te aseguro que, a pesar de mi curiosidad intensa, no deseé tenerla más cerca. Si la nevada no fuera tan densa podría enseñarte el lugar en donde la vi.

Señaló por la ventana, más allá del valle, hacia donde se elevaba la enorme torre del Ungeheuerhorn, con el pico de roca tallada arriba como una especie de gigantesco cuerno de rinoceronte. Por lo que vi, la montaña sólo era practicable por un lado, y eso sólo para los mejores escaladores; por los otros tres una sucesión de repisas y precipicios los volvían imposibles de escalar. Seiscientos metros de roca perpendicular formaban la torre; abajo se extendían ciento cincuenta metros de cantos rodados, y hasta el borde de éstos crecían bosques densos de pino y alerces.

-¿En el Ungeheuerhorn? -pregunté.
-Sí. Hasta hace veinte años nadie lo había escalado, y yo mismo, como otros muchos, empleé mucho tiempo tratando de encontrar una ruta en él. Mi guía y yo pasamos a veces hasta tres noches en la choza que hay bajo el glaciar de Blumen, merodeando por los alrededores, y sólo por un golpe de suerte encontramos la ruta, pues la montaña parece todavía más impracticable desde el lado alejado que desde éste. Pero un día encontramos en el costado una fisura larga y transversal que conducía a una plataforma transitable; partía de allí un pasillo de hielo en pendiente que no se veía hasta que lo estabas pisando. Pero no necesité meterme en él.

La sala grande en la que nos hallábamos sentados se estaba llenando de alegres grupos empujados allí por la repentina tormenta y nevada. Además la orquesta, esa herencia invariable de la hora del té en los establecimientos suizos, había comenzado a afinar los instrumentos para atacar el habitual popurrí de las obras de Puccini. Un momento después empezaban las azucaradas y sentimentales melodías.

-¡Qué contraste tan extraño! -observó Ingram- Aquí estamos sentados, calientes y cómodos, dejando que estas melodías infantiles acaricien nuestros oídos mientras en el exterior la gran tormenta se va haciendo más violenta a cada momento, arremolinándose alrededor de los austeros riscos del Ungeheuerhorn: el Cuerno del Horror, pues eso es lo que fue en realidad para mí.

-Quiero oír toda la historia -intervine- Cada detalle: si la historia es breve, alárgala. Quiero saber por qué es tu Cuerno del Horror.

-Bien, Chanton y yo (él era mi guía) solíamos pasar varios días merodeando por los riscos, avanzando un poco por un lado para luego vernos detenidos, y ganando quizás ciento cincuenta metros por otro lado para vernos enfrentados después a un obstáculo insuperable, hasta el día en que, por suerte, encontramos la ruta. A Chanton no le gustaba ese trabajo, por alguna razón que yo no podía ni sospechar. No era por la dificultad o el peligro de la escalada, pues era el hombre con menos miedo que he conocido nunca frente a las rocas y el hielo, pero siempre insistía en que abandonáramos la montaña y regresáramos a la cabaña de Blumen antes del crepúsculo.

No se sentía tranquilo ni siquiera cuando habíamos regresado a nuestro abrigo y habíamos cerrado la puerta con una barra, y me acuerdo bien de una noche en la que, mientras cenábamos, escuchamos a un animal, probablemente un lobo, que aullaba en algún lugar del exterior. Se apoderó de él un pánico auténtico, y creo que no pegó ojo hasta el amanecer. Se me ocurrió entonces que pudiera existir alguna leyenda horrible acerca de la montaña, relacionada posiblemente con su nombre, por lo que al día siguiente le pregunté el motivo de que se llamara el Cuerno del Horror. Al principio evadió la pregunta y dijo que, lo mismo que el Schreckhorn, debía ese nombre a sus precipicios y a las rocas caídas; pero cuando le presioné un poco reconoció que existía una leyenda que le había contado su padre. Se suponía que había allí criaturas que vivían en sus cuevas, de forma humana y cubiertas de un pelo negro y largo salvo en el rostro y las manos. Su estatura era baja, aproximadamente un metro veinte, pero su agilidad y fuerza eran prodigiosas y debían ser los restos de alguna raza salvaje y primitiva. Parecía que se hallaban todavía en una fase ascendente de la evolución, o eso conjeturé yo, pues se contaba que algunas veces habían raptado chicas jóvenes, pero no como presa, ni para someterlas al destino de los cautivos de los caníbales, sino para tener descendencia. También habían raptado a hombres jóvenes para emparejarlos con las mujeres de su tribu. Tal como te digo, daba la impresión de que esas criaturas tendieran hacia la humanidad.

Como es natural no me creí una palabra, sobre todo pensando en el día de hoy. Quizás hace siglos pudieran haber existido esos seres, y por la tenacidad extraordinaria de la tradición las noticias sobre ellos pudieron ser transmitidas de generación en generación y escucharse todavía en los hogares de los campesinos. En cuanto a su número, Chanton me contó que un hombre que gracias a su velocidad con los esquíes pudo escapar para contar la historia vio en una ocasión a tres de ellos juntos. Afirmó que aquel hombre no era otro que su abuelo, a quien una tarde de invierno se le hizo de noche mientras cruzaba los densos bosques que hay bajo el Ungeheuerhorn, y Chanton suponía que aquellos seres habían descendido a altitudes tan bajas buscando alimento por causa de la severidad del clima invernal, pues en todas las otras ocasiones sólo se les había visto entre las rocas de la propia cumbre. Habían perseguido a su abuelo, que entonces era un hombre joven, a un paso extraordinariamente rápido, corriendo a veces erguidos como hombres, y otras veces a cuatro patas, a la manera de los animales, y sus aullidos eran como el que habíamos escuchado aquella misma noche en la cabaña de Blumen. Ésa fue, en todo caso, la historia que me contó Chanton, y lo mismo que te pasa a ti la consideré como una absurda superstición. Pero al día siguiente tuve motivos para reconsiderar mi opinión.

Ese día, después de una semana de exploración, fue cuando dimos con la única ruta actualmente conocida hasta nuestra cumbre. Partimos en cuanto hubo luz suficiente para escalar, pues como podrás imaginarte es imposible escalar esas rocas dificilísimas con la luz de la luna o de una linterna. Vimos la fisura alargada de la que te he hablado, exploramos la plataforma que desde abajo parecía terminar en el vacío, y formando una escalera con los picos ascendimos por el pasillo que sube desde allí. De ahí en adelante hay una escalada en roca de considerable dificultad, pero sin descubrir nada angustioso, hacia las nueve de la mañana estábamos arriba. No nos quedamos allí mucho tiempo, pues cuando el sol calienta en ese lado de la montaña se corre el riesgo de que caigan piedras al soltarse del hielo que las sujeta, y cruzamos la plataforma en la que las caídas son más frecuentes. Después teníamos que descender por la larga fisura, lo que no era muy difícil, y habíamos terminado nuestro trabajo a mediodía, encontrándonos los dos, como podrás imaginar, en un estado de euforia máxima.

Se abría entonces ante nosotros una larga y fatigosa caminata por entre los enormes cantos rodados que habían caído al pie del risco. Allí la ladera es muy porosa y se extendían grandes cuevas hasta la montaña. Nos habíamos desatado en la base de la fisura y estábamos deshaciendo el camino como mejor sabíamos entre aquellas rocas caídas, muchas de ellas más grandes que una casa, cuando al rodear una de ellas vi algo que evidenciaba que las historias que me había contado Chanton no eran ningún fragmento de una superstición tradicional.

A menos de veinte metros de mí estaba uno de esos seres de los que Chanton había hablado. Estaba allí desnudo, calentándose boca arriba con el rostro vuelto hacia el sol, que sus ojos estrechos contemplaban sin pestañear. En cuanto a la forma era totalmente humano, aunque el crecimiento del pelo, que cubría por igual miembros y tronco, ocultaba casi totalmente su piel bronceada. Pero el rostro carecía de pelo, salvo en las mejillas y la barbilla, lo que me permitió contemplar un semblante de bestialidad sensual y malévola que me dejó horrorizado. De haber sido un animal, apenas habría sentido un estremecimiento ante su grosero animalismo; el horror estaba en el hecho de que era un hombre. Estaba allí tumbado junto a un par de huesos roídos, y terminada la comida se relamía perezosamente los labios protuberantes, de los que brotaba como un ronroneo de alegría. Con una mano se rascaba el pelo grueso del vientre, con la otra sujetaba uno de los huesos, que en ese momento se partió por la mitad bajo la presión de sus dedos. Pero mi horror no se basó en la información acerca de lo que les ocurría a quienes eran apresados por esos seres; se debía tan sólo a la proximidad de algo tan humano y tan infernal. La cumbre, que tanta satisfacción y euforia nos había producido sólo unos momentos antes al lograr coronarla, se convirtió verdaderamente para mí en un Ungeheuerhorn, pues era el hogar de unos seres más horribles de los que habría podido producir el delirio de una pesadilla.

Chanton estaba unos doce pasos detrás de mí, y con un movimiento hacia atrás de la mano le indiqué que se detuviera. Después, retrocediendo yo mismo con infinita precaución, para no atraer la mirada de esa criatura, rodeé la roca por el otro lado, susurrándole lo que había visto, dimos un largo rodeo, escudriñando desde cada esquina y agachados, pues no sabíamos si al siguiente paso daríamos con otro de esos seres, o si por la boca de una de las cuevas de la ladera aparecería otro de esos rostros temibles y sin pelo, llevando esa vez los pechos y la señal de la mujer. Eso habría sido lo peor de todo.

La suerte nos favoreció, pues nos abrimos camino entre los cantos rodados y las piedras sueltas, que en cualquier momento habrían podido crujir y traicionarnos, sin que se repitiera mi experiencia, y cuando nos encontramos entre los árboles corrimos como si las propias Furias nos persiguieran. Ahora entendía, aunque creo que no soy capaz de transmitirlo, los recelos de la mente de Chanton cuando me hablaba de aquellos seres. Era su humanidad misma lo que los volvía tan terribles, el hecho de que fueran de nuestra misma raza, pero de un tipo tan abismalmente degradado que el más brutal e inhumano de los hombres habría parecido angélico en comparación.

La música de la pequeña banda había terminado antes que la narración, y los grupos de conversadores sentados junto a la mesa de té se habían dispersado. Se detuvo un momento.

-Lo que experimenté entonces fue un horror del espíritu, del que verdaderamente creo no haberme recuperado totalmente. -siguió diciéndome- Entonces vi lo terrible que puede ser un ser vivo, y en consecuencia lo terrible que era la vida misma. Supongo que en todos nosotros habita algún germen heredado de esa bestialidad inefable, y quién sabe si, aunque parece haberse vuelto estéril con el curso de los siglos, no podrá fructificar de nuevo. Cuando vi tomar el sol a esa criatura contemplé el abismo del que hemos salido a rastras. Y esas criaturas están tratando de salir ahora, si es que existen todavía, pues lo cierto es que en los últimos veinte años no se sabe de nadie que los haya visto, hasta que encontramos esta historia de las huellas vistas por los escaladores del Everest. Si la historia es auténtica, si el grupo no las confundió con las huellas de algún oso, o por qué no de unos pasos humanos, es como si todavía existiesen esos restos varados de la humanidad.

Ingram había contado bien su historia; pero sentados en esa habitación cálida y civilizada no me había comunicado de una forma viva el horror que, claramente, había sentido él. Acepto que intelectualmente podía apreciar su horror, pero la verdad es que mi espíritu no se estremeció interiormente.

-Resulta extraño que tu gran interés por la fisiología no venciera tus vacilaciones. Estabas contemplando una forma de hombre que probablemente es más remota que los más antiguos restos humanos. ¿Acaso no había algo en tu interior que te decía que aquello tenía un significado apasionante?

Lo negó con un gesto.

-No: lo único que quería era escapar. Tal como te he dicho, no era el terror hacia lo que nos podía aguardar si nos capturaban, según la historia de Chanton; era un horror absoluto ante la criatura. Me estremecí ante aquello.

Aquella noche aumentó la violencia de la nevada y la tormenta, y dormí inquieto, saliendo una y otra vez del sueño por los fuertes golpes del viento al sacudir mis ventanas, como si exigiera imperiosamente ser admitido. Venía en ráfagas hinchadas entremezcladas con extraños ruidos cuando menguaba un momento, con aleteos y quejidos que se convertían en gritos cuando retornaba su furia. Sin duda esos ruidos se mezclaron en mi conciencia amodorrada y somnolienta, y en una ocasión salí de la pesadilla imaginando que las criaturas del Cuerno del Horror estaban en mi balcón golpeando los cerrojos de la ventana. La tormenta pasó antes de que amaneciera y al despertar vi la nieve cayendo rápida y densa en el aire. La nevada prosiguió tres días sin cesar, y cuando acabó la siguió una helada como nunca en mi vida había experimentado. Una noche el termómetro marcó cuarenta y cinco grados bajo cero, y más la noche siguiente, por lo que no era capaz de imaginar el frío que debía hacer en los riscos del Ungeheuerhorn. Creí que sería suficiente para acabar por completo con sus habitantes secretos: ese día, hacía veinte años, mi primo había perdido una oportunidad de estudio que probablemente no volvería a tener ni él ni ningún otro.

Una mañana recibí la carta de un amigo que me decía que había llegado a la vecina estación invernal de St. Luigi, y me proponía que fuera a patinar con él durante la mañana para almorzar después juntos. El lugar se encontraba a unos cuatro kilómetros si se tomaba el camino de las laderas bajas cubiertas de bosques de pinos, por encima de las cuales se encontraban los bosques empinados bajo las primeras pendientes rocosas del Ungeheuerhorn. Llevando a la espalda una mochila con los patines, me deslicé con los esquíes sobre las pendientes arboladas y tomé una pendiente que en un suave descenso que me conducía hasta St. Luigi. El día estaba encapotado, las nubes oscurecían totalmente las cumbres más altas, aunque el sol resultaba visible, pálido y sin brillo, por entre la niebla.

Mejoró conforme pasaba la mañana y pude deslizarme hacia St. Luigi bajo un firmamento centelleante. Patinamos, almorzamos y después, como parecía que retornaba el mal tiempo, inicié el viaje de regreso hacia las tres. Apenas había entrado en los bosques cuando por arriba se espesaron las nubes y madejas e hilachas de éstas comenzaron a descender entre los pinares que cruzaba mi camino. Diez minutos más tarde su opacidad había aumentado tanto que apenas sí podía ver a un par de metros delante de mí. Enseguida me di cuenta de que debía haberme salido del camino, pues me cerraban el paso matorrales con las puntas cubiertas de nieve, y al retroceder para encontrarlo de nuevo confundí totalmente la dirección. Pero aunque el avance era difícil sabía que bastaba con que siguiera ascendiendo, pues de ese modo llegaría a la cresta de las colinas bajas y podría descender desde allí al valle abierto en donde estaba Alhubel. De modo que seguí avanzando, dando traspiés y resbalando, e incapaz por el espesor de la nieve de quitarme los esquíes, pues de haberlo hecho me habría hundido hasta las rodillas a cada paso.

El ascenso proseguía y al mirar el reloj vi que hacía ya casi una hora que había salido de St. Luigi, período más que suficiente para completar el viaje. Seguía todavía aferrado a la idea de que, aunque debía de haberme alejado de la ruta adecuada, con toda seguridad llegaría a la parte de arriba y podría encontrar el camino descendente hasta el siguiente valle. Fue entonces cuando observé que la niebla se iba llenando de un color rosado, y aunque deduje por ello que el crepúsculo debía estar próximo, me consolé pensando que sin duda la niebla se levantaría en cualquier momento descubriéndome mi posición. Pero el hecho de que pronto fuera a anochecer me obligaba a defenderme mentalmente contra esa desesperación de la soledad que roe el corazón de un hombre perdido en el bosque o en una ladera hasta el punto de que, aunque tiene todavía mucho vigor en sus miembros, pierde la fuerza nerviosa y no puede hacer otra cosa que tumbarse y abandonarse a lo que le reserva el destino... Lo que escuché entonces me hizo pensar que la soledad era en realidad una bendición, pues había un destino peor que el de estar solo. Lo que oí se asemejaba al aullido de un lobo y procedía de un lugar no muy alejado de mí, donde la cresta -¿era una cresta?- seguía elevándose recubierta de pinos.

Repentinamente el viento sopló a mi espalda agitando la nieve congelada de las ramas de los pinos y barriendo la niebla lo mismo que una escoba barre el polvo del suelo. Ante mí se extendía radiante el cielo sin nubes, cargado ya del color rojo del crepúsculo, y delante vi que había llegado a la linde misma del bosque que durante tanto tiempo había recorrido. Pero no encontré delante ningún valle en el que pudiera penetrar, sino la fuerte pendiente de cantos rodados y rocas que se elevaban al pie del Ungeheuerhorn. ¿De dónde procedía entonces el grito de lobo que me había paralizado el corazón? Pude verlo.

A menos de veinte metros había un tronco caído y se apoyaba en él uno de los habitantes del Cuerno del Horror: era una mujer. Estaba envuelta por una espesa capa de cabellos grises y en forma de mechones, desde la cabeza le caía el pelo sobre los hombros y el pecho, del que colgaban unos pechos marchitos y oscilantes. Al mirarle el rostro entendí lo que había sentido Ingram, pero no sólo con la mente, sino también con un estremecimiento del espíritu. Jamás una pesadilla había dado forma a un semblante tan terrible; la belleza del sol y las estrellas, y de los animales del campo y de la amigable raza de los hombres no podía expiar una encarnación tan infernal del espíritu de la vida. Un bestialismo insondable modelaba la boca babeante y los hombros estrechos; contemplé el abismo mismo, y supe que desde ese abismo en cuyo borde yo me inclinaba habían subido, escalándolo, generaciones de hombres.

¿Y si esa plataforma se deshacía delante de mí y me enviaba directamente a sus profundidades inferiores...?

Ella sostenía con una mano los cuernos de una gamuza que luchaba y pateaba. Un golpe de una pata trasera del animal dio en su muslo seco, y ella, con un gruñido de cólera, cogió la pata con la otra mano, y con la facilidad con la que un hombre puede sacar de su vaina un tallo de hierba de la pradera, se la arrancó del cuerpo dejando la piel desgarrada colgando alrededor de la herida abierta. Entonces, llevándose a la boca el miembro rojo y sangrante, lo chupó como haría un niño con un palo de caramelo. Sus dientes oscuros penetraron en la carne y los cartílagos y después se relamió los labios con un sonido de satisfacción. Dejó entonces la pata a un lado, volvió a contemplar el cuerpo de la presa, que se estremecía ahora en sus convulsiones mortales, y con un dedo y el pulgar le sacó un ojo. Le clavó los dientes y crujió como una nuez de cascara blanda.

Debí pasar algunos segundos observándola en pie, preso de una indescriptible catalepsia de terror, mientras a través de mi cerebro repiqueteaba la orden que el pánico enviaba a mis miembros encogidos: Vete, vete mientras tengas tiempo. Recuperando la capacidad de mis músculos y articulaciones, traté de colocarme tras un árbol para ocultarme a esa aparición. Pero la mujer -¿debo llamarla así?- debió captar el movimiento, pues levantó la vista que tenía fija en el festín vivo y me vio.

Inclinó el cuello, dejó caer su presa y, alzándose a medias, comenzó a moverse hacia mí. Al hacerlo abrió la boca y lanzó un aullido como el que había oído un momento antes. Le respondió otro, aunque débil y distante.

Deslizándome, con las puntas de los esquíes tropezando en los obstáculos que había bajo la nieve, me lancé colina abajo entre los pinos. El sol descendente se hundía bajo una elevación montañosa, enrojeciendo con sus últimos rayos la nieve y los pinos. La mochila, con los patines dentro, se sacudía de un lado para otro a mi espalda, y una rama baja de un pino me había quitado de la mano un bastón de esquiar, pero no podía permitirme ni un sólo segundo para recuperarlo. No miraba hacia atrás y no sabía a qué velocidad iba mi perseguidora, o si todavía me perseguía, pues toda mi mente y mi energía, que volvían a funcionar a pleno rendimiento por la tensa situación de pánico, estaban dedicadas a alejarme colina abajo y salir del bosque tan rápidamente como me lo pudieran permitir mis piernas. Durante unos momentos no oí otra cosa que la nieve que siseaba a mi paso, y el crujido de los matorrales cubiertos de nieve bajo mis pies, hasta que muy cerca y detrás de mí volvió a sonar el aullido de lobo y escuché unos pasos distintos a los míos.

La cinta de la mochila se había movido, y como dentro los patines se agitaban de un lado a otro, rozaba y presionaba mi garganta, impidiendo que entrara libremente el aire que, bien lo sabía Dios, mis fatigados pulmones necesitaban desesperadamente, por lo que sin detenerme la deslicé para dejar libre el cuello y la sostuve con la mano que había quedado libre por la pérdida del bastón. Con ese cambio me moví con algo más de facilidad, y no muy distante pude ver entonces, más abajo, el camino del que me había apartado. Si podía llegar hasta él, el deslizamiento más suave me permitiría seguramente distanciar a mi perseguidora, pues incluso en un terreno más accidentado sólo lentamente se aproximaba a mí, y la visión de esa cinta que se extendía sin impedimentos colina abajo permitió que un rayo de esperanza cruzara el pánico negro de mi alma. Con esa esperanza llegó también el deseo insistente de ver quién o qué me perseguía, por lo que me permití una mirada hacia atrás. Era ella, la bruja a la que había visto entregada a su horripilante comida; sus largos pelos grises volaban hacia atrás con el movimiento, su boca parloteaba y farfullaba, sus dedos se movían como asiendo algo, como si se hubieran cerrado ya sobre mí.

Pero el camino ya estaba cerca y supongo que esa proximidad me hizo dejar de ser precavido. Un grupo de arbustos cubiertos de nieve se hallaba en mi camino, y creyendo que podría saltar por encima de él tropecé y caí ahogándome en la nieve. Muy cerca de mí escuché un ruido maníaco, mitad grito y mitad risotada, y antes de que pudiera recobrarme sus dedos estaban agarrándome el cuello, con una fuerza que me hacía pensar que lo tenía metido en un torno de acero. Pero mi mano derecha, aquella con la que sujetaba la mochila de los patines, estaba libre, y con un movimiento desde atrás hacia adelante la lancé en toda la longitud de la correa, y supe que mi golpe desesperado había dado en algún lugar del objetivo. Antes incluso de que pudiera mirar sentí que se relajaba el apretón en mi cuello, al tiempo que algo caía encima del matorral mismo que me había atrapado. Me puse en pie y me di la vuelta.

Allí estaba ella, agitándose y estremeciéndose. El talón de uno de los patines, traspasando la piel delgada de la mochila, le había golpeado en una sien, de la que brotaba sangre, pero a unos cien metros vi a otra de esas figuras que bajaba hacia allí, dando grandes saltos. El pánico volvió a sobrecogerme y me apresuré a recorrer el camino liso y blanco que llevaba hasta las luces del pueblo. Ni una sola vez me detuve en mi camino: no volvería a tener seguridad hasta que hubiera regresado a las guaridas de los hombres. Me precipité contra la puerta del hotel y grité pidiendo que me dejaran entrar, aunque sólo hubiera tenido que girar el asa para hacerlo; y una vez más, como cuando Ingram me contó su historia, encontré el sonido de la banda, las voces conversando y también estaba allí él; levantó la vista y se puso rápidamente en pie ante mi ruidosa entrada.

-También yo los he visto. -grité- Mira mi mochila. ¿No hay sangre en ella? Es la sangre de uno de ellos, una mujer, una bruja que mientras yo la miraba arrancó la pata de una gamuza, y me persiguió por ese maldito bosque. Yo...

No sé si fui yo quien dio la vuelta, o si la habitación pareció girar a mi alrededor, pero me oí caer sobre el suelo, y en el siguiente instante de conciencia me encontré en la cama. Allí estaba Ingram, que me dijo que estaba totalmente a salvo, y otro hombre, un desconocido, que pinchaba mi brazo con la aguja de una jeringa, y me tranquilizaba...

Uno o dos días más tarde pude dar una descripción coherente de mi aventura, y tres o cuatro hombres armados con escopetas siguieron mi rastro. Encontraron el matorral con el que había tropezado junto al cual un charco de sangre había empapado la nieve, y siguiendo las huellas de mis esquíes dieron con el cuerpo de una gamuza a la que le habían arrancado una de las patas traseras y le habían vaciado un ojo. Eso es lo único que puedo aportar al lector para corroborar mi historia, y personalmente imagino que la criatura que me persiguió no murió por causa de mi golpe, o que sus compañeros se llevaron el cadáver... en cualquier caso, el incrédulo puede merodear por las cuevas del Ungeheuerhorn para ver si sucede algo que pueda convencerle.


El corazón del parque. Flannery O'Connor (1925-1964)

Enoch Emery supo al despertarse que ese día llegaría la persona a quien podría mostrárselo. Se lo decía su propia sangre. Tenía sangre sabia, como su padre. Esa tarde, a las dos, saludó al guarda del segundo turno.

-Hoy llegas un cuarto d’hora tarde na más –le dijo, irritado-. Pero m’he quedao. Me podía haber ido, pero m’he quedao.

Vestía un uniforme verde con un ribete amarillo en el cuello y las mangas, y un galón amarillo en la parte externa de cada pernera. El guarda del segundo turno, un muchacho de cara prominente, con la textura de la pizarra y un palillo colgado del labio, vestía igual. La entrada en la que se encontraban estaba hecha de barrotes de hierro, y el arco de cemento, que les servía de marco, tenía la forma de dos árboles; las ramas se unían para formar la parte superior, donde unas letras retorcidas rezaban: PARQUE MUNICIPAL. El guarda del segundo turno se apoyó en uno de los troncos y empezó a hurgarse los dientes con el palillo.

-To los días –se quejó Enoch-, to los santos días pierdo un cuarto d’hora esperándote aquí como un pasmarote.

Todos los días, cuando terminaba su turno, entraba en el parque y, todos los días, cuando entraba, hacía las mismas cosas. Primero iba a la piscina. Le tenía miedo al agua pero le gustaba sentarse cerca de la orilla, un poco más arriba, y, si en la piscina había mujeres, las observaba. Una mujer, que iba todos los lunes, llevaba un bañador con una raja en cada cadera. Al principio pensó que ella no se había dado cuenta, y, en lugar de mirar abiertamente desde la orilla, se había ocultado entre los arbustos, riéndose para sus adentros, y la había espiado desde allí. En la piscina no había nadie más –el gentío no llegaba hasta las cuatro- para avisarle lo de las rajas, y la mujer había chapoteado en el agua y luego, después de acostarse en el borde de la piscina, se había quedado dormida más de una hora, sin sospechar en ningún momento que, desde los arbustos, alguien le miraba las partes que asomaban por el traje de baño. Otro día, cuando Enoch pasó por ahí un poco más tarde, vio a tres mujeres, todas ellas con rajas en los bañadores, la piscina llena de gente y nadie se fijaba en ellas. La ciudad tenía esas cosas, siempre lo sorprendía. En cuanto le sobraban dos dólares se iba a visitar a una puta, pero no paraba de sorprenderle la relajación que veía en la calle. Se escondía entre los arbustos por puro sentido del decoro. Con frecuencia, antes de tumbarse, las mujeres se bajaban los tirantes de los bañadores.

El parque era el corazón de la ciudad. Había llegado a la ciudad con una certeza en la sangre, y se había establecido en el corazón mismo. Todos los días observaba el corazón de la ciudad; todos los días; y se sentía tan asombrado, tan turbado, tan apabullado que de solo pensarlo le entraban los sudores. En el centro mismo del parque había algo, algo que él había descubierto. Era un misterio, pese a que estaba ahí, en una vitrina, a la vista de todos, y pese a que una tarjeta escrita a máquina lo describía con detalle. Pero había algo que la tarjeta no decía y eso que no decía lo llevaba él muy dentro, un conocimiento terrible, despojado de palabras, un conocimiento terrible como un nervio inmenso que le crecía por dentro. No podía enseñarle aquel misterio a cualquiera; pero tenía que enseñárselo a alguien. A quien fuera a enseñárselo tenía que ser alguien especial. Ese alguien no podía venir de la ciudad, aunque no sabía explicar porqué. Sabía que lo conocería en cuanto lo viera y sabía que debía verlo pronto porque, si no, aquel nervio que llevaba dentro crecería tanto que entonces él se vería obligado a asaltar un banco o a echarse encima de una mujer o a estrellar un coche robado contra un edificio. Su sangre se había pasado toda la mañana indicándole que esa persona llegaría hoy.

Dejó al guarda del segundo turno y llegó a la piscina por un sendero discreto que llevaba hasta la parte trasera de la caseta de baños de señoras, donde había un pequeño claro desde el que se veía toda la piscina. No había nadie bañándose; el agua era un espejo de color verde botella, pero por el extremo opuesto vio acercarse a la mujer con los dos niños caminando hacia la caseta de baños. Ella iba casi todos los días y llevaba a los dos niños. Se metería en el agua con ellos, nadaría un largo y luego se tumbaría a tomar el sol en el borde. Llevaba un bañador blanco con manchas que le quedaba muy holgado, y, en varias ocasiones, Enoch la había espiado con placer. Abandonó el claro y se subió a una cuesta cubierta de arbustos de abelia. En la parte de abajo había un túnel. Se arrastró en su interior hasta un lugar algo más amplio donde tenía la costumbre de sentarse. Se puso cómodo y apartó un poco las ramas de abelia para ver bien. Cuando estaba entre los arbustos, la cara se le ponía siempre muy colorada. Si alguien llegaba a separar las ramas de abelia donde él se encontraba pensaría que había visto un diablo, caería cuesta abajo y acabaría en la piscina. La mujer y los dos niños se metieron en la caseta de baños.

Enoch nunca iba inmediatamente al centro oscuro y secreto del parque. Esa parte era la culminación de la tarde. Las otras cosas que hacía conducían a eso y se habían convertido en algo muy formal y necesario. Cuando salía de los arbustos, iba a la "Botella Helada", un puesto de perritos calientes en forma de naranjada Crush con la escarcha pintada en azul alrededor de la tapa. Allí se tomaba un batido de leche malteada y chocolate y le hacía unos cuantos comentarios sugerentes a la camarera, a la que creía enamorada de él en secreto. Después se iba a ver a los animales. Estaban metidos en una larga serie de jaulas de acero como el penal de Alcatraz de las películas. Las jaulas tenían calefacción eléctrica en invierno y aire acondicionado en verano, y seis hombres contratados se encargaban de cuidarlos y alimentarlos con chuletas. Los animales no hacían más que pasarse el día tumbados. Embargado por la turbación y el odio, Enoch los observaba a diario. Después se iba para el lugar aquel.

Los dos niños salieron corriendo de la caseta de baños, se zambulleron en el agua y, en ese mismo momento, por el camino que había en el extremo opuesto de la piscina, llegó un chirrido. Enoch asomó la cabeza entre los arbustos. Vio un coche de color gris que sonaba como si estuviese llevando el motor a rastras. El coche pasó de largo, y él oyó su traqueteo al doblar la curva del sendero y seguir adelante. Escuchó con atención tratando de oír si se detenía. El ruido se hizo más apagado y luego aumentó poco a poco. El coche volvió a pasar. En esta ocasión Enoch vio que dentro iba una sola persona, un hombre. El sonido del motor se fue apagando de nuevo para volver a aumentar. El coche pasó por tercera vez y se detuvo casi enfrente de Enoch, al otro lado de la piscina. El hombre del coche se asomó a la ventanilla y paseó la mirada por la cuesta cubierta de césped hasta llegar al agua donde los dos niños chapoteaban y gritaban. Enoch ocultó la cabeza entre los arbustos todo lo que pudo y entrecerró los ojos para ver mejor. La portezuela del lado en que iba el hombre estaba atada con una cuerda. El hombre se apeó por la otra portezuela, caminó delante del coche y bajó hasta la mitad de la cuesta que llevaba a la piscina. Se quedó allí un instante, como si buscara a alguien, luego se sentó muy erguido en el césped. Llevaba un traje que daba la impresión de tener como un brillo. Estaba sentado con las rodillas encogidas.

-¡Hay que ver! –exclamó Enoch- ¡Hay que ver!

Y en seguida salió arrastrándose de los arbustos; el corazón le latía tan deprisa que era como una de esas motocicletas de feria que un tipo conduce por las paredes de un foso. Si hasta recordaba cómo se llamaba el hombre: Hazel Weaver. Al cabo de un instante, llegó a cuatro patas hasta el final de las abelias y miró hacia la piscina. La silueta azul seguía allí sentada, en la misma postura. Era como si una mano invisible lo retuviera, como si al levantarse la mano, la figura fuera a llegar a la piscina de un salto sin que el gesto le mudara una sola vez.

La mujer salió de la caseta de baños y fue directa al trampolín. Extendió los brazos, empezó a botar y produjo con la tabla un fuerte sonido como el batir de unas alas enormes. Y, de repente, giró hacia atrás y desapareció en el agua. El señor Hazel Weaver volvió la cabeza muy despacio y siguió con la vista a la mujer.

Enoch se levantó y bajó por el sendero que había detrás de la caseta de baños. Apareció sigiloso por el otro extremo y echó a andar hacia Hazel. Se mantuvo en lo alto de la cuesta y avanzó con cuidado por el césped, al lado de la acera, tratando de no hacer ruido. Cuando estuvo detrás de Hazel, se sentó en el borde de la acera. Si hubiera tenido unos brazos de tres metros, habría posado las manos en los hombros de Hazel. Lo observó en silencio.

La mujer salió de la piscina apoyándose en el borde. Primero asomó la cara, alargada y cadavérica, con aquel gorro de baño que parecía una venda y le cubría casi hasta los ojos, y la boca llena de dientes enormes. Entonces se impulsó apoyándose en las manos hasta levantar un pie enorme y una pierna y luego la otra, y así salió del agua y se quedó acuclillada y jadeante. Se levantó con calma, se sacudió y dio pataditas en el charco formado a sus pies. Los miraba de frente y sonreía. Enoch alcanzaba a ver una parte de la cara de Hazel Weaver observando a la mujer. No correspondió a la sonrisa, sino que siguió mirándola mientras ella se iba para un lugar soleado, justo debajo de donde ellos estaban sentados. Enoch tuvo que moverse un poco para ver.

La mujer se sentó en el lugar soleado y se quitó el gorro de baño. Tenía el pelo corto y apelmazado, de todos los colores, desde el rojizo intenso al amarillo limón desteñido. Sacudió la cabeza y luego miró otra vez a Hazel Weaver, sonriendo con aquella boca llena de dientes. Se tendió en el lugar soleado, levantó las rodillas y apoyó bien la espalda contra el cemento. En el otro extremo de la piscina, los dos niños se golpeaban las cabezas contra el borde. Ella se acomodó hasta quedar bien plana en el cemento y luego se bajó los tirantes del traje de baño.

-¡Jesús mío de mi alma! –susurró Enoch, y, antes de que consiguiera apartar los ojos de la mujer, Hazel Weaver se había levantado de un salto y ya casi estaba en su coche.

La mujer se sentó con la parte delantera del bañador medio caída y Enoch miraba hacia ambos lados a la vez. Le costó apartar la vista de la mujer y, cuando lo hizo, salió corriendo detrás de Hazel Weaver.

-¡Espérame! –gritó mientras agitaba los brazos delante del coche, que ya traqueteaba otra vez y empezaba a moverse.

Hazel Weaver apagó el motor. A través del parabrisas se veía su cara agria, como de sapo; parecía llevar un grito encerrado en su interior, como las puertas de esos armarios que salen en las películas de gángsteres, detrás de las cuales hay alguien atado a una silla con una toalla en la boca.

-Vaya –dijo Enoch-, pero si es el mismísimo Hazel Weaver. ¿Qué tal, Hazel?
-El guarda me dijo que t’encontraría en la piscina –comentó Hazel Weaver-. Dijo que t’escondías en los arbustos a espiar a los que nadan.

Enoch se sonrojó.

-Siempre m’ha gustao la natación –dijo. Metió un poco más la cabeza por la ventanilla-. ¿Me buscabas a mí? –preguntó, entusiasmado.
-Esa gente, esos que se llaman Moats –dijo Hazel-, ¿te dijeron dónde vivían?

Enoch no parecía haberlo oído.

-¿Has venío hast’aquí na más pa verme? –preguntó.
-Asa y Sabbath Moats… la chica te regaló el pelapatatas. ¿Te dijo ella dónde vivían?

Enoch sacó la cabeza del interior del coche. Abrió la portezuela y se sentó al lado de Hazel. Por un momento se limitó a mirarlo y a mojarse los labios. Luego murmuró:

-Tengo que mostrarte algo.
-Busco a esa gente –insistió Hazel-. Tengo que ver a ese hombre. ¿Te dijo ella dónde vivían?
-Tengo que mostrarte una cosa –dijo Enoch-. Tengo que mostrártela, aquí, esta tarde. Sin falta.

Agarró a Hazel Weaver del brazo y Hazel Weaver se zafó.

-¿Te dijo ella dónde vivían? –volvió a preguntar Hazel.

Enoch seguía mojándose los labios. Eran pálidos salvo por la boquera color violeta.

-Claro –respondió-. ¿Acaso no m’ha invitao pa que vaya verla y lleve l’armónica? Primero tengo que mostrarte una cosa –repitió-, y después te lo digo.
-¿Qué cosa? –refunfuñó Hazel.
-Una cosa que te tengo que mostrar –contestó Enoch-. Tira pa adelante, que te digo dónde parar.
-No quiero ver nada tuyo –dijo Hazel Weaver-. Necesito esa dirección.
-Si no vienes, no me voy acordar –dijo Enoch.

No miraba a Hazel Weaver. Miraba por la ventanilla. Al cabo de un momento, el coche arrancó. A Enoch le latía la sangre muy deprisa. Sabía que antes de ir para allá debía pasar por la "Botella Helada" y el zoológico. Ya estaba viendo que la pelea con Hazel Weaver sería terrible. Debía llevarlo para allá, aunque tuviera que golpearlo en la cabeza con una piedra y cargarlo a la espalda si hacía falta.

Enoch tenía la cabeza dividida en dos partes. La parte que se comunicaba con su sangre era la que lo calculaba todo, pero nunca decía nada con palabras. La otra parte estaba repleta de palabras y frases. Mientras la primera calculaba cómo conseguir que Hazel Weaver pasara por la "Botella Helada" y el zoológico, la segunda preguntaba.

-¿De ande has sacao un coche tan lindo? ¿Por qué no le pones unos carteles por fuera que digan algo así como: “Súbete, nena”? Una vez vi uno con un cartel así y también vi uno con…

La cara de Hazel Weaver parecía tallada en la roca.

-Mi papá tuvo una vez un Ford amarillo que se ganó en una rifa –murmuró Enoch-. Un despacotable, con dos antenas y una cola d’ardilla d’adorno. Lo cambiamos. ¡Para! ¡Paráquí! –gritó… pasaban delante de la "Botella Helada".
-¿Dónde está? –preguntó Hazel Weaver en cuanto entraron.

Se encontraban en un cuarto oscuro, con un mostrador dispuesto en el fondo y taburetes marrones, con forma de seta, delante del mostrador. En la pared de enfrente de la puerta había un anuncio enorme de helado en el que se veía una vaca vestida de ama de casa.

-No está aquí –dijo Enoch-. Tenemos que parar aquí. Nos tomamos algo y después vamos. ¿Qué quieres?
-Na –refunfuñó Hazel.

Se quedó tieso, en medio del cuarto, con las manos en los bolsillos y el cuello encogido entre los hombros.

-Siéntate –le dijo Enoch-. Me tengo que tomar algo.

Detrás del mostrador hubo un movimiento y una mujer con el pelo cortado a lo paje se levantó de la silla donde estaba leyendo el diario y avanzó hacia ellos. Lanzó una mirada agria a Enoch. Vestía un uniforme cubierto de manchas marrones que, en otro tiempo, había sido blanco.

-¿Qué quieres? –le preguntó en voz alta al tiempo que se le acercaba al oído como si fuera sordo. Tenía cara de hombre y brazos grandes y musculosos.
-Un batido de leche malteada y chocolate, nena –contestó Enoch en voz baja-. Con mucho helao.

Se apartó de él con rabia y miró a Hazel.

-Él no quiere na, dice que se va a sentar aquí a mirarte un rato –le aclaró Enoch-. Dice que l’único que l’apetece es mirarte.

Hazel miró a la mujer con cara inexpresiva, ella le dio la espalda y se puso a preparar el batido. Hazel se sentó en el último taburete de la fila y empezó a hacer crujir los nudillos.

Enoch lo observaba con atención.

-Me parece qu’has cambiao bastante –murmuró al cabo de un momento.

Hazel volvió la cabeza con un respingo.

-Quiero la dirección d’esa gente. Ara mismo –le ordenó.

Enoch se acordó de inmediato. La policía. Se le iluminó la cara con aquel recuerdo secreto.

-No sé –dijo Enoch-, me parece que ya no vienes con tantos humos como antes.

“Habrá roabao el coch’ese”, pensó.

Hazel Weaver volvió a sentarse. Su cara siguió impasible, pero en el fondo de los ojos amargos y húmedos algo se movió. Se apartó de Enoch.

-¿Cómo es qu’allá en la piscina te levantastes tan rápido? –preguntó Enoch.

La mujer se volvió hacia él con la leche malteada en la mano.

-Claro que –añadió Enoch con malicia- yo tampoco no hubiera tenío tratos con una tipa tan fea como esa.

La mujer plantificó la leche malteada sobre el mostrador, delante de él.

-Son quince centavos –rugió.
-Tú vales más que’eso, nena –dijo Enoch.

Rió entre dientes y se puso a hacer burbujas en la leche malteada con la pajita. La mujer se acercó a grandes pasos hasta Hazel.

-¿Para qué vienes aquí con un hijo de puta como éste? –le gritó- Mira que venir aquí con un hijo de puta como este, un muchacho tan guapo y tranquilo como tú. Deberías fijarte mejor con quién te juntas.

Se llamaba Maude y se pasaba el día bebiendo whisky de un bote que guardaba debajo del mostrador.

-¡Ay, Jesús! –exclamó limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

Se sentó en una silla de respaldo recto, delante de Hazel, pero mirando a Enoch, y cruzó los brazos sobre el pecho.

-Viene to los días –le contó a Hazel mirando a Enoch-, viene to los santos días, el hijo de puta.

Enoch pensaba en los animales. Tenían que ir cerca de donde estaban los animales. Los odiaba; de solo pensar en ellos, la cara se le ponía morada tirando a chocolate, como si la leche malteada se le subiera a la cabeza.

-Tú eres un muchacho guapo –dijo Maude-. Se nota que’res trigo limpio, sigue así, no te juntes con un hijo de puta como ese que’está ahí sentado. Siempre sé reconocer a los muchachos que son trigo limpio.

Le gritaba a Enoch, pero Enoch observaba a Hazel Weaver. Era como si algo dentro de Hazel Weaver estuviese juntando presión, aunque por fuera se lo viese tranquilo y ni siquiera moviera las manos. Parecía embutido en aquel traje azul, encerrado en él, mientras aquella cosa seguía juntando presión. La sangre le dijo a Enoch que debía darse prisa. Chupó con fuerza la pajita y se terminó la leche malteada.

-Sí, señor –dijo la mujer-, no hay nada más dulce qu’n muchacho limpio. Pongo a Dios por testigo. Y distingo a un muchacho que’es trigo limpio en cuanto lo veo, así como distingo a un hijo de puta en cuanto lo veo, y qué diferencia, vaya qué diferencia, y ese cabrón, granujiento, que chupa la pajita, es un maldito hijo de puta y tú, que’eres trigo limpio, más te vale fijarte con quién te juntas. Porque yo distingo a un muchacho limpio en cuanto lo veo.

Enoch hizo rechinar el fondo del vaso. Se hurgó el bolsillo, sacó quince centavos, los puso sobre el mostrador y se levantó. Hazel Weaver ya estaba en pie; se inclinó sobre el mostrador hacia la mujer. Ella no lo vio enseguida, porque miraba a Enoch. Hazel apoyó las manos en el mostrador y se impulsó hasta que su cara quedó muy cerca de la de ella. La mujer se dio la vuelta y se lo quedó mirando.

-Vamos –dijo Enoch-, no hay tiempo pa tontear con ella. Tengo que mostrarte eso ara mismo, tengo que…
-No soy trigo limpio… –dijo Hazel.

Enoch no oyó aquellas palabras hasta que Hazel las repitió.

-No soy trigo limpio –repitió sin torcer el gesto, sin que le temblara la voz, mirando a la mujer como quien mira un pedazo de madera.

Ella le clavó los ojos, asombrada, y luego enfurecida.

-¡Y a mí qué! –gritó- ¿Qué carajo m’importa lo que tú seas?
-Vamos –gimió Enoch-, vamos o no te diré dónde vive esa gente.

Agarró a Hazel del brazo, lo apartó del mostrador y tiró de él en dirección a la puerta.

-¡Cabrón! –chilló la mujer-. ¿Qué carajo m’importa a mí de ninguno de vosotros, mugrientos?

Hazel Weaver abrió la puerta de un empellón, a toda prisa, y salió. Se subió a su coche y Enoch se montó detrás de él.

-Mu bien –dijo Enoch-. Tira to recto por este camino.
-¿Qué me pides por decírmelo? –preguntó Hazel-. No me voy a quedar. Tengo que irme. Ya no puedo quedarme aquí.

Enoch se estremeció. Empezó a mojarse los labios.

-Tengo que mostrarte una cosa –dijo Enoch con voz quebrada-. Solamente te la puedo mostrar a ti. Tuve una señal que eras tú cuando te vi en la piscina. Desd’esta mañana supe que’iba venir alguien y, cuando te vi en la piscina, tuve una señal.
-A mí qué m’importan tus señales –dijo Hazel.
-Voy a ver esa cosa to los días –dijo Enoch-. Voy to los días y hast’ara nunca he podío llevar a nadie. Tenía que’esperar la señal. Te voy a dar la dirección d’esa gente cuando veas esa cosa. Tienes que verla –insistió-. Cuando la veas, algo va pasar.
-No va pasar na –dijo Hazel.

Puso el coche otra vez en marcha y Enoch se sentó en el borde del asiento.

-Los animales –masculló-. Antes tenemos que pasar por dond’están los animales. Va ser rápido. No tardamos na.

Vio a los animales esperándolo con ojos malvados. Se preguntó qué pasaría si de pronto llegaba la policía, con las sirenas y los coches patrulla, dando gritos, y se llevaban a Hazel Weaver justo antes de que él le mostrase aquella cosa.

-Tengo que ver a esa gente –dijo Hazel.
-¡Para! ¡Par’aquí! –gritó Enoch.

A la izquierda se alineaba una hilera larga y reluciente de jaulas de acero, y, detrás de los barrotes, unas siluetas negras se paseaban o estaban sentadas.

-Baja –ordenó Enoch-. No tardamos na.

Hazel se apeó, se detuvo y dijo:

-Tengo que ver a esa gente.
-Ya lo sé, ya lo sé, ven –refunfuñó Enoch.
-No me creo que sepas la dirección.
-¡Sí que la sé!¡Sí que la sé! –gritó Enoch-. ¡El número empieza por un dos, vamos!

Tiró de Hazel hacia las jaulas. En la primera había dos osos negros. Estaban sentados frente a frente, como dos matronas tomando el té, las caras amables, ensimismadas.

-Se pasan to el día ahí sentaos oliendo mal –observó Enoch-. Cada mañana viene un hombre a limpiar las jaulas con una manguera; cuando se va güelen igual de mal que antes.

Todos los animales del zoo le tenían un odio arrogante como el que siente la gente de sociedad por los trepadores. Enoch pasó delante de otras dos jaulas de osos, sin mirarlos siquiera, y se detuvo en la siguiente, donde dos lobos de ojos amarillos olfateaban los bordes del cemento.

-Hienas –explicó. No las aguanto.

Se acercó un poco más, escupió dentro de la jaula y le dio a uno de los lobos en la pata. El animal se fue hacia un costado con mirada aviesa. Enoch se olvidó un instante de Hazel Weaver. Después echó una rápida ojeada por encima del hombro para asegurarse de que seguía allí. Estaba a sus espaldas. No miraba a los animales. “Está pensando en la policía”, se dijo Enoch. Y en voz alta añadió.

-Vamos, no hay que ver los monos de las jaulas esas d’ahí.

Normalmente cuando se detenía delante de cada jaula hablaba solo y hacía comentarios obscenos, pero hoy, los animales no eran más que una formalidad por la que había que pasar. Dejó atrás a toda prisa las jaulas de los monos y en dos o tres ocasiones volvió la vista para asegurarse de que Hazel Weaver lo seguía. En la última jaula de los monos, como si no pudiera evitarlo, se detuvo.

-Fíjate en ese mono –dijo con rabia. El animal le daba la espalda gris salvo por el pequeño parche rosado del trasero-. Si yo tendría un culo así –comentó con gazmoñería-, me pasaría el día sentao y no iría por ahí enseñándoselo a toa la gente que viene al parque. Vamos, no tenemos que ver los pájaros d’ahí.

Pasó corriendo delante de las jaulas de los pájaros y llegó al final del zoo.

-El coche no hace falta –anunció sin detenerse-, bajamos por esa colina d’allá, entre los árboles.

Se detuvo y vio que, en lugar de seguirlo, Hazel Weaver se había parado en la última jaula de los pájaros.

-Jesús mío de mi alma –refunfuñó. Se quedó donde estaba, agitó los brazos con desespero y gritó-: ¡Vamos!

Pero Hazel no se movió y siguió mirando en el interior de la jaula. Enoch fue corriendo hasta él y lo agarró del brazo, pero Hazel lo apartó con gesto distraído y siguió mirando el interior de la jaula. Estaba vacía. Enoch clavó la vista en su interior.

-¡Está vacía! –gritó- ¿Pa qué te paras a mirar una jaula vacía? Vamos –se quedó allí parado, sudoroso y lívido-. ¡Está vacía! –insistió a gritos, y entonces se dio cuenta de que no estaba vacía.

En un rincón, en el suelo de la jaula, se veía un ojo. El ojo estaba en el centro de algo, una especie de mata de pelo, y la mata de pelo estaba sentada encima de un trapo viejo. Se acercó a la malla metálica, entrecerró los ojos y vio que la mata de pelo era un búho con un ojo abierto. Miraba a Hazel Weaver directamente.

-Pero si es un búho –gimió-. Ya los vistes otras veces.
-No soy trigo limpio –le dijo Hazel al ojo.

Se lo dijo tal como se lo había dicho a la mujer en la "Botella Helada". El ojo se cerró con suavidad y el búho volvió la cabeza hacia la pared.

“Este ha asesinao a alguien”, pensó Enoch.

-¡Ay, Jesús mío de mi alma, vamos! –gimió-. Tengo que mostrart’esa cosa ara mismo.

Tiró de él, pero a pocos metros de la jaula Hazel volvió a detenerse y a mirar algo a lo lejos. Enoch era bastante corto de vista. Entornó los ojos y al final del camino, detrás de ellos, distinguió una figura y a ambos lados se veían otras dos figuras saltarinas más pequeñas.

Hazel Weaver se dio la vuelta de repente y le preguntó:

-¿Dónde está esa cosa? Vamos a verla ara mismo. Venga.
-Pero si yo te quiero llevar hast’allí –murmuró Enoch.

Notó que el sudor se le secaba en la piel causándole escozor y que se llenaba de sarpullidos hasta la cabeza.

-Hay qu’ir andando –anunció.
-¿Por qué? –rezongó Hazel.
-No sé –contestó Enoch.

Sabía que le iba a pasar algo. Sabía que le iba a pasar algo. La sangre dejó de latirle. Todo el rato había estado latiendo como tambores y ahora ya no latía. Echaron a andar colina abajo. Era una colina empinada, repleta de árboles con los troncos pintados de blanco hasta un metro del suelo. Era como si llevaran puestos calcetines cortos. Aferró a Hazel Weaver del brazo.

-Está mojao según vas bajando –dijo mirando a su alrededor vagamente.

Hazel Weaver se zafó de él. Al cabo de un instante, Enoch volvió a agarrarlo del brazo y lo detuvo. Señaló hacia los árboles.

-Muuvseeo –dijo.

Aquella palabra rara le produjo escalofríos. Era la primera vez que la pronunciaba en voz alta. Hacia donde señalaba se vio parte de un edificio gris. Se fue ensanchando a medida que bajaban la colina y, cuando llegaron al final del bosque y enfilaron el camino de grava, pareció encogerse de golpe. Era redondo, color del hollín. Tenía columnas en el frente y entre cada columna había una mujer sin ojos, con una vasija en la cabeza. Encima de las columnas había una banda de cemento que llevaba grabadas las letras M V S E O. Enoch tuvo miedo de volver a pronunciar aquella palabra.

-Tenemos que subir la escalera y entrar por la puerta d’adelante –susurró.

Había diez peldaños hasta el porche. La puerta era ancha y negra. Enoch la empujó con cuidado y asomó la cabeza por la rendija. Se apartó enseguida y dijo:

-Ta bien, entra y camina despacio. No quiero despertar al viejo ese que hace guardia. No es muy amable conmigo.

Se metieron por un corredor en penumbra. En el aire flotaba un fuerte olor a linóleo y creosota, y, oculto debajo de estos, había otro. Era un tufillo que Enoch no lograba nombrar, no se parecía a nada de lo que había olido antes. En el corredor sólo había dos urnas y un anciano que dormitaba sentado en una silla de respaldo recto, apoyada contra la pared. Llevaba el mismo uniforme que Enoch y era como una araña disecada, atrapada en aquella silla. Enoch miró a Hazel Weaver para saber si él también olía el tufillo. Le pareció que sí; a Enoch volvió a palpitarle la sangre, y esta vez, el sonido estaba más cerca, como si los tambores hubiesen avanzado medio kilómetro. Agarró a Hazel del brazo y recorrió el corredor de puntillas hasta otra puerta negra que había al final. La entreabrió un poco y asomó la cabeza por la rendija. Al cabo de nada, volvió a apartarla y con el índice le hizo a Hazel una seña para que lo siguiera. Entraron en otro corredor igual al anterior pero dispuesto de través.

-Está por esa primera puerta d’allá –dijo Enoch con un hilo de voz.

Entraron en una sala en penumbra, lleva de vitrinas de cristal. Las vitrinas de cristal tapizaban las paredes y, justo en el centro, había tres con forma de ataúd. Las arrimadas contra las paredes estaban llenas de aves puestas sobre bastones barnizados, se inclinaban hacia abajo y miraban con expresiones cáusticas, resecas.

-Vamos –musitó Enoch.

El sonido de tambores que notaba en la sangre se fue acercando más y más. Pasó delante de las dos vitrinas del centro y fue hacia la tercera. Se colocó en el extremo más alejado y se detuvo. Se quedó mirando hacia abajo, con el cuello estirado y las manos entrelazadas. Hazel Weaver se le acercó.

Los dos se quedaron allí de pie; Enoch, tieso. Hazel Weaver ligeramente inclinado hacia delante. En la vitrina había tres recipientes, una fila de armas desafiladas y un hombre. Enoch miraba al hombre. Medía menos de un metro. Estaba desnudo, tenía la piel reseca y amarillenta y los ojos cerrados con fuerza, como si un bloque gigantesco de acero le presionara la cabeza.

-Mira’l cartel –dijo Enoch en un susurro de iglesia, al tiempo que señalaba un tarjetón mecanografiado, a los pies del hombre-, pone que antes era alto como nosotros. Lo dejaron así en seis meses.

Volvió la cabeza con mucha prudencia para ver a Hazel Weaver. Lo único que pudo adivinar era que Hazel Weaver tenía los ojos clavados en el hombre reducido. Estaba inclinado hacia delante, de modo que la cara se le reflejaba en el cristal superior de la vitrina. El reflejo era pálido, y los ojos, como dos agujeros de bala perfectos. Enoch esperó, tieso. Oyó pasos en el corredor. “¡Ay Jesús mío, ay Jesús mío de mi alma –rogó-, que se dé prisa y haga lo que sea que tenga que hacer!” Los pasos se oyeron en la puerta. Vio a la mujer con los dos niños. Los llevaba de la mano, uno a cada lado, y sonreía. Hazel Weaver seguía con la vista clavada en el hombre reducido. La mujer fue hacia ellos. Se detuvo en el otro extremo de la vitrina y miró dentro; el reflejo de su cara apareció sonriente en el cristal, encima del de Hazel Weaver. Se rió por lo bajo y se tapó los dientes con dos dedos. Las caras de los niños eran como dos platillos dispuestos a ambos lados para recoger las sonrisas que ella dejaba escapar a raudales. Hazel echó la cabeza hacia atrás e hizo un ruido. Era un ruido que Enoch oía por primera vez. Podía muy bien haber salido del hombre de la vitrina. En un instante, Enoch supo que era de ahí de ahí de donde había salido.

-¡Espera! –gritó, y salió disparado de la sala, detrás de Hazel Weaver.

Adelantó a Hazel cuando ya se encontraba en mitad de la colina. Lo agarró del brazo, le dio la vuelta y se quedó inmóvil, repentinamente débil, ligero como un globo, con la mirada perdida. Hazel Weaver lo aferró por los hombros y lo sacudió.

-¿Cuál es la dirección? –gritó- ¡Dame esa dirección!

Aunque Enoch hubiese sabido la dirección, le habría sido imposible pensar en ella en ese momento. Ni siquiera era capaz de tenerse en pie. En cuanto Hazel Weaver lo soltó, cayó de espaldas y fue a dar contra uno de los árboles de los calcetines blancos. Se dio la vuelta y se quedó tendido en el suelo, con cara de exaltado. Creyó estar flotando. Lejos, muy lejos, vio la silueta azul pegar un salto y coger una piedra, y vio la cara enloquecida volverse, y vio la piedra que volaba hacia él; sonrió y cerró los ojos. Cuando los abrió otra vez, Hazel Weaver ya no estaba. Se pasó los dedos por la frente y los puso delante de los ojos. Estaban manchados de rojo. Se volvió y vio una gota de sangre en el suelo y, mientras la miraba, tuvo la impresión de que se ensanchaba como un arroyuelo. Se incorporó, aterido de frío, la tocó con el dedo y, muy débil, le llegó el latido de su sangre, de su sangre secreta, en el centro de la ciudad.