viernes, 21 de febrero de 2025

El duelo. Heinrich Von Kleist (1777-1811)

El duque Wilhelm von Breysach, quien a partir de su secreta unión con una condesa llamada Kátharina von Heersbruck, de la casa Alt-Hüningen, la cual parecía serle inferior en rango, vivía enemistado con su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, regresaba a fines del siglo xrv, cuando comenzaba a caer la noche de San Remigio, de un encuentro mantenido en Worms con el Emperador de Alemania, en el transcurso del cual obtuviera del soberano el reconocimiento, a falta de hijos legítimos que había perdido, de un hijo natural, el conde Philipp von Hüningen, engendrado con su esposa antes de contraer matrimonio. Mirando hacia el futuro con mayor júbilo que durante todo su mandato, había alcanzado ya el parque ante el cual se alzaba su palacio cuando, de improviso, surgió una flecha disparada desde la oscuridad de los arbustos que traspasó su cuerpo justo bajo el esternón. Micer Friedrich von Trota, su chambelán, profundamente consternado por tal suceso, con ayuda de algunos caballeros más lo condujo al palacio, donde sólo tuvo energías para leer, en brazos de su desolada esposa, el acta imperial de legitimación ante una asamblea de vasallos del reino convocada apresuradamente a instancias de esta última; y luego que los vasallos hubieron cumplido su última voluntad expresa, no sin viva resistencia por recaer la corona, según la ley, sobre su hermanastro, el conde Jacob Barbarroja, y reconocido con la salvedad de obtener el beneplácito del emperador al conde Philipp como heredero del trono y, por ser éste menor de edad, a la madre como tutora y regente, se reclinó y murió.

La duquesa ascendió sin más al trono, enterando simplemente a su cuñado, el conde Jacob Barbarroja, por medio de algunos emisarios; y las predicciones de varios caballeros de la corte, que creían entrever el talante reservado de éste, se cumplieron a juzgar cuando menos por las apariencias externas: Jacob Barbarroja se consoló, sopesando con prudencia las circunstancias vigentes, de la injusticia que su hermano había cometido con él; por de pronto se abstuvo de paso alguno que contrariase la última voluntad del duque, y deseó de corazón a su joven sobrino fortuna para el trono que había obtenido. Describió a los emisarios, a quienes sentó a su mesa con gran jovialidad y simpatía, cómo desde la muerte de su esposa, que le había legado una fortuna digna de un rey, vivía libre e independiente en su castillo; cuán adoraba a las mujeres de la nobleza vecina, su propio vino y la caza en compañía de alegres amigos, y que una cruzada hacia Palestina, en la que pensaba expiar los pecados de una turbulenta juventud, los cuales había de reconocer que iban lamentablemente en aumento con la edad, era toda la empresa que planeaba al término de su vida.

En vano le hicieron sus dos hijos varones, educados con la esperanza cierta de la sucesión al trono, los más amargos reproches a causa de la indolencia e indiferencia con la que, contra toda esperanza, toleraba que se infligiera tan irreparable agravio a sus aspiraciones: imberbes como eran, les mandó callar con breves y burlonas órdenes, los forzó a seguirlo a la ciudad el día del solemne sepelio y una vez allí a dar junto a él sepultura en la cripta al viejo duque, su tío, en debida forma; y tras rendir pleitesía en la sala del trono del palacio ducal al joven príncipe, su sobrino, en presencia de la madre regente, al igual que todos los restantes Grandes de la corte, rehusando cuantos cargos y dignidades le brindó ésta, acompañado de las bendiciones del pueblo, que lo veneraba doblemente por su generosidad y su mesura, regresó de nuevo a su castillo.

La duquesa procedió entonces, tras esta resolución inopinadamente feliz de los primeros intereses, a cumplir su segunda tarea como regente, a saber, la realización de pesquisas acerca de los asesinos de su esposo, de los cuales se decía haber visto toda una hueste en el parque, y a tal fin comprobó ella misma junto con micer Godwin von Herrthal, su chanciller, la saeta que había puesto fin a la vida de aquél. Entretanto no se encontró nada en ella que hubiera podido revelar al propietario, a no ser quizá lo exquisita y magníficamente que, de modo inquietante, estaba trabajada. Habían empendolado plumas recias, crespas y brillantes en un astil que, fino y resistente, fuera torneado en oscuro nogal; el revestimiento del extremo anterior era de reluciente latón, y sólo la punta más exterior misma, afilada como las espinas de un pez, era de acero. La flecha parecía haber sido elaborada para la armería de un hombre ilustre y rico, bien envuelto en pendencias o gran amante de la caza; y como de una fecha grabada en la contera se desprendiera que ello podía haber tenido lugar muy poco antes, la duquesa, por consejo del chanciller, envió con el sello de la corona la saeta a cuantos talleres de Alemania había en torno, a fin de encontrar al maestro que la había torneado y, en caso de lograrlo, obtener de éste el nombre de aquel por cuyo encargo había sido realizada.

Cinco lunas más tarde llegó a manos de micer Godwin, el chanciller, a quien había confiado la duquesa todas las pesquisas, la declaración de un artesano de Estrasburgo según la cual había elaborado tres años antes una sesentena completa de tales flechas, junto con la aljaba correspondiente, para el conde Jacob Barbarroja. El chanciller, profundamente consternado por tal testimonio, lo retuvo durante varias semanas en su camarín secreto; en parte creía conocer, pese a la vida libertina y disipada del conde, su noble ánimo demasiado bien como para poder considerarlo capaz de un acto tan abominable como un fratricidio; y en parte también, a despecho de muchas otras virtudes, demasiado poco la ecuanimidad de la regente como para que, en un asunto que concernía a la vida de su peor enemigo, no debiera proceder con la mayor cautela. En el ínterin realizó bajo mano averiguaciones en el sentido de tan extraña información y, como por azar averiguase a través de los magistrados del consistorio que el conde, quien de ordinario no solía abandonar su castillo nunca o sólo muy raramente, se había ausentado de él en la noche del asesinato del duque, consideró pues su deber levantar el secreto y enterar a la duquesa en una de las siguientes sesiones del consejo del reino sobre la inquietante y extraña sospecha que, debido a ambos cargos, recaía sobre su cuñado, el conde Jacob Barbarroja.

La duquesa, que se consideraba dichosa por mantener relaciones tan cordiales con su cuñado el conde, y nada temía más que ofender su susceptibilidad con algún paso irreflexivo, ante tan equívoca revelación no dio sin embargo, para sorpresa del chanciller, ni el menor signo de júbilo; antes bien, tras leer dos veces los documentos con gran atención, expresó su vivo disgusto porque se aludiera públicamente en el consejo del reino a un asunto tan incierto y de tal gravedad. Opinó que había de tratarse de un error o una calumnia, y ordenó no hacer uso alguno de la declaración ante los tribunales. Más aún, ante la extraordinaria, casi fanática veneración popular de que gozaba el conde desde su exclusión del trono, tras un giro natural de los acontecimientos, se le antojaba en extremo peligroso el mero hecho de haberlo leído en el consejo del reino; y previendo que las habladurías populares al respecto habían de llegar a oídos de aquél, envió, acompañados de un escrito verdaderamente magnánimo, ambos cargos, a los que designaba como el concurso de un extraño malentendido, junto con aquel en el cual se basaban, a manos del conde, con el ruego explícito de que, estando como estaba persuadida de antemano de su inocencia, la dispensara de la refutación de todos ellos.

El conde, quien se encontraba justamente sentado a la mesa con una reunión de amigos, se levantó cortés al entrar el caballero que portaba el mensaje de la duquesa; mas, en tanto que los amigos contemplaban al ceremonioso varón, que no quiso tomar asiento, apenas hubo leído en el arco de la ventana la carta, cuando cambió de color y tendió a los amigos los documentos diciendo: «¡Hermanos, mirad! ¡Cuan ignominiosa acusación se ha urdido contra mí por el asesinato de mi hermano!» Con una mirada relampagueante arrebató al caballero de la mano la flecha y, ocultando la aniquilación de su alma, mientras los amigos se arremolinaban inquietos en derredor suyo, prosiguió: «¡que de hecho la saeta era suya y asimismo fundada la circunstancia de que en la noche de San Remigio se había ausentado de su castillo!». Los amigos lanzaron maldiciones sobre tan taimada y vil perfidia; hicieron recaer la sospecha del asesinato sobre los propios e impíos acusadores y a punto estaban ya de ir contra el emisario, que defendía a su señora la duquesa, cuando el conde, habiendo releído una vez más los escritos, exclamó interponiéndose entre ellos: «¡Tranquilos, amigos míos!» —y con ello tomó su espada, que estaba en pie en el rincón, y se la entregó al caballero con estas palabras: «¡que era su prisionero!». Ante la consternada pregunta del caballero de si había oído bien y si realmente reconocía ambos cargos formulados por el chanciller, respondió el conde: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!»—. Que entretanto esperaba verse dispensado de la necesidad de ofrecer pruebas de su inocencia de otro modo que no fuera ante el palenque de un tribunal convocado formalmente por la duquesa. En vano opusieron los caballeros, sumamente descontentos con tal declaración, que al menos en caso tal no había de rendir cuentas de las circunstancias de los hechos a nadie más que al emperador; el conde, quien en una extraña y repentina mudanza de actitud invocó la ecuanimidad de la duquesa, porfió en comparecer ante el tribunal del reino y, desasiéndose de los brazos de aquéllos, pedía ya a gritos desde la ventana sus caballos, resuelto, según dijo, a seguir de inmediato al emisario a la prisión de nobles, cuando los compañeros de armas se interpusieron a viva fuerza en su camino con una propuesta que finalmente hubo de aceptar. Redactaron entre todos un escrito dirigido a la duquesa, exigieron como un derecho que asistía a todo caballero en caso semejante un salvoconducto y, como garantía de que comparecería ante un tribunal por ella convocado y se sometería a todo cuanto éste le impusiera, ofrecieron una fianza de 20.000 marcos de plata.

La duquesa, ante tan inesperada y para ella incomprensible declaración, a causa de los infames rumores que ya corrían entre el pueblo sobre los móviles de dicha acusación, consideró lo más aconsejable poner el litigio entero en manos del emperador, retirándose ella personalmente por completo. Le remitió, por consejo del chanciller, la totalidad de las actas referentes al asunto y y le rogó se hiciera cargo en su calidad de cabeza del imperio de la instrucción de una causa en la que ella misma estaba implicada como parte. El emperador, que se hallaba en aquel preciso momento en Basilea por negociaciones con la Confederación, accedió a tal deseo; constituyó en dicha ciudad un tribunal formado por tres condes, doce caballeros y dos asesores jurídicos; y tras conceder al conde Jacob Barbarroja, de acuerdo con la petición de sus amigos, un salvoconducto a cambio de la fianza ofrecida de 20.000 marcos de plata, le exigió que compareciera ante el citado tribunal y diera cuenta ante él de los dos cargos siguientes: ¿cómo había llegado la flecha, que según propia confesión le pertenecía, a manos del asesino?, y asimismo: ¿en qué tercer lugar se encontraba en la noche de San Remigio?

Era el lunes después de Trinidad cuando el conde Jacob Barbarroja, con un rutilante séquito de caballeros, compare ció en Basilea según la citación que le había sido transmitida ante el palenque del tribunal, y allí, omitiendo la primera cuestión, para él, según afirmó, absolutamente inexplicable, se expresó sobre la segunda, decisiva para la causa, del siguiente modo: «¡Nobles señores!», y diciendo esto apoyó sus manos en la estacada y miró a los reunidos con sus ojillos centelleantes, enmarcados por pestañas rojizas. «Me acusáis, a mí que he dado pruebas suficientes de indiferencia por corona y cetro, de la acción más abominable que puede cometerse, del asesinato de mi hermano, quien aun sintiendo poca inclinación por mí no me era por ello menos querido; y como uno de los motivos en que se basa vuestra acusación aducís que en la noche de San Remigio, cuando se perpetró aquel crimen, en contra de un hábito observado a lo largo de muchos años me encontraba ausente de mi palacio. Bien sé cuán deudor es un caballero del honor de aquellas damas que le conceden secretamente su favor; ¡y vive Dios!, de no haber arrojado el cielo inesperadamente tan extraña fatalidad sobre mi testa, el secreto que duerme en mi pecho hubiera muerto conmigo, se hubiera reducido a polvo y hasta sonar la trompeta del ángel que haga abrirse las tumbas no hubiera resucitado conmigo para presentarse ante Dios. Mas la pregunta que su imperial majestad dirige a mi conciencia por vuestra boca anula, como vos mismos comprendéis, toda consideración y todo escrúpulo; y pues queréis saber por qué es improbable, incluso imposible, que participara en el asesinato de mi hermano bien en persona o indirectamente, sabed que la noche de San Remigio, y por tanto en el momento en que se perpetró, me encontraba secretamente en compañía de la bella hija del senescal Winfried von Breda, doña Wittib Littegarde von Auerstein, entregada a mi amor.»

Ahora bien, se ha de saber que doña Wittib Littegarde von Auerstein, así como la mujer más hermosa del país era igualmente, hasta el instante de aquella ignominiosa acusación, la dama más intachable y sin mancilla del reino. Desde la muerte del burgrave de Auerstein, su esposo, al que había perdido pocas lunas después de sus esponsales a causa de unas fiebres contagiosas, vivía en el silencio y retiro del castillo de su padre; y sólo por deseo del anciano hidalgo, que deseaba verla desposada de nuevo, consentía en participar alguna que otra vez en las cacerías y banquetes celebrados por la nobleza de la región en torno, y principalmente por micer Jacob Barbarroja. Muchos condes y gentilhombres de las más nobles y acaudaladas estirpes del país se arremolinaban en tales ocasiones en derredor suyo con sus peticiones de mano, siéndole de entre todos ellos micer Friedrich von Trota, el chambelán, quien en cierta ocasión salvara valerosamente su vida durante una partida de caza contra la embestida de un verraco herido, el más caro y el predilecto; entretanto, por la preocupación de disgustar a sus dos hermanos, que contaban con el legado de su fortuna, a despecho de todas las exhortaciones de su padre no había podido resolverse a concederle su mano. Es más, al desposarse Rudolph, el mayor de ambos, con una rica damisela de la vecindad y, luego de tres años de matrimonio sin hijos, nacerle para gran júbilo de la familia un heredero del apellido, ella, movida por alguna que otra declaración explícita e implícita, se despidió formalmente de micer Friedrich, su amigo, en un escrito redactado entre lágrimas sin cuento, y accedió, a fin de mantener la unidad de la casa, a la propuesta de su hermano de asumir el cargo de abadesa en un convento de monjas que se hallaba a orillas del Rin, no lejos del castillo paterno.

Justamente por la época en que se realizaban las diligencias encaminadas a tal fin ante el arzobispo de Estrasburgo y el asunto estaba en trance de realización, fue cuando el senescal micer Winíried von Breda recibió del tribunal constituido por el emperador el informe sobre el deshonor de su hija Littegarde y la orden de enviarla a Basilea para responder de la acusación realizada en su contra por el conde Jacob. Se le detallaba en el curso del escrito la hora y el lugar exacto en que el conde, según su afirmación, decía haber realizado su visita clandestina a doña Littegarde, y se le adjuntaba incluso un anillo proveniente de su esposo fallecido que aquél aseguraba haber recibido de su mano al despedirse como recuerdo de la noche pasada. Coincidió que micer Winíried, el mismo día en que llegó dicho escrito, padecía de una grave y dolo-rosa indisposición debida a la edad; en un estado de extremo padecimiento caminaba vacilante de la mano de su hija por la alcoba, viendo ya acercarse el fin que se oculta en cuanto encierra un hálito de vida; de tal suerte que, al leer tan terrible noticia, le sobrevino de inmediato un ataque y, dejando caer la hoja, paralizados todos sus miembros se desplomó sobre el pavimento. Los hermanos, que se hallaban presentes, lo alzaron conmocionados del suelo y mandaron llamar un médico que vivía en el edificio contiguo para su cuidado; mas todos los esfuerzos para devolverlo a la vida fueron vanos: mientras doña Littegarde yacía desvanecida en el regazo de sus damas, entregó él su alma, y aquélla, al volver en sí, no tuvo siquiera el agridulce consuelo de poder entregarle una sola palabra en defensa de su honor para que la llevara consigo a la eternidad. La indignación de ambos hermanos sobre tan infausto suceso y su ira por la ignominia imputada a la hermana que lo había provocado y por desdicha resultaba muy probable fue indescriptible.

Pues demasiado bien sabían que, en efecto, el conde Jacob Barbarroja la había cortejado infatigablemente durante todo el verano anterior; varios torneos y banquetes habían sido celebrados sólo en su honor y, de un modo ya entonces sumamente escandaloso, en especial para todas las restantes damas invitadas a la reunión, la había distinguido a ella. Más aún, recordaban que Littegarde, por la misma época del citado día de San Remigio, pretendió haber perdido durante un paseo justo el mismo anillo procedente de su esposo que entonces había vuelto a aparecer sorprendentemente en manos del conde Jacob; de tal suerte que ni por un momento dudaron de la veracidad de la declaración que el conde había prestado contra ella ante tribunal. En vano —mientras el cadáver paterno era sacado entre los lamentos de la servidumbre— se aferró ella a las rodillas de sus hermanos, suplicando que la escucharan sólo un instante; Rudolph, ardiendo en cólera, le preguntó dirigiéndose a ella si acaso podía citar testigo alguno de la nulidad de la imputación, y como ella, trémula y estremecida, replicara que por desdicha no podía invocar otra cosa que la intachabilidad de su conducta, por haberse encontrado ausente de su dormitorio precisamente la consabida noche su doncella a causa de una visita que había realizado a sus padres, la apartó Rudolph de sí a puntapiés, arrancó de su vaina una espada que pendía del muro y le ordenó, en el delirio de su desmedida furia, mientras mandaba acudir perros y siervos, que abandonara en el acto casa y castillo. Littegarde se alzó del suelo, pálida como la cera; rogó, mientras esquivaba callada sus maltratos, le concediera al menos el tiempo preciso para realizar los preparativos de la partida exigida; mas Rudolph, lanzando espumarajos de rabia, no respondió otra cosa que: «¡Fuera, fuera del palacio!», de tal guisa que, como no escuchara a su propia esposa, que se interpuso en su camino rogándole indulgencia y humanidad, y la arrojara furibundo a un lado asestándole tamaño golpe con el puño de la espada que le hizo brotar sangre, la desventurada Littegarde, más muerta que viva, abandonó la estancia: rodeada por las miradas del pueblo llano, atravesó con paso vacilante el patio hacia la puerta del castillo, donde Rudolph le mandó entregar un hato de ropa al que añadió algún dinero y él mismo, entre juramentos e imprecaciones, cerró los batientes del portalón.

Tan repentina caída desde las alturas de una dicha serena y casi sin sombra a los abismos de una infinita aflicción y el más completo desamparo era más de lo que la pobre mujer podía resistir. Sin saber a dónde dirigirse, descendió tambaleante, apoyada en la baranda, a lo largo del sendero rocoso, por al menos buscar albergue para la noche incipiente; mas antes de haber alcanzado siquiera la entrada de la aldehuela dispersa que se extendía por el valle, se desplomó en tierra privada de sus fuerzas. Llevaría acaso una hora allí tendida, libre de todos los padecimientos terrenos, y ya cubría la región una oscuridad total cuando volvió en sí rodeada de varios compasivos lugareños. Pues un muchacho que jugaba en la pendiente rocosa se había percatado de su presencia allí y relatado en casa de sus padres tan extraña y sorprendente escena; a lo cual éstos, que habían recibido algún que otro favor de Littegarde, sumamente conmocionados al saberla en tan desolada situación, se pusieron de inmediato en camino para asistirla en la medida de sus posibilidades. Gracias a los esfuerzos de estas gentes no tardó en reanimarse, y a la vista del castillo que estaba cerrado a cal y canto a sus espaldas recuperó también su juicio; se negó sin embargo a aceptar el ofrecimiento de dos mujeres de conducirla de vuelta al palacio, y sólo rogó que tuvieran la bondad de conseguirle sin más demora un guía para continuar su camino. En vano le hicieron ver que en su estado no podía emprender viaje alguno; Littegarde, so pretexto de que su vida corría peligro, porfió en abandonar en el acto los límites del territorio del castillo; es más, como la turba en derredor suyo fuera cada vez más en aumento sin ayudarla, hizo intentos de desasirse por la fuerza y, a despecho de la oscuridad de la noche en ciernes, ponerse sola en camino; de tal suerte que las gentes, impelidas por el temor a que, de ocurrirle algún percance, los señores les hicieran responder de ello, accedieron a sus deseos y le consiguieron un carruaje que, tras dirigirle repetidamente la pregunta de a dónde debía dirigirse, partió con ella hacia Basilea.

Mas ya antes de llegar a la aldea mudó, tras sopesar con mayor atención las circunstancias, su decisión, y ordenó a su guía que diera la vuelta y pusiera rumbo al castillo de Trota, que sólo distaba pocas millas. Pues bien entendía que, frente a un contrincante como el conde Jacob Barbarroja, nada lograría sin apoyo ante el tribunal de Basilea; y nadie le parecía más digno de la confianza de ser llamado a defender su honor que su gallardo amigo, quien como ella bien sabía continuaba profesándole un profundo amor, el excelente chambelán micer Friedrich von Trota. Sería acaso cerca de medianoche y aún se distinguían las luces en el palacio cuando, exhausta del viaje, llegó allí en su carromato.

Ordenó subir a un servidor de la casa que salió a su encuentro a que mandara anunciar a la familia su llegada; mas aún antes de que éste hubiera llevado a cabo su tarea ya salieron a la puerta doña Bertha y doña Kunigunde, las hermanas de micer Friedrich, que se hallaban casualmente en la antesala inferior, ocupadas en tareas domésticas. Entre joviales salutaciones ayudaron las amigas a descender del carruaje a Littegarde, a la que conocían bien, y la guiaron, aunque no sin cierta angustia, escaleras arriba, a la cámara de su hermano, el cual estaba sentado ante una mesa, absorto en las actas en que lo tenía sumido un proceso. Mas cómo describir el asombro de micer Friedrich cuando, ante el rumor que se elevaba detrás suyo, volvió su rostro y vio caer de rodillas ante él a doña Littegarde, descompuesta y demudada, el vivo retrato de la desesperación. «¡Mi amadísima Littegarde!», exclamó poniéndose en pie y alzándola del suelo: «¿Qué desgracia os ha ocurrido?» Littegarde, tras tomar asiento en un sillón, le relató lo sucedido: qué infame acusación había lanzado contra ella el conde Jacob Barbarroja ante el tribunal de Basilea para quedar libre de sospecha por el asesinato del duque; cómo tal noticia había provocado en el acto a su anciano padre, que padecía justamente de una indisposición, semejante ataque de nervios que, pocos minutos después, había fallecido en brazos de sus hijos; y cómo éstos, enfurecidos por la indignación, desoyendo lo que pudiera ella alegar en su defensa, la habían acosado con las más horribles vejaciones y finalmente, como a una criminal, la habían expulsado de la casa. Rogó a micer Friedrich que la condujera con el acompañamiento adecuado a Basilea y allí le designara un asesor judicial que, en su comparecencia ante el jurado constituido por el emperador, la asistiera con consejo sabio y prudente contra aquella impúdica acusación. Aseguró que oír semejante cosa de boca de un parto o un persa al que jamás hubiera visto con sus propios ojos no hubiera podido anonadarla más que del conde Jacob Barbarroja, por haberle resultado éste odioso desde siempre tanto por su mala reputación como por su figura, y los requiebros que a veces se había tomado la libertad de decirle en los festejos del verano anterior los había rechazado invariablemente con la mayor frialdad y desprecio.

«¡Basta, mi amadísima Littegarde!», exclamó micer Friedrich, mientras tomaba con noble ardor su mano y la llevaba a sus labios: «¡No malgastéis ni una sola palabra para defender y justificar vuestra inocencia! En mi pecho habla en vuestro favor una voz inmensamente más vivida y convincente que todas las aseveraciones, y aún incluso más que cuantas razones legales y pruebas podáis reunir ante el tribunal de Basilea sobre las circunstancias y hechos. Aceptadme, puesto que vuestros injustos y nada generosos hermanos os abandonan, como vuestro amigo y hermano, y concededme la gloria de ser vuestro defensor en esta causa; ¡yo restituiré el brillo de vuestro honor ante el tribunal de Basilea y ante el juicio del mundo entero!» Diciendo esto condujo a Littegarde, que derramaba vehementes lágrimas de agradecimiento y emoción ante tan nobles palabras, arriba, a las habitaciones de doña Helena, su madre, la cual se había retirado ya a su dormitorio; la presentó a esta digna y anciana dama, la cual le profesaba un especial afecto, como huésped invitada que había decidido, a causa de una riña que había estallado en el seno de su familia, morar durante algún tiempo en su castillo; aquella misma noche se le habilitó un ala entera del amplio alcázar, se llenaron profusamente los armarios que allí se encontraban con vestidos y ropajes para ella elegidos del ajuar de las hermanas; se le asignó asimismo, tal y como correspondía a su rango, servidumbre adecuada o a decir verdad magnífica: y ya al tercer día micer Friedrich von Trota, sin decir palabra sobre el modo y manera en que pensaba presentar sus pruebas ante el tribunal, con un numeroso séquito de guerreros de a caballo y escuderos, se encontraba de camino a Basilea.

Entretanto había llegado a manos del tribunal de Basilea un escrito de los señores de Breda, los hermanos de Littegarde, alusivo a los sucesos habidos en el castillo, mediante el cual entregaban enteramente a la pobre mujer, como a la convicta de un crimen, al brazo de la ley, bien fuera por considerarla en efecto culpable o por tener otras razones para desear su ruina. Cuando menos presentaban su expulsión del castillo, de modo innoble y falaz, como una fuga voluntaria; describían cómo ella, sin poder alegar nada en defensa de su inocencia, ante algunas indignadas expresiones que no habían podido reprimir, había abandonado en el acto el castillo; y al resultar vanas cuantas pesquisas afirmaban haber realizado por su causa, eran de la opinión de que probablemente erraría entonces por esos mundos de Dios con un tercer aventurero para completar la medida de su oprobio. Por ello solicitaban que, para salvaguardar el honor de la familia que ella había mancillado, se eliminara su nombre de las genealogías de la casa de Breda y, basándose en vagas interpretaciones legales, deseaban que como pena por tan descomunales delitos se la privara de todos los derechos al legado del noble padre al que su infamia había llevado a la tumba. Ahora bien, aun cuando los jueces de Basilea estaban bien lejos de considerar tal petición, que por lo demás no era de su incumbencia, como entretanto el conde Jacob, al recibir aquella noticia, diera las muestras más inequívocas y decisivas de su pesar por el destino de Littegarde y secretamente, como se supo, envió gentes a caballo para averiguar su paradero y ofrecerle alojamiento en su castillo: el tribunal no dudó más de la veracidad de su testimonio y determinó retirar de inmediato la acusación que pesaba sobre él por el asesinato del duque.

Es más, este interés que mostraba por la desdichada en tal momento de necesidad tuvo incluso un efecto asaz ventajoso sobre la opinión del pueblo, que se decantó enormemente por él en su benevolencia; se disculpó entonces lo que poco antes se había reprobado con severidad, el abandono de una mujer rendida a su amor ante el escarnio del mundo entero, y se consideró que en tan extraordinarias y atroces circunstancias, puesto que no se trataba de menos que de vida y honor, no le había restado otra posibilidad que revelar sin consideraciones la aventura acontecida en la noche de San Remigio. En consecuencia, se citó de nuevo por mandato expreso del emperador al conde Jacob Barbarroja ante el tribunal para declararlo solemnemente, a puertas abiertas, libre de la sospecha de haber tenido parte en el asesinato del duque. Acababa el heraldo de leer el escrito de los señores de Breda bajo el atrio de la amplia sala del tribunal, que de acuerdo con la resolución del emperador respecto al acusado que se encontraba en píe junto a él se disponía a proceder a una restitución formal de su honor, cuando micer Friedrich von Trota avanzó hasta el palenque y, basándose en el derecho común de todo observador imparcial, solicitó que le permitieran ver un instante la carta. Se accedió a su deseo, con los ojos del pueblo entero puestos en él; mas no bien hubo recibido micer Friedrich el escrito de manos del heraldo cuando, tras lanzar una fugaz mirada sobre él, lo rasgó de arriba abajo y arrojó los pedazos junto con su guante, que envolvió juntos, al rostro del conde Jacob Barbarroja con estas palabras: «ique era un bellaco y un indigno calumniador y que él estaba dispuesto a probar a vida o muerte la inocencia de doña Littegarde del crimen que le imputaba, ante el mundo entero, en juicio de Dios! —El conde Jacob Barbarroja, tras recoger el guante con el rostro muy pálido, dijo: «¡Tan cierto como que Dios decide justamente en el juicio de las armas, así de cierto es que probaré la veracidad de lo que, por necesidad imperiosa, revelé con respecto a doña Littegarde, en honorable y caballeresco combate singular! ¡Informad, nobles señores», dijo dirigiéndose a los jueces, «a su imperial majestad sobre el recurso interpuesto por micer Friedrich y rogadle que nos señale hora y lugar en que podamos enfrentarnos espada en mano para dirimir este pleito!» Según esto enviaron los jueces, levantando la sesión, una delegación con el informe sobre dicho suceso al emperador; y como éste, al haber salido micer Friedrich en defensa de doña Littegarde, se hallara no poco desconcertado respecto a su confianza en la inocencia del conde: así pues convocó a Basilea, tal como exigían las leyes del honor, a doña Littegarde para que presenciara la contienda, y a fin de esclarecer el extraño misterio que envolvía aquel asunto, fijó el día de Santa Margarita como el día y la explanada del castillo de Basilea como el lugar en que ambos, micer Friedrich von Trota y el conde Jacob Barbarroja, habían de contender en presencia de doña Littegarde.

De acuerdo con dicha decisión, al llegar el sol a su cénit el día de Santa Margarita sobre las torres de la ciudad de Basilea y habiéndose reunido en la explanada del castillo tan inconmensurable muchedumbre que fue menester construir bancos y grádenos para acomodarla, al triple llamado del heraldo desde la tribuna de los jueces de campo entraron en liza micer Friedrich y el conde Jacob, pertrechados ambos de pies a cabeza con centelleante metal, para dirimir su causa. La caballería entera de Suabia y de Suiza se encontraba presente casi al completo sobre la palestra del alcázar que se elevaba al fondo; sobre el balcón de éste, rodeado de sus cortesanos, estaba sentado el propio emperador junto a su esposa y los príncipes y princesas, sus hijos e hijas. Poco antes de dar comienzo El duelo, mientras los jueces distribuían sol y sombra entre los contendientes, se llegaron una vez más a las puertas de la explanada doña Helena y sus dos hijas, Bertha y Kunigunde, las cuales habían acompañado a Littegarde hasta Basilea, y rogaron a la guardia que allí se encontraba permiso para poder entrar y hablar unas palabras con doña Littegarde, la cual, según uso ancestral, estaba sentada sobre un estrado dentro del propio palenque. Pues aun cuando la conducta de aquella dama pareciera exigir el más absoluto respeto y una confianza enteramente ilimitada en la veracidad de sus aseveraciones, sin embargo el anillo que tenía para aducir el conde Jacob, y más aún la circunstancia de que Littegarde hubiera dado licencia la noche de San Remigio a su doncella, la única que habría podido servirle de testigo, sumía su ánimo en la más viva angustia; determinaron poner una vez más a prueba, en el apremio de tan decisivo instante, la seguridad de conciencia inherente a la acusada y ponderarle cuán ociosa o antes bien blasfema era la empresa, en caso que realmente pesara sobre su alma una culpa, de pretender quedar limpia de ella mediante la sagrada ordalía de las armas, que sacaría indefectiblemente la verdad a la luz. Y en efecto tenía Littegarde todos los motivos para meditar bien el paso que micer Friedrich daba entonces por su causa; la pira la esperaba tanto a ella como a su amigo, el caballero Von Trota, en caso de que Dios, en el juicio de los aceros, no se decidiera por él sino por el conde Jacob Barbarroja y por la veracidad del testimonio que éste había prestado ante el tribunal en contra de ella. Doña Littegarde, viendo entrar a la madre y las hermanas de micer Friedrich, se levantó del sitial con su característica expresión de dignidad, que por el dolor que inundaba su ser resultaba aún más conmovedora, y les preguntó saliendo a su encuentro: «¿qué era lo que las conducía a ella en un instante tan fatídico?». «Hijita mía», habló doña Helena llevándola aparte: «¿Queréis ahorrarle a una madre que en su yerma vejez no tiene otro consuelo que la posesión de su hijo el pesar de tener que llorarlo ante su tumba? ¿Queréis sentaros antes de que dé comienzo el combate en un carruaje, cargada de ajuar y ricos presentes, y aceptar como obsequio una de nuestras posesiones que se encuentra al otro lado del Rin y os recibirá de modo conveniente y con los brazos abiertos?» Littegarde, tras clavar su mirada por un momento en su rostro mientras le cruzaba por la faz una honda palidez, tan pronto hubo comprendido el significado de tales palabras en todo su alcance, hincó una rodilla ante ella. «¡Honorabilísima y excelsa señora!», dijo; «¿procede la angustia de que Dios, en esta hora decisiva, pudiera declararse contra la inocencia de mi pecho, del corazón de vuestro noble hijo?» —«¿Por qué preguntáis?», inquirió doña Helena. —«Porque en tal caso le conjuro a mejor no desenvainar la espada que no guía mano confiada y ceder ante su adversario en la palestra con cualesquiera hábiles pretextos: y abandonarme con todo a mi destino, que pongo en manos de Dios, sin prestar oídos intempestivos a una compasión de la cual no puedo aceptar ni un ápice!» —«¡No!», repuso doña Helena confusa:

«¡Mi hijo nada sabe! No sería digno de él, habiendo dado ante el tribunal su palabra de defender vuestra causa, haceros tal proposición ahora que ha llegado la hora decisiva. Firmemente convencido de vuestra inocencia arrostra, ya armado para el combate como veis, al conde, vuestro rival; fue una propuesta que nosotras, mis hijas y yo, en la angustia del momento, hemos ideado para considerar todas las ventajas y evitar toda desgracia.» —«Entonces», dijo doña Littegarde, regando con sus lágrimas la mano de la anciana dama mientras imprimía un ardiente beso en ella: «¡dejadle desempeñar su palabra! No mancha mi conciencia culpa alguna; y si fuera a la lucha sin yelmo ni coraza, ¡Dios y todos sus ángeles lo ampararían!» Y diciendo esto se alzó del suelo y condujo a doña Helena y sus hijas a unos asientos situados dentro del estrado, tras el sitial envuelto en paño rojo sobre el que ella misma se instaló.

A continuación, a un gesto del emperador, el heraldo dio con la trompeta la señal para el combate singular, y ambos caballeros, escudo y espada en mano, se acometieron mutuamente. Micer Friedrich, ya con el primer mandoble, hirió de inmediato al conde; lo alcanzó con la punta de su espada, no precisamente larga en demasía, allí donde entre brazo y mano las uniones de la armadura encajaban unas en otras; mas el conde, quien sobresaltado por el dolor retrocedió de un brinco, descubrió que, aun cuando la sangre corría copiosamente, no era sin embargo más que un rasguño superficial a ras de piel: de tal suerte que ante los murmullos de desaprobación de los caballeros que se encontraban en la palestra por lo desafortunado de tal actuación, avanzó de nuevo y prosiguió la lucha con renovadas fuerzas cual si estuviera completamente indemne. Se desencadenó entonces la lucha entre ambos contendientes como se acometen dos vientos en la tempestad, como entrechocan dos nubes en la tormenta, lanzándose sus rayos, encrespándose y envolviéndose mutuamente sin mezclarse entre el fragor de constantes truenos. Micer Friedrich, extendiendo escudo y espada hacia adelante, estaba plantado sobre el suelo como si fuera a echar raíces; hasta las espuelas se hundía, hasta los tobillos y las pantorrillas, en la tierra liberada de sus adoquines y removida adrede, apartando de pecho y testa los arteros golpes del conde, el cual, pequeño y ágil, parecía atacar a un tiempo desde todos lados. El combate, contando los instantes de descanso a los que obligaba el agotamiento de ambas partes, duraba ya casi una hora cuando se alzó de nuevo un murmullo desaprobatorio entre los espectadores que se encontraban sobre el graderío. Parecía que en tal ocasión no se refería al conde Jacob, cuyo celo en poner fin a la contienda no cejaba, sino al hecho de que micer Friedrich continuara empalado como un estafermo en un único punto y se abstuviera de todo ataque propio de un modo extraño; casi parecía intimidado, o cuando menos obcecado.

Aun pudiendo su proceder basarse en buenas razones, el sentimiento de micer Friedrich era empero demasiado débil como para no sacrificarlo sin más demora ante la exigencia de quienes en aquel instante juzgaban su honor; con una animosa zancada abandonó el punto que había elegido desde el comienzo y la especie de parapeto natural que se había formado en torno a sus pies y acometió a su contrario, cuyas fuerzas ya empezaban a declinar, lanzando sobre su testa varios rudos y recios golpes que éste supo no obstante parar mediante hábiles movimientos laterales de su escudo. Mas apenas invertido de tal guisa el combate sufrió micer Friedrich un percance que no parecía precisamente indicar la presencia de poderes superiores que rigieran el combate; al trabarse su pie en las espuelas, cayó trastabillando y mientras, bajo el peso del yelmo y la coraza que cargaban la parte superior de su cuerpo, caía de rodillas apoyando la mano en el polvo, el conde Jacob Barbarroja, no precisamente del modo más noble ni caballeresco, le hundió la espada en el costado que de tal suerte había quedado al descubierto. Micer Friedrich se alzó del suelo de un salto con un instantáneo grito de dolor. Si bien se apretó el yelmo sobre los ojos y, arrostrando velozmente a su rival, se aprestó a proseguir la lucha, mientras él se sostenía apoyado en su espada con el cuerpo encorvado por el dolor y la oscuridad rondaba su vista: el conde le hundió dos veces más su tizona en el pecho, justo bajo el corazón; a lo cual, con la armadura traqueteando con estrépito en torno, se desplomó en el suelo y dejó caer junto a sí espada y escudo.

El conde, después de arrojar las armas a un lado, le puso el pie sobre el pecho con un triple toque de trompeta; y mientras todos los espectadores, el propio emperador a la cabeza, se alzaban de sus asientos con ahogados gritos de espanto y compasión: doña Helena, con sus dos hijas en pos, se abalanzó sobre su amado hijo que se revolcaba en polvo y sangre. «¡Oh, mi Friedrich!», exclamó arrodillándose desolada junto a su testa; mientras doña Littegarde, desvanecida y exánime, era levantada del estrado sobre el que se había derrumbado y conducida a prisión por dos esbirros. «¡Y ay de esa infame», prosiguió, «esa perdida, que, con la conciencia de la culpa en el seno, osa venir y armar el brazo del amigo más fiel y más noble para que libre por ella un juicio de Dios en lance desigual!» Y al decir esto levantó gimiendo del suelo al hijo amado, mientras las hijas lo despojaban de su coraza, e intentó contenerle la sangre que brotaba de su noble pecho. Mas por orden del emperador acudieron esbirros que también lo prendieron a él como reo caído bajo el peso de la ley; con la asistencia de algunos médicos lo colocaron sobre unas angarillas y lo llevaron a su vez, acompañado por una gran turba popular, a prisión, adonde sin embargo obtuvieron doña Helena y sus hijas licencia para poder seguirlo hasta su muerte, de la que nadie dudaba.

Bien pronto se vio empero que las heridas de micer Friedrich, aun afectando a zonas vitales y delicadas, por una singular providencia del cielo no eran mortales; antes bien, los médicos que se le habían asignado pudieron ya pocos días más tarde asegurar a la familia con certeza que saldría con vida, y es más, que gracias al vigor de su naturaleza se habría recuperado en breves semanas sin quedar tullido en parte alguna de su cuerpo. Tan pronto recobró el juicio que el dolor le robara durante largo tiempo dirigía invariablemente a su madre esta única pregunta: ¿qué era de doña Littegarde? No podía reprimir las lágrimas al imaginarla en la yerma soledad de la mazmorra, abandonada a la más espantosa desesperación, y exhortó a las hermanas, acariciándoles tiernamente la barbilla, a que la visitaran y la consolaran. Doña Helena, soliviantada por tales palabras, le rogó que olvidara a aquella vil indecente; opinó que el crimen al que hiciera alusión el conde Jacob ante tribunal y que más tarde saliera a la luz por el desenlace del combate singular podría ser perdonado, mas no la impudicia y el descaro de invocar, siendo consciente de tamaña culpa, el sagrado juicio de Dios cual una inocente, sin escrúpulos para con el más noble amigo, al que arrojaba con ello a la perdición. «Ay, madre mía», dijo el chambelán, «¿qué mortal, y aun si fuera el mayor sabio de todos los tiempos, osaría interpretar la enigmática sentencia que Dios ha pronunciado en estas ordalías?» «¿Cómo?», exclamó doña Helena: «¿Por ventura se te escapa el significado de esta divina sentencia? ¿Acaso no te infligió en la lid la espada de tu rival una derrota por desdicha bien clara e inequívoca?» —«¡Sea!», concedió micer Friedrich: «Por un instante sucumbí ante él.

Mas, ¿fui vencido por el conde? ¿Acaso no estoy vivo? ¿Y por ventura no florezco y me alzo de nuevo milagrosamente como bajo un hálito celestial para, quizá ya dentro de pocos días, armado con doble y triple energía retomar de nuevo el combate en el que fui estorbado por un azar insignificante?» —«¡Necio de ti!», exclamó la madre. «¿Ignoras por ventura que existe una ley según la cual un combate, una vez los jueces de campo lo declaran concluido, no puede ser reiniciado para dirimir la misma causa en la palestra del sagrado juicio de Dios?» —«¡Tanto da!», repuso el chambelán enojado. «¿Qué se me da a mí de tan arbitrarias leyes humanas? Un duelo que no ha proseguido hasta la muerte de uno de los dos contendientes, ¿puede acaso darse por concluido si se consideran las circunstancias de manera mínimamente razonable? Y caso que se me permitiera retomarlo, ¿no podría abrigar la esperanza de remediar el percance sufrido y alcanzar con la espada otra sentencia divina muy diferente de la que, de guisa tan poco perspicaz y corta de miras, se toma ahora por tal?» «Sea como fuere», repuso la madre pensativa, «esas leyes que pretendes ignorar son las que rigen y tienen vigencia; de modo comprensible o no, ejecutan el poder de los preceptos divinos y os entregan a ti y a ella, como una pareja de criminales execrandos, a la severidad del brazo secular.» —«Ay», exclamó micer Friedrich; «¡ello es justamente lo que me arroja, cuitado de mí, a la desesperación!

La vara de la justicia ya se ha roto sobre ella cual sobre una convicta; y yo, que pretendía probar su virtud e inocencia ante el mundo, soy quien ha arrojado tamaña miseria sobre ella: un funesto traspié en las correas de mis espuelas, mediante el cual quizá Dios, independientemente por completo de su causa, quiso castigarme por los pecados que moran en mi propio pecho, entrega sus florecientes miembros a las llamas y su memoria a eterno oprobio!». Con estas palabras asomó una lágrima de ardiente dolor viril a sus ojos; tomando su pañuelo se volvió hacia el muro, y doña Helena y sus hijas se arrodillaron embargadas de muda emoción junto a su lecho y, besando su mano, mezclaron sus lágrimas con las de él. Entretanto había entrado en su celda el torrero con alimento para él y su familia, y al preguntarle micer Friedrich cómo se encontraba doña Littegarde, escuchó de éste en frases deshilvanadas y cargadas de desprecio: que yacía sobre un puñado de paja y desde el día en que había sido recluida allí no había vuelto a pronunciar palabra alguna. Tal noticia sumió a micer Friedrich en la angustia más extrema; le encargó que tranquilizara a la dama diciéndole que, por una insondable voluntad del cielo, se iba restableciendo por completo y que le rogaba licencia para, cuando hubiera recuperado totalmente la salud y el alcaide del castillo lo permitiera, visitarla alguna vez en su prisión. Mas la respuesta que el torrero dijo haber obtenido de ella, tras sacudir repetidamente su brazo, pues yacía sobre la paja como una demente, sin oír ni ver, fue que no, que mientras continuara en este mundo no quería ver a persona alguna; es más, se supo que aquel mismo día, en un escrito de su puño y letra, había ordenado al alcaide que no permitiera a nadie, quienquiera que fuese, pero al chambelán Von Trota muchísimo menos, que acudiera a verla; de tal suerte que micer Friedrich, arrastrado por la vehemente zozobra a causa de su estado, un día en que sentía regresar sus fuerzas con especial viveza se puso en camino con licencia del alcaide y, en la certeza de obtener su perdón, se llegó a su celda sin anunciarse, en compañía de su madre y sus dos hermanas.

Mas cómo describir el espanto de la infeliz Littegarde cuando, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, ante el sonido procedente del portón se incorporó sobre la paja que le habían echado y, en lugar del torrero al que esperaba, vio entrar en su celda al chambelán, su noble y excelso amigo, del brazo de Bertha y Kunigunde, con algunas señales de los sufrimientos pasados, una estampa melancólica y conmovedora. «¡Fuera!», gritó con expresión desesperada mientras se arrojaba de espaldas sobre las mantas de su jergón y ocultaba el rostro con las manos: «Si es que en tu pecho arde una sola brasa de compasión, ¡fuera!» —«¿Qué oigo, mi adorada Littegarde?», repuso micer Friedrich. Apoyándose en la madre se llegó a su vera y con indecible emoción se inclinó para tomar su mano. «¡Fuera!», gritó ella trémula, retrocediendo varios pasos de hinojos sobre la paja: «¡Si no quieres que pierda el juicio, no me toques! Me horrorizas; imenos me espanta un fuego llameante que tú!» —«¿Yo te horrorizo?», repuso micer Friedrich herido. «¿De qué modo, mi noble Littegarde, ha merecido tu Friedrich semejante recibimiento?» —Según decía esto le acercó Kunigunde una silla, a una señal de la madre, y lo invitó, débil como estaba, a sentarse en ella. «¡Oh, Jesús!», exclamó aquélla, arrojándose ante él cuán larga era poseída del más espantoso pavor, el rostro enteramente en tierra: «¡Sal de esta mazmorra, amado mío, y abandóname! Abrazo tus rodillas con ardiente fervor, lavo tus pies con mis lágrimas, te suplico, humillada ante ti en el polvo como un gusano, tan sólo un gesto de compasión: ¡vete, mi señor y dueño, vete de mi celda, vete de aquí en este preciso instante y abandóname!» —Micer Friedrich continuaba en pie ante ella, conmocionado de parte a parte. «¿Tan desagradable te es mi presencia, Littegarde?», preguntó, mirándola gravemente desde lo alto. «¡Terrorífica, insoportable, aniquiladora!», respondió Littegarde presa de desesperación, apoyada sobre las manos y ocultando por completo su rostro entre las plantas de los pies de aquél. «¡El infierno, con todos sus horrores y espantos, me es más dulce y más gustoso de contemplar que la primavera de esa faz que tornas hacia mí con clemencia y amor!» —«¡Dios del cielo!», exclamó el chambelán; «¿qué he de pensar de tamaña contrición de tu alma? ¿Acaso, desdichada, hablaron verdad las ordalías y el crimen del que te acusara el conde ante el tribunal... eres culpable de él?» —«¡Culpable, convicta, reproba! ¡Maldita y condenada así en esta vida como en la eterna!», gritó Littegarde dándose golpes de pecho como una posesa: «Vete, que mis sentidos se desgarran y se quebrantan mis fuerzas.

¡Déjame sola con mi miseria y mi desesperación!» —Ante tales palabras se desvaneció micer Friedrich; y mientras Littegarde cubría su rostro con un velo y, cual en completa renuncia al mundo, se tendía de nuevo sobre su jergón, Bertha y Kunigunde se abalanzaron gimiendo sobre su hermano exánime para devolverlo a la vida. «¡Oh, maldita seas!», exclamó doña Helena al abrir de nuevo los ojos el chambelán: «¡Sentenciada a eternos remordimientos a este lado de la tumba y más allá de ella a la condenación eterna: no por la culpa que ahora confiesas, sino por ser tan inmisericorde e inhumana de no haberla reconocido antes de arrastrar contigo a mi hijo a la perdición! ¡Necia de mí!», prosiguió apartándose de ella cargada de desprecio, «¡si hubiera concedido crédito a las palabras que, poco antes de dar comienzo el juicio de Dios, me confiara el prior del monasterio de los agustinos de esta ciudad, con el cual se confesó el conde como piadosa preparación para la hora decisiva que lo aguardaba! ¡A él le juró por la Sagrada Hostia la veracidad de la declaración que había prestado con respecto a esta miserable; le especificó la puerta del jardín ante la cual, según lo acordado, ella lo había esperado y recibido al caer la noche, le describió la alcoba, una estancia aneja de la torre deshabitada del castillo en la que lo introdujo sin que se apercibiera la guardia, y el magnífico lecho, cómodamente acolchado bajo un dosel, sobre el cual yació con él en impúdica bacanal!

Un juramento prestado en hora tal no encierra engaño: y si yo, cegada de mí, hubiera enterado a mi hijo de ello, aun cuando hubiera sido en el instante en que se desencadenaba el combate singular: le habría abierto los ojos y él se hubiera apartado, trémulo, del abismo a cuyo borde se hallaba. —«¡Mas ven!», exclamó doña Helena abrazando suavemente a micer Friedrich y estampando un beso en su frente: «La indignación que la honra con palabras es un honor para ella; ¡que vea nuestras espaldas y desespere aniquilada por los reproches de que la dispensamos!» —«¡El miserable!», repuso Littegarde, incorporándose soliviantada por tales palabras. Apoyó su testa ¿¡olorosamente sobre sus rodillas, y derramando ardientes lágrimas sobre su pañuelo, dijo: «Recuerdo que mis hermanos y yo, tres días antes de aquella noche de San Remigio, estábamos en su castillo; había celebrado, según solía, una fiesta en mi honor, y mi padre, que gustaba de ver festejada mi floreciente juventud, me había movido a aceptar la invitación en compañía de mis hermanos. Ya a deshora, acabada la danza, al subir a mi dormitorio encuentro una nota sobre mi mesa que, escrita por mano desconocida y sin firma, contenía una declaración amorosa en toda regla. Coincidió que mis dos hermanos, por concertar nuestra partida que estaba fijada para el día siguiente, se encontraban presentes en mi cámara en ese momento; y no acostumbrando a tener ningún género de secretos para con ellos, poseída de mudo asombro les mostré el extraño hallazgo que acababa de realizar.

Ellos, como reconocieran en el acto la mano del conde, se encolerizaron sobremanera y el mayor pretendía llegarse en aquel preciso instante a los aposentos de aquél con la nota; mas el menor le hizo considerar cuán delicado sería semejante paso, ya que el conde había tenido la prudencia de no firmar la esquela; a lo cual ambos, profundamente humillados por tan insultante conducta, subieron conmigo a la carroza esa misma noche y, resueltos a no volver nunca a honrar el palacio con su presencia, regresaron al castillo de su padre. —«¡Esto es lo único», añadió, «que tuve jamás en común con ese indigno canalla!» —«¿Qué oigo?», dijo el chambelán volviendo hacia ella su rostro anegado en llanto: «¡Esas palabras me suenan a música celestial! ¡Repítemelas!», dijo tras una pausa, arrodillándose ante ella y uniendo sus manos: «¿No me has traicionado por aquel miserable, y estás limpia de la culpa que te ha imputado ante tribunal?» «¡Amado mío!», susurró Littegarde oprimiéndole la mano contra sus labios —«¿Lo estás?», exclamó el chambelán: «¿Lo estás?» —«Como el pecho de un niño recién nacido, como la conciencia de quien regresa de la confesión, como el cadáver de una monja fallecida en la sacristía al tomar el velo!» —«¡Oh Dios Todopoderoso!», exclamó micer Friedrich abrazando sus rodillas: «¡Gracias! ¡Tus palabras me devuelven la vida; la muerte ya no me espanta, y la eternidad, que hasta hace un instante se extendía ante mí como un mar de inconmensurable aflicción, se alza de nuevo como un imperio cuajado de mil soles resplandecientes!» —«Cuitado», dijo Littegarde apartándose de él: «¿cómo puedes prestar oídos a lo que te dice mi boca?» —«¿Por qué no?», preguntó encendido micer Friedrich. —«¡Loco! ¡Insensato!», gritó Littegarde; «¿acaso no me ha declarado culpable el juicio de Dios? ¿No perdiste por ventura ante el conde aquel funesto combate, y no ha impuesto él la veracidad de cuanto había declarado en mi contra ante tribunal?» —«¡Oh, mi amadísima Littegarde!», exclamó el chambelán: «¡Guarda tus sentidos de la desesperación! ¡Encúmbrate sobre el sentimiento que mora en tu pecho como sobre una roca: aférrate a ella y no pierdas pie, aun cuando por encima y por debajo de ti se hundieran cielo y tierra! ¡Creamos, de entre dos ideas que confunden los sentidos, la más comprensible y concebible, y antes de que tú te tengas por culpable, creamos mejor que, en el combate singular que libré por ti, fui yo quien venció! ¡Dios, Señor de mi vida!», prosiguió cubriéndose el rostro con las manos, «¡libra mi propia alma de la confusión! Tan cierto como que quiero salvarme, creo no haber sido vencido por la espada de mi rival, pues arrojado ya bajo el polvo de su planta he resucitado de nuevo a la vida. ¿Do está escrito que la suprema sabiduría divina haya de indicar y sentenciar la verdad en el instante de fe en que se la conjura? Oh Littegarde», concluyó oprimiendo la mano de ella entre las suyas: «en esta vida esperemos la muerte, y en la muerte la eternidad, y confiemos firme e incomoviblemente: ¡tu inocencia saldrá a la serena y resplandeciente luz del sol, y lo hará gracias al singular combate que yo libré por ti!» —Así decía cuando entró el alcaide; y como viera a doña Helena sentada llorando ante una mesa, recordó que tantas emociones podrían resultar perjudiciales para su hijo: de modo que a instancias de los suyos volvió micer Friedrich de nuevo a su prisión, no sin la certeza de haber prestado y obtenido algún consuelo.

Entretanto se había instruido ante el tribunal constituido por el emperador en Basilea la acusación contra micer Friedrich von Trota así como contra su amiga, doña Littegarde von Auerstein, por invocar pecaminosamente el juicio de Dios, y de acuerdo con la ley vigente habían sido condenados ambos a sufrir, en la misma plaza donde se librara el combate singular, muerte ignominiosa en la hoguera. Se envió una delegación de consejeros para anunciarlo a los cautivos, y se hubiera ejecutado la sentencia sin demora tan pronto se restableció el chambelán de no haber sido la secreta intención del emperador ver presente al conde Jacob Barba-rroja, contra el que no podía reprimir una suerte de desconfianza. Mas éste, de un modo en verdad extraño y sorprendente, yacía aún enfermo a causa de la pequeña herida, al parecer sin importancia alguna, que le había infligido micer Friedrich al iniciarse el combate; una putridez extrema de sus humores impedía, día tras día y semana tras semana, su curación, y todo el arte de los médicos que se fue llamando desde Suabia y Suiza no logró cerrarla.

Es más, un pus corrosivo, desconocido por completo para la medicina de la época, roía como un cáncer la mano alrededor en su totalidad hasta el hueso, de tal suerte que, para espanto de todos sus amigos, había sido menester amputarle toda la mano dañada y más tarde, como con ello no se hubiera puesto coto a la corrosión del pus, incluso el brazo. Mas tal remedio, ensalzado y tenido por cura radical, como se hubiera entendido hoy día fácilmente en lugar de ayudarle sólo enconó el mal; y los médicos, al irse descomponiendo a ojos vistas su cuerpo entero en purulencia y podredumbre, declararon que no tenía salvación posible y que moriría antes de finalizar aquella semana. En vano lo exhortó el prior del monasterio de los agustinos, quien creía ver traslucir la temible mano de Dios en tan inesperado cariz que habían tomado los acontecimientos, a confesar la verdad con respecto a la querella abierta entre él y la duquesa regente; el conde, estremecido de parte a parte, tomó una vez más el sagrado sacramento por testigo de la veracidad de su declaración, y dando toda muestra del más espantoso miedo por haber podido acusar calumniosamente a doña Littegarde, entregó su alma a la condenación eterna.

Y en verdad, pese a lo licencioso de su vida, se tenía doble motivo para creer en el fondo de probidad de tal aseveración: por una parte, porque el enfermo era de hecho en cierto modo piadoso, lo cual no parecía permitir un juramento falso en situación semejante, y por otro, porque de un interrogatorio al que se había sometido al torrero del castillo de los de Breda, al cual afirmaba haber sobornado a fin de acceder secretamente a la fortaleza, resultó en verdad que tal circunstancia era fundada y que el conde había estado realmente en el interior del castillo de Breda la noche de San Remigio. Como consecuencia no le restó prácticamente al prior más que creer en un engaño sufrido por el propio conde con una tercera persona desconocida para él; y no había alcanzado aún el fin de sus días el infeliz, quien ante la noticia de la milagrosa recuperación del chambelán llegara él mismo a tan espantosa ocurrencia cuando, para su desesperación, esta idea se vio confirmada de todo punto. Pues se ha de saber que el conde, antes de que su deseo se dirigiera hacia doña Littegarde, ya llevaba largo tiempo amancebado con Rosalie, la doncella de ésta; casi a cada visita que sus señores le rendían en su castillo acostumbraba él a llamar a esta muchacha, que era una criatura frivola e inmoral, a sus aposentos durante la noche. Mas como Littegarde, durante la última visita que realizó a su castillo con sus hermanos, recibiera de él aquella tierna carta en la que le declaraba su pasión, ello despertó la susceptibilidad y los celos de esta muchacha, a la que había descuidado ya desde hacía varias lunas; durante la partida de Littegarde, ocurrida inmediatamente después, a quien hubo de acompañar, hizo llegar de vuelta al conde una nota en nombre de ésta, en la cual le comunicaba que si bien la indignación de sus hermanos por el paso que había dado él no le permitía encuentro alguno de inmediato, le invitaba sin embargo a visitarla con tal objeto la noche de San Remigio en las estancias de su castillo paterno. Aquél, lleno de alegría por la fortuna de su empresa, envió en el acto una segunda carta a Littegarde en la que le anunciaba con certeza su llegada en la susodicha noche, y sólo le rogaba, para evitar todo error, que enviara a su encuentro un fiel guía que lo condujera hasta sus aposentos; y como la criada, diestra en toda suerte de intrigas, contara con un mensaje semejante, logró hacerse con dicho escrito y decirle en una segunda respuesta falsa que ella misma lo esperaría junto a la puerta del jardín. A continuación, la víspera de la noche convenida, con el pretexto de que su hermana se encontraba enferma y quería visitarla, solicitó de Littegarde un día de asueto para marchar al campo; habiéndolo obtenido, abandonó en efecto el castillo bien entrada la tarde con un hatillo de ropa bajo el brazo y a la vista de todos emprendió el camino en la dirección en que vivía aquella mujer.

Mas en lugar de llevar a cabo tal viaje, al caer la noche se llegó de nuevo al castillo pretextando que se aproximaba una tormenta y, a fin según dijo de no importunar a su señora siendo como era su intención emprender la marcha al siguiente día muy de mañana, se procuró un lecho en una de las estancias vacías del torreón del castillo, deshabitado y apenas frecuentado. El conde, que supo obtener del torrero el acceso al castillo mediante dinero, y a la hora de la medianoche, según lo acordado, fue recibido junto a la puerta del jardín por una persona cubierta por un velo, no sospechó, como fácilmente se comprende, nada en absoluto del engaño con el cual se le embaucaba; la muchacha imprimió fugazmente un beso en su boca y lo condujo, a través de varias escaleras y corredores de la desierta ala lateral, a una de las más espléndidas estancias del propio castillo, cuyas ventanas había cerrado cuidadosamente antes. Una vez aquí, tras aguzar el oído enigmáticamente hacia las puertas en todas direcciones sujetando su mano y haberle rogado silencio con voz susurrante so pretexto de que el dormitorio del hermano se hallaba muy cerca, se acostó junto a él sobre el lecho que se encontraba a un lado; el conde, engañado por su figura y silueta, nadaba en la confusión del placer de haber logrado semejante conquista a su edad; y cuando ella, con el primer resplandor del alba, lo dejó ir y como recuerdo de la noche pasada puso en su dedo un anillo que Littegarde recibiera de su esposo y el cual ella le había hurtado la víspera con tal fin, prometióle él que, tan pronto hubiera llegado a su hogar, correspondería a su vez al obsequio con otro que había recibido de su esposa fallecida el día de sus bodas.

Tres días más tarde cumplió en efecto su palabra y le envió secretamente al castillo dicha sortija, de la cual Rosalie fue de nuevo lo bastante hábil como para apoderarse; mas sin embargo, probablemente por temor a que tal aventura pudiera conducirlo demasiado lejos, no dio noticia alguna de sí y, con algún que otro pretexto, esquivó un segundo encuentro. Más adelante la muchacha, a causa de un robo cuya sospecha recaía sobre ella con bastante certeza, fue despedida y enviada de vuelta a casa de sus padres, que vivían a orillas del Rin, y como pasados nueve meses se hicieran visibles las consecuencias de su vida disipada, y la madre la interrogara con gran severidad, indicó al conde Jacob Barbarroja como el padre de su hijo, descubriendo toda la historia secreta con que lo había burlado. Felizmente, por miedo a ser tenida por ladrona, sólo había podido ofrecer muy tímidamente en venta el anillo que le fuera remitido por el conde, y asimismo, a causa de su gran valor, no había encontrado de hecho quien mostrara interés en adquirirlo: de tal suerte que no se podía dudar de la veracidad de su declaración y los padres, apoyándose en prueba tan obvia, acudieron ante los tribunales contra el conde Jacob a causa de la manutención del niño. Los jueces, que ya habían tenido noticia de la extraña causa que se instruía en Basilea, se apresuraron a poner en conocimiento del tribunal tal descubrimiento que era de vital importancia para su desenlace; y como precisamente un concejal se dirigiera a dicha ciudad por asuntos oficiales, le entregaron una carta con el testimonio judicial de la muchacha, a la cual adjuntaron el anillo, para el conde Jacob y para elucidación del terrible enigma que tenía en jaque a toda Suabia y Suiza.

Era precisamente la fecha fijada para la ejecución de micer Friedrich y Littegarde, la cual el emperador, ignorante de las dudas que habían surgido en el pecho del propio conde, no creía poder retrasar más, cuando en la habitación del enfermo, que se retorcía en su lecho atormentado por la desesperación, penetró el concejal con este escrito. «¡Ya basta!», gritó al leer la carta y recibir el anillo: «¡Hastiado estoy de ver la luz del sol! Conseguidme», se dirigió al prior, «unas angarillas y conducidme, mísero de mí, cuya energía se deshace en polvo, al lugar de ejecución: ¡no quiero morir sin haber realizado un acto de justicia!» El prior, hondamente impresionado por este suceso, mandó que, sin más demora, cuatro siervos lo levantaran y lo tendieran, según su deseo, sobre unas andas; y al tiempo que una inconmensurable muchedumbre, reunida por el tañido de las campanas en torno a la pira sobre la que ya estaban atados micer Friedrich y Littegarde, apareció allí junto con el desdichado, que sostenía un crucifijo en la mano. «¡Alto!», gritó el prior, mandando depositar las angarillas frente a la tribuna del emperador: «Antes de que prendáis fuego a esa pira, escuchad unas palabras que ha de revelaros la boca de este pecador!» —«¿Cómo?», exclamó el emperador, alzándose de su sitial lívido como un cadáver, ««¡acaso no se han pronunciado las sagradas ordalías sobre la justicia de su causa y, tras todo lo ocurrido, es por ventura lícito siquiera pensar que Littegarde sea inocente de la culpa que le ha imputado?» —Con tales palabras descendió conmocionado de la tribuna; y más de mil caballeros, a los cuales siguió el pueblo entero salvando bancos y palenques, se arremolinaron en torno al lecho del enfermo. «¡Inocente!», repuso éste, incorporándose cuanto pudo apoyado en el prior:

«¡Tal como determinó la sentencia del Altísimo aquel funesto día ante los ojos de todos los ciudadanos de Basilea aquí reunidos! Pues él, alcanzado por tres heridas a cada cual más mortal, florece como veis pletórico de energía y vitalidad; mientras que un golpe de su mano, que apenas pareció rozar la envoltura más externa de mi vida, ha tocado su mismo núcleo devorándolo horriblemente y sin coto, y ha derribado mi fuerza como el viento de la tempestad un roble. Mas, caso que algún incrédulo aún alimentara dudas, aquí están las pruebas: ¡Rosalie, su camarera, fue quien me recibió aquella noche de San Remigio, mientras que yo, triste de mí, ofuscados mis sentidos, creí tenerla en mis brazos a ella, que siempre había rechazado mis proposiciones con desprecio!» El emperador, ante tales palabras, quedó como petrificado.

Volviéndose hacia la pira envió a un caballero con la orden de ascender en persona a la escala y desatar tanto al chambelán como a la dama, que yacía desvanecida en los brazos de su madre, y conducirlos a su presencia. «Pues bien, ¡un ángel vela por cada uno de vuestros cabellos!», exclamó cuando Littegarde, con el brial entreabierto en el pecho y la cabellera suelta, se presentó ante él de la mano de micer Friedrich, su amigo, cuyas propias rodillas temblaban, impresionado por tan prodigiosa salvación, atravesando el círculo del pueblo que les abría paso lleno de reverencia y asombro. Besó la frente de ambos, arrodillados ante él; y después de pedir el armiño que lucía su esposa y colocarlo sobre los hombros de Littegarde, tomó su brazo a la vista de cuantos caballeros estaban allí congregados con la intención de conducirla personalmente a los aposentos de su palacio imperial. Mientras el chambelán, en lugar del sambenito que lo cubría, era tocado a su vez con sombrero de pluma y capa caballeresca, volvióse hacia el conde que se retorcía dolorosamente sobre las angarillas y, movido por un sentimiento de compasión, pues éste no se había prestado al combate singular en modo alguno criminal ni blasfemo, le preguntó al médico que permanecía a su lado: ¿si no había salvación para el desdichado?

—«¡En vano!», respondió Jacob Barbarroja, apoyándose en el regazo de su médico entre horribles estertores: «Y he merecido la muerte que sufro. Pues sabed, ahora que el brazo de la justicia terrena ya no me alcanzará, que yo soy el asesino de mi hermano, el noble conde Wilhelm von Breysach: el canalla que lo abatió con la flecha de mi armería fue comprado por mí seis semanas antes para perpetrar tal crimen que había de conseguirme la corona!» —Con este testimonio se desplomó sobre las andas y exhaló su negra alma. «¡Ah, el presagio de mi propio esposo, el duque!», exclamó la regente, que estaba en pie junto al emperador y había descendido asimismo de la tribuna, llegándose en pos de la emperatriz a la explanada del castillo: «¡Lo que me anunció aún en el postrer instante, con palabras entrecortadas, que yo sin embargo entonces sólo comprendí de modo incompleto!» — El emperador repuso indignado: «¡Mas el brazo de la justicia ha de alcanzar aún tu cadáver! Tomadlo», gritó volviéndose hacia los esbirros, «y de inmediato, condenado como está, entregadlo a los verdugos: ¡que para deshonra de su memoria arda sobre la pira en la que poco faltó para que sacrificásemos por su causa a dos inocentes!». Y con ello, mientras el cadáver del miserable, crepitando en llamas rojizas, era dispersado en todas direcciones por el aliento del cierzo, condujo a doña Littegarde, con sus caballeros en pos, al palacio. Le concedió de nuevo por decreto imperial toda la herencia paterna de la cual ya habían tomado posesión los hermanos en su innoble codicia; y apenas tres semanas más tarde se celebraron en el castillo de Breysach las bodas de los dos excelsos novios, con motivo de las cuales la duquesa regente, muy satisfecha con el cariz que habían tomado los acontecimientos, obsequió a Littegarde como regalo de bodas con una gran parte de las propiedades del conde que correspondían a la ley. El emperador por su parte otorgó a micer Friedrich, tras los desposorios, un toisón honorífico que colocó en torno a su cuello; y, tras concluir sus asuntos en Suiza, apenas estuvo de regreso en Worms mandó añadir en los estatutos del sagrado y divino combate singular, allí do se prevé que a través suyo la culpa ha de quedar descubierta en el acto, estas palabras: "Si es la voluntad de Dios".


El duque de Portland. Auguste Villiers L'Isle-Adam (1838-1889)

Al señor Henry La Luberne.

Gentlemen, you are welcome to Elsinore.
Shakespeare, Hamlet.

Espérame allí: no tengas duda de que me
reuniré contigo en ese profundo valle.
Obispo Hall.


En estos últimos años, a su vuelta de levante, Ricardo, duque de Portland, el joven lord célebre antaño en toda Inglaterra por sus fiestas nocturnas, sus victoriosos purasangre, su ciencia de boxeador, sus cacerías de zorros, sus castillos, su fabulosa fortuna, sus viajes de aventuras y sus amores, no se había dejado ver. Una sola vez, al oscurecer, se había visto su secular carroza dorada atravesando Hyde-Park con las cortinillas cerradas, a plena carrera y rodeada de jinetes portando antorchas.

Después ―reclusión tan brusca como extraña―, el Duque se había retirado a su casa solariega, haciéndose habitante solitario de aquel macizo castillo construido en viejas edades, en medio de sombríos jardines y campos con árboles, y situado en el cabo de Portland. Por toda vecindad, un rojo fulgor que iluminaba día y noche, a través de la bruma, los pesados barcos que cabeceaban a lo lejos, cruzando sus penachos de humo en el horizonte. Una especie de sendero en pendiente hacia el mar, una sinuosa galería excavada en las rocas y bordeada de pinos salvajes, que abre sus pesadas verjas doradas sobre la misma arena de la playa, sumergida a las horas de la marea alta. Bajo el reinado de Enrique VI se forjaron leyendas de este castillo fortaleza, cuyo interior resplandecía de riquezas feudales.

En la plataforma que une las siete torres veían aún, esculpidos en piedra, entre las almenas, un grupo de arqueros y algunos caballeros del tiempo de las Cruzadas; todos en actitudes de combate. En la noche, estas estatuas ―cuyas figuras aparecen ahora borradas por las lluvias tempestuosas y los hielos de varios centenares de inviernos y las expresiones de sus rostros muchas veces cambiadas por los retoques del rayo―, ofrecen un vago aspecto que se presta a las más supersticiosas visiones. Y cuando, levantadas en masas multiformes por una tempestad, se estrellan las olas, en la oscuridad, contra el promontorio de Portland, a la imaginación del paseante perdido ―ayudada por la iluminación de la luna entre las sombras graníticas―, se puede presentar, frente al castillo, algún antiguo asalto sostenido por una heroica guarnición de soldados fantasmas contra una legión de malos espíritus.

¿Qué significaba este aislamiento del despreocupado señor inglés? ¿Padecía alguna crisis? ¡Un corazón tan naturalmente alegre!... ¡Imposible! ¿Alguna mística influencia sufrida en su viaje por Oriente? Quizás. En la Corte se inquietaban por esta desaparición. Un mensaje de Westminster, de la propia Reina, había sido dirigido al lord invisible. Acodada cerca de un candelabro, la reina Victoria estaba atareada aquella tarde de audiencia extraordinaria. A su lado, sentada en un taburete de marfil, una joven lectora, miss Elena H.

Llegó la respuesta, sellada en negro, de lord Portland. La muchacha, habiendo abierto el pliego ducal, recorrió con sus ojos azules ―sonrientes pedazos de cielo― las pocas líneas que contenía. Bruscamente, sin una palabra, con los ojos cerrados, la presentó a Su Majestad. También la Reina leyó en silencio. A las primeras palabras, su rostro, generalmente impasible, pareció ensombrecerse con extraña tristeza. Incluso se estremeció. Después, en silencio, aproximó el papel a las bujías encendidas. Inmediatamente dejó caer sobre las losas la carta que se consumía.
―Milords ―dijo a los pares, agrupados a escasa distancia―, no volverán a ver a nuestro querido duque de Portland. Ya no acudirá más al Parlamento. Lo dispensaremos de ello mediante un privilegio. Su secreto debe ser respetado. No se preocupen más por él y que ninguno de sus huéspedes intente jamás dirigirle la palabra.

Después, despidiendo con un gesto al viejo correo del castillo:

―Le dirás al duque de Portland lo que acabas de ver y de oír ―agregó lanzando una mirada a las cenizas negras de la carta.

Tras estas palabras misteriosas, la Reina se había levantado para retirarse a sus habitaciones. Sin embargo, al ver a su lectora que se había quedado inmóvil y como dormida, con la mejilla apoyada en su brazo joven y blanco, sobre el muaré purpúreo de la mesa, la Reina, sorprendida aún, murmuró dulcemente:

―¿Me sigues, Elena?

Como la muchacha persistiera en su actitud, todos los presentes corrieron hacia ella. Sin que palidez alguna revelara su emoción ―¿cómo iba a palidecer una flor de lis? ―, se había desvanecido.

Un año después de las palabras pronunciadas por Su Majestad ―durante una tormentosa noche de otoño― los navíos que pasaban a algunas leguas del cabo Portland vieron el castillo iluminado. ¡Oh, no era la primera de las fiestas nocturnas ofrecidas a comienzos de cada estación del año por el lord ausente! Y daban que hablar, pues su sombría excentricidad alcanzaban lo fantástico y el Duque no asistía jamás a ellas. No era en las habitaciones del castillo donde se daban las fiestas. Nadie había vuelto a entrar allí; el mismo lord Ricardo, que habitaba un solitario un torreón, parecía haberlas olvidado. Desde su vuelta, había mandado cubrir, con inmensos espejos de Venecia, los muros y las bóvedas de los vastos subterráneos de su mansión. El suelo estaba ahora enlosado de mármoles y de brillantes mosaicos. Cortinas de trama vertical, entreabiertas por franjas de cadeneta, separaban una serie de salas maravillosas, donde bajo magníficas balaustradas de oro iluminadas, aparecía un conjunto de muebles orientales con arabescos preciosos, en medio de vegetaciones tropicales fuentes de agua perfumada sobre pórfido y hermosas estatuas.

Allí, con la amable invitación del castellano de Portland, que "lamentaba estar siempre ausente", se reunía una multitud elegante, lo más escogido de la joven aristocracia inglesa, los más seductores artistas y las más bellas despreocupadas de la gentry. Lord Ricardo estaba representado por uno de sus amigos de antes. Y comenzaba entonces una noche principescamente libre. Sólo, en el sitio de honor del festín, el sillón del joven lord quedaba vacío, y el escudo ducal del respaldo siempre aparecía velado por un amplio crespón de duelo. Las miradas, muy pronto encendidas por la embriaguez, se volvían gustosamente a presencias más encantadoras.

¡Así, a medianoche, se ahogaban bajo tierra, en Portland, en maravillosas salas, entre aromas de flores exóticas, las risas, el tintineo de las copas, las canciones ebrias y la música! Pero si a aquella hora se hubiera levantado de la mesa alguno de los convidados y, para respirar el aire del mar, se hubiese aventurado al exterior, en la oscuridad, por la playa, entre las ráfagas de desolados vientos, quizás hubiera percibido un espectáculo capaz de turbar su humor optimista, al menos para el resto de la noche. En efecto, frecuentemente y a aquella misma hora, por las vueltas del sendero que conducía hacia el mar, un caballero envuelto en amplia capa, cubierto el rostro por una máscara de seda negra a la que estaba adaptada una capucha circular que ocultaba toda la cabeza, se encaminaba, la lumbre de un cigarro en la mano enguantada, hacia la playa. Como en fantasmagoría de gusto anticuado, le precedían dos servidores de cabellos blancos; a algunos pasos, le seguían otros dos con humeantes antorchas rojizas. Delante de ellos caminaba un niño, también con librea de duelo, y este paje agitaba una vez por minuto el corto batir de una campana, para advertir a lo lejos que se apartaran del camino del paseante. Y el aspecto de este pequeño grupo producía una impresión tan glacial como si fuera el cortejo de un condenado.

Se abría ante ese hombre la verja de la ribera; la escolta lo dejaba solo y avanzaba entonces hacia el borde del agua. Allí, como perdido en una pensativa desesperación, embriagándose en la desolación del espacio, permanecía taciturno, semejante a los espectros de piedra de la plataforma, bajo el viento, la lluvia y los relámpagos, ante el mugir del océano. Tras una hora de meditación, el tétrico personaje, acompañado siempre de las antorchas y precedido del sonar de la campana, volvía por el sendero hacia la torre. Y, frecuentemente, vacilando, se agarraba a las asperezas de las rocas. La mañana que había precedido a esta fiesta, la joven lectora de la Reina, siempre en gran duelo desde el primer mensaje, rezaba en el oratorio de Su Majestad cuando le fue entregado un billete escrito por uno de los secretarios del Duque.

Sólo contenía estas dos palabras, que leyó con un estremecimiento: "Esta noche". Esta fue la de su arribada a Portland en una de las embarcaciones reales. Una forma juvenil y femenina, con sombrío manto, descendió sola. La visión, tras de orientarse por la playa nocturna, se apresuró corriendo hacia las antorchas, hasta el sonido de campana que traía el viento. En la arena, apoyado en una piedra y agitado a cada momento por un temblor mortal, el hombre de la máscara misteriosa estaba tendido sobre su capa.

―¡Desgraciado! ―exclamó en un sollozo, y ocultando el rostro con las manos, la joven aparición, cuando llegó a su lado.
―¡Adiós! ―respondió él.

Se escuchaban a lo lejos canciones y risas, procedentes de los subterráneos de la mansión feudal, cuya iluminación se reflejaba ondulada en el agua.

―Eres libre ―agregó él, dejando caer su cabeza en la piedra.
―¡Y tú estás liberado! ―respondió la blanca aparición, elevando una pequeña cruz de oro hacia los cielos plenos de estrellas, ante la mirada del hombre silencioso.

Después de un gran silencio, y como ella permaneciera así ante él, inmóvil, con los ojos cerrados:

―¡Hasta luego, Elena! ―murmuró. Cuando, tras una hora de espera, se aproximaron los servidores, vieron a la muchacha de rodillas sobre la arena y rezando, cerca de su dueño.
―El duque de Portland ha muerto ―les dijo.

Y, apoyándose en el hombro de uno de los viejos, volvió a la embarcación que la había traído. Tres días después se leía esta noticia en el Diario de la Corte: "Miss Elena H..., la prometida del duque de Portland, convertida a la religión ortodoxa, ha tomado ayer el hábito de las Carmelitas de L..." ¿Cuál era el secreto por el cual el potente lord acababa de morir? Un día, en sus lejanos viajes por Oriente, habiéndose alejado de su caravana por los alrededores de Antioquía, el joven Duque, charlando con los guías del país, oyó hablar de un mendigo ante el cual todo el mundo se alejaba con horror y que vivía solo, en medio de unas ruinas.

Se le ocurrió la idea de visitar a este hombre, pues nadie escapa a su destino. Ahora bien; ese Lázaro fúnebre era el último depositario de la gran lepra, de la lepra seca y sin remedio, del mal inexorable del cual sólo Dios podía resucitar. Solo, pues, Portland, a pesar de los ruegos de sus aterrados guías, se atrevió a desafiar el contagio en la especie de caverna donde respiraba aquel paria de la Humanidad. Y allí, por una fanfarronada de gran gentilhombre, intrépido hasta la locura, dándole un puñado de oro a ese agonizante miserable, el pálido señor le había dado la mano. En el mismo instante pasó una nube por sus ojos. Al oscurecer, sintiéndose perdido, abandonó la ciudad y las tierras del interior, para ganar el mar e intentar una curación en su castillo o morir en él. Pero, ante los terribles progresos que se declararon durante la travesía, el Duque comprendió que no podía conservar otra esperanza que la de una rápida muerte.

¡Todo había terminado! ¡Adiós, juventud, brillo de un nombre ilustre, prometida amada, posteridad de la raza! ¡Adiós, fuerzas, alegrías, fortuna incalculable, belleza, porvenir! Todas las esperanzas se habían sepultado en el hueco de aquella mano terrible.

El lord había heredado del mendigo. Un segundo de arrogancia ―un momento demasiado noble, más bien― había arrebatado esta existencia luminosa y llevado al secreto de una muerte desesperada...

Así pereció el duque Ricardo de Portland, el último leproso del mundo.


El doctor misántropo. Jan Neruda (1834-1891)

Este apodo no se lo endosaron hasta luego de que ocurriera un hecho; pero fue un hecho tan extraño que incluso apareció en los diarios. Su apellido era Heribert y su primer nombre era muy común, pero no me lo acuerdo. El señor Heribert era médico; por cierto que era de veras doctor en medicina diplomado, pero no atendía a nadie. Incluso él hubiera tenido que reconocer que desde la época en que andaba por los sanatorios no le había caído un solo paciente. Quizá lo hubiera reconocido abiertamente si hubiera conversado con alguien. Pero el doctor era un sujeto muy extraño.

El doctor Heribert era el hijo del doctor Heribert, que en sus tiempos había sido un prestigioso médico de la Malá Strana. Su madre falleció aún joven, y el padre poco después de llegar el muchacho a la adultez, legándole una pequeña casa de dos plantas en Oujezd y tal vez ciertos dinerillos, aunque no gran cosa. Allí vivió el doctor Heribert. En la planta baja había dos negocios pequeños y arriba un cuarto que daba a la calle, el importe de cuyo alquiler le facilitó una pequeña entrada mensual. También él vivía arriba, en un cuarto interno al cual se tenía acceso desde el patio por una escalera de madera descubierta. No sé con que comparar ese cuarto, pero inmediatamente revelaba la parquedad con que vivía el doctor. En uno de los locales de planta baja se había instalado un verdulero, y su mujer hacía la limpieza al doctor. El hijo de ésta, Josecito, era muy compinche mío, pero nuestra camara¬dería acabó hace mucho, porque Josecito consiguió trabajo como cochero del arzobispo y entonces se volvió muy vanidoso. Pero es gracias a él que me enteré de que el doctor Heribert se preparaba el desayuno él mismo, que almorzaba generalmente en alguna fonda barata en el barrio Staré Mesto y que cenaba cualquier cosa.

El doctor Heribert habría podido disponer de muchos pacientes en la Malá Strana de haberlo deseado así. Al fallecer su padre, los pacientes se pusieron en sus manos, pero él no quiso revisar ni ir a ver a ninguno, rico o pobre. La fe en él desapareció en seguida, la gente del barrio empezó a verlo como un "estudiante crónico" y después llegaron a esbozar sonrisas si se mencionaba al "doctor Heribert". "¡Qué doctor! ¡Yo no le encomendaría ni al gato!" El hecho no hizo mayormente mella en el doctor Heribert; por como actuaba, parecía que no le importaba la gente. No saludaba a ninguno, y si lo saludaban a él, entonces no contestaba: Cuando caminaba por la calle parecía que el viento arrastrara una hoja seca. Era considerablemente bajo -de acuerdo con el nuevo sistema de medidas, no tenía más de un metro cincuenta– y conducía su cuerpito magro por la calle de forma de quedar separado por lo menos medio metro de los demás. Sus ojos celestes ostentaban siempre una expresión hosca de perro castigado. El rostro se ocultaba tras una barba marrón clara; un rostro demasiado peludo, inconveniente en opinión de todo el mundo. Durante el invierno, cuando se cubría con su ancho gabán gris, la minúscula cabeza tapada con un gorro de tela quedaba escondida en la solapa de astracán ordinario; en verano, ocasión en que usaba un liviano traje a cuadros u otro de hilo, aun más liviano, esa cabeza daba la impresión de bambolearse sobre una débil ramita. En la época de estío salía a la mañana muy temprano, a eso de las cuatro, para dirigirse a los parques próximos a las murallas del castillo, y se instalaba en el mejor banco con un libro. En varias ocasiones algún habitante de la Malá Strana se ubicó junto a él e inició una charla. En esos casos el doctor Heribert se incorporaba, cerraba su libro bruscamente y se mandaba a mudar sin decir nada. En adelante no se metieron más con él. El asunto fue tan serio que, pese a no tener más de cuarenta años, las niñas casaderas de la Malá Strana no le prestaron atención.

Pero de repente pasó una cosa de la que, como ya mencioné más adelante, hasta los diarios se ocuparon. Es de eso que quiero decir unas palabras.
Era un hermoso día del mes de junio, uno de esos días en que se siente como si todo riera: la cúpula del cielo, la tierra, las caras de las personas. Ese día, ya entrada la tarde, pasó por Oujezd hacia la puerta del barrio un cortejo fúnebre de notable boato. Era el sepelio del señor Schepeler, Consejero del Tribunal de Cuentas, y –que el Señor tenga piedad de mí–, incluso parecía que esa comitiva mortuoria irradiaba una sonrisa de contento. Por supuesto que no se podía apreciar el rostro del finado, ya que no tenemos la usanza de algunos países meridionales que entierran a los difuntos en ataúdes abiertos para que el sol los entibie por vez postrera antes de descender a la sepultura. El hecho es que sin dejar de lado cierta circunspección exigida por las circunstancias, no se podía desmentir la alegría general. Ese magnífico día se les había metido a todos adentro, por así decir. Y eso les hacía saborear la vida.

Quizá los más felices fueran los empleados de varias oficinas públicas que cargaban el catafalco. No se hubieran resignado a no hacerlo. Habían estado dos días correteando por las oficinas, pero ahora desfilaban felices con medido paso bajo aquel bulto, íntimamente convencidos de que todos los estaban contemplando mientras decían: "Allí van los aspirantes al Tribunal de Cuentas". Quien asimismo se veía feliz era el doctor Link, hombre de elevada estatura, que había recibido de manos de la viuda veinte ducados en concepto de honorarios profesionales por los servicios prestados durante la dolencia de Schepeler, que apenas había durado una semana. No obstante, el doctor Link caminaba con la cabeza un tanto gacha, como reflexionando. También estaba contento el señor Ostrohradsky, fabricante de arneses de profesión y pariente más cercano del finado. En vida de su tío, lo había descuidado un tanto, pero se había enterado de que le había dejado en su testamento cinco mil florines y en el trayecto ya le había comentado unas cuantas veces al cervecero Kejrik: "¡No se puede negar, era una buena persona!" Iba atrás del catafalco y junto a él el regordete Kejrik, un tipo saludable que había sido el amigo más cercano del finado. Atrás de ellos iban los señores Kdojek, Musik y Homann, también consejeros del Tribunal de Cuentas pero de menor jerarquía que el difunto Schepeler. Estos iban también felices, a todas luces. Tengo que reconocer, apenado, que ni la señora Schepeler, que viajaba sola en el primer vehículo, podía rechazar el bienestar general; lo que ocurre es que su contento no tenía que ver con lo agradable del día. Esta buena dama era mujer, y para las mujeres el tercer día consecutivo de ser el centro de la atención de todos tiene un hechizo particular. Por otra parte las ropas de luto se avenían particularmente bien con su figura espigada y su rostro, usualmente un poco blanco, se veía especialmente bello en el cuadro del negro riguroso.

La única persona que lamentaba sinceramente el fallecimiento del señor Consejero y no podía evitar el pesar que le había producido esta desdicha era el cervecero Kejrik, hasta ese momento célibe y, como mencionamos, el amigo más grande y más fiel del finado. En la víspera, la joven viuda le había dicho claramente que aguardaba que él le retribuiría generosamente por guardar tanta... fidelidad en vida del esposo. Cuando Ostrohradsky le había dicho por vez primera que "¡sin duda el finado había sido una buena persona!", Kejrik le había replicado amargamente: "No, hombre. Si hubiera sido buena persona, habría vivido más". Después de lo cual no respondió más a Ostrohradsky.

El cortejo iba llegando ya a la enorme puerta. En esos tiempos la puerta aún no era tan grácil como en nuestros días: todavía consistía en dos largos pasadizos tenebrosos hechos bajo las pesadas murallas. Era un auténtico prefacio para las sepulturas que estaban del otro lado. El coche fúnebre se adelantó al cortejo, parándose ante la puerta. Se dieron vuelta los curas, los muchachos depositaron el ataúd cuidadosamente en el suelo y comenzaron las oraciones fúnebres. Luego los funebreros quitaron el fondo corredizo del coche y los muchachos alzaron el féretro para ponerlo sobre éste. ¡Fue entonces que ocurrió! Haya sido por una demasía en el esfuerzo hecho a uno de los lados o por falta de habilidad a ambos, la cuestión es que súbitamente se les soltó el féretro, golpeando en el piso con la punta más estrecha, a consecuencia de lo cual la cubierta cayó estrepitosamente. El cuerpo se mantuvo adentro del cajón, pero se flexionó un tanto a la altura de las rodillas y la mano derecha quedó suspendida afuera.

El horror se diseminó en la concurrencia. Se produjo inmediatamente un silencio tan hondo que se podía escuchar el tic-tac de los relojes en los bolsillos. Los ojos se fijaron en la faz inerte del finado Consejero. Y justamente junto al féretro irrumpió el doctor Heribert. Andaba circunstancialmente por el lugar, regresando de una caminata; había zigzagueado entre los asistentes unos momentos, se había tenido luego que detener al lado de los curas y ahora podía vérselo emergiendo de su gabancito gris justo al lado de la mortaja negra del difunto.

Fue cosa de un momento. Casi mecánicamente, Heribert tomó la mano del muerto, quizá para ponerla otra vez adentro del cajón; pero en vez de tornarla a su lugar, la sostuvo en su propia mano, agitó nerviosamente los dedos y clavó una mirada escudriñante en el rostro del finado. Luego estiró el brazo y alzó el párpado derecho.

–¡Qué es esto! –irrumpió Ostrohradsky, indignado–. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos a quedar aquí sin movernos?
Algunos muchachos estiraron los brazos para levantar otra vez el catafalco.
–¡Alto! –voceó Heribert, con una voz insospechadamente fuerte y vibrante–. ¡Ese hombre no ha muerto!
–¡Qué ridiculez! ¡Está chiflado! –dijo el doctor Link.
–¿Dónde hay un vigilante? –aulló Ostrohradsky.
En los rostros se apreciaba una fuerte zozobra. Únicamente el cervecero Kejrik se había llegado muy de prisa hasta el doctor Heribert.
–¿Qué tenemos que hacer? –le preguntó anhelante–. ¿Es cierto que no ha muerto?
–No. Pero tiene un ataque de catalepsia. Hay que trasportarlo rápidamente a una casa para intentar revivirlo.
–¡Es lo más absurdo que he oído! –contestó el doctor Link–. Si este hombre no murió...
–Pero, ¿éste quién es? –preguntó Ostrohradsky.
–Parece que es médico.
–¡Es el doctor misántropo! ¡Policía! –voceó el fabricante de arneses, recordando de golpe los cinco mil florines.
–¡El doctor misántropo! –repetían a coro los consejeros Kdojek y Muzik.

Pero ya Kejrik, el buen amigo del finado, estaba trasladando el féretro, auxiliado por algunos mozos, hasta un mesón de las proximidades. En la calle se armó una batahola tremenda. Se fue el coche mortuorio y se retiraron los demás vehículos. El consejero Kdojek dijo: "Es mejor que nos retiremos; ya sabremos qué pasó". Pero el caso es que ninguno sabía qué actitud tomar.

–¡Bueno! Por fin vino, señor comisario –dijo Ostrahradsky al comisario de la guardia del municipio que en ese instante arribaba–. Están pasando cosas muy raras: una farsa indebida, la profanación de un cadáver a la luz del sol y en presencia de media Praga...
Y fue tras el funcionario municipal hasta adentro del mesón. El doctor Link se hizo humo. Al cabo de unos instantes reaparecieron Ostrohradsky y el comisario.
–Por favor, váyanse –dijo éste al público que se apretujaba–. No se puede pasar. El doctor Heribert está muy seguro de revivir al Consejero.

La esposa del consejero quiso apearse de su coche, pero se desvaneció. En ocasiones, la alegría puede llegar a matar a la gente. Kejrik, muy apurado, fue hasta el carruaje, donde varias mujeres se afanaban junto a la dama desvanecida. "Llévenla con cuidado a la casa y se recobrará", les dijo. Y para sus adentros masculló "¡Buena está esta mujercita!". Se dio vuelta, trepó a otro coche y se encaminó a un lugar donde lo había enviado el doctor Heribert.

Los carruajes se fueron yendo de uno en uno y el público se apartó lentamente. No obstante, el lugar del hecho continuó siendo muy concurrido durante toda la jornada y hubo que colocar una guardia para controlar el orden ante el local al que habían trasladado al "finado". Circulaban entre la multitud las más raras versiones. Había quien ponía al doctor Link de vuelta y media y contaba acerca de él una serie de patrañas; otros se mofaban del doctor Heribert. Cada tanto hacía irrupción el señor Kejrik, arrebatado, haciendo algunos anuncios: "Estamos muy esperanzados. Hasta yo pude tomarle el pulso. ¡Este doctor es un portento!" Por fin gritó, como en trance: "¡Está respirando!", y se fue otra vez en el carruaje, que le estaba aguardando, a dar la buena noticia a la señora del Consejero.

Por último, a eso de las diez de la noche, sacaron del mesón una camilla tapada, flanqueada a un lado por el doctor Heribert y el señor Kejrik y al otro por el comisario.
No existió en toda la Malá Strana una sola bodega o mesón que no permaneciera repleta de público hasta pasada medianoche. El tema no era otro que la resurrección del consejero Schepeler y el doctor Heribert. Todos estaban aguadísimos.

–Ese hombre tiene más conocimientos que los libros de los latinos.
–Con sólo verlo, se nota de inmediato que es buen médico... Su padre era ya buen médico. ¡Muy buen médico! Y esas cosas se heredan.
–¿Y no quiere ejercer la profesión? Pero si podría tener tanta plata como un Consejero de Estado.
–Puede ser que tenga fortuna; ha de ser por eso.
–¿Por qué le dicen "doctor misántropo"?
–¿Misántropo? Jamás escuché tal cosa.
–Lo que es yo, ya lo oí un centenar de veces hoy.
Dos meses más tarde, el Consejero Schepeler estaba en sus funciones como antaño. "¡En el cielo, Dios; en la tierra el doctor Heribert!", decía siempre. Y otras veces: "Este Kejrik es una joya!"

En la ciudad entera se mentaba al doctor Heribert. Los diarios lo nombraron en todo el mundo. La Malá Strana estaba envanecida. Pasaron cosas raras. Barones, condes y príncipes quisieron al doctor Heribert como médico de cabecera. Incluso un rey de Italia le hizo una oferta nunca oída. Las personas cuya desaparición hubiera llenado de gozo a unos cuantos requerían insistentemente su atención. Pero el doctor Heribert no cedió. Se dijo incluso que la esposa del Consejero fue a llevarle una bolsita con ducados y que no la recibió. El doctor llegó a tirarle agua desde el balcón. Volvió a evidenciar que no le importaba la gente. Nunca devolvía los saludos que le hacían. Surcaba las calles como antes, y su pequeña testa traslúcida y seca oscilaba trémula como los pimpollos de amapola en su débil tallo. Jamás recibió ni fue a ver enfermos. Pero ya todos le decían "doctor misántropo", como si el apodo le hubiera llovido del cielo.

Hace ya más de diez años que no lo veo; no sé si todavía está vivo. Su pequeña casa en Oujezd no ha mostrado cambios hasta el momento. Un día de éstos voy a averiguar qué es de su vida.