martes, 24 de septiembre de 2024

El campo. Lord Dunsany (1878-1957)

Cuando se han visto caer en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez de las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.

El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyo rural, con sus guijarros de colores. Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso. De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colinas son los montes que fueron; esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendes soplaba aún su cuerno.

Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figuras de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni mansiones ni residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.

Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.

Creo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en numero y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos. Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto:

¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!

En aquel instante, un puente de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.

A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su eterna canción. Una pradera, llena de margaritas. Al través de ella, un arroyo corre bajo un bosque de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas. Allí acostumbraba a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.

Frecuentemente venia aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía. Pero la segunda vez pensé que algo ominoso se ocultaba. Abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.

No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo en Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.

Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.

Un año entero pasó antes de volver por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba. Mas en el momento en que avancé, mi antigua inquietud renació. Me parecía notar cómo si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.

Quise tranquilizarme razonando de que tal vez el ejercicio era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud. Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajó la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.

Conocía a un hombre que estaba informado de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.

Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.

Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos. Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan de prisa como la sangre. Y comprendí que seria un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.

Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.

Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza. Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.

Entonces le dije: ¿Qué clase de campo es éste?
Y él movió la cabeza con pesadumbre.
Es un campo de batalla, dijo.


El buitre. Franz Kafka (1883-1924)

El buitre me picoteaba los pies. Ya me había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos amenazadores alrededor y luego continuaba su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba al buitre.

-Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme; lo quise espantar y hasta proyecté torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies; ahora están casi hechos pedazos.
-No se debe atormentar – dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del asunto?
-Encantado –dijo el señor-, no tengo más que ir a casa a buscar mi fusil, ¿puede aguantar media hora más?
-No sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después agregué: - por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno –dijo el señor-, me apuraré.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado vagar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco más lejos, retrocedió para alcanzar el impulso óptimo, y, como un atleta que arroja la jabalina, encajó su pico en mi boca, profundamente.

Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba.


El campesino y los fantasmas. Henri Carnoy (1861-1930)

Un campesino regresaba una noche de vender su trigo en el gran mercado de Arras. Regresaba a pie porque le había dejado su caballo a su empleado que regresaría al día siguiente. Iba a llegar al pueblo cuando, al pasar cerca de un calvario situado en un cruce de caminos, se vio rodeado por miles de fantasmas vestidos con sus sudarios. Los aparecidos se tomaron de la mano y se pusieron a bailar alrededor del campesino quien, más muerto que vivo, se había sentado en la piedra de la base de la cruz. El hombre distinguió con terror los espectros de su padre, de su abuelo y de uno de sus hermanos —muertos todos aquel mismo año— en medio de la banda numerosa de aparecidos que bailaba a su alrededor. De repente, uno de los fantasmas se acercó al vivo y le pidió que lo condujera, junto con sus acompañantes, a la iglesia del pueblo y avisara al párroco para que aquella misma noche celebrara una misa por el descanso de sus almas.

—Todos los que estamos aquí —continuó el aparecido— somos aquellos por quienes no se ha celebrado la misa de difuntos que se les había prometido. Sin esa misa nos resulta imposible entrar en el cielo. Debemos esperar a que un vivo nos conduzca a la iglesia del pueblo para celebrar la misa y, aunque cada mes nos reunimos en esta encrucijada para encontrar a ese hombre, aún no hemos encontrado a ninguno que pueda hacernos ese favor. Tu padre te ha reconocido y nos ha dicho que tienes buen corazón. Apresúrate pues y llévanos a la iglesia.

Feliz de poder ayudar a todos aquellos difuntos y satisfecho al mismo tiempo por salir del aprieto tan fácilmente, el campesino se levantó, corrió hacia el presbiterio seguido por los fantasmas, que se separaron de él cerca de la iglesia para ir a ocupar su lugar en el coro. El párroco no se hizo de rogar y fue a oficiar con el campesino como ayudante. Los aparecidos se habían colocado en buen orden en la iglesia, los ancianos delante, los jóvenes a la derecha y las mujeres a la izquierda de la entrada. En el momento del Evangelio se levantaron todos produciendo un ruido de huesos golpeados, se santiguaron devotamente al comienzo y al final respondieron a coro un Amen tal que el párroco y el campesino no habían oído nunca otro semejante. La misa continuó y cuando el sacerdote y el agricultor se volvieron para decir Ite missa est, todo había desaparecido; los fantasmas se habían liberado de sus sufrimientos y habían ido a tomar posesión del cielo.


El buque fantasma. Oliver Onions (1873-1961)

Mientras Abel Keeling yacía en la cubierta del galeón —por donde tan sólo el propio peso de su cuerpo y su atezada mano extendida sobre los tablones le impedían rodar— su mirada se extraviaba, pero volvía siempre a la campana suspendida del pequeño campanario ornamental, a popa del palo mayor, y atascada por la peligrosa inclinación del barco. La campana era de bronce fundido, con realces casi obliterados que fueron antaño cabezas de querubines; pero el viento y la espuma salina del mar habían depositado en ella una gruesa capa de verdín, semejante a una hermosa y brillante capa de líquenes. Era ese color verde el que gustaba a Abel Keeling.

En efecto, en cualquier otro lugar del galeón donde descansaban sus ojos, sólo encontraban blancura, la blancura de la extrema edad. Había diversos grados en esa blancura: aquí cintilaba como gránulos de sal, allá simulaba un blanco grisáceo de creta, y más lejos la pátina amarillenta de la decadencia; pero en todas partes era la inmóvil e inquietante blancura de las cosas sin vida. Sus jarcias estaban blanqueadas como el heno seco; la mitad del cordaje conservaba su forma apenas con mayor firmeza que las cenizas de un hilo por el que acaba de pasar el fuego; sus maderos albeaban como descarnados huesos en la arena; y aun el incienso silvestre con que por falta de alquitrán lo habían calafateado al tocar puerto la última vez, estaba convertido en resina dura y descolorida que brillaba como el cuarzo en las desfondadas junturas de los tablones. El sol era todavía un broquel de plata, tan pálido detrás de la bruma inmóvil y blanca, que ni una sola jarcia, ni un madero proyectaban sombra; y únicamente la cara y las manos de Abel Keeling eran negras, carcomidas y carbonizadas por el inexorable resplandor. Era el Maria de la Torre, terriblemente escorado de estribor, tanto que su palo mayor hundía una de sus vergas de acero en el agua cristalina, y si hubiera conservado su palo de trinquete o algo más que el roto muñón de la mesana, habría volcado de través. Muchos días atrás habían desaparejado el palo mayor y pasado 1a vela por debajo de la quilla, en la esperanza de que cegara la vía de agua. Y así sucedió, en parte, mientras el galeón se deslizó sobre una banda; pero después, sin virar, empezó a deslizarse sobre la banda opuesta, los cabos se rompieron y el barco arrastró en pos de sí la vela, dejando una gran mancha en el mar de plata.

En efecto, el galeón se deslizaba de costado, casi imperceptiblemente, escorándose cada vez más. Escorándose como si lo atrajera una piedra imán. Y al principio, en verdad, Abel Keeling pensó que era una piedra imán la que tironeaba de sus hierros, arrastrándolo a través de la bruma gris que se extendía como un sudario sobre el agua y que ocultó en pocos instantes la mancha dejada por la vela. Pero después comprendió que no era eso. El movimiento se debía —seguramente— a la corriente de aquel estrecho de tres millas de extensión. Tendido contra el carro de un cañón, a punto de rodar por la cubierta, volvió a imaginar aquella piedra imán. Pronto sucedería nuevamente lo que había sucedido durante los últimos cinco días. Oiría los chillidos de los monos y el parloteo de las cotorras, la alfombra de malezas verdes y amarillas avanzaría sobre el María de la Torre a través del mar de mercurio, una vez más se elevaría la pared de rocas, y los hombres correrían...

Pero no; esta vez los hombres no correrían para soltar las defensas: No quedaba ninguno para hacerlo, a menos que Bligh viviera aún. Quizá vivía. Poco antes del súbito anochecer del día anterior había bajado hasta la mitad de la escalera real, después había caído, permaneciendo un minuto inmóvil (muerto, supuso Abel Keeling, observándolo desde el lugar que ocupaba junto a la cureña del cañón). Pero luego se levantó otra vez y se encaminó tambaleando en dirección al castillo de proa. Tambaleando y agitando sus largos brazos. Desde entonces Abel Keeling no lo había visto. Seguramente había muerto en el castillo de proa durante la noche. Si no estuviera muerto, habría vuelto a popa en busca de agua...

Al acordarse del agua, Abel Keeling levantó la cabeza. Las delgadas fibras de músculos que rodeaban su boca extenuada se contrajeron. Apretó levemente contra la cubierta la mano ennegrecida por el sol como si quisiera comprobar el grado de inclinación de aquélla y lo estable de su propio equilibrio. El palo mayor estaba a unas siete u ocho yardas de distancia... Encogió una de sus piernas rígidas, y sentado corno estaba, empezó a bajar la pendiente con una serie de enviones de su cuerpo.

Su aparato para recoger agua estaba sujeto al palo mayor, cerca del campanario. Consistía en un lazo de cuerda más bajo de un lado que del otro (pero eso era antes de que el mástil se hubiera inclinado tanto en relación con el cenit) y ensebado en su extremo inferior. Las nieblas duraban más en aquel estrecho que en alta mar, y el lazo servía para recoger el rocío que se condensaba en los mástiles. Las gotas caían en un pucherito de barro colocado en la cubierta.

Abel Keeling tomó el cacharro y miró en su interior. Estaba lleno hasta un tercio de agua dulce. Perfecto. Si Bligh, el contramaestre, había muerto, Abel Keeling, capitán del María de la Torre, tendría más agua. Hundió dos dedos en el cacharro y se los llevó a la boca. Repitió varias veces la operación. No se atrevía a acercar el recipiente a los labios negros y llagados, recordando con espanto la agonía de dolor que lo asaltaba días atrás cuando, tentado por el demonio, vació de un trago, por la mañana, el contenido del cacharro y debió pasar el resto del día sin agua... Humedeció una vez más sus dedos y los chupó; después permaneció tendido contra el mástil, mirando ociosamente cómo caían las gotas de agua.

Era extraño cómo se formaban las gotas. Crecían lentamente en el borde del lazo ensebado, temblaban un instante en su plenitud, caían, y el proceso recomenzaba en seguida. Abel Keeling se entretenía mirándolas. ¿Por qué —se preguntó— tenían todas el mismo tamaño? ¿A qué causa, a qué compulsión obedecían para no variar nunca? ¿Qué frágil tenuidad mantenía intactos los diminutos glóbulos? Recordó que la goma aromática del incienso silvestre con que habían calafateado el barco pendía de los cubos en grandes goterones perezosos, obedeciendo a una ley diferente; el aceite también era distinto, y los zumos de las frutas y los bálsamos. Sólo el mercurio (quizá el mar pesado e inmóvil le trajo a la memoria el mercurio) no parecía obedecer a ley alguna... ¿Por qué? Bligh, desde luego, lo habría explicado a su modo: era la Mano de Dios. Eso era suficiente para Bligh, que la tarde anterior se había ido a proa, y a quien Abel Keeling recordaba ahora, vagamente y a la distancia, como un fanático de voz profunda que entonaba sus himnos mientras lanzaba, uno a uno, los cadáveres de la tripulación a las honduras del mar. Bligh era de esa clase de hombres: aceptaba las cosas sin discusión; se contentaba con tomar las cosas como venían y con tener preparadas las defensas de cabos de acero cuando la pared rocosa surgía de la bruma opalescente. Bligh, como las gotas de agua, tenía su Ley, que regía para él y para nadie más...

De algún cabo podrido descendió flotando una partícula de suciedad que entró en el cacharro. Abel Keeling, apático, la vio moverse hacia la pared del recipiente. Cuando hundió en él los dedos, el agua formó un pequeño remolino, arrastrando la brizna consigo. Después el agua se aquietó, y una vez más aquella partícula se dirigió hacia la pared de la vasija y se adhirió a ella, como si ésta la atrajera. Exactamente del mismo modo, el galeón se deslizaba hacia la pared rocosa, hacia las malezas verdes y amarillas, los monos y las cotorras. Llevado nuevamente al centro del canal (mientras hubo hombres para realizar la maniobra) no tardó en deslizarse hacia la pared apuesta. La misma fuerza atraía a la brizna en el cacharro y al barco en el mar estático. Era la Mano de Dios, según Bligh...

Abel Keeling, cuya mente observaba a veces las cosas más pequeñas, y otras se hundía en el embotamiento, no oyó al principio la voz temblorosa que se alzaba en el castillo de proa; una voz que se acercaba y a la que parecía prestar acompañamiento el rumor del agua.

Oh Tú, que a Jonás en el pez
tres días preservaste del dolor
que fue un presagio de tu muerte
y resucitando nuevamente...
Era Bligh, que cantaba uno de sus himnos:
Oh Tú, que a Noé salvaste de las aguas,
Y a Abraham un día y otro día
cuando atravesaba Egipto
señalaste el camino...

La voz calló, dejando incompleta la piadosa frase. Bligh, de todas maneras, estaba vivo... Abel Keeling prosiguió sus vagas meditaciones. Sí, la Ley de la vida de Bligh era llamar a las cosas la Mano de Dios; pero la Ley de Abel Keeling era diferente; ni mejor ni peor, sino diferente. La Mano de Dios, que atraía las briznas y los galeones, debía obrar mediante otro sistema; y los ojos de Abel Keeling se clavaron una vez más, desganados, en el cacharro, como si el sistema estuviera allí. Después extravió el sentido, y cuando lo recobró había perdido todo contacto con sus anteriores ideas. El remo, por supuesto, ésa era la solución. Con él, los hombres podían reírse de las calmas chichas. Ahora sólo lo usaban las pinazas y las galeras, aunque había tenido sus ventajas. Pero los remos (que es como decir un sistema, porque si uno quiere, puede sostener que la Mano de Dios empuña el timón, así como el Soplo de Dios llena la vela); los remos eran anticuados, pertenecían al pasado, y usarlos equivalía a abandonar todo lo que era bueno y nuevo, volver a la época en que el espolón de proa era el arma más poderosa de los barcos, cuando éstos pasaban un día o dos en el mar antes de volver a puerto en busca de provisiones. Remos... no. Abel Keeling era de los hombres nuevos, los hombres que juraban en nombre de las andanadas de sacres y aculebrines, acostumbrados a pasarse semanas y meses sin avistar tierra. Quizá algún día el ingenio de hombres como él inventaría un barco impulsado no por remos (porque los remos no podían penetrar en los mares remotos del mundo) ni tampoco por velas (porque los hombres que confiaban en las velas sé encontraban de pronto en un estrecho de tres millas de anchura, sin un soplo de brisa, suspendidos entre las nubes y el agua, derivando hacia un muro rocoso), sino un barco... un barco...

A Noé y a sus hijos
habló Dios diciendo:
"Firmo un pacto gon vosotros
y con vuestra descendencia..."

Era Bligh nuevamente, que ambulaba por el combes. La mente de Abel Keeling volvió a quedar en blanco. Después, despacio, muy despacio, con la misma lentitud con que crecían las gotas en el lazo de cuerda, sus pensamientos tomaron forma nuevamente.

¿Una galeaza? No. La galeaza quería ser dos cosas a la vez y no era la una ni la otra. Este barco, que la mano del hombre construiría alguna vez para que la Mano de Dios lo guiase, absorbería y conservaría la fuerza del viento, almacenándola como almacenaba sus provisiones. Permanecería inmóvil cuando quisiera, cuando quisiera avanzaría. Volvería contra sí misma la fuerza de la calma chicha y de la tormenta. Porque, naturalmente, su fuerza debía ser el viento, viento almacenado, una bolsa de los vientos, como en la fábula de los niños; un chorro de viento dirigido contra el agua, a popa, impulsando el agua en un sentido y' el barco en otro, actuando por reacción.

Tendría una cámara de viento, donde éste sería introducido por medio de bombas. Para Bligh sería también la Mano de Dios esa fuerza impulsora del barco del futuro que Abel Keeling, tendido entre el palo mayor y la campana, volviendo de tanto en tanto los ojos desde los cenicientos tablones al vívido cardenillo verde de la campana, presentía vagamente...

El rostro de Bligh, curtido por el sol y devastado desde adentro por la fe que lo consumía, apareció en lo alto de la escalera del alcázar. Su voz palpitaba incontrolable:

Y ya no queda en la tierra
un lugar de refugio,
ni en el mar ni en el río
que fluye bajo tierra.

II.
Bligh cerraba los ojos, como contemplando su éxtasis interior. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y sus cejas subían y bajaban con expresión atormentada. Su ancha boca permaneció abierta cuando su himno fue bruscamente interrumpido: en algún lugar, en la trémula luminosidad de la niebla, el canto fue retomado desde su nota final: un bramido ventoso, ronco y lúgubre, alarmante y sostenido, creció y reverberó a través del estrecho. Bligh se estremeció. A tientas, como un ciego, se alejó de la escalera del alcázar, y Abel Keeling vio detrás de sí su figura escuálida, que parecía más alta por la inclinación de la cubierta. Y al extinguirse aquel sonido vasto y hueco, Bligh se echó a reír en su demencia.

—Señor, ¿la ancha boca de la tumba tiene lengua para alabarte? Ah, otra vez...

Nuevamente el cavernoso sonido dominó el aire, más potente y cercano. En seguida se oyó otro ruido, un pausado latir, latir, latir... Después volvió el silencio.

—El mismo Leviatán ha alzado su voz en alabanza —sollozó Bligh.

Abel Keeling no levantó la cabeza. Habíha vuelto el recuerdo (le aquel día en que, antes de que se alzaran sobre el estrecho las brumas del amanecer, vació de un trago el cacharro de agua que constituía su única ración hasta la noche. Durante esa agonía de sed habíha visto formas y escuchado sonidos con ojos y oídos que no eran los suyos, mortales, y aun en sus intermitencias de lucidez, cuando sabía que eran alucinaciones, esas formas y esos sonidos regresaban... Había oído las campanas dominicales en su casa de Kent, los gritos de los niños en sus juegos, las despreocupadas canciones de los hombres en su trabajo cotidiano, y la risa y los chismes de las mujeres cuando tendían la ropa blanca en el seto o distribuían el pan en grandes bandejas.

Esas voces habían tintineado en su cerebro interrumpidas de tanto en tanto por los quejidos de Bligh y de otros dos hombres que aún vivían entonces. Algunas de las voces que escuchara habían estado silenciosas en la tierra muchos años, pero Abel Keeling, torturado por la sed, las había oído con la misma claridad con que oía ahora ese gemido sordo y lúgubre y esa pulsación intermitente que llenaba el estrecho de alarma.

—¡Alabado sea! ¡Alabado sea! ¡Alabado sea ! —deliraba Bligh.

Después una campana pareció sonar en los oídos de Abel Keeling, y como si algo se hubiera zafado en el mecanismo de su cerebro, en su fantasía surgió otra imagen: la partida del María de la Torre, saludado por un bullicio de campanas, de estridentes gaitas, de valerosas trompetas. Entonces no era un galeón blanco de lepra. La bruñida voluta de su proa centelleaba; el dorado de la campana, de los corredores de popa, de las cinceladas linternas relucía al sol; y sus. cofas y el pabellón de guerra en el combés estaban ornados de pintados escudos y emblemas. Llevaba cosidos a las velas vistosos leones rampantes de seda escarlata, y de la verga mayor, ahora sumergida en el agua, colgaba el pendón de dos colas, con la Virgen y el Niño bordados...

De pronto le pareció oír una voz cercana que decía:

"Y medio... siete... siete y medio..." y en un centelleo la
imagen de su cerebro cambió. Ahora estaba de nuevo en su
casa, enseñando a su hijo, el joven Abel, a lanzar la sonda
desde el esquife en que se habían alejado del puerto.

—Siete y medio... —parecía gritar el muchacho.

Las labios ennegrecidos de Abel Keeling murmuraron:

—¡Muy buen tiro, Abel! Muy buen tiro.
—Y medio... siete... siete y medio... siete... siete.
—Ah —murmuró Abel Keeling—, ese tiro no fue tan bueno. Dame la sondaleza. Debes lanzarla así... eso es. Pronto navegarás conmigo en el María de la Torre. Ya conoces las estrellas y el movimiento de los planetas. Mañana te enseñaré a usar el astrolabio...

Durante uno o dos minutos siguió murmurando. Después se quedó dormido. Cuando volvió a un estado de semiconsciencia, oyó nuevamente un sonido de campanas, débil al principio, después más fuerte y convertido al fin en un potente clamor que resonaba sobre su cabeza. Era Bligh. Bligh, en otro ataque de delirio, había aferrado la cuerda de la campana y la hacía repicar como un demente. La cuerda se rompió en sus dedos, pero él siguió agitándola con la mano, al tiempo que clamaba:

—Con un arpa y un instrumento de diez cuerdas... ¡el Cielo y la Tierra alaben tu Nombre!

Y clamaba a voz en cuello y sacudía la enmohecida campana de bronce.

—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?

Parecía un verdadero saludo que salía de la bruma. Pero Abel Keeling conocía esas voces que surgían de las brumas. Venían de barcos que no existían.

—Sí, pon un buen vigía y no pierdas de vista la brújula —volvió a murmurar, hablando con su hijo.

Pero así como a veces un hombre dormido se incorpora en el lecho, o se levanta y empieza a caminar, del mismo modo Abel Keeling, con las manos y las rodillas apoyadas sobre cubierta, miró por encima del hombro. En alguna profunda región de su espíritu tuvo conciencia de que la inclinación de la cubierta se habíha vuelto más peligrosa, pero su cerebro recibió la advertencia y la olvidó en seguida. Sus ojos se clavaban en una niebla luminosa y desconcertante. El escudo del sol era de una plata más ardiente; debajo, el mar se esfumaba en radiantes evaporaciones. Y entre el sol y el mar, suspendido en la bruma, no más sustancial que las vagas sombras que pasan ante los ojos encandilados, flotaba espectralmente una forma piramidal. Abel Keeling se pasó la mano por los ojos, pero cuando la retiró la sombra aún estaba allí, deslizándose lentamente hacia la popa del María de la Torre. Y a medida que la observaba, su forma iba cambiando. La espectral silueta gris con forma de pirámide pareció disolverse en cuatro segmentos verticales, de altura levemente decreciente. El más próximo a la popa del María de la Torre era el más alto, y el de la izquierda el más bajo. Parecía la sombra de una gigantesca flauta de cañas, en la que hubiera resonado poco antes aquel son cóncavo y plañidero. Y mientras miraba con ojos engañados, nuevamente fueron engañados sus oídos:

—¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése? ¿Es un barco?...

Oye, dame el altavoz... —Y en seguida un ladrido metálico—: ¡Ea! Quién diablos son ustedes? ¿No tocaron una campana? Tóquenla de nuevo, hagan algún ruido...

Todo esto llegó borrosamente a los oídos de Abel Keeling, como a través de un intenso zumbido. Después creyó oír una risa breve e intrigada, seguida por un diálogo que venía de algún lugar situado entre el mar y el cielo.

—Oye, Ward, pellízcame, ¿quieres? Dime qué ves allí. Quiero saber si estoy despierto.
—Qué veo adónde?
—Hacia la serviola de estribor. (Para ese ventilador; no puedo oírme pensar). Ves a lgo? No me digas que es ese maldito Holandés... No me vengas con esa vieja historia de Vanderbecken. Cuéntame algo más creíble, para empezar; algo sobre una serpiente marina... Oíste la campana, ¿verdad? —Calla un momento... escucha.

Nuevamente se alzaba la voz de Bligh:

Éste es el pacto que celebro:
de ahora en adelante, nunca
destruiré el mundo nuevamente
por el agua como antaño...

La voz de Bligh tornó a extinguirse en los oídos de Abel Keeling.

—Oh, por las barbas del profeta —dijo la voz que parecía venir de entre el cielo y el mar. Después habló más fuerte. —Escuchen —dijo con deliberada cortesía—, si eso es un barco, por qué no nos dicen dónde se celebra la mascarada? Se nos ha descompuesto la radio, y no estábamos enterados... Oh, ves eso, Ward, ¿no? ¡Por favor, dígannos qué diablos son ustedes!

Una vez más Abel Keeling se había movido como un sonámbulo, incorporándose junto a los maderos del campanario, mientras Bligh caía hecho un bulto sobre cubierta. El movimiento de Abel Keeling derribó el cacharro, que rodó por cubierta, en pos del diminuto arroyo de su contenido, y quedó encajado allí donde el inmóvil y rebosante mar formaba; por así decirlo, una cadena con la esculpida balaustrada del alcázar: un eslabón el borde todavía reluciente, después un balaustre oscuro, después otro eslabón reluciente. Por un momento apenas, Abel Keeling reflexionó que lo que había lanzado a. Bligh hacia la popa era el ascenso del agua en el combés, que ahora estaba enteramente sumergido. Después fue absorbido una vez más por su sueño, por las voces, por aquella silueta entre las brumas, que había tomado nuevamente la forma de una pirámide.

—Por supuesto —volvía a quejarse una de las voces, siempre a través del confuso zumbido que llenaba los oídos de Abel Keeling—, por supuesto, no podemos apuntarle con un cuatro—pulgadas... Y desde luego, Ward, yo no creo en ellos. ¿Llamamos al viejo A. B.? Tal vez esto interese a Su Científica Majestad el Capitán.
—Oh, baja un bote y rema hacia él.. . dentro de él...sobre él....a...través de él....
—Mira a nuestros muchachos apiñados allá. Lo han visto. Mejor no dar una orden que tú sabes que no será obedecida...

Abel Keeling, aferrado al campanario, comenzaba a interesarse en su sueño. Porque si bien no conocía su estructura, aquel espejismo era la forma de un barco. Una proyección, sin duda, de sus anteriores reflexiones. Y eso era extraño... Aunque no tanto, quizá. Sabía que aquello no existía realmente; sólo su apariencia existía; pero las cosas debían existir de ese modo antes de existir en realidad. Antes de existir, el María de la Torre había sido una forma en la imaginación de algún hombre; antes de eso, algún soñador había soñado la forma de un buque de remos; y aun antes, allá lejos en el alba y la infancia del mundo, antes de que el hombre se aventurase a atravesar el agua sobre un par de leños, algún vidente había columbrado en una visión el esquema de —la balsa. Y puesto que esa forma que flotaba ante sus ojos era una forma de su sueño, él, Abel Keeling, era dueño de ella. Su mismo ser pensante la había concebido, y había sido botada en el océano ilimitable de su propia alma...

Y nunca he de olvidar
este mi convenio celebrado
entre tú y yo y toda carne
mientras dure el mundo...

Cantaba Bligh, en éxtasis. Pero así como el que sueña, aun en el sueño, suele escribir en la pared contigua una clave, una palabra que mañana le recuerde su visión perdida, así Abel Keeling empezó a buscar una señal como prueba para mostrar a quienes fuesen ajenos a su visión. El mismo Bligh buscaba eso... no podía estarse callado en su éxtasis, tendido sobre cubierta, sino que elevaba, en un arpa y en un instrumento de diez cuerdas, como él decía, apasionados amenes y alabanzas a su Hacedor. Lo mismo Abel Keeling. Habría sido el Amén de su vida alabar a Dios, no con un arpa, sino por medio de un barco que llevara su propia energía impulsora, que almacenara el viento o su equivalente como almacenaba sus provisiones, algo arrancado al caos y a la inercia, algo ordenado y disciplinado y subordinado a la voluntad de Abel Keeling... Y allí estaba, esa forma de barco de un gris espectral, con sus cuatro tubos verticales, que, vistos ahora de frente y de igual longitud, parecían un órgano fantasma. Y los tripulantes espectrales de ese barco hablaban nuevamente...

La interrumpida cadena de plata junto a la balaustrada del alcázar ahora se había vuelto continua, y los balaústres formaban con sus propios reflejos inmóviles el esqueleto de un pez. El agua volcada del cacharro se había secado, y el cacharro había desaparecido. Abel Keeling se paró junto al mástil, erguido como Dios creó al hombre. Con su mano de cuero golpeó la campana. Aguardó un minuto y gritó:

—¡Ah del barco!... ¡Ah del barco! ¿Qué barco es ése?

III.
No tenemos conciencia en el sueño de que estamos jugando un juego, cuyo principio y cuyo fin están en nosotros mismos. En este sueño de Abel Keeling una voz replicó:

—Bueno, ha recobrado el habla... ¡Eh! ¿Qué son ustedes?
En voz alta y clara Abel Keeling dijo:
—¿Es eso un barco?
La voz contestó con una risa nerviosa:
—Somos un barco, verdad, Ward? Ya no me siento muy seguro...Sí, por supuesto, éste es un barco. Por nosotros no hay cuidado. La cuestión es quién diablos son ustedes.

No todas las palabras que utilizaban aquellas voces eran inteligibles para Abel Keeling; y sin saber por qué, algo en el tono de aquella última frase le recordó el honor debido al María —de la Torre. Blanco de llagas y al término de su vida estaba el galeón, pero Abel Keeling era todavía el custodio de su dignidad. La voz tenía un acento juvenil; no estaba bien que jóvenes lenguas se movieran en desprecio de su galeón. Habló con dureza. —¿Sois el capitán de esa nave?

—Oficial de guardia —volvieron a él flotando las palabras—. El capitán está abato.
—Entonces id a buscarlo. Los amos hablan con los amos —respondió Abel Keeling.

Podía ver las dos figuras, chatas y sin relieve, paradas en una estructura alta y angosta provista de una barandilla. Uno de ellos silbó por lo bajo y pareció abanicarse la cara; pero el otro murmuró algo sordamente, ante una especie de chimenea. Después las dos siluetas se convirtieron en tres. Hubo cuchicheos, como de consulta, y en seguida habló una nueva voz. Al oír su vibración y su acento, un súbito temblor recorrió el cuerpo de Abel Keeling. Se preguntó qué fibra hería aquella voz en los olvidados recovecos de su memoria.

—¡Ea! —gritó esta voz nueva, aunque vagamente recordada—. ¿Qué ocurre? Escuche. Éste es el destructor británico Seapink, que salió de Devonport en octubre último, y no tiene nada de particular. ¿Quiénes son ustedes?
—Él María de la Torre, que zarpó del puerto de Rye el día de Santa Ana, y ahora con sólo dos hombres...
Una exclamación lo interrumpió.
—¿De dónde? —dijo temblorosa aquella voz que conmovía tan extrañamente a Abel Keeling, mientras Bligh estallaba en gemidos de renovado éxtasis.
—Del puerto de Rye, en el condado de Sussex.. . ¡Ea, prestad atención; de lo contrario no podréis oírme mientras luchen el espíritu y el cuerpo de ese hombre! ¡Eh! ¿Estáis ahí?

Las voces se habían convertido en un débil murmullo; y la forma del buque se había desvanecido ante los ojos de Abel Keeling. Los llamó a gritos una y otra vez. Quería enterarse de la estructura y manejo de la cámara de viento...

—¡La cámara de viento! —gritó atormentado por el temor de perder la revelación tan próxima—. Quiero que me digáis cómo funciona...
Como un eco volvieron a él las palabras, pronunciadas con acento de incomprensión:
— ¿La cámara de viento?
—...lo que impulsa al barco —quizá no sea viento; un arco de acero tendido también conserva la fuerza— la fuerza que almacenáis, para moveros a voluntad a través de la calma y las tormentas... — ¿Tú entiendes lo que dice?
—Oh, en el momento menos pensado nos despertaremos...
—Un momento, ya sé. Las máquinas. Quiere saber algo de nuestras máquinas. Si seguimos así, acabará por pedirnos la documentación de a bordo. ¡El puerto de Rye!... Bueno, nada se pierde con seguirle la corriente. Veamos qué saga en limpio de todo esto. ¡Ah del barco!—retornó la voz a Abel Keeling, un poco más fuerte ahora, como llevada por un viento cambiante, y hablando cada vez más de prisa—. No es viento, sino vapor, ¿me oye? Vapor. Vapor de agua en ocho calderas Yarrow. Vapor, v - a - p - o - r. ¿Comprende? Y tenemos motores gemelos de triple expansión, son cuatro mil caballos de fuerza. 430 revoluciones por minuto. ¿Entendido? ¿Quiere saber algo de nuestro armamento, señor fantasma?

Abel Keeling murmuraba temeroso para sus adentros. Le irritaba que palabras percibidas en su propio sueño no tuviesen significado para él ¿Cómo le llegaban en su sueño palabras que estando despierto no conocía?

—En cuanto a armamento —prosiguió la voz que turbaba tan profundamente los recuerdos de Abel Keeling —tenemos dos tubos lanzatorpedos Whitehead, tres seis libras en la cubierta superior, y ese que ve junto a la torre de mando es un doce libras. Olvidaba mencionar que el buque es de acero níquel, que llevamos unas sesenta toneladas de hulla en las carboneras, y que nuestra velocidad máxima es aproximadamente de treinta nudos y cuarto. Quiere subir a bordo?
Pero la voz siguió hablando, aún más rápida y febril, como para llenar de cualquier modo el silencio, y la figura que hablaba se inclinaba ansiosamente hacia adelante sobre la barandilla.
—¡Uf! Me alegro de que esto haya ocurrido en plena luz del día —murmuró otra voz.
—Ojalá estuviera seguro de que está ocurriendo... ¡Pobre viejo fantasma!
-Supongo que se mantendría de pie aunque la cubierta estuviese en posición vertical. ¿Crees que se hundirá, o que simplemente se disolverá en el aire?
—Probablemente se hunda... sin oleaje... —Oigan... Ahí está el otro...

En efecto, Bligh cantaba nuevamente:

Señor, tú nos conoces
y sabes que si el triunfo
obtenemos de tu mano
sin sentir dolor ni pena,
bien poco lo apreciamos.
Pero tras la suerte adversa
es mil veces más precioso
todo don que recibimos...

—¡Pero, oh, miren... miren... miren al otro! Diablos, ¿no es un tipo magnífico? ¡Miren!

En efecto, Abel Keeling, transfigurado como un profeta en el momento del rapto, acababa de sentir su cerebro inundado por la blanquísima luz de la perfecta comprensión; de recibir aquello que él y su sueño habían estado esperando. Como si Dios hubiese grabado sus líneas en su cerebro, conoció aquel barco del futuro. Lo conoció milagrosamente, totalmente, como conocen las cosas aquellos que ya bajan al sepulcro y aceptan con un gesto de natural asentimiento las imposibilidades de la vida. Desde las bocas ardientes de sus ocho calderas hasta la última gota de sus lubricadores, desde el montaje de sus máquinas hasta las recámaras de sus cañones de tiro rápido. Calculó su arqueo, tomó su posición, leyó las distancias de tiro en el telémetro, y vivió la vida de quien lo comandaba.

Ya mañana no olvidaría la revelación, como había olvidado tantas otras veces, porque al fin había visto el agua bajo sus pies y sabía que no restaba para él ningún mañana en este mundo. Y aun en aquel momento, cuando sólo quedaban uno o dos gránulos en su reloj de arena, indomable, insaciable, soñando sueño sobre sueño, se sintió incapaz de morir sin saber más. Le quedaban dos preguntas por formular, y aun una tercera pregunta, la más fundamental. Y sólo disponía de un instante. Estridente se oyó su voz:

—¡Oídme! Este viejo barco, el María de la Torre, no puede hacer treinta nudos y cuarto, pero aun así puede navegar. ¿Qué más hace el vuestro? ¿Se eleva sobre las aguas, como las aves que surcan el espacio?
—Santo Dios, cree que esto es un avión... No, no vuela...
—¿Y puede sumergirse, como los peces del mar?
—No... Ésos son los submarinos... Esto no es un submarino.

Pero Abel Keeling ya no lo escuchaba. Lanzó una risa de júbilo.

—Oh, treinta nudos, y en la superficie del agua... ¿nada más que eso? ¡,Ja, ja, ja!... Mi barco, os digo... navegará... ¡Cuidado ahí abajo! ¡Acuñad ese cañón!
El grito brotó súbito y alerta, al tiempo que se oía en las entrañas de la nave un rumor sordo y un temblor siniestro sacudía al galeón.
—¡Por Dios!, se han soltado los cañones... Es el fin...
—¡Acuñad ese cañón y amarrad los otros! —gritó nuevamente la voz de Abel Keeling, como si hubiera alguien para obedecerle.

Se había abrazado a los maderos del campanario, pero en mitad de la orden siguiente su voz bruscamente se quebró. La silueta de su barco, por un instante olvidada, apareció nuevamente ante sus ojos. Llegaba el fin, y aún no había formulado la pregunta decisiva, el temor de cuya respuesta le torturaba el rostro y parecía a punto de hacerle estallar el corazón.

—Un momento... el que habló conmigo... el capitán —gritó con voz penetrante— ¿está ahí todavía?
—Sí, sí —repuso la otra voz, enferma de suspenso—. ¡Oh, pronto!

Por un instante se mezclaron indescriptiblemente roncos gritos de muchas voces, un golpe seco, un rodar sobre planchas de madera, un estallido de tablones, un gorgoteo y una zambullida; el cañón bajo el cual había estado Abel Keeling acababa de cortar sus amarras podridas, precipitándose por la cubierta y arrastrando consigo el cuerpo inconsciente de Bligh. La cubierta quedó vertical, y por un instante más Abel Keeling se aferró al campanario.

—No puedo ver vuestro rostro —gritó—, pero me parece conocer vuestra voz. ¿Cómo os llamáis? En un desgarrado sollozo vino la respuesta: —Keeling... Abel Keeling... iOh, Dios mio! Y el grito de triunfo de Abel Keeling, dilatado hasta convertirse en un ¡Hurra! de victoria, se perdió en el descenso vertical del María de la Torre, que dejó el estrecho vacío, salvo por el ígneo resplandor del sol y la última humosa evaporación de las brumas.


El campamento del perro. Algernon Blackwood (1869-1951)

Islas de todos los tamaños y formas, se extienden al Norte de Estocolmo por centenares, y el pequeño barco de vapor que recorre sus intrincados laberintos en verano, hace sentirse al viajero en una especie de estado semisalvaje, mientras observa las marcas de la brújula, al alcanzar el final de su camino, en Waxholm. Pero es a partir de Waxholm cuando comienzan las verdaderas islas, cuando, de algún modo, el paisaje se vuelve más agreste, recorriendo la costa en su curso irregular de cientos de millas de embriagadores parajes desiertos; y fue en el mismísimo corazón de esta deliciosa confusión donde plantaríamos nuestras tiendas para las vacaciones de verano. Una verdadera selva de islas se extendían a nuestro alrededor: desde el simple botón de roca que conformaba un islote aislado, hasta la montañosa extensión de una milla cuadrada, densamente arbolada, y rodeada por altos arrecifes; a menudo tan cercanas unas a otras que sólo una delgada línea de agua, no más ancha que una carretera, corría entre ellas; o, en ocasiones, tan distanciadas entre sí, que estaban separadas por millas de mar abierto.

       Aunque las islas más grandes contenían granjas y estaciones de pesca, la gran mayoría no estaban habitadas. Alfombradas con musgo y helechos, sus orillas mostraban una serie de fisuras y barrancos y pequeñas bahías arenosas, con extensiones de espléndidos bosques de pinos que descendían casi hasta el borde del agua y conducían la mirada a través de desconocidas profundidades de sombras y misterios hasta el interior del corazón del bosque primitivo.

       En concreto, las islas en las que habíamos acampado, (tras haber pagado una suma en alquiler a un comerciante de Estocolmo), yacían juntas en un pintoresco grupo, lejos del alcance del barco de vapor, siendo una de ellas un mero islote, con un cuasi–feérico grupo de arbustos, y las otras dos, auténticos monstruos rodeados de montañas, que se alzaban sobre el mar cubiertas por enormes bosques. La cuarta, que habíamos seleccionado por contener en su interior una pequeña laguna apropiada para echar el ancla, bañarse, hacer noche, y lo que fuera, será adecuadamente descrita según avance la historia; pero, tras haber pagado aquel alquiler, podríamos igualmente haber dispuesto nuestras tiendas en cualquier otra de las centenares de islas que se agrupaban a nuestro alrededor, tan densamente como un enjambre de abejas.

       Era la hora del ocaso, una tarde de julio; el aire era claro como el cristal, y el mar de un azul cobalto, cuando abandonamos el barco de vapor en las fronteras de la civilización y navegamos más allá con mapas, brújulas, y provisiones en dirección al pequeño grupo de islotes en el Skagird, que iba a ser nuestro hogar durante los siguientes dos meses. El bote y mi canoa canadiense viajaban con nosotros a bordo, junto con tiendas y útiles cuidadosamente empaquetados; y cuando la cima de una montaña se interpuso ocultando el vapor y el Hotel Waxholm, nos dimos cuenta por primera vez del horror de los trenes y las casas que quedaban detrás nuestro, la fiebre del hombre y las ciudades, lo enfermizo de las calles y los espacios cerrados. Lo indómito se abría ante nosotros en todas direcciones, y consultábamos tan a menudo el mapa y las brújulas que nos abstraímos incluso más, y nuestro avance se hizo encantadoramente lento. Nos llevó, de hecho, dos días enteros encontrar nuestro destino, y los campamentos que levantamos por el camino eran tan fascinantes que nos resultó difícil abandonarlos y partir, pues cada isla parecía más deseable que la anterior, y sobre todas ellas descansaba una suerte de hechizo de paz encantada, alejada del tumulto del mundo, y con la libertad de los espacios abiertos y desolados.

       Y pese a todos los emplazamientos de belleza natural que he contemplado y en los que he vivido, la mayoría permanecen en mi mente únicamente como una mezcla de recuerdos de su aspecto, y un mapa de cómo eran, a vista de pájaro; pero aquel lugar en concreto, lo recuerdo con inusual nitidez, debido a los extraños acontecimientos que allí tuvieron lugar, y también, creo yo, debido a que todo aquello en lo que tomaba parte John Silence, tenía el hábito de fijarse en la mente, y permanecer allí de un modo vívido.



       De todos modos, en aquel momento, el Dr. Silence no formaba parte del grupo. Algún caso privado en el interior de Hungría reclamaba su atención, y no fue hasta más tarde... el 15 de agosto para ser exactos... que acordamos reunirnos en Berlín y regresar juntos a Londres para nuestros trabajos de invierno. De cualquier modo, él conocía más o menos bien a todos los miembros de la expedición, y durante aquel tercer día, mientras navegávamos por el estrecho arroyo hasta la laguna, y contemplábamos la montaña circular llena de árboles bañada en el oro y carmesí del atardecer, las últimas palabras que me dirigió al salir de Londres, por alguna extraña razón, regresaron nítidamente a mi memoria, y recordé la curiosa impresión profética que me produjo escucharlas:

       –Disfruta de tus vacaciones, y almacena toda las energías que puedas,– me había dicho mientras el tren partía de la Estación Victoria; –y nos encontraremos el día 15 en Berlín, a menos que me mandes llamar antes.



       Y en aquel instante, las palabras regresaron a mí con tanta claridad, que aún me parecía escucharlas con su voz: "A menos que me mandes llamar antes"; y regresaron, con más fuerza, y con un significado que yo estaba muy lejos de comprender, pero que tocaba algo en las profundidades de mi mente, una vaga sensación de aprensión, como si formara parte de una profecía.

       En ese instante, en la laguna, sopló el viento de aquella tarde de julio, abriéndose paso a través del cinturón de árboles; y todos nosotros nos asomamos por la borda, sin aliento ante la belleza de este primer vistazo a nuestra isla, hablando con voces apagadas sobre el mejor lugar para desembarcar, la profundidad del agua, el lugar más seguro para echar el ancla, dónde poner las tiendas, el punto más adecuado para las hogueras, y una docena de cosas importantes que hay que concretar cuando uno se dispone a levantar un hogar en un emplazamiento agreste.

       Y durante aquella agotadora hora de descarga antes de oscurecer, las almas de mis compañeros adoptaron la tarea de mostrarse a sí mismas vívidamente ante mí, y presentarse a sí mismas con franqueza.

       En realidad, supongo que nuestro grupo no era demasiado singular. En nuestra vida convencional, en casa, habrían parecido ciertamente bastante ordinarios, pero de repente, mientras cruzábamos las puertas de lo salvaje, les percibí con mucha más nitidez que antes, con sus caracteres carentes de la atmósfera de los hombres y sus ciudades. Un cambio absoluto de hábitat, a menudo ofrece una extraordinaria nueva visión de la gente que uno cree conocer bien; les hace presentar otras facetas de sus personalidades. Me pareció contemplar a mi grupo, casi como a otra gente... gente que aún no había podido conocer adecuadamente, gente que había abandonado toda apariencia, y que ahora se mostraban como realmente eran. Y todos ellos parecían decir: "Ahora me verás tal como soy. Me verás sin ropas, en esta vida salvaje y primitiva. Sin todas las máscaras y velos que he dejado atrás, entre los hombres. De modo que, ¡Cuidado con las sorpresas!"



       El Reverendo Timothy Maloney me ayudó a levantar las tiendas; la larga práctica hizo el proceso sencillo, y mientras clavaba las estacas y anudaba las cuerdas, sin su chaqueta, y con su alzacuellos abierto, resultaba imposible evitar la conclusión de que estaba hecho más para la vida de explorador, que para la iglesia. Tenía cincuenta años, y era musculoso, de ojos azules y corazón enérgico; y abordaba su parte en las tareas, y la de otros, sin rechistar. Daba gusto ver el modo en que manejaba el hacha, cortando las ramitas de los bastidores de las tiendas, y comprobar cómo sus ojos juzgaban que el suelo se hallara plano y sin pendientes.

       Criado en su juventud en el seno de una familia acomodada, había volcado su mente en una especie de creencias ortodoxas, haciendo los honores en la pequeña iglesia local con una energía que le hacía a uno pensar en un maquinista chino; y sólo hasta hace unos pocos años no se resignó a una vida más reposada, tomando a su cargo la tutela de gente joven, para formarles, con vistas a superar sus respectivos exámenes. Aquello encajaba mejor con él. Y también le permitía calmar su pasión por el hechizo de la "vida salvaje", y pasar los meses de verano de la mayoría de los años en emplazamientos naturales de una parte u otra del mundo, llevando consigo a sus jóvenes pupilos para así combinar sus "enseñanzas" con el aire puro.

       Su mujer solía acompañarle, y no había duda de que disfrutaba esos viajes, pues poseía, aunque en menor grado, la misma alegría por lo salvaje que a él le caracterizaba. La única diferencia era que mientras él lo veía como algo real, ella lo contemplaba como un interludio. Mientras él acampaba con todo su corazón y toda su mente, ella jugaba a acampar con su cuerpo y sus ropas. De todos modos, demostraba ser una espléndida compañera, y al observarla cocinar afanosamente sobre la hoguera que habíamos encendido entre unas piedras, uno comprendía que ponía su corazón en la tarea, y que cada pequeño detalle la hacía muy feliz.

       La Señora Maloney de casa, que se cobijaba del sol y que pensaba que el mundo se había construido en seis días, era una mujer; pero la Señora Maloney que permanecía con los brazos extendidos sobre el humo de una hoguera de leña bajo un bosque de pinos, era otra muy distinta; y Peter Sangree, el pupilo Canadiense, con su pálida piel, y su delicada –aunque no débil– figura, permanecía junto a ella mostrando un contraste muy poco favorecedor, mientras pelaba patatas y fileteaba el beicon con sus delgados dedos blancos que parecían más adecuados para sujetar una pluma, que un cuchillo. Ella le daba órdenes como a un esclavo, y él, además, obedecía con salvaje placer, pues a pesar de su general apariencia de debilidad, estaba tan feliz como el resto por estar en el campamento.

       Pero más que cualquier otro miembro del grupo, Joan Maloney, la hija, era la única que parecía formar parte del paisaje, de un modo natural y genuino; la que pertenecía a aquel lugar del mismo modo que los árboles y el musgo, y las rocas grises que descendían hasta el agua. Pues ahora se hallaba en su emplazamiento correcto y natural, una criatura de lo salvaje, una gitana en su hogar.

       A cualquiera con un ojo un poco agudo, esto habría sido más o menos evidente, pero para mí, que la había conocido durante todos y cada uno de sus veintidos años de vida, y estaba familiarizado con las súbitas abstracciones de su carácter arcáico y primitivo, resultaba pasmosamente claro. Tras verla allí, parecía imposible imaginarla de nuevo en la civilización. Perdí todo recuerdo sobre su aspecto en la ciudad. La memoria se había, de algún modo, evaporado. Esta delgada criatura que había ante mí, rezumando toda la gracia de la vida del bosque, ágil, autosuficiente, eficaz, soplando sobre el fuego de rodillas, o asando los alimentos tras un denso velo de humo, de repente parecía ser el único modo en el que uno podía verla. Aquí estaba en su casa; en Londres volvería a ser alguien oculto tras sus ropas, una muñeca artificial muy vestidita, y controlada por férreos horarios, con sólo una porción de su vida. Aquí estaba viva del todo.

       Olvidé incluso cómo solía vestir, igual que olvidaría todo aquello que vestía a un árbol concreto, o las marcas de los troncos que rodeaban el campamento. Parecía tan salvaje, tan natural e indómita como todo lo que componía la escena, y más de lo que yo pueda decir.

       Decididamente, no era hermosa. Era delgada, pellejuda, de pelo oscuro, y en su constitución poseía una gran fuerza física. Poseía, además, algo de la fuerza y el arrojo vigoroso de un hombre; en ocasiones era tempestuosa y pronta a apasionados arrebatos, que asustaban a su madre, e intrigaban a su afable padre por su violencia, aunque al mismo tiempo la admiraban por ello. Parecía una pagana, con un encantador rastro de arcáica hermosura pagana en su rostro y ojos oscuros. Pese a tener un carácter peculiar y difícil, hacía gala de una gran generosidad y coraje que la hacían adorable.

       En la vida de la ciudad, parecía siempre estar atrapada, aburrida, como un demonio enjaulado, con una ansiosa expresión en sus ojos, como si en cualquier momento temiera ser apresada. Pero todo aquello había desaparecido en esta amplia soledad. Lejos de todas aquellas limitaciones que la atrapaban, mostraba lo mejor de sí misma; y mientras la observaba moverse alrededor del Campamento, repentinamente me percaté de que estaba pensando en ella como en una criatura salvaje que acabara de obtener su libertad y estuviera probando sus músculos.

       Peter Sangree, desde luego, se fijó en ella al momento. Pero ella se encontraba tan obviamente lejos de su alcance, y parecía tan capaz de cuidarse a sí misma, que pensé que sus padres no pensarían demasiado en el asunto, y que él mismo la adoraba a una respetuosa distancia, manteniendo un admirable control sobre su pasión en todos los aspectos salvo en uno; pues a su edad, los ojos son difíciles de dominar, y la ávida, casi devoradora, expresión que mostraban a menudo, probablemente le era desconocida incluso a él. Él, mejor que cualquiera, comprendía que se había enamorado de alguien demasiado difícil de atrapar, de algo que le arrastraba al mismo borde de la vida, y casi más allá. Era, sin duda, un secreto, y un terrible gozo para él, aquella adoración apasionada desde la lejanía; solo que pienso que sufría mucho más de lo nadie pudiera suponer, y que su carga de vitalidad era debida, en gran medida, al constante flujo de ansias no satisfechas que contínuamente se agitaban en su cuerpo y alma. Más aún, me parecía, ahora que les veía juntos por primera vez, que había en ellos algo innombrable... una cierta y elusiva cualidad de algún tipo... que les señalaba como pertenecientes al mismo mundo, y que aunque la chica le ignorara, se hallaba secretamente, quizás sin saberlo, ligada por algún atributo muy profundo en su propia naturaleza, a alguna cualidad igualmente profunda en él.



       Este era el grupo con el que acampé por vez primera, en el que habría de ser nuestro campamento durante dos meses, en la isla del Mar Baltico. Otras figuras aparecían en escena de vez en cuando; en ocasiones algún pupilo, en ocasiones otro, se nos unían y pasaban unas cuatro horas al día en la tienda del clérigo, pero sólo vinieron por cortos periodos, y se fueron sin dejar mucho rastro en mi memoria, y ciertamente no jugaron un papel importante en lo que ocurriría más adelante.



       El tiempo nos favoreció aquella noche, de modo que al ocaso las tiendas estaban levantadas, los botes descargados, una provisión de leña recolectada y apilada en montones, y los candiles colgados a nuestro alrededor, listos para iluminarnos desde los árboles. Sangree, además, había dispuesto compactos montones de hojas y flores balsámicas para los lechos de las mujeres, y había limpiado pequeñas sendas que conducían desde sus tiendas a la hoguera central. Todo estaba preparado para el caso en que hubiera mal tiempo. Fue un reconfortante refrigerio, y muy bien cocinado, el que nos sentamos a comer bajo las estrellas, y, según el clérigo, la única comida digna de probarse que habíamos tomado desde que salimos de Londres una semana antes.

       La profunda soledad, tras el rugido de los barcos de vapor, los trenes, y los turistas, resultaba impresionante, pues mientras yacíamos alrededor del fuego, no había sonido alguno excepto el débil suspiro de los pinos y el suave lamer de las olas en la orilla y contra el casco del barco en la laguna. La fantasmal silueta de sus velas blancas era visible sólo a través de los árboles, balanceándose en su tranquilo punto de anclaje, con su velamen agitándose suavemente contra el mástil. Más allá se alzaban las formas azules y borrosas de otras islas flotando en la noche, y desde los grandes espacios que nos rodeaban, llegaba el murmullo del mar y el suave respirar de los grandes árboles. Los aromas de lo agreste... aromas del viento y la tierra, de los árboles y el agua, limpios, vigorosos, y poderosos.... eran los verdaderos olores de un mundo virgen no hollado por el hombre, más penetrantes y más sutilmente intoxicadores que cualquier otro perfume en el mundo entero. ¡Ah!.... ¡Y fuertemente peligrosos, tambien, sin duda, para algunas naturalezas!



       –¡Ahhh!– suspiró el clérigo con un indescriptible gesto de satisfacción y alivio. –Aquí hay libertad, y sitio para cuidar el cuerpo y la mente. Aquí uno puede trabajar, descansar y jugar. Aquí uno puede sentirse vivo y absorber algo de las fuerzas de la tierra, que nunca recorren la distancia hasta las ciudades. ¡Por San Jorge, voy a construir aquí un campamento permanente y volveré cuando me llegue la hora de morir!

       El buen hombre estaba dando rienda suelta a su placer de hallarse ante aquel paisaje. Decía lo mismo todos los años, y lo decía a menudo. Pero más o menos expresaba los sentimientos superficiales de todos nosotros. Y cuando, un poco más tarde, se giró hacia su mujer para pasarle las patatas fritas, y descubrió que estaba roncando, con la espalda contra un árbol, emitió un gruñido de contento ante aquella vista y le echó una sábana por encima, como si para ella fuera la cosa más natural del mundo quedarse dormida después de la cena, y entonces regresó a su posición original, fumando su pipa con gran satisfacción.

       Y yo, fumando también, yacía tendido, luchando contra el más delicioso sueño imaginable, mientras mis ojos se movían del fuego a las estrellas, mirando de vez en cuando la leña ardiente, y luego, de nuevo al grupo que me rodeaba. El Reverendo Timothy no tardó en apagar su pipa y sucumbir como su mujer había hecho, pues había trabajado duro y comido bien. Sangree, también fumando, se inclinaba contra un árbol con su mirada fija en la chica, con un ansia profunda en su rostro que no era capaz de ocultar, y que realmente me preocupó. Y la misma Joan, con los ojos muy abiertos, alerta, impregnados con la fuerza del lugar, evidentemente embargada por la magia de encontrarse a sí misma entre todas aquellas cosas que su alma reconocía como "el hogar"; se sentaba rígida ante el fuego, con su mente recorriendo los espacios, y la sangre bullendo en su corazón. Se hallaba tan ignorante de la mirada del Canadiense como del hecho de que sus padres se habían dormido. Más parecía ser un árbol, o algo que había crecido en aquella isla, que una chica de nuestro siglo; y cuando le hablé en susurros y le sugerí un recorrido de investigación, se levantó y me miró como si hubiera escuchado una voz en sueños.

       Sangree se levantó y se unió a nosotros; y sin despertar a los demás, fuimos, los tres, por la orilla de la isla, dirigiéndonos al embarcadero. Ante nosotros, el agua yacía como la de un lago antes de ser coloreado por el alba. El aire era puro y aromático, transportando el olor de las boscosas islas que se alzaban a nuestro alrededor en el oscuro aire. Diminutas olas barrían lentamente la arena. El mar estaba cubierto de estrellas, y por todas partes respiraba y latía la belleza de la noche de verano en el norte. Debo confesar que pronto perdí toda consciencia de las presencias humanas que me acompañaban, y no me extrañaría que a Joan le ocurriera también. Sólo Sangree se sentía de otro modo, supongo, pues le oímos cantar; y me da la sensación de que absorbió toda aquella maravilla, y la pasión de aquel paisaje en su sollozante corazón, y que su dolor le pareció insignificante ante la visión de una belleza tan incomparable como incomprensible.



       El chapoteo de un pez que saltaba sobre el agua, rompió el hechizo.

       –En este momento, me gustaría que tuvieramos la canoa,– remarcó Joan; –podríamos remar hasta las demás islas.

       –Desde luego,– dije yo; –esperad aquí e iré a por ella,– y me estaba girando para rehacer el camino en la oscuridad cuando me detuvo con una voz que no daba lugar a error.

       –No; Mr. Sangree nos la traerá. Esperaremos aquí, y haremos ruido para guiarle.

       El Canadiense partió al momento, pues ella sólo tenía que exponer sus deseos para que él la obedeciera.

       –No te acerques demasiado al borde del agua, por si hay rocas sueltas,– le grité mientras se iba, –y dirígete a la derecha de la laguna. Es el camino más corto, según el mapa.

       Mi voz viajó por las tranquilas aguas y despertó ecos en las distantes islas, que regresaron a nosotros como gente que nos llamara en la distancia. Sólo había unas treinta o cuarenta yardas sobre el risco y de descenso hasta el otro lado de la laguna, donde estaban los botes, pero había una buena milla de costa para rodear en la oscuridad hasta donde esperábamos. Le escuchamos alejarse entre las ramas, y luego los sonidos cesaron cuando alcanzó la cima del risco y descendió al otro lado, hasta la hoguera.

       –No quería quedarme sola aquí, con él,– dijo la chica, con voz baja y solemne. –Siempre estoy temiendo que él vaya a hacer o decir algo...– dudó por un momento, mirando rápidamente sobre su hombro hacia el risco por el que acababa de desaparecer... –algo que acabe por ser desagradable.– Se detuvo abruptamente.

       –¡Pero si estás asustada, Joan!– Exclamé con genuina sorpresa. –Eso es algo nuevo en tu carácter. Ya creía que no existía el ser humano que pudiera asustarte.– Entonces me percaté de repente, de que estaba hablando en serio... buscando mi ayuda, de algún modo... y al momento abandoné mi actitud maliciosa. –Creo que ya está bastante lejos de aquí, Joan,– añadí gravemente. –Debes ser amable con él, no importa lo que sientas. Está enormemente colado por tí.

       –Lo sé, pero no puedo hacer nada,– susurró, rompiendo el silencio con su voz; –hay algo en él que... que me da escalofríos y me preocupa.

       –Pero, pobre hombre, no es culpa suya si es delicado y en ocasiones parezca la misma muerte,– me reí suavemente, tomando la defensa de un inocente miembro de mi propio sexo.

       –Ah, pero no es eso a lo que me refiero,– respondió rápidamente; –es algo que siento en él, algo en su alma, algo que él no sabe de sí mismo, pero que puede emerger si nos hallamos juntos. Y siento que me atañe de un modo tremendo. Agita lo que hay de salvaje en mí... muy profundamente... oh, pero que muy profundamente,... y al mismo tiempo me asusta.

       –Supongo que sus pensamientos están siempre centrados en tí,– le dije, –pero es buena gente y...

       –Si, si,– me interrumpió impaciente, –Ya sé que puedo confiar del todo en él. Es gentil y singularmente inocente. Pero hay algo más que...– Se detuvo de nuevo, escuchando con atención. Luego se acercó a mí en la oscuridad, susurrando... –Ya sabe, Mr. Hubbard, que en ocasiones mis intuiciones me avisan con demasiada fuerza como para ser ignoradas. Oh, si, no necesita decirme de nuevo que es muy difícil distinguir entre el capricho y la intuición. Ya sé todo eso. Pero también sé que hay algo en lo más profundo del alma de ese hombre, que llama a algo en las profundidades de la mía. Y en estos momentos me asusta, porque no tengo modo de saber lo que es; y sé, lo sé, que algún día él hará algo que... que arrastrará mi vida al límite...– Se rió quedamente por lo extraño de su propia descripción.



       Me volví para mirarla más de cerca, pero la oscuridad era demasiado grande como para distinguir su rostro. Había una intensidad en su voz, casi una pasión contenida, que me tomó completamente por sorpresa.

       –No tiene sentido, Joan,– dije yo, con cierta severidad; –le conoces bien. Ha estado con tu padre durante meses.

       –Pero eso fue en Londres; y aquí arriba es diferente... me refiero a que siento que va a ser diferente. La vida en un lugar como este, barre por completo las restricciones de la vida artificial de la ciudad. Yo lo sé; oh, sé muy bien lo que estoy diciendo. Yo misma me siento liberada en lugar como este; la rigidez de la naturaleza de uno mismo, comienza a aflojarse y a fluir. ¡Seguro que entiendes a qué me refiero!

       –Desde luego que lo comprendo,– respondí, aunque no deseaba animarla en su actual línea de razonamiento, –y es una gran experiencia... para una breve temporada. Pero estás agotada, Joan, como el resto de nosotros. Unos pocos días respirando este aire y quedarás libre de todos esos miedos que mencionas.



       Entonces, tras un momento de silencio, asentí, sintiendo que acabaría echando de menos sus confidencias si continuaba tratándola como a una cría...

       –Creo que quizás, la verdadera explicación es que te da pena que te ame, y al mismo tiempo sientes esa repulsión que el animal fuerte, vigoroso siente hacia lo que es débil y tímido. Si viniera a tí con bravura y te agarrara de la garganta, gritando que estaba dispuesto a obligarte a amarle... bien, entonces no le tendrías ningún miedo. Sabrías exactamente cómo tratar con él. ¿No será algo de eso?



       La chica no contestó, y cuando tomé su mano, noté que estaba fría, y temblaba un poco.



       –No es el amor lo que me asusta,– dijo con cierto apresuramiento, pues en aquel instante escuchamos el golpear de un remo en el agua, –es algo en su misma alma, que me aterroriza de un modo, que nunca me habían aterrorizado antes,... y que me fascina. En la ciudad casi ni era consciente de su presencia. Pero desde el momento en que abandonamos la civilización, comenzó a hacerse notar. Parece tan... tan real aquí arriba. Me aterroriza quedarme a solas con él. Me hace sentir como si algo fuera a emerger, a abrirse camino... que él hará algo... o que yo haré algo... no sé exactamente el qué; probablemente,... pero me gustaría desfogarme y gritar...

       –¡Joan!

       –No se alarme,– rió ligeramente; –no haré ninguna tontería, pero deseaba contarle mis sentimientos en caso de que necesitara su ayuda. Cuando tengo intuiciones tan fuertes como ésta, nunca me equivoco; solo que no sé exactamente qué quieren decir.

       –De cualquier modo, deberás aguantar aún un mes,– le dije con una voz que intentaba aparentar seguridad, pues sus maneras habían, de algún modo, cambiado mi sorpresa en una súbita sensación de alarma. –Sangree sólo se quedará un mes, ya lo sabes. Y, de cualquier modo, tú también eres un poquito rara, así que deberías ser un poco más generosa con otros bichos raros,– finalicé, con una risa forzada.

       Aplicó a mi mano una súbita presión. –De todos modos, me alegra habérselo contado,– dijo rápidamente, casi sin aliento, pues la canoa estaba ya muy cerca, rompiendo el silencio como un fantasma a nuestros pies, –y también me alegro de que esté aquí,– añadió, mientras descendía hasta el agua, a encontrarse con él.

       Relevé a Sangree con los remos y me acoplé en el apretado asiento, situando a la chica entre nosotros, para poder vigilarles a ambos con sólo observar sus siluetas contra el mar y las estrellas. Sobre las intuiciones de cierta gente... usualmente mujeres y niños, debo confesarlo... he sentido siempre un gran respeto, que las más de las veces no ha sido justificado por la experiencia; y en aquellos instantes me asaltó una curiosa emoción, con las palabras de la chica permaneciendo aún vívidamente en mi consciencia. De algún modo –me expliqué a mí mismo– el hecho era que la chica, agotada por la fatiga de muchos días de viaje, había sufrido una fuerte reacción de alguna clase ante el imponente y desolado escenario, y puede que además, posiblemente, hubiera sido afectada por mi misma experiencia de observar a los miembros del grupo bajo una nueva luz... y el Canadiense, siendo en parte un extraño, la había hecho reaccionar de un modo más claro que el resto de nosotros. Pero, al mismo tiempo, sentí que era bastante posible que ella hubiera notado algún sutil enlace entre su personalidad y la de él, alguna cualidad que hasta el momento había ignorado y que la rutina de la ciudad había mantenido oculta. La única cosa que parecía difícil de explicar era el temor del que había hablado, y que yo esperaba que los efectos de la vida campestre y el ejercicio, acabarían por suprimir de un modo natural, conforme pasara el tiempo.



       Rodeamos la isla sin cruzar palabra. Era todo demasiado hermoso como para hablar. Los árboles descendían casi hasta la orilla y los rozábamos al pasar. Vimos sus delicadas copas oscuras, ligeramente arqueadas, con espléndida dignidad, como para observarnos, olvidando por un momento que las estrellas quedaban atrapadas en su armazón de hojas. Al oeste, en el cielo, aún quedaban restos del dorado atardecer, y contemplamos la agreste visión del horizonte, densamente poblado de bosques y montañas, llegándonos al corazón, como el motivo de una sinfonía, y embriagando nuestra mente con su belleza... todas aquellas islas de alrededor, se alzaban sobre el agua como nubes bajas, y al igual que ellas, parecían difuminarse silenciosamente en la brumosa noche. Escuchábamos el musical "drip–drip" del remo, y el suave susurro de las olas en la orilla; y entonces, de repente, nos hallamos de nuevo a la entrada de la laguna, habiendo cerrado por completo el circuito de nuestro hogar.



       El Reverendo Timothy se había despertado, y canturreaba para sí; y el sonido de su voz, mientras avanzábamos por las últimas cincuenta yardas de agua, era agradable de escuchar e indudablemente dichoso. Vimos el resplandor del fuego ante los árboles del risco, y sus sombras moviéndose mientras echaba más leña.

       –¡Ya estáis aquí!– nos llamó en voz baja. –¡Bien hallados! Habéis estado viendo el paisaje nocturno, ¿eh? ¡Genial! Pues tu madre sigue dormida, Joan.

       Su afable risa flotó a través del agua; no había estado en absoluto preocupado por nuestra ausencia, pues los excursionistas veteranos no se alarman fácilmente.



       –Ahora, recordad,– continuó, tras haberle contado ante el fuego los detalles de nuestro viaje, y despues de que Mrs. Maloney preguntara por cuarta vez dónde estaba su tienda y si la entrada daba al este o al sur, –deberemos turnarnos para preparar el desayuno, y uno de los hombres deberá estar listo al amanecer para ir disponiéndolo. Hubbard, ¡Haz las cosas de la mañana tal como yo las haga!.

       –Haré lo que pueda,– le dije, riéndome de su desconfianza, pues sabía que le encantaba tomar las gachas chamuscadas. –Y hazte a la idea de no carbonizarlo, como hiciste en todas las benditas ocasiones, el año pasado en el Volga,– añadí a modo de recordatorio.



       Tras la quinta interrupción por parte de Mrs. Maloney ante la puerta de su tienda, y su subsiguiente observación de que ya eran más de las nueve de la noche, nos dispusimos a encender las linternas y a apagar la hoguera, por seguridad.

       Pero antes de separarnos para pasar la noche, el clérigo tuvo tiempo de realizar un pequeño ritual de los suyos, y ninguno de nosotros fue capaz de negárselo. Siempre hacía aquello. Era una costumbre de sus días en el púlpito. Nos miró de uno en uno, con su rostro grave y severo, sus manos elevadas a las estrellas y sus ojos abriéndose y cerrándose con momentánea concentración. Ofreció entonces una breve y casi inaudible oración, agradeciendo al Cielo por haber llegado a salvo a nuestro destino, rogando buen tiempo, que no se dieran accidentes o enfermedades, y que hubiera buena pesca y fuertes vientos para navegar.

       Y entonces, de un modo inesperado... nadie supo exactamente por qué... finalizó con una abrupta petición sobre que a nada ni nadie del Reino de las Sombras se le permitiera hollar nuestra paz, y que nada malvado pudiera acercarse a molestarnos por la noche.

       Y mientras soltaba aquellas sorprendentes últimas palabras, tan extrañamente distintas a sus finales habituales, ocurrió que levanté la vista y dejé que mis ojos vagaran por el grupo que se reunía alrededor del agonizante fuego. Y ciertamente, me pareció que el rostro de Sangree mostraba una súbita y visible alteración. Se hallaba mirando a Joan, y mientras lo hacía, el cambio tuvo lugar, como una sombra, y se fue. Hube de reconocer, a mi pesar, que una emoción extrañamente concentrada, potente, contenida, había invadido su expresión, usualmente tan débil y relajada. Pero fue algo tan rápido como un meteoro, y al mirar su rostro por segunda vez, era normal, y se hallaba mirando a algún punto entre los árboles.

       Y Joan, por fortuna, no le había visto, con su cabeza inclinada y sus ojos ligeramente cerrados mientras su padre rezaba.



       "Lo cierto es que la chica tiene una gran imaginación," pensé, medio riéndome, mientras encendía las linternas, "si sus pensamientos pueden afectar a los mios de esa manera"; y entonces, tras darnos las buenas noches, tuve ocasión de dedicarla unas cuantas vigorosas palabras de aliento, y de acompañarla hasta su tienda para poder tener la seguridad de que podría encontrarla con rapidez en la noche, en caso de que algo ocurriera. Sagaz como era, la chica comprendió y me lo agradeció, y lo último que escuché mientras me dirigía a las tiendas de los hombres fue a Mrs. Maloney quejándose de que había escarabajos en su tienda, y la risa de Joan mientras acudía a ayudarla a sacarlos.

       Media hora más tarde, la isla estaba tan silenciosa como una tumba, a excepción de las voces del viento, que susurraba desde el mar. Las tres tiendas de los hombres se alzaban, como blancos centinelas, en un lado del risco; en el otro, medio ocultas por algunos birches, cuyas hojas susurraban al ser acariciadas por el viento, las tiendas de las mujeres, forradas de un fantasmal gris, se apiñaban cercanas para su mutuo cobijo y protección. Habría unas cincuenta yardas de suelo irregular, roca gris, musgo y liquen, entre unas y otras; y sobre todo, se alzaban la cortina de la noche y los imponentes y susurrantes vientos de los bosques de Escandinavia.

       Y por último, justo antes de dejarme llevar por esa poderosa ola que le arastra a uno suavemente a las profundidades del olvido, escuché de nuevo las palabras de John Silence mientras el tren salía de la Estación Victoria; y mediante alguna conexión sutil que me alcanzó en el mismo umbral de la consciencia, apareció simultáneamente en mis pensamientos el recuerdo de las confidencias de la chica, y su preocupación. Y mediante algún embrujo de los sueños que me aguardaban, ambos parecieron mezclarse en aquel instante; pero antes de que pudiera analizar el por qué de aquel hecho, se hundieron lejos de la vista, y me hallé más allá de cualquier recuerdo.



       "A menos que me mandes llamar antes."





II



       En cuanto a si la puerta de la tienda de Mrs. Maloney daba al sur o al este, creo que nunca llegó a descubrirlo, pues es bastante cierto que siempre dormía con las telas herméticamente cerradas; lo único que sé es que mi pequeña "cinco por siete, de pura seda" estaba orientada al este, pues a la mañana siguiente, el sol, brillando como sólo puede brillar en tierras salvajes, me despertó temprano, y un momento más tarde, tras una breve carrera sobre el suave musgo y un salto al vacío desde la cornisa de granito, me hallaba nadando en el agua más clara que imaginarse pueda.

       Eran pasadas las cuatro, y el sol comenzaba a revelar un extenso panorama de islas azules, que conducían hasta mar abierto y a Finlandia. Más cerca, se alzaban las boscosas cúpulas de nuestra propiedad, aún nublada y poblada de humeantes senderos de agonizante niebla; parecía tan fresca como si fuera la mañana del "sexto día de la creación" de Mrs. Maloney y acabara de salir, limpia y brillante, de las manos del Gran Arquitecto.

       En los espacios abiertos el suelo estaba cubierto de rocío, y desde el mar soplaba una fresca y salada brisa, que atravesaba los árboles, haciendo temblar las ramas en una atmósfera de resplandeciente plata. La blancura de las tiendas brillaba al recibir los primeros rayos del sol. Más abajo, yacía la laguna, aún soñando en la noche de verano; en el mar abierto, los peces saltaban afanosamente, enviando musicales ondas hasta la orilla; y en el aire pesaba la magia del silencio del alba, imposible de explicar.

       Encendí la hoguera para que una hora más tarde, el clérigo pudiera disponer de unas buenas brasas para preparar sus gachas de avena, y entonces me dispuse a realizar un exámen de la isla; no había avanzado ni una docena de yardas cuando ví una figura que aparecía un poco delante mío, donde la luz del sol descendía en un estanque entre los árboles.

       Era Joan. Se había levantado hacía ya una hora, según me dijo, y se había bañado antes de que las últimas estrellas abandonaran el cielo. Al momentó comprobé que el nuevo espíritu de esta solitaria región había penetrado en ella, haciendo desvanecerse los miedos de la noche, pues su rostro era como el de una feliz criatura de lo agreste, y sus ojos brillaban sin mácula. Estaba descalza, y su flotante cabello mostraba gotas de rocío recién caídas de las ramas. Obviamente había vuelto a su ser.

       –He estado recorriendo la isla,– anunció risueña, –y hay dos cosas a tener en cuenta.

       –Me fío de tu juicio, Joan. ¿Cuales son?

       –No hay vida animal, y no hay... agua.

       –Suele ir unido,– le dije. –Los animales no se establecen en una roca como esta, a menos que haya una fuente en ella.

       Y mientras me guiaba de un lugar a otro, contenta y excitada, saltando ágilmente de una roca a otra, me alegró notar que mis primeras impresiones resultaban ser correctas. No hizo referencia alguna a nuestra conversación de la pasada noche. El nuevo espíritu había reemplazado al viejo. No quedaba lugar en su corazón para el miedo o la ansiedad; y la Naturaleza la había renovado.

       La isla, según comprobamos, ocupaba unos tres cuartos de milla de parte a parte; estaba construida con forma circular, o mejor, de amplia herradura, con una abertura de veinte pies en la boca de la laguna. Los árboles de Pinos la cubrían densamente, aunque aquí y allá había plateados remiendos de birch, sauces llorones, y considerables colonias de arbustos de moras y frambuesas salvajes. Los dos extremos de la herradura formaban amplias losas de suave granito, que bajaba hasta el mar, formando peligrosos arrecifes justo bajo la superficie, pero el resto de la isla se alzaba en una elevación de catorce pies, que en ambos lados bajaba hasta el agua de un modo escalonado, a lo largo de unas cien yardas de anchura.

       La orilla exterior estaba plagada de innumerables calas, bahías y playas arenosas, con algunas cavernas aquí y allí, y pequeños acantilados contra los que el mar rompía con truenos y espuma. Pero la orilla interior, la orilla de la laguna, era baja y regular, y tan bien protegida por la muralla de árboles que se extendía por el risco, que ninguna tormenta podría hacer pasar algo más que un poco de agua por sus arenosas fronteras. Una paz eterna reinaba allí.

       En una de las otras islas, a unos pocos cientos de yardas de distancia –pues el resto del grupo durmió hasta tarde aquella mañana, y aprovechamos para usar la canoa– descubrimos un manantial de agua pura, que carecía de la dureza de la del Báltico, y resolviendo así el más importante problema del campamento; a continuación, procedimos a abordar el segundo... la pesca. Y en media hora nos dispusimos a regresar, pues el hecho de almacenar y limpiar más pescado del que pueda ser almacenado y comido en un día, no es una ocupación sabia para excursionistas veteranos.

       Al desembarcar, a eso de las seis, escuchamos al clérigo cantando como solía hacer, y vimos a su mujer y a Sangree saliendo de sus tiendas, a la luz del sol, vestidos ambos de un modo que suprimía finalmente todo recuerdo de las calles y la civilización.

       –Han sido los duendes los que han encendido el fuego para mí,– gritó Maloney, del modo más natural y sintiéndose en casa con su vieja bata de franela e interrumpiendo su canturreo a la mitad, –de modo que las gachas se están haciendo... y esta vez no se quemarán.

       Narramos el descubrimiento del agua y la captura del pescado.

       –¡Bien! ¡Excelente!– gritó. –Tomaremos el primer desayuno decente que he tenido en todo el año. Sangree, no tardes en limpiarlos, y la Contramaestre......

       –...Los freirá en un momento,– rió la voz de Mrs. Maloney, apareciendo en escena llevando la parrilla, calzada con sandalias y con un jersey azul. Su marido siempre la llamaba "la Contramaestre" en el campamento, ya que una de sus tareas, entre otras muchas, era la de llamar a todos para la comida.

       –Y en cuanto a tí, Joan,– continuó el hombre, feliz, –parece que seas el Espíritu de la Isla, con musgo en tu cabello y el viento en tus ojos, y el sol y las estrellas mezclados en tu rostro.– La miró con placentera admiración. –Aquí, Sangree, toma estos doce, son unos buenos ejemplares, los más grandes. ¡Y los tendremos untados en mantequilla en menos tiempo del que tardes en decir "Isla del Mar Báltico"!

       Observé al Canadiense mientras se movía despacio para limpiar el pescado. Sus ojos bebían en la belleza de la chica, y una oleada de apasionado regocijo, casi febril, pasó por su rostro, expresando el éxtasis de su sincera adoración más que cualquier otra cosa. Quizás estaba pensando en que aún le quedaban tres semanas de contemplar esa visión ante sus ojos; quizás estaba pensando en sus sueños de esa noche. No sabría decirlo. Pero noté la curiosa mezcla de ansia y felicidad en sus ojos, y la fuerza de esa impresión espoleó mi curiosidad. Algo en su rostro atrajo mi mirado por un segundo, algo en su intensidad. El hecho de que tan tímida y gentil personalidad pudiera albergar una pasión tan viril, requería una explicación.

       Pero la impresión fue momentánea, pues aquel primer desayuno en el campamento no me permitió prestar atención a otras cosas, y me atrevería a jurar que aquellas gachas, el té, el "bollo de pan" sueco, y los pescados fritos, aromatizados con tiras de beicon, fueron la mejor comida que se comiera aquel día en todo el mundo.

       El primer día de sol en un nuevo campamento es siempre muy ajetreado, y pronto nos sumergimos en la rutina de la que dependía, en gran medida, nuestra comodidad. Alrededor del fuego de cocinar, bastante mejorado con piedras de la orilla, construimos un alto cenador, consistente en un tejadillo formado por vigas de madera, y su cubierta forrada de musgo y líquenes, sujetados por piedras, y en el interior, rodeando el fuego, construimos asientos bajos de madera, para poder sentarnos en torno al fuego incluso en caso de lluvia, y poder comer tranquilos. También se delinearon caminos de tienda a tienda, a las zonas de aseo y al embarcadero, y se marcó una línea divisoria entre las tiendas de los hombres y las de las mujeres. Se partió leña, se quitaron los tocones y los troncos muertos, se colgaron hamacas, y las tiendas se fortalecieron. En una palabra, se estableció el campamento, y las tareas fueron asignadas y aceptadas como si esperáramos vivir en esta isla del Báltico durante los años venideros, y cada pequeño detalle sobre la vida en común fuera importante.

       Más aún, mientras el campamento cobraba entidad, aquel sentido de comunidad fue desarrollándose, probando que éramos un grupo compacto, y no meramente unos seres humanos aislados que se disponían a vivir durante un tiempo en tiendas, en una isla desierta. Todos nosotros nos sumergimos de pleno en la rutina. Sangree, como por selección natural, se hizo cargo de limpiar el pescado y cortar la leña en cantidades suficientes para un día entero. Y lo hacía bien. La palangana de agua nunca permanecía sin un pescado dentro, limpio y desescamado, listo para ser cocinado para quien tuviera hambre; la hoguera nocturna nunca se extinguió por falta de combustible que arrojar, sin necesidad de ir a buscar más.

       Y Timothy, una vez reverendo, capturaba el pescado y talaba los árboles. También tomó a su cargo la responsabilidad del mantenimiento del barco, y se implicó hasta tal punto que no había nada en el pequeño cutter que requiriera arreglarse. Y cuando, por algún motivo, su presencia era requerida, el primer lugar donde buscarle era... en el barco; y era allí, además, donde usualmente se le hallaba, reparando lonas, velamen y cabos, y cantando mientras lo hacía.

       Tampoco se descuidó la "lectura"; pues la mayoría de las mañanas llegaban sonidos de voces serias desde el interior de la tienda blanca a través de la extensión de arbustos, que significaban que Sangree, su tutor, y cualquier otro alumno que se hallara con el grupo esos días, estaban inmersos en la "Historia de los Clásicos".

       Y mientras Mrs. Maloney, también por selección natural, tomó a su cargo la limpieza y la cocina, las coladas y la supervisión general de nuestras rudas comodidades, y también se hizo maestra en el peculiar uso del megáfono, con el que nos convocaba para comer, y que transportaba su voz, fácilmente, de un extremo a otro de la isla; y en sus horas de ocio, esbozaba los paisajes que nos rodeaban en un block de dibujo, con toda la honestidad y la devoción de su alma determinada, pero poco receptiva.

       Joan, mientras tanto, Joan, elusiva y salvaje criatura, se convirtió no sé exactamente en qué. Trabajaba mucho en el campamento, aunque parecía no tener asignada ninguna tarea concreta. Estaba en todas partes en todo momento. En ocasiones dormía en su tienda, y en ocasiones bajo las estrellas con su saco de dormir. Conocía cada pulgada de la isla y aparecía en los lugares donde menos se la esperaba... pues siempre rondaba de un lado a otro, leyendo sus libros en apartadas esquinas, haciendo pequeñas fogatas en días nublados para "complacer a los dioses," y encontrando siempre nuevos estanques en los que pescar, bañándose y nadando día y noche en las aguas cálidas y sin olas de la laguna, como un pez en un gran tanque. Paseaba descalza y con las pantorrillas al descubierto, con el pelo suelto y el pantalón remangado hasta las rodillas, y si alguna vez un ser humano se transformó en una alegre criatura salvaje en el transcurso de una sola semana, Joan Maloney era ciertamente, ese ser humano. Se asilvestró.

       Además, se hallaba hasta tal punto poseída por el fuerte espíritu del lugar, que los pequeños miedos humanos que había mostrado de tan extraño modo a nuestra llegada, parecieron esfumarse por completo. Tal como esperaba, no hizo referencia alguna a nuestra conversación de la primera noche. Sangree no la dedicaba especiales atenciones, y después de todo, pasaban muy poco tiempo juntos. Su comportamiento era perfecto en ese sentido, y yo, por mi parte, apenas volví a pensar en el asunto. Joan solía ser presa de fuertes sensaciones, de uno u otro tipo, y esta había sido una de ellas. Afortunadamente para la felicidad de todos, se había evaporado ante el espíritu del trabajo, la vida activa y la profunda alegría que reinaba en la isla. Todos nos sentíamos intensamente vivos y en paz.

       Mientras tanto, el efecto de la vida en el campo comenzó a notarse. Supone siempre una prueba de carácter, y sus resultados, tarde o temprano, son infalibles, pues actúan sobre el alma con tanta rapidez y seguridad como el baño de reactivo sobre un negativo de fotografía. Rápidamente, tiene lugar un reajuste de las fuerzas de la personalidad; algunas partes de dicha personalidad se van a dormir, mientras otras se despiertan: pero el primer cambio que acarrea la vida salvaje es que las porciones artificiales del carácter se van desprendiendo una tras otra, como piel muerta. Las actitudes y poses que en la ciudad parecían genuinas, aquí se evaporan. La mente, como el cuerpo, rápidamente se vuelve dura, sencilla, sin complejidades. Y en un campamento tan primitivo y cercano a la naturaleza como era el nuestro, estos efectos se hicieron visibles con más rapidez.

       Por supuesto que, algunas personas que suelen decir maravillas de la vida sencilla cuando se encuentran lejos y a salvo, se traicionan a sí mismos al hallarse en un campamento, buscando contínuamente los estímulos artificiales de la civilización que añoran. Algunos se aburren al poco tiempo; algunos se hacen perezosos; algunos revelan al animal que llevan dentro, de las manera más inesperadas; y algunos, gente selecta, se encuentran a gusto, y son felices.

       Y, en nuestro pequeño grupo, todos podíamos preciarnos de pertenecer a la última categoría, según íbamos observando el efecto general. Solo que, además, se dieron algunos otros cambios, que variaban con cada individuo, todos ellos interesantes de analizar.

       Tan sólo llevábamos una o dos semanas allí, cuando aquellos cambios se hicieron más marcados, aunque este es el momento, creo yo, para hablar de ellos. Pues por mi parte, y no teniendo otra tarea más que disfrutar de unas bien ganadas vacaciones, solía cargar mi canoa con mantas y provisiones, y aventurarme en viajes de exploración entre las islas, por espacio de varios días; y fue a mi regreso del primero de aquellos viajes... cuando redescubrí al grupo, por decirlo así... y aquellos cambios se presentaron por vez primera, vívidamente ante mí, y de alguna manera particular me produjeron una impresión bastante curiosa.

       En una palabra: en aquel momento, mientras todos ellos se habían vuelto más agrestes, de un modo natural, Sangree, según me pareció, se había vuelto mucho más agreste, de un modo que sólo puedo calificar de antinaturalmente agreste. Me hacía pensar en un salvaje.

       Para empezar, su mera apariencia física había cambiado inmensamente, y el tono tostado de sus mejillas, los ojos brillantes de absoluta salud, y el aire general de vigor y robustez que habían reemplazado a su acostumbrada laxitud y timidez, le habían cambiado tanto que difícilmente parecía tratarse del mismo hombre. Su voz, además, era más profunda y sus maneras denotaban, por primera vez, una gran confianza en sí mismo. Ahora tenía algunos visos de apostura, o al menos de cierto aire de virilidad que no disminuían su valía a los ojos del sexo opuesto.

       Todo esto, desde luego, era bastante natural, e incluso bienvenido. Pero además de este cambio físico, que sin duda también se había dado en el resto de nosotros, había una sutil nota en su personalidad que percibí con cierto grado de sorpresa, casi rayante en el shock.

       Y otras dos cosas... cuando vino a recibirme y a arrastrar la canoa... saltaron a mi mente, intactas, como conectadas de algún modo que en aquel momento no podía definir... primero, la curiosa opinión que sobre él tenía Joan; y segundo, aquella expresión furtiva que había captado en su rostro mientras Maloney rezaba su extraña oración para una protección especial del Cielo.

       Su delicada apostura y maneras... por llamarlo de un modo suave... que siempre habían sido una característica definitoria de aquel hombre, habían sido reemplazadas por algo que le hacía mucho más vigoros y decidido, capaz de eludir cualquier análisis. El cambio que más hondamente me impresionó no resulta fácil de explicar. Los demás... el canturreante Maloney, la determinada "Contramaestre", y Joan, aquel fascinante híbrido entre ondina y salamandra... todos mostraban los efectos de la vida cercana a la naturaleza; pero en su caso el cambio era perfectamente natural y el que habría de esperarse, mientras que con Peter Sangree, el Canadiense, resultaba algo inusual e inesperado.

       Es imposible de explicar la manera en que fue llegando a mi mente la impresión de que algo en él le había vuelto salvaje, pues esa, más o menos, es la impresión que me daba. Realmente no es que pareciera menos civilizado, o que su carácter hubiera sufrido alguna alteración definitiva, pero sí que había algo en él, durmiente hasta el momento, que había despertado a la vida. Alguna cualidad, hasta ahora latente... al menos para nosotros, que, después de todo, sólo le conocíamos ligeramente... que había comenzado a funcionar y había asomado a la superficie de su ser.

       Y mientras tanto, no era sino bastante natural que mi mente continuara el proceso intuitivo y relaccionara el hecho de que John Silence, poseedor de peculiares facultades, y la chica, de acuerdo también a su temperamento particularmente receptivo, podían, cada uno de una manera distinta, haber adivinado esta cualidad latente en su alma, y temido su posterior manifestación.

       Ahora, mirando hacia atrás a esta penosa aventura, me parece igualmente natural que el mismo proceso, llevado a su lógica conclusión, hubiera despertado en mí algún profundo instinto que, completamente alejado de mi voluntad, me hubiera obligado poderosa y persistentemente a estar alerta en todo momento. De manera que la personalidad de Sangree no se apartaba nunca de mis pensamientos, y me encontraba a todas horas analizando y buscando una explicación, que tardaba demasiado en llegar.



       –Debo declarar, Hubbard, que estás tan bronceado como un aborigen, y que incluso pareces uno de ellos,– se rió Maloney.

       –Puedo devolverte el cumplido,– fue mi respuesta, mientras nos agrupábamos alrededor de la marmita de té para intercambiar noticias y comparar notas.



       Y más tarde, en el almuerzo, me asombró observar que el distinguido tutor, antaño clérigo, no daba cuenta de su comida con tanta "distinción" como hacía en casa... sino que la devoraba; y Mrs. Maloney comía más y, como mínimo, con menos mesura, de lo acostumbrado en la selecta atmósfera de su comedor inglés; y que mientras Joan atacaba su plato con verdadera ansia, Sangree, el Canadiense, mordisqueaba y engullía el suyo, riendo y mascullando todo el rato, haciéndome pensar con secreto asombro en un animal desnutrido en su primera comida. Mientras, según sus observaciones sobre mí, juzgué que también había cambiado, volviéndome tan agreste como el resto.

       El cambio se mostraba de este modo, y de un centenar de pequeñas maneras, difíciles de definir con detalle, pero que demostraban... no ya el efecto de vivir una vida primitiva, sino, digamos..., que los métodos más directos y poco refinados acababan por prevalecer. Pues durante todo el día nos hallábamos inmersos en los elementos... viento, agua, sol... y al igual que el cuerpo se hace insensible al frío, abandonando toda ropa innecesaria, la mente se fortalece y abandona muchos de los disfraces requeridos por las convenciones de la civilización.

       Y cada uno de nosotros, de acuerdo a su temperamento y carácter, desarrolló los instintos vitales que le eran naturales, indómitos, y, en cierto modo... salvajes.







III



       Y así, ocurrió que permanecí con el grupo de la isla, posponiendo día tras día mi segundo viaje de exploración; y me pareció que aquel lejano instinto mío de vigilar a Sangree era realmente la causa de mi demora.

       Durante unos diez días más, la vida en el campamento continuó de su delicioso modo habitual, bendecida por un perfecto tiempo de verano, abundancia de pesca, buen viento para navegar, y noches cálidas y tranquilas. La interesada oración de Maloney había sido favorablemente recibida. Nada nos molestó. Ni siquiera había ruidos nocturnos de animales, para alterar el descanso de Mrs. Maloney; pues en anteriores campamentos, a menudo había mostrado una peculiar aflicción al escuchar a los puercoespines arrastrarse por las inmediaciones, o a las ardillas, arrojando piñas por la mañana temprano, produciendo sonidos de truenos en miniatura sobre la cubierta de su tienda. Pero en esta isla no sólo no había ardillas, sino que no había ni ratones. Creo que dos sapos y una pequeña e inofensiva serpiente eran las únicas criaturas vivientes que habían sido descubiertas durante los primeros días. Y aquellos dos sapos, con toda probabilidad, no eran dos, sino que eran el mismo, en dos sitios diferentes.

       Entonces, de repente, legó el terror que cambió por completo el aspecto del lugar... el devastador terror.

       Llegó, al principio, suavemente, pero desde el comienzo me hizo percatarme de la incómoda soledad de nuestra situación, nuestro remoto aislamiento en aquella selva de mar y roca, y cómo las islas de este océano sin mareas, yacían a nuestro alrededor como la vanguardia de un vasto ejército sitiador. Su entrada, como ya he dicho, fue suave; de hecho, difícil de notar para la mayoría de nosotros: singularmente poco dramática. Pero lo cierto es que en la vida real, ese es a menudo el modo en que las situaciones amenazantes se ciernen sobre nosotros, sin perturbar al corazón casi hasta el último minuto, y subyugándolo entonces con un súbito estallido de horror. Pues era la costumbre, en el desayuno, escuchar pacientemente mientras cada uno, en turnos, relataba las triviales aventuras de la noche... cómo habían dormido, si el viento había golpeado su tienda, si la araña de la piedra en el risco se había movido, si habían escuchado al sapo, y esas cosas... y aquella mañana en particular, Joan, en medio de una pequeña pausa, anunció algo novelescamente:

       –Esta noche he escuchado el aullido de un perro,– dijo, y pasó la mano por las raíces de su cabello cuando estallamos en risotadas. Pues la idea de que hubiera un perro en aquella isla olvidada que sólo podía mantener a una serpiente y dos sapos, era indudablemente hilarante; y recuerdo que Maloney, medio inclinado sobre su cerdo a la brasa, acompañó el anuncio declarando por su parte, que él había escuchado a una "tortuga báltica" en la laguna, y la expresión de frenética alarma de su mujer, antes de echarse a reir, la hicieron callar.

       Pero a la mañana siguiente Joan repitió la historia, con un detalle adicional, y muy convincente.

       –Me han despertado sonidos como de gruñidos,– dijo ella, –y he escuchado claramente cómo algo olfateaba bajo mi tienda, y el sonido de garras arrastrándose.

       –¡Oh, Timothy! ¿Podría ser un puercoespín?– exclamó la Contramestre con desmayo, olvidando que Suecia no era Canadá.

       Pero la voz de la chica me había sonado de otra manera, y levantando la vista comprobé que su padre y Sangree la observaban duramente. También ellos comprendían que estaba preocupada, y les había impactado el tono serio de su voz.

       –¡Tonterías, Joan! Siempre estás soñando con otras cosas salvajes,– dijo su padre un poco impacientemente.

       –No hay animal alguno, de ningún tamaño en toda la isla,– añadió Sangree con expresión intrigada. No apartaba sus ojos del rostro de la joven.

       –Pero nada impide que alguno venga nadando,– añadí casualmente, pues, de algún modo, una cierta sensación incómoda y poco agradable comenzaba a aparecer en la charla y en sus pausas. –Un ciervo, por ejemplo, podría fácilmente arrivar en la noche y echar un vistazo....

       –¡O un oso!– musitó la "Contramaestre", con tan impresionada mirada que todos nos alegramos de reir.

       Pero Joan no se rió. En lugar de eso, se levantó de un salto y nos dijo que la siguiéramos.

       –Allí,– dijo, señalando al suelo de su tienda, en el lado más alejado de la de su madre; –hay marcas cerca de mi cabeza. Podéis verlas vosotros mismos.

       Sencillamente, las vimos. El musgo y el liquen –pues casi no se veía la tierra– habían sido arañados por garras. Debía haber sido un animal del tamaño de un perro grande, a juzgar por las marcas. Permanecimos en fila, mirando.

       –Cerca de mi cabeza,– repitió la chica, mirándonos. Su rostro, según noté, estaba muy pálido, y sus labios parecieron temblar por un instante. Entonces tragó saliva... y soltó un torrente de lágrimas.

       Todo el asunto se nos había echado encima en el breve lapso de unos pocos minutos, y con una curiosa sensación de inevitabilidad, y más aún, como si todo ello hubiera sido cuidadosamente planeado en todo momento, y nada hubiera podido detenerlo. Todo se había, de algún modo, originado antes... en realidad había ocurrido antes, como suele pasar con las sensaciones extrañas; parecía ser el movimiento que daba comienzo a un extraño y ominoso drama, que yo estaba seguro que se disponía a tener lugar. Algo importante iba a ocurrir.

       Pues aquella siniestra sensación de desastre inminente se había hecho sentir desde el mismo comienzo, y una atmósfera de preocupación y desmayo, imperó en el campamento de ese momento en adelante.

       Aparté a Sangree a un lado y me aparté, mientras Maloney llevaba a la desconsolada chica a su tienda, y su mujer les seguía, enérgica y muy impresionada.

       Y así, de un modo tan poco dramático, fue como el terror del que he hablado, comenzó a invadir nuestro campamento, y, aún pareciendo trivial y poco importante, cada pequeño detalle de aquella escena introductoria se halla fotografiado en mi mente con despiadada precisión y minuciosidad. Ocurrió exactamente como se ha descrito. Aquel fue, exactamente, el lenguaje empleado. Lo veo, escrito ante mi en blanco y negro. Y veo también los rostros de todos los implicados, con su repentina y desagradable señal de alarma donde antes había paz. El terror se había mostrado, por decirlo así, en un primer contacto hacia nosotros y había tocado nuestros corazones de un modo horrible y directo. Y a partir de aquel momento, el campamento cambió.

       Sangree en particular, se hallaba visiblemente abatido. No podía asumir el ver a la chica en ese estado, y escuchar sus sollozos era más de lo que podía soportar. La sensación de que no tenía derecho a protegerla le hería profundamente, y pude ver que estaba deseando hacer algo por ayudarla, lo cual me hizo apreciarle. Su expresión decía claramente que estaba dispuesto a destrozar en mil pedazos a cualquiera que estuviese dispuesto a tocar un solo cabello de la cabeza de la muchacha.

       Encendimos nuestras pipas y caminamos en silencio hacia las tiendas de los hombres, y fue su curiosa expresión Canadiense "¡Gee whiz!" la que atrajo mi atención hacia otro descubrimiento.

       –La bestia también ha estado escarvando alrededor de mi tienda,– gritó, mientras señalaba unas marcas similares cercanas a a puerta y yo me inclinaba para examinarlas mejor. Permanecimos en silencioso asombro durante durante algunos minutos.

       –Solo que yo duermo como los muertos,– añadió, levantándose del suelo, –y supongo que por eso no escuché nada.

       Seguimos el rastro de marcas desde la boca de su tienda en línea directa hasta la de la chica, pero no vimos, en ninguna otra parte del campamento, rastro alguno del extraño visitante. El ciervo, perro, o lo que fuera que nos había favorecido con dos visitas nocturnas, había concentrado su atención en aquellas dos tiendas. Y, después de todo, no había nada de especial en aquellas visitas por parte de un animal desconocido, pues aunque nuestra isla estaba desprovista de vida, estábamos en el corazón de una tierra agreste, y en tierra firme y en las islas más grandes, debía de haber una miríada de criaturas cuadrúpedas, y no era necesario nadar demasiado para alcanzarnos. En cualquier otro lugar no habría causado el momentáneo interés... es decir, un interés de aquel tipo. En nuestros campamentos en Canadá, los osos rondaban todas las noches cerca de las bolsas de provisiones, los puercoespines no dejaban de arañar incesantemente, y las ardillas saltaban sobre todo.

       –Mi hija está agotada, esa es la verdad,– explicó Maloney tras haberse unido a nosotros y examinado las marcas de garras. –Ha estado hiperactiva ultimamente, y ya sabéis que la vida del campamento siempre la excita bastante. Es bastante natural. Será mejor que no le digamos nada.– Calló un momento mientras llenaba su pipa con mi bolsa de tabaco, y el modo descuidado en que lo hizo, dejando caer visiblemente, multitud de preciadas hebras sobre el suelo, contradijo la calma de su sencillo lenguaje. –Podrias llevártela a pescar unos días, Hubbard, como a un grumete; difícilmente podría pasar el día en el cutter. Quizás podríais ir en tu canoa, a visitar alguna de las otras islas ¿No?

       Y a la hora del almuerzo la nube había pasado tan súbitamente, y tan sospechosamente, como había venido.



       Más tarde, en la canoa, mientras regresábamos al campamento tras la jornada de pesca, intentando mantener apartado aquel incidente de nuestras mentes, la muchacha me habló, de nuevo, de un modo que tocó de nuevo esa nota de siniestra alarma... esa nota que permanecería con nosotros hasta que, finalmente, John Silence llegó con su abrumadora presencia para apagarla; si, y que aún se mantuvo un poco tras venir él.

       –Me da vergüenza pedirle esto,– me dijo Joan abruptamente, mientras ramaba en dirección al campamento, con su pelo agitado por el viento, –y también me avergüenza haber llorado esta mañana, y que, realmente no sabría decirle por qué lo hice; pero, Mr. Hubbard, desearía que me prometiera que no salga a una de sus largas expediciones... justo ahora. Se lo ruego.– Me habló con tal interés que se olvidó de la canoa, y el viento nos golpeó de lado, balanceándonos peligrosamente. –De verdad que he intentado no llegar a pedirle esto,– añadió, estabilizando de nuevo la canoa, –pero, sencillamente, no soy capaz de ayudarme a mí misma.

       Era toda una petición, y supongo que mi vacilación fue evidente; pues ella continuó antes de que pudiera contestarla, y su intensa expresión de súplica me impresionó profundamente.

       –Sólo por otras dos semanas...

       –Mr. Sangree se irá en poco más de una semana,– dije, viendo al momento a dónde quería llegar, pero sin saber si animarla o no.

       –Si yo supiera que usted estaría en la isla hasta entonces,– me dijo, con su rostro empalideciendo por momentos, y su voz temblando un poco, –me sentiría mucho más feliz.

       La miré fijamente, esperando a que acabara.

       –Y más segura,– añadió casi en un susurro; –es decir... especialmente... de noche.

       –¿Más segura, Joan?– Repetí, pensando que nunca había visto en sus ojos una expresión tan tierna y suave. Asintió con la cabeza, sin apartar sus ojos de mi rostro.

       Realmente era difícil negarse a ello, fuera cual fuera mi opinión al respecto, pues de algún modo comprendí que me lo decía por alguna buena razón, que no era capaz de expresar con palabras.

       –Más feliz... y más segura,– dijo gravemente, haciendo girar peligrosamente la canoa mientras se inclinaba en el asiento para escuchar mejor mi respuesta. Quizás, después de todo, lo más sabio era aceptar su petición y hacer hincapié en ello, intentando mitigar su ansiedad evitando hablar de sus causas.

       –De acuerdo, Joan, bicho raro; lo prometo,– y al instante observé alivio en su rostro, y la sonrisa que iluminó sus ojos, como un amanecer, me hizo sentir que, aunque el mundo y yo mismo lo desconocíamos, era capaz, después de todo, de realizar considerables sacrificios.

       –Pero ya sabes que no hay nada de lo que tener miedo,– añadí severamente; y miró mi rostro con esa sonrisa que ponen las mujeres cuando saben en su fuero interno que les estás diciendo una tontería, pero no desean decírtelo.

       –Tu no tienes miedo, ya lo sé,– observó tranquilamente.

       –Claro que no; ¿por qué habría de tenerlo?

       –Bueno, si me hace este favor ahora, yo... no volveré a pedirle ninguna tontería más en toda mi vida,– dijo agradecida.

       –Tienes mi promesa,– fue todo cuanto pude decir.

       Volvió a dirigir la canoa hacia la laguna, que se hallaba ya a un cuarto de milla, y remó rápidamente; pero un minuto o dos más tarde, se detuvo de nuevo y me miró escrutadoramente, con el remo entre los brazos.

       –No ha escuchado nada durante la noche ¿No?– preguntó.

       –Nunca escucho nada por las noches,– contesté escuetamente, –desde el momento en que acuesto hasta el momento de levantarme.

       –¿Y aquel horrible aullido, por ejemplo,– continuó, decidida a desahogarse, –lejano al principio y luego más cerca, y deteniéndose justo a las afueras del campamento?

       –La verdad es que no.

       –Porque a veces casi creo que lo he soñado.

       –Lo más seguro es que así sea,– fue mi poco comprensiva respuesta.

       –¿Entonces no cree que a lo mejor mi padre también lo haya oído?

       –No. Si fuera así, me lo habría dicho.

       Aquello pareció relajar un poco su mente. –Sé que mi madre no lo oyó,– añadió, como hablando para sí, –pues nunca... oye nada.



       Dos noches después de esta conversación, me desperté de un profundo sueños, escuchando sonidos de gritos. La voz era realmente horrible, rompiendo la paz y el silencio con su agudo clamor.

       En menos de diez segundos me hallaba medio vestido y fuera de mi tienda. El grito se había detenido abruptamente, pero supe de donde venía, y corrí tan rápido como me permitía la oscuridad, hacia la zona de las mujeres, y al acercarme escuché sonidos de sollozos contenidos. Era la voz de Joan. Y justo al acercarme ví a Mrs. Maloney, ligerísimamente ataviada, alumbrando con una linterna.

       En el mismo instante, otras voces se hicieron audibles, y Timothy Maloney llegó, sin aliento, medio desnudo, y llevando otra linterna, que antes había estado colgada de un arbol. Comenzaba a despuntar el alba, y una fresca brisa soplaba desde el mar. El cielo estaba cubierto por densas nubes negras.

       La escena de confusión puede ser mejor imaginada que descrita. Preguntas con voces asustadas, cruzaron el aire, apagando el sonido de fondo de los sollozos reprimidos. En pocas palabras... la tienda de seda de Joan había sido atacada, y la chica se hallaba en un estado próximo a la histeria. Pese a todo, se había tranquilizado por nuestra ruidosa presencia,... pues era de corazón valeroso,... se dirigió a nosotros e intentó explicar lo que había ocurrido; y sus desgarradas palabras, pronunciadas allí, en la frontera entre la noche y la mañana, sobre aquel risco de una isla salvaje, resultaron curiosamente emocionantes e inquietantemente convincentes.

       –Algo me tocó y yo me desperté,– dijo sencillamente, pero con una voz aún rota por el terror, –algo presionaba contra la tienda; lo sentía contra la lona. Sentí cómo olisqueba y escarbaba como la otra vez, y noté que la tienda cedía un poco, como cuando recibe una ráfaga de viento. Oí su respiración... muy baja y profunda... y entonces, de repente, se notó un fuerte golpe, y la lona se desgarró, abriéndose cerca de mi cara.

       Al instante había salido fuera por el agujero de la tienda y había gritado con toda su voz, pensando que la criatura había llegado a introducirse en la tienda. Pero no se veía nada, declaró, y no escuchó ni el más debil sonido del animal escabulléndose en la oscuridad. Aquel breve resumen pareció ejercer un efecto paralizante sobre todos nosotros, mientras escuchábamos. Aún puedo ver al desvelado grupo de aquel día, el viento soplando sobre el cabello de las mujeres, Maloney adelantando la cabeza para escuchar mejor, y su mujer, con la boca abierta y conteniendo la respiración, inclinada sobre un pino.

       –Vayamos al cenador y encendamos un fuego,– dije yo; –eso es lo primero,– pues todos temblábamos de frío por nuestras escasas vestimentas. Y en ese momento llegó Sangree, envuelto en una manta y llevando su arma; aún estaba medio dormido.

       –El perro otra vez,– explicó Maloney brevemente, anticipándose a su pregunta; –estuvo en la tienda de Joan. Y esta vez la ha rasgado, ¡Por Dios!. Ya es hora de que hagamos algo.– continuó murmurando para sí mismo, de un modo confuso.

       Sangree empuñó su arma paseó su mirada rápidamente por la oscuridad circundante. Vi brillar sus ojos ante el resplandor de las parpadeantes linternas. Hizo un movimiento, como si estuviera deseoso de salir a cazar... y matar.

       Entonces su mirada descendió sobre la destrozada tienda de Joan, en el suelo; ocultó el rostro entre sus manos, y apareció en sus rasgos una expresión de ira que los transformó. En aquel momento habría sido capaz de enfrentarse a una docena de leones con un bastón de viaje, y de nuevo le aprecié, por la fuerza de su enfado, su autocontrol, y su devoción sin esperanza.

       Pero le hice desistir de lanzarse a una caza inútil y a ciegas.

       –Ven y ayúdame a encender el fuego, Sangree,– le dije, ansioso también por apartar a la chica de nuestra presencia; y unos pocos minutos más tarde, las brasas aún ardientes por el fuego de la noche anterior, habían prendido en la madera seca, y se produjo una llama que nos calentó, además de iluminar los árboles de los alrededores en un radio de veinte yardas.

       –No he oído nada,– susurró; –¿Qué diablos piensan que es? Seguramente... ¡no puede ser tan solo un perro!

       –Eso ya lo averiguaremos,– dije, mientras los demás se acercaban al reconfortante calor; –lo primero que hay que hacer es un fuego tan grande como podamos.

       Joan estaba ya más calmada, y su madre se había vestido con unos atuendos más cálidos y menos "milagrosos".

       Y mientras permanecían hablando en voz baja, Maloney y yo nos retiramos a examinar la tienda. Había bastante poco que ver, pero lo poco que había no daba lugar a error. Algún animal había escarbado en el suelo a la entrada de su tienda, y con un poderoso golpe de zarpa... una zarpa claramente provista de buenas garras... había hendido la lona de seda, dejándola abierta. Había un agujero lo bastante grande como para introducir por él un puño y un brazo.

       –Esto no puede ir más lejos,– dijo Maloney alterado. –Organizaremos una cacería al momento; ahora mismo.

       Regresamos hacia el fuego; Maloney hablaba obsesivamente sobre su propuesta cacería.

       –No hay nada como una acción rápida para desvanecer la alarma,– me susurró al oído; y entonces se volvió al resto del grupo.

       –Peinaremos la isla de principio a fin, y lo haremos al momento,– dijo excitado; –eso es lo que haremos. La bestia no puede estar lejos. Y la Contramaestre y Joan vendrán también, porque no podemos dejarlas aquí solas. Hubbard, tu recorrerás la orilla derecha, y tu, Sangree, la izquierda, y yo iré por enmedio con las mujeres. De este modo podremos extendernos por el risco, y nada que sea más grande que un conejo tendrá posibilidades de escapar.– Me pareció que se hallaba extraordinariamente excitado. Por supuesto que, cualquier cosa que afectara a Joan le influía prodigiosamente. –Id a por vuestras armas, y comenzaremos el rastreo ahora mismo,– gritó. Encendió otra lintera, y le acercó una a Joan y otra a su mujer; y mientras corría a buscar mi arma, pude escuchar cómo cantaba para sí, en medio de todo aquel barullo.

       Mientras tanto, el amanecer se nos echaba encima, haciendo que las resplancientes linternas fueran inútiles. El viento, además, aumentó, y escuché a los árboles agitarse en lo alto y a las olas romper en la bahía con incesante clamor. En la laguna, el barco se agitaba, chapoteando, y los rescoldos del fuego que habíamos encendido, se apagaron, provocando una amplia nube de humo.

       Nos situamos en los extremos de la isla, midiendo cuidadosamente las distancias, y entonces comenzamos a avanzar. Nadie hablaba. Sangree y yo, con las armas amartilladas, patrullamos las líneas de las orillas, a la vista, unos de otros, y a una distancia suficiente para hablar. Fue un paseo tenso y lento, y hubo muchas falsas alarmas, pero tras algo más de media hora, alcanzamos el extremo opuesto, completando el tour, y sin haber visto ni tan siquiera una ardilla. Ciertamente, no había ninguna otra criatura viviente en aquella isla, excepto nosotros.

       –¡Ya sé lo que es!– gritó Maloney, mirando a la vaga extensión de mar gris, y hablando con el aire de un hombre que acaba de hacer un descubrimiento; –es un perro de una de las granjas de las islas más grandes... –señaló hacia el mar, donde el archipiélago se hacía más denso– ...y se escapó y se ha vuelto salvaje. Nuestro fuego y nuestras voces le atrajeron, y lo más probable es que esté medio muerto de hambre, además de salvaje, ¡la pobre bestia!

       Nadie dijo nada en respuesta, y comenzó a canturrear bajo, para sí mismo.

       El punto en el que nos hallábamos... un grupo de temblorosos vagabundos... daba a los más anchos canales, que conducían hasta el mar abierto y a Finlandia. Al fín había amanecido, desapacible y gris, y podíamos ver las rompientes olas, con sus iracundas crestas blancas. Las islas de alrededor se mostraban como oscuras masas en la distancia; y en el este, casi donde había señalado Maloney, el sol se elevaba, como un destello en el tormentoso y magnífico cielo dorado y rojo. Y contra este hermoso y terrible fondo, unas negras nubes, con las formas de fantásticos y legendarios animales, cambiaban con rapidez en sollozante vapor; y sobre ese día, tan solo he de cerrar los ojos para ver de nuevo aquella vívida y rápida procesión en el aire. A nuestro alrededor, los pinos se alzaban oscuros ante el cielo. Era un amanecer tormentoso. La lluvia, de hecho, acababa de empezar a caer, con gruesas gotas.

       Nos volvimos, como por instinto común, y, sin hablar, regresamos lentamente al campamento, con Maloney barruntando sus canciones, Sangree delante, con su arma, preparado para disparar en el instante en que notara algo, y las mujeres rezagadas, detrás, junto conmigo y las ya extinguidas linternas.

       ¡Asi que sólo era un perro!

       Realmente, era de lo más singular cuando uno reflexionaba con serenidad sobre todo ello. Los eventos, según dicen los ocultistas, poseen alma, o al menos ese conglomerado vital debido a las emociones y pensamientos de todos los implicados, de modo que dichas ciudades, e incluso sus tierras, poseen grandes formas astrales que pueden hacerse visibles al ojo humano; y, ciertamente, allí, el alma de aquel rastreo... aquel vano, desesperado, futil rastreo... flotaba a nuestro alrededor... riéndose.

       Todos nosotros escuchábamos esa risa, y todos nosotros hacíamos lo posible por amortiguar el sonido, o al menos por ignorarlo.

       Todos nosotros hablábamos a la vez, en voz queda, y con exagerada decisión, intentando obviamente decir algo plausible contra lo extraño del caso, pretendiendo explicar de un modo natural que un animal podría haber logrado esconderse de nosotros, o nadado a otra isla antes de que hubiéramos podido iluminar su rastro. Pues todos nosotros hablábamos de ese "rastro" como si en verdad existiera, aunque no teníamos absolutamente nada excepto las simples marcas de zarpas en las tiendas de Joan y el Canadiense. De hecho, excepto por estas marcas y el rasgado de la tienda, creo que habría sido bastante posible ignorar la existencia de esta bestia intrusa entre nosotros.

       Y fue allí, bajo aquel tormentoso amanecer, mientras nos resguardábamos en el cenador de madera de la insistente lluvia, ya empapados y bastante excitados... fue allí, en medio de aquella confusión de voces y explicaciones, que... con gran fuerza... el espectro de algo horrible se alzó, y permaneció junto a nosotros. Hacía que todas nuestras explicaciones parecieran infantiles e inciertas; la falsa relación fue expesta al instante. Los ojos intercambiaron rápidas y ansiosas miradas, inquisitivas y expresando desmayo. Había una sensación general de asombro, de emergente incomodidad, y de alteración. La alarma se reflejaba en nuestras cejas. Temblábamos.

       Entonces, de repente, mientras nos mirábamos a la cara los unos a los otros, llegó un silencio largo y poco bienvenido, en el que lo que acababa de suceder se estableció en nuestros corazones.

       Y, sin hablar de nuevo, o intentar más explicaciones, Maloney se aprestó bruscamente a mezclar las gachas para un desayuno temprano; Sangree para limpiar el pescado; y yo mismo a cortar leña y atender el fuego; Joan y su madre fueron a cambiarse sus mojadas ropas; y, lo más significativo de todo, a preparar la tienda de su madre para poder compartirla entre las dos.

       Cada uno se centró en su tarea, pero de un modo hosco, desganado y silencioso; y esta nueva sensación, esta sombra de terror e intranquilidad, se alzaba invisible a lado de cada uno de nosotros.

       "Si al menos hubiéramos encontrado algún rastro del perro", era el pensamiento dominante en la mente de todos.

       Pero en el campamento, donde cada uno es consciente de la importancia de la contribución individual al confort y bienestar de todos, la mente recupera el ritmo rápidamente y se pone en marcha.

       Durante el día, un día de lluvia densa e incesante, nos quedamos más o menos en nuestras tiendas, y aunque había signos de misteriosas conferencias entre los tres miembros de la familia Maloney, pensé que lo mejor era dejarles a solas, descabezar un sueño y pensar. Y, ciertamente, lo hice, pues cuando Maloney vino a decirme que su mujer nos invitaba a un "té" especial en su tienda, tuvo que depertarme y sacudirme antes de que me percatara de su presencia.

       Y a la hora del almuerzo nos hallábamos más o menos animados, y casi joviales. únicamente, noté que parecía cundir algo que se podría definir como "saltar a la primera," y que el mero caer de una hoja o el chapoteo de un pez en la laguna, era suficiente para ponernos en guardia, y mirar por encima del hombro. Los silencios eran raros en nuestra conversación, y no permitimos que el fuego se hiciera más débil ni por un instante. El viento y la lluvia habían cesado, pero el goteo de las ramas aún imitaba perfectamente a un chispear. En particular, Maloney estaba alerta y vigilante, contando una serie de historias en las que el elemento humorístico era especialmente grande. Además, se situó junto a mí, después de que Sangree se fuera a dormir, y mientras yo me servía un vaso de templado ponche sueco, hizo una cosa que nunca le había visto hacer... se sirvió otro para él, y luego me pidió que le alumbrara hasta llegar a su tienda. No hablamos por el camino, pero sentí que se alegraba por mi compañía.

       Regresé solo al cenador, y durante un largo rato, mientras el fuego crepitaba, permanecí sentado, fumando pensativo. No sabía el motivo; pero por una parte no tenía ningún sueño, y por otra, una idea estaba tomando forma en mi mente, y necesitaba el confort del tabaco y un buen fuego, para desarrollarla. Me apoyé contra una esquina de los asientos del cenador, escuchando susurrar al viento y el incesante gotear de los árboles. Era, además, una noche tranquila, y el mar y la laguna se hallaban en calma. Recuerdo que fui consciente, peculiarmente consciente, del sinfín de islas desoladas que nos rodeaban en la oscuridad, y de que éramos el único signo de humanidad en un entorno maravillosamente salvaje.

       Pero aquel, creo yo, fue el único síntoma que llegó a alertar mis resistentes nervios, y, ciertamente no fue lo suficientemente alarmante como para destruir mi paz mental. Ocurriría, sin embargo, una cosa que turbaría mi paz, pues justo cuando me disponía a marcharme, mientras aplastaba los últimos rescoldos del fuego, me pareció ver, observándome cerca del final del murete del cenador de madera, una forma oscura y sombría que bien podía haber sido... que de hecho, recordaba intensamente... al cuerpo de un gran animal. Y en medio de aquello, dos brillantes ojos centellearon por un instante. Pero un segundo más tarde me percaté de que era la mera proyección de una masa de musgo y liquen en el murete del cenador, y los ojos un par de chispas errantes que habían saltado al aplastar yo las agonizantes cenizas. Por otra parte, resultaba bastante fácil imaginar ver un animal moviéndose de aquí para allá entre los árboles, mientras andaba el camino hasta la tienda. Evidentemente, las sombras me engañaban.

       Y aunque ya era más de la una de la noche, la luz de Maloney aún estaba encendida, pues ví brillar su blanca tienda entre los pinos.

       Fue, de todos modos, en ese corto espacio entre la consciencia y el sueño... ese momento en el que el cuerpo está en reposo y las voces de esa región sumergida dicen en ocasiones la verdad... cuando la idea que había estado madurando hasta el momento, llegó a ser una auténtica decisión. Había decidido mandar un aviso al Dr. Silence. Pues, asombrándome de repente por haber estado tan ciego hasta el momento, llegué a la incómoda convicción de que algo amenazador nos acechaba en aquella isla, y que la seguridad de al menos uno de nosotros estaba ameazada por algo monstruoso e impío, demasiado horrible para ser contemplado. Y, recordando de nuevo aquellas últimas palabras que escuché mientras el tren partía del andén, comprendí que el Dr. Silence se encontraría listo para acudir.

       "A menos que me mandes a buscar antes," me había dicho.



       De repente, me encontré completamente despierto. Era imposible decir qué me había despertado, pero no fue un proceso gradual, puesto que salté de un sueño profundo a la más absoluta alerta en un breve instante.

       Había, evidentemente, dormido durante algo más de una hora, pues la noche se había aclarado, las estrellas coronaban el cielo y una pálida media luna se sumergía en el mar, arrojando una luz espectral entre los árboles.

       Salí al exterior para oler el aire y me puse en tensión. Me asaltó la curiosa impresión de que algo iba mal en el campamento, y al mirar a la tienda de Sangree, a unos veinte pies de distancia, observé que se movía. De modo que también él estaba despierto y en vela, pensé mientras contemplaba los abultamientos a los lados de la lona, mientras se movía en su interior.

       La tela de la puerta se movió hacia fuera. Estaba saliendo, como yo mismo, a oler el aire; y no me sorprendió, pues aquella dulzura, tras la lluvia, era embriagadora. Salió a cuatro patas, tal como yo había hecho. Ví una cabeza asomar por el borde de la tienda.

       Y entonces observé que no se trataba de Sangree, en modo alguno. Era un animal. Y en aquel instante me percaté de algo más... era El Animal; y su sola presencia, por alguna inenarrable razón, resultaba absolutamente maléfica.

       Un grito, que no fui capaz de reprimir, escapó de mi garganta, y la criatura se giró al instante y me miró con sus enormes ojos. A punto estuve de desplomarme sobre el suelo, pues todas las fuerza escaparon de mi cuerpo, con un escalofrío. Algo había en aquella criatura, que me tocó con un terror paralizante.

       Si la mente no requiere más de una décima de segundo para formar una impresión, creo que permanecí allí, patidifuso durante varios segundos mientras agarraba con fuerza las sogas de la tienda para sujetarme, y seguía mirando. Muchas y muy vívidas impresiones destellaron en mi mente, pero ninguna de ellas acabó en acción, pues en aquel instante mi temor era que la bestia pudiera, en cualquier momento, saltar en mi dirección e ir a por mí. Sin embargo, en lugar de ello, y tras lo que pareció un vasto periodo, giró lentamente los ojos que observaban mi rostro, emitió un sonido bajo y gutural, y salió al exterior.

       Entonces, por primera vez, le ví enteramente, y noté dos cosas: era del tamaño de un perro enorme, pero al mismo tiempo era enteramente distinto a cualquier animal que hubiera visto nunca. Además, la cualidad que tanto me había impresionado al pincipio por ser maléfica, no era más que su singular y original extrañeza. Auqnue pueda sonar estúpido e imposible, ya que no tengo prueba alguna que ofrecer, sólo puedo decir que el animal me pareció... no ser real.

       Pero todo esto pasó por mi mente en un destello, de un modo casi subconsciente, y antes de que tuviera tiempo de comprobar mis impresiones, o incluso verificarlas adecuadamente; realicé un movimiento involuntario, agarrando y soltando la tensa soga con mi mano, de manera que vibró y sonó como una cuerda de banjo, y en aquel instante la criatura dobló la esquina de la tienda de Sangree y se perdió an la oscuridad.

       Entonces, claro está, recuperé de algún modo el uso de mis sentidos, y me percaté de una sola cosa: ¡Había estado dentro de su tienda!

       Me lancé al exterior, alcancé la puerta tras una media docena de zancadas, y miré el interior. El Canadiense, ¡gracias a Dios! yacía sobre su lecho de ramitas. Su brazo estaba extendido apuntando al exterior, con el puño fuertemente apretado, y el cuerpo poseía una apariencia de inusual rigidez que resultaba alarmante. En su rostro se percibía una expresión de esfuerzo, de esfuerzo casi doloroso, al menos según me permitía ver la débil luz, y su sueño parecía ser muy profundo. Pensé que parecía tan stiff, tan antinaturalmente stiff, y, además, de un modo indefinible, parecía más pequeño... como hundido.

       Intenté despertarle llamándole numerosas veces, pero lo hice en vano. Entonces decidí zarandearle, y me había acercado a él para hacerlo vigorosamente, cuando me llegó un sonido de pisadas que se acercaban suavemente hacia mi lado, y sentí cómo un flujo de caliente aliento quemaba mi nuca mientras me detenía. Me giré en redondo. La puerta de la tienda estaba a oscuras, y algo penetró an silencio. Sentí el roce de un cuerpo áspero y velludo pasando a mi lado, y supe que el animal había regresado. Parecía estar avanzando entre Sangree y yo... de hecho, avanzar en dirección a Sangree, pues su oscuro cuerpo le ocultó momentáneamente de mi vista, y en aquel instante, mi alma enfermó de cobardía con un horror que se alzaba desde las mismísimas profundidades de la vida, y amenazaba mi existencia en su misma fuente.

       La criatura pareció, de algún modo, fundirse en su interior, casi como si perteneciese a él y fuera una parte de sí, pero en el mismo instante... aquel instante de extraordinaria confusión y terror en mi mente... pareció pasar de largo a su lado, y, de una manera completamente inexplicable, se desvaneció. Y el Canadiense se despertó, y se incorporó de un salto.

       –¡Rápido estúpido!– Le grité, excitado, –la bestia ha estado en tu tienda, aquí, ante tu misma garganta, mientras dormías como un muerto. ¡Arriba, hombre! ¡Agarra tu arma! Sólo hace un segundo que ha desaparecido de al lado de tu cabeza. ¡Rápido! ¡o Joan....!

       Y de algún modo, el hecho de que estuviera allí, ahora completamente despierto, corroboraba mis propias convicciones internas de que no se trataba de un animal, sino de alguna anómala y aterradora forma de vida que sobrepasaba mis profundos conocimientos, sobre la que había leído muchos escritos, pero con la que hasta el momento no había llegado a cruzarme.

       Se levantó en un santiamén, y salimos. Estaba muy pálido, y temblaba. Buscamos con urgencia, casi febrilmente, pero sólo encontramos unas pisadas de zarpas que se comenzaban en la puerta de su propia tienda, y cruzaban el musgo hasta la de las mujeres. Y al ver las señales de pisadas cerca de la tienda de Mrs. Maloney, donde Joan dormía ahora, le dominó una furia absoluta.

       –¿Sabe lo que es esa bestia, Hubbard?– susurró, soltando el aliento; –es un condenado lobo, eso es lo que es... un lobo perdido en estas islas, y muerto de hambre... desesperado. ¡Que Dios me ayude, eso creo que es!

       Dijo un montón de tontería mientras estaba en aquel estado. Declaró que dormiría por el Día y se sentaría a vigilar todas las noches, hasta que lo hubiera matado. Una vez más, su ira se ganó mi admiración; pero me encargué de alejarle, antes de que pudiera hacer el suficiente ruido como para despertar a todo el campamento.

       –Tengo un plan mejor que ese,– le dije, observando su rostro con atención. –No creo que esto sea nada con lo que seamos capaces de tratar. Voy a mandar un recado al único hombre que sé que podrá ayudarnos. Viajaremos a Waxholm esta misma mañana y le enviaremos un telegrama.

       Sangree me observó con una expresión curiosa, mientras la furia se extinguía de su rostro reeplazada por una mirada nueva, de alarma.

       –John Silence,– dije, –sabrá....

       –¿Cree que es algo... de ESA clase?– musitó.

       –Estoy seguro de ello.

       Hubo una pausa momentánea.

       –Eso es peor, mucho peor que cualquier cosa material,– dijo, empalideciendo visiblemente. Miró de mi rostro al cielo, y entonces añadió con repentina resolución, –Vamos; la brisa se está levantando. Partamos ahora mismo. Desde allí podrá telefonear a Estocolmo y conseguir enviar el telegrama sin demora.

       Le mandé a preparar el bote, y aproveché la oportunidad para correr a despertar a Maloney. Dormía con sueño ligero, y se incorporó en el momento que metí la cabeza en su tienda.

       Le resumí lo que había visto, y mostró tan poca sorpresa que me encontré preguntándome a mi mismo, por primera vez, cúanto sería lo que él había visto, pero se había guardado de contar al resto de nosotros.

       Accedió a mi plan sin dudar un momento, y con mis últimas palabras, acordamos dejar que su mujer e hija pensaran que el gran doctor psíquico venía únicamente como visitante casual, y no por interés profesional.

       Y así, tras cargar a bordo los útiles, mantas y provisiones, Sangree y yo navegamos hacia el exterior de la laguna quince minutos más tarde, poniendo rumbo, con una buena brisa, hacia Waxholm y el límite de la civilización.





IV



       Aunque nada referente a John Silence me tomaba, por decirlo de algún modo, por sorpresa, resultó ciertamente inesperado encontrar una carta desde Estolcomo esperándome en Waxholm. "He concluído mis asuntos en Hungría," había escrito, "y estaré aquí unos diez días. No dudes en mandarme llamar si lo necesitaras. Si me telefoneas cualquier mañana desde Waxholm, podré tomar el vapor de la mañana."

       Mis años de interacción con él estaba llenos de "coincidencias" de esta índole, y aunque jamás se dignó a explicarlas, mencionando algún tipo de sistema mágico de comunicación con mi mente, nunca he dudado de que, en realidad existía algún secreto método telepático con el cual se enteraba de mis circustancias y con el que juzgaba el grado de necesidad en el que me hallaba. Y que aquel poder era independiente del tiempo, en el sentido de que era capaz de ver en el futuro, era algo que siempre me pareció ser igualmente real.

       Sangree se hallaba tan aliviado como yo, y esa misma tarde, una hora antes del ocaso, le recibimos a la llegada del pequeño barco de vapor, y le llevamos en la luz vacilante hasta el campamento que habíamos preparado en una isla vecina, con el fín de partir hacia el otro campamento con las primeras luces del día siguiente.

       –Ahora,– dijo tras acabar el almuerzo y mientras fumábamos alrededor de la hoguera, –dejadme escuchar vuestra historia.– Nos miró a los dos, sonriendo.

       –Cuénteselo, Mr. Hubbard,– interrumpió Sangree abruptamente, y se apartó para limpiar las brasas, aunque no lo suficiente como para no poder escuchar. Y mientras vertía el agua caliente, y restregaba los delgados platos con musgo y arena, mi voz, sin sufrir interrupción alguna por parte del Dr. Silence, narró durante la siguiente media hora, el mejor resumen de que fui capaz, de todo lo que había ocurrido hasta el momento.

       Mi oyente yacía en el otro extremo de la hoguera, con su rostro medio oculto por un gran sombrero; en ocasiones me miraba inquisitivamente, cuando algún punto necesitaba más detalle, pero no emitió palabra alguna hasta que concluí, y su actitud durante toda la exposición de los hechos, fue grave y atenta. Unicamente el silbido del aire sobre las ramas de los pinos llenó mis pausas; la oscuridad había descendido sobre el mar, y las estrellas emergieron por millares, y en el momento de acabar mi relato, la luna se había elevado, bañando de plata el escenario. Y entonces, por la expresión de su rostro y de sus ojos, supe con certeza que el doctor había estado escuchando algo que esperaba oir, aunque no hubiera llegado a anticipar todos los detalles.

       –Has hecho bien en mandarme a buscar,– dijo en voz muy baja, con una mirada cómplice muy significativa cuando terminó; –muy bien,– ...y durante un rápido segundo su mirada se posó en Sangree,... –pues con lo que nos enfrentamos aquí, es nada menos que con un Hombre Lobo... algo bastante poco común, me alegra decir, pero casi siempre muy triste, y en ocasiones muy terrible.

       Salté como si hubiera recibido un disparo, aunque al segundo siguiente me avergonzó mi falta de autocontrol; pues aquella breve conclusión, que confirmaba mis peores sospechas, me convenció más de la gravedad de la aventura, que cualquier acumulación de preguntas o explicaciones. Parecía estrechar el círculo a nuestro alrededor, cerrando una puerta en algún lugar, que nos encerraba junto con el animal y el horror, y echando la llave. Fuera lo que fuera, ahora teníamos que hacerle frente, y encararlo.

       –¿Nadie ha resultado herido hasta el momento?– preguntó en voz baja, pero con un tono de preocupación que hacía pensar en graves posibilidades.

       –¡Cielo Santo, no!– gritó el Canadiense, arrojando los trapos al suelo y acercándose al círculo de la hoguera. –Seguramente no hay duda de que esa pobre bestia muerta de hambre no podría dañar a nadie, ¿O no?

       Su cabello cayó desordenado sobre su frente, y hubo un brillo en sus ojos que no era debido al reflejo del fuego. Sus palabras me hicieron girarme hacia él. Nos reimos un poco... una risa forzada.

       –De hecho, no confío en ello,– dijo tranquilamente el Dr. Silence. –Pero ¿Qué es lo que te hace pensar que esa criatura esté muerta de hambre?– Realizó la pregunta con sus ojos fijos en el rostro del otro. Aquella simple pregunta me confirmaba lo que yo había supuesto, y esperé la respuesta con un ligero y excitado temblor.

       Sangree dudó un momento, como si la pregunta le hubiera tomado por sorpresa. Pero hizo frente a la mirada del doctor sin vacilación alguna a través de la hoguera, y con absoluta honestidad.

       –En realidad,– comentó, tras encogerse de hombros, –no sabría decirle. La frase pareció salir por sí sola. Desde el principio he sentido que aquello sentía dolor y... hambre, aunque el motivo de sentir esto nunca se me había ocurrido hasta que no me lo ha preguntado.

       –Entonces, en realidad sabes bastante poco sobre el asunto ¿No?– dijo el otro, con una repentina dulzura en su voz.

       –Nada más que eso,– replicó Sangree, mirándole con una expresión extrañada que era inequívocamente genuina. –De hecho, nada en absoluto, realmente,– añadió, como única explicación.

       –Eso me alegra,– escuché murmurar al doctor bajo su aliento, pero tan bajo que sólo yo pude captar las palabras, y Sangree no llegó a escucharlas, como evidentemente había deseado el doctor.

       –Y ahora,– anunció, poniéndose de pie y estremeciéndose de un modo característico, como para sacudirse el horror y el misterio, –pospongamos los problemas hasta mañana y disfrutemos del viento, el mar y las estrellas. Hasta hace bien poco, he estado viviendo en la atmósfera de multitud de gente, y me da la sensación de que necesito limpiarme. Propongo nadar un rato y acostarnos. ¿Quién me secunda?– Y dos minutos más tarde, todos nosotros nos lanzamos desde el bote a las frescas y profundas aguas, que reflejaban un millar de lunas mientras las pequeñas olas rompían contra nosotros en incontables gotitas.

       Dormimos en los sacos a cielo abierto, Sangree y yo a ambos extremos, y nos levantamos antes del alba, para aprovechar la brisa del amanecer. Ayudados por este temprano comienzo, al medio día nos hallábamos a mitad de camino, y entonces el viento aumentó su intensidad, de modo que avanzamos a buena velocidad. Por entre el millar de islas, navegando por sus estrechos canales, perdíamos el viento, y al salir de nuevo a mar abierto, debíamos aprovechar, navegando a toda velocidad bajo un cielo cálido y sin nubes, adentrándonos en el mismísimo corazón de aquellos parajes salvajes y desolados.

       –Un lugar realmente agreste,– gritó el Dr. Silence desde su asiento en la proa, donde se encargaba de la vela trasera. Se había quitado el sombrero, sus cabellos se agitaban al aire, y su anguloso y bronceado rostro le daba un toque oriental. Al poco rato, fue relevado por Sangree, y avanzó por la cubierta para poder hablar conmigo.

       –Una región maravillosa, todo este mundo de islas,– dijo, haciendo un gesto ondulante con la mano, en dirección al paisaje que recorríamos, –pero ¿No te da la sensación de que le falta algo?

       –Es... difícil de decir,– respondí, tras reflexionar un momento. –Posee una superficial y brillante belleza, sin...– dudé, buscando la palabra deseada.

       John Silence asintió con la cabeza aprobatoriamente.

       –Exacto,– dijo. –Ese toque pintoresco de un escenario que no es real, que no está vivo. Es como un paisaje pintado por un pintor con buena técnica, pero sin verdadera imaginación. Sin alma... esa es la palabra que buscabas.

       –Si, algo así,– le respondí, observando cómo el viento hinchaba las velas. –No tanto como muerto, pero sí, sin alma. Eso es.

       –Desde luego,– continuó con una voz calculada, según me pareció, para no ser oída por nuestro compañero de la proa, –vivir mucho tiempo en un lugar como este... mucho tiempo y en soledad... podría acarrear algunos extraños cambios en algunos hombres.

       De repente me dí cuenta de que estaba hablando con algún propósito y agudicé el oído.

       –Aquí no hay vida. Estas islas son meras rocas muertas, desperdigadas en medio del mar... no es una tierra viva; y no hay nada realmente vivo en ella. Incluso el mar, este reposado mar sin mareas, con un agua que no es ni fresca ni salada, está muerto. Es, en su totalidad, una hermosa imagen de la vida, pero desprovista del verdadero corazón y alma de la vida. A un hombre con deseos demasiado fuertes, que viniera aquí y viviera en contacto con la naturaleza, le podrían ocurrir cosas extrañas.

       –Voltéala un poco,– Le grité a Sangree, que había comenzado a acercarse. –El viento comienza a amainar y necesitaremos aprovechar cualquier ráfaga de aire.

       Retrocedió a la proa, y el Dr. Silence continuó...

       –Quiero decir que, aquí, una larga estancia podría conducir al deterioro, a la degeneración. El lugar se halla desprovisto por completo de influencias humanas, de cualquier asociación humana con la historia, el bien o el mal. Este entorno jamás ha llegado a despertar a la vida; aún sueña su sueño primitivo.

       –Con el tiempo,– añadí yo, –¿te refieres a que un hombre que viviera aquí podría volverse brutal?

       –Las pasiones se desatarían, el egoísmo se haría supremo, los instintos despertarían, y probablemente se volverían salvajes.

       –Pero....

       –En otros lugares igual de agrestes, algunos parajes de Italia, por ejemplo, donde existan otras influencias moderadoras, eso no ocurriría. El carácter se asilvestraría, incluso salvaje en cierto sentido, pero sería un salvajismo humano que uno podría comprender y con el que sería capaz de tratar. Pero aquí, en un lugar tan duro como este, todo sería de otra guisa.– Habló con lentitud, sopesando cuidadosamente sus palabras.

       Le miré con multitud de preguntas en mis ojos, y emití un prudente grito a Sangree para que permaneciera en la proa del barco, lejos de la conversación.

       –En primer lugar habría insensibilidad al dolor, e indiferencia a los derechos de los demás. Luego el alma se tornaría salvaje, no a causa de las pasiones humanas, o con entusiasmo alguno, sino descendiendo agonizantemente hasta un tipo de salvajismo frío, primitivo, sin emociones... hasta volverse como el paisaje, sin alma.

       –¿Y dices que un hombre de fuertes pasiones podría cambiar?

       –Sin ser avisado de ello, si; se volvería un salvaje, sus instintos y deseos se volverían animales. Y si... –bajó la voz y se giró un momento hacia la proa, y entonces continuó, del modo más mesurado... –si poseyera una salud delicada  alguna otra causa que le predispusiera a ello, su Doble... ya sabes a qué me refiero, por supuesto... su Cuerpo etéreo del Deseo, o cuerpo astral, como algunos lo llaman... esa parte en la que residen las emociones, las pasiones y los deseos... y si este, como digo, estuviera por algún motivo de constitución, vagamente unido a su organismo psíquico, bien podría tener lugar una proyección ocasional...

       Sangree se acercó a nosotros con el rostro encendido, pero si su rubor era debido al viento y el sol, o a habernos escuchado, no sabría decirlo. En mi sorpresa, solté el timón y el cutter se inclinó peligrosamente, a causa del viento y el cambio de dirección, poniéndonos casi en peligro de escorar. Sangree no dijo nada, pero mientras retrocedía y regresaba a la vela de la proa, mi compañero encontró un momento para añadir a su inacabada frase, unas palabras, demasiado bajas para cualquiera excepto para mí...

       –Enteramente desconocida incluso para él mismo, pese a todo.

       Enderezó el barco y sonrió, y entonces Sangree extendió el mapa y explicó exactamente dónde estábamos. A lo lejos, en el horizonte, mediando una amplia extensión de mar abierto, se alzaba un azulado conjunto de islas, entre las que se hallaba nuestro hogar de forma de luna, al amparo de la bahía de la laguna. Una hora con ese viento nos levaría allí con comodidad, y mientras el Dr. Silence y Sangree comenzaban a conversar, me senté y ponderé las extrañas sugerencias que acababa de instalar en mi mente, concernientes al "Doble," y la posible forma que podría asumir al disociarse temporalmente del cuerpo físico.

       Ellos dos se mantuvieron charlando durante todo el viaje a casa, y John Silence se mostró tan gentil y comprensivo como una mujer. No pude escuchar mucho de lo que hablaban, pues el viento aumentaba en ocasiones con la fuerza de un huracán, y el timón y las velas absorbieron mi atención; pero pude ver que Sangree estaba alegre y complacido, y parecía estar confiando revelaciones íntimas a su compañero del modo en que lo hacía la mayoría de la gente... cuando John Silence deseaba que así lo hicieran.

       Pero mientras me sentaba a atender el velamen fui súbitamente consciente del verdadero propósito del comentario de Sangree acerca del animal, y me vino a la mente con todo su significado. Pues su reconocimiento de que sabía que sentía dolor y hambre era en realidad, ni más ni menos que una revelación de su yo más profundo. Poseía la naturaleza de una confesión. Estaba hablando de algo que él sabía positivamente, algo que estaba más allá de las preguntas o argumentos, algo que tenía que ver directamente consigo mismo. "Pobre bestia muerta de hambre" la había llamado, con unas palabras que habían "salido por sí solas," y no había habido la más ligera evidencia de que deseara explicarlas. Había hablado instintivamente... de corazón, y como hablando de sí mismo.

       Y media hora antes del ocaso navegamos por la estrecha abertura de la laguna y vimos el humo de la hoguera de la cena, elevándose aquí y allí entre los árboles, y las figuras de Joan y la "Contramaestre" que descendían al embarcadero para recibirnos.



V



       Todo cambió desde el momento en que John Silence puso el pie en aquella isla; fue como el efecto producido tras haber llamado a un gran doctor, a un gran árbitro de la vida y de la muerte, para consultarle. La sensación de gravedad se incrementó un ciento por ciento. Incluso los objetos inanimados adoptaron sutiles alteraciones, como preparándose para la aventura... aquella desierta porción de mar, con sus centenares de islas deshabitadas... se tornó, de algún modo, más sombría. Un elemento que resultaba misterioso, y en cierto modo descorazonador, se arrastraba sin ser notado en la severidad de aquella roca gris de oscuro bosque de pinos, apagando el resplandor del sol y del mar.

       Yo, al menos, salí ganando con el cambio, pues todo mi ser se elevó, de algún modo, un grado más alto, volviéndome avispado y alerta. Las figuras del fondo del escenario se movían poco a poco hacia la luz... listas para la inevitable acción. En pocas palabras, la llegada de este hombre intensificó el asunto.

       Y, cuando miro hacia atrás en el tiempo hasta la época en que ocurrió todo esto, ahora veo con claridad que mi amigo tenía ya una muy nítida idea del significado de todo aquello, desde el mismo comienzo. Cuánto era lo que sabía, merced a sus extraños y divinos poderes, es imposible decirlo, pero desde el momento en que entró en escena y asimiló en su interior la situación reinante, encontró, indudablemente, la verdadera solución al enigma y no tuvo necesidad alguna de hacer preguntas. Y fue esa certeza la que le rodeó de una cierta atmósfera de poder, que hacía que todos le miráramos instintivamente; pues no daba pasos de tanteo ni movimientos en falso, y mientras el resto de nosotros errábamos, él se dirigía directo al climax del asunto. Pues era, de hecho, un verdadero sanador de almas.

       Ahora puedo descifrar en su comportamiento una buena estrategia, que en su momento me intrigó; pues aunque yo suponía vagamente la solución, no tenía ni idea de cómo llegaría hasta ella. Y las conversaciones que puedo reproducir así lo atestiguan, pues, de acuerdo a mis hábitos invariables, anoté todo cuanto decía.

       A Mrs. Maloney, atolondrada y deslumbrada; a Joan, alarmada, y algo intrigada; y al clérigo, que se movía según la inquietud de su hija, apartándose de sus habituales emociones templadas, Silence les dió el mejor tratamiento posible del mejor modo posible, y obró con tanta sencillez y facilidad que lo hizo parecer natural y espontáneo. Pues dominó a la Contramaestre, haciéndose cargo de su ignorancia con infinita paciencia; observaba a Joan, admirando su coraje e interesándose de un modo pleno por su seguridad; y al Reverendo Timothy le tranquilizó y confortó, mientras conseguía su obediencia implícita, ganándose su confianza, y conduciéndole gradualmente a la comprension de los hechos que se disponían a acontecer.

       Y en cuanto a Sangree... con él su astucia fue más sabiamente calculada... aparentaba no prestarle atención, pero interiormente era el objeto de su incesante y más concentrado escrutinio. Bajo la guisa de aparente indiferencia, su mente mantenía al Canadiense bajo una constante observación.

       Hubo una sensación incómoda en el campamento aquella tarde y ninguno de nosotros se quedó alrededor de la hoguera, como era lo habitual tras el almuerzo. Sangree y yo nos entretuvimos en parchear la tienda rasgada para nuestro invitado y en encontrar piedras pesadas para sujetar las cuerdas, pues el Dr. Silence insistía en colocarla en el punto más alto del risco de la isla, justo en la parte más rocosa, desprovista de tierra y por tanto de arbustos. El lugar, además, se hallaba a medio camino entre las tiendas de los hombres y las de las mujeres, y, desde luego, disfrutaba de la más completa vista del campamento.

       –Así, si apareciera vuestro perro,– dijo con sencillez, –podré capturarle mientras pasa por aquí.

       El viento había disminuido junto a la luz del sol y un inusual bochorno inundó la isla, haciendo que el sueño resultara más pesado, y por la mañana preparamos un tardío desayuno, frotándonos los ojos y bostezando. El frío viento del norte había dado paso al cálido viento del sur, que en ocasiones aparecía en el Báltico sosegado y aromático, trayendo consigo las relajantes sensaciones que producían enervación y atontamiento.

       Y puede que esa fuera la razón por la cual, al principio, fui incapaz de notar que ocurría algo inusual, y el motivo por el que me hallaba menos alerta de lo normal; pues no fue hasta después del desayuno que me percaté del silencio de nuestro pequeño grupo, descubriendo además que Joan aún no había hecho acto de presencia. Y entonces, en un destello, la última pesadez del sueño se desvaneció y ví que Maloney estaba pálido y preocupado y que su mujer no podía sostener un plato sin temblar.

       Mis deseos de preguntar fueron abortados por una rápida mirada del Dr. Silence, y de repente comprendí, de algún vago modo, que estaban esperando a que Sangree se fuese. Cómo se me ocurrió dicha idea, no sabría decirlo, pero aquella intuición pronto quedó probada, pues en el momento en que se retiró a su tienda, Maloney me miró y comenzó a hablar en voz baja.

       –Has dormido, pese a todo,– medio susurró.

       –¿Pese a qué?– Pregunté, súbitamente excitado ante el conocimiento de que algo terrible había ocurrido.

       –No le avisamos por temor a despertar a todo el campamento,– continuó, aunque con "todo el campamento" se refería a Sangree. –Fue justo antes del alba cuando me despertaron los gritos.

       –¿El perro otra vez?– Pregunté, con un curioso pálpito en el corazón.

       –Fue directo al interior de la tienda,– continuó, hablando apasionadamente pero en voz muy baja, –y despertó a mi mujer al pasar por encima suyo. Entonces ella se percató de que Joan forcejeaba a su lado. Y, ¡Por Dios! La bestia había arañado su brazo; tenía desgarrada la piel de todo el brazo, y sangraba.

       –¿Joan herida?– Mascullé.

       –Es sólo un rasguño... esta vez,– añadió John Silence, hablando por primera vez; –está sufriendo más por el shock y el miedo, que por las verdaderas heridas.

       –¿No es providencial que el doctor estuviera aquí?– dijo Mrs. Maloney, mirando como ya nunca jamás pudiera volver a conocer el reposo. –Creo que las dos podíamos haber muerto.

       –Ha sido un milagro que pudiérais escapar,– dijo Maloney, con su voz del púlpito saliendo a relucir por su emoción. –Pero, desde luego, no podemos arriesgarnos a otro... debemos levantar el campamento y partir de aquí al momento...

       –Sólo el pobre Mr. Sangree debe permanecer ignorante de lo que ha sucedido. Está tan apegado a Joan y se preocuparía tanto,– añadió distraidamente la Contramaestre, mirando los alrededores con verdadero pavor.

       –Quizás sea aconseable que el señor Sangree no sepa lo que ha ocurrido,– dijo el Dr. Silence con bastante autoridad, –pero creo, por la seguridad de todos los implicados, que será mejor que no abandonemos la isla justo ahora.– Habló con gran decisión y Maloney le miró, escuchando las palabras con gran atención.   –Si acceden a permanecer aquí unos pocos días más, no me cabe duda de que podremos ponerle fín a las atenciones de nuestro extraño visitante, e incidentalmente tendremos oportunidad de observar un fenómeno de lo más singular e interesante...

       –¡Cómo!– masculló la señora Maloney, –¿Un fenómeno?... ¿Quiere decir que sabe de qué se trata?

       –Estoy bastante seguro de saber lo que es,– replicó en voz baja, pues escuchamos acercarse los pasos de Sangree, –aunque de lo que no estoy tan seguro es del mejor modo de abordarlo. Pero en cualquier caso, no sería sabio marcharse tan precipitadamente...

       –Oh, Timothy, ¿No pensará que es un diablo...?– gritó la Contramaestre con una voz que incluso el Canadiense pudo oir.

       –En mi opinión,– continuó John Silence, mirándonos al clérigo y a mi, –es un caso de licantropía moderna, con otras complicaciones que podrían...– dejó la frase sin terminar, pues Mrs. Maloney se levantó de un salto y y corrió aterrada a su tienda, como si hubiera escuchado una cosa aún peor, y en aquel momento, Sangree apareció a la vista, doblando la esquina del cenador.

       –Hay pisadas en torno a la entrada de mi tienda,– dijo excitado. –El animal ha vuelto a estar aquí esta noche. Dr. Silence, debería venir y verlas usted mismo. Quedan impresas en el musgo como las huellas en la nieve.

       Pero avanzado el día, mientras Sangree había salido con la canoa para conseguir pescado cerca de las islas más grandes, y Joan yacía aún, vendada y descansando, en su tienda, el Dr. Silence nos llamó a mí y al tutor y nos propuso dar un paseo hasta la losa de granito del otro extremo de la isla. Mrs. Maloney se sentó al lado de su hija, y se dedicó a alternar sus labores de enfermera y de pintora.

       –La dejamos a cargo de todo,– dijo el doctor con una sonrisa que intentaba infundir ánimos, –y si nos requiere para el almuerzo, o para cualquier otra cosa, el megáfono nos avisará allá donde estemos.

       Pues, a pesar de que el aire se hallaba cargado de extrañas emociones, todos nosotros hablábamos con tranquilidad y naturalidad, como llevados por un deseo profundo de evitar emociones innecesarias.

       –Estaré alerta,– dijo muy dispuesta la Contramaestre, –y mientras tanto, mi trabajo me confortará.– Estaba ocupada con el boceto que había comenzado el día después de nuestra llegada. –Pues hasta un árbol,– añadió orgullosamente, señanalando el pequeño dibujo, –es un símbolo de lo divino, y el pensar en ello me hace sentir más segura.– Observamos por un instante aquel garabato, que más parecía el síntoma de una enfermedad que un símbolo de lo divino... y entonces comenzamos nuestra marcha por el sendero que rodeaba la laguna.

       Al llegar al final del camino, encendimos una pequeña hoguera y nos sentamos alrededor, a la sombra de un gran tocón. Maloney dejó de repente de murmurar y se volvió a su compañero.

       –¿Y qué opina de todo esto?– preguntó bruscamente.

       –En primer lugar,– replicó John Silence, poniéndose cómodo contra la roca, –este animal es de origen humano; indudablemente, es licantropía.

       Sus palabras tuvieron el efecto de un bombazo. Maloney escuchaba como si le hubieran golpeado.

       –Me deja usted completamente atónito,– dijo, sentándose más cerca y mirándole con atención.

       –Quizás,– replicó el otro, –pero si me escucha por unos breves instantes, puede que al final se halle usted menos atónito... o más. Dependerá de cuánto sepa usted. Permítame ir un poco más lejos, y decirle que ha subestimado, o calculado mal, los efectos de esta vida salvaje y primitiva sobre todos ustedes.

       –¿De qué manera?– Preguntó el clérigo, algo quisquilloso.

       –Es una medicina muy fuerte para cualquier habitante de la ciudad, y para alguno de ustedes ha resultado demasiado fuerte. Uno de ustedes se ha embrutecido.– Remarcó esas últimas palabras con un especial énfasis. –Se ha vuelto salvaje,– añadió, mirándonos a ambos.

       Ninguno de los dos encontró nada con qué contestarle.

       –Decir que el bruto ha despertado en un hombre no siempre es una simple metáfora,– continuó.

       –¡Desde luego que no!

       –Pero, en el sentido al que me refiero, podría tener un significado literal y muy terrible,– siguió el Dr. Silence. –Ancestrales instintos con los que nadie soñaría, ni siquiera su poseedor, podrían salir a flote....

       –El atavismo difícilmente explicaría un rugiente animal con garras y colmillos, y con instintos sanguinarios,– interrumpió Maloney con impaciencia.

       –Usted mismo ha elegido el término,– continuó el doctor amablemente, –no yo, y es un buen ejemplo de una palabra que indica un resultado mientras analiza el proceso; pero la explicación de esta bestia que acecha en su isla y ataca a su hija, es de un significado mucho más profundo que las meras tendencias atávicas, o el regreso a los orígenes animales, que es lo que supongo que tiene usted en mente.

       –Está usted hablando de licantropía,– dijo Maloney, mostrándose inquieto y evidentemente ansioso por llegar a los hechos concretos; –Creo haber escuchado esa palabra en ocasiones, pero en realidad... realmente... no tiene mucho significado hoy en día ¿No es así? Aquellas supersticiones de la época medieval difícilmente podrían...

       Me miró con su rostro encendido por el rubor, y la expresión de asombro y desesperación podrían haberme hecho partirme de risa si la situación hubiera sido bien distinta. La risa, de todos modos, no se alejó de mi mente hasta el momento en que escuché al Dr. Silence mientras sugería cuidadosamente al clérigo la verdadera explicación que gradualmente, había ido formándose también en mi propia mente.

       –Aunque los hombre de la Edad Media puedan haber exagerado esa idea, eso ahora nos importa poco,– dijo con calma, –pues estamos cara a cara con un moderno ejemplo de algo que, se lo aseguro, ha sido siempre un hecho profundo. Por el momento, dejemos aparte los nombre de todos los particulares relaccionados en el asunto, y consideremos ciertas posibilidades.

       Estuvimos completamente de acuerdo en eso. No había necesidad alguna de hablar de Sangree, o de algún otro, hasta que supiéramos un poco más.

       –El hecho fundamental de este curiosísimo caso,– continuó, –es que el 'Doble' de un hombre...

       –¿Se refiere usted al cuerpo astral? Algo he oido de eso, desde luego,– interrumpió Maloney con expresión de triunfo.

       –Sin duda,– dijo el otro sonriendo, –sin duda que algo ha oído;... que ese Doble, o cuerpo fluídico de un hombre, como iba diciendo, posee el poder, bajo ciertas condiciones, de proyectarse a sí mismo y hacerse visible a los demás. Cierto entrenamiento lo haría posible, y también ciertas drogas; alguna enfermedad, además, que devore el cuerpo puede producir temporalmente el resultado que la muerte produce permanentemente, y hacer salir esta parte interna del ser humano, haciéndola visible a la vista de los demás.

       Todos nosotros, por supuesto, sabemos más o menos, algo esto, hoy en día; pero lo que no es tan generalmente conocido, y tampoco es probable que sea creído por nadie que no lo presencie, es que este cuerpo fluídico puede, bajo ciertas condiciones, asumir formas distintas de la humana, y que dichas otras formas pueden ser determinadas por los deseos y pensamientos dominantes del individuo. Pues este Doble, o cuerpo astral si quiere llamarlo así, es realmente el asiento de las pasiones, emociones y deseos en la economía psíquica. Es el Cuerpo de la Pasión; y, al proyectarse a sí mismo, puede, a menudo, asumir una forma que dé expresión al deseo gobernante que lo ha moldeado; pues se compone de una materia tan tenue que se adapta con facilidad al molde de los pensamientos y deseos.

       –Le sigo perfectamente,– dijo Maloney, mirando como si se hallara cuidando del fuego en otro lugar y cantando.

       –Y existen algunas personas con una constitución tal,– continuó el doctor incrementando su seriedad, –que su cuerpo fluídico se encuentra vagamente asociado con el físico, personas de salud delicada, aunque a menudo de fuertes deseos y pasiones; y en dichas personas sería fácil para el Doble el disociarse de su sistema durante un sueño profundo, y, espoleado por un deseo que le consuma, asumir una forma animal y buscar la satisfacción de dicho deseo.

       Allí, a plena luz del día, ví como Maloney se acercaba deliberadamente a la hoguera y arrojaba un leño al fuego. Miramos las ardientes brasas, y luego nos miramos, mientras escuchábamos la voz del Dr. Silence como entremezclada con el ulular del viento que nos rodeaba, y el golpeteo de las pequeñas olas.

       –Para exponer un ejemplo concreto,– continuó; –supongamos a un hombre joven, con la delicada constitución de la que he hablado, que desarrolla una fuerte atracción hacia una mujer joven, pese a percibir que no es correspondido, y que es lo bastante hombre como para reprimir la manifestación exterior de su afecto. En semejante caso, suponiendo que su Doble pudiera ser proyectado con facilidad, toda la represión de su amor a la luz del día, se añadiría a la intensa fuerza de su deseo cuando yaciera en sueño profundo, sin poder controlar su voluntad, y su cuerpo fluídico podría tomar el aspecto de un monstruo o forma animal, y se haría visible a los demás. Y, si su devoción fuera como la de un perro en su fidelidad, aunque contuviera en su interior el fuego de una fiera pasión, bien podría asumir la forma de una criatura que pareciera ser mitad perro, mitad lobo...

       –¿Se refiere a un hombre lobo?– gritó Maloney, con los lábios pálidos, mientras escuchaba.

       John Silence alzó la mano apaciguadoramente. –Un hombre lobo,– dijo, –es un verdadero hecho psíquico de profundo significado, no importa lo absurdamente que pueda haber sido exagerado por las imaginaciones de los campesinos supersticiosos en la era de la oscuridad; pues un hombre lobo no es más que los instintos salvajes y posiblemente sanguinarios de un hombre apasionado, que cruzan el mundo en su cuerpo fluídico, su cuerpo de la pasión, su cuerpo del deseo. Y como en el caso que nos ocupa, él puede no saberlo...

       –Entonces ¿No tiene por qué ser algo deliberado?– inquirió rápidamente Maloney con gesto de alivio.

       –... Difícilmente, y aunque lo fuera. Son los deseos que se mantienen controlados en el sueño y que hallan una vía de escape. Todos aquellos que poseían este fenómeno, fueron, en todas las razas salvajes reconocidos y temidos, llamándolos 'Wehr Wolf,' pero hoy en día son bastante raros. Y se están volviendo más raros aún, pues el mundo se está volviendo más suave y civilizado, las emociones se ha vuelto refinadas, los deseos más sutiles, y muy pocos hombres tienen en su interior el suficiente salvajismo como para generar impulsos de tan intensa fuerza, y ciertamente, no para proyectarla con forma animal.

       –¡Dios mío!– exclamó el clérigo casi sin aliento, y su excitación aumentó, –entonces creo que debo decirles... aquello se me reveló como una confidencia... que Sangree posee una mezcla de sangre salvaje... de antepasados pieles rojas...

       –Regresemos a nuestra suposición sobre un hombre como el que he descrito,– le detuvo el doctor tranquilamente, –e imaginemos que posse en sus venas una mezcla de sangre salvaje; y que además, es completamente ignorante de su amenazador desdoblamiento físico y psíquico; e imaginemos que de repente se encuentra a sí mismo llevando una vida primitiva junto con el objeto de sus deseos; con el resultado de que la veta de indómito salvaje que corre por su sangre...

       –Indio piel roja, por ejemplo,– apuntó Maloney.

       –Indio piel roja, perfecto,– concedió el doctor; –el resultado, como digo, de que su vena salvaje se despierte y resurja a una vida apasionada. ¿Y entonces qué?

       Miró fijamente a Timothy Maloney, y el clérigo le respondió con una mirada similar.

       –Una vida agreste como la que han llevado ustedes en esta isla, por ejemplo, podría despertar rápidamente sus instintos salvajes... sus instintos enterrados... y con resultados profundamente inquietantes.

       –¿Quieres decir que su Cuerpo Sutil, o como le llames, podría levantarse automáticamente durante el sueño profundo y buscar al objeto de su deseo?– dije yo, acudiendo en ayuda de Maloney, que parecía tener dificultad para encontrar las palabras adecuadas.

       –Precisamente;...aunque el deseo del hombre fuera de naturaleza enteramente no–maléfica... puro y sano en todos los sentidos...

       –¡Ah!– escuché mascullar al clérigo.

       –El deseo del amante por la unión se volvería brutal, salvaje, saliendo al exterior de un modo primitivo, indómito, quiero decir,– continuó el doctor, haciendo lo posible por resultar claro ante una mente limitada por el conocimiento y el pensamiento convencional;– pero recuerden que el deseo que lo posee, puede ser fácilmente importunado, y, prisionero en esta forma animal del Cuerpo Sutil que actúa como su vehículo, podría llegar al extremo de hacer pedazos a todo lo que se interponga, hasta alcanzar el corazón del objeto amado y poseerlo. "Au fond", no es más que la aspiración de la unión, como ya dije... el espléndido y perfectamente limpio deseo de absorber completamente en su interior...– Se detuvo por un instante y miró a Maloney a los ojos. –De bañarse en la sangre del corazón de aquella a la que se desea,– añadió con grave énfasis.

       El fuego crepitó y chasqueó, y me hizo dar un respingo, pero Maloney encontró alivio en un genuino estremecimiento, y le ví girar la cabeza y mirar alrededor, desde el mar hasta los árboles. El viento se calmó justo en ese instante, y las palabras del doctor se escucharon nítidas contra el silencio.

       –Entonces ¿Hasta podría matar?– indagó el clérigo con voz apagada y con una pequeña risa forzada, como protestando ante lo que le sonaba tan espantoso.

       –En última instancia, podría matar,– repitió el Dr. Silence. Luego, tras otra pausa, durante la cual, claramente, debatió consigo mismo sobre cuánto sería apropiado revelar a su audiencia, continuó: –Y si el Doble no consiguiera regresar a su cuerpo físico, dicho cuerpo físico despertaría como un imbécil... un idiota... o quizás nunca despertara del todo.

       Maloney se incorporó y recuperó el uso de su lengua.

       –Quiera usted decir que si esa cosa fluída animal, o lo que sea, no fuera capaz de regresar, el hombre nunca despertaría– inquirió con voz temblorosa.

       –Podría morir,– replicó el otro con calma. Una extraña sensación cruzó el aire a nuestro alrededor.

       –Entonces, ¿No sería esa la mejor manera de curar al loco... al bruto... ?– tronó el clérigo, medio poniéndose de pie.

       –Ciertamente, sería una forma cómoda de asesinato, e imposible de probar,– fue la severa réplica, pronunciada con tanta calma como si fuera una opinión sobre el tiempo.

       Maloney se impresionó visiblemente, y yo miré la leña que ardía en la hoguera y reprimí un escalofrío.

       –La mayor parte de la vida de un hombre... de sus fuerzas vitales... se separa junto con ese Doble,– continuó el Dr. Silence, tras considerar el asunto unos instantes, –así como una considerable porción del verdadero cuerpo físico. De modo que el cuerpo físico que permanece en el durmiente, está desprovisto, no sólo de fuerza, sino también de materia. Podría verlo diminuto, arrugado, encogido, como el cuerpo de un medium materialista en medio de una sesión. Y aún diría más, cualquier marca o herida inflingida sobre su Doble aparecería exactamente reproducida, mediante un fenómeno de repercusión, sobre el encogido cuerpo físico que yaciera en trance...

       –¿Dice que cualquier herida hecha a uno de ellos, aparecería reproducida en el otro?– repitió Maloney, creciendo de nuevo su excitación.

       –Indudablemente,– replicó el otro cn calma; –pues en todo momento existe una contínua conexión entre el cuerpo físico y el Doble... una conexión material, aunque de una materia excesivamente atenuada, posiblemente etérea. La herida viajaría, por así decirlo, de uno al otro, y si esta conexión se rompiera, el resultado sería la muerte.

       –La muerte,– se repitió Maloney, –¡muerte!– Miró nuestros rostros con ansiedad, mientras sus pensamientos, evidentemente, comenzaban a aclararse.

       –¿Y su solidez?– preguntó interesado, tras una pausa general; –Este rasgar de tiendas y carne; su aullido, y las huellas de zarpas... ¿Quiere decir que el Doble...?

       –¿Que si posee suficiente entidad material del cuerpo yaciente como para producir resultados físicos? ¡Ciertamente!– explicó el doctor. –Aunque explicar en este momento semejantes problemas relativos a la materia sería algo tan complicado como explicar cómo el pensamiento de una madre puede romper los huesos de su hijo no nato.

       El Dr. Silence señaló al mar, y Maloney, mirando salvajemente alrededor, se envaró violentamente. Vi una canoa, con Sangree en el asiento, que comenzaba a aparecer a la vista en el punto más alejado. No llevaba sombrero, y su rostro bronceado, por primera vez, me pareció... creo que a todos nosotros... como si fuera el rostro de otro hombre completamente distinto. Parecía un salvaje. Entonces, se irguió en la canoa para realizar un giro con el remo, y a todos nos pareció ser un Indio. Me fijé en la expresión de su cara, que yo había visto ya, una o dos veces, concretamente en aquella ocasión de la oración nocturna, y un involuntario escalofrío recorrió mi espina dorsal.

       En aquel mismo instante, se giró y nos vió sentados ante la hoguera, y su rostro se partió en una sonrisa, en la que sus dientes brillaron blancos ante el sol. Parecía estar en su elemento, y resultaba atractivo. Nos gritó algo acerca del pescado, y poco después se perdió de vista en la laguna. Durante un rato, ninguno de nosotros dijo una palabra.

       –¿Y la cura?– aventuró Maloney por fín.

       –No puede reprimirse esta fuerza salvaje,– replicó el Dr. Silence, –pero sí redirigirla mejor, y proporcionarle otras metas. Esa es la solución a todos estos problemas de fuerza acumulada, pues esta fuerza es una representación material del talento, y debería ser incrementada y estimulada, no separándola del cuerpo mediante la muerte, sino haciéndole alcanzar lugares más elevados. La mejor cura, y la más rápida,– continuó, hablando con mucha suavidad, y con una mano en el brazo del clérigo, –es guiarle hacia su objetivo, demostrarle que dicho objeto no es necesariamente hostil... para permitirle descansar donde... –Se detuvo bruscamente, y los ojos de ambos hombres se encontraron en una sencilla mirada, llena de comprensión.

       –¿Joan?– exclamó Maloney, casi sin aliento.

       –¡Joan!– replicó John Silence.



       Todos nos acostamos pronto. El día había sido inusualmente cálido, y tras el ocaso, una curiosa brisa descendió sobre la isla. No se escuchaba nada, a excepción de ese débil y fantasmal siseo que está inseparablemente asociado a cualquier bosque de pinos, hsata en el día más tranquilo... un sonido bajo, paseante, como el viento poseyera cabellos, y los arrastrara por el mundo.

       Con el súbito enfriarse de la atmósfera, comenzó a formarse una bruma marina. Apareció como manchas aisladas sobre el agua, y luego dichas manchas se unieron, tomaron forma, y un muro blanco avanzó hacia nosotros.

       No corría ni una brizna de aire; el horizonte se alzaba plácido como metal inmóvil; el mar parecía una balsa de aceite. El paisaje entero parecía estar como sujeto por un enorme peso, invisible en el aire; y las llamas de nuestra hoguera... la más grande que habíamos hecho nunca... se alzaban hacia el cielo, como la torre de una iglesia.

       Al seguir al resto del grupo hacia las tiendas, tras haber asegurado los rescoldos del fuego, la avanzadilla de la niebla comenzó a arrastrarse lentamente entre los árboles, como brazos blancos abriéndose camino. Mezclados con el humo, se percibían los olores del musgo, la savia y las hojas de pino, y el peculiar aroma del Báltico, medio salado, medio estancado, como el olor de un estuario en aguas bajas.

       Resulta difícil decir por qué me pareció que aquella profunda quietud enmascaraba una intensa actividad; quizás porque todas las cosas puras sugieren su opuesto, de modo que me alarmó aquel posible contraste de furiosa energía, pues era como moverse a través de la profunda pausa que precedía a una tormenta, y yo temía que el sonido de una respiración agitada o el mover de una piedra, podría transformar la escena entera, desencadenando una especie de tumultuoso movimiento. En realidad, sin duda alguna, algo había, además de mis sobrecargados nervios.

       No había más opciones para elegir excepto desvestirse e irse a dormir, o desvestirse y tomar un baño. Algo en mi interior se hallaba alerta y expectante. Me senté en mi tienda y esperé. Y al final de una media hora de esperar de aquel modo, mi espera se vió justificada, pues la tela de la tienda se agitó, y una parte se tensó, como si se hubiera tocado una de las cuerdas que la mantenían sujeta al suelo. John Silence entró.

       El efecto de su tranquila aparición fue singular y profético: era justo como esa energía que yacía al lado de esta quietud, y que me había arrastrado al borde de la acción. Aquello, sin duda, era un mero producto de mi propia mente, y no tenía otra justificación; pues la presencia de John Silence siempre sugería la cercana posibilidad de acción vigorosa, y de hecho, al entrar, únicamente hizo un saludo con la cabeza y un gesto muy significativo.

       Se sentó en una esquina de mi saco de dormir, y le acerqué un extremo de la manta, para que pudiera taparse las piernas. Cerró la lona de la tienda tras entrar en ella y se puso cómodo, pero acababa de hacerlo cuando la tela tembló por segunda vez, y apareció Maloney.

       –¿Sentados en la oscuridad?– dijo medio a propósito, metiendo la cabeza en la tienda y colgando la linterna en el bastidor de la entrada. –Sólo venía buscando fuego para mi pipa. Supongo que....

       Miró alrededor, captó la mirada del Dr. Silence, y se detuvo. Devolvió su pipa al bolsillo y comenzó a murmurar suavemente... aquella melodía que solía murmurar siempre por lo bajo, que yo conocía tan bien y que había llegado a odiar.

       El Dr. Silence salió al exterior, abrió la linterna y extinguió la luz.

       –Hablen bajo,– nos dijo, –y no enciendan cerillas. Escuchen los sonidos y movimientos del campamento, y esténse listos para seguirme a la menor indicación.– Había la suficiente luz como para distinguir nuestras caras con facilidad, y vi que Maloney nos miraba a ambos con desesperación. –¿Está dormido todo el campamento?– preguntó el doctor con un susurro.

       –Sangree sí que lo está,– replicó el clérigo con voz igualmente baja. –Las mujeres no sabría decirle, aunque creo que estarán acostadas.

       –Mejor así.– Y luego añadió: –Me gustaría que la niebla se aclarara un poco y dejara pasar la luz de la luna; más tarde... podríamos necesitarla.

       –Creo que se está levantando,– contestó Maloney con susurros. –Aunque aún tapa las copas de los árboles.

       No sabría decir porqué resultaba tan emocionante aquel intercambio de información. Probablemente, la rápida adaptación de Maloney a las sugerencias del doctor tenía algo que ver con ello; pues su rápida obediencia, ciertamente me impresionó bastante. Pero, incluso sin aquella ligera obediencia, resultaba claro que todos reconocíamos la gravedad de la ocasión, y comprendíamos que el sueño era inviable y que la labor de vigilancia era necesaria aquella noche.

       –Infórmenme,– repitió una vez más John Silence, –del menor sonido, y no hagan nada precipitadamente.

       Se acercó a la entrada de la tienda y levantó la lona, sujetándola contra la esquina para poder ver el exterior. Maloney dejó de murmurar y comenzó a forzar la respiración a través de sus dientes, produciendo una especie de débil siseo, amenazando con tararear un pupurrí de himnos eclesiásticos y canciones populares.

       Entonces la tienda tembló como si alguien la hubiera tocado.

       –Es el viento, que se está levantando,– susurró el clérigo, y abrió la lona de la entrada al máximo posible. Una bocanada de aire frío penetró en la tienda, haciéndonos tiritar, y con ella llegaron los sonidos del mar, mientras las primeras olas comenzaban a levantarse y batir suavemente sobre la orilla. –Viene del norte,– añadió, y contestando a su voz nos llegó un largo susurro que parecía venir de la isla entera, mientras los árboles suspiraban su respuesta. –Ahora la niebla comenzará a moverse un poco. Ahora sí que se podría navegar bien.

       –¡Ssshhh!– dijo el Dr. Silence, pues la voz de Maloney había dejado de ser un susurro, y nos acomodamos para otro largo periodo de espera y vigilancia, roto únicamente por el ocasional golpear de los hombros contra la tela de la tienda cuando cambiábamos de postura, y por el sonido cada vez más fuerte de las olas rompiendo en el otro extremo de la isla. Y sobre todo ello, se escuchaba el murmullo del viento, acariciando las copas de los árboles como una gran arpa, y un débil golpeteo sobre la tienda mientras caían gotas desde las ramas.

       Llevábamos así sentados alrededor de una hora, y Maloney y yo estábamos haciendo lo imposible para mantenernos despiertos, cuando de repente el Dr. Silence se incorporó y miró al exterior. Al siguiente minuto se había ido.

       Libre de aquella presencia dominante, el clérigo acercó su rostro al mío.

       –Yo no me tomaría muy en serio todo este asunto de la vigilancia,– susurró, –aunque Silence no se enteraría si me fuera a acostar como los demás; me comentó que estando aquí prevendría cualquier cosa que pudiera ocurrir si no lo hacía.

       –Él sabe,– fue mi breve respuesta.

       –No, si de eso no cabe duda alguna,– me susurró; –es todo ese asunto del 'Doble', como él lo llama, o ese ser de obsesión, como lo describe la Biblia. Pero que es malo, sea lo que sea, y yo tengo mi Winchester ya cargado allí fuera, y también me he traído esto.– Agitó una Biblia de bolsillo ante mis narices. En una época de su vida, aquella había sido su inseparable compañera.

       –Una de esas cosas es inofensiva y la otra es peligrosa,– repliqué con decisión, consciente de mi deseo de reir, y dejarle que eligiera cual era cual. –Será más seguro que obedezcamos a nuestro líder...

       –No estaba pensando en mi seguridad,– me interrumpió tajante; –solo que, si algo le ocurriera a Joan esta noche, dispararé primero... ¡y rezaré después!

       Maloney devolvió el libro a su bolsillo, y miró al exterior por la entrada.

       –¡En el nombre del diablo! ¡Me pregunto qué estará haciendo en este momento!– añadió; –paseando alrededor de la tienda de Sangree y haciendo gestos. Qué sensación más rara dá el verle aparecer y desaparecer en la niebla.

       –Confíe en él y espere,– le dije rápidamente, pues el doctor ya caminaba de vuelta a nosotros. –Recuerde que él posee el conocimiento, y sabe muy bien lo que hace. He estado a su lado en casos mucho peores que este.

       Maloney retrocedió mientras el Dr. Silence oscurecía la entrada y se detenía para acceder a la tienda.

       –Su sueño es muy profundo,– susurró, sentándose de nuevo cerca de la puerta. –Está en un estado semi–cataléptico, y el Doble puede ser liberado en cualquier momento. Pero he tomado medidas para aprisionarle en la tienda, y no podrá salir de allí hasta que yo se lo permita. Estén alerta por si hay signos de movimiento.– Entonces miró a Maloney con dureza. –Pero nada de violencia, ni de disparos, recuérdelo Mr. Maloney, a menos que desee un asesinato sobre su conciencia. Cualquier cosa que se le hace al Doble, actúa por repercusión sobre el cuerpo físico. Será mejor que saque los cartuchos del arma.

       Su voz era severa. El clérigo salió, y le escuché vaciar la recámara de su rifle. Al regresar, se sentó más cerca de la entrada que antes, y desde aquel momento hasta que abandonamos la tienda, no apartó los ojos de la figura del Dr. Silence, silueteada allí, contra el cielo y la lona.

       Y, mientras tanto, se levantó una brisa sobre el mar, partiendo la bruma en tentáculos y claros, cruzando a través suya como un ente vivo.

       Debía ser pasada la media noche cuando un sonido bajo y retumbante atrajo mi atención; aunque al principio, mi sentido del oído se hallaba tan embotado que me resultaba imposible localizarlo exactamente, e imaginé que sería el atronador sonido de salvas de artillería, que llegaba a nosotros por el mar, transportado por el viento. Entonces Maloney, agarrando mi brazo e inclinándose hacia delante, me recordó de algún modo la situación en la que nos hallábamos, y al segundo siguiente me percaté de que el sonido provenía de algún lugar a tan sólo unos metros de distancia.

       –La tienda de Sangree,– exclamó con un susurro bajo y aterrado.

       Asomé mi cabeza por la esquina de la tienda, pero al principio, el efecto de la niebla resultaba tan confuso, que cada retazo de aire blanco que se desplazaba con el viento me parecía una tienda que se moviera, y hasta un par de segundos más tarde no descubrí la zona correcta donde mirar. Entonces ví que se agitaba entera, y los lados, tensándose tanto como permitía la sujección de las sogas, eran la causa del sonido retumbante que había escuchado. Algo que estaba vivo se agitaba frenéticamente en el interior, presionando contra la tensa lona de una manera que hacía pensar en un huracán golpeando los muros y ventanas de una habitación. La tienda temblaba y se revolvía.

       –¡Por Júpiter, está intentando salir!– musitó el clérigo, poniéndose de pie y girándose hacia el lugar donde yacía su rifle descargado. También yo me levanté de un salto, incapaz de saber qué propósito tenía en mente, pero ansioso de prepararme para lo que fuera. John Silence, sin embargo, estaba ante nosotros dos, y su figura se interponía, bloqueando la entrada de la tienda. Y hubo una cualidad en su voz al minuto siguiente, cuando comenzó a hablar, que llevó al instante a nuestras mentes a un estado de calmada obediencia.

       –Primero... la tienda de las mujeres,– dijo en voz baja, mirando fijamente a Maloney, –y si necesitamos su ayuda, le llamaremos.

       El clérigo no necesitaba que se lo repitieran. Pasó a toda prisa a mi lado y estaba fuera en un instante. Evidentemente, obraba bajo una intensa excitación. Le observé mientras avanzaba silenciosamente sobre el rocoso suelo, lanzando una larga mirada a la tienda que se movía, y desapareciendo poco después entre los flotantes jirones de niebla.

       El Dr. Silence se giró hacia mí.

       –¿Has oído esas pisadas hará una media hora?– preguntó significativamente.

       –No he oído nada.

       –Eran extraordinariamente suaves... casi como los pasos inaudibles de una criatura salvaje al acecho. Pero ahora, sígueme de cerca,– y añadió, –pues no tenemos tiempo que perder si deseamos salvar a ese pobre hombre de su aflicción, y conducir a su Doble licántropo a su descanso. Y, a menos que esté muy equivocado– ...me miró a través de la oscuridad, susurrando con la mayor claridad... –Joan y Sangree están absolutamente hechos el uno para el otro. Y creo que ella también lo sabe... al igual que él.

       Mi cabeza flotaba mientras le escuchaba, pero al mismo tiempo, algo se aclaró en mi mente y ví que él estaba en lo cierto. Aunque era todo tan extraño e increible, tan alejado de los hechos comunes de la vida, tal como los conoce la gente común; y más de una vez se me ocurrió, como en un destello, que la escena entera... la gente, las palabras, las tiendas, y todo lo demás... eran ilusiones que de algún modo habían sido creadas por la intensa excitación de mi propia mente, y que de repente, la bruma marina se aclararía, y el mundo volvería a ser normal de nuevo.

       El aire frío del mar laceró nuestras mejillas al abandonar la cerrada atmósfera de la pequeña tienda. El suspirar de los árboles, las olas rompiendo contra las rocas y los tentáculos y jirones de niebla a nuestro alrededor, parecieron crear la momentánea ilusión de que la isla entera se había desprendido del lecho marino, y flotaba en el mar a la deriva, como una enorme balsa.

       El doctor se desplazaba delante mío, rápido y silencioso; se dirigía derecho a la tienda del Canadiense, donde los lados aún se agitaban y temblaban, como si una criatura de siniestra vida cabalgara y saltara impacientemente en su interior. A poca distancia de la puerta, se detuvo y alzó una mano para detenerme. Estábamos, seguramente, a una docena de pasos de distancia.

       –Antes de que lo expulse, podrás ver por tí mismo,– me dijo, –que la realidad del hombre lobo está más allá de toda duda. La materia que lo compone está, desde luego, excesivamente atenuada, pero tú eres un poco clarividente... y aunque no sea lo bastante denso para la visión normal, tú verás algo.

       Añadió algo más que no pude captar. El hecho era que la curiosa atmósfera, fuerte y vibrante, que rodeaba su persona, confundía de algún modo mis sentidos. Era el resultado, claro está, de su intensa concentración y fuerza mental, y alcanzaba a todo el campamento y a todas las personas que lo poblaban. Y mientras observaba agitarse la lona y escuchaba el sonido de su interior, agradecí dicha fuerza de corazón. Pues resultaba bastante tranquilizadora.

       A espaldas de la tienda de Sangree se alzaba un delgado grupo de pinos, pero al frente y a los lados el suelo estaba relativamente despejado. La tienda se hallaba muy abierta, y cualquier animal ordinario podría haber salido al exterior sin el menor problema. El Dr. Silence avanzó unos pasos, mostrando un evidente cuidado en no avanzar más allá de un cierto límite, y entonces se detuvo y me hizo señas para que hiciera lo mismo. Y mirando sobre sus hombros, ví que el interior brillaba débilmente ante la luz espectral reflejada por la niebla, y que la confusa mancha sobre las hojas balsámicas y las mantas debía de ser Sangree; mientras que sobre él, a su alrededor, moviéndose de arriba a abajo, se alzaba la oscura mole de "Algo" a cuatro patas, con un afilado hocico y orejas en punta claramente visibles contra los lados de la tienda, y un brillo ocasional de ojos fieros y blancos colmillos.

       Contuve la respiración y me mantuve completamente inmóvil, interior y exteriormente, por miedo, supongo, a que la criatura fuera consciente de mi presencia; pero la intranquilidad que sentía iba más allá de la mera preocupación por mi seguridad personal, o del hecho de estar observando algo tan increiblemente activo y real.

       Era intensamente consciente de la terrible calamidad psíquica que implicaba. El hecho de que Sangree yaciera confinado en aquel reducido espacio con aquella especie de proyección mostruosa de sí mismo... que estaba allí tendido en un sueño cataléptico, del todo inconsciente de aquella cosa que se alimentaba de su propia vida y energías... añadían un enfermizo toque de horror a la escena. De todos los casos de John Silence... y hubo muchos, y a menudo terribles... ninguna otra aflicción psíquica, antes o después, me impresionó nunca tan convincentemente con la patética futilidad de la personalidad humana, con su naturaleza etérea, y con las alarmantes posibilidades de sus transformaciones.

       –Ven,– me susurró, tras haber estado observando durante varios minutos los frenéticos esfuerzos de aquello por escapar del círculo de pensamiento y voluntad que lo mantenían prisionero, –alejémonos un poco mientras lo libero.

       Retrocedimos una docena de yardas, o así. Era como la escena de algún juego imposible, o de alguna macabra y opresiva pesadilla de la cual acabaría despertando para hallar las mantas apiladas sobre mi pecho. Mediante un sistema indudablemente mental, pero que, en mi confusión y excitación, fui incapaz de comprender, el doctor cumplió su propósito, y al minuto siguiente le escuché decir entre dientes:

       –¡Está libre! ¡Atención!

       En aquel mismo instante, un súbito resplandor se alzó del mar sobre la niebla, formando un haz sobre el cielo y la luna; macabro y antinatural, como el efecto de un foco, descendió con un brillo momentáneo sobre la puerta de la tienda de Sangree, y percibí que algo se había movido hacia delante desde la negrura del interior y permanecía claramente definido en el umbral. Y, en el mismo instante, la tienda cesó de agitarse y quedó inmóvil.

       Allí, en la entrada, había un animal, con el cuello y la cabeza adelantados, su hocico apuntando a la noche, todo su cuerpo adoptando esa actitud de intensa rigidez que precede al salto a la libertad, a la carrera anterior al ataque. Parecía tener el tamaño de a calf, más delgado que un mastín, aunque bastante más robusto que un lobo, y podría jurar que ví el pelaje se erizaba sobre su espalda. Entonces, su labio superior se elevó lentamente, y observé la blancura de sus dientes.

       Seguramente ningún ser humano ha visto jamás lo que yo ví durante los siguientes minutos. Y cuanto más fijamente observaba, más clara aparecía la asombrosa y monstruosa aparición. Pues, después de todo, se trataba de Sangree... aunque no era del todo Sangree. Era el cráneo y la cara de un animal, pero también era el rostro de Sangree: la cara de un perro salvaje, un lobo, pero también su rostro. Los ojos eran más intensos, más estrechos, más fieros, aunque eran sus ojos... sus ojos embrutecidos; los dientes eran más largos, más blancos, más afilados... pero eran sus dientes, sus dientes cruelmente aumentados; la expresión era ardiente, terrible, exultante... pero era su propia expresión, pero llevada al límite del salvajismo... su expresión tal y como yo la había captado en más de una ocasión, pero ahora dominante, completamente liberada de las ataduras humanas, con el enloquecido lamento de un alma hambrienta y atormentada. Era el alma de Sangree, el largamente reprimido y profundamente enamorado Sangree, expresado en su sencillo e intenso deseo... absolutamente puro y absolutamente maravilloso.

       Y, al mismo tiempo, tuve la sensación de que todo era una ilusión. De repente recordé los extraordinarios cambios que el rostro humano puede adoptar en ciertas patologías mentales, cuando cambia de la melancolía al frenesí; y recordé los efectos del hachís, que muestra la envoltura humana en forma de pájaro, o del animal al que se aproxima más el carácter; y por un momento atribuí aquella mezcla de la cara de Sangree con un lobo, a alguna especie de ilusión similar de los sentidos. ¡Debía estar loco, alucinado! ¡Soñaba! La excitación del día, y aquella débil luz de las estrellas, junto a la hechizante niebla se habían combinado para engañarme. Había sido asombrosamente dispuesto mediante alguna falsa brujería de los sentidos. Todo aquello era absurdo y fantástico; ya pasaría.

       Y entonces, sonando a través de aquel océano de confusión mental, como una campana en medio de la niebla, me llegó la voz de John Silence, devolviéndome a la consciencia y a la realidad que estábamos viviendo...

       –¡Sangree... en su Doble!

       Y cuando miré de nuevo, más calmado, ví que, de hecho, era sencillamente la cara del Canadiense, pero su cara transformada en animal, aunque mezclada con la expresión de bruto, había una mirada curiosamente patética, como la que se ve en ocasiones en los tristes ojos de un perro,... la cara de un animal dotada con vívidos rasgos humanos.

       El doctor le llamó entre dientes, suavemente...

       –¡Sangree! ¡Sangree, pobre afligida criatura! ¿Me reconoces? ¿Puedes comprender lo que estás haciendo en tu 'Cuerpo del Deseo'?

       Por primera vez desde su aparición la criatura se movió. Sus orejas se levantaron y apoyó el peso de su cuerpo sobre las patas traseras. Entonces, elevando su cabeza y hocico hacia el cielo, abrió sus grandes mandíbulas y emitió un prolongado aullido de dolor.

       Pero, al escuchar aquel aullido elevándose hacia el cielo, mi garganta se quedó sin respiración y me pareció que mi corazón hubiera dejado de latir; pues, aunque el sonido era enteramente animal, era, al mismo tiempo, enteramente humano. Y más aún, era el grito que tan a menudo se había escuchado en los Estados del Oeste Americano, donde los Indios aún peleaban, cazaban y acechaban... ¡Era el grito de un Piel Roja!

       –¡La sangre India!– susurró Silence, cuando así su brazo para sostenerme; –el grito ancestral.

       Y aquel grito desgarrado, aquella rota voz humana, mezclada con el salvaje aullido de la brutal bestia, perforó directamente mi corazón y tocó algo en él que ni la música, ni la voz, tierna o apasionada, de un hombre, mujer o niño habían tocado antes, o posteriormente, en toda mi vida. Hizo eco en la niebla y en los árboles, y se perdió en algún lugar del mar. Y una parte de mí... una más profunda que el mero acto de escuchar intensamente... se fue con dicho sonido, y por algunos instantes perdí la noción de cuanto me rodeaba y me sentí absolutamente absorbido en el dolor de una criatura afín.

       De nuevo, la voz de John Silence me hizo volver en mí.

       –¡Escucha!– dijo en voz baja. –¡Escucha!

       Su tono de voz pareció refrescar mi mente. Permanecimos escuchando, codo con codo.

       A lo lejos, en la isla, sonando débilmente a través de los árboles y la maleza, respondió un grito similar. Gorgejante, aunque maravillosamente musical, sacudiendo el corazón con una singular dulzura salvaje que desafiaba cualquier descripción; lo escuchamos alzarse y extinguirse en el aire de la noche.

       –Es al otro lado de la laguna,– gritó el Dr. Silence, pero en esta ocasión a plena voz, sin mostrar precaución alguna. –¡Es Joan! ¡Le está respondiendo!

       De nuevo, el maravilloso grito se alzó y cayó, y en aquel mismo instante el animal bajó su cabeza, y, hocico en tierra, se lanzó a una veloz carrera que le llevó al interior de la niebla y fuera de nuestra vista, como si fuera un objeto arrastrado por el viento.

       El doctor avanzó rápidamente hasta la puerta de la tienda de Sangree, y, pisándole los talones, miré hacia dentro y obtuve una momentánea visión del pequeño y encogido cuerpo que yacía sobre el lecho de ramitas, medio tapado por las mantas... la jaula de la cual, la mayor parte de la vida, y no poco de la auténtica sustancia corpórea, habían escapado hasta esa otra forma de vida y energía, el cuerpo de la pasión y el deseo.

       Mediante otros rápidos e incalculables procesos que en mi estado de aprendiz poco avanzado, fallé en determinar, el Dr. Silence volvió a cerrar el círculo alrededor de la tienda y el cuerpo.

       –Ahora no puede regresar hasta que no se lo permita,– dijo, y al segundo siguiente desaparecía a toda velocidad por los árboles, conmigo siguiéndole de cerca. Ya antes había experimentado la habilidad de mi compañero para correr rápidamente a través de un bosque denso, y ahora resultó evidentemente probado su poder para ver en la oscuridad. Pues, una vez que abandonamos el claro que rodeaba las tiendas, los árboles parecieron absorber toda la luz que aún había, y yo comprendí aquella especial sensibilidad que según se dice desarrollan los ciegos... el sentido de los obstáculos.

       Y en dos ocasiones, mientras corríamos, escuchamos el sonido de aquel espantoso aullido acercándose más y más hacia el débil grito de respuesta, proveniente del punto de la isla hacia el cual nos dirigíamos.

       Entonces, de repente, los árboles se terminaron, y emergimos, sudando y sin aliento, sobre el hito rocoso donde la losa de granito caía hacia el mar. Fue como pasar a la claridad del pleno día.

       Y allí, claramente definida contra el cielo y el mar, se alzaba a figura de un ser humano. Era Joan. Al momento ví que había algo en su apariencia que resultaba singular e inusual, pero sólo cuando nos acercamos más pude reconocer qué lo causaba. Pues mientras los labios sonreían de un modo que iluminaba el rostro entero de una felicidad que nunca antes le había visto, los ojos se hallaban fijos en una mirada ciega, vacía, como si estuvieran sin vida y hechos de cristal. Tuve el impulso de dirigirme hacia ella, pero el Dr. Silence me agarró al instante, haciéndome retroceder.

       –No,– gritó, –¡No la despiertes!

       –¿Qué quieres decir?– repliqué en voz baja, apartando el brazo.

       –Está dormida. Es sonámbula. El shock podría dañarla permanentemente.

       Me volví y le miré fijamente a la cara. Estaba absolutamente tranquilo. Comencé a comprender un poco más, captando, supongo yo, algo de sus fuertes pensamientos.

       –¿Te refieres a que camina en sueños?

       Asintió.

       –Ha venido a encontrarse con él. Desde el principio debe haberla atraído... irresistiblemente.

       –Pero ¿y la tienda cortada y el rasguño del brazo?

       –Cuando no fue capaz de dormir de un modo lo bastante profundo como para entrar en el trance sonámbulo, él la echó de menos... fue instintivamente y con toda inocencia a buscarla... con el resultado, claro está, de que ella se despertó y quedó aterrorizada...

       –Entonces, en el fondo de su corazón ¿se aman?– pregunté finalmente.

       John Silence sonrió con su habitual sonrisa inescrutable.

       –Profundamente,– respondió, –y de un modo tan sencillo como sólo las almas primitivas pueden amar. Si ambos se dieran cuenta de ello en sus estado normal de vigilia, su Doble cesaría estas excursiones nocturnas. Estaría curado, y descansaría.

       Aquellas palabras acababan de salir de sus labios, cuando escuchamos un sonido de ramas quebradas a nuestra izquierda, y al instante siguiente, la densa maleza se abrió en su parte más oscura, y de ella saltó la veloz figura de un animal a pleno galope. El sonido de pisadas era casi inaudible, pero en aquel absoluto silencio, escuché la pesada respiración capté el siseo de las hojas bajas al rozar su costado. Fue directo hacia Joan... y mientras avanzaba, la chica levantó su cabeza y se giró para recibirle. Y en el mismo instante, una canoa que había estado deslizándose silenciosa y sin ser observada por la orilla interna de la laguna, emergió de las sombras y quedó definida sobre el agua con una figura en su mitad. Era Maloney.

       Sólo un poco más tarde me percaté de que éramos invisibles para él, allá donde estábamos, junto al oscuro fondo de árboles; veía claramente las figuras de Joan y del animal, pero no al Dr. Silence ni a mí, que permanecíamos detrás de ellos. Se puso de pie sobre la canoa y extendió su brazo derecho. Ví brillar algo en su mano.

       –Quédate quieta, Joan, muchacha, podrías salir herida,– gritó; su voz resonó horriblemente a través del profundo silencio, y en el mismo instante se dejó escuchar un estampido de pistola, acompañado de fuego y humo, y la figura del animal, tras un tremendo salto en el aire, regresó a las sombras y desapareció en la noche y en la niebla. Entonces, al instante, Joan abrió sus ojos, miró aturdida a su alrededor, y presionando sus manos contra su corazón, lanzó un grito y cayó justo a mis brazos, pues acababa de adelantarme para sujetarla a tiempo.

       Y un grito de respuesta sonó a través de la laguna... débil, dolorido, patético. Venía de la tienda de Sangree.

       –¡Estúpido!– Gritó el Dr. Silence, –¡Le ha herido!– y antes de que pudiéramos movernos o hacernos a la idea de la situación, ya había cruzado con la canoa, la mitad de la distancia que nos separaba.

       Algún tipo de improperio similar salió también de mis labios, como un torrente... si bien no puedo recordar las palabras exactas... pero maldije a aquel hombre por su desobediencia e intenté acomodar confortablemente a la chica en el suelo. Pero el clérigo era más práctico. Al momento se hallaba a mi lado, tapándola con su abrigo y mojando de agua su rostro.

       –De todos modos, no es a Joan a quién he matado,– le oí musitar mientras ella se giraba, abría los ojos y sonreía débilmente. –Juro que la bala fue certera.

       Joan le miró; aún estaba aturdida y embelesada, y aún creía estar con su compañero de trance. La extraña lucidez de los sonámbulos aún pendía de su mente y su cerebro, aunque aparentemente sólo pareciera estar confundida y desorientada.

       –¿Dónde se ha ido? Desapareció tan bruscamente, gritando que le habían herido,– preguntó, mirando a su padre como si no le reconociera. –Y si le han hecho algo a él... me lo han hecho a má también... porque para mí es más que....

       Sus palabras se hicieron más y más débiles mientras regresaba lentamente a su estado normal, y entonces se detuvo del todo, como dándose cuenta de que había sido sorprendida revelando sus secretos.

       Durante el camino de regreso, mientras la llevábamos con ciudado a través de los árboles, la muchacha sonrió y murmuró el nombre de Sangree, preguntando si estaba herido, hasta que al final me quedó claro que el alma salvaje de uno había llamado al alma salvaje de la otra, y en las más recónditas profundidades de su ser, la llamada había sido recibida y comprendida. John Silence tenía razón. En el abismo de su corazón, demasiado profundo para darse cuenta de ello, la muchacha le amaba, y le había amado desde del principio. Una vez que su consciencia normal, ya despierta, reconociera el hecho, podrían saltar el uno hacia el otro como llamas gemelas, y la aflicción de él llegaría a su fin; su intenso deseo sería satisfecho; estaría curado.

       Al llegar a la tienda de Sangree, el Dr. Silence y yo nos sentamos por el resto de la noche... aquella extraordinaria y hechizante noche que nos había mostrado tan extrañas imágenes tanto de un nuevo cielo como de un nuevo infierno... pues el Canadiense tosía sobre su lecho de ramitas balsámicas, con una gran fiebre en la sangre; y sobre cada mejilla, mostraba una oscura y curiosa contusión, aparentemente muy dolorosa, a pesar de que la piel no estaba perforada y no había signos exteriores visibles de sangre.

       –Ya lo ves, Maloney fue certero,– me susurró el Dr. Silence una vez que el clérigo se hubo retirado a su tienda, y hubimos acostado a Joan junto a su madre, quien, por cierto, no se había despertado ni una sola vez. –La bala debió de cruzar limpiamente por el rostro, pues ambas mejillas están manchadas. Llevará esas marcas toda su vida... se harán más pequeñas, pero siempre estarán allí. Esas de ahí, son las cicatrices más curiosas del mundo, las transferidas por repercusión del Doble herido. Permanecerán visibles hasta justo antes de su muerte, y entonces, con el abandono del cuerpo sutil, desaparecerán finalmente.

       Sus palabras se mezclaron en mi aturdida mente con los suspiros del atormentado durmiente, y el grito del viento en torno a la tienda. Nada parecía paralizar mis poderes de deducción, tanto como aquellas manchas gemelas de misterioso significado sobre el rostro que había ante mí.

       Muy curiosa, además, fue la rapidez y facilidad con la que el campamento se resignó de nuevo al sueño y el silencio, como si el telón de un teatro hubiera descendido de repente sobre la acción, dándola por terminada; y nada contribuyó tan vívidamente a la sensación de que había sido el espectador de alguna clase de drama visionario, como la dramática naturaleza del cambio en la actitud de la muchacha.

       Aunque, de hecho, el cambio no había sido tan súbito y revolucionario como parecía. Bajo la superficie, en aquellas regiones más remotas de la consciencia donde las emociones, desconocidas para sus poseedores, maduran secretamente, posponiendo su brusca revelación a algún abrupto climax psicológico, allí... no había duda alguna de que el amor de Joan hacia el Canadiense había estado creciendo lenta e irresistiblemente durante todo el tiempo. Y ahora había emergido a la superficie, de modo que ella era capaz de reconocerlo; eso era todo.

       Y siempre me pareció que la presencia de John Silence, tan poderosa, tan calmadamente eficaz, produjo el efecto, por llamarlo de algún modo, de un casamentero psíquico, acelerando incalculablemente la unión de aquellos dos amantes "salvajes". Pues aquel súbito despertar que había ocurrido en el climax psicológico del asunto, requirió que se revelaran las apasionadas emociones que se hallaban contenidas y acumuladas. Un profundo conocimiento había salido a la superficie y se había transferido a la consciencia ordinaria de la muchacha, y en aquel choque, la colisión de las personalidades la había hecho temblar profundamente, y le había mostrado la verdad, más allá de toda posibilidad de duda.

       –Ahora duerme tranquilo,– dijo el doctor, interrumpiendo mis reflexiones. –Si te quedas aquí, vigilándole un momento, iré a la tienda de Maloney y le ayudaré a ordenar sus pensamientos.– Sonrió, pensando en dicha "ordenación de pensamientos". –Nunca acabó de comprender del todo cómo una herida infringida al Doble podía transferirse al cuerpo físico, pero al menos puedo persuadirle de que cuanto menos hable y 'explique' mañana, mucho antes se calmarán las aguas, volviendo a su curso original de paz y tranquilidad.

       Se alejó tranquilamente, y con su ausencia, Sangree, que dormía profundamente, se giró, gimiendo de dolor por su herida en la cara.

       Y fue en la plácida hora justo antes del alba, cuando todas las islas se hallaban aún difuminadas, el viento y el mar aún dormían, y las estrellas eran visibles a través de la agonizante niebla, cuando una figura se deslizó silenciosamente por el risco y alcanzó la entrada de la tienda, en la que yo velaba al convaleciente, antes de que pudiera percatarme de su presencia. La lona se levantó cautelosamente unas pocas pulgadas y apareció... Joan.

       En aquel mismo instante, Sangree se despertó y se sentó sobre su lecho de ramas. La reconoció antes de que yo pudiera decir una sola palabra, y emitió un grito apagado. Era una mezcla de dolor y alegría, y en aquella ocasión, completamente humano.

       Y la muchacha no se hallaba caminando en sueños, sino plenamente consciente de lo que hacía. Y únicamente fui capaz de sujetarle, arropándole de nuevo.

       –¡Joan, Joan!– gritó él, y al momento ella le respondió.

       –Estoy aquí... a partir de ahora estaré siempre contigo, –y entonces pasó a mi lado y se abrazó a su pecho.

       –Sabía que al final vendrías a mí,– le oí susurrar.

       –Era demasiado grande para que lo comprendiera al principio,– murmuró ella, –y durante mucho tiempo estuve asustada....

       –¡Pero ahora no!– gritó en voz más baja; –ya no tienes miedo de... de nada que haya en mi interior....

       –No temo nada,– sollozó ella, –nada, ¡nada!

       La conduje de nuevo al exterior. Me miró fijamente al rostro, con los ojos brillantes y con todo su ser transformado. De algún modo intuitivo, probablemente remanente del sonambulismo, ella sabía, o suponía tanto como yo.

       –Será mejor que mañana hables con John Silence,– le dije con gentileza, conduciéndola de vuelta a su propia tienda. –Él lo entiende todo.

       La dejé ante la puerta de su tienda, y me alejé lentamente para retomar de nuevo mi labor de vigilancia con el Canadiense; en aquel instante, ví los primeros rayos de luz del amanecer, brillando en el borroso horizonte marino junto a las distantes islas.

       Y, como para enfatizar la eterna conexión entre comedia y tragedia, dos pequeños detalles resaltaron en la escena y me impresionaron con tal viveza que aún hoy los recuerdo. Pues en la tienda en cuya entrada acababa de dejar a Joan, ahora radiante con su nueva felicidad, llegó claramente hasta mis oídos el grotesco sonido de los pesados ronquidos de la "Contramaestre", indiferente a todas las cosas habidas en el Cielo y el Infierno; y de la tienda de Maloney, en cuyo interior brillaba una linterna, llegó hasta mí, a través de los árboles, la monótona subida y bajada del tono de una voz humana que, más allá de toda duda, se trataba del sonido de un hombre rezando a su Dios.