miércoles, 4 de junio de 2025

El vampiro. John Stagg (1770-1823)

 La historia del Vampiro está fundada en una opinión o relato que estaba de moda en Hungría y en varias zonas de Alemania hacia comienzos del siglo pasado. Se aseguraba por entonces que en varios lugares se sabía de muertos que habían dejado sus tumbas y por la noche visitaban las habitaciones de sus amigos, a quienes, por succión, chupaban su sangre mientras dormían.


Esa persona entonces se convertía en un vampiro; y si no hubiera sido por la afortunada idea de un clérigo quien ingeniosamente recomendó estacarlos en sus tumbas, en estos momentos tendríamos un enjambre más grande de engendros del que tenemos ahora. Muchas e ingeniosas observaciones por parte de profesores y clérigos intentaron explicar las causas físicas de tal fenómeno. Se aseguraba que una porción del espíritu del animal, que no había escapado a la defunción del cuerpo, retenía el poder de la voluntad; e investidos con parte del cuerpo que todavía no había entrado en proceso de putrefacción, eran capaces de hacer esas prodigiosas excursiones desde la tumba y volver a su placer sin ningún inconveniente aparente. Otros opinaban que eran una clase de demonios, que se suponen son numerosos, que se apropiaban de cualquier resto humano volviéndose parcialmente corporales y perfectamente visibles. Para algunos de nuestros viajeros modernos parece que la noción de la existencia de los vampiros era muy conocida y creída por los holandeses y otras poblaciones de América. Yo no creo que una milésima parte del mundo sepa la razón del porqué el cordón umbilical era cuidadosamente quemado después del nacimiento por los que atienden el parto.


Se basa en la opinión de que esos numerosos demonios domésticos, en quienes creen perfectamente, eran tenaces cuando tenían la oportunidad de obtener cualquier porción de humanidad, que ellos preferían a cualquier otra sustancia animal. Suponemos que el cordón umbilical sería un muy deseable jubón para esta pequeña "nobleza". De aquí que, dada sus ganas de hacerse corpóreos y visibles, cuando no obtenían fácilmente restos humanos, estaban forzados a buscar en mataderos, montones de carroña, etc., para "vestirse" con lo que encontraban en su camino. De lo que deducimos que muchos de ellos aparecieran en forma de caballos, vacas, asnos, etc., o sea, en toda clase de animales, por lo que se dice que estos son los fantasmas de los animales que representan más que de cualquier otra persona.


¿Por qué está tan mortalmente pálido, mi señor?
¿Por qué se desvanece el rubor de su mejilla?
¿Qué puede a mi querido marido afligir?
¡Sus cuidados sentidos, oh Herman, habla!
¿Por qué a la silenciosa hora del descanso
tú te lamentas tan tristemente mientras duermes?
¿Estás oprimido por la aflicción más pesada,
aflicciones demasiado dolorosas para ser guardadas?
¿Por qué palpita tu pecho? ¿Por qué se estremece tu corazón?
¡Oh, habla! Y si hay algún alivio
Tu consuelo Gertrudis te lo dará,
Si no, al menos comparte tu aflicción.
Pálida está esa mejilla que una vez la floración
de la reluciente belleza varonil enseñó;
apagados están esos ojos, en pensativa penumbra
que antiguamente con entusiasta lustre brillaban.
Di, ¿por qué también a medianoche,
tú tristemente jadeas y te estiras para respirar
como si algún poder sobrenatural
estuviera arrastrándote hacia la muerte?
Inquieto, aunque durmiendo, aún te quejas,
y con un horror convulsivo te sobresaltas.
¡Oh, Herman! Haz saber a tu esposa
ese pesar que atormenta tu corazón.
¡Oh, Gertrudis! ¿Cómo podré relatarte
la extraña angustia que siento?;
extraña y severa como es este mi destino;
un destino que yo no puedo esconder más tiempo.
A pesar de toda mi fuerza acostumbrada
el destino severo ha sellado mi suerte
esta espantosa enfermedad a la larga
me arrastrará a la silenciosa tumba.
Pero di, Herman, ¿cuál es la causa
de esta aflicción y de todo lo que te preocupa
que, como un buitre tus vitales roe
y mortifica tu pecho con desesperación?
¿Seguro que esto no puede ser una aflicción común?
¿Seguro que esto no puede ser un dolor común?
Habla, si este mundo contiene alivio
Que pronto tu Gertrudis lo obtendrá.
¡Oh, Gertrudis! Es una causa horrenda.
¡Oh, Gertrudis! Es una inquietud inusual
que, como un buitre, mis vitales roe
y mortifica mi pecho con desesperación.
El joven Segismundo, mi una vez querido amigo,
pero quien últimamente renunció a respirar,
con otros lo acompañé
a la silenciosa casa de la muerte.
Por él lloré, por él llevé luto,
pagué todo lo que debía por amistad
pero tristemente la amistad ha vuelto
y tu Herman tiene que seguirlo también.
Debo seguirlo a la tenebrosa tumba
a pesar de las artes o las habilidades humanas;
ningún poder en la tierra puede salvar mi vida,
es la voluntad inalterable del destino.
El joven Segismundo, mi una vez querido amigo
pero ahora mi vil perseguidor
extiende su malevolencia
incluso para torturar mi alma.
Por la noche, cuando, envueltos en profundo sueño
todos los mortales compartimos un suave reposo,
mi alma mantiene espantosas vigilancias
más intensas de lo que el infierno apenas sabe.
Desde la tenebrosa mansión de la tumba
desde las profundas regiones de los muertos
el fantasma de Segismundo vaga
y me persigue horriblemente en mi cama.
Allí, vestido de forma infernal,
(de una manera que yo no entiendo)
el duende yace cerca de mí
y bebe mi sangre vital.
Chupa de mis venas la vida que fluye
y drena la fuente de mi corazón.
¡Oh Gertrudis, Gertrudis! ¡Mi querida esposa!
Indecible es mi dolor.
Cuando está saciado, el horrendo duende
con el banquete de la sangre amamantada
se retira a su sepulcro
hasta que la noche lo invita a venir una vez más.
Luego él terriblemente volverá
y de mis venas los jugos de la vida drenará;
mientras que yo, inerte, lloro con angustia
y me sacudo con dolor agonizante.
Pronto estoy exhausto, gastado,
su carnaval está casi acabado;
mi alma está hendida con agonía.
mañana no estaré más.
Pero, oh Gertrudis, mi querida esposa.
Las más penetrantes punzadas al fin permanecerán
pues muerto, yo también buscaré tu vida;
tu sangre por Herman será drenada.
Pero para evitar este horrible destino,
en cuanto muera y yazca en tierra
cruza mi cuerpo con una jabalina;
esto prevendrá mi regreso.
Oh mira conmigo esta última y triste noche,
miremos en tu habitación aquí solos
pero cuidadosamente esconde la luz
hasta que escuches mi quejido de despedida.
Entonces a la hora en que la campana de vísperas
de aquel convento repique
ese repique llamará a mi despedida
y el cuerpo de Herman estará frío.
"Entonces, y sólo entonces, tu lámpara descubre,
el rayo primero, la luz radiante
harán asustar al duende a mi lado
y lo hará visible a la vista."
Toda la noche la pobre Gertrudis
estuvo sentada vigilando a su moribundo marido;
toda la noche ella lloró el destino
del objeto que su alma adoraba.
Entonces, a la hora en que la campana de vísperas
de aquel convento tristemente sonó
su despedida fue entonces repicada
y el desventurado Herman estaba frío.
Justo en ese momento Gertrudis descubrió
de debajo de su capa la escondida luz,
cuando, ¡horrible!, ella tuvo a la vista
la sombra de Segismundo. ¡Triste visión!
El indigno puso sus coléricos ojos en blanco
Que brillaban con mirada salvaje y terrorífica,
Y con sorpresa contempló por un momento
Pasmado la esclarecedora iluminación.
Sus cadavéricas mandíbulas estaban embadurnada
con coagulada matanza
y todo este horror parecía distante
y lleno con sangre humana.
Con horrible ceño el espectro huyó.
Ella chilló muy alto, luego se desvaneció.
El desventurado Herman en su cama
Todo pálido, un cuerpo sin vida yacía.
Al día siguiente en consejo fue decretado
(impulsado a petición del estado)
que la naturaleza escalofriante debería ser liberada
de pestes como esta antes de que fuera demasiado tarde.
El coro entonces llenó la cúpula del funeral
Donde Segismundo estaba enterrado,
Y lo encontró, aunque dentro de su tumba
Aún templado como la vida y sin deterioro.
Su cara no estaba manchada de sangre.
Ensangrentados estaban sus temerosos ojos.
Cada signo de vida pasada permanecía
aunque allí sin movilidad yacía.
Ellos llevaron al mismo sepulcro
el cuerpo de Herman
y a través de los dos cadáveres introdujeron
profunda en la tierra, una afilada estaca.
Así acaba su carrera,
con esto no podrán vagar más.
De ellos no tendrán que temer más sus amigos.
Los dos guardan silenciosos la inactiva tumba.


El velo negro. Charles Dickens (1812-1870)

Una velada de invierno, quizá a fines de otoño de 1800, o tal vez uno o dos años después de aquella fecha, un joven cirujano se hallaba en su despacho, escuchando el murmullo del viento, que agitaba la lluvia contra la ventana, silbando sordamente en la chimenea. La noche era húmeda y fría; y como él había caminado durante todo el día por el barro y el agua, ahora descansaba confortablemente, en bata, medio dormido, y pensando en mil cosas. Primero en cómo el viento soplaba y de qué manera la lluvia le azotaría el rostro si no estuviese instalado en su casa.

Sus pensamientos luego cayeron sobre la visita que hacía todos los años para Navidad a su tierra y a sus amistades e imaginaba que sería muy grato volver a verlas y en la alegría que sentiría Rosa si él pudiera decirle que, al fin, había encontrado un paciente y esperaba encontrar más, y regresar dentro de unos meses para casarse con ella. Empezó a hacer cálculos sobre cuándo aparecería este primer paciente o si, por especial designio de la Providencia, estaría destinado a no tener ninguno. Volvió a pensar en Rosa y le dio sueño y la soñó, hasta que el dulce sonido de su voz resonó en sus oídos y su mano, delicada y suave, se apoyó sobre su espalda.

En efecto, una mano se había apoyado sobre su espalda, pero no era suave ni delicada; su propietario era un muchacho corpulento, el cual por un chelín semanal y la comida había sido empleado en la parroquia para repartir medicinas. Como no había demanda de medicamentos ni necesidad de recados, acostumbraba ocupar sus horas ociosas -unas catorce por día- en substraer pastillas de menta, tomarlas y dormirse.

-¡Una señora, señor, una señora! -exclamó el muchacho, sacudiendo a su amo.
-¿Qué señora? -exclamó nuestro amigo, medio dormido-. ¿Qué señora? ¿Dónde?
-¡Aquí! -repitió el muchacho, señalando la puerta de cristales que conducía al gabinete del cirujano, con una expresión de alarma que podría atribuirse a la insólita aparición de un cliente.

El cirujano miró y se estremeció también a causa del aspecto de la inesperada visita. Se trataba de una mujer de singular estatura, vestida de riguroso luto y que estaba tan cerca de la puerta que su cara casi tocaba con el cristal. La parte superior de su figura se hallaba cuidadosamente envuelta en un chal negro, y llevaba la cara cubierta con un velo negro y espeso. Estaba de pie, erguida; su figura se mostraba en toda su altura, y aunque el cirujano sintió que unos ojos bajo el velo se fijaban en él, ella no se movía para nada ni mostraba darse cuenta de que la estaban observando.

-¡Viene para una consulta? -preguntó el cirujano titubeando y entreabriendo la puerta. No por eso se alteró la posición de la figura, que seguía siempre inmóvil.

Ella inclinó la cabeza en señal de afirmación.

-Pase, por favor -dijo el cirujano.

La figura dio un paso; luego, volviéndose hacia donde estaba el muchacho, el cual sintió un profundo horror, pareció dudar.

-Márchate, Tom -dijo al muchacho, cuyos ojos grandes y redondos habían permanecido abiertos durante la breve entrevista-. Corre la cortina y cierra la puerta.

El muchacho corrió una cortina verde sobre el cristal de la puerta, se retiró al gabinete, cerró la puerta e inmediatamente miró por la cerradura. El cirujano acercó una silla al fuego e invitó a su visitante a que se sentase. La figura misteriosa se adelantó hacia la silla, y cuando el fuego iluminó su traje negro el cirujano observó que estaba manchado de barro y empapado de agua.

-¿Se ha mojado mucho? -le preguntó.
-Si -respondió ella con una voz baja y profunda.
-¿Se siente mal? -inquirió el cirujano, compasivamente, ya que su acento era el de una persona que sufre.
-Sí, bastante. No del cuerpo, pero sí moralmente. Aunque no es por mí que he venido. Si yo estuviese enferma no andaría a estas horas y en una noche como esta, y, si dentro de veinticuatro horas me ocurriese lo que me ocurre, Dios sabe con qué alegría guardaría cama y desearía morirme. Es para otro que solicito su ayuda, señor. Puede que esté loca al rogarle por él. Pero una noche tras otra, durante horas terribles velando y llorando, este pensamiento se ha ido apoderando de mí; y aunque me doy cuenta de lo inútil que es para él toda asistencia humana, ¡el solo pensamiento de que puede morirse me hiela la sangre!

Había tal desesperación en la expresión de esta mujer que el joven cirujano, poco curtido en las miserias de la vida, en esas miserias que suelen ofrecerse a los médicos, se impresionó profundamente.

-Si la persona que usted dice -exclamó, levantándose- se halla en la situación desesperada que usted describe, no hay que perder un momento. ¿Por qué no consultó usted antes al médico?
-Porque hubiera sido inútil y todavía lo es -repuso la mujer, cruzando las manos.

El cirujano contempló por un momento su velo negro, como para cerciorarse de la expresión de sus facciones; pero era tan espeso que le fue imposible saberlo.

-Se encuentra usted enferma -dijo amablemente-. La fiebre, que le ha hecho soportar, sin darse cuenta, la fatiga que evidentemente sufre usted, arde ahora dentro. Llévese esa copa a los labios -prosiguió, ofreciéndole un vaso de agua- y luego explíqueme, con cuanta calma le sea posible, cuál es la dolencia que aqueja al paciente, y cuánto tiempo hace que está enfermo. Cuando conozca los detalles para que mi visita le sea útil, iré inmediatamente con usted.

La desconocida llevó el vaso a sus labios sin levantar el velo; sin embargo, lo dejó sin haberlo probado, y rompió en llanto.

-Se -dijo sollozando- que lo que digo parece un delirio fiebril. Ya me lo han dicho, aunque sin la amabilidad de usted. No soy una mujer joven; y, se dice, que cuando la vida se dirige hacia su final, la escasa vida que nos queda nos es más querida que todos los tiempos anteriores, ligados al recuerdo de viejos amigos, muertos hace años, de jóvenes, niños quizá, que han desaparecido y la han olvidado a una por completo, como si una estuviese muerta. No puedo vivir ya muchos años; así es que, bajo este aspecto, tiene que resultarme la vida más querida; aunque la abandonaría sin un suspiro y hasta con alegría si lo que ahora le cuento fuese falso. Mañana por la mañana, aquel de quien hablo se hallará fuera de todo socorro; y, a pesar de ello, esta noche, aunque se encuentre en un terrible peligro, usted no puede visitarle ni servirle de ninguna manera.

-No quisiera aumentar sus penas -dijo el cirujano-, haciendo un comentario sobre esto que me comenta, comprendo que desea ocultarlo. Pero hay en su relato algo que no puede conciliarse con sus probabilidades. La persona que usted me dice está muriéndose y no puedo ver, cuando mi presencia le sería de algún valor. En cambio, usted teme que mañana sea inútil y, con todo, ¡quiere que entonces le vea! Si él le es tan querido como las palabras y la actitud de usted me indican, ¿por qué no intentar salvar su vida sin tardanza antes de que el avance de su enfermedad haga la intención impracticable?

-¡Dios me asista! -exclamó la mujer, llorando-. ¿Cómo puedo esperar a que un extraño quiera creer lo increíble? ¿No querrá usted visitarlo, señor? -añadió levantándose vivamente.
-Yo no digo que me niegue -replicó el cirujano-. Pero le advierto que, de persistir en tan extraordinaria demora, incurrirá en una terrible responsabilidad si el individuo se muere.
-La responsabilidad será siempre grave -replicó la desconocida en tono amargo-. Cualquier responsabilidad que sobre mí recaiga, la acepto y estoy pronta a responder de ella.
-Como yo no incurro en ninguna -agregó el cirujano-, si accedo a la petición de usted, veré al paciente mañana, si usted me deja sus señas. ¿A qué hora se le puede visitar?
-A las nueve-replicó la desconocida.
-Usted excusará mi insistencia en este asunto-dijo el cirujano-. Pero ¿está él a su cuidado?
-No, señor.
-Entonces, si le doy instrucciones para el tratamiento durante esta noche, ¿podría usted cumplirlas?
La mujer lloró amargamente y replicó:
-No; no podría.

Como no había esperanzas de obtener más informes con la entrevista y deseoso, por otra parte, de no herir los sentimientos de la mujer, que ya se habían convertidos en irreprimibles y penosísimos de contemplar, el cirujano repitió su promesa de acudir a la mañana. Su visitante, después de darle la dirección, abandonó la casa de la misma forma misteriosa que había entrado.

Es de suponer que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el cirujano, y que este meditó por largo tiempo, aunque con escaso provecho, sobre todas las circunstancias del caso. Como casi todo el mundo, había leído y oído hablar a menudo de casos raros, en los que el presentimiento de la muerte a una hora determinada, había sido concebido. Por un momento se inclinó a pensar que el caso era uno de estos; pero entonces se le ocurrió que todas las anécdotas de esta clase que había oído se referían a personas que fueron asaltadas por un presentimiento de su propia muerte. Esta mujer, sin embargo, habló de un hombre; y no era posible suponer que un mero sueño le hubiese inducido a hablar de aquel próximo fallecimiento en una forma tan terrible y con la seguridad con que se había expresado.

¿Sería acaso que el hombre tenía que ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice de él y ligada a él por un secreto, se arrepentía y, aunque imposibilitada para impedir cualquier atentado contra la víctima, se había decidido a prevenir su muerte, si era posible, haciendo intervenir a tiempo al médico? La idea de que tales cosas ocurrieran a dos millas de la ciudad le parecía absurda. Ahora bien, su primera impresión, esto es, de que la mente de la mujer se hallaba desordenada, acudía otra vez; y como era el único modo de resolver el problema, se aferró a la idea de que aquella mujer estaba loca. Ciertas dudas acerca de este punto, no obstante, le asaltaron durante una pesada noche sin sueño, en el transcurso de la cual, y a despecho de todos los esfuerzos, no pudo expulsar de su imaginación perturbada aquel velo negro.

La parte más lejana de Walworth, aun hoy, es un sitio aislado y miserable. Pero hace treinta y cinco años era casi en su totalidad un descampado, habitado por gente diseminada y de carácter dudoso, cuya pobreza les prohibía aspirar a un mejor vecindario, o bien cuyas ocupaciones y maneras de vivir hacían esta soledad deseable. Muchas de las casas que allí se construyeron no lo fueron sino en años posteriores; y la mayoría de las que entonces existían, esparcidas aquí y allá, eran del más tosco y miserable aspecto.

La apariencia de los lugares por donde el joven cirujano pasó a la mañana siguiente, no levantaron su ánimo ni disiparon su ansiedad. Saliendo del camino, tenía que cruzar por el yermo fangoso, por irregulares callejuelas. Algún infortunado árbol y algún hoyo de agua estancada, sucio de lodo por la lluvia orillaban el camino. Y a intervalos, un raquítico jardín, con algunos tableros viejos sacados de alguna casa de verano, y una vieja empalizada arreglada con estacas robadas de los setos vecinos, daban testimonio de la pobreza de sus habitantes y de los escasos escrúpulos que tenían para apropiarse de lo ajeno. En ocasiones, una mujer de aspecto enfermizo aparecía a la puerta de una sucia casa, para vaciar el contenido de algún utensilio de cocina en la alcantarilla de enfrente, o para gritarle a una muchacha en chancletas que había proyectado escaparse, con paso vacilante, con un niño pálido, casi tan grande como ella. Pero apenas si se movía nada por aquellos alrededores. Y todo el panorama, ofrecía un aspecto solitario y tenebroso, de acuerdo con los objetos que hemos descrito.

Después de afanarse a través del barro; de realizar varias pesquisas acerca del lugar que se le había indicado, recibiendo otras tantas respuestas contradictorias, el joven llegó al fin a la casa. Era baja, de aspecto desolado. Una vieja cortina amarilla ocultaba una puerta de cristales al final de unos peldaños, y los postigos estaban entornados. La casa se hallaba separada de las demás y, como estaba en un rincón de una corta callejuela, no se veía otra por los alrededores.

Si decimos que el cirujano dudaba y que anduvo unos pasos más allá de la casa antes de dominarse y levantar el llamador de la puerta, no diremos nada que tenga que provocar la sonrisa en el rostro del lector más audaz. La policía de Londres, por aquel tiempo, era un cuerpo muy diferente del de hoy día; la situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la construcción y las mejoras urbanas no habían empezado a unirlos a la ciudad y sus alrededores, convertían a varios de ellos, y a este en particular, en un sitio de refugio para los individuos más depravados.

Aun las calles de la parte más alegre de Londres se hallaban entonces mal iluminadas. Los lugares como el que describimos estaban abandonados a la luna y las estrellas. Las probabilidades de descubrir a los personajes desesperados, o de seguirles el rastro hasta sus madrigueras, eran así muy escasas y, por tanto, sus audacias crecían; y la conciencia de una impunidad cada vez se hacía mayor por la experiencia cotidiana. Añádanse a estas consideraciones que el joven cirujano se había pasado algún tiempo en los hospitales de Londres; y, si bien ni un Burke ni un Bishop habían alcanzado todavía su gran notoriedad, sabía, por propia observación, cuán fácilmente las atrocidades pueden ser cometidas. Sea como fuere, cualquiera que fuese la reflexión que le hiciera dudar, lo cierto es que dudó; pero siendo un hombre joven, de espíritu fuerte y de gran valor personal, sólo titubeó un instante. Volvió atrás y llamó con suavidad a la puerta.

Enseguida se oyó un susurro, como si una persona, al final del pasillo, conversase con alguien del rellano de la escalera, más arriba. Después se oyó el ruido de dos pesadas botas y la cadena de la puerta fue levantada con suavidad. Allí vio a un hombre alto, de mala facha, con el pelo negro y una cara tan pálida y desencajada como la de un muerto; se presentó, diciendo en voz baja:

-Entre, señor.

El cirujano lo hizo así, y el hombre, después de haber colocado otra vez la cadena, le condujo hasta una pequeña sala interior, al final del pasillo.

-¿He llegado a tiempo?
-Demasiado temprano -replicó el hombre.

El cirujano miró a su alrededor, con un gesto de asombro.

-Si quiere usted entrar aquí -dijo el hombre que, evidentemente, se había dado cuenta de la situación-, no tardará ni siquiera cinco minutos, se lo aseguro.

El cirujano entró en la habitación; el hombre cerró la puerta y lo dejó solo. Era un cuarto pequeño, sin otros muebles que dos sillas de pino y una mesa del mismo material. Un débil fuego ardía en el brasero; fuego inútil para la humedad de las paredes. La ventana, rota y con parches en muchos sitios, daba a una pequeña habitación con suelo de tierra y casi toda cubierta de agua. No se oían ruidos, ni dentro ni fuera. El joven doctor tomó asiento cerca del fuego, en espera del resultado de su primera visita profesional.

No habían transcurrido muchos minutos cuando percibió el ruido de un coche que se aproximaba y poco después se detenía. Abrieron la puerta de la calle, oyó luego una conversación en voz baja, acompañada de un ruido confuso de pisadas por el corredor y las escaleras, como si dos o tres hombres llevasen algún cuerpo pesado al piso de arriba. El crujir de los escalones, momentos después, indicó que los recién llegados, habiendo acabado su tarea, cualquiera que fuese, abandonaban la casa. La puerta se cerró de nuevo y volvió a reinar el silencio.

Pasaron otros cinco minutos y ya el cirujano se disponía a explorar la casa en busca de alguien, cuando se abrió la puerta del cuarto y su visitante de la pasada noche, vestida exactamente como en aquella ocasión, con el velo bajado como entonces, le invitó por señas a que le siguiera. Su gran estatura, añadida a la circunstancia de no pronunciar una palabra, hizo que por un momento pasara por su imaginación la idea de que podría tratarse de un hombre disfrazado de mujer. Sin embargo, los histéricos sollozos que salían de debajo del velo y su actitud de pena, hacían desechar esta sospecha; y él la siguió sin vacilar.

La mujer subió la escalera y se detuvo en la puerta de la habitación para dejarle entrar primero. Apenas si estaba amueblada con una vieja arca de pino, unas pocas sillas y un armazón de cama con dosel, sin colgaduras, cubierta con una colcha remendada. La luz mortecina que dejaba pasar la cortina que él había visto desde fuera, hacía que los objetos que de la habitación se distinguieran confusamente, hasta el punto de no poder percibir aquello sobre lo cual sus ojos reposaron al principio. En esto, la mujer se adelantó y se puso de rodillas al lado de la cama.

Tendida sobre esta, muy acurrucada en una sábana cubierta con unas mantas, una forma humana yacía sobre el lecho, rígida e inmóvil. La cabeza y la cara se hallaban descubiertas, excepto una venda que le pasaba por la cabeza y por debajo de la barbilla. Tenía los ojos cerrados. El brazo izquierdo estaba extendido pesadamente sobre la cama. La mujer le tomó una mano. El cirujano, rápido, apartó a la mujer y tomó esta mano.

-¡Dios mío! -exclamó, dejándola caer involuntariamente-. ¡Este hombre está muerto!

La mujer se puso en pie vivamente y estrechó sus manos.

-¡Oh, señor, no diga eso! -exclamó con un estallido de pasión cercano a la locura-. ¡Oh, señor, no diga eso; no podría soportarlo! Algunos han podido volver a la vida cuando los daban por muerto. ¡No le deje, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! En estos instantes la vida huye de él. ¡Inténtelo, señor, por todos los santos del cielo! -Y hablando así, frotaba la frente y el pecho de aquel cuerpo sin vida; y enseguida golpeaba con frenesí las frías manos que, al dejar de retenerlas, volvieron a caer, indiferentes y pesadas, sobre la colcha.

-Esto no servirá de nada, buena mujer -dijo el cirujano suavemente, mientras le apartaba la mano del pecho de aquel hombre-. ¡Descorra la cortina!
-¿Por qué? -preguntó la mujer, levantándose con sobresalto.
-¡Descorra la cortina! -repitió el cirujano con voz agitada.
-Oscurecí la habitación expresamente -dijo la mujer, poniéndose delante, mientras él se levantaba para hacerlo-. ¡Oh, señor, tenga compasión de mí! Si no tiene remedio; si está realmente muerto, ¡no exponga su cuerpo a otros ojos que los míos!
-Este hombre no ha muerto de muerte natural -observó el cirujano-. Es preciso ver su cuerpo.

Y con vivo ademán, tanto que la mujer apenas se dio cuenta de que se había alejado, abrió la cortina de par en par, y, a plena luz, regresó al lado de la cama.

-Ha habido violencia -dijo, señalando al cuerpo y examinando atentamente el rostro de la mujer, cuyo velo negro, por primera vez, se hallaba subido. En la excitación anterior se había quitado la cofia y el velo y ahora se encontraba delante de él, de pie, mirándole fijamente. Sus facciones eran las de una mujer de unos cincuenta años, y demostraban haber sido guapa. Penas y lágrimas habían dejado en ella un rastro que los años, por sí solos, no hubieran podido dejar. Tenía la cara muy pálida. Y el temblor nervioso de sus labios y el fuego de su mirada demostraban que todas sus fuerzas físicas y morales se hallaban anonadadas bajo un cúmulo de miserias.

-Aquí ha habido violencia -repitió el cirujano, evitando aquella mirada.
-¡Sí, violencia! -repitió la mujer.
-Ha sido asesinado.
-Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido -exclamó la mujer con convicción-. ¡Cruel, inhumanamente asesinado!
-¿Por quién? -dijo el cirujano, aferrando por los brazos a la mujer.
-Mire las señales del asesino, y luego pregúnteme -replicó ella.

El cirujano volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo que ahora yacía iluminado por la luz de la ventana. El cuello estaba hinchado, con una señal rojiza a su alrededor. Como un relámpago, se le presentó la verdad.

-¡Es uno de los hombres que han sido ajusticiados esta mañana! -exclamó volviéndose con un estremecimiento.
-¡Es él! -replicó la mujer con una mirada extraviada e inexpresiva.
-¿Quién era?
-Mi hijo -añadió la mujer, cayendo a sus pies sin sentido.

Era verdad. Un cómplice, tan culpable como él mismo, había sido absuelto, mientras a él lo condenaron y ejecutaron. Referir las circunstancias del caso, ya lejano, es innecesario y podría lastimar a personas que aún viven. Era una historia como las que ocurren a diario. La mujer era una viuda sin relaciones ni dinero, que se había privado de todo para dárselo a su hijo. Este, despreciando los ruegos de su madre, y sin acordarse de los sacrificios que ella había hecho por él, se había hundido en la disipación y el crimen. El resultado era este; la muerte, por la mano del verdugo, y para su madre la vergüenza y una locura incurable.

Durante varios años, el joven cirujano visitó diariamente a la pobre loca. Y no sólo para calmarla con su presencia, sino para velar con mano generosa, por su comodidad y sustento. En el destello fugaz de su memoria que precedió a la muerte de la desdichada, un ruego por el bienestar y dicha de su protector salió de los labios de la pobre criatura desamparada. La oración voló al cielo, donde fue oída y la limosna que él dio le ha sido mil veces devuelta; pero entre los honores y las satisfacciones que merecidamente ha tenido no conserva recuerdo más grato a su corazón que el de la historia de la mujer del velo negro.


El vampiro. Horacio Quiroga (1878-1937)

—Sí—dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende!—exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

—¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Qué cómo fue eso del ga... de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

—Óigame: Cuando yo llegué.. . allá, mi mujer...

—¿Dónde allá?—le interrumpí.

—Allá... ¿La gata o no? ¿Entonces?... Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

—¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

—¡No es ella! ¡Ésa no es!

Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:

—¡Por qué! ¡Por qué!

Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome.

Entonces comencé a oír de todas partes:

—Murió.

—Murió aplastada.

—Murió.

—Gritó.

—Gritó una sola vez.

—Yo sentí que gritaba.

—Yo también.

—Murió.

—La mujer de él murió aplastada.

—¡Por todos los santos!—grité yo entonces retorciéndome las manos—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!

Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.

A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!

No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.

Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio.

Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!

En el hueco de una puerta—carbón y agujero, nada más—estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.

¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!

La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de ella, de María, no maldito rebuscador de cadáveres!

—¡Rebuscador de cadáveres!—repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!

El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.

—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!

No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado...

—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?

—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.


El velo de la reina Mab. Rubén Darío (1867-1916)

La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados.

Por aquel tiempo las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros, unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros, unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat y mazas enormes para machacar el hierro encendido, y a quiénes, talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera.

Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.

La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:

-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color del cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica, y que circule por las venas de las estatuas una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico Kiton, mostrando la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa y de nieve.

Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el bloque me ataraza el desaliento.

Y decía el otro:

-Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta de campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah!, pero siempre el terrible desencanto. ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar!

Y yo, ¡que podría en el estremecimiento de mi inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí dentro!

Y decía el otro:

-Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas.

La luz vibrante del himno, y la melodía de la selva hallan un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa, y la celda del manicomio.

Y el último:

-Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flora en el azul; y para que los espíritus gocen de la luz suprema es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel, y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume; tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes las busco, las busco en dos bocas que se juntan, y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y de los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y tomillo, y el santo aliento del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de miseria y de hambre.

Entonces, la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños, que hacen ver la vida color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas.

Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan extrañas farándulas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito.


El vampiro Arnold Paul. Charles Nodier (1780-1844)

Un campesino de Medreiga (aldea de Hungría), llamado Arnold Paul, fue aplastado por un carro cargado de heno. Treinta días después de su muerte, cuatro personas murieron súbitamente, de la misma forma que los que son atacados por vampiros. Se recordó entonces que Arnold Paul había relatado a menudo que, en lo alrededores de Cassova, en la frontera de Turquía, le había acosado un vampiro turco; pero como sabía que las víctimas de los vampiros se convertían a su vez en vampiros después de la muerte, había encontrado el medio de curarse comiendo tierra del vampiro turco y frotándose con su sangre.

Se presumió que si este remedio había curado a Arnold Paul, no le había impedido convertirse en vampiro. En consecuencia, le desenterraron para asegurarse de ello y, aunque llevaba inhumado cuarenta días, encontraron que el cuerpo estaba sonrosado; advirtieron que los cabellos, las uñas y la barba se habían renovado, y que las venas estaban llenas de una sangre fluida.

El magistrado del lugar, en presencia del cual se realizó la exhumación y que era un hombre experto en vampirismo, ordenó hundir en el corazón del cadáver una estaca puntiaguda y atravesarle de lado a lado; lo que fue ejecutado enseguida. El vampiro lanzó gritos espantosos e hizo los mismos movimientos que si hubiera estado vivo. Después de lo cual le cortaron la cabeza y le quemaron en una gran hoguera. A continuación hicieron sufrir el mismo tratamiento a las cuatro personas a quienes Arnold Paul había matado, por temor de que se convirtieran también en vampiros.

A pesar de todas estas precauciones, el vampiro reapareció al cabo de algunos años; y en el espacio de tres meses, diecisiete personas, de distintas edades y sexo, perecieron miserablemente: unas sin estar enfermas, y las otras después de dos o tres días de abatimiento. Una joven llamada Stanoska, después de haberse acostado una noche en estado de perfecta salud, se despertó en medio de la noche, temblando, lanzando gritos horribles y diciendo que el joven Millo, muerto desde hacía nueve semanas, había estado a punto de estrangularla mientras dormía. Al día siguiente, Stanoska se sintió muy enferma y murió después de tres días de padecimientos.

Las sospechas recayeron sobre el joven muerto, y se pensó que debía de ser un vampiro Le desenterraron, le reconocieron como tal y le ejecutaron en consecuencia. Los médicos y cirujanos del lugar investigaron cómo había podido renacer el vampiro al cabo de un tiempo tan considerable, y después de mucho indagar, descubrieron que Arnold Paul, el primer vampiro, había atormentado no sólo a las personas que habían muerto poco tiempo después que él, sino también a varias bestias cuya carne había comido gente que moría poco después, y entre otra el joven Millo.

Reanudaron las ejecuciones y encontraron diecisiete vampiros, a quienes les atravesaron el corazón, les cortaron la cabeza les quemaron y arrojaron sus cenizas al río.

Estas medidas acabaron con el vampirismo en Medreiga.


El vampiro Harppe. Charles Nodier (1780-1844)

Un hombre, que se llamaba Harppe, ordenó a su mujer que le enterrase, después de morir, delante de la puerta de la cocina, a fin de que pudiera ver mejor lo que ocurría en la casa. La mujer cumplió fielmente lo que le había ordenado; y después de la muerte de Harppe, se le vio a menudo por la vecindad: mataba a los obreros y molestaba de tal modo a los vecinos que nadie osaba habitar las casas que rodeaban la suya.

Un hombre, llamado Olaüs Pa, fue lo bastante atrevido para atacar a este espectro: le asestó una lanzada y dejó el arma en la herida. El espectro desapareció y, al día siguiente, Olaüs abrió la tumba del muerto. Encontró la lanza en el cuerpo de Harppe, en el mismo lugar donde había golpeado al fantasma. El cadáver no estaba corrupto. Le sacaron del féretro, le quemaron, arrojaron sus cenizas al mar y quedaron libres de sus apariciones.


El vampiro bondadoso. Charles Nodier (1780-1844)

He ido al país de los morlacos impulsado por un vivo deseo de conocer ese pueblo tan singular. No hay aldea morlaca donde no se pueda contar un buen número de vampiros y existen lugares donde hay al menos un vampiro por familia, como en cada familia de los valles alpinos el infaltable "santo" o "idiota".

Pero en el caso del morlaco vampiro, no se da la complicación de una enfermedad degradante, que altere el principio fundamental de la razón. El vampiro es consciente y conocedor de todo lo horrendo de su situación, le disgusta y la detesta.

Busca de combatir su propensión de todas las maneras, recurre a los remedios propuestos por la medicina, a las plegarias religiosas, a la autoextirpación de un músculo, a veces a la amputación de las piernas: en ciertos casos se decide hasta al suicidio.

Exige que después de su muerte, los hijos le perforen el corazón con una cuña y le claven al ataúd para hacer reposar en el sueño de la muerte su cadáver y libertarlo del instinto criminal.

El vampiro es de ordinario un hombre bondadoso, a menudo ejemplo y guía en su tribu, a veces ejercita oficialmente la función de juez; a veces es poeta.

A través de la profunda tristeza que le viene de la percepción de su estado, a través del recuerdo y el presentimiento de su siniestra vida nocturna, se adivina un alma tierna, generosa, hospitalaria, que no pide más que amar.

Ocurre que el sol tramonte, que la noche estampe una suerte de sello plúmbeo sobre los párpados del pobre vampiro, para que él comience de nuevo a escarbar con las uñas la fosa de un muerto o perturbe a la nodriza que vela junto a la cuna del recién nacido. Porque el vampiro no puede ser otra cosa que vampiro y los esfuerzos de la ciencia y los ritos eclesiásticos nada pueden contra su mal.

La muerte no le cura, hasta en el ataúd conserva algún síntoma de vida, y pues su conciencia se mece en la ilusión de que su crimen es involuntario, no debe sorprender el hecho de habérselos encontrado a menudo frescos y sonrientes en el catafalco. El sueño del desventurado nunca estuvo desprovisto de pesadillas.

En la mayor parte de los casos, esta aberración se limita al intuito mental del infeliz que la experimenta. Cuando se realiza plenamente, ello se debe atribuir al concurso de otros factores, como las pesadillas y el sonambulismo.

Entramos entonces en el campo de la ciencia médica, que hasta ahora no ha tenido en cuenta dos hechos importantes, que me parecen incontestables. El primero es que la percepción de un acto extraordinario no familiar a nuestra naturaleza se convierte fácilmente en sueño, el segundo, que la percepción repetida con frecuencia, y siempre en el mismo sueño, se convierte fácilmente en una acción proporcionada, realmente cumplida, sobre todo cuando se manifiesta en un ser débil e impresionable.


El vampiro estelar. Robert Bloch (1917-1994)

Dedicado a H.P. Lovecraft.

I.

Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo sinientro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.

En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños. El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir. Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito. Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.

Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!

Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.

Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias uiversidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamda telefónica verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules.

La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano". El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción. Yo me marché apresudaramente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.

Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen , en forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.

Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos. Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo. Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresudaramente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.

II.

Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmnente horrible.

Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no puedo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.

Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería.

Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación: "Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"...

El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror. Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!

Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor. Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver? Después,aun tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma contigua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.

Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido. Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas. Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.

Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda. Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí. Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.

El vampiro de Kaldenstein. Frederick Cowles (1900-1949)

Desde joven acostumbro a pasar mis vacaciones viajando por las más remotas partes de Europa. He tenido experiencias placenteras en Italia, España, Noruega y el sur de Francia, pero de todos los países que he explorado de esta manera, Alemania es mi preferido. Esta es la tierra ideal para vacacionar, para todo aquel que ama la vida al aire libre, que tenga bajos recursos y gustos simples, ya que la gente es siempre muy amigable y las fondas son buenas y baratas. He tenido excelentes vacaciones en Alemania, pero hay una que quedará para siempre en mi memoria debido a una muy extraña y extraordinaria experiencia que me sucedió hace algún tiempo.

Era el verano de 1933, y estaba prácticamente convencido de que iría en crucero a las Canarias con Donald Young. De repente, él se contagió de una enfermedad de la niñez; que resultó ser sarampión sin duda alguna, entonces tuve que hacer mis propios planes. La idea de viajar en un crucero sin compañía no me llamaba la atención; no soy una persona muy sociable que digamos y estos cruceros parecen estar llenos de bailes, fiestas de cóctel y paseos por cubierta. Tenía miedo de sentirme como pez fuera del agua, así que decidí olvidarme del crucero. En su lugar, saqué mis mapas de Alemania y comencé a planear un tour a pie. La mitad de la diversión de unas vacaciones está en planearlas; me decidía por un lugar del país en particular y luego lo cambiaba; debo haber hecho esto al menos media docena de veces. Primero, fantaseé con el Valle Moselle, después con el Lahn. Jugué con la idea de visitar la Selva Negra, situado dentro de las montañas Hartz y luego pensé que sería divertido volver a visitar Sajonia. Finalmente, me decidí por la parte sur de Bavaria ya que nunca había estado ahí y me parecía mejor pisar tierra fresca. Viajar tres días en tercera clase es cansado, incluso para un duro trotamundos; llegué a Munich completamente fatigado y adolorido. Por suerte descubrí cerca del Hofgarten “La fonda de la manzana dorada”, donde Peter Schmidt vende, tanto buen vino como buena comida y tiene algunos cuartos para alojar a los huéspedes. Peter, quien vivió en Canadá por diez años y habla un excelente inglés, sabía exactamente cómo me sentía. Me dio una habitación muy confortable donde pagaba un marco por noche, me sirvió café caliente y panecillos, y me recomendó ir a la cama y descansar hasta que estuviera totalmente restablecido. Acepté su consejo y dormí profundamente durante doce horas, luego me levanté tan fresco como una margarita. Un plato de cerdo y dos cervezas completaron la cura; luego partí para ver algo de Munich. Esta es la cuarta ciudad más grande de Alemania y tiene cosas muy interesantes que ofrecer al visitante. Ya era casi de noche; sin embargo, logré visitar el Fraven-Kirche con sus finos cristales de colores, el viejo Rathaus y la iglesia de San Pedro, construida en el siglo XIV, cerca de la Marien-Platz. Miré dentro del Regina-Palast en donde se llevaba a cabo un baile; después regresé a La manzana dorada para cenar. Luego fui a una presentación del Die Meistersinger en el teatro nacional. Eran más de las doce cuando me fui a acostar y para entonces, había decidido quedarme en Munich un día más. No los voy a aburrir describiendo las cosas que vi e hice en el segundo día. Fue simplemente el paseo de costumbre para admirar la ciudad, pero nada fuera de lo normal.

Después de cenar, Peter me ayudó a planear mi paseo; él demostró un gran conocimiento de las villas Bávaras y me dio una lista de fondas que resultó ser de mucha utilidad. Fue él quien me sugirió viajar en tren hasta Rosenheim donde comencé mi caminata. Trazamos una ruta que cubriera cerca de doscientas millas y me trajera de vuelta a Munich quince días más tarde. Bien, para hacer esta historia más corta, tomé el tren de la mañana a Rosenheim, viaje que fue terriblemente lento, pues duró cerca de tres horas para cubrir una distancia de cuarenta y seis millas. El pueblo en sí es un lugar alegre, del tipo de pequeña industria, con una iglesia del siglo xv y un buen museo de pinturas bávaras alojado en una vieja capilla.

No me quedé por mucho tiempo y emprendí mi viaje a Traunstein por un agradable camino que rodea al Chiem-See, el lago más grande de Bavaria. Pasé la noche en Traunstein y al día siguiente me encaminé hacia la vieja ciudad amurallada de Mühldorf. Desde ahí, planee dirigirme a Vilshofen pasando por Pfarrkirchen, pero tomé una ruta equivocada y llegué a un pequeño pueblo llamado Gang Koften. El encargado de la fonda local trató de ser útil y me dirigió hacia un sendero en medio del campo que, según me aseguró, era un atajo hacia Pfarrkirchen. Evidentemente, no comprendí sus instrucciones y al atardecer me encontraba perdido sin esperanza en el corazón de una cordillera formada por pequeños cerros, que no estaba marcada en el mapa. Caía la noche cuando llegué a una pequeña villa que reposaba bajo la sombra de un alto peñasco donde se erguía un castillo de roca de color gris. Por fortuna existía una fonda en la villa; un lugar primitivo, pero moderadamente confortable. El casero era un tipo inteligente y bastante amigable y además me contó que rara vez se veían visitantes por ahí. El nombre de la aldea era Kaldenstein. El hombre me sirvió una simple comida con queso de leche de cabra, ensalada, pan casero y una botella de vino tinto y para hacerle justicia a lo dicho, salí a dar un pequeño paseo.

La luna había salido y el castillo permanecía firme contra el despejado cielo como un castillo mágico en un cuento de hadas. Lo formaban un pequeño edificio cuadrado y cuatro torres, no obstante, era la fortaleza con el aspecto más romántico que había visto; una luz parpadeaba en una de las ventanas. Fue así como me di cuenta de que el lugar estaba habitado. Un escarpado sendero y una serie continua de peldaños, labrados en la roca, llevaban hacia la puerta; consideré entonces que podría hacerle una visita nocturna al Señor de Kaldenstein. En vez de eso, retorné a la fonda y me uní a algunos hombres que estaban tomando en el cuarto donde se reciben los huéspedes. Mis acompañantes eran la mayoría hombres de clase trabajadora y, aunque educados, tenían poco de ese espíritu de amistad que uno está acostumbrado a ver en las villas alemanas. Parecían malhumorados e inconformes y me dio la impresión de que compartían un terrible secreto. Hice mi mejor esfuerzo para entablar una conversación, pero no tuve éxito. Luego para hacer hablar a alguno de ellos pregunté:

— ¿Quién vive en el castillo de la ladera?

El efecto que causó en ellos la inocente pregunta fue estremecedor. Los que estaban bebiendo pusieron sus jarras sobre la mesa y me contemplaron consternados. Algunos hicieron la señal de la cruz y el más viejo susurró con voz ronca:

—Silencio, forastero, Dios perdone sus palabras.

Mi pregunta pareció molestar a todos y diez minutos después todos se habían ido. Me disculpé con el casero por la indiscreción que había cometido y esperaba que mi presencia no hubiese perturbado la calma. Hizo un gesto con la mano, rechazando mis excusas y me aseguró, que en todo caso, esos hombres no iban a permanecer aquí por mucho tiempo.

—Se aterrorizan cuando alguien menciona algo sobre el castillo —dijo— y consideran de mala suerte incluso dar un vistazo rápido al castillo después del anochecer.
—Pero ¿por qué? —pregunté —. ¿Quién vive allí?
—Ese es el hogar del Conde Ludwig von Kaldenstein.
—Y, ¿cuánto tiempo ha vivido ahí? —pregunté.

El hombre caminó hasta la puerta y la cerró cuidadosamente y le puso unos barrotes antes de responder. Luego se acercó a mi silla y susurró:

—Él ha estado allá arriba cerca de trescientos años.
—Absurdo, exclamé sonriendo. — ¿Cómo es posible que un hombre, sea Conde o campesino, viva trescientos años? Supongo que usted se refiere a que su familia ha mantenido el castillo todo ese tiempo.
—Quise decir exactamente lo que dije, joven —respondió el hombre con franqueza.
—La familia del Conde ha mantenido el castillo por diez siglos, y el Conde mismo ha morado en Burg Kaldenstein cerca de trescientos años.
—Pero, ¿cómo puede ser posible?
—Es un vampiro. En lo más profundo de ese castillo de roca existen grandes criptas, y es en una de ellas donde el Conde duerme durante el día para no ser alcanzado por la luz del sol. Sólo se atreve a salir por las noches.

Esto era fantástico desde cualquier punto de vista. Me temo que reí de manera escéptica, pero el pobre casero permanecía, obviamente, muy serio y dudé en hacer otra observación que pudiera herir sus sentimientos. Terminé mi cerveza, me levanté de la mesa y me fui a dormir. Mientras subía las escaleras mi anfitrión me llamó, tomó mi brazo y dijo:

—Por favor señor: le ruego que mantenga su ventana cerrada. El aire nocturno de Kaldenstein no es saludable.

Al llegar a mi habitación, encontré la ventana ya bien cerrada, aunque la atmósfera era como la de un horno. Por supuesto, la abrí sin pensarlo, me recosté y llené mis pulmones de aire fresco. La ventana me daba una vista directa al castillo y bajo la clara luz de la luna llena, el edificio parecía más que nunca un sueño de hadas. Me dirigía hacia el interior de la habitación, cuando supuse haber visto la silueta de una figura negra recortada contra el cielo en la parte más alta de una de las torres. Incluso la vi sacudir sus enormes alas y elevarse en lo más profundo de la noche. Parecía muy grande para ser un águila, pero la luz de la luna tiene la singular cualidad de distorsionar las formas. Seguí mirando hasta que sólo quedaba un diminuto punto negro a gran distancia; en ese momento, a lo lejos, un perro aulló extraña y lúgubremente. Unos minutos después, ya estaba listo para acostarme y, menospreciando la advertencia del casero, dejé abierta la ventana. Tomé la linterna eléctrica de mi mochila y la puse sobre la pequeña mesa de noche, encima de la cual colgaba un crucifijo de madera. Por lo general, me mantengo despierto hasta que mi cabeza toca la almohada, acción que en esta noche en particular encontraba difícil realizar. La luz de la luna me molestaba y daba vueltas bruscamente en vano tratando de acomodarme. Conté ovejas hasta que me cansé de imaginar a estas tontas criaturas pasando a través de un portillo en un seto, pero el sueño seguía esquivándome.

En la casa, un reloj dio la media noche, cuando de repente tuve la desagradable sensación de no estar solo. Por un momento me sentí aterrorizado, y luego venciendo mi miedo, me volteé. Ahí, cerca de la ventana, negra contra la luz de la luna, se veía la figura de un hombre alto. Me incorporé de repente sobre la cama y busqué a tientas la linterna. Mientras lo hacía, tropecé con algo en la pared: era el pequeño crucifijo, que mis dedos envolvieron casi al mismo tiempo en que este tocaba la mesa. Escuché a la criatura maldecir en voz baja desde la ventana y luego la vi balancearse en el alféizar y luego saltar al vacío en medio de la noche. En ese instante noté una cosa más: el hombre, quién quiera que fuese, no proyectaba sombra alguna. La luz de la luna parecía pasar directo a través de él. Debo haberme quedado estático por lo menos media hora, antes de atreverme a salir de la cama y cerrar la ventana. Después de eso, me quedé dormido de inmediato y dormí profundamente hasta que la doncella me despertó a las ocho de la mañana. A la luz del día, los eventos de la noche anterior parecían demasiado ridículos para ser ciertos; llegué entonces a la conclusión de que había sido víctima de una fantástica pesadilla. Para responder a la cortés pregunta del casero, le aseguré que había pasado una noche muy confortable, aunque me temo que mi aspecto contradijo mi respuesta.

II.
Después del desayuno salí a explorar la villa. Era un poco más grande de lo que me había parecido la tarde anterior y algunas de las casas se extendían en un valle al lado del camino. Incluso había una pequeña iglesia de tipo romanesco que desgraciadamente necesitaba ser reparada. Entré al edificio y mientras inspeccionaba su ostentoso y alto altar, un sacerdote entró por una puerta lateral. Era un hombre delgado y de aspecto ascético que, sin pensarlo, me saludó de manera muy amigable. Le saludé también y le hice saber que venía de Inglaterra. Acto seguido, se disculpó por el evidente deterioro del edificio y me mostró algunas valiosas piezas de cristal del siglo quince, una pila bautismal entallada, de ese mismo periodo, y una muy agradable estatua de la virgen. Luego, mientras estaba con él cerca de la puerta de la iglesia, miré hacia el castillo y dije:

—Me pregunto, padre, si el Señor de Kaldenstein me va a dar una bienvenida tan amigable como la que usted me dio.
—El Señor de Kaldenstein, —repitió el sacerdote con voz temblorosa.
—¿Seguro usted no se propone visitar el castillo?
—Esa es mi intención, respondí. —Parece un lugar muy interesante y me sentiría muy apenado de dejar esta parte del mundo sin verlo.
—Permítame implorarle que no intente entrar en ese infausto lugar —insistió—. Los visitantes no son bienvenidos en el castillo Kaldenstein; luego, cambiando el tono de su voz, dijo:
—No hay nada que ver en ese edificio.
— ¿Y qué de las maravillosas criptas en el peñasco y del hombre que ha vivido en ellas durante trescientos años? —sonreí.
El rostro del sacerdote palideció visiblemente.
—Entonces sabe usted lo del vampiro —dijo él—. No se ría del mal, hijo mío.
Que Dios nos proteja del muerto viviente. Él hizo la señal de la cruz.
—Pero padre, —exclamé— ¿Usted no cree en esa superstición medieval?
—Todo hombre cree lo que él sabe que es verdad, y nosotros los de Kaldenstein podemos probar que ningún entierro ha tenido lugar en el castillo desde 1645, cuando el Conde Feodor murió y su primo Ludwig de Hungría heredó el título.
—Este cuento es muy absurdo —repliqué—. Debe haber una explicación razonable para este misterio. Es inimaginable que un hombre que vino a este lugar en 1645 pueda estar vivo todavía.
—Todo es posible para aquellos que sirven al demonio —respondió el sacerdote—. Siempre, a lo largo de la historia del mundo, el mal ha estado en guerra contra el bien y a menudo triunfa. El castillo Kaldenstein es la guarida de la más terrible e inhumana maldad y le imploro se mantenga tan alejado de ese lugar como le sea posible.

Se despidió de manera muy cortés, levantó su mano en gentil bendición y entró de nuevo en la iglesia. Ahora debo confesar que las palabras del sacerdote me provocaron un sentimiento de inquietud que me hizo reflexionar acerca de mi pesadilla. ¿Había sido un sueño después de todo? O pudo haber sido el mismo vampiro buscando convertirme en una de sus víctimas y sólo falló su intento debido a que empuñé accidentalmente el crucifijo. Estos pensamientos cruzaron mi mente y casi abandoné mi decisión de visitar el castillo. Entonces, miré de nuevo hacia las viejas paredes de color gris que relampagueaban con el resplandor de la mañana y se burlaban de mis miedos. Ningún monstruo mítico de la edad media iba a espantarme. El sacerdote era tan supersticioso como sus ignorantes feligreses.

Silbando una canción popular, tomé la calle de la villa que va hacia arriba y pronto me encontré escalando el angosto sendero que lleva al castillo. Conforme el ascenso se tornó escarpado, el sendero dio lugar a una serie de peldaños que me llevaron hasta una pequeña meseta situada en frente de la puerta principal del castillo. No había signos de vida en los alrededores, pero una pesada campana colgaba sobre la puerta. Tiré de una herrumbrada cadena e hice vibrar el agrietado artefacto. El sonido perturbó a una colonia de cornejas de pico blanco que estaba en una de las torres e hizo que empezaran a parlotear, pero ningún ser humano se presentó para responder a mi llamado. De nuevo toqué la campana. Esta vez, los ecos apenas habían cesado cuando escuché que los cerrojos se abrían. Los goznes de la gran puerta rechinaron y un anciano se presentó parpadeando bajo la luz del sol.

— ¿Quién viene al castillo Kaldenstein? —preguntó en un tono de voz un curioso y alto. Entonces noté que el hombre estaba medio ciego.
—Soy un visitante inglés —le contesté— y me gustaría ver al Conde.
—Su Excelencia no recibe visitantes —fue la respuesta y en seguida intentó cerrar la puerta en mi cara.
— ¿Pero no me está permitido echarle un vistazo al castillo? —pregunté apresuradamente—. Estoy interesado en las fortalezas medievales y sería una pena dejar Kaldenstein sin haber inspeccionado este espléndido edificio.

El viejo me atisbó y dijo en un tono de voz vacilante:

—Hay muy poco que ver, señor, y me temo que usted sólo está perdiendo su tiempo.
—Aun así, apreciaría el privilegio de una breve visita —respondí— y estoy seguro de que el Conde no tendrá objeción. Le aseguro que no seré un estorbo ni tengo la intención de perturbar la paz de Su Excelencia.
— ¿Qué hora es?—, preguntó el hombre. Le dije que eran apenas las once de la mañana; susurró algo acerca de estar seguro mientras el sol estuviera en el cielo, y me indicó que entrara.

Me encontraba en un sencillo vestíbulo, tapizado con deterioradas colgaduras que despedían un olor a humedad y abandono. Al fondo de éste, había un altar adornado con un doselete sobre el cuál colgaba escudo de armas.

—Este es el vestíbulo principal del castillo —murmuró mi guía— y ha sido testigo de grandes acontecimientos históricos de los días de los grandes señores de Kaldenstein. Aquí, Federico, el sexto Conde, les sacó los ojos a doce rehenes italianos y luego los empujó de la orilla del precipicio. Aquí, se dice que el Conde Augusto envenenó al príncipe de Wurttemburg, y después degustó un banquete en compañía del muerto.

Continuó con sus cuentos falsos y malvados. Era evidente que los Condes de Kaldenstein habían sido una horda de indeseables. Desde el vestíbulo principal me condujo hasta una serie de habitaciones más pequeñas, llenas de muebles que estaban casi hechos polvo. Sus habitaciones estaban en la torre norte y aunque me mostró todo el edificio, no vi ninguna habitación en donde pudiera estar su amo. El viejo abrió todas las puertas sin titubear, y parecía, que excepto por él mismo, el castillo estaba vacío.

— ¿Pero dónde está la habitación del Conde? —pregunté mientras retornábamos al vestíbulo principal—. Me miró confundido por un momento y después respondió:
—Tenemos algunos aposentos en el sótano y Su Excelencia usa uno de ellos como dormitorio. Como usted puede ver, él puede descansar allí sin ser perturbado.

Yo creí que cualquier habitación dentro del edificio le habría dado la quietud que requería sin tener la necesidad de buscar paz en las entrañas de la tierra.

—Y ¿existe alguna capilla privada? —pregunté.
— ¿La capilla también está abajo?

Insinué que estaba interesado en las capillas y que me encantaría ver un ejemplo de un lugar de adoración subterráneo. El viejo dio algunas excusas, pero al final aceptó enseñarme la cripta. Tomó una linterna antigua de un estante, encendió la vela y levantando una parte del tapiz de la pared, abrió una puerta secreta. Un enfermizo olor a podredumbre nos envolvió. Mientras murmuraba para sí, me guió hacia abajo, por una escalera de piedra a lo largo de un pasadizo excavado en la roca. Al final de éste, había otra puerta que nos condujo a una gran caverna decorada como una iglesia. El lugar apestaba como un osario y la débil luz de la linterna solo intensificaba las tinieblas. Mi guía me llevó hasta el presbiterio y, levantando la linterna, señaló una pintura que representaba a Lázaro levantándose de la muerte, particularmente repugnante, que colgaba encima del altar. Me aproximé para examinarla más de cerca.

— ¿Y qué hay además de esto?
—Hable en voz baja, señor —me suplicó—. Esta es la cripta donde descansan los restos de los señores de Kaldenstein. Mientras él hablaba, escuché un sonido que venía de más allá de aquella barrera; un suspiro y la clase de ruido que podría ser hecho por una persona que se voltea mientras duerme. Me parece que el viejo servidor también lo escuchó, ya que me agarró con su temblorosa mano y me sacó de la capilla. La vacilante luz de su linterna iba adelante de mí mientras subíamos las gradas. Reí con nerviosos alivio, cuando entramos otra vez al vestíbulo del castillo. Él me miró rápidamente y dijo:
—Eso es todo señor, ya que hay pocas cosas de interés dentro de este viejo edificio.

Intenté darle una moneda de cinco marcos, pero se negó a aceptarla.

—El dinero no es de utilidad para mí señor —susurró el viejo—. No tengo nada en qué gastarlo ya que vivo con los muertos. Dele la moneda al sacerdote de la villa y pídale que dé una misa por mí, si así lo desea.

Le prometí que se haría su voluntad; y luego, en un repentino impulso de arrogancia, pregunté:

— ¿Y cuándo recibe el Conde a sus visitas?
—Mi amo nunca recibe visitas —respondió.
— ¿Pero de seguro algunas veces se encuentra en el castillo? No pasa todo el tiempo dentro de las criptas —insistí.
—Por lo general, al caer la noche, se sienta en el vestíbulo durante una hora, más o menos, y algunas veces camina por las murallas.
—Entonces debo regresar esta noche —repliqué—. Estoy en deuda con su Excelencia y quiero presentarle mis respetos.

El viejo se volvió mientras abría la puerta y posando sus sombríos ojos sobre mi rostro dijo:

—No venga a Kaldenstein después de que el sol se haya puesto, así no llenará de temor su corazón.
—No trate de asustarme con ninguno de sus espíritus —contesté con rudeza.
Luego, alzando la voz añadí:
—Esta noche vendré a visitar al Conde von Kaldenstein.
El sirviente abrió la puerta de golpe y la luz del sol se extendió por el deteriorado edificio.
—Si usted viene, él estará listo para recibirlo —dijo el viejo—; y recuerde que si usted entra en el castillo de nuevo será por su propia voluntad.

III.
Al caer la tarde mi coraje se había evaporado un poco y deseaba haber aceptado el consejo del sacerdote y dejar Kaldenstein. Pero existe una pizca de terquedad en mí caracter y como había prometido visitar de nuevo el castillo, nada me haría cambiar de parecer. Esperé hasta que cayó la noche, y sin mencionarle nada al casero con respecto a mis intenciones, emprendí mi viaje por el escarpado camino hacia la fortaleza. La luna todavía no salía y tuve que usar mi linterna eléctrica en los escalones. Hice sonar la agrietada campana y la puerta se abrió casi de inmediato. Allí permaneció el viejo sirviente dándome la bienvenida con una reverencia.

—Su Excelencia lo atenderá ahora señor, —respondió. —Entre al castillo Kaldenstein. Entre por su propia voluntad.

Por un momento dudé; algo parecía aconsejar mi retirada mientras tenía tiempo. Entonces, me armé de valor y atravesé el umbral de la puerta. Las tosas ardían en el enorme brasero y le daba una atmósfera más alegre a la oscura habitación. Las velas centellaban en los candelabros de plata y noté que un hombre estaba sentado en la mesa del estrado; cuando estuve cerca, bajó a saludarme. ¿Cómo podría describir al Conde de Kaldenstein? Era un hombre muy alto, con un rostro de palidez cadavérica. Tenía el cabello de un color negro intenso y las manos delicadamente moldeadas, pero con dedos muy puntiagudos y largas uñas. Sus ojos eran lo más impresionante. Mientras cruzaba la habitación, parecían brillar con una luz roja, como si sus pupilas estuvieran rodeadas de fuego. Sin embargo, su saludo fue bastante convencional.

—Bienvenido a mi humilde hogar señor —dijo, haciendo una reverencia apenas notoria—. Me apena no poder darle una bienvenida más hospitalaria, pero vivimos de manera muy humilde. Rara vez atendemos invitados y me siento honrado de que usted se haya tomado la molestia de visitarme.

Murmuré unas palabras de agradecimiento y luego me condujo a un asiento en la gran mesa sobre la cual había una botella de vino ornamentada y un vaso.

— ¿Toma usted vino? —me dijo mientras llenaba el vaso hasta el borde; era de una antigua y rara cosecha, pero me sentí un poco incómodo ya que tenía que tomar solo.
—Espero me disculpe por no acompañarlo, dijo al notar, evidentemente, mi actitud vacilante. Yo nunca tomo vino.
Sonrió y vi que sus dientes frontales eran largos y puntiagudos.
—Y ahora dígame —continuó—. ¿Qué está haciendo usted en esta parte del mundo? Kaldenstein está un poco alejado del camino usual y rara vez vemos extraños.
—Le expliqué que hacía una caminata y había perdido la ruta a Pfarrkirchen.
El Conde sonrió suavemente y de nuevo mostró sus colmillos.
—Y entonces, usted ha venido a Kaldenstein y por su propia voluntad decidió visitarme.

Comenzaron a desagradarme las referencias que hacían con respecto a mi voluntad. La expresión parecía ser una especie de fórmula. El sirviente la había usado cuando yo partía después de mi visita de la mañana, y otra vez cuando me recibió al atardecer; y ahora el Conde la usaba.

— ¿De qué otra manera podría venir, más que por mi propia voluntad? — pregunté airado.
—Durante aquellos malos días en la antigüedad, muchos fueron traídos al castillo por la fuerza. Los únicos invitados que recibimos ahora son aquellos que vienen voluntariamente.

Todo este tiempo una extraña sensación me había ido invadiendo poco a poco: sentía como si toda mi energía fuese extraída, y una terrible náusea se estaba apoderando de mis sentidos. El Conde continuó mencionando lugares, pero su voz venía desde muy lejos. Yo, estaba consiente de que sus peculiares ojos se clavaban dentro de los míos; ellos se tornaron más y más grandes y me parecía estar mirando dentro de dos pozos de fuego. De repente, con un brusco movimiento, volqué mi vaso de vino. El frágil objeto se hizo pedazos y el ruido me hizo recobrar los sentidos. Una astilla me perforó la mano y un pequeño charco de sangre se formó sobre la mesa. Busqué un pañuelo, y antes de que yo pudiera decir cualquier cosa, me aterrorizó un aullido sobrenatural cuyo eco se oyó el arqueado vestíbulo. El grito venía de los labios del Conde. Instantes después, estaba encorvado sobre la sangre que manchó la mesa, lamiéndola con placer desbordante. Nunca había presenciado nada tan desagradable.

Haciendo un gran esfuerzo me dirigí hacia la puerta, pero el terror había debilitado mis piernas y el Conde me atrapó después de haber recorrido unas pocas yardas. Sus pálidas manos se apoderaron de mis brazos y me llevaron de vuelta a la silla que había dejado vacante.

—Mi querido señor —dijo él—, le ruego perdone mi descortesía. Los miembros de mi familia siempre se impresionan al ver la sangre; llámelo idiosincrasia, si así lo prefiere, pero algunas veces esto nos hace comportarnos como animales salvajes. Me aflige haber olvidado mis modales hasta el punto de comportarme de manera tan extraña frente a un invitado. Le aseguro que he tratado de corregir este defecto y es por esta razón que me mantengo alejado de mis prójimos.

La explicación me pareció lo suficientemente aceptable, pero me llenó de horror y odio, especialmente porque pude ver un diminuto glóbulo de sangre colgando de su boca.

—Me temo que estoy retrasando la hora de dormir de su Excelencia —comenté, y en todo caso, creo que es tiempo de regresar a la fonda.
— ¡Ah no, amigo mío! —dijo el Conde— las horas de la noche son las que más disfruto y me complacerá mucho si usted me acompaña hasta mañana. El castillo es un lugar solitario y su compañía será un cambio agradable. Hay un habitación preparada para usted en la torre sur y mañana, quién sabe, puede ser que haya otros invitados para animarnos.

Un miedo mortal inundó mi corazón y me eché a temblar de pies a cabeza mientras tartamudeaba:

—Déjeme ir... déjeme ir. Debo regresar a la villa de inmediato.
—Usted no puede regresar esta noche ya que se aproxima una tormenta y el camino del acantilado es peligroso. Mientras hablaba se acercó a la ventana y empujándola con fuerza, levantó uno de sus brazos hacia el cielo. Como obedeciendo a su gesto, un intenso relámpago partió las nubes y el trueno pareció sacudir el castillo. Luego la lluvia se convirtió en un terrible diluvio y el viento aulló con gran fuerza a través de las montañas. El Conde cerró la ventana y regresó a la mesa.
—Ve usted, amigo —riendo entre dientes—, hasta los elementos están en contra de su regreso a la villa. Debe sentirse satisfecho con nuestra humilde hospitalidad ya que podemos ofrecérsela esta noche sin costo alguno.

Sus ojos, como aros de fuego, se encontraron con los míos y de nuevo sentí que mi voluntad era extraída de mi cuerpo. Su voz no era más que un susurro y parecía venir desde muy lejos.

—Sígame, lo conduciré hasta su habitación; usted es mi invitado por esta noche.

El Conde tomó una vela de la mesa, y como si estuviera en trance, subí detrás de él por una escalera de caracol; pasamos a lo largo de un corredor vacío y entramos a una triste habitación donde había una antigua cama de dosel.

—Que duerma bien —dijo mientras me miraba de manera perversa. —Mañana en la noche tendrá compañía.

La pesada puerta se cerró detrás de él, dejándome solo. Luego, oí correrse el cerrojo del otro lado. Invocando la poca energía que quedaba en mi cuerpo, me lancé hasta la puerta, pero estaba cerrada y me hallaba prisionero. El susurro del Conde se escuchó a través del cerrojo:

—Sí, usted ha de tener más compañía mañana en la noche, los señores de Kaldenstein le darán una alegre bienvenida a su hogar ancestral. Un estallido de risas burlonas se debilitó gradualmente en la distancia, mientras caí al suelo totalmente exhausto.

IV.
Debo haberme recobrado un poco después de un rato. Me arrastré entonces hasta la cama y de nuevo me sumergí en la inconsciencia, ya que cuando desperté, la luz del día se colaba por la ventana enrejada de la habitación. Miré mi reloj de pulsera; eran las tres y treinta y, a juzgar por la posición del sol, era la tarde, así que ya había transcurrido gran parte del día. Todavía me sentía débil, pero me esforcé por llegar a la ventana. Observé los escabrosos declives de la montaña, pero no había ninguna cabaña a la vista. Afligido, regresé a la cama y traté de rezar. Noté que el reflejo de la luz solar en el piso se hacía más y más débil hasta que desapareció por completo. Entonces todo quedó en tinieblas y por último, solo la difusa silueta de la ventana me acompañaba. La oscuridad llenó mi alma de un nuevo terror y permanecí acostado en la cama bañado en un sudor frío y pegajoso. Luego, escuché pasos que se acercaban, la puerta se abrió de golpe y el Conde entró en la habitación con una vela en la mano.

—Debe disculparme por mi desagradable falta de modales —exclamó—pero la necesidad me obliga a permanecer en mi habitación durante el día. Ahora, sin embargo, estoy disponible para ofrecerle algún entretenimiento.

Traté de levantarme, pero mis piernas se negaron a reaccionar. Con una triste sonrisa, él puso un brazo alrededor de mi cintura y me levantó sin ningún esfuerzo como si fuera un niño. Así, me cargó a través del corredor y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Sobre la mesa había tres candelas encendidas, y pude ver muy poco de la habitación, ya que él me acababa de sentar en una silla. Entonces, cuando mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, me di cuenta de que había dos invitados más sentados a la mesa. La suave luz parpadeaba en sus caras y estuve a punto de gritar de terror. Miré los lúgubres semblantes de los hombres muertos; cada rasgo de sus rostros llevaba la marca del mal y sus ojos brillaban con la misma luz diabólica que brillaba en los ojos del Conde.

—Permítame presentarle a mi tío y a mi primo —dijo mi carcelero—. Augusto Von Kaldenstein y Feodor Von Kaldenstein.
—Pero —dije abruptamente— me contaron que el Conde Feodor murió en 1645.

Las tres terribles criaturas rieron airadamente como si yo hubiera contado un buen chiste. Luego, Augusto se recostó en la mesa y punzó la parte carnosa de mi brazo.

—Está lleno de buena sangre —dijo—. Ludwig nos había prometido éste festín hace mucho tiempo, pero creo que ha valido la pena esperar.

Debo haberme desmayado en ese momento; cuando recobré el conocimiento, yacía sobre la mesa y los tres estaban inclinados sobre mí. Sus voces se oían como susurros sibilantes.

—La garganta ha de ser para mí —dijo el Conde—. Reclamo la garganta como privilegio personal.
—Debe ser mía —replicó Augusto—. Soy el mayor y ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me alimenté. De todos modos, me conformo con el pecho.
—Las piernas siempre están llenas de deliciosa y roja sangre.

Contraían sus labios como animales y sus blancos colmillos brillaban a la luz de las velas. De repente un rechinante sonido perturbó el silencio de la noche; era la campana del castillo. Las criaturas se arrojaron hacia la parte posterior del estrado; las oí murmurando; entonces la campana dio un repique mucho más fuerte.

—No tenemos poder contra eso —gritó el Conde—. Regresen al refugio.

Sus dos acompañantes se desvanecieron por la pequeña puerta que llevaba a la capilla subterránea y el Conde de Kaldenstein se quedó de pie en el centro de la habitación. Me senté en la mesa, y en ese momento, escuché una poderosa voz llamando desde el otro lado de la puerta principal.

—¡Abran!, en nombre de Dios —gritó una voz como un trueno. —¡Abran! por el poder del siempre bendito Sacramento del Altar.

El Conde se acercó a la puerta y corrió los cerrojos como si lo obligara alguna fuerza abrumadora. La puerta se abrió de golpe; allí estaba la imponente figura del sacerdote, llevando en alto algo parecido a un reloj dentro de una caja de plata. Lo acompañaba el casero y por su expresión, puedo decir que estaba aterrorizado. Los dos avanzaron hacia el vestíbulo y el Conde retrocedió.

—Esta es la tercera vez en diez años que el poder de Dios te detiene —gritó el sacerdote—. Tres veces ha sido traído el sagrado Sacramento a la casa del pecado. Te lo advierto a tiempo, maldito. Regresa a tu endiablada tumba, criatura del Demonio, te lo ordeno.

Emitiendo un extraño sollozo, el Conde se desvaneció a través de la pequeña puerta. Después, el sacerdote se acercó y me levantó de la mesa. El casero sacó una botella y mojó mis labios con brandy, e hice entonces un esfuerzo por levantarme.

—Pobre muchacho —dijo el padre—. No atendiste mi advertencia y mira donde te trajo tu tontería.

Me sacaron del castillo y me ayudaron a bajar las gradas, pero me desplomé antes de llegar a la fonda. Tengo la vaga idea de haber sido ayudado a acostarme, y no recuerdo nada más hasta que desperté en la mañana. El sacerdote y el casero me estaban esperando en el comedor y desayunamos juntos.

— ¿Cuál es el significado de todo esto, Padre? —pregunté después de que la comida estuvo servida.
—Es exactamente como le dije —fue su respuesta—. El Conde de Kaldenstein es un vampiro; da la apariencia de vida a su diabólico cuerpo bebiendo sangre humana. Hace ocho años un joven testarudo, como usted, decidió visitar el castillo. No regresó en un tiempo razonable, y tuve que salvarlo de las garras del monstruo. Sólo llevando conmigo el cuerpo de Cristo fui capaz de entrar y lo hice justo a tiempo. Luego, dos años después, una mujer que profesaba no creer ni en Dios ni en el Diablo, decidió visitar al Conde. Fui obligado a llevar el Sagrado Sacramento al castillo, y por medio de su poder, pude vencer a las fuerzas de Satanás. Hace dos días vi que usted escaló el risco, y vi con alivio que regresó sano y salvo; pero ayer en la mañana, Heinrich me informó que su cama no había sido ocupada y que temía que el Conde lo hubiese atrapado. Esperamos hasta el anochecer y luego nos dirigimos hacia el castillo. Usted conoce el resto.
—Nunca podré agradecerles lo suficiente que me salvaran de esas criaturas, —les dije.
— ¿Criaturas? —repitió el sacerdote en tono de sorpresa.
— ¿Creo que se trata sólo del Conde? El sirviente no es un vampiro como su amo.
—No, no vi al sirviente después de entrar; pero habían otros dos: Augusto y Feodor.
—Augusto y Feodor —murmuró él—. Entonces es peor de lo que nos habíamos imaginado. Augusto murió en 1572 y Feodor en 1645. Ambos eran monstruos de iniquidad, pero no sospechaba que estuvieran entre los muertos vivientes.
—Padre —dijo el casero con voz temblorosa— no estamos seguros en nuestras camas. ¿No podemos recurrir al gobierno para deshacernos de esos vampiros?
—El gobierno se reiría de nosotros —fue su respuesta—. Debemos tomar la ley en nuestras propias manos.
— ¿Qué se debe hacer? —pregunté.
— ¿Me pregunto si usted tiene el coraje de enfrentar este espantoso asunto y ser testigo de algo increíble?

Le aseguré que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudarlo ya que le debía a él mi propia vida.

—Entonces, —dijo— regresaré a la iglesia por algunas cosas e iremos al castillo.
— ¿Vendrás con nosotros Heinrich?

El casero dudó durante un momento, pero era evidente que confiaba plenamente en el sacerdote, y respondió:

—Por supuesto que iré Padre.

Era casi el medio día cuando emprendimos nuestra misteriosa misión. La puerta del castillo permanecía abierta, exactamente como la habíamos dejado la noche anterior y el vestíbulo estaba desierto. Pronto descubrimos una puerta bajo la alfombra, y el sacerdote, con una poderosa linterna eléctrica en la mano, dirigió el camino por las húmedas gradas. Se detuvo en la puerta de la capilla y de sus hábitos extrajo tres crucifijos y un acetre de agua bendita. Nos dio una cruz a cada uno y roció la puerta con el agua; luego la abrió y entramos a la caverna. Sin poner atención al altar y a su horrenda pintura, el sacerdote se dirigió hasta la entrada de la cripta. Estaba cerrada, pero reventó el picaporte con una fuerte patada. Una brisa de aire fétido invadió el lugar haciéndonos retroceder. Luego, el sacerdote levantó el crucifijo ante sí, y gritando: “En el Nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” nos guió hasta la tumba. No sé que esperaba ver, pero sollocé horrorizado tan pronto la luz reveló el interior del lugar. En el centro, descansando en un pedestal de madera, descansaba el cuerpo del Conde de Kaldenstein. Tenía los labios separados como sonriendo y los malvados ojos entreabiertos. Alrededor de la cripta habían nichos con ataúdes y el sacerdote examinó cada uno; luego nos pidió levantar dos y ponerlos en el suelo. Noté que uno llevaba el nombre de Augusto Von Kaldenstein y el otro el de Feodor. Tuvimos que unir nuestras fuerzas para poder mover los ataúdes, pero al final logramos bajarlos. Todo ese tiempo, los ojos del Conde parecían estar mirándonos, pero él nunca se movió.

—Ahora —susurró el sacerdote— lo peor está por comenzar.

Usando un gran destornillador, él comenzó a abrir la tapa del primer ataúd. Tan pronto la soltó, nos pidió que la levantáramos. Dentro estaba el Conde Augusto que conservaba el mismo aspecto de la noche anterior. Sus fulgurantes ojos estaban totalmente abiertos y brillaban con malicia, y un hedor putrefacto lo envolvía. El sacerdote se puso a trabajar en el segundo ataúd y pronto descubrió el cuerpo del Conde Feodor con el cabello opaco enmarcando su blanco rostro. Entonces, comenzó la extraña ceremonia.

El padre tomó nuestros crucifijos y los colocó en el pecho de los dos cuerpos, y sacando su breviario, recitó unas oraciones en latín. Finalmente, se movió hacia atrás y roció los ataúdes con agua bendita. Tan pronto las gotas tocaron los malvados cuerpos, estos se retorcieron atormentados, hasta hincharse como si fueran a explotar, y entonces, frente a nuestros ojos, se convirtieron en polvo. En silencio, pusimos de nuevo las cubiertas de los ataúdes y los regresamos a sus nichos.

—Y ahora —dijo el padre— estamos indefensos. Por artificios del mal, Ludwig von Kaldenstein ha conquistado la muerte; y no podemos tratarlo como tratamos a esas criaturas cuya vitalidad era solo una semblanza de la vida. No podemos más que implorar a Dios que reprima las actividades de este monstruo del pecado.

Mientras hablaba, posó la tercera cruz en el pecho del Conde, roció su cuerpo con agua bendita y rezó una oración en latín. Después de esta oración dejamos la cripta. Cuando la puerta resonó al cerrarse detrás de nosotros, algo se oyó caer al suelo dentro del lugar. Debe haber sido el crucifijo cayendo del pecho del Conde. Subimos al vestíbulo del castillo y nunca el buen aire del Señor había sido tan dulce. Durante todo este tiempo no vimos señales del sirviente y sugerí que deberíamos buscarlo. Sus habitaciones, según recordaba, estaban en la torre norte. Ahí, encontramos su cuerpo, encorvado y viejo, colgando del cuello, amarrado a una viga en el techo. Había muerto al menos veinticuatro horas antes; el sacerdote dijo que no era posible hacer nada más que notificar a sus allegados y preparar el funeral.

Todavía me confunde el misterio del Castillo Kaldenstein. El hecho de que el Conde Augusto y el Conde Feodor se hayan convertido en vampiros después de morir, aunque parezca fantástico, es más comprensible que el caso del Conde Ludwig, que parecía ser inmune a la muerte. El sacerdote no pudo explicar el asunto y pensó que el Conde podría seguir viviendo y perturbando la paz del poblado por tiempo indefinido. Solo una cosa sé; en mi última noche en Kaldenstein abrí mi ventana antes de acostarme y miré hacia el castillo. En lo alto de las torres, clara bajo la luz de la luna, había una figura negra, la sombría silueta del Conde de Kaldenstein. Muy poco queda por contar. Por supuesto, mi estadía en la villa echó a perder todos mis planes y para cuando llegué a Munich, mi paseo había sido de aproximadamente veinte días. Peter Schmit se rió de mí y se preguntaba cuál doncella de ojos azules habría sido la responsable de prolongar mi estadía en alguna villa bávara. Nunca le conté que las verdaderas causas de mi demora habían sido dos hombres muertos, y un tercero que según todas las leyes naturales, debería haber muerto hace mucho tiempo.