martes, 17 de septiembre de 2024

Una cita. Sully Prudhomme (1839-1907)

En este nido furtivo
en que nos encontramos los dos solos,
¡oh alma querida, cuán agradable es olvidarse
de los hombres estando tan cerca de ellos!

Para que la hora que huye
vaya más lentamente, para gozar de ella
no es necesaria una alegría ruidosa. Hablemos quedo.
Temamos acelerarla con un gesto,
con una palabra, incluso con un soplo.
Es tan celeste, que hemos de procurar
no perder uno solo de sus momentos.

Para sentirla bien nuestra,
para que no se gaste, estrechémonos
el uno contra el otro sin movernos.
Sin levantar siquiera los párpados, imitemos
el casto reposo de esos viejos castellanos de piedra,
de ojos cerrados, cuyos cuerpos inmóviles
y vestidos de pies a cabeza se han callado en el mausoleo,
lejos de sus almas, que emprendieron el vuelo.

Dormitemos gravemente como ellos,
en una alianza más sublime que las uniones terrenales.
Porque para nosotros pasaron ya los ardores
del amor joven que puede terminar.
Nuestros corazones ya no necesitan labios para unirse,
ni palabras solemnes para transformar el culto en deber,
ni espejismo de las pupilas para verse.

No me obligues a jurar de nuevo que te amo,
no me obligues a decirte cuánto otra vez.
Gocemos de la felicidad, aunque sea sin juramentos.
Saboreemos la ternura que diviniza los dolores
en lo que nuestras lágrimas nos dicen silenciosamente.

Amada, en este inefable remanso
se adormece hechizado el deseo
y se sueña en el amor como se sueña en la muerte.
Parece que se siente el fin del mundo.
El universo parece zozobrar o hundirse
en una caída suave y profunda.

El alma se aligera de sus cargas
por la inmensa huida de todo lo existente,
y la memoria se funde como si fuera de nieve.
En torno nuestro parece aniquilada
toda la vida ardiente y triste. Para nosotros
ya no existe nada; nada mas que el amor.

Amemos en paz. La noche es lóbrega
y el pálido fulgor de la antorcha se va extinguiendo.
Pudiéramos creemos en la tumba.
Dejémonos sumergir en los fúnebres mares
y adormecer por sus tinieblas
como después del último suspiro...

¿No es cierto que hace mucho tiempo
estamos juntos bajo tierra? Escucha cómo los pasos
estremecen el suelo encima de nosotros.
Mira desaparecer a lo lejos
las innúmeras noches del pasado como una sombría
bandada de cuervos que huyen hacia el Norte,
y disminuir a lo lejos la blancura de los viejos días,
como una inmensa nube de cigüeñas ¡que nunca han de volver!

¡Qué extraña y dulce es la velada de nuestros corazones
lejos de la esfera llena de sol cuyos rigores hemos soportado!
Ya no sé qué aventura apagó antaño nuestros ojos,
ni desde cuándo ni en qué cielo transcurre nuestro éxtasis.

Las cosas de la antigua vida
han huido por completo de mi memoria; pero,
en todo lo que alcanzan mis recuerdos, siempre te he amado.
¿Qué ser bienhechor hizo erigir este lecho?
¿Qué himeneo dejó para siempre tu mano en mi mano?
Pero no importa, amada mía.
Durmamos bajo nuestros ligeros sudarios,
solos al fin por toda la feliz eternidad.


Un sueño. Sully Prudhomme (1839-1907)

Me había muerto, y entraba en la tumba,
donde sueñan todos mis antepasados.
Dijeron: «La pesada noche parece estremecerse.
¿Será que se aproxima una antorcha,
señal de la nueva era que espera nuestro eterno hastío?»
«No dijo mi padre, es el niño; ya os había hablado de él.
«Aún estaba en la cuna. Ignora si llega a nosotros
joven o cargado de años.
Mis cabellos son rubios todavía.
Tal vez los tuyos estén ya blancos, hijo mío.»

«No, padre. Caí pronto vencido, en el camino de la vida,
sin que mi alma se hubiera saciado aún.
Muero, y todavía no he vivido.»
«Esperaba tener a tu madre a mi lado.
¡La estoy oyendo gemir allá arriba!
Ha llorado tanto sobre mi losa
que sus lágrimas han llegado a mis labios.
«Tras muy largos amores, nuestra unión fue muy corta;
todas sus gracias están ya marchitas...
La reconoceré siempre.

«Mi hija conoció mi rostro. ¿Se acuerda de él?
Ella ha cambiado. Háblame de su matrimonio y de mis nietos.»
«Tan solo tienes uno.» «Pero ¿y tú?,
¿no tienes familia también? Cuando se muere joven
es porque se ama. ¿Qué echarás de menos aquí?
«He dejado a mi madre y a mi hermana
y los hermosos libros que leí. No tienes nuera, padre.
Una vez lastimaron mi corazón y ya no he vuelto a amar.»

Cuenta el número de tus antepasados,
besa sus frentes desconocidas y ven a hacer tu lecho aquí,
en la sombra, junto a los últimos que llegaron.
«No llores; duerme en la arcilla,
en espera del despertar supremo.»
«¡Oh, padre mío! ¡Es tan difícil no acordarse del sol!»


Poemas III. Sully Prudhomme (1839-1907)

Ojos.        (Otra versión)

Ojos negros, o azules, ojos amados, bellos;
ojos innumerables que iluminó la aurora,
yacen hoy en las tumbas, extintos, sin destellos.
y aún asciende el sol que los cielos enflora.

Noches de más dulzura que los días más rubios
de aquellos infinitos ojos se constelaron...
Aún dan los luceros sus dorados efluvios,
y ha tiempo aquellos ojos de sombra se colmaron.

¡Oh Dios! ¿Cómo pudieron morir esas pupilas,
de toda dulcedumbre vívidos manantiales?
¿Espejo de qué rostros son sus ondas tranquilas?
¿A qué mundo ignoto se vuelven sus fanales?

Lo mismo que de astros ha tiempo fenecidos
pervive su alma lumbre por el éter cruzando,
los ojos adorados, en la muerte sumidos
siguen desde su sombra la nuestra iluminando.





Renacimiento.

Quisiera olvidar, volver, a nacer
y gozar a ojos cerrados de la novedad,
flor de las cosas, que se desvanece como edad.
Saludaría de nuevo la luz, pero iría abriendo
lentamente mi alma virgen y mis párpados
para saborear mi asombro.

Adivinaría por mí mismo
esos secretos que se nos enseñan.
Yo solo iría hacia los seres que amo
y les pondría nombre; extasiado
ante los abismos azules
en que parece dormir el verdadero Dios;
escondería mis sublimes lágrimas
en versos con cadencia de infinito;
y mi primer poema sería para ti,
¡oh mi dolor amado!
Haría estallar en un grito supremo
un verso frágil como una flor.

Si existe para nosotros un mundo
en el que se sucedan días mejores,
que su faz no sea redonda,
sino que se extienda sin terminar jamás...
Y que la belleza,
de puro sabida olvidada de continuo,
en una sorpresa incesante
nos proporcione una felicidad completa.





Rocíos.

Mientras yo sueño, el pálido rocío
cubre calladamente de perlas las llanuras.
La fría mano de la noche lo va dejando caer
sobre el terciopelo de las flores.

No llueve; el cielo está claro.
¿De dónde vienen esas gotas temblorosas?
Es que, antes de formarse,
ya estaban todas ellas en el aire.

¿De dónde vienen mis lágrimas,
si todos los arreboles del cielo
están esta noche llenos de dulzura?
Es que ya las tenía en el alma
antes de sentirlas en los ojos.

Tenemos en el alma una ternura
en que se estremecen todos los dolores,
y a veces es una caricia la que nos turba
y hace brotar las lágrimas.





Serena venganza.

A ti, que cuando yo tenía la edad en que otros son alegres,
me causaste dolor suficiente para hacerme poeta.
A ti, por quien, a esa edad en que vivir es una fiesta,
yo contemplé mi vida a través de las lágrimas;
no te guardo rencor.
Todo terminó lo mejor posible,
y ahora el porvenir se dispone a vengarme.
La flor se marchita al implacable volar de los días.
La gloria surge y perdura en cielos inmutables.
Hubo un tiempo en que sólo tú
eras para mí el mundo entero,
pero después he hundido la sonda en el infinito,
y mi alma se incorpora al inmenso universo.
Y, en tanto que los años te revelan las penas,
el tiempo, que erige un pedestal a la belleza del verso,
barrerá tu figura como una forma vana.





Si yo pudiese ir a decirle...

Si yo pudiese ir a decirle:
«Es tuya; no me inspira ni siquiera amistad;
ya no quiero a esa ingrata,
pero está pálida y delicada:
cuida de ella, por compasión.

«Escúchame sin celos,
pues el ala de su fantasía
no ha hecho más que rozarme.
Sé cómo su mano rechaza,
pero sabe ser dulce para los que ama.
No la hagas nunca llorar.»


Poemas II. Sully Prudhomme (1839-1907)

El mejor momento del amor...

El mejor momento del amor
no es aquel en que se dice: «Te amo.»
Se halla en ese mismo silencio que está a punto
de romperse todos los días.
Está en la rápida y furtiva comprensión de los corazones.
Está en los fingidos rigores y en las secretas indulgencias.
Está en el estremecimiento del brazo
en que se apoya la mano temblorosa,
en esa página que volvemos juntos,
pero que ninguno de los dos leemos.
¡Momento único, en que los labios callan
y dicen tantas cosas con su pudor;
en que se abre el corazón,
estallando quedamente como un botón de rosa!
En que el solo perfume de los cabellos
parece un favor conquistado.
¡Momento de deliciosa ternura,
en que el respeto mismo es una confesión!





La costumbre.

La costumbre es una forastera
que suplanta a nuestra razón,
una vieja ama de casa que se instala en el hogar.
Es discreta, humilde y leal.
Conoce todos los rincones.
Nunca nos ocupamos de ella
porque sus atenciones son invisibles.

Conduce los pasos del hombre
por el camino que él hubiera elegido.
Sabe los fines que este persigue
sin que él haya de señalárselos,
y le dice con voz queda: «Por aquí. »

Trabajando en silencio para nosotros
con ademán seguro y siempre idéntico,
tiene la vigilancia en la mirada
y la dulzura del sueño en los labios.
Pero imprudente aquel
que se abandone a su yugo, una vez conocido!

Esta vieja de paso monótono
va adormeciendo la joven libertad,
y todos los que, insensiblemente,
se han dejado ganar por su fuerza oscura,
son hombres por la fisonomía,
pero son cosas por los movimientos.





Las cadenas.

Deseé amarlo todo y ahora soy desgraciado,
porque he multiplicado las causas de mis penas.
Innumerables lazos sutiles y dolorosos
unen mi alma a las cosas en todo el universo.

Todo me atrae al mismo tiempo
y con igual atractivo: lo cierto, por sus resplandores,
y lo desconocido por sus velos.
Un estremecido trazo de oro une mi corazón al sol,
y largos hilos de seda lo enlazan con las estrellas.

La armonía me encadena al aire melodioso,
la suavidad del terciopelo a las rosas que acaricio.
He hecho de una sonrisa cadena de mis ojos,
y de un beso cadena de mi boca.

Mi vida pende de esos frágiles lazos,
y estoy cautivo de los mil seres que amo.
A la menor sacudida que un soplo les imprime,
siento que se desgarra algo de mí mismo.





Las flores.

¡Insensato poeta! En todo cuanto ves
prendes una cuerda de lira y nos dices:
«¡Inclinaos, escuchad como todo respira!»
¡Ay! ¡Es cierto! ¡Es la voz!

Las flores no respiran. Un soplo errante
les arrebata su aroma al pasar,
y ese suspiro no pidió nunca gracia para ellas
a los inviernos destructores.

Y, sin embargo, ¡tiene tanta ternura
la belleza de las flores! ¿Será posible
que no tengan amor? ¿No las veis cómo
se tienden al calor y se vuelven hacia la luz?

La ligera risa del alba, que es su madre
y su amiga, despabila su sueño.
¿No habrá causado a la menos dormida de todas
una sensación de despertar?

¿No concebís el alma liberada de ideas,
un corazón completamente puro,
unos labios que sólo se dirigen a la llama,
unas flores que sólo buscan el azul?

En la convalecencia, cuando vivimos como ellas,
dejándonos en las manos de Dios,
el más discreto saludo del sol a las pupilas
nos hace sonreír.

Cuando la vida nos entorna sus puertas,
las plantas son nuestras hermanas,
y entonces comprendemos el hermético sueño de las rosas
y sus vagas dulzuras.

Por débiles que estemos,
sentimos la dulzura de seguir vegetando,
y de dar gracias a un amigo ignorado
por aquel beso recibido.
Lo mismo ocurre con las flores.
Esos frágiles seres tienen también caprichos,
y en su efímera vida hay horas agradables.
No desconocen los placeres.

La planta, resignada,
ama el lugar en que su pie descansa,
y bendice el camino, feliz por abrirse
a todo lo qua la acaricia,
y por perfumar la mano;
por hacer una visita intercambiando un sueño
en alas del aire mensajero, y por ofrecer llorando
lo mejor de su savia a un amante versátil;
por decir: «Tómame: yo lo haré más bonita,
niña que puedes correr; en tus mano podré viajar,
aunque haya de morir después.

«Quiero ir al baile y reinar lánguidamente
en un hermoso búcaro. Ver el mundo, agradarle
y acabar en un éxtasis,
a la sombra, prendida sobre un corazón.»





Los ojos.

Negros o azules, amados todos, todos bellos.
¡Cuántos ojos que han visto la aurora
duermen hoy en el fondo de la tumba
mientras el sol continúa su carrera!

¡Cuántos ojos se han extasiado
contemplando la noche, más dulce que el día!
Y las estrellas siguen brillando,
pero los ojos se han cubierto de sombra.

¡Oh, no; no! ¡No es posible
que hayan perdido la mirada!
Sin duda se han vuelto hacia otro lado
para contemplar eso que llamamos lo invisible;
y así como los astros al ponerse,
aunque nos abandonen, siguen estando en el cielo,
las pupilas tienen también su ocaso,
pero no es cierto que se mueran.

Negros o azules, amados todos,
todos bellos, esos ojos que cerramos,
abiertos hoy a alguna aurora inmensa,
continúan viendo desde el otro lado de la tumba.


Poemas I. Sully Prudhomme (1839-1907)

A la orilla.

Sentarse los dos a la orilla del agua que pasa
y verla pasar. Si se desliza una nube en el espacio,
verla, los dos, deslizarse.
Si en el horizonte humea un tejado de paja,
verlo humear.
Si alguna flor perfuma los alrededores,
perfumarse en ella también.
Si nos apetece algún fruto
que prueban las abejas,
probarlo.
Si en los bosques que lo escuchan,
canta algún pájaro,
escuchar.

A los pies de un sauce
donde el agua murmura,
oír el agua murmurar,
y no sentir pasar el tiempo
mientras dura ese sueño,
ni poner una pasión profunda
más que en adorarse.

No preocuparse de las mundanales querellas,
ignorarlas.
¡Y, solos, felices sin cansarse ante todo lo que cansa,
sentir, ante todo lo que pasa,
no pasar el amor!





Aquí abajo.

Aquí  todas las lilas
en la tarde fenecen,
todos los cantos de las aves pasan.
¡Yo sueño con estíos que perfuman
eternamente!

Aquí los labios besan
con un calor muy breve.
Yo sueño con besos que no terminan jamás...

Aquí a todos los hombres
esclaviza la muerte,
todos lloran amores o amistades.
Yo sueño  con lazos que  perduran
eternamente...





Cadenas.

Queriendo amarlo todo creció mi desventura,
y así de mi martirio multipliqué las fuentes.
De mi ser parten lazos frágiles y dolientes
hacia todas las cosas, para toda criatura.

Mi corazón atraen con igual atractivo
la Verdad con sus faros, lo Ignoto con sus velos;
por un rayo de oro van al sol mis anhelos;
voy, en la blonda red de una estrella, cautivo.

La cadencia es cadena que mi alma esclaviza;
encadenan mi mano los pétalos que toca;
a mis ojos, cadena les pone una sonrisa,
cadena es en mis labios el roce de una boca.

De tan caducos lazos mi existencia va uncida;
ser cautivo de todo lo que adoro es mi suerte;
a su menor quebranto suspensa está mi vida
cual si diera llamadas en mi pecho la Muerte.





Combatientes íntimos.

¿Y pasto del amor serás inerte?
¿Ni voluntad bastante
tienes para pugnar osado y fuerte
y a la insana pasión sobreponerte
  con ánimo arrogante.

Cual sobre el tigre el domador se asienta.
Habiéndole rendido,
y con mano terrífica y sangrienta
le mantiene postrado, ¿y le amedrenta
   aun después que ha mordido?

Metido él en la jaula, en sí confía,
y protección no espera;
nadie con él terciara en tal porfía,
ni el tácito lenguaje hablar sabría
   con que él doma a la fiera.

Ni hay quien, en pugna tú y el apetito,
te auxilie ni rescate;
nadie, tú bajo el diente, oirá tu grito;
vencerás o caerás, santo o precito,
   en singular combate.





El búcaro roto.

El vaso donde muere esta verbena
un golpe de abanico lo rompió
el golpe lo debió rozar apenas,
pues ni un leve ruido se advirtió.
Mas no obstante, la leve rozadura
fue rajando el cristal muy lentamente
y con avance invisible y muy seguro
completamente roto lo dejó.

El agua ha huido, gota tras gota
y el jugo de las flores se ha secado ya
nadie nota la leve rajadura
mas no lo toquéis, está quebrado.

Así también la mano más amada
rozando el corazón hace una herida;
y el corazón, después, por sí se rompe
y la flor de un amor pierde la vida.

A los ojos del amor sigue intacto
pero siente crecer, tan resignado
la herida cruel que lleva allá en su fondo
Mas no lo toquéis: ¡el búcaro roto está!


Poemas. Carlos Pujol (1936-2012)

Volveremos a ver...


Volveremos a ver
el paisaje de cobre
y los musgos que forman archipiélagos
en un mar de tejados.
A Roldán, bello y grave,
señor de desmesuras,
gótico el corazón, como de hierro,
con voz de piedra antigua;
severo, melancólico y de miel,
apoyado en su espada,
a su manera dice:
El tiempo nos da fuerza, como al vino.





Una luz de cordura...


Una luz de cordura
explica misteriosa años y enigmas
que no se dejan explicar, sucede
como en un buen poema, que en el fondo
solamente ilumina lo sabido
con humildes palabras
a las que se abandona la memoria.
El oro de la tarde se oscurece,
regresamos perdidos a la noche.





Para nombrar el mundo... 


Para nombrar el mundo,
que es claro y misterioso como el agua,
busco nuevas canciones que resuenen
como un campanilleo en la memoria.
Y el tiempo vuelve atrás, como si nunca
se le hubiera ocurrido abandonarnos,
y por unos instantes la alegría
parece sernos fiel
y quedarse esta vez va para siempre.






OMI nos mira desde el tiempo azul... 


OMI nos mira desde el tiempo azul
estancado en sus ojos.
Va y viene del ayer basta el ahora
como en un largo viaje;
frágil y tierna, hay algo
que se le rompe sin cesar por dentro,
su sonrisa nos llama por el nombre
que acaba de aprender,
y sus labios dibujan las palabras
del más dulce alemán de las abuelas.
Hasta que al fin regresa a su memoria
fatigada y feliz.





Los esbeltos fantasmas de la lluvia...


Los esbeltos fantasmas de la lluvia
van y vienen en gris, y se saludan
ceremoniosos por entre el hayedo.
Todos viven en casas con buhardillas
y jardines que alfombra la hojarasca,
son de frío y nostalgia de otros climas
donde la luz es esplendor del aire
y puede herir lo mismo que un cuchillo.
Pero Suabia es su reino,
su verde paraíso, sombras fieles
al parque, las callejas,
las vírgenes barrocas,
noviembre, el alto cielo
del color de sus almas,
y su ambiguo vagar entre nosotros.





Es como repetir el estribillo.


Es como repetir el estribillo
de una vieja canción tarareada
por la calle al andar;
con la cabeza a pájaros,
y sin saber que indicios prodigiosos
caben en la rutina,
como el amor, que a fuerza de esperarse
llega un día por fin.





Después de muchos años... 


Después de muchos años
de tanta agitación,
querer y no querer,
la soledad de las palabras deja
como un frío de invierno.
Con esta compañía
mido mis lentos pasos por las calles
que siempre van a dar a la muralla.





De noche en los espejos... 


De noche en los espejos
hay como cataclismos de tiniebla,
se desmorona lodo lo soñado
cuando apenas acaba de nacer.
Y salimos al alba
como ciegos que ven por vez primera.
Amanece sin prisa,
aún queda mucho tiempo por delante:
entre dos luces pueden verse aún
jirones de las sombras que llevamos.





Conversar con los árboles... 


Conversar con los árboles
termina siendo una necesidad
para saber un poco más del hombre.
Cuando murmuran sus palabras rotas
deshechas en el viento,
aunque su lengua vegetal encierre
más secreto que comunicación,
hay que prestar oídos.
Y hablarles quedamente en español,
en el parque cuando la luz se va
con la sobria elegancia
de un lento y desdeñoso atardecer.





Casi se ve cómo madura el día.


Casi se ve cómo madura el día
y la piedra se dora igual que el pan,
paseando se intuye
el punto de sazón que logra el tiempo.
Suenan como gozosos
conjuros las palabras
que no podemos entender, el frío
es un buen compañero de modales
algo ásperos tal vez.
Éste es un universo en miniatura
con fruteros, floristas v tahonas,
amarillo de sol,
que es el último toque
que la plaza esperaba ansiosamente
para su plenitud.
Como si se cumpliese una promesa
que al fin nos hace ser tal como somos.





Aquí vivió un poeta, no parece... 


Aquí vivió un poeta, no parece
que congeniase mucho con la vida.
Debía de soñar con cosas raras
tan fuera de su alcance, y paseó
su andar meditativo, como ausente,
por esta misma plaza que hoy sonríe
bajo el sol de otros siglos
atónitos de luz que él no verá.





Acordarse de entonces... 


Acordarse de entonces,
de heridas que se saben de memoria,
abiertas como labios
que callan porque el tiempo se avergüenza
de su inútil lenguaje.
Pero ésta es la pregunta:
¿con qué antiguo dolor se va a pagar
lo poco que sabemos?