martes, 15 de octubre de 2024

El oráculo de Sadoqua. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Horatius, un oficial romano apostado en la recién conquistada provincia de Averonia, busca en vano a su desaparecido compañero, Galbius, de quien no existe al parecer ni señal ni rumor entre los nativos. Horatius, desesperado, solicita por último un oráculo de los druidas paganos: el [temible] y maligno oráculo del espantoso dios Sadoqua, el cual se cree dormita eternamente bajo tierra en una caverna en medio de los profundos bosques de Averonia. Encuentra el lugar, acompañado por varios soldados, y es llevado por los sombríos, repulsivos druidas que le [ordenan] entrar en la cueva del oráculo [solo]. En una gruta hendida de arriba a abajo, donde la luz de fuera desciende lúgubremente al interior de medio veladas sombras, halla a un extraño ser mitad humano, peludo, atezado, encadenado junto a una [fétida, humeante] sima de donde vahean hórridos, hediondos vapores.

El ser [responde] habla en un semiarticulado latín, y da una críptica contestación a sus preguntas relativas al destino de Galbius. Horatius se siente extrañamente desasosegado por algo en la voz; y cuando la medio tamizada luz del sol cae por un momento sobre el insólito oráculo, cree ver en este ser un remoto, deformado, imposible parecido con el perdido Galbius. La criatura, empero, niega ser Galbius; y Horatius se marcha con sus hombres, más dolorosamente perplejo y confuso que antes. Al irse, se encuentra con una preciosa chica pagana, que mora en las proximidades de la caverna. Se produce una inmediata atracción entre los dos; y Horatius regresa más tarde, solo, para continuar conociéndola. El amor crece entre ellos y la chica le cuenta, de mala gana, alguno de los verdaderos secretos de la caverna del oráculo, y confiesa que el actual oráculo es efectivamente el perdido Galbius, quien fue secuestrado por los druidas y encadenado al lado de la sima. Los vapores elevándose desde ella le habían hecho olvidar rápidamente todos sus recuerdos normales y habían causado su degradación en una forma subhumana.

De esta manera, se había convertido en un apropiado médium a fin de ser influido por el durmiente dios Sadoqua, el que conoce todas las cosas; y podía responder las preguntas con las respuestas que el dios le dictaba. Muchos otros habían sido los oráculos del dios. Se decía que los vapores emanados de la sima eran su mismo aliento; y su efecto era tan terrible que pocos mortales podían resistirlos mucho tiempo sin morir o cuando menos tornarse tan embrutecidos que ya no eran capaces de hablar y perdían su valor como mediadores. Al saber esto, [Horatius] encolerizado entra de nuevo en la cueva secreta, y se encuentra con que Galbius se ha convertido en una casi informe masa de negro, velludo plasma, que profiere inarticulados sonidos. Horrorizado, trata de matar a la cosa. Los druidas entran y lo prenden mientras hunde su espada en el metamorfoseado Galbius. Es dejado inconsciente de un golpe. Al recobrar más tarde la consciencia, se encuentra a sí mismo encadenado junto a la maligna sima, inhalando los humos que le hacen olvidar su pasado humano en un loco, primigenio delirio.


El oficio de difuntos. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

-¿Creé usted -me preguntó el catedrático de Medicina- en algún presagio? ¿Cabe en su alma superstición?

Cuando me lo dijo, nos encontrábamos sentados, tomando el fresco, a la puerta de la bodega. La frondosa parra que entolda una de las fachadas del pazo rojeaba ya, encendida por el otoño. Parte de sus festoneadas hojas alfombraba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca, resquebrajada por el calor asfixiante del mediodía. Los viñadores, llamados «carretones», entraban y salían, soltando al pie del lugar su carga de uvas, vaciando el hondo cestón del cual salía una cascada de racimos color violeta, de gordos y apretados granos. ¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allí iba a salir, el mejor, el más estimado del Borde... Y medio distraída, respondí:

-¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; un hecho le contaría...
-¿Algo que le haya «sucedido» a usted?
-¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunte usted la causa de esta figuración) que a mí «no puede» sucederme nada. Y efectivamente, en toda mi vida...
-Entonces, permitame que no haga caso de los cuentos que traen personas impresionables..., o embusteras.
-No es cuento -afirmé, olvidándome ya de la interesante faena de la vendimia que presenciaba, y retrocediendo con el pensamiento a tiempos juveniles-. Es un caso que presencié. Así que usted lo oiga, comprenderá cómo no hubo farsa ni mentira. La explicación... no la alcanzo. En estas materias, ni soy crédula y medrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Qué quiere usted! Vivimos envueltos en el misterio. Misterio es el nacer, misterio el vivir, misterio el morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande! Caminamos entre sombras, y el guía que llevamos..., es un guía ciego: la fe. Porque la ciencia es admirable, pero limitada. Y acaso nunca penetrará en el fondo de las cosas.

Sacudió el catedrático su cabeza encanecida, sonrió y apoyando la barba en la cayada del bastón, se dispuso a escucharme -y a pulverizarme después porque suponía que iba a referirle algún sueño-. Los artistas no somos de fiar: vivimos esclavizados por la imaginación y cumpliendo sus antojos.

-¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? -principié yo.
-¿Que si la he conocido? Me llamaron a consulta el año pasado, cuando la operaron en Compostela, de un sarcoma en el pecho izquierdo. Por señas que desaprobé la operación, que sirvió para adelantar la muerte algunos días. Allí solo cabía dejar marchar las cosas a su desenlace inevitable.
-Pues sepa usted que Ramoniña, en sus mocedades, fue la chica más alegre y bailadora de todo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa de Vindome, tenía el prurito de divertirla; la vestía muy maja; no le negaba capricho alguno. Adoraba en ella, porque era vivo retrato de su difunta mujer, a quien había profesado una especie de devoción y culto.

No se concebía función ni feria sin que Ramoniña Novoa se presentase a lucir su mantón de flores -era la moda-, su traje de seda con volantes, su mantilla de casco. Los señoritos del Borde la obsequiaban mucho, y ella coqueteaba con unos y con otros, sin decidirse ni acabar de escoger, según deseaba don Ramón, que, al estilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un nieto. Creían los antiguos que cuando quiere castigarnos Dios, realiza nuestros deseos insensatos. De improviso, Ramoniña, dejándose de coqueteos y bromas se enamoró, ¿y de quién? De un pobrete estudiante, hijo de un cirujano romancista y sobrino del cura de Cebre, un perdido gracioso, que hacía versos y tocaba la pandereta con las rodillas y los codos. ¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa de Vindome, del solar de Fajardo! El padre, inquieto al principio, furioso después, hizo la oposición a rajatabla y no perdonó medio de quitarle a Ramoniña de la cabeza semejante locura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella; rogó; avisó; amenazó; puso en juego a los frailes, al confesor, a los parientes, a las amigas, al señor obispo... En vano. La cosa estaba adelantada ya; la libertad del campo y la falta de sospecha en los primeros tiempos habían estrechado el lazo y arraigado la pasión en el alma de la señorita..., y una noche se escapó con el estudiantillo, dejando a su padre en la mayor aflicción y vergüenza.

-Hemos concluido. Que se casen -decidió el señor Novoa-. Le entregaré la dote de su madre a mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oír nombrarla ni a verla delante de mí.

Ya sabe usted lo que suele suceder. El panal de miel robada, al principio es dulce, pero acaba en hieles. El estudiante no varió de condición al casarse; con la dote de la esposa creyó poder darse vida cómoda y alegre, y no miró lo que gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor de Novoa remediaría. Más éste fue inflexible, y cerró la puerta y la bolsa.

Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella, y Ramoniña, triste y preocupada por más de un motivo -se decía que el marido tocaba la pandereta en sus carnes y la zurraba de firme-, escribió al padre carta sobre carta, sin obtener respuesta. Había nacido un chiquitín -aquel heredero tan deseado-, y cuando la criatura tuvo tres años y Ramoniña tres mil desengaños, vino a verme, para rogarme que la acompañase en la expedición que pensaba emprender al pazo de Vindome, con propósito de echarse a los pies de don Ramón, presentarle la criatura y lograr el abrazo de reconciliación y paz. «Si no veo a papá -decía-, creo que me muero».

-No vaya usted -aconsejé a Romoniña-. No la recibirá don Ramón. Mire usted que le he hablado poco hace, y está firme en que no ha de cruzar con usted palabra en este mundo. «Sólo en la hora de la muerte la perdonaría...» son sus palabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El señor de Novoa parece un mozo: está fuerte, come bien, sale a cazar, no le duele nada; hasta parece que piensa en volver a casarse. Dice que se ha propuesto tener un hijo varón. Sesenta años mejor llevados, no los hay en todo el Borde.

Ramoniña me miró con expresión de honda ansiedad, de infinita angustia, e insistió en que deseaba «probar la suerte». Como la vi tan afligida, tan consumida por las penas, no supe negarme, y dispusimos la marcha.

Salimos de Auriabella a la una de la tarde, en uno de los días más largos del año; el veinte de junio. Íbamos a caballo, porque no existe carretera entre Auriabella y el pazo de Vindome. Nuestras cabalgaduras, unos jacuchos del país, trotaban duro; delante, un criado llevaba al arzón al niño; detrás, nosotras dos y un espolique; Ramoniña encaramada en el albardón, no sin miedo, porque ya se encontraba algo adelantado su segundo embarazo. El camino... ¿Usted bien conoce el camino de Auriabella a Vindome? Hasta el alto de las Taboadas, regular; pero en llegando a la iglesia de Martiños, un puro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza si mira hacia el valle, allá en el fondo; y se marea si contempla las revueltas de un sendero estrechísimo. Es hermoso pero imponente.

Por eso, sin duda, según llegábamos a donde se divisa ya el campanario de Martiños, gritó Ramoniña que quería bajarse y andar a pie el trecho que faltaba hasta el pazo. Accedí a sus deseos, natural en su estado y situación de ánimo, y dejando a las monturas adelantarse con el espolique, nos quedamos algo rezagadas, andando despacio. El sol se ponía, y allá, en el valle, empezaba a condensarse la niebla. A aquel paso, llegaríamos a Vindome al anochecer. Ramoniña me preguntaba afanosa:

-¿Cree usted que mi padre no me dejará dormir siquiera en casa esta noche?

Se me han fijado, como si los estuviese presenciando ahora, los detalles de aquel suceso. Llegábamos junto a un pinar que se llama de las Moiras, y como se había levantado brisa, me puse el abrigo que llevaba al brazo. En esto se alzó la voz de Ramoniña, exclamando con acento de profundo terror:

-¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús, María!
-¿Qué he de oír?
-Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia...
-Pero ¿qué? -repetí alarmada; tal era el espanto que la voz de mi compañera revelaba.
-¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Lo están cantando!

Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino el largo y quejoso murmurio de la brisa de la tarde en las copas de los pinos, y el trote, ya distante de nuestras cabalgaduras. Así se lo dije a Ramoniña, riéndome. Pero ella, abrazándose a mí, ocultando la cara en mi pecho, temblando, deshecha en sollozos, repetía:

-¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfectamente!... Son muchas voces... ¡Lo cantan! ¡Lo cantan!... ¡Jesús!
Hice una pausa, y el catedrático me interrumpió:
-Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. En estado de embarazo es lo más frecuente...
-Sí -objeté yo-; pero sepa usted que, cuando llegamos al pazo de Vindome, nos encontramos con que don Ramón acababa de morir súbitamente, de apoplejía; que su cuerpo estaba caliente aún; que ni aquel día ni los anteriores se había cantado el Oficio de difuntos en la iglesia de Martiños; y que Ramoniña lo oyó distintamente desde el pinar de las Moiras; ¿ve usted?, hacia allí...


El ojo sin párpado. Philarète Chasles (1798-1873)

-¡HALLOWE'EN!, ¡Hallowe'en!, gritaban todos. ¡Ésta es la noche santa, la gran noche de los skelpies y de las hadas! Carrick, y tú, Colean, ¿venís? Están ya todos los de Carrick–Border, y van a venir nuestra Meg y nuestra Jeannie. Vamos a llevar las cantimploras llenas de whisky del bueno, cerveza espumosa y parritch bien espeso. Hace buen tiempo y va a salir la luna; amigos, las ruinas de Cassilis no habrán conocido una fiesta más alegre.

Así hablaba Jock Muirland, un granjero viudo, pero todavía joven. Como la mayoría de los campesinos escoceses, era medio teólogo y medio poeta, gran bebedor y, sin embargo, sobrio y trabajador. Murdock, Will Lapraik y Tom Duckat estaban a su alrededor, la conversación se desarrollaba muy cerca de la aldea de Cassilis. Seguramente no sabéis qué es Hallowe'en: es la noche de las hadas, y tiene lugar hacia medidados de agosto. En esta noche se consulta al brujo de la aldea, y todos los espíritus traviesos bailan por los páramos, atraviesan los campos cabalgando los ténues rayos de luna. Se trata del carnaval de los espíritus y de los duendes. No hay cueva ni peñasco que no celebre su fiesta y su baile; no hay flor que no se estremezca al soplo de una ninfa; no hay mujer que no cierre cuidadosamente la puerta, para que los spunkies no roben los alimentos del día siguiente, ni estropeen con sus travesuras la comida de los niños, que duermen abrazados en la misma cuna. Así era aquella noche solemne, tejida de caprichosa fantasía y un secreto temor que subía por las colinas de Cassilis.

Imaginad un terreno montañoso, ondulado como el mar, y las numerosas colinas tapizadas de verde y brillante musgo; a lo lejos, sobre un picacho escarpado, las murallas almenadas de un castillo en ruinas, cuya capilla, ya sin techo, se ha conservado casi entera y eleva aún al cielo raso las esbeltas pilastras frágiles como las ramas de los árboles en invierno. En toda la zona la tierra es estéril. La dorada retama sirve de refugio a las liebres y la roca aparece desnuda hasta donde alcanza la vista. El hombre, que sólo percibe el poder supremo ante la desolación y el temor, mira estas tierras marcadas por el sello de la Divinidad. La inmensa y fecunda benevolencia del Altísimo nos inspira poca gratitud: sólo respetamos su severidad y sus castigos. Ya bailaban los spunkies sobre la hierba de Cassilis y la luna salía, grande y roja, tras la vidriera rota del portón de la capilla. Parecía suspendida, como un rosetón escarlata sobre el que se recortaba la silueta de un pequeño trébol de piedra mutilada. Los spunkies bailaban. ¡El spunkie!

Una mujer, blanca como la nieve, de largos cabellos resplandecientes. Las bellas alas, compuestas y sostenidas por fibras menudas y elásticas, no nacen de su espalda, sino de sus brazos, a cuyo perfil se adaptan. El spunkie es hermafrodita; tiene el rostro femenino y la grácil y delicada elegancia de la pubertad viril. El spunkie sólo va vestido con sus alas; tejido fino y ligero, mullido y compacto, impenetrable y liviano, como las alas del murciélago. Un velo oscuro, difuminado de púrpura y azul tornasolado, brilla sobre este vestido natural, que se repliega alrededor del spunkie cuando descansa comu los pliegues de la bandera en torno al asta que la sostiene. Largos filamentos, brillantes como el acero bruñido, sustentan esos amplios velos en los que el spunkie se envuelve; sus extremidades están armadas por uñas de acero. ¡Ay de la mujer que se aventura, al caer la tarde, por los pantanos o los bosques donde se esconde el spunkie! Ya danzaban los spunkies a orillas del Doon, cuando la alegre comitiva –mujeres, niños, jovencitas– se acercó. Los duendes desaparecieron al instante. Sus grandes alas, desplegadas al unísono, oscurecieron el aire, cual una bandada de pájaros que de golpe alzase el vuelo de entre los cañaverales. Por un instante, el claro de luna se oscureció; Muirland y sus acompañantes se detuvieron.

–Tengo miedo –gritó una muchacha.
–Tonterías –contestó el granjero–. Son ánades silvestres que salen volando.
–Muirland –le dijo el joven Colean con tono de reproche– tú acabarás mal; no crees en nada.
–Quememos las nueces y casquemos las avellanas –continuó Muirland, sin atender al reproche del compañero. Sentémonos aquí mismo y abramos las cestas. Aquí hay un buen abrigo: la roca nos cubrirá y el prado nos ofrece un suave lecho. El mismo Satanás habrá de turbar mis meditaciones al calor de la bebida.
–Pero podrían encontrarnos los bogillies y los brownillies –observó tímidamente una jovencita.
–¡Que se los lleve el cranreuch! –contestó Muirland. ¡Rápido Lapraik, enciende un fuego de ramas y hojarasca junto a la roca; calentaremos un poco de whisky; y si las mozas quieren saber qué marido les tiene reservado el buen Dios o el Diablo, tenemos con qué contentarlas. Bome Lesley nos ha traído espejos y avellanas, semillas de lino, platos y manteca. Lasses, eso es todo lo que necesitáis para vuestras ceremonias, ¿no es así?».
–Sí, sí –respondieron las muchachas.
–Pero, antes de nada, bebamos –continuó el granjero, quien, por su carácter autoritario, su patrimonio, su bodega bien surtida, su granero repleto y su habilidad como agricultor, había adquirido cierta autoridad en la zona.

Es hora de que sepáis, amigos, que de todos los países del mundo aquel en donde las clases inferiores tienen al mismo tiempo una mayor cultura y la mayor cantidad de supersticiones, es Escocia. Preguntádselo, si no, a Walter Scott, el insigne escocés que debe su grandeza a la facultad, recibida de Dios, de representar simbólicamente el carácter y el humor nacionales. En Escocia se cree en todo tipo de duendes y en las cabañas se discute de filosofía. La noche de Hallowe'en está consagrada sobre todo a la superstición. Las gentes se reúnen para desvelar los misterios del porvenir. Los ritos que se practican con este objeto son bien conocidos e inalterables: no existe culto más riguroso en la observancia de sus prácticas. Y esta ceremonia llena de interés, donde cada uno es al mismo tiempo sacerdote y hechicero, era la meta de la excursión y la diversión nocturna a la que se dirigían los habitantes de Cassilis. Esta rústica magia tiene un encanto indescriptible. Descansa, por así decirlo, en el límite impreciso entre poesía y realidad; se comunica con los poderes infernales sin abandonar enteramente a Dios; los objetos más vulgares se transforman en sagrados y mágicos; con una espiga de grano y una hoja de sauce se crean esperanzas y temores.

Quiere la tradición que los hechizos de Hallowe'en empiecen cuanto las campanas tocan la medianoche; es la hora en que la atmósfera se llena de seres sobrenaturales, y en la que no sólo los spunkies, actores principales del drama, sino todas las huestes mágicas de Escocia, vienen a tomar posesión de sus dominios. Nuestros campesinos reunidos desde las nueve, pasaron el tiempo bebiendo, cantando las viejas y encantadoras baladas, en las que el lenguaje melancólico e ingenuo se entrelaza armoniosamente con el ritmo cadencioso, en una melodía que desciende a caprichosos intervalos de cuarta, con un singular empleo del cromatismo. Las jovencitas, con sus plaids multicolores, con sus impecables vestidos de lana; las mujeres sonrientes; los niños, con la hermosa cinta roja anudada a la rodilla, que les sirve de liga y de ornamento; los jóvenes, cuyos corazones latían cada vez más aprisa, conforme se acercaba el momento misterioso en el que el destino sería interrogado; uno o dos ancianos, a los que la sabrosa cerveza devolvía la alegría de la juventud: todos formaban un grupo encantador, que Wilkie hubiera retratado con gozo y que hubiese alegrado las almas sensibles de Europa, sumidas en tantas tribulaciones y afanes, con la jovialidad de un sentimiento verdadero y profundo. Muirland se entregaba como ningún otro a la ruidosa alegría que subía burbujeante como la densa espuma de las cervezas y que se comunicaba a todos los demás.

Era una de esas criaturas a las que la vida no consigue domar, uno de esos hombres de inteligencia enérgica que luchan contra viento y marea. Una mozuela del condado, que había unido su destino al de Muirland, murió al dar a luz después de dos años de matrimonio, y Muirland había jurado no volver a casarse jamás. Nadie en la vecindad ignoraba la causa de la muerte de Tuilzie: los celos de Muirland. Tuilzie, frágil y aún casi una niña, tenía apenas dieciséis años cuando se casó con el granjero. Le amaba, pero no conocía su carácter apasionado, la violencia que podía animarle, el tormento cotidiano que era capaz de infligirse a sí mismo y a los demás. Jock Muirland era celoso, y la dulce ternura de su compañera no lograba tranquilizarle. Un día, en lo más riguroso del invierno, la envió a Edimburgo para alejarla del galanteo que, supuestamente, le dedicaba un pequeño hacendado que se había empeñado en pasar el invierno en sus tierras. Todos sus amigos, incluso el sacerdote, le manifestaron su descontento y le reprocharon su conducta; él sólo respondía que amaba apasionadamente a Tuilzie, y que únicamente a él le correspondía juzgar qué era lo mejor para el éxito de su matrimonio. Bajo el rústico techo de la casa de Jock se escuchaban a menudo lamentos, gritos y llantos, cuyos ecos llegaban al exterior; el hermano de Tuilzie fue a ver a su cuñado para decirle que su conducta era imperdonable, pero esta iniciativa sólo dio como resultado una violenta riña. La joven iba marchitándose día tras día. Finalmente, el dolor que la consumía le arrebató la vida.

Muirland se sumió en una profunda desesperación que duró muchos años; pero como todo pasa en esta vida y porque juró permanecer viudo, fue olvidándose poco a poco de aquella de quien había sido verdugo involuntario. Las mujeres, que durante muchos años le habían mirado con horror, habían acabado por perdonarle; y la noche de Hallowe'en lo encontró como fuera tiempo atrás: alegre, irónico, divertido, buen bebedor y narrador de magníficas historias, chistoso e intérprete de chispeantes apostillas, que mantenían despierto el buen humor y alargaban la reunión nocturna. Habían ya cantado todos los viejos romances épicos cuando sonaron las doce campanadas de la medianoche; y el eco de aquel tañido se propagó en la distancia. Todos habían bebido copiosamente. Había llegado el momento de los acostumbrados ritos supersticiosos. Todos, salvo Muirland, se levantaron.

–Vamos a buscar el kail –gritaron–, vamos a buscar el kail.

Muchachos y muchachas se esparcieron por los campos, y fueron regresando, uno tras otro, trayendo una raíz arrancada de la tierra: el kail. Debéis arrancar de raíz la primera planta que aparezca en vuestro camino; si la raíz es recta, vuestra esposa o vuestro marido serán apuestos y cariñosos, si la raíz está retorcida, os casaréis con alguien de aspecto desagradable. Si ha quedado tierra adherida a las raíces, vuestro matrimonio será feliz y fecundo; pero si la raíz es delgada y está desnuda, vuestro matumonio no durará mucho. Podéis imaginar las explosiones de risa, el jolgorio y las burlas a que daban lugar estas indagaciones conyugales: los jóvenes se empujaban, se arrimaban unos a otros, comparando los resultados de la pesquisa; incluso los niños más pequeños tenían su raíz.

–¡Pobre Will Haverel! –exclamó Muirland, echando una mirada a la raíz que tenía un joven en la mano–. Tu mujer será fea; la raíz que has encontrado se parece al rabo de mi cerdo.

Después se sentaron en círculo, y todos probaron el sabor de la raíz: una raíz amarga presagia un mal marido; una dulce, un marido tonto; y si la raíz es aromática, el esposo será de carácter agradable. A esta ceremonia siguió la del tap–pickle. Las muchachas, con los ojos vendados, salen a coger tres espigas. Si alguna de las tres no tiene grano, nadie duda que el futuro marido de la joven habrá de perdonarla alguna debilidad antes de la boda. ¡Oh Nelly! ¡Nelly! A tus tres espigas les falta el tap–pickle, y no has podido evitar las burlas. Es cierto que, justo ayer, la fause–house, o granero, fue testigo de una larga conversación entre tú y Robert Luath. Muirland observaba sin participar en los juegos.

–¡Las avellanas! ¡Las avellanas! –gritaron todos–. Sacaron del cesto un saquito de avellanas, y todos se acercaron al fuego que habían mantenido encendido todo el tiempo. La luna brillaba resplandeciente. Cada uno cogió su avellana. Se trata de un rito célebre y venerable. Se forman las parejas, y cada avellana lleva escrito el nombre de la persona que la ha elegido; se meten en el fuego, al mismo tiempo, la avellana que lleva el nombre de la novia y la propia. Si las dos avellanas arden tranquilamente, una junto a otra, habrá una unión larga y placentera; pero si al arder, estallan y se separan, habrá discordia y desunión en el matrimonio. A menudo es la muchacha quien deposita en el fuego la imagen a la que está unida su alma. ¡Y cuál no será su dolor, cuando se produce la separación, y el futuro esposo se precipita, chisporroteando, lejos de ella!

Ya había dado la una, y los campesinos no se cansaban de consultar los místicos oráculos. El temor y la fe que los acompañaban revestían los conjuros de un embrujo desconocido. Los spunkies empezaban a moverse de nuevo por entre los juncos. Las muchachas temblaban. La luna, ya alta en el cielo, se escondió tras una nube. Se llevaron a cabo la ceremonia de los guijarros, la de la vela y la de la manzana, grandes conjuros que no desvelaré. Willie Maillie, una de las jóvenes más hermosas, hundió su brazo tres veces en las aguas del Doon, exclamando: «Mi futuro esposo, mi desconocido marido, ¿dónde estás? Aquí tienes mi mano.» Tres veces repitió el conjuro, y entonces la oyeron lanzar un grito.

–¡Ay, pobre de mí! ¡El spunkie me ha cogido la mano! –gritó–. Todos se acercaron atemorizados; sólo Muirland no sentía miedo. Maillie mostró su mano ensangrentada; los jueces, de ambos sexos, cuya larga experiencia les convertía en hábiles intérpretes de las señales mágicas, declararon sin vacilar que los arañazos no habían sido causados, como sostenía Muirland, por las espinosas puntas de los juncos, sino que el brazo de la joven portaba la marca de la afilada garra del spunkie. Y todos reconocieron que aquello significaba que la sombra de un marido celoso había de pesar sobre el futuro de Maillie. El granjero viudo había bebido, quizá, un trago de más.
–¡Celoso! –exclamó–, celoso!
Le parecía advertir en la declaración de los compañeros una malévola alusión a su desgracia.
–Yo –continuó vaciando de un trago una cantimplora llena de whisky hasta el borde–, preferiría mil veces casarme con el spunkie que volverme a casar otra vez. Sé lo que es vivir encadenado; tanto valdría vivir prisionero en una botella con una mona, un gato o el verdugo por compañero. Yo tenía celos de mi pobre Tuilzie; quizá estaba equivocado; pero decidme, ¿cómo habría podido no tenerlos? ¿Qué mujer no debe ser continuamente vigilada? No dormía por las noches; no la dejaba un momento sola durante el día; no cerraba los ojos ni un momento. El negocio de la granja marchaba mal; todo se desmoronaba. La misma Tuilzie languidecía ante mis ojos. ¡Que se lo lleve el diablo, al matrimonio!

Algunos reían; otros guardaban silencio escandalizados. Todavía quedaba el último y más temible de los conjuros: la ceremonia del espejo. Sosteniendo una vela en la mano, uno debe colocarse ante un pequeño espejo; se sopla tres veces sobre el cristal y se seca otras tantas, repitiendo: «Aparece, marido mío», o bien, «Aparece, esposa mía.» Entonces, por encima del hombro de quien interroga al destino aparece una figura, que se refleja claramente en el espejito: es la de la esposa o la del marido así invocado. Nadie, tras lo sucedido a Maillie, se atrevía a desafiar de nuevo a las potencias sobrenaturales. El espejo y la vela estaban ya preparados; pero nadie parecía tener la intención de utilizarlos. Se escuchaba el murmullo del Doon por entre los cañaverales. La larga cinta de plata, que temblaba sobre las aguas a lo lejos, parecía, a los ojos de los aldeanos, el rastro centelleante de los spunkies, o el de los espíritus de las aguas; la yegua de Muirland, la pequeña yegua de los Highlands de cola negra y pecho blanco, relinchaba con todas sus fuerzas, delatando así la proximidad de un espíritu maligno. El viento se volvía helado y los tallos de los juncos se agitaban con un largo y triste susurro; las mujeres empezaron a hablar del regreso, y no escatimaron buenas razones, ni reproches para los maridos y hermanos, ni advertencias sobre la salud de los padres; en fn, toda esa elocuencia doméstica a la que nosotros, reyes de la naturaleza y del mundo, nos sometemos con facilidad.

–¡Y bien! ¿Quién de vosotros se atreve con el espejo? –exclamó Muirland.
No hubo respuesta.
–Bien poco valor tenéis –continuó el granjero–. Os echáis a temblar con los sauces en cuanto sopla un poco el viento. Yo –bien lo sabéis– no me quiero volver a casar, porque quiero dormir, y mis párpados se niegan a cerrarse cuando estoy casado; así que no puedo empezar el conjuro. Lo sabéis tan bien como yo.
Pero finalmente, puesto que nadie quería coger el espejo, Jock Muirland se hizo cargo de él.
«Os daré ejemplo», y sin vacilar, agarró el espejo; encendieron una vela, y Muirland pronunció valerosamente las palabras del conjuro.
«Aparece, pues, esposa mía.»

De pronto, una pálida imagen, de cabellos rubios resplandecientes, apareció por encima de su hombro. Muirland se sobresaltó; se volvió, por si hubiera alguna joven detrás de él para simular la aparición. Pero ninguna había simulado al espectro; el espejo se deslizó de sus manos y se rompió; pero detrás de su hombro aparecía aún el rostro blanco de cabellera resplandeciente. Muirland lanzó un grito y cayó de bruces al suelo. Teníais que haber visto entonces a los habitantes de la aldea huir desordenadamente, como hojas arrastradas por el viento; en el lugar donde, poco antes, todos se habían abandonado a sus pueblerinas diversiones, no quedó nada, salvo los restos de la fiesta, el fuego casi apagado, jarros y cantimploras vacías, y Muirland tendido en el suelo. Los spunkies y su cortejo regresaban ahora en tropel, y el temporal, que ya estaba en el aire, unía a sus cánticos misteriosos, el largo ulular que los escoceses llaman de forma pintoresca, Sugh. Muirland, irguiéndose, miró una vez más sobre su hombro: allí estaba aquel rostro. Sonreía al granjero sin decir una palabra, y Muirland no conseguía descubrir si aquella cabeza pertenecía a un cuerpo, ya que sólo aparecía cuando se daba la vuelta. Muirland tenía la boca seca, y sentía su lengua helada pegada al paladar. Haciendo acopio de todo su valor, intentó entablar conversación con aquel ser infernal; pero en vano: sólo con ver las pálidas facciones, los encendidos rizos, le temblaba todo el cuerpo. Intentó huir, con la esperanza de librarse de la aparición. Había saltado sobre la pequeña yegua blanca, y tenía ya el pie en el estribo, cuando probó por última vez; pero el temor le venció. La cabeza estaba siempre junto a él, era su compañera inseparable. Estaba pegada a su hombro como esas cabezas sin cuerpo, cuyos perfiles los escultores góticos disponían a veces en lo alto de un pilar o en el ángulo de un cornisamento. La pobre Meg, la pequeña yegua, relinchaba con todas sus fuerzas y daba coces al aire, mostrando el mismo pánico que su dueño. Siempre que Muirland se volvía, el spunkie (era sin duda uno de aquellos moradores de las junqueras quien le perseguía), fijaba en él sus ojos brillantes de un azul profundo, sin pestañas que los oscurecieran ni párpados que velasen su insoportable resplandor.

Muirland espoleó a la yegua, atormentado siempre por la ansiedad de saber si su perseguidora seguía todavía allí; pero ella no le abandonaba; en vano lanzaba al galope a la yegua; en vano los páramos y los cerros huían a su paso; Muirland ya no sabía por qué camino iba, ni a dónde llevaba a la pobre Meg. Una sola idea le obsesionaba: el spunkie, su compañero o mejor su compañera, porque la cabeza femenina tenía toda la malicia y toda la delicadeza de una joven de dieciocho años. Ia bóveda del cielo se cubría de espesas nubes, que parecían devorarlo poco a poco. Nunca un pobre diablo se encontró más solo en medio de los campos, en una oscuridad tan infernal. El viento soplaba como si quisiera despertar a los muertos, y la lluvia caía oblicuamente por la violencia de la tempestad. El resplandor de los relámpagos se desvanecía, devorado por las nubes de las que salían sobrecogedores bramidos. ¡Pobre Muirland!, voló tu gorra escocesa azul y roja y no osaste volver atrás a recogerla. La tempestad redobló su furia; el Doon se desbordó; y Muirland, tras haber galopado durante una hora, descubrió con gran dolor, que había regresado al punto de partida. Allí estaba, bajo sus ojos, la iglesia derruida de Cassilis, y parecía que un incendio ardía entre los restos de las viejas pilastras; las llamas salian por las rotas aperturas, y las esculturas se recortaban sobre aquel fondo lúgubre. Meg se negaba a seguir avanzando; pero el granjero, a quien le había abandonado la razón y creyendo sentir la horrible cabeza apoyada sobre su hombro, clavó con tanta fuerza las espuelas en los flancos de la pobre Meg, que ésta se desplomó, a pesar suyo, ante la violencia que se le vino encima.

–Jock –dijo una dulce voz–, cásate conmigo y nunca más volverás a tener miedo.
Imaginad el profundo horror del desventurado Muirland.
–Cásate conmigo –repitió el spunkie.

Entretanto, huían hacia la catedral en llamas. Muirland, detenido en su carrera por los pilares mutilados y las estatuas caídas, bajó del caballo; había bebido tanto vino aquella noche, tanta cerveza y aguardiente, había galopado tanto y había vivido tantas emociones que terminó por acostumbrarse a aquel estado de misteriosa excitación: nuestro granjero entró con paso firme en la nave sin bóveda de donde salía el fuego infernal. La escena que apareció entonces ante sus ojos era nueva para él. Una figura acurrucada en medio de la nave sostenía, sobre su espalda arqueada, un vaso octogonal en el que ardía una llama verde y roja. El altar estaba dispuesto con los antiguos adornos del rito católico. Demonios de roja cabellera erizada ocupaban, de pie sobre el altar, el lugar de las velas. Todas las formas grotescas e infernales que la fantasía del pintor y del poeta hayan podido imaginar, se agolpaban, corrían y se entremezclaban en múltiples y extrañas formas. Los asientos del coro estaban ocupados por graves personajes que conservaban los hábitos propios de su rango. Pero bajo las mucetas se dibujaban manos de esqueletos, de cuyas cuencas vacías no salía luz alguna. No diré, porque el lenguaje humano no puede llegar a tanto, qué incienso quemaban en aquella iglesia, ni qué abominable parodia de santos misterios estaban representando allí los demonios. Cuarenta diablos encaramados en la antigua galería que antaño albergase el órgano de la catedral, sostenían gaitas escocesas de diferentes tamaños. Doce de ellos formaban un trono para un enorme gato negro que marcaba el compás con un maullido prolongado. La diabólica sinfonía hacía temblar las bóvedas semiderruidas, de las que caían, de vez en cuando, fragmentos de piedra. En medio de aquel tumulto estaban arrodillados algunos esbeltos skelpies, parecidos a encantadoras niñas, a no ser por sus colas, que sobresalían bajo sus hábitos blancos; y más de cincuenta skelpies, con las alas extendidas o recogidas, bailaban o reposaban. En los nichos de los santos, dispuestos simétricamente en trorno a la nave central, se abrían trumbas profanadas, de donde surgía la muerte, en su blanco sudario, sosteniendo entre sus manos el cirio fúnebre. En cuanto a las reliquias que colgaban de los muros, no me detendré a describirlas. Todos los crímenes cometidos en Escocia desde hacía veinte años estaban allí, tapizando los muros de la iglesia abandonada a los demonios.

Ahí estaban la cuerda del ahorcado, el cuchillo del asesino, los despojos horripilantes del aborto y las huellas del incesto. Ahí estaban los corazones de los desalmados ennegrecidos por el vicio, y los blancos cabellos de una cabeza paterna aún pegados a la hoja criminal del parricida. Muirland se detuvo y se volvió; la cabeza, su compañera de camino, no había abandonado su puesto. Uno de los monstruos encargados del servicio infernal le cogió de la mano; Muirland no se resistió. Le condujo al altar; Muirland siguió a su guía. Estaba vencido, sin fuerzas. Todos se arrodillaron, y Muirland se arrodilló; entonaron entonces unos extraños cánticos pero Muirland no escuchaba nada; permaneció inmóvil, atónito, como petrificado, esperando su destino. Entretanto, los himnos diabólicos se hacían más audibles. Los spunkies, encargados de formar el cuerpo de baile, daban vueltas cada vez más frenéticas en su corro infernal; las gaitas gritaban, mugían, aullaban y silbaban con mayor vehemencia. Muirland se volvió para mirar su hombro aciago, que un huésped indeseable había elegido como residencia.

–¡Ah! –gritó con un largo suspiro de satisfacción.
La cabeza había desaparecido.
Pero cuando su mirada alucinada y asustada volvió a los objetos que le rodeaban, vio con estupor junto a él, arrodillada sobre un ataúd, una jovencita cuyo rostro era el del fantasma que lo había perseguido. Un vestido de lino gris la cubría apenas hasta medio muslo. Podía entrever el escote encantador; los hombros, ocultos por sus cabellos rubios; el seno virginal, cuya belleza dejaba traslucir el liviano vestido. Muirland quedó conmovido; aquellas formas gráciles y delicadas contrastaban con las horrendas apariciones que se veían en torno a ella. El esqueleto que parodiaba la misa tomó, con sus dedos retorcidos, la mano de Muirland, y la unió a la de la joven. Muirland sintió entonces, cuando su extraña novia le apretó la mano, el tacto de la fría punzada que el vulgo arribuye a las garras del spunkie. Era demasiado para él; cerró los ojos, y sintió que se desmayaba. Vencido a medias por un desfallecimiento que luchaba por combatir, creyó adivinar a quién pertenecían las manos infernales que le volvieron a montar sobre la yegua, que le estaba esperando a las puertas de la iglesia; pero su percepción era confusa, y vagas sus sensaciones.

Como cualquiera puede imaginar, semejante noche dejó sus huellas en Muirland; se despertó como si saliese de un letargo, y se sorprendió al comprender que estaba casado desde hacía algunos días: después de la noche de Hallowe'en había viajado a las montañas y había llevado consigo a una joven esposa, que ahora yacía junto a él, en el viejo lecho de la granja. Se frotó los ojos y creyó estar soñando; luego quiso contemplar a la que, sin saberlo, había elegido y que ahora era la señora Muirland. Era ya de día. ¡Qué graciosa era la esposa! ¡Qué dulce luz había en su amplia mirada! ¡Qué esplendor en aquellos ojos! Sin embargo, Muirland se sentía atrapado por la extraña luz que emanaba de aquella mirada. Se acercó a ella; para su sorpresa, su esposa –o así le pareció a él– no tenía párpados; grandes pupilas de azul profundo se dibujaban bajo el oscuro arco de las cejas, cuyo trazo era admirablemente sutil. Muirland suspiró; el recuerdo vago del spunkie, de la carrera nocturna y de la espantosa boda en la catedral, volvió de golpe a su mente. Observando más de cerca a su nueva esposa, le pareció descubrir en ella todos los rasgos característicos de aquel ser misterioso, aunque modificados, y algo suavizados. Los dedos de la joven eran largos y delgados; las uñas blancas y afiladas; los cabellos caían hasta el suelo. Permaneció como abstraído en una fantasía; no obstante, los vecinos le comunicaron que la familia de la joven vivía en los Highlands; que al terminar la boda había sufrido una fiebre altísima, y que no debía sorprenderse si el recuerdo de la ceremonia se había borrado de su mente, aún convalenciente; y que muy pronto se portaría mejor con la joven, ya que era graciosa, dulce y muy buena ama de casa.

–Pero si no tiene párpados –exclamó Muirland.

Los vecinos se reían de él y decían que la fiebre no le había abandonado todavía; nadie, salvo el granjero, advertía aquella extraña característica. Llegó la noche; para Muirland era su noche de bodas, ya que, hasta aquel momento, estaba casado sólo de nombre. La belleza de su esposa le había enternecido, aunque él la viese sin párpados. Se prometía, pues, una y otra vez, vencer su miedo y gozar del singular regalo que el cielo o el infierno le habían enviado. Pedimos ahora al lector que nos conceda las ventajas y ardides propios de la novela y de la fábula, y que nos permita omitir los detalles de los primeros acontecimientos de la noche. No diremos lo hermosa que estaba la bella Spellie (tal era el nombre de la esposa) ataviada para esa noche. Muirland se despertó, soñando que la luz del sol iluminaba de golpe la habitación donde estaba el lecho nupcial. Deslumbrado por los rayos ardientes, se alzó sobresaltado, y vio los ojos de su esposa fijos tiernamente en él.

–¡Diablos! –pensó–, dormir ahora es una verdadera ofensa a su belleza. Así pues, alejó el sueño y susurró a Spellie tiernas frases de amor, a las que la joven montañesa respondió como mejor pudo.
Spellie no había dormido aún cuando llegó la mañana.
–¿Y cómo podría dormir –se preguntaba Muirland–, si no tiene párpados?

Y su pobre mente volvía a caer en un abismo de dudas y temores. Salió el sol. Muirland estaba pálido y abatido. La señora Muirland tenía los ojos resplandecientes como nunca. Pasaron la mañana paseando por las orillas del Doon. La joven esposa era tan encantadora, que el marido, a pesar de la extrañeza y de la fiebre que aún tenía, no podía contemplarla sin sentir admiración.

–Jock –le dijo ella–, te amo como tu amabas a Tuilzie; todas las jóvenes de los alrededores me envidian; así pues, habrás de estar alerta, amor mío, porque me sentiré celosa y te vigilaré de cerca.
Los besos de Muirland cerraron su boca; pero las noches se sucedían, y en lo más profundo de cada noche, los ojos resplandecientes de Spellie arrancaban al granjero de su sueño, el vigor de Muirland declinaba.
–Pero amor mío –preguntó Jock a su mujer–, ¿es que no duermes nunca?
–¿Dormir yo?
–Sí, dormir. Desde que estamos casados creo que no has dormido un sólo instante.
–En mi familia no se duerme nunca.
Y sus pupilas azules, parecían brillar aún más.
–¡No duerme! –exclamó Muirland, desesperado–. ¡No duerme!
Y se dejó caer de nuevo, exhausto y espantado, sobre la almohada.
–¡No tiene párpados, no duerme jamás! –repitió.
–No me canso de mirarte –respondió Spellie–, y te vigilaré muy de cerca.
¡Pobre Muirland! Los hermosos ojos de su esposa no le concedían reposo; eran, como diría el poeta, estrellas eternamente encendidas para deslumbrarlo. Se compusieron en el condado más de treinta baladas que celebraban los bellos ojos de Spellie. En cuanto a Muirland, un día desapareció. Habían transcurrido tres meses; el suplicio que había sufrido había arruinado su vida y apurado su sangre; sentía que aquella mirada de fuego le consumía. Cuando regresaba del campo, cuando permanecía en casa, cuando iba a la iglesia, siempre estaba a merced del terrible rayo resplandeciente, que penetraba hasta lo más hondo de su ser y que le sobrecogía de terror. Terminó por odiar el sol y huir del día.

El suplicio que había destruido a la pobre Tuilzie, se había convenido en el suyo: la inquietud espiritual que había hecho de él el verdugo de su primera y joven esposa, y que los hombres llamaban celos, se había transfigurado en el ojo escrutador, imposible de eludir, que le perseguía constantemente: siempre los celos, pero transformados en imagen palpable, en el prototipo de la sospecha. Muirland abandonó la granja, abandonó sus tierras, cruzó el mar y se adentró en los bosques de América del Norte, donde muchos de sus compatriotas habían fundado pueblos y construido un hogar acogedor. Confiaba en que las praderas de Ohio le brindasen un asilo seguro; prefería la pobreza, la vida del colono, la serpiente oculta entre la tupida maleza, un alimento sencillo, simple e incierto, a su techo de Escocia, donde el ojo celoso y perpetuamente abierto relucía para atormentarlo. Después de pasar un año en aquellas soledades, terminó por bendecir su suerte: al menos había hallado el reposo en el seno de aquella naturaleza fecunda. No mantenía correspondencia con nadie, en Gran Bretaña, por temor a tener noticias de su esposa; algunas veces, en sueños, veía aún aquellos ojos sin párpados, y se despertaba sobresaltado; se aseguraba cuidadosamente de que las temibles pupilas vigilantes no estuviesen junto a él, no lo atravesasen, no lo devorasen con su luz insoportable; y entonces volvía a dormirse, feliz.

Los Narraghansetts, una tribu que vivía por los alrededores, habían elegido como sachem, o jefe, a Massasoir, un anciano enfermizo, de carácter pacífico; Muirland se había granjeado muy pronto su afecto, regalándole el aguardiente que él sabía destilar. Massasoit cayó un día enfermo, y su amigo Muirland fue a visitarlo a su tienda. Imaginad un wigwam indio; una especie de choza cónica con una abertura en lo alto para dejar salir el humo; en el centro de este humilde palacio ardía un fuego; sobre las pieles de bisonte, extendidas en el suelo, yacía el viejo jefe enfermo; a su alrededor, los hombres de la tribu aullaban, gritaban y lloraban, causando tal alboroto, que no sólo no hubiera curado a un hombre enfermo, sino que habría hecho enfermar a un hombre sano. Un powam, o curandero indio dirigía el lúgubre coro y la danza; el eco retumbaba con el estruendo de aquella extraña ceremonia; era la plegaria pública, ofrecida a la divinidad local. Seis jóvenes daban masajes a los miembros desnudos y fríos del anciano: una de ellas, de apenas dieciséis años, lloraba. El sentido común de Muirland le hizo comprender que el único resultado de todo aquel aparato medicinal iba a ser la muerte de Massasoit; en su condición de europeo y de hombre blanco, todos le consideraban médico de nacimiento. Aprovechando la autoridad que ese título confería, hizo salir a todos aquellos hombres que gritaban, y se acercó al sachem.

–¿Quién viene a mí? –preguntó el viejo.
–Jock, el hombre blanco.
–¡Oh! –respondió el sachem, tendiéndole la áspera mano–. No nos veremos más, Jock.
Jock, aunque sabía bastante poco de medicina, advirtió enseguida que el sachem padecía simplemente de indigestión; lo tomó a su cuidado y ordenó que se hiciese silencio; le impuso una dieta y le preparó un excelente potaje escocés que el viejo engulló como si se tratase de una medicina. En tres días Massasoit había vuelto a la vida; los gritos de nuestros salvajes expresaban ahora gratitud y alegría. Massasoit hizo sentar a Jock a su lado, le dio a fumar su calumet y le presentó a su hija Anauket, la más joven y bella de cuantas había visto Muirland en la tienda.

–Tú no tienes una squaw –le dijo el viejo guerrero–. Toma a mi hija y honra mis canas.
Jock se estremeció; recordó a Tuilzie y a Spellie: el matrimonio nunca le había traído la felicidad. Pero, por otra parte, la joven squaw era dulce, ingenua y obediente. Además, un matrimonio en aquellas soledades reviste muy poca solemnidad: no tiene gran valor para un europeo. Jock aceptó, y la bella Anauket no le dio jamás ocasión alguna de arrepentirse de su decisión. Un día, el octavo desde su unión, navegaban por el Ohio, en una bella mañana de otoño. Jock llevaba su fusil de caza. Anauket, acostumbrada a estas expediciones propias de la vida en los bosques, ayudaba y servía a su marido. El tiempo era magnífico; las orillas del río ofrecían parajes deliciosos a los amantes. Jock había tenido buena caza; de repente, una pintada de espléndidas alas atrajo su atención; apuntó, la hirió, y el pájaro, herido de muerte, cayó gimiendo, en medio de la espesura. Muirland no quería perder una pieza tan magnífica; varó la canoa y corrió en busca del pájaro herido. Batió en vano muchos matorrales, pero su obstinación de escocés le empujaba siempre más hacia el corazón del bosque. Muy pronto se halló en uno de esos verdes claros naturales que se hallan en los bosques de América, rodeado de árboles de gran altura; entonces un fulgor atravesó el follaje y llegó hasta él. A Muirland le dio un vuelco el corazón: el rayo le quemaba; aquella luz insoportable le obligaba a bajar la mirada.

El ojo sin párpado estaba allí, eternamente vigilante.
Spellie había atravesado el océano, había encontrado el rastro de su marido y le había seguido de cerca; había mantenido su palabra, y sus celos terribles aplastaban ya a Muirland con sus justos reproches. El hombre corrió hacia el río, seguido por la mirada del ojo sin párpado; vio la onda clara y pura del Ohio y se lanzó a ella, empujado por el terror. Éste fue el fin de Jock Muirland, tal y como se halla en una leyenda escocesa que las viejas cuentan a su manera. Se trata de una alegoría, afirman, y el ojo sin párpado es el ojo, siempre vigilante, de la mujer celosa, el más espantoso de los suplicios.


El ogro. Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928)

En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía, habían contribuido a formar su mala reputación... ¡Hombre más atroz y mal hablado!... ¡Y luego dicen los periódicos que la Policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacia méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin: ¡un horror!; y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándolos con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle por perversa intención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro que había alquilado la cochera a Pepe, no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso -contestaba-. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso si; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.

—No lo crean ustedes -decía, riendo, la pobre mujer-, no sufro nada de él. ¡Criatura más buena! Tiene su geniecillo; pero, ¡ay hija!, Dios nos libre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para tomar fuerzas; pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostrador de la taberna. No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, velloso como una fiera, la cara cobriza, con rudas protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas, que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupase el lugar del cerebro.

A nada concedía respeto. Trataba de reverendos a los machos que le ayudaban a ganar el pan, y cuando en los ratos de descanso se sentaba a la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta en los últimos pisos, sus periódicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacífico.

La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de si, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogialo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.

Como se había propuesto no dejar en paz a nadie en la casa, hasta se metía con la pobre loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y sedoso pelaje, y, obligada a fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose, tal vez, del terrible personaje.

Había que oír al carretero. ¿Era su patio algún corral para que viniesen a emporcarlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento a otro iba a enfadarse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum!, de la primera patada iba la Loca y sus cachorros a estrellarse en la pared de enfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba a gritos cien veces al día, la pobre felina seguía tranquilamente en un rincón, formando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fosforescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero: «¡Miau! ¡Miau!»

Bonito verano era aquél. Trabajo, poco, y un calor de infierno, que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su interior la caldera de las maldiciones, que se escapaban a borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritzes y San Sebastianes, remojándose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se saliera, para tragarse tanto parásito! No quedaba gente en Madrid y escaseaba el trabajo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas a sus reverendos, a no ser que echase mano a sus aves de corral, que era el nombre que daba a la Loca y a sus hijuelos.

Fue en agosto, cuando a las once de la mañana tuvo que bajar a la estación del Mediodía para cargar unos muebles.

—¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las paredes y parecía reblandecer las losas de la aceras.

—¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba con el pie a la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

—Pero ¿qué quieres, maldita?... ¡Atrás, que te va a reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de caridad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimiendo de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mirarse a parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carretero o se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado, conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, animaba con el látigo a dos machos, que caminaban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este si que merecía le arreglasen las cuentas el día de la gorda como enemigo de los pobres. En invierno mucho ocultarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio o le pille el carro bajo las ruedas. Y ahora, en verano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fuego, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto a los que se divertían en las playas elegantes de moda.

Y recordando a tres segadores andaluces muertos de asfixia, según había leído en uno de los papeles, intentaba en vano mirar de frente al sol y lo amenazaba con el puño cerrado. ¡Asesino! ... ¡Reaccionario! ¡Lástima que no estés más bajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento a descansar. Se quitó la gorra, enjugose el sudor con las manos, y puesto a la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aquello ardía. Y pensaba con terror en el regreso, cuesta arriba, jadeante, con el sol a plomo sobre la cabeza y arreando sin parar a las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí a su casa; pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquella calor.

—¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varrales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.

La Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡votó a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no querría subir, aunque se lo mandase el nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

—Toma, perdida -dijo, jadeante por el calor y el cansancio de la carrera-, aquí tienes tus granujas. Por esta vez, pase; te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez..., ¡hum!, a la otra...

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fué corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.


Poemas. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Para Klarkash-Ton, Señor de Averoigne. 


Una negra torre descolla entre tenues bancos de nubes
Alrededor un inmaculado, opresivo bosque.
Sombra y silencio, moho y putrefacción, una mortaja
Gris sobre antiguas lápidas hace tiempo desmoronadas;
Ningún pie ha hollado, ningún trino ha despertado
La mortal soledad de esta noche eterna,
Pero a veces se agita el aire con tembloroso bullir
Cuando en la torre brilla un mortecino destello.
Aquí, en soledad, mora aquel cuyas manos han trazado
Extrañas obras que estremecen al mundo;
En espantosos, indescifrables jeroglíficos ha revelado
Lo que acecha más allá de los abismos estelares.
Oscuro Señor de Averoigne tus ventanas se abren
A ensoñaciones que ningún otro puede acoger.





La antigua senda.


No hubo mano amiga que me ayudara
La noche que encontré la antigua senda
Sobre la colina, cuando creí descubrir
Los campos que embrujaban mi espíritu.
Ese árbol, aquel muro: los recordaba bien,
Y todos los tejados y bosquecillos
Eran familiares a mi mente,
como si los hubiera visto poco antes.
Adivné que sombras se moldearían
Cuando la perezosa luna ascendiera
Tras la colina de Zaman, y supe
Cómo se iluminaría el valle poco después.
Y cuando la senda subió, alta y agreste,
Y parecía perderse entre los cielos,
No temí lo que pudiera ocultarse
Tras aquellas laderas informes.
Caminaba decidido mientras la noche
Se tornaba pálida y fosforescente;
Los tejadillos de una casa lucían
Espectrales cerca del escarpado camino.
Allí estaba el conocido letrero:
"Dos millas a Dunwich", la visión
de los campanarios y tejadillos asomó
delante de mí diez pasos más arriba...
No hubo mano amiga que me ayudara
Cuando me topé con la antigua senda,
Cuando crucé la cima y descubrí
Aquel valle de ruina y desolación;
Tras al colina de Zaman surgía
La mole enorme de una maligna luna,
Alumbrando malezas y enredaderas
Sobre ruinosas paredes jamás vistas por mí.
Lucía tétrica en ciénagas y campos,
Y unas aguas invisibles vertían vapores
Ondulantes que me hacían dudar
De mi antiguo amor por este lugar.
Y desde aquella horrible región supe
Que mi pasado cariño nunca había sido
Y que me había alejado del sendero
Que baja a aquel valle de la muerte.
La nieble se escurría a mi alrededor,
Arriba, luminosa, brillaba la Vía Láctea...
No hubo mano amiga que me ayudara
La noche que descubrí la antigua senda.





Por donde un día paseó Poe.


Divagan eternamente las sombras en esta tierra,
soñando con siglos que se fueron para siempre;
grandes olmos se alzan solemnes entre lápidas y túmulos
desplegando su alta bóveda sobre un mundo oculto de otro tiempo.
Una luz del recuerdo ilumina todo el escenario,
y las hojas muertas hablan en susurros de los días ídos,
añorando imágenes y sonidos que ya no volverán.
Triste y solitario, un espectro se desliza a lo largo
de los paseos por donde sus pasos le llevaban en vida;
pero no es visible a los ojos de cualquiera, a pesar de que su canto
resuena a través del tiempo con una extraña fascinación.
Sólo los pocos que conocen el secreto de su magia
pueden encontrar entre estas tumbas la sombra de Poe.





El horror de Yule.


Hay nieve en el campo
y los valles están helados,
y una profunda medianoche
se cierne sombría sobre el mundo;
pero una luz entrevista en las cumbres revela festines profanos y antiguos.

Hay muerte en las nubes,
hay miedo en la noche,
pues los muertos en sus mortajas
celebran la puesta del sol,
y entonan cantos salvajes en los bosques mientras danzan en torno al altar de Yule, fungoso y blanco.

Un viento que no es de este mundo
recorre el bosque de robles,
cuyas mórbidas ramas se ahogan
en una maraña de delirante muérdago,
porque éstos son los poderes de las tinieblas, que perviven en las tumbas de la raza perdida de los Druidas.





Astrophobos.


En los cielos nocturnos brillando,
Sobre abismos lejanos y etéreos,
Anhelante un día acechaba
Una seductora, luminosa estrella;
Cada atardecer surgía en el cielo
Brillando en el Carro Artico.
Místicas bellezas se fundían
En sus brillantes, dorados rayos;
Gozosas quimeras descendían
Con mezclas y olores a mirra,
Y unos sones de liras extendían
Dulces y suaves melodías.
Allí, pensé, imperaba el placer,
La libertad y la armonía;
A cada momento nacía un tesoro
Envuelto en flores de loto,
Y un líquido sonido salía
Del laúd de Israfel.
Allí, me dije, existían
Mundos de increíble felicidad,
Donde la inocencia y la paz
Coronaban el trono de la virtud;
Hombres de luces, sus pensamientos
Más puros y limpios que los nuestros.
Y entonces sentí pavor, pues la visión
Se tornó delirante y roja;
La esperanza se enmascaró de burla,
La belleza se cambió en fealdad;
Una algarabía de músicas chocaron,
Signos espectrales se entremezclaron.
Con delirantes colores ardió la estrella
Que antaño vislumbré tan bella;
Todo era triste, ya no había felicidad,
y en mis ojos destelló la verdad;
Un pandemonio salvaje desfiló
Ante mi enfebrecida visión.
Ahora conocía la diabólica fábula
Que portaba aquel dorado esplendor,
Ahora evitaba la tétrica luz
Que antaño admiré con fervor;
Y un miedo espantoso y mortal
¡Ha apresado mi alma por siempre jamás!





Continuidad. 


Hay en algunas cosas antiguas una huella
De una esencia vaga... más que un peso o una forma,
Un éter sutil, indeterminado,
Pero ligado a todas las leyes del tiempo y el espacio.
Un signo tenue y velado de continuidades
Que los ojos exteriores no llegan a descubrir;
De dimensiones encerradas que albergan los años idos,
Y fuera del alcance, salvo para llaves ocultas.

Me conmueve sobre todo cuando los rayos oblicuos del sol poniente
Iluminan viejas granjas en la ladera de una colina,
Y pintan de vida las formas que permanecen inmóviles
Desde hace siglos, menos quiméricas que todo esto que conocemos.
Bajo esa luz extraña siento que no estoy lejos
De la masa inmutable cuyos lados son las edades.





Paisaje de fondo. 


Nunca he podido apegarme a las cosas nuevas y crudas,
Pues vi la primera luz en una ciudad antigua,
Donde los tejados apiñados descendían desde mi ventana
Hacia un puerto pintoresco, rico en visiones.
Calles con puertas cinceladas donde los rayos del sol poniente
Bañaban viejos montantes de abanico y pequeñas vidrieras,
Y campanarios georgianos rematados con veletas doradas...
Tales fueron las vistas que modelaron mis sueños infantiles.

Estos tesoros, heredados de épocas de prudente fermento,
Desdibujan la presencia de las débiles quimeras
Que se agitan en vana mudanza y con fe confusa
Entre los muros inmutables de la tierra y el cielo.
Cortan las cadenas del instante y me dejan libre
Para erguirme en solitario ante la eternidad.





Expectación.


No sabría decir por qué algunas cosas me producen
Una sensación de maravillas inexploradas por venir,
O de grieta en el muro del horizonte
Que se abre a mundos donde sólo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
Como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
O de aventuras salvajes, incorpóreas,
Plenas de éxtasis y libres como un ensueño.

La encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
En viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
En los vientos del Sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
En viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero aunque sólo por su encanto vale la pena vivir la vida
Nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.





Némesis. 


A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules,
Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.

He flotado con la tierra en el amanecer de los tiempos,
Cuando el cielo no era más que una llama vaporosa;
He visto bostezar al oscuro universo,
Donde los negros planetas giran sin objeto,
Donde los negros planetas giran en un sordo horror,
Sin conocimiento, sin gloria, sin nombre.

He vagado a la deriva sobre océanos sin límite,
Bajo cielos siniestros cubiertos de nubes grises
Que los relámpagos desgarran en múltiples zigzags,
Que resuenan con histéricos alaridos,
Con gemidos de demonios invisibles
Que surgen de las aguas verdosas.

Me he lanzado como un ciervo a través de la bóveda
De la inmemorial espesura originaria,
Donde los robles sienten la presencia que avanza
Y acecha allá donde ningún espíritu osa aventurarse,
Y huyo de algo que me rodea y sonríe obscenamente
Entre las ramas que se extienden en lo alto.

He deambulado por montañas horadadas de cavernas
Que surgen estériles y desoladas en la llanura,
He bebido en fuentes emponzoñadas de ranas
Que fluyen mansamente hacia el mar y las marismas;
Y en ardientes y execrables ciénagas he visto cosas
Que me guardaré de no volver a ver.

He contemplado el inmenso palacio cubierto de hiedra,
He hollado sus estancias deshabitadas,
Donde la luna se eleva por encima de los valles
E ilumina las criaturas estampadas en los tapices de los muros;
Extrañas figuras entretejidas de forma incongruente
Que no soporto recordar.

Sumido en el asombro, he escrutado desde los ventanales
Las macilentas praderas del entorno,
El pueblo de múltiples tejados abatido
Por la maldición de una tierra ceñida de sepulcros;
Y desde la hilera de las blancas urnas de mármol persigo
Ansiosamente la erupción de un sonido.

He frecuentado las tumbas de los siglos,
En brazos del miedo he sido transportado
Allá donde se desencadena el vómito de humo del Erebo;
Donde las altas cumbres se ciernen nevadas y sombrías,
Y en reinos donde el sol del desierto consume
Aquello que jamás volverá a animarse.

Yo era viejo cuando los primeros Faraones ascendieron
Al trono engalanado de gemas a orillas del Nilo;
Yo era viejo en aquellas épocas incalculables,
Cuando yo, sólo yo, era astuto;
Y el Hombre, todavía no corrompido y feliz, moraba
En la gloria de la lejana isla del Ártico.

Oh, grande fue el pecado de mi espíritu,
Y grande es la duración de su condena;
La piedad del cielo no puede reconfortarle,
Ni encontrar reposo en la tumba:
Los eones infinitos se precipitan batiendo las alas
De las despiadadas tinieblas.

A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules,
Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.





El canal.


En algún lugar del sueño hay un paraje maldito
Donde altos edificios deshabitados se apiñan a lo largo
De un canal estrecho, sombrío y profundo, que apesta
A cosas horrendas arrastradas por corrientes grasientas.
Callejones con viejos muros que se tocan casi en lo alto
Desembocan en calles que uno puede conocer o no,
Y un pálido claro de luna arroja un brillo espectral
Sobre largas hileras de ventanas, oscuras y muertas.

No se oyen ruidos de pasos, y ese sonido suave
Es el del agua grasienta deslizándose
Bajo puentes de piedra y por las orillas
De su cauce profundo, hacia algún vago océano.
Ningún ser vivo podría decir cuándo arrastró esa corriente
Del mundo de arcilla su región perdida en el sueño.





Hesperia. 


La puesta de sol invernal, refulgiendo tras las agujas
Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre grandes puertas a algún año olvidado
De antiguos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Cargados de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges indica el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras lejanas.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,
Donde todo recuerdo inexplicado tiene su fuente,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto vacío en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano no ha hollado jamás estas calles.





Espejismo. 


No sé si existió alguna vez ese mundo
Flotando perdido en las aguas del tiempo.
Yo lo he visto a menudo, con su bruma violada,
Parpadeando en el fondo de algún sueño vago:
Sus torres extrañas, insólitos ríos,
Laberintos inmensos, luminosas cavernas,
Y cielos enmarañados, como esos que tiemblan,
Ansiosos, al presagio infernal de la noche.

Sus marejales llegan a la costa juncosa y desolada
Donde unos pájaros inmensos giran;
Y en la cima ventosa
Un pueblo antiguo yergue sus blancos campanarios
Cuyos repiques vespertinos aún oigo.
No sé que tierra es ésa...no me atrevo
A indagar cuándo ni por qué fui o iré allá.





Azathoth.


El demonio me llevó por el vacío sin sentido
Más allá de los brillantes enjambres del espacio dimensional,
Hasta que no se extendió ante mí ni tiempo ni materia
Sino sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Allí el inmenso Señor de Todo murmuraba en la oscuridad
Cosas que había soñado pero que no podía entender,
Mientras a su lado murciélagos informes se agitaban y revoloteaban
En vórtices idiotas atravesados por haces de luz.

Bailaban locamente al tenue compás gimiente
De una flauta cascada que sostenía una zarpa monstruosa,
De donde brotaban las ondas sin objeto que al mezclarse al azar
Dictan a cada frágil cosmos su ley eterna.
"Yo soy Su mensajero", dijo el demonio,
Mientras golpeaba con desprecio la cabeza de su Amo.





Nyarlathotep.


Y al fin vino del interior de Egipto
El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás;
Silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo
Y envuelto en telas rojas como las llamas del sol poniente.
A su alrededor se apretaban las masas, ansiosas de sus órdenes,
Pero al marcharse no podían repetir lo que habían oido;
Mientras por las naciones se propagaba la pavorosa noticia
De que las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso;
Tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas;
Se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron
Sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.
Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego,
El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.





Sirenas portuarias.


Por encima de viejos tejados y agujas desconchadas
Las sirenas del puerto cantan durante toda la noche;
Gargantas venidas de puertos extraños, de blancas playas lejanas
Y océanos fabulosos, concertadas en coros abigarrados.
Ajenas unas a otras, no se conocen entre sí,
Pero todas, por obra de alguna fuerza oscuramente concentrada
Desde abismos ensimismados más allá del curso del Zodiaco,
Se funden en un misterioso zumbido cósmico.

A través de vagos sueños organizan un desfile
De formas aún más vagas, insinuaciones y visiones;
Ecos de vacíos exteriores e indicios sutiles
De cosas que ni ellas mismas pueden definir.
Y siempre en ese coro, tenuamente entreveradas,
Captamos algunas notas que ningún buque terrenal emitió jamás.





Vientos estelares.


Es la hora de la penumbra crepuscular,
Casi siempre en otoño, cuando el viento estelar se precipita
Por las calles altas de la colina, que aunque desiertas
Muestran ya luces tempranas en cómodas habitaciones.
Las hojas secas danzan con giros extraños y fantásticos,
Y el humo de las chimeneas se arremolina con gracia etérea
Siguiendo las geometrías del espacio exterior,
Mientras Fomalhaut se asoma por las brumas del Sur.

Ésta es la hora en que los poetas lunáticos saben
Qué hongos brotan en Yugoth, y qué perfumes
Y matices de flores, desconocidos en nuestros pobres
Jardines terrestres, llenan los continentes de Nithon.
¡Pero por cada sueño que nos traen estos vientos
Nos arrebatan una docena de los nuestros!





El libro.


El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejuelas junto a los muelles,
que olían a cosas extrañas traídas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que el viento del oeste dispersaba.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
dejaban apenas ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... ventisqueros
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.

Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más a mano y lo hojeé al azar,
temblando al leer raras palabras que parecían guardar
algún secreto, monstruoso para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo vendedor taimado,
sólo encontré el eco de una risa.