lunes, 7 de octubre de 2024

El crimen invisible. Catherine Crowe (1803-1876)

En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped, desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios se negaban a gastar más dinero en reparaciones.

Sus últimos habitantes fueron el mayor W..., su esposa, sus tres hijos y su sirviente.

El mayor W..., que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada "del modo más desagradable".

Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.

A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.

Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.

El mayor W... acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros de ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E..., el capitán S... y el comisario de víveres E...

Se procedió a un relevamiento de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.

En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C... y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada, licenciosa, y malgastaba enormes sumas de dinero.

Aunque el desgraciado C... le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.

C..., empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida.

Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias.

Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C... la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo.

Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud.

La petición del mayor W... tuvo resultados favorables y desde entonces, la casa permaneció desocupada, hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.


El cuento de la vieja niñera. Elizabeth Gaskell (1810-1865)

Como sabéis, queridos míos, vuestra madre era huérfana e hija única; y aseguraría que habéis oído decir que vuestro abuelo fue clérigo de Westmoreland, de donde vengo yo. Era yo todavía una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, se presentó vuestro abuelo a preguntar a la maestra si habría allí alguna alumna que pudiera servir de niñera; y me sentí extraordinariamente orgullosa, puedo asegurároslo, cuando la maestra me llamó y dijo que yo cosía muy bien y era una muchacha formal y honrada, de padres muy bien considerados, aunque pobres. Me pareció que nada me gustaría más que entrar al servicio de aquella linda y joven señora que se sonrojaba tanto como lo estaba yo al hablar del niño que esperaba y de lo que yo tendría que hacer con él. Pero veo que esta parte de mi cuento no os interesa tanto como lo que pensáis que viene después, así que os lo contaré en seguida. Fui tomada e instalada en la rectoría antes de que naciera la señorita Rosamunda (que fue la niñita que es ahora vuestra madre). A decir verdad, me daba poco que hacer cuando llegó, pues siempre estaba en brazos de su madre y dormía junto a ella toda la noche, y yo me sentía muy orgullosa cuando mi señora me la confiaba. Ni antes ni después ha habido un niñito como ella, aunque todos vosotros habéis sido preciosos; pero en dulzura y atractivo ninguno habéis llegado a vuestra madre. Se parecía a su madre, que era una señora de verdad, cierta señorita Furnivall, nieta de lord Furnivall, de Northumberland. Creo que no había tenido hermanos ni hermanas y se había educado con la familia de milord hasta que se casó con vuestro abuelo, que no era más que un vicario, hijo de un comerciante de Carlisle, pero el más cumplido y discreto caballero que ha existido, y una persona que trabajaba honradamente y de firme en su parroquia, que era muy extensa y estaba esparcida sobre los Páramos de Westmoreland.

Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.

Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.

Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.

Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.

El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.

Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.

La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.

El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.

Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!

Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.

Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.

—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?

Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.

Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.

Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.

¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.

Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:

—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.

Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.

—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.

—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.

Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.

—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!

Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.

No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.

—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.

—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.

Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.

—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.

Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:

—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.

Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:

—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.

Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.

—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.

No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.

Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.

El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.

Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.

Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.

Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.

Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.

Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.

—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.

Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:

—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:

—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.

—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.

La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:

—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.

—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!

De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.

Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).

—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!

Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!

Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.

Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.

Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.

¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:

—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!


El Cristo de la calavera. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao. Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos. En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio. Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre. Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán. Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban. Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa. Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia. El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras. Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa. Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre. Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.

Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo. Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles. Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas. Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio. Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.


El cuarteto de cuerda. Virginia Woolf (1882-1941)

Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...

Sobre si es verdad, tal como dicen, que Regent Street está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen pisos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...

«¡Siete años sin vernos!»
«La última vez fue en Venecia.»
«¿Y dónde vives ahora?»
«Bueno, es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...»
«¡Pero yo te he reconocido al instante!»
«La guerra representó una interrupción...»

Si la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone—, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?

¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.

«¿Viste la procesión?»
«El rey me pareció frío.»
«No, no, no. Pero, ¿qué decías?»
«Que ha comprado una casa en Malmesbury.»
«¡Vaya suerte encontrarla!»

Contrariamente, tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es cuestión de pisos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como, todos hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde —es difícil esto— se aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas —ahora liberados—, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben... ¡Cuan bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!

«Mozart de los primeros tiempos, claro está...»
«Pero la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué?
No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos... ¡Silencio! »

El melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!

La barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.

¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado «n reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa, que cae desde una enorme altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.

«No, no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?»
«Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.»

Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.

«¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué — qué — qué!»

La lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.

«¡Qué — qué — qué!» ¡Silencio!
Estos son los enamorados sobre el césped.
«Señora, si me permite que coja su mano...»
«Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.»
«Entonces, esto son abrazos de nuestras almas.» Los limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro de la corriente.
«Pero, volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual, yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared —regalo del rey de España, ¿sabe?—, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!»

El caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro —amor, risa, huida, persecución, celestial dicha—, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.

«Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?»
«Lo siento, voy en la otra.»


Poemas. Allen Ginsberg (1926-1997)

En la consigna de la Greyhound. 


I

En las profundidades de la Terminal de la Greyhound
sentado como un estúpido sobre un camión de equipaje mirando al
cielo esperando la salida del Expreso de Los Ángeles
preocupándome acerca de la eternidad sobre el tejado de la Oficina
de correos en el cielo rojo de la noche del centro de la ciudad,
mirando con pasmo a través de mis gafas me di cuenta estremecido
de que estos pensamientos no eran la eternidad,
ni tampoco la pobreza de nuestras vidas, irritables encargados de equipajes,
ni tampoco los millones de sollozantes parientes que rodeaban los autobuses diciendo adiós,
ni tampoco otros millones de pobres apresurándose
de ciudad en ciudad para ver a las personas amadas,
ni tampoco un indio muerto de miedo hablando con gigantesco poli
junto a la máquina expendedora de Cola,
ni tampoco esta temblorosa anciana con su bastón que emprende el
último viaje de su vida,
ni tampoco el cínico portero de la gorra roja que recoge sus propinas
y sonríe mirando el machacado equipaje,
ni tampoco yo mirando en derredor mío al horrible sueño, ni tampoco el mostachudo empleado negro de Operaciones llamado
Spade, repartiendo con su maravillosa larga mano el
destino de miles de paquetes express,
ni tampoco el marica Sam en el sótano cojeando de plúmbeo baúl en baúl
ni tampoco Joe en el mostrador con su crisis nerviosa sonriendo cobardemente a los clientes,
ni tampoco el ático gris verdoso estómago de ballena
donde guardamos el equipaje en detestables estanterías,
centenares de maletas repletas de tragedia balanceándose
de un lado para otro esperando ser abiertas,
ni tampoco el equipaje que se pierde, ni tampoco las asas rotas,
las desvanecidas placas de identificación, los alambres reventados & las cuerdas rotas
los baúles enteros reventando sobre el suelo de cemento,
ni las talegas de marinero vaciadas de noche en el almacén final.





Canción.


El peso del mundo
es amor Bajo la carga
de la soledad,
bajo la carga
de la insatisfacción
el peso,
el peso que arrastramos
es amor.
¿Quién puede negarlo?
En sueños toca
el cuerpo, en el pensamiento
construye un milagro,
en la imaginación angustias
hasta que nace
en el ser humano —
Observa desde el corazón
ardiente de pureza —
porque la carga de la vida
es amor,
pero acarreamos el peso
fatigosamente,
y hemos por lo tanto de descansar en brazos del amor
finalmente
hemos de descansar en brazos
del amor..
No hay reposo
sin amor, ningún sueño
sin sueños de amor —
ya sean locos o helados obsesionados de ángeles
o máquinas, el deseo final
es amor
— puede no ser amargo,
puede no negar, puede no retener
de ser negado:
el peso es demasiado grande
— ha de dar a cambio de nada
como es entregado el pensamiento
en la soledad en toda la excelencia
de su exceso. Los cálidos cuerpos
resplandecen juntos en la oscuridad,
la mano se mueve hasta el centro
de la carne, la piel se estremece
de alegría
y el alma acude
gozosa a los ojos —
Sí, sí,
eso es lo que
yo deseaba
lo que siempre deseé, siempre deseé
regresar
al cuerpo
donde nací.





Huérfano salvaje.


Imperturbablemente madre le lleva a pasear
junto a la vía férrea y junto al río
— él es el hijo del fugitivo
ángel del automóvil preparado — e imagina automóviles
y los conduce en sus sueños,
así crece en soledad entre
los imaginarios automóviles y las almas muertas de Tarrytown
para crear por medio de su propia imaginación
la belleza de sus bravíos antecesores — una mitología
que no puede heredar.
¿Alucinará más adelante
sus dioses? ¿Despertando
entre misterios con
un demente destello
de recuerdo?
El reconocimiento — suceso tan insólito
en su alma, conocido tan sólo en sueños
nostalgias
de otra vida.
Una cuestión del alma.
Y los heridos perdiendo su herida
en su inocencia — una verga, una cruz,
una excelencia de amor.
Y el padre se lamenta
en una posada de mala muerte complejidades de memoria
a un millar de millas de distancia desconocedor
del inesperado
juvenil desconocido
que marcha errabundo hacia su puerta.





En el reverso de lo real.


Cercado de ferrocarriles en San José
yo vagaba desolado
frente a una fábrica de tanques
y me senté en un banco
cerca del chamizo del guarda agujas.

Una flor yacía sobre el heno en
la autopista de asfalto
— la temible flor de heno
pensé — tenía un
frágil tallo negro y
una corola de amarillentas espículas
sucias como la corona de una pulgada
de Jesús, y una manchada y
seca borla central de algodón
como una brocha de afeitar usada
que hubiera estado rodando por
el garaje durante un año.

Amarilla, flor amarilla, y
flor de la industria,
¡aun siendo una espinosa y fea flor,
flor sigues siendo,
con la forma de la grande y amarilla
Rosa de tu cerebro!
Esta es la flor del Mundo.





Sutra del girasol.


Caminé por las orillas del muelle de latas y bananas y me senté bajo la inmensa sombra de una locomotora de la Southern Pacific para observar el ocaso sobre las colinas de casas como cajas de zapatos y llorar.
Jack Kerouac estaba sentado junto a mí sobre un poste de hierro, roto y herrumbroso, compañero, pensábamos los mismos pensamientos del alma, desolados y sombríos y con la mirada triste, rodeados por las nudosas raíces de acero de árboles de maquinaria.
La aceitosa agua del río reflejaba el cielo enrojecido, el sol se hundió sobre los picos finales de Frisco, no hay peces en ese arroyo, no hay ermitaño en esos montes, tan sólo nosotros mismos con ojos legañosos y resaca como viejos vagabundos en la ribera del río, cansados y taimados.
Fíjate en el Girasol, dijo él, había una sombra gris y muerta recortándose contra el cielo, grande como un hombre, erguida seca en lo alto de una montaña de viejísimo serrín —
— Subí encantado atropelladamente — era mi primer girasol, recuerdos de Blake — mis visiones — Harlem e Infiernos de los ríos del Este, puentes campaneantes Grasientos Sandwiches de Joe, difuntos coches de niño, ruedas negras y sin dibujo olvidadas y sin recauchutar, el poema de la ribera, condones & cacerolas, cuchillos de acero, nada inoxidable, sólo el hediondo cieno y los artefactos afilados como cuchillas en tránsito hacia el pasado —
y el Girasol gris apostado contra el ocaso, resquebrajable desolado y polvoriento co el tizne y la contaminación y el humo de antiguas locomotoras en su ojo —
corola de indistintas púas dobladas y rotas como una corona machacada, las semillas caídas de su faz, boca que prontamente estará desdentada de soleado aire, rayos de
sol obliterados sobre su peluda cabeza como una reseca
tela de araña de alambre,
hojas extendidas como brazos saliendo del tallo, gesticulaciones de la
raíz de serrín, trozos rotos de yeso caídos de las negras ramitas,
una mosca muerta en su oreja,
Qué cosa impía y machacada eras, mi Girasol. ¡Oh mi alma, te amé entonces!
La mugre no era mugre de hombre alguno sino muerte y humanas locomotoras,
todo aquel traje de polvo, aquel velo de oscurecida piel de vía férrea, aquella polución de la mejilla, aquel párpado de negra miseria, aquella enhollinada mano o falo o protuberancia de algo artificial peor que la mugre — industrial — moderno— toda aquella civilización moteando tu delirante áurea corona —
y aquellos desolados pensamientos de muerte y polvorientos ojos sin
amor y extremos y raíces resecas debajo, en el amontona-
miento-hogar de arena y serrín, billetes de a dólar de
goma, pellejas de maquinaria, las tripas y entrañas del
sollozante y doliente automóvil, las vacías y solitarias latas
con sus oxidadas lenguas ¡ay!, qué más podría yo citar, las
ahumadas cenizas de algún cigarro pene, los coños de las
carretillas y los lechosos pechos de los automóviles, culos
desgastados de sillas & esfínteres de dinamos — todos
éstos enredados entre tus momificadas raíces — ¡y tú ahí
erguido ante mí en la puesta del sol, toda tu gloria en tu forma!
¡Una perfecta muestra de belleza de girasol! ¡una perfecta excelente adorable existencia de girasol! ¡un dulce ojo natural para la nueva luna enrollada despertó vivo y excitado aferrando en las sombras del ocaso la mensual brisa dorada del amanecer!
¿Cuántas moscas zumbaron a tu alrededor inocentes de tu mugre,
mientras maldecías a los cielos del ferrocarril y de tu alma de flor?
¿Pobre flor muerta? ¿cuándo olvidaste que eras una flor? ¿cuándo miraste tu piel y decidiste que eras una sucia y vieja locomotora impotente? ¿el fantasma de una locomotora? ¿el espectro y la sombra de una otrora poderosa y demente locomotora americana?
Jamás fuiste una locomotora, Girasol, ¡fuiste un girasol!
Y tú locomotora, tú eres una locomotora, ¡no olvides lo que te digo!
De modo que arranqué el girasol delgado como un esqueleto
y lo sujeté a mi costado como un cetro,
y entono mi sermón frente a mi alma, y también frente a la de Jack,
y de la de quienquiera que desee oírlo,
— No somos nuestra piel mugrienta, no somos nuestra desolada terrible
polvorienta locomotora sin imagen, todos somos
hermosísimos girasoles dorados en nuestro interior,
estamos benditos por nuestra propia semilla & nuestros
dorados y peludos desnudos cuerpos de logro que crecen
para transformarnos en dementes girasoles formales en el ocaso,
espiados por nuestros ojos bajo la sombra de la loca locomotora
ocaso de ribera en Frisco visión colínica de latas al anochecer sentados.





Lamentación del sin techo.


Perdona, amigo, no quise molestarte
Pero volví de Vietnam
Donde maté a un montón de caballeros vietnamitas
Algunas damas también
Y no pude soportar el dolor
Y de miedo cogí un hábito
Y pasé por la rehaz y estoy limpio
Pero no tengo lugar donde dormir
Y no sé qué hacer
Conmigo ahora mismo

Lo siento, amigo, no quise molestarte
Pero hace frío en la calle
Y mi corazón está enfermo solo
Y estoy limpio, pero mi vida es un desastre
Tercera Avenida
Y calle E. Houston
En el paso peatonal bajo el semáforo en rojo
Limpio tu parabrisas con un trapo sucio.





La balada de los esqueletos.


Dijo el esqueleto Presidencial
No firmaré ningún proyecto
Dijo el esqueleto Vocero
Sí lo harás

Dijo el esqueleto Representativo
Objeción
Dijo el esqueleto Corte Suprema
¿qué esperabas?

Dijo el esqueleto Militar
Comprad bombas estrellas
Dijo el esqueleto Clase Alta
Hambread a las mamis solteras

Dijo el esqueleto Yahoo
Parad el arte obsceno
Dijo el esqueleto Derecha
Olvidaos del corazón

Dijo el esqueleto Gnóstico
La Forma Humana es divina
Dijo el esqueleto Mayoría Moral
No, no lo es, es mía.





Soñé...


Soñé que vivía en un lugar sin domicilio
Perdido y solo andaba yo
La gente me miraba sin verme en el espacio
Y pasaban de largo con ojos de piedra





Yo no soy.


Yo no soy una lesbiana aullando en el sótano amarrada a una telaraña de cuero
no soy un Rockefeller sin pantalones infartándose en la gran cama rococó
no soy un intelectual ultra estalinista marica
no soy un rabino antisemita negro sombrero barba blanca uñas muy muy sucias
ni soy el poeta en la celda de la cárcel de San Francisco apaleado en vísperas del año nuevo por los cobardes lacayos de la policía
ni Gregory Corso Orpheus Maudit de estos Estados
ni ese maestro de escuela con un maravilloso salario
Yo no soy ninguno que conozca
de hecho sólo estaré aquí 80 años.





A Lindsay.


Vachel, salieron las estrellas
Ha atardecido en la carretera del Colorado
Un auto se arrastra despacio por la pradera
En la luz mortecina resuena la radio con un jazz
El vendedor destrozado enciendo otro cigarrillo
En otra ciudad hace veintisiete años
Veo tu sombra en la pared
Estás sentado con los tus tirantes sobre la cama
La sombra de la mano levanta una pistola sobre tu cabeza
Tu sombra cae sobre el piso.

Vachel Lindsay solía leer sus poemas de puerta en puerta
y se suicidó en 1931.





Mi alba.


Ahora que he desperdiciado
cinco años en Manhattan
pudriéndoseme la vida
mi talento en blanco

desconectada el habla
paciente y mental
regla de cálculo y número
máquina en una mesa

triplicado autografiado
sinopsis e impuestos
obediente rápido
mal pagado

me mantuve en el mercado
juventud de mis veinte años
me desmayaba en oficinas
lloraba sobre máquinas de escribir

engañaba a multitudes
en vastas conspiraciones
acorazados de desodorante
asunto serio, la industria

cada seis semanas cualquiera
bebía de mi banco de sangre
inocente mal ahora
parte de mi sistema

cinco años de trabajo infeliz
de los 22 a los 27 años trabajando
encima ni un centavo en el banco
en justificación

llega el alba no es más que el sol
el Este humea O mi dormitorio
Estoy condenado al Infierno qué
despertador está sonando





Sobre los trabajos de Burroughs.


El método ha de ser carne purísima
y sin aderezo simbólico,
visiones reales & prisiones reales
como son vistas entonces y ahora.

Prisiones y visiones presentadas
con raras descripciones
correspondientes exactamente con las
de Alcatraz y Rose.

Una comida desnudos es natural para nosotros,
nosotros comemos sándwiches de realidad,
Pero las alegorías no son más que lechuga.
No ocultéis la locura.





Un supermercado en California. 


Qué cosas pienso de ti esta noche, Walt Whitman, porque caminé por las calles laterales, bajo los árboles con dolor de cabeza y consistencia de mí mismo mirando la luna llena.
En mi hambriento cansancio, y en busca de imágenes que comprar, entré al supermercado de frutas de neón, soñando con tus enumeraciones!
¡Qué melocotones y qué penumbras! ¡Familias al completo haciendo la compra por la noche! ¡pasillos llenos de maridos! ¡Esposas donde los aguacates, bebés donde los tomates! –y tú, García Lorca, ¿qué estabas haciendo tú allá abajo junto a las sandías?
Te vi Walt Whitman, sin hijos, viejo mendigo solitario, hurgando entre las carnes del refrigerador y echándole el ojo a los muchachos de las verduras.
Te oí hacerles preguntas a todos: ¿Quién mató las chuletas de cerdo? ¿Qué valen los plátanos? ¿Acaso eres tú mi Ángel?
Yo anduve entrando y saliendo de entre las brillantes montañas de latas siguiéndote, perseguido en mi imaginación por el detective de almacén.
Caminamos a grandes zancadas por los abiertos corredores, juntos en nuestro solitario capricho catando alcachofas, poseyendo cada una de las exquisiteces congeladas, y sin pasar ni una sola vez por caja.
¿A dónde nos dirigimos, Walt Whitman? Las puertas se cierran dentro de una hora. ¿En qué dirección apunta tu barba esta noche?
(Toco tu libro y sueño en nuestra odisea en el supermercado y me siento absurdo).
¿Caminaremos acaso durante toda la noche a través de solitarias calles? Los árboles añaden sombras a las sombras, las luces de las casas están apagadas, los dos nos vamos a sentir muy solos.
¿Caminaremos acaso soñando en la perdida América del amor mientras pasamos junto a azules automóviles aparcados en caminos particulares, camino de vuelta a nuestra silenciosa casa?
Ah, querido padre, barbagrís, solitario y viejo maestro del coraje ¿con qué América te encontraste cuando Caronte dejó de empujar con la pértiga su bote y tomaste tierra en una humeante ribera y permaneciste observando cómo desaparecía el bote en las negras aguas del Leteo?





Aullido. 


I

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,
hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna,
que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría, flotando sobre las cimas de las ciudades contemplando jazz,
que desnudaron sus cerebros ante el cielo bajo el El y vieron ángeles mahometanos tambaleándose sobre techos iluminados,
que pasaron por las universidades con radiantes ojos imperturbables alucinando Arkansas y tragedia en la luz de Blake entre los maestros de la guerra,
que fueron expulsados de las academias por locos y por publicar odas obscenas en las ventanas de la calavera,
que se acurrucaron en ropa interior en habitaciones sin afeitar, quemando su dinero en papeleras y escuchando al Terror a través del muro,
que fueron arrestados por sus barbas púbicas regresando por Laredo con un cinturón de marihuana hacia Nueva York,
que comieron fuego en hoteles de pintura o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o sometieron sus torsos a un purgatorio noche tras noche,
con sueños, con drogas, con pesadillas que despiertan, alcohol y verga y bailes sin fin,
incomparables callejones de temblorosa nube y relámpago en la mente saltando hacia los polos de Canadá y Paterson, iluminando todo el inmóvil mundo del intertiempo,
realidades de salones de Peyote, amaneceres de cementerio de árbol verde en el patio trasero, borrachera de vino sobre los tejados, barrios de escaparate de paseos drogados luz de tráfico de neón parpadeante, vibraciones de sol, luna y árbol en los rugientes atardeceres invernales de Brooklyn, desvaríos de cenicero y bondadosa luz reina de la mente,
que se encadenaron a los subterráneos para el interminable viaje desde Battery al santo Bronx en benzedrina hasta que el ruido de ruedas y niños los hizo caer temblando con la boca desvencijada y golpeados yermos de cerebro completamente drenados de brillo bajo la lúgubre luz del Zoológico,
que se hundieron toda la noche en la submarina luz de Bickford salían flotando y se sentaban a lo largo de tardes de cerveza desvanecida en el desolado Fugazzi’s, escuchando el crujir del Apocalipsis en el jukebox de hidrógeno,
que hablaron sin parar por setenta horas del parque al departamento al bar a Bellevue al museo al puente de Brooklyn,
un batallón perdido de conversadores platónicos saltando desde las barandas de salidas de incendio desde ventanas desde el Empire State desde la luna,
parloteando gritando vomitando susurrando hechos y memorias y anécdotas y excitaciones del globo ocular y shocks de hospitales y cárceles y guerras,
intelectos enteros expulsados en recuerdo de todo por siete días y noches con ojos brillantes, carne para la sinagoga arrojada en el pavimento,
que se desvanecieron en la nada Zen Nueva Jersey dejando un rastro de ambiguas postales del Atlantic City Hall,
sufriendo sudores orientales y crujidos de huesos tangerinos y migrañas de la china con síndrome de abstinencia en un pobremente amoblado cuarto de Newark,
que vagaron por ahí y por ahí a medianoche en los patios de ferrocarriles preguntándose dónde ir, y se iban, sin dejar corazones rotos,
que encendieron cigarrillos en furgones furgones furgones haciendo ruido a través de la nieve hacia granjas solitarias en la abuela noche,
que estudiaron a Plotino Poe San Juan de la Cruz telepatía bop kabbalah porque el cosmos instintivamente vibraba a sus pies en Kansas,
que vagaron solos por las calles de Idaho buscando ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios,
que pensaron que tan sólo estaban locos cuando Baltimore refulgió en un éxtasis sobrenatural,
que subieron en limosinas con el chino de Oklahoma impulsados por la lluvia de pueblo luz de calle en la medianoche invernal,
que vagaron hambrientos y solitarios en Houston en busca de jazz o sexo o sopa, y siguieron al brillante Español para conversar sobre América y la Eternidad, una tarea inútil y así se embarcaron hacia África,
que desaparecieron en los volcanes de México dejando atrás nada sino la sombra de jeans y la lava y la ceniza de la poesía esparcida en la chimenea Chicago,
que reaparecieron en la costa oeste investigando al F.B.I. con barba y pantalones cortos con grandes ojos pacifistas sensuales en su oscura piel repartiendo incomprensibles panfletos,
que se quemaron los brazos con cigarrillos protestando por la neblina narcótica del tabaco del Capitalismo,
que distribuyeron panfletos supercomunistas en Union Square sollozando y desnudándose mientras las sirenas de Los Álamos aullaban por ellos y aullaban por la calle Wall, y el ferry de Staten Island también aullaba,
que se derrumbaron llorando en gimnasios blancos desnudos y temblando ante la maquinaria de otros esqueletos,
que mordieron detectives en el cuello y chillaron con deleite en autos de policías por no cometer más crimen que su propia salvaje pederastia e intoxicación,
que aullaron de rodillas en el subterráneo y eran arrastrados por los tejados blandiendo genitales y manuscritos,
que se dejaron follar por el culo por santos motociclistas, y gritaban de gozo,
que mamaron y fueron mamados por esos serafines humanos, los marinos, caricias de amor Atlántico y Caribeño,
que follaron en la mañana en las tardes en rosales y en el pasto de parques públicos y cementerios repartiendo su semen libremente a quien quisiera venir,
que hiparon interminablemente tratando de reír pero terminaron con un llanto tras la partición de un baño turco cuando el blanco y desnudo ángel vino para atravesarlos con una espada,
que perdieron sus efebos por las tres viejas arpías del destino la arpía tuerta del dólar heterosexual la arpía tuerta que guiña el ojo fuera del vientre y la arpía tuerta que no hace más que sentarse en su culo y cortar las hebras intelectuales doradas del telar del artesano,
que copularon extáticos e insaciables con una botella de cerveza un amorcito un paquete de cigarrillos una vela y se cayeron de la cama, y continuaron por el suelo y por el pasillo y terminaron desmayándose en el muro con una visión del coño supremo y eyacularon eludiendo el último hálito de conciencia,
que endulzaron los coños de un millón de muchachas estremeciéndose en el crepúsculo, y tenían los ojos rojos en las mañanas pero estaban preparados para endulzar el coño del amanecer, resplandecientes nalgas bajo graneros y desnudos en el lago,
que salieron de putas por Colorado en miríadas de autos robados por una noche, N.C. héroe secreto de estos poemas, follador y Adonis de Denver -regocijémonos con el recuerdo de sus innumerables jodiendas de muchachas en solares vacíos y patios traseros de restaurantes, en desvencijados asientos de cines, en cimas de montañas, en cuevas o con demacradas camareras en familiares solitarios levantamientos de enaguas y especialmente secretos solipsismos en baños de gasolineras y también en callejones de la ciudad natal,
que se desvanecieron en vastas y sórdidas películas, eran cambiados en sueños, despertaban en un súbito Manhattan y se levantaron en sótanos con resacas de despiadado Tokai y horrores de sueños de hierro de la tercera avenida y se tambalearon hacia las oficinas de desempleo,
que caminaron toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los bancos de nieve en los muelles esperando que una puerta se abriera en el East River hacia una habitación llena de vapor caliente y opio,
que crearon grandes dramas suicidas en los farellones de los departamentos del Hudson bajo el foco azul de la luna durante la guerra y sus cabezas serán coronadas de laurel y olvido,
que comieron estofado de cordero de la imaginación o digirieron el cangrejo en el lodoso fondo de los ríos de Bowery,
que lloraron ante el romance de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música,
que se sentaron sobre cajas respirando en la oscuridad bajo el puente y se levantaron para construir clavicordios en sus áticos,
que tosieron en el sexto piso de Harlem coronados de fuego bajo el cielo tubercular rodeados por cajas naranjas de Teología,
que escribieron frenéticos toda la noche balanceándose y rodando sobre sublimes encantamientos que en el amarillo amanecer eran estrofas incoherentes,
que cocinaron animales podridos pulmón corazón pié cola borsht & tortillas soñando con el puro reino vegetal,
que se arrojaron bajo camiones de carne en busca de un huevo,
que tiraron sus relojes desde el techo para emitir su voto por una eternidad fuera del tiempo, & cayeron despertadores en sus cabezas cada día por toda la década siguiente,
que cortaron sus muñecas tres veces sucesivamente sin éxito, desistieron y fueron forzados a abrir tiendas de antigüedades donde pensaron que estaban envejeciendo y lloraron,
que fueron quemados vivos en sus inocentes trajes de franela en Madison Avenue entre explosiones de versos plúmbeos & el enlatado martilleo de los férreos regimientos de la moda & los gritos de nitroglicerina de maricas de la publicidad & el gas mostaza de inteligentes editores siniestros, o fueron atropellados por los taxis ebrios de la realidad absoluta,
que saltaron del puente de Brooklyn esto realmente ocurrió y se alejaron desconocidos y olvidados dentro de la fantasmal niebla de los callejones de sopa y carros de bomba del barrio Chino, ni siquiera una cerveza gratis,
que cantaron desesperados desde sus ventanas, se cayeron por la ventana del metro, saltaron en el sucio Passaic, se abalanzaron sobre negros, lloraron por toda la calle, bailaron descalzos sobre vasos de vino rotos y discos de fonógrafo destrozados de nostálgico Europeo jazz Alemán de los años 30 se acabaron el whisky y vomitaron gimiendo en el baño sangriento, con lamentos en sus oídos y la explosión de colosales silbatos de vapor,
que se lanzaron por las autopistas del pasado viajando hacia la cárcel del gólgota -solitario mirar- autos preparados de cada uno de ellos o Encarnación de Jazz de Birmingham,
que condujeron campo traviesa por 72 horas para averiguar si yo había tenido una visión o tú habías tenido una visión o él había tenido una visión para conocer la eternidad,
que viajaron a Denver, murieron en Denver, que volvían a Denver; que velaron por Denver y meditaron y andaban solos en Denver y finalmente se fueron lejos para averiguar el tiempo, y ahora Denver extraña a sus héroes,
que cayeron de rodillas en desesperanzadas catedrales rezando por la salvación de cada uno y la luz y los pechos, hasta que al alma se le iluminó el cabello por un segundo,
que chocaron a través de su mente en la cárcel esperando por imposibles criminales de cabeza dorada y el encanto de la realidad en sus corazones que cantaba dulces blues a Alcatraz,
que se retiraron a México a cultivar un hábito o a Rocky Mount hacia el tierno Buda o a Tánger en busca de muchachos o a la Southern Pacific hacia la negra locomotora o de Harvard a Narciso a Woodland hacia la guirnalda de margaritas o a la tumba,
que exigieron juicios de cordura acusando a la radio de hipnotismo y fueron abandonados con su locura y sus manos y un jurado indeciso,
que tiraron ensalada de papas a los lectores de la CCNY sobre dadaísmo y subsiguientemente se presentan en los escalones de granito del manicomio con las cabezas afeitadas y un arlequinesco discurso de suicidio, exigiendo una lobotomía al instante,
y recibieron a cambio el concreto vacío de la insulina Metrazol electricidad hidroterapia psicoterapia terapia ocupacional ping pong y amnesia,
que en una protesta sin humor volcaron sólo una simbólica mesa de ping pong, descansando brevemente en catatonia,
volviendo años después realmente calvos excepto por una peluca de sangre, y de lágrimas y dedos, a la visible condenación del loco de los barrios de las locas ciudades del Este,
los fétidos salones del Pilgrim State Rockland y Greystones, discutiendo con los ecos del alma, balanceándose y rodando en la banca de la soledad de medianoche reinos dolmen del amor, sueño de la vida una pesadilla, cuerpos convertidos en piedra tan pesada como la luna,
con la madre finalmente, y el último fantástico libro arrojado por la ventana de la habitación, y a la última puerta cerrada a las 4 AM y el último teléfono golpeado contra el muro en protesta y el último cuarto amoblado vaciado hasta la última pieza de mueblería mental, un papel amarillo se irguió torcido en un colgador de alambre en el closet, e incluso eso imaginario, nada sino un esperanzado poco de alucinación-
ah, Carl, mientras no estés a salvo yo no voy a estar a salvo, y ahora estás realmente en la total sopa animal del tiempo-
y que por lo tanto corrió a través de las heladas calles obsesionado con una súbita inspiración sobre la alquimia del uso de la elipse el catálogo del medidor y el plano vibratorio,
que soñaron e hicieron aberturas encarnadas en el tiempo y el espacio a través de imágenes yuxtapuestas y atraparon al Arcángel del alma entre 2 imágenes visuales y unieron los verbos elementales y pusieron el nombre y una pieza de conciencia saltando juntos con una sensación de Pater Omnipotens Aeterna Deus
para recrear la sintaxis y medida de la pobre prosa humana y pararse frente a ti mudos e inteligentes y temblorosos de vergüenza, rechazados y no obstante confesando el alma para conformarse al ritmo del pensamiento en su desnuda cabeza sin fin,
el vagabundo demente y el ángel beat en el tiempo, desconocido, y no obstante escribiendo aquí lo que podría quedar por decir en el tiempo después de la muerte,
y se alzaron reencarnando en las fantasmales ropas del jazz en la sombra de cuerno dorado de la banda y soplaron el sufrimiento de la mente desnuda de América por el amor en un llanto de saxofón eli eli lamma lamma sabacthani que estremeció las ciudades hasta la última radio
con el absoluto corazón del poema sanguinariamente arrancado de sus cuerpos bueno para alimentarse mil años.

II

¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?
¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!
¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres!
¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos!
¡Moloch cuya mente es maquinaria pura! ¡Moloch cuya sangre es un torrente de dinero! ¡Moloch cuyos dedos son diez ejércitos! ¡Moloch cuyo pecho es un dínamo caníbal! ¡Moloch cuya oreja es una tumba humeante!
¡Moloch cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch cuyos rascacielos se yerguen en las largas calles como inacabables Jehovás! ¡Moloch cuyas fábricas sueñan y croan en la niebla! ¡Moloch cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades!
¡Moloch cuyo amor es aceite y piedra sin fin! ¡Moloch cuya alma es electricidad y bancos! ¡Moloch cuya pobreza es el espectro del genio! ¡Moloch cuyo destino es una nube de hidrógeno asexuado! ¡Moloch cuyo nombre es la mente!
¡Moloch en quien me asiento solitario! ¡Moloch en quien sueño ángeles! ¡Demente en Moloch! ¡Chupa vergas en Moloch! ¡Sin amor ni hombre en Moloch!
¡Moloch quien entró tempranamente en mi alma! ¡Moloch en quien soy una conciencia sin un cuerpo! ¡Moloch quien me ahuyentó de mi éxtasis natural! ¡Moloch a quien yo abandono! ¡Despierten en Moloch! ¡Luz chorreando del cielo!
¡Moloch! ¡Moloch! ¡Departamentos robots! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesorerías esqueléticas!
¡Capitales ciegas! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales! ¡Invencibles manicomios! ¡Vergas de granito! ¡Bombas monstruosas!
¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡Levantando la ciudad al cielo que existe y está alrededor nuestro!
¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones! ¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!
¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones! ¡Todo el cargamento de mierda sensible!
¡Progresos! ¡Sobre el río! ¡Giros y crucifixiones! ¡Arrastrados por la corriente! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Generación demente! ¡Abajo sobre las rocas del tiempo!
¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo vieron todo! ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose! ¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle!

III

¡Carl Solomon! Estoy contigo en Rockland
Donde estás más loco de lo que yo estoy
Estoy contigo en Rockland
Donde te debes sentir muy extraño
Estoy contigo en Rockland
Donde imitas la sombra de mi madre
Estoy contigo en Rockland
Donde has asesinado a tus doce secretarias
Estoy contigo en Rockland
Donde te ríes de este humor invisible
Estoy contigo en Rockland
Donde somos grandes escritores en la misma horrorosa máquina de escribir
Estoy contigo en Rockland
Donde tu condición se ha vuelto seria y es reportada por la radio
Estoy contigo en Rockland
Donde las facultades de la calavera no admiten más los gusanos de los sentidos
Estoy contigo en Rockland
Donde bebes el té de los pechos de las solteras de Utica
Estoy contigo en Rockland
Donde te burlas de los cuerpos de tus enfermeras las arpías del Bronx
Estoy contigo en Rockland
Donde gritas en una camisa de fuerza que estás perdiendo el juego del verdadero
ping pong del abismo
Estoy contigo en Rockland
Donde golpeas el piano catatónico el alma es inocente e inmortal jamás debería
morir sin dios en una casa de locos armada
Estoy contigo en Rockland
Donde cincuenta shocks más no te devolverán nunca tu alma a su cuerpo de su
peregrinaje a una cruz en el vacío
Estoy contigo en Rockland
Donde acusas a tus doctores de locura y planeas la revolución socialista hebrea
contra el Gólgota nacional fascista
Estoy contigo en Rockland
Donde abres los cielos de Long Island y resucitas a tu Jesús humano y viviente de la
tumba sobrehumana
Estoy contigo en Rockland
Donde hay veinticinco mil camaradas locos juntos cantando las estrofas finales de
La Internacional
Estoy contigo en Rockland
Donde abrazamos y besamos a los Estados Unidos bajo nuestras sábanas los
Estados Unidos que tosen toda la noche y no nos dejan dormir
Estoy contigo en Rockland
Donde despertamos electrificados del coma por el rugir de los aeroplanos de
nuestras propias almas sobre el tejado ellos han venido para lanzar bombas
angelicales el hospital se ilumina a sí mismo colapsan muros imaginarios Oh
escuálidas legiones corren afuera Oh estrellado shock de compasión la guerra
eterna está aquí Oh victoria olvida tu ropa interior somos libres
Estoy contigo en Rockland
En mis sueños caminas goteando por un viaje a través del mar sobre las carreteras a
través de América llorando hasta la puerta de mi cabaña en la noche del oeste.





Flash de los años treinta en Manhattan.


Largas calles de piedra inanimadas, repetitivo Choque
de máquinas cortando galletas

filas de dinamos de réplicas sin alma Similitudes recomiéndose
como tanques en Almacenes del Ejército

Exactamente iguales, exactamente iguales, exactamente
iguales, sin más propósito que ser sombrías

y aplastante fuerza la de la obsesión de los robots, nuestros
esclavos no están vivos

y nos convertimos en su imagen y semejanza mientras
nos rodean - las largas calles de piedra inanimadas,

multitudes de secretarios ejecutivos saliendo del metro
8:30 AM

Flujo sanguíneo en células a través de las arterias ascensor
y las glándulas de las escaleras hacia una consciencia
de máquina de escribir.

La cabeza de reloj del rascacielos con Ed brilla iluminada
por el sol de la tarde.





Letanía de las ganancias de guerra. 


Dedicado a Ezra Pound

Estos son los nombres de las compañías que han sacado dinero de esta guerra
mil novecientos sesenta y ocho Anno domini cuatro mil ochenta Hebráico
Estas son las corporaciones que se han beneficiado con el comercio de fósforo que abrasa la piel o de bombas fragmentadas en miles de punzantes agujas
Y en esta lista los millones ganados por cada mancomunidad manufacturadora
y aquí están las ganancias numeradas, catalogadas desde hace una década puestas en orden,
aquí nombrados los Padres en el gobierno de estas industrias, teléfonos dirigiendo las finanzas,
Nombres de directores, hacedores de destinos, y los nombres de los accionistas de estos Agregados.
Predestinados,Y aquí están los nombres de sus embajadores en la capital, representantes ante la legislatura, aquellos que se sientan bebiendo en salones de hotel para persuadir,
y aparte, por orden, aquellos que dejan caer Anfetaminas con los militares, chismorrean, discuten, y persuaden
sugiriendo políticas, nombrando lenguajes proponiendo estrategias, esto hecho con dinero como embajadores ante el Pentágono, consultores de los militares, pagados por su industria:
y estos son los nombres de los generales y capitanes militares, que así, ahora trabajan para los fabricantes de bienes de guerra;
y encima de éstos, por orden, los nombres de los bancos, combinados, trusts de inversión que controlan estas industrias:
Y estos son los nombres de los periódicos propiedad de estos bancos y estos son los nombres de las estaciones de radio propiedad de éstos combinados;
y estos son los números de miles de ciudadanos empleados por las citadas empresas;
y el comienzo de esta relación es 1958 y el final 1968, que la estadística sea contenida en una mente ordenada, coherente y definida,
y la primera forma de esta letanía comenzó el primer día de diciembre de 1967 y lleva más allá este poema sobre estos Estados.





Improvisación en Beijing.


Escribo poesía porque la palabra inglesa Inspiración proviene del Latín: Spiritus, aliento, deseo respirar en libertad.
Escribo poesía porque Walt Whitman le otorgó permiso al mundo para que hablara con candor.
Escribo poesía porque Walt Whitman abrió el verso de la poesía a la respiración sin obstáculos.
Escribo poesía porque Ezra Pound vio una torre de marfil, apostó al caballo equivocado, les dio a los poetas su autorización para que escriban su lengua hablada vernácula.
Escribo poesía porque Pound les indicó a los jóvenes poetas occidentales que observaran a los chinos escribiendo palabras dibujos.
Escribo poesía porque W.C. Williams viviendo en Rutherford escribió a la manera de New Jersey "Te patio l’ojo", preguntando luego ¿cómo podemos medirlo en pentámetro yámbico?
Escribo poesía porque mi padre era un poeta mi madre de Rusia hablaba comunista, murió en un loquero.
Escribo poesía porque mi joven amigo Gary Snyder se sentó a mirar sus pensamientos como una parte del fenomenal mundo externo del mismo modo que lo hicieron los integrantes de esa mesa redonda en el 84.
Escribo poesía porque sufro, nacido para morir, cálculos en los riñones, presión alta, todo el mundo sufre.
Escribo poesía porque sufro confusión no sabiendo qué es lo piensan los otros.
Escribo porque la poesía puede revelar mis pensamientos, cura mi paranoia también la paranoia de otras personas.
Escribo poesía porque mi mente vaga sometida al sexo la política la meditación en el Dharma. Escribo poesía para retratar con precisión mi propia mente.
Escribo poesía porque tomé los cuatro votos de Bhodhisattva: innumerables en el universo son las criaturas Sensibles para liberar, infinitas mi propia codicia ira ignorancia que deseo atravesar , incontables son las situaciones en que me hallo mientras el cielo está O.K. y los senderos de la mente despierta no tienen fin.
Escribo porque esta mañana desperté temblando de miedo ¿Qué podría decir yo en China?
Escribo poesía porque los poetas rusos Mayakovsky y Yesenin se suicidaron, alguien más debe hablar.
Escribo poesía porque mi padre recitando a Shelley poeta inglés y a Vachel Lindsay poeta norteamericano dio el ejemplo –gran viento inspiración aliento.
Escribo poesía porque escribir de asuntos sexuales estaba prohibido en los Estados Unidos de América.
Escribo poesía porque los millonarios en el Este y el Oeste viajan en limosinas Rolls Royce, los pobres no tienen suficiente dinero para arreglarse los dientes.
Escribo poesía porque mis genes y cromosomas se enamoran de muchachos, nunca de jóvenes mujeres.
Escribo poesía porque no tengo ninguna responsabilidad Dogmática de un día para el otro. Escribo poesía porque quiero estar solo y quiero hablar con la gente.
Escribo poesía para contestarle a Whitman, jóvenes dentro de diez años, hablen con las tías viejas y tíos aún con vida en Newark, New Jersey.
Escribo poesía porque en 1939 escuchaba por radio Blues Negros, Leadbelly y Ma Rainey. Escribo poesía inspirado por las juveniles alegres canciones de los Beatles que han envejecido. Escribo poesía porque Chuang-tzu no podía distinguir si era mariposa o hombre, Lao- tzu dijo el agua fluye colina abajo, Confucio dijo honrá a tus mayores, yo deseaba honrar a Walt Whitman.
Escribo poesía porque el exceso de ovejas y hacienda en las tierras de pastoreo destruye desde Mongolia hasta el Salvaje Oeste los nuevos pastos y la erosión es la creadora de los desiertos. Escribo poesía usando zapatos animales.
Escribo poesía "Primer pensamiento, mejor pensamiento," siempre.
Escribo poesía porque las ideas no son comprensibles excepto cuando se manifiestan en pequeñísimos detalles: "Ninguna idea más que en las cosas."
Escribo poesía porque el Lama Tibetano dice. "Las cosas son símbolos de sí mismas."
Escribo poesía porque los periódicos titulan un agujero negro en el centro de nuestra galaxia, somos libres para darnos cuenta.
Escribo poesía porque las Guerras Mundiales I y II, bomba nuclear y la Guerra Mundial III si la deseamos, yo no la necesito.
Escribo poesía porque mi primer poema Aullido que no pensaba publicar fue llevado a proceso por la policía.
Escribo poesía porque mi segundo poema largo Kaddish honraba el parinirvana de mi madre en un hospital para enfermos mentales.
Escribo poesía porque HITLER mató a seis millones de Judíos, soy Judío.
Escribo poesía porque Moscú informó que Stalin envío al exilio en Siberia a 20 millones de Judíos e intelectuales, 15 millones nunca regresaron a los cafés de San Petersburgo.
Escribo poesía porque canto cuando me siento solo.
Escribo poesía porque Walt Whitman dijo, "¿Yo me contradigo ?" Muy bien entonces yo me contradigo. (Tengo buen tamaño, contengo multitudes.)
Escribo poesía porque mi mente se contradice a sí misma, un minuto está en Nueva York, al otro minuto en los Alpes Dináricos.
Escribo poesía porque mi cabeza contiene 10.000 pensamientos.
Escribo poesía porque ninguna razón ningún porque.
Escribo poesía porque es la mejor manera de decir todo lo que tenés en mente en 6 minutos o durante el transcurso de una vida.





Punk rock tú eres mi gran llorón.


¡Me chivaré a mi madre sorda! ¡Tírate al suelo
y devora los pañales de tu abuela! Tambores, qué cristo, ¿va de Revolución?
¿Va de Apocalipsis? ¿Reventar con Sonido Dinamita?
No logro excitarme, ¡Más fuerte! ¡Más inmundo!
¡Dame por el culo! ¡Chúpamela! ¡Córrete en mis oídos!
¡Quiero esos rosados ombligos Abdominales!
¡Promete que me asesinarás a Orgasmos en la cloaca!
Compraré una entrada para tu club nocturno, ¡quiero que me crujan!
¡A los cincuenta años quiero Marcha! ¡Con látigos y cadenas y cuero!
¡Azótame! ¡Bésame el agujero! Mámame entero
desde Mabuhay Gardens hasta el costa a costa de la CBGB
Desde el cráneo hasta el dedo del pie
Dame tu desnuda guitarra eléctrica
Punki Presidente, devórate al FBI con tu bocaza.