jueves, 13 de febrero de 2025

El miedo. Guy de Maupassant (1850-1893)

Para J.K. Huysmans.

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.

Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.

-Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.

Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez:

-Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.

El comandante prosiguió, riéndose:

-¡Caray! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.

Entonces el hombre de tez morena dijo con una voz lenta:

-¡Permítame explicarme! El miedo (y hasta los hombres más intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia. Pero cuando se es valiente, esto no ocurre ni ante un ataque, ni ante la muerte inevitable, ni ante todas las formas conocidas de peligro: ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo ciertas influencias misteriosas frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Un hombre que cree en los fantasmas y se imagina ver un espectro en la noche debe de experimentar el miedo en todo su espantoso horror.

«Yo adiviné lo que es el miedo en pleno día, hace unos diez años. Lo experimenté, el pasado invierno, una noche de diciembre. Y, sin embargo, he pasado por muchas vicisitudes, muchas aventuras que parecían mortales. He luchado a menudo. Unos ladrones me dieron por muerto. Fui condenado, como sublevado, a la horca en América, y arrojado al mar desde la cubierta de un buque frente a la costa de China. Todas las veces creí estar perdido e inmediatamente me resignaba, sin enternecimiento e incluso sin arrepentimientos. Pero el miedo no es eso.

«Lo presentí en África. Y, sin embargo, es hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores. Entre los orientales, la vida no vale nada; se resignan en seguida; las noches están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se ignora el miedo.

«Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa tierra de África:

«Atravesaba las grandes dunas al sur de Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien! Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones desenfrenados, pero más grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra vertiente de las sorprendentes colinas.

«Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor, el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros en aquellas regiones perdidas.

«En algún lugar, cerca de nosotros, en una dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado, deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.

«Los árabes, espantados, se miraban; uno dijo, en su idioma: "La muerte está sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado por una insolación.

«Y durante dos horas, mientras intentaba en vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido monótono, intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el redoble rápido del tambor.

«Aquel día entendí lo que era tener miedo; y lo supe aún mejor en otra ocasión...

El comandante interrumpió al narrador:

-Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué era?

El viajero contestó:

-No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el pergamino.

«Aquel tambor no sería más que una especie de espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.

«Sigo con mi segunda emoción.

«Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas antes. Tenía como guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada.

«Teníamos que cenar y dormir en la casa de un guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.

«A veces mi guía levantaba los ojos y murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!" Luego me habló de la gente a cuya casa llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya casados, vivían con él.

«La noche era profunda. No veía nada delante de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando la noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.

«Un hombre viejo de pelo blanco y mirada loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta. Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro escondido contra la pared.

«Nos presentamos. El viejo volvió a poner su arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las mujeres no se movían, me dijo bruscamente:

«-Verá usted, señor; esta noche, hace dos años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Lo espero otra vez esta noche.

«Y añadió con un tono que me hizo sonreír:

«-Por eso no estamos tranquilos.

«Le tranquilicé como pude, feliz por haber venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.

«Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el morro entre las patas.

«Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.

«Notaba perfectamente que, a pesar de mis esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras tartamudeaba con una voz enloquecida:

«-¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Lo oigo!

«Las dos mujeres volvieron a caerse de rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger sus hachas. Iba a intentar tranquilizarlos otra vez, cuando el perro dormido se despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible, desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de Punta. El guarda, lívido, gritó:

«-¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo maté.

«Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a gritar con el perro.

«A mi pesar, un gran escalofrío me corrió entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de aquella gente enloquecida, resultaba espantoso.

«Entonces, durante una hora, el perro aulló sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.

«Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo, descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos! Entonces el campesino que me había guiado se abalanzó sobre él, en una especie de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio, echó al animal afuera.

«Éste se calló en seguida, y nos quedamos sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior, hacia el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar con una mano vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente, como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo quejumbroso.

«Entonces un estruendo formidable estalló en la cocina. El viejo guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el aparador.

«Y les juro que al oír el estrépito del disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.

«Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.

«No nos atrevimos a desatrancar la salida hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.

«Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.

«Había salido del patio escarbando un agujero bajo una empalizada.»

El hombre de rostro moreno se calló; luego añadió:

-Aquella noche no corrí ningún peligro, pero preferiría volver a empezar todas las horas en las que me enfrenté con los peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza barbuda de la mirilla.


El mortal inmortal. Mary Shelley (1797-1851)

Día 16 de julio de 1833. Un aniversario memorable para mí. ¡Hoy cumplo trescientos veintitrés años! ¿El Judío Errante? No. Dieciocho siglos han pasado sobre su cabeza. En comparación, soy un Inmortal muy joven. ¿Soy, entonces, inmortal? Ésa es un pregunta que me he formulado, día y noche, desde hace trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente; eso significa deterioro. Pero puede haber permanecido escondida.

Contaré mi historia, y que el lector juzgue. Así pasaré algunas horas de una larga eternidad que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído hablar de los Siete Durmientes; de modo que ser inmortal no debería ser tan opresivo; pero, ¡ay!, el peso del interminable tiempo, ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí...

Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todos han oído hablar de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia, verdadera o falsa, de este accidente le ocasionó muchos problemas al renombrado filósofo. Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes desaparecieron. Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos; los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.

Yo era muy joven entonces -y pobre-, y estaba enamorado. Había sido durante un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no regresara a la morada del alquimista. Temblé cuando escuché el terrible relato que me hicieron; y no necesité una segunda advertencia. Cuando Cornelius vino y me ofreció oro si me quedaba, sentí como si el propio Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se erizó, y eché a correr tan rápido como mis rodillas me lo permitieron.

Mis pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían sentido atraídos cada atardecer, un arroyo espumeante de cristalina agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, sus radiantes ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia. Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.

En una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a su padre y madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un palacio de mármol. No obstante, pese a su nueva situación y relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente. Solía decir que no sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a la devoción que la unía a nosotros.

Sin embargo, yo era demasiado pobre para casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada mientras yo estaba lejos. Se quejó amargamente, y casi me reprochó el ser pobre. Yo repliqué rápidamente:

-¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.

Esta exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego, lanzándome una mirada de desdén, dijo:

-¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!

Protesté que había temido ofenderla, mientras que ella no hacía más que hablar de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado -y avergonzado-, empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis anteriores miedos, regresé con el corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista. Transcurrió un año. Me vi poseedor de una suma de dinero que no era insignificante. El hábito había desvanecido mis temores. Pese a toda mi atenta vigilancia, jamás había detectado la huella de un pie hendido; ni el estudioso silencio ni nuestra morada fueron perturbados jamás por aullidos demoníacos.

Seguí manteniendo encuentros clandestinos con Bertha, y la esperanza nació en mí. La esperanza, pero no la alegría perfecta, porque Bertha creía que amor y seguridad eran enemigos, y se complacía en dividirlos en mi pecho. Aunque de buen corazón, era en cierto modo de costumbres coquetas; y yo me sentía celoso. Me despreciaba de mil maneras, sin querer aceptar nunca que estaba equivocada. Me volvía loco de irritación, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces me reprochaba que yo no era suficientemente sumiso, y luego me contaba alguna historia de un rival, que gozaba de los favores de su protectora. Estaba rodeada constantemente por jóvenes vestidos de seda, ricos y alegres. ¿Qué posibilidades tenía el pobremente vestido ayudante de Cornelius comparado con ellos?

En una ocasión, el filósofo exigió tanto de mi tiempo que no pude verla. Estaba dedicado a algún trabajo importante, y me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparaciones químicas. Mi amada me aguardó en vano junto a la fuente. Su espíritu altivo llameó ante este abandono; y cuando finalmente pude salir, robándole unos pocos minutos al tiempo que se me había concedido para dormir, y confié en ser consolado por ella, me recibió con desdén, me despidió despectivamente y afirmó que ningún hombre que no pudiera estar por ella en dos lugares a la vez poseería jamás su mano. ¡Se desquitaría de aquello! Y realmente lo hizo.

En mi sucio retiro oí que había estado cazando, escoltada por Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de los favoritos de su protectora, y los tres pasaron cabalgando junto a mi ventana. Creo que mencionaron mi nombre; seguido por una carcajada, mientras los oscuros ojos de ella miraban desdeñosos hacia mi morada. Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en mi pecho. Derramé lágrimas, pensando que nunca podría tenerla; y luego maldecí su inconstancia. Pero mientras tanto, seguí avivando los fuegos del alquimista, seguí vigilando los cambios de sus incomprensibles medicinas.

Cornelius había estado vigilando también durante tres días y tres noches, sin cerrar los ojos. Los progresos de sus alambiques eran más lentos de lo que esperaba; pese a su ansiedad, el sueño pesaba sobre sus ojos. Una y otra vez arrojaba la somnolencia lejos de sí, con una energía más que humana; una y otra vez obligaba a sus sentidos a permanecer alertas. Contemplaba sus crisoles anhelosamente.

-Aún no están a punto -murmuraba-. ¿Deberá pasar otra noche antes de que el trabajo esté realizado? Winzy, tú sabes estar atento, eres constante. Además, la noche pasada dormiste. Observa esa redoma de cristal. El líquido que contiene es de un color rosa suave; en el momento en que empiece a cambiar de aspecto, despiértame. Hasta entonces podré cerrar un momento los ojos. Primero debe volverse blanco, y luego emitir destellos dorados; pero no aguardes hasta entonces; cuando el color rosa empiece a palidecer, despiértame.

Apenas oí las últimas palabras, murmuradas casi en medio del sueño. Sin embargo, dijo aún:

-Y Winzy, muchacho, no toques la redoma. No te la lleves a los labios; es un filtro, un hechizo para curar el amor. No querrás dejar de amar a tu Bertha. ¡Cuidado, no bebas!

Y se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y apenas oí su respiración. Durante unos minutos observé las redomas; la apariencia rosada del líquido permanecía inamovible. Luego mis pensamientos empezaron a divagar. Visitaron la fuente, y se recrearon en agradables escenas que ya nunca volverían. ¡Nunca! Serpientes anidaron en mi cabeza mientras la palabra ¡Nunca! se formaba en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría a mí como aquella tarde le había sonreído a Albert. ¡Mujer despreciable y ruin! No me quedaría sin venganza. Haría que viera a Albert expirar a sus pies; ella no era digna de morir a mis manos. Había sonreído desdeñosa y triunfante. Conocía mi miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía? El poder de excitar mi odio, mi desprecio, mi... ¡Todo menos mi indiferencia! Si pudiera lograr eso, si pudiera mirarla con ojos indiferentes, transferir mi rechazado amor a otro más real y merecido ¡Eso sería una auténtica victoria!

Un resplandor llameó ante mis ojos. Había olvidado la medicina. La contemplé: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que emite el diamante cuando los rayos del sol penetran en él, resplandecían en la superficie del líquido; un olor de entre los más fragantes y agradables inundó mis sentidos. La redoma parecía un globo viviente, precioso, invitando a ser probado. El primer pensamiento, inspirado instintivamente por mis más bajos sentidos, fue: -lo haré, debo beber-. Alcé la redoma hacia mis labios. Eso me curará del amor, ¡de la tortura! Llevaba bebida ya la mitad del más delicioso licor que jamás hubiera probado, paladar de hombre alguno cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer la redoma. El fluido se extendió por el suelo, mientras sentía que Cornelius aferraba mi garganta y chillaba:

-¡Infeliz! ¡Has destruido la labor de mi vida!

Cornelius no se había dado cuenta de que yo había bebido una parte de su droga. Tenía la impresión, y yo me apresuré a confirmarla, de que yo había alzado la redoma por curiosidad y que, asustado por su brillo y el llamear de su intensa luz, la había dejado caer. Nunca le dejé entrever lo contrario. El fuego de la medicina se apagó, la fragancia murió y él se calmó, como debe hacer un filósofo ante las más duras pruebas, y me envió a descansar. No intentaré describir los sueños de gloria y felicidad que bañaron mi alma durante las restantes horas de aquella memorable noche. Las palabras serían pálidas y triviales para describir mi alegría, o la exaltación que me poseía cuando me desperté. Flotaba en el aire, mis pensamientos estaban en los cielos. La tierra parecía ser el cielo, y mi herencia era una completa felicidad. -Eso representa el sentirme curado del amor -pensé-. Veré a Bertha hoy, y ella descubrirá a su amante frío y despreocupado; demasiado feliz para mostrarse desdeñoso, ¡pero cuan absolutamente indiferente hacia ella!

Pasaron las horas. El filósofo, seguro de que lo conseguiría de nuevo, empezó a preparar la misma medicina. Se encerró con sus libros y yo tuve el día libre. Me vestí; me miré en un escudo viejo pero pulido, que me sirvió de espejo; me pareció que mi aspecto había mejorado. Me precipité más allá de los límites de la ciudad, la alegría en el alma, las bellezas del cielo y de la tierra rodeándome. Dirigí mis pasos hacia el castillo. Podía mirar sus torres con el corazón ligero, porque estaba curado del amor. Mi Bertha me vio desde lejos, mientras subía por la avenida. No sé qué súbito impulso animó su pecho, pero al verme saltó como un corzo bajando las escalinatas de mármol y echó a correr hacia mí. Pero yo había sido visto también por otra persona. La bruja de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que en realidad era su tirana, también me había divisado. Renqueó, jadeante, hacia la terraza. Un paje, tan feo como ella, echó a correr tras su ama, abanicándola mientras la arpía se apresuraba y detenía a mi hermosa muchacha con un:

-¿Dónde va mi imprudente señorita? ¿Dónde tan aprisa? ¡Vuelve a tu jaula, delante hay halcones!

Bertha se apretó las manos, los ojos clavados aún en mi figura que se aproximaba. Vi su lucha consigo misma. Cómo odié a la vieja bruja que refrenaba los impulsos del corazón de mi Bertha. Hasta entonces, el respeto a su rango había hecho que evitara a la dama del castillo; ahora desdeñé una tan trivial consideración. Estaba curado del amor, y elevado más allá de todos los temores humanos; me apresuré, pronto alcancé la terraza. ¡Qué encantadora estaba Bertha! Sus ojos llameaban; sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia; estaba un millar de veces más graciosa y atractiva que nunca. Ya no la amaba, ¡oh, no! La adoraba, la reverenciaba, ¡la idolatraba!

Aquella mañana había sido perseguida, con más vehemencia de lo habitual, para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprocharon las esperanzas que había dado, se la amenazó con ser arrojada en desgracia. Su orgulloso espíritu se alzó en armas ante la amenaza; pero cuando recordó el desprecio que había exhibido ante mí, y cómo, quizás, había perdido con ello al que consideraba como a su único amigo, lloró de remordimiento y rabia. Y en aquel momento aparecí.

-¡Oh, Winzy! -exclamó-. Llévame a casa de tu madre; hazme abandonar rápidamente los detestables lujos y la ruindad de esta noble morada; devuélveme a la pobreza y a la felicidad.

La abracé, transportado. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y sólo prorrumpió en gritos cuando ya nos hallábamos lejos, camino de mi casa. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, escapada de una jaula dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y alegría; mi padre, que la amaba, la recibió de todo corazón. Fue un día de regocijo, que no necesitó de la adición de la poción celestial del alquimista para llenarme de dicha. Poco después de aquel día me convertí en su esposo. Dejé de ser el ayudante de Cornelius, pero continué siendo su amigo. Siempre me sentí agradecido hacia él por haberme procurado, inconscientemente, aquel delicioso trago de un elixir divino que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario remedio carente de alegría para maldiciones que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y resolución, trayéndome el premio de un tesoro inestimable en la persona de mi Bertha.

A menudo he recordado con maravilla ese período de trance parecido a la embriaguez. La pócima de Cornelius no había cumplido con la tarea para la cual afirmaba él que había sido preparada, pero sus efectos habían sido más poderosos y felices de lo que las palabras pueden expresar. Se fueron desvaneciendo gradualmente, pero permanecieron largo tiempo y colorearon mi vida con matices de esplendor. A menudo Bertha se maravillaba de mi corazón y de mi constante alegría porque, antes, yo había sido de carácter más bien serio, incluso triste. Me amaba aún más por mi temperamento jovial, y nuestros días estaban teñidos de alegría. Cinco años más tarde fui llamado inesperadamente a la cabecera del agonizante Cornelius. Había enviado a por mí, conjurándome a que acudiera al instante. Lo encontré tendido, mortalmente débil. Toda la vida que le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban fijos en una redoma de cristal, llena de un líquido rosado.

-¡He aquí la vanidad de los anhelos humanos! -dijo, con una voz rota que parecía surgir de sus entrañas-. Mis esperanzas estaban a punto de verse coronadas por segunda vez, y por segunda vez se ven destruidas. Mira esa pócima. Recuerda que hace cinco años la preparé también, con idéntico éxito. Entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban saborear el elixir inmortal. ¡Tú me lo arrebataste! Y ahora ya es demasiado tarde.

Hablaba con dificultad, y se dejó caer sobre la almohada. No pude evitar el decir:

-¿Cómo, reverenciado maestro, puede una cura para el amor restaurar vuestra vida?

Una débil sonrisa revoloteó en su rostro, mientras yo escuchaba intensamente su apenas inteligible respuesta.

-Una cura para el amor y para todas las cosas. El elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beberlo, viviría eternamente!

Mientras hablaba, un relampagueo dorado brotó del fluido y una fragancia que yo recordaba muy bien se extendió por los aires. Cornelius se alzó, débil como estaba; las fuerzas parecieron volver a él. Tendió su mano hacia delante. Entonces, una fuerte explosión me sobresaltó, un rayo de fuego brotó del elixir ¡y la redoma de cristal que lo contenía quedó reducida a átomos! Volví mis ojos hacia el filósofo. Se había derrumbado hacia atrás. Sus ojos eran vidriosos, sus rasgos estaban rígidos. ¡Había muerto!

¡Pero yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus palabras. Recordé la gloriosa intoxicación. Reflexioné sobre el cambio que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del primero, el luminoso vigor de la segunda. Me observé en un espejo, y no pude percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años transcurridos. Recordé el radiante color y el agradable aroma de aquel delicioso brebaje, el valioso don que era capaz de conferir. Entonces, ¡era inmortal!

Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que nadie es profeta en su tierra era cierto con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo respetaba como sabio, pero me burlaba de la idea de que pudiera mandar sobre los poderes de las tinieblas, y me reía de los supersticiosos temores con los que era mirado por el vulgo. Era un filósofo juicioso, pero no tenía tratos con ningún espíritu excepto aquellos revestidos de carne y huesos. Su ciencia era simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. Cornelius había obtenido una bebida que refrescaba y aligeraba el alma; algo más embriagador que el vino, mucho más dulce y fragante que cualquier fruta. Probablemente poseía fuertes poderes medicinales, impartiendo ligereza al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos terminaban desapareciendo; ya no debían de existir siquiera en mi organismo. Era un hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría, y quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad.

Continué con esta creencia durante años. A veces un pensamiento cruzaba furtivamente por mi cabeza. ¿Estaba realmente equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que seguiría la suerte de todos los hijos de Adán a su debido tiempo. Un poco más tarde quizá, pero siempre a una edad natural. No obstante, era innegable que mantenía un sorprendente aspecto juvenil. Me reía de mi propia vanidad consultando muy a menudo el espejo. Pero lo consultaba en vano; mi frente estaba libre de arrugas, mis mejillas, mis ojos, toda mi persona continuaba tan lozana como en mi vigésimo cumpleaños. Me sentía turbado. Miraba la marchita belleza de Bertha. Yo parecía su hijo. Poco a poco, nuestros vecinos comenzaron a hacer similares observaciones, y al final descubrí que empezaban a llamarme el discípulo embrujado. La propia Berta empezó a mostrarse inquieta. Se volvió celosa e irritable, y al poco tiempo empezó a hacerme preguntas. No teníamos hijos; éramos totalmente el uno para el otro. Y pese a que, al ir haciéndose más vieja, su espíritu vivaz se volvió un poco propenso al mal genio y su belleza disminuyó un tanto, yo la seguía amando con todo mi corazón como a la muchachita a la que había idolatrado, la esposa que siempre había anhelado y que había conseguido con un tan perfecto amor.

Finalmente, nuestra situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años, yo veinte. Yo había adoptado en cierta medida, y no sin algo de vergüenza, las costumbres de una edad más avanzada. Ya no me mezclaba en el baile entre los jóvenes, pero mi corazón saltaba con ellos mientras contenía mis pies. Y empecé a tener mala fama entre los viejos. Las cosas fueron deteriorándose. Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros -de mí al menos- que habíamos hecho un trato inicuo con alguno de los supuestos amigos de mi anterior maestro. La pobre Bertha era objeto de piedad, pero evitada. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.

¿Qué podíamos hacer? Permanecer sentados junto al fuego. La pobreza se había instalado con nosotros, ya que nadie quería los productos de mi granja; y a menudo me veía obligado a viajar veinte millas, hasta algún lugar donde no fuera conocido, para vender mis cosechas. Sí, es cierto, habíamos ahorrado algo para los malos días, y esos días habían llegado. Permanecíamos sentados solos junto al fuego, el joven de viejo corazón y su envejecida esposa. De nuevo Bertha insistió en conocer la verdad; recapituló todo lo que había oído, y añadió sus propias observaciones. Me conjuró a que le revelara el hechizo; describió cómo me quedarían mejor unas sienes plateadas que el color castaño de mi pelo; disertó acerca de la reverencia y el respeto que proporcionaba la edad y lo preferible que eran a las distraídas miradas que se les dirigía a los niños. ¿Acaso imaginaba que los despreciables dones de la juventud y buena apariencia superaban la desgracia, el odio y el desprecio? No, al final sería quemado como traficante en artes negras, mientras que ella, a quien ni siquiera me había dignado comunicarle la menor porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice. Finalmente, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los beneficios de los que yo gozaba, o se vería obligada a denunciarme, y entonces estalló en llanto.

Así acorralado, me pareció que lo mejor era decirle la verdad. Se la revelé tan tiernamente como pude, y hablé tan sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad, concepto que, de hecho, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé, me levanté y dije:

-Y ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir a causa de mi aciaga suerte y de las detestables artes de Cornelius. Me marcharé. Tienes buena salud, y amigos con los que ir en mi ausencia. Sí, me iré: joven como parezco, y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el pan entre desconocidos, sin que nadie sepa ni sospeche nada de mí. Te amé en tu juventud. Dios es testigo de que no te abandonaré en tu vejez, pero tu seguridad y tu felicidad requieren que ahora haga esto.

Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puerta; en un momento los brazos de Bertha rodeaban mi cuello, y sus labios se apretaban contra los míos.

-No, esposo mío -dijo-. No te irás solo. Llévame contigo; nos marcharemos y, como dices, entre desconocidos estaremos seguros. No soy tan vieja todavía como para avergonzarte, mi Winzy; y me atrevería a decir que el encantamiento desaparecerá pronto y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como corresponde. No debes abandonarme.

Le devolví de todo corazón su generoso abrazo.

-No lo haré, Bertha mía; pero por tu bien no debería pensar así. Seré tu fiel y dedicado esposo mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.

Al día siguiente nos preparamos para nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios pecuniarios. De todos modos, conseguimos reunir una suma suficiente como para mantenernos mientras Bertha viviera. Y sin decirle adiós a nadie, abandonamos nuestra región natal para buscar refugio en un remoto lugar del oeste de Francia.

Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha de su pueblo, de los amigos, para llevarla a un nuevo país, un nuevo lenguaje, nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que yo ni siquiera me diera cuenta de ese cambio; pero la compadecí profundamente, y me alegró darme cuenta de que ella hallaba alguna compensación a su infortunio en una serie de pequeñas y ridículas circunstancias. Lejos de toda murmuración, buscó disminuir disparidad de nuestras edades a través de un millar de artes femeninas: rojo de labios, trajes juveniles y la adopción de una serie de actitudes desacordes con su edad. No podía irritarme por eso. ¿No llevaba yo mismo una máscara? ¿Para qué pelearme con ella, sólo porque tenía menos éxito que yo? Me apené profundamente cuando recordé que esa remilgada y celosa vieja de sonrisa tonta era mi Bertha, aquella muchachita de pelo y ojos oscuros, con una sonrisa de encantadora picardía y un andar de corzo, a la que tan tiernamente había amado y a la que había conseguido con un tal arrebato. Hubiera debido reverenciar sus grises cabellos y sus arrugadas mejillas. Hubiera debido hacerlo; pero no lo hice, y ahora deploro esa debilidad humana.

Sus celos estaban siempre presentes. Su principal ocupación era intentar descubrir que, pese a las apariencias externas, yo también estaba envejeciendo. Creo verdaderamente que aquella pobre alma me amaba de corazón, pero nunca hubo mujer tan atormentada. Hubiera querido discernir arrugas en mi rostro y decrepitud en mi andar, mientras que yo desplegaba un vigor cada vez mayor, con una juventud por debajo de los veinte años. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, creyendo que la belleza del pueblo me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris. Su constante conversación entre sus amistades era que yo, aunque parecía joven, estaba hecho una ruina; y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía estar preparado en cualquier momento, si no para una repentina y horrible muerte, sí al menos para despertarme cualquier mañana con la cabeza completamente blanca y encorvado, con todas las señales de la senectud. Yo la dejaba hablar y a menudo me unía a ella en sus conjeturas. Sus advertencias hacían coro con mis interminables especulaciones relativas a mi estado, y me tomaba un enorme y doloroso interés en escuchar todo aquello que su rápido ingenio y excitada imaginación podían decir al respecto.

¿Para qué extenderse en todos estos detalles? Vivimos así durante largos años. Bertha quedó postrada, paralítica; la cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se volvió cada vez más irritable, y aún seguía insistiendo en lo mismo, en cuánto tiempo la sobreviviría. Seguí cumpliendo con mis deberes hacia ella, lo cual fue una fuente de consuelo para mí. Había sido mía en su juventud, era mía en su vejez; y al final, cuando arrojé la primera paletada de tierra sobre su cadáver, me eché a llorar, sintiendo que había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.

Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y pesares, cuan pocas y vacías mis alegrías! Detengo aquí mi historia, no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni compás, lanzado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo interminable, sin indicador ni mojón que lo guíe a ninguna parte, eso he sido; más perdido, más desesperanzado que nadie. Una nave acercándose, un destello de un faro lejano, podrían salvarme; pero no tengo más guía que la esperanza de la muerte. ¡La muerte! ¡Misteriosa, hosca amiga de la frágil humanidad!

¿Por qué, único entre todos los mortales, me has arrojado fuera de tu manto? ¡Oh, la paz de la tumba! ¡El profundo silencio del sepulcro revestido de hierro! ¡Los pensamientos dejarían por fin de martillear en mi cerebro, y mi corazón ya no latiría más con emociones que sólo saben adoptar nuevas formas de tristeza!

¿Soy inmortal? Vuelvo a mi pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que el brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la mitad de la poción preparada. ¿Acaso no era necesaria la totalidad? Haber bebido la mitad del licor de la inmortalidad es convertirse en semiinmortal; mi eternidad está pues truncada. Pero, de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido. A veces creo descubrir la vejez avanzando. He descubierto una cana. ¡Estúpido! ¿Debo lamentarme? Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza.

Pero seguramente moriré a causa de esta anomalía de los sentimientos; la medicina del alquimista no debe de proteger contra el fuego, la espada y las asfixiantes aguas. He contemplado las azules profundidades de muchos lagos apacibles, y el tumultuoso discurrir de numerosos ríos caudalosos, y me he dicho: la paz habita en estas aguas. Sin embargo, he guiado mis pasos lejos de ellos, para vivir otro día más. Me he preguntado a mí mismo si el suicidio es un crimen en alguien para quien constituye la única posibilidad de abrir la puerta al otro mundo. Lo he hecho todo, excepto presentarme voluntario como soldado o duelista, pues no deseo destruir a mis semejantes. Pero no, ellos no son mis semejantes. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo y su efímera existencia nos alejan tanto como lo están los dos polos de la Tierra. No podría alzar una mano contra el más débil ni el más poderoso de entre ellos.

Así he seguido viviendo año tras año. Solo, y cansado de mí mismo. Deseoso de morir, pero no muriendo nunca. Un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el ardiente amor que roe mi corazón jamás me será devuelto; nunca encontraré a un igual con quien compartirlo. La vida sólo está aquí para atormentarme.

Hoy he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín. Una expedición en la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi inmortalidad a prueba y descansar para siempre, o regresar, como la maravilla y el benefactor de la especie humana. Antes de marchar, una miserable vanidad ha hecho que escriba estas páginas. No quiero morir sin dejar un nombre detrás. Han pasado tres siglos desde que bebí el brebaje; no transcurrirá otro año antes de que, enfrentándome a gigantescos peligros, luchando con los poderes del hielo en su propio campo, acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, rinda este cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un alma que suspira por la libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua. O, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Y una vez terminada mi tarea, deberé adoptar medios más drásticos. Esparciendo y aniquilando los átomos que componen mi ser, dejaré en libertad la vida que hay aprisionada en él, tan cruelmente impedida de remontarse por encima de esta sombría tierra, a una esfera más compatible con su esencia inmortal.


El misántropo. J.D. Beresford (1873-1947)

Después que volví del islote y discutí el caso, empecé a preguntarme si aquel hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las circunstancias que me rodean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo.

Naturalmente, no quiero creer en esa historia. De lo contrario tendría que admitir que soy un ser aborrecible. Y lo peor es que nunca acertaría a saber por qué soy aborrecible. Antes de mi viaje, descartada la explicación trivial de que el hombre estaba loco, habíamos recurrido a las dos alternativas inevitables: el Crimen, el Amor Desengañado. Éramos humanos, éramos románticos, y tratábamos desesperadamente de no ser demasiado vulgares. Ya antes un hombre había intentado lo mismo, y construyó o quiso construir una casa en el peñasco de Gulland; pero antes de que pasaran quince días se vió derrotado, y lo que quedó de su construcción fue sacado de la isla y convertido en una capilla de hojalata. Aún está ahí. Todos fuimos a Trevone, y meditamos en torno a ella, abrigando la vaga esperanza de que alguno de nosotros, sin saberlo, tuviera condiciones de psicometrista. Nada resultó de esa visita, salvo una ligera intensificación de aquellas teorías, que se estaban volviendo un poco rancias.

Comparamos el primitivo fracaso de treinta y cinco años atrás, la frustrada tentativa, con el éxito presente. Porque este nuevo misántropo había vívido en el Gulland todo el invierno, y aún vivía. En realidad, el hecho de su presencia en ese terrible peñasco era aceptado ahora por las gentes del lugar; para ellas, sólo estaba un poco más loco que la remuneradora, reincidente multitud de visitas que este año interrumpían su viaje a Bedruthan con el propósito de pararse en la playa de Trevone y contemplar estúpidamente la choza apenas visible que como una excrecencia de forma cúbica se alzaba en aquel islote giboso y desolado. Y eso lo hacíamos todos; mirábamos, sin un propósito definido, y meditábamos mucho. Poseído por lo que a la sazón me pareció un alocado espíritu de aventura, fui una noche a la eminencia del Cabo Gunver, y vi una luz en la distante cabaña, como una mancha de liquen dorado sobre el parásito del peñasco. En aquella luz creí descubrir cierta apariencia de humanidad; y eso, junto con una secreta simpatía por el ermitaño (¿loco, criminal o amante desdichado?) que había huido del pestilente contacto de la ubicua multitud, fue lo que acabó de decidirme.

Era, en realidad, una noche borrascosa, y yo me quedé hasta que la luz amarilla se extinguió y ya sólo pude ver, de tanto en tanto, a través de las tinieblas, un curvado dosel de espumas cuando el brazo del Faro de Trevone tocaba un rincón desnudo del lóbrego peñasco. No fué difícil arribar a una decisión; pero mientras aguardaba la llegada del buen tiempo que permitiría viajar al bote que llevaba provisiones a la isla, a dos millas de tierra firme, sufrí alternados accesos de vacilación y nerviosidad. Y los soporté solo, porque había resuelto no mencionar mi aventura, hasta que la excursión se hubiera realizado. Pensarían que había salido a pescar. Y la llegada del botero, para anunciarme que el viento y la marea eran favorables aquella mañana, dio a mi excusa la necesaria verosimilitud. Yo lo había prevenido, y sobornado, para que no diera a mis amigos el menor indicio sobre el propósito de mi salida. Mi nerviosidad no disminuyó cuando al acercarnos a la roca vi la silueta de su único habitante esperando nuestra llegada. Me consolé pensando que al ver al inusitado pasajero de nuestra barca se pondría sobre aviso; pero me estremecí interiormente al considerar la necesidad de emplear un saludo convencional si quería al mismo tiempo presentarme y disculparme. Las formas consagradas por el uso civilizado eran irremediablemente incapaces de expresar mi simpatía; lejos de ello, creía yo, serían el síntoma inconfundible de la curiosidad.

Me extrañó que nunca hubiera recibido a otros visitantes entrometidos, como me lo había asegurado el barquero. Mi desasosiego aumentó cuando nos aproximamos a la única abertura entre afiladas rocas que servía de puerto. Tuve la impresión de que el hombre que nos aguardaba me observaba. Y súbitamente me faltó el ánimo. Resolví no molestarlo con mi presencia, permanecer en el bote mientras descargaban la mercadería, y después volver con el barquero a Trevone. Y seguí este plan con tal decisión que cuando atracamos, aparté obstinadamente la vista del hombre a quien venía a ver, y contemplé con solemnidad el abultado lomo de Trevone, que ahora se me aparecía bajo un aspecto enteramente nuevo. La voz del ermitaño me arrancó de una abstracción perfectamente sincera.

-Buen tiempo tenemos hoy. -dijo. Y me pareció descubrir en su acento cierta nerviosidad. Recordé que había dirigido la misma observación a los boteros, que ahora transportaban el cargamento a la cabaña. Alcé la cabeza y me encontré con su mirada. Me observaba, en efecto, con extraña concentración, como si estuviera ansioso por captar el menor detalle de mi expresión.

-Muy bueno -asentí-. Pero estos dos últimos días han sido detestables. Se habrá encontrado usted algo desprovisto.
-He tomado mis precauciones. Tengo algunas reservas, ¿comprende? ¿Se aloja allá? -preguntó, señalando la bahía con un movimiento de cabeza.
-Por una semana o dos. -repuse, y empezamos a hablar de los campos aledaños a Harlyn, con el entusiasmo de dos desconocidos que hallan un tópico común en una recepción aburrida.
-¿Nunca ha estado usted en el Gulland? -aventuró él, por fin, cuando ya los barqueros habían descargado sus mercaderías y se disponían, evidentemente, a marcharse.
-No, es la primera vez. -contesté, vacilante, considerando que la invitación debía provenir de él. Pero él dejó la cuestión indecisa:
-Es un condenado lugar, y desde luego no hay nada que ver. No sé si le interesa a usted la pesca.
-Bastante. -repuse con entusiasmo.
-Del otro lado del peñasco -prosiguió-, hay aguas profundas. Cuando el tiempo es favorable, se pescan unos róbalos espléndidos. -Hizo una pausa antes de añadir-: Esta tarde será magnífica para pescar.
-Quizá podría volver... -murmuré, pero el botero me interrumpió.
-Si quiere volver, tendrá que ser mañana -advirtió-. Sólo hay marea favorable cada doce horas.
-Bueno, si quiere usted quedarse... -ofreció el ermitaño.
-¡Gracias! -repuse-. Es usted muy amable. Me quedaré, encantado.

Y me quedé, dejando claramente establecido que la barca vendría a buscarme a la mañana siguiente. A primera vista, no había nada excesivamente extraño en el hombre del Gulland. Me dijo que se llamaba William Copley, mas al parecer no estaba emparentado con los Copley que yo conocía. Afeitado, habría parecido un inglés enteramente vulgar pasando sus vacaciones en un lugar agreste. Calculé que su edad oscilaba entre los treinta y los cuarenta años. Sólo dos cosas me parecieron un poco extrañas durante aquella tarde que pasamos dedicados a pescar. La primera, su intensa mirada indagadora, que parecía sondearlo a uno hasta lo más profundo. La segunda, una inexplicable devoción por un ritual muy singular. A medida que crecía nuestra intimidad, iba dejando de lado la cortesía formal que le imponía su calidad de anfitrión; pero siempre insistía en un detalle que en un comienzo supuse no era más que la convencional ceremonia de dejar paso a su huésped. Nada podía inducirle a adelantárseme. Marchó detrás de mí incluso cuando me llevó a conocer los pequeños recovecos de su isla (el único metro cuadrado enteramente plano en toda la extensión de la misma era el piso de la choza). Pero después observé que aquella peculiaridad iba aún más lejos, y que ni por un solo instante quería volverme la espalda.

Ese descubrimiento me intrigó. Yo excluía aún la explicación de la locura. Los modales y la conversación de Copley eran normales. Pero recaí en aquellas dos sugerencias que ya se habían formulado, y las perfeccioné. Imposible evitar la inferencia de que este hombre, de algún modo, me temía; mas no acertaba a decidir si era un fugitivo de la justicia, o de la venganza; quizá de una vendetta. Ambas teorías parecían explicar su mirada inquisitiva. Deduje que su deseo de sentirse acompañado se había vuelto tan fuerte, que había resuelto afrontar el riesgo de que yo fuera un emisario enviado por alguna persona exquisitamente romántica (a mi modo de ver) que deseaba la muerte de Copley.

Recordé algunas de las fantasías de los novelistas y me deleité con ellas. Me pregunté si podría hacer hablar a Copley convenciéndolo de mi inocencia. ¡Cómo me estremeció esta perspectiva! Pero la explicación vino sin esfuerzo de mi parte. Me envió fuera de la cabaña mientras preparaba la cena, una cena excelente, dicho sea de paso. En seguida comprendí sus motivos: no podía arreglárselas para cocinar y poner la mesa sin darme la espalda. Una cosa, sin embargo, me intrigó un poco: tan pronto como salí, bajó la cortina de la pequeña ventana cuadrada. Naturalmente, yo no puse reparos. Bajé al borde del mar y esperé hasta que me llamó. Permaneció en la puerta de la choza hasta que llegué a unos pocos pies de distancia; después retrocedió y tomó asiento de espaldas a la pared. Mientras cenábamos hablamos de la pesca de la tarde, pero cuando encendimos la pipa, acabada la cena, dijo de pronto:

-No veo por qué no he de decírselo. -Como un necio, aprobé ansiosamente. Me habría sido tan fácil disuadirlo. -Empezó cuando yo era niño -dijo-. Mi madre me encontró llorando en el jardín. Y yo sólo pude decirle que Claude, mi hermano mayor, tenía un aspecto horrible. Durante varios días, en efecto, verlo me resultó intolerable. Pero como yo era un niño perfectamente normal, esta pequeña manía no inquietó demasiado a mis padres. Creyeron que Claude me había hecho una mueca y me había asustado. Pero al fin mi padre me dio una tunda. Esa paliza debió servirme de advertencia. Sea como fuere, hasta que tuve casi diecisiete años no volví a mencionar a nadie mi peculiaridad. Estaba avergonzado de ella, desde luego. Y en cierto modo, aún lo estoy.

Se interrumpió, bajando la vista; apartó el plato y cruzó los brazos sobre la mesa. Yo desfallecía, por preguntarle algo, pero temía interrumpirlo. Después de vacilar un instante, levantó la cabeza y clavó en la mía su mirada, pero desprovista ya de aquella expresión inquisitiva. Más bien parecía buscar comprensión.

-Se lo dije al rector de mi escuela -prosiguió-. Era un hombre excelente, y se mostró muy comprensivo; tomó en serio todo lo que le conté y me aconsejó que consultara a un oculista. Fui en las vacaciones con mi padre (ahora le había dado una explicación más razonable de mi problema). Me llevó al mejor oculista de Londres. El oculista demostró un interés enorme, y ello prueba que debe haber algo de cierto en todo esto. No puede ser simple imaginación, porque realmente me encontró un defecto en la vista;. algo enteramente nuevo, según él. Una nueva forma de astigmatismo; pero, desde luego, me indicó que ninguna clase de lentes podría serme útil.

-Pero, ¿cómo? -interrumpí, incapaz ya de contener mi curiosidad. Copley vaciló y bajó los ojos.
-El astigmatismo, como usted sabe -dijo-, es un defecto visual (repito la definición del diccionario; la sé de memoria, y a menudo vuelvo a pensar en ella, azorado) que hace que las imágenes de los ejes que poseen cierta dirección se vean borrosamente, mientras que las de ejes perpendiculares a los anteriores se ven con nitidez. En mi caso, ocurre que mi vista es perfectamente normal salvo cuando miro a alguien por encima del hombro.

Alzó la cabeza, con expresión casi patética. Advertí su esperanza de que yo comprendiera sin nuevas explicaciones. Pero no pude ocultar mi desconcierto. ¿Qué relación existía entre ese insignificante defecto visual y la reclusión de Copley en la roca de Gulland? Expresé mi perplejidad con un fruncimiento de cejas.

-Pero, no comprendo... -dije. Él vació su pipa y empezó a raspar el hornillo con su cortaplumas.
-Mi astigmatismo es también moral -dijo-. O por lo menos, me da cierta clase de penetración moral. Me parece inevitable darle ese nombre. En algunos casos he demostrado... -Bajó la voz. Al parecer, estaba absorto en la operación de limpiar su pipa, que miraba fijamente- Normalmente, ¿comprende usted?, cuando miro a las personas frente a frente, las veo como todos los demás. Pero cuando las miro por encima del hombro... ¡oh! Entonces veo todos sus vicios y defectos. Sus rostros permanecen en cierto sentido iguales, es decir, perfectamente reconocibles, pero deformados, bestiales. Ahí tiene, por ejemplo, el caso de mi hermano Claude. Era un muchacho de agradable aspecto. Pero cuando yo lo miré de esa manera, tenía una nariz como un loro, parecía al mismo tiempo débil y voraz y vicioso. -Se interrumpió, estremeciéndose levemente, y después prosiguió-: Ahora sabemos que era así. Acaba de cometer un desfalco en la Bolsa. Una vulgar estafa. Después fue Denison, el rector de mi escuela. Un hombre tan decente, en apariencia. Nunca lo mire de ese modo hasta que terminó mi último año de estudios. Yo me había acostumbrado, con más o menos dificultad, a no mirar nunca por encima del hombro, ¿comprende usted? Pero a menudo caía en la trampa. Y este fue, uno de esos casos. Yo integraba el equipo de fútbol de la escuela, que aquel día jugaba contra Old Boys. En el momento de entrar en la cancha, Denison me gritó: ¡Buena suerte, muchacho! y yo me olvide y lo mire por encima del hombro...

Yo aguardaba, suspenso, y al advertir que no seguía, lo apremie:

-¿Él también era... así?
Copley asintió.
-Era débil, pobre diablo. No había nada de malo en sus ojos, pero estaban en pugna con su boca; no se si usted me entiende. Cuatro años más tarde se habría producido un terrible escándalo en la escuela si no hubieran echado tierra a cierto asunto. Denison se vio obligado a salir del país. Después, si quiere usted más ejemplos, estaba el oculista. Un hombre atlético, espléndido. Desde luego, me pidió que lo mirara por encima del hombro, para ponerme a prueba. Me preguntó que veía; yo se lo dije, con bastante aproximación. Por un instante se puso pálido. Era un sensual, ¿comprende usted? Y cuando yo lo miré de ese modo, me pareció un viejo cerdo sucio. El verdadero golpe de gracia -prosiguió después de un intervalo- fue la ruptura de mi compromiso con Helen. Estábamos enamorados, y yo le conté mi problema. Se mostró comprensiva, y también, creo, algo sentimental. Creía que yo era víctima de un hechizo. En todo caso, según su teoría, si yo alguna vez llegaba a ver, mirando de ese modo, a alguien verdaderamente sano y normal, terminarían mis tribulaciones... se rompería el hechizo. Y naturalmente ella quería ser ese alguien. No resistí demasiado a sus ruegos. Supongo que la quería. De todas maneras, yo pensaba que ella era la perfección y que sería imposible encontrarle defectos. Cedí, pues, y la miré de ese modo...

Su voz tenía ahora una monótona entonación de abatimiento, como si el relato de la tragedia final de su vida le hubiera traído la indiferencia de la desesperación.

-La miré -prosiguió- y vi una criatura sin mentón, con ojos perrunos y aguachentos. Una muchacha fiel y pegajosa... ¡uff! No puedo... Nunca volví a hablarle. Eso me derrumbó, ¿sabe usted? Después, ya cesó de importarme. Empecé a mirar a todo el mundo de esa manera, hasta que sentí la necesidad de alejarme de los seres humanos. Estaba viviendo en un mundo de bestias. Los fuertes eran viciosos y criminales; y los débiles eran detestables. No podía soportarlo. Al fin, tuve que venir aquí para apartarme de todos. En aquel momento se me ocurrió una idea.

-¿Alguna vez se ha mirado al espejo? -le pregunté.
Asintió.
-No soy mejor que los demás -dijo-. Por eso me he dejado crecer esta sucia barba. Aquí no tengo espejo.
-¿Y no puede usted caminar entre los hombres con el cuello rígido, por así decirlo, mirándolos de frente?
-La tentación es demasiado fuerte -dijo Copley-. Y crece cada vez más. Supongo que en parte obedece a simple curiosidad; pero, en parte, a la momentánea sensación de superioridad que uno experimenta. Cuando los ve de esa manera, olvida cómo es usted por dentro. Pero al cabo de un tiempo se siente asqueado.
-Y usted... -dije y vacilé. Quería saber, pero me dominaba un miedo terrible-. Usted... -empecé nuevamente- ¿aún no me ha mirado a mí de esa manera?
-Aún no -dijo.
-¿Cree usted que... ?
-Probablemente. No lo parece, desde luego. Pero los otros tampoco.
-¿No tiene la menor idea de cómo me vería, si me mirase así?
-En absoluto. He tratado de adivinarlo, pero no puedo.
-¿Quiere usted... ?
-Ahora no -respondió ásperamente-. Cuando esté a punto de irse, quizá.
-¿Está usted seguro, entonces...?

Asintió, con atroz seguridad. Me fui a dormir, pensando si la teoría de Helen no sería cierta, y si acaso yo no podría deshacer el hechizo del infortunado Copley. A la mañana siguiente, poco después de las once, vinieron a buscarme los boteros.

Yo había dominado en parte el sentimiento de supersticioso terror que me asaltara, y no había repetido mi ruego; él, por su parte, tampoco se había ofrecido a indagar en los rincones tenebrosos de mi alma. Me acompañó hasta el embarcadero y me estrechó la mano cordialmente, pero no me dijo que volviera a visitarlo. Y luego, en el preciso instante en que la barca se ponía en movimiento, se volvió hacia la cabaña y me miró por sobre el hombro. Fue sólo una mirada, muy rápida.

-Un momento -ordené a los barqueros, e incorporándome lo llamé: -¡Eh, Copley! -grité. Él se volvió para mirarme de frente, y advertí que su cara estaba transfigurada. Tenía una expresión de estúpido asco y repugnancia, semejante a la que yo había visto, cierta vez, en la cara de un niño idiota acometido de náuseas. Me dejé caer en el bote y le volví la espalda. Entonces me pregunté si era así como él mismo se había visto en el espejo. Mas a partir de entonces sólo me he preguntado qué vio él en mí. Y jamás podré volver para preguntárselo.


El morador de las tinieblas. H.P. Lovecraft (1890-1937)


Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence -con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él -había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario. No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y -sobre todo- el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo -hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras- dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal. El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina -College Hill- inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.

El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas -ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio- miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él. Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador.

Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos -El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños. Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros.

Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche. De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815. A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.

En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños. A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta, flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida. De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida.

De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha. Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones. Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.

La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela -cerrada con candado- a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir. Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.

Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche. Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.

El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.

Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.

En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado. Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.

Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante. Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondu oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.

En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.

Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes equívocas en la antigüedad -símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco-, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto. Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era él, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?

Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.

La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.

Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales -curiosamente diseñados- a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.

Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.

Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:

El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos. El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844. 97 fieles a finales de 1845. 1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente. 7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre. La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos. El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos. Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular. Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente. Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.

Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido. 6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle. Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril. En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros. 181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.

Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877 Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos. Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.

Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca. A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.

Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas. Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía percibir en la distancia.

Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.

En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.

A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.

En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse. Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas.

Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior. Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.

La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake -aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores- fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo. Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.

De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones -durante las tormentas- telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.

En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche. En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra. Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota -Azathoth, Señor de Todas las Cosas- circundado por una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.

Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad. En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.

Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.

La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible. Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente -a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro- la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.

Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.

Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia -muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental-. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.

Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre. Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.

Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados. Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.

Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.

El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.

Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar: La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos.

¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente. Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz. A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos! ¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final. Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.

Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.

¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.