jueves, 19 de junio de 2025

La legión perdida. Rudyard Kipling (1865-1936)

Cuando estalló el motín de la India, y muy poco antes del asedio de Delhi, un regimiento de caballería irregular indígena hallábase estacionado en Peshawar, en la frontera de la India. Ese regimiento se contagió de lo que John Lawrence calificó por aquel entonces de “manía general”, y se habría pasado a los rebeldes si se le hubiera dado la ocasión de hacerlo. Esa ocasión no llegó, porque cuando el regimiento emprendió su marcha hacia el Sur, se vio empujado por el resto de su cuerpo de ejército inglés, que lo metió por las colinas del Afganistán, donde las tribus recién conquistadas se volvieron contra él lo mismo que lobos contra el macho que guía el rebaño de cabras. Fue perseguido, con el ansia de arrebatarle sus armas y equipo, de monte en monte, de cañada en cañada, pendiente arriba y pendiente abajo, por los cauces secos de los ríos y contorneando los grandes peñascos, hasta que desapareció lo mismo que desaparece el agua en la arena; ése fue el final de aquel regimiento rebelde y sin oficiales. El único rastro que queda hoy de su existencia es una lista de nombres escrita con limpia letra redondilla y autenticada por un oficial que firmó Ayudante del que fue regimiento de caballería irregular.

El papel del documento está amarillo por efecto de los años y del polvo, pero en el reverso del mismo puédense leer aún las líneas escritas con lápiz por John Lawrence, que dicen así: “Tómense las medidas necesarias a fin de que los dos oficiales indígenas que permanecieron leales no se vean desposeídos de sus tierras. J. L.” Sólo dos entre los seiscientos cincuenta sables estuvieron a la altura del deber, y John Lawrence halló tiempo para acordarse de sus merecimientos en medio de todas las angustias de los primeros meses de, la rebelión. Este episodio ocurrió hace más de treinta años, y los guerreros de las tribus del otro lado de la frontera del Afganistán que ayudaron a aniquilar el regimiento son en la actualidad ancianos. De cuando en cuando algún hombre de barba blanca habla de la parte que tuvo en la degollina, y suele decir: “Cruzaron muy orgullosos la frontera, invitándonos a sublevarnos y a matar a los ingleses, para luego dirigirnos todos a participar en el saqueo de Delhi. Los ingleses sabían que aquellos hombres eran unos fanfarrones y que el Gobierno daría pronta cuenta de aquellos perros de las tierras bajas. En vista de ello, acogimos al regimiento de indostánicos con buenas palabras, y conseguimos que no se movieran de donde estaban hasta que los de las guerras encarnadas vinieron contra ellos encorajinados y furiosos. Entonces aquel regimiento se metió un poco más dentro por nuestros montes para escapar de la cólera de los ingleses, y nosotros tomamos posiciones en sus flancos, acechando desde las laderas de los montes hasta el momento en que estuvimos seguros de que tenían cortada la retirada. Entonces nos lanzamos sobre ellos porque queríamos despojarlos de sus ropas, de sus monturas, de sus rifles y de sus botas..., sobre todo de sus botas. Hicimos una gran matanza... Una matanza sin ninguna prisa.”

Al llegar a este punto, el anciano se frotará la nariz, agitará sus largos bucles retorcidos, se relamerá los labios barbudos y sonreirá hasta exhibir las encías de sus dientes amarillos. Luego seguirá diciendo: “Sí; los matamos porque teníamos necesidad de su equipo y porque sabíamos que Dios había entregado sus vidas en nuestras manos para que pagasen el pecado que habían cometido... El pecado de haber sido traidores a la sal que habían comido. Cabalgaron arriba y abajo, por los valles, tropezando y dando tumbos en sus sillas, al mismo tiempo que vociferaban pidiendo a gritos misericordia. Nosotros los fuimos empujando lentamente, igual que a un rebaño, hasta que estuvieron todos reunidos en un solo lugar, en el valle llano y ancho de Sheor Kot. Muchos habían muerto de sed, pero quedaban todavía muchos más y eran incapaces de ofrecer resistencia. Nos metimos entre ellos, arrojándolos del caballo a tierra con nuestras manos hasta dos a un tiempo, y aquellos de nuestros muchachos que eran nuevos en el manejo de la espada los mataron. La parte que me correspondió en el botín fue ésta y ésta..., tantos fusiles y tantas monturas. En aquel entonces las escopetas eran muy apreciadas. Hoy robamos rifles que pertenecen al Gobierno y despreciamos las armas que no tienen el cañón rayado. Sí, sin duda alguna que borramos a aquel regimiento de la faz de la tierra, e incluso el recuerdo de aquella acción está ya casi olvidado. Pero dicen algunos hombres...” Al llegar a este punto, el relato se corta bruscamente y resulta imposible averiguar qué dicen los hombres del otro lado de la frontera. Los afganos fueron siempre una raza muy callada y preferían con mucho cometer una mala acción a soltar prenda respecto a lo que habían hecho. Permanecían tranquilos y se comportaban muy bien durante muchos meses, y de pronto, una noche cualquiera, sin decir palabra ni enviar advertencia, atacaban un puesto de Policía, rebanaban la cabeza a un par de guardias, se precipitaban sobre una aldea, raptaban tres o cuatro mujeres y se retiraban, bajo el rojizo resplandor de las chozas que ardían, arreando delante de ellos el ganado vacuno y cabrío para llevárselo a sus montes desolados. En esas ocasiones el Gobierno de la India recurría casi a las lágrimas. Empezaba a por decir: “Por favor, sed buenos y os perdonaremos.”

La tribu que había tomado parte en el último desaguisado se llevaba colectivamente el dedo pulgar a la nariz y contestaba con rudeza. Entonces el Gobierno decía: “¿No sería preferible para vosotros que pagaseis una pequeña suma por aquellos pocos cadáveres que la otra noche dejasteis al retiraros?” Al llegar a ese punto la tribu contemporizaba, recurría a la mentira y a las fanfarronadas, y algunos de los hombres más jóvenes, simplemente para demostrar su desdén hacia la autoridad, realizaban otra incursión contra otro puesto de Policía y disparaban sus armas contra alguno de los fuertes construidos de barro en la frontera; si la suerte los acompañaba, mataban a algún oficial inglés auténtico. Entonces el Gobierno decía: “Tened cuidado, porque si os empeñáis en seguir esa línea de conducta perderéis con ello.” Si la tribu estaba bien enterada de lo que ocurría en la India, presentaba sus excusas o contestaba con rudeza, según que las noticias que poseía le indicaban si el Gobierno andaba atareado en otros menesteres o se hallaba en condiciones de dedicar toda su atención a las hazañas de la tribu. Había algunas tribus que sabían con exactitud hasta qué número de muertos podían llegar. Pero otras se exaltaban, perdían la cabeza y le decían al Gobierno que viniese a vérselas con ellos. El Gobierno, con dolor y lágrimas, y con un ojo puesto en el contribuyente británico de Inglaterra, que se empeñaba en considerar tales ejercicios militares como atropelladoras guerras de anexión, preparaba una costosa brigadilla de campaña y algunos cañones, y despachaba todo hasta los montes para arrojar a la tribu culpable fuera de sus valles en que crecía el maíz y obligarla a refugiarse en la cima de los montes, en donde no encontraban nada que comer. Entonces la tribu reunía todas sus fuerzas y entraba gozosa en campaña, porque sabía que sus mujeres serían siempre respetadas, que se cuidaría de sus heridos, sin someterlos a mutilaciones, y que en cuanto quedase vacío el talego de maíz que cada hombre llevaba a cuestas le quedaba siempre el recurso de rendirse y de entrar en tratos con el general inglés, a pesar de que se hubiesen conducido como auténticos enemigos.

Llegados a un acuerdo, y después que hubiesen pasado años, muchos años, la tribu pagaría al Gobierno el precio de la sangre, moneda a moneda, y entretendría a los hijos contándoles que habían matado a los soldados de guerrera roja por millares. El único inconveniente de esta clase de guerra excursionista era la debilidad de los hombres de guerreras rojas, que no llegaban jamás a volar solemnemente, a fuerza de pólvora, las torres fortificadas y los refugios de los rebeldes. Las tribus consideraban esta conducta como una ruindad. Entre los jefes de las tribus más pequeñas ––de aquellos clanes poco numerosos que conocían al penique el gasto que representaba poner en campaña contra ellos a las tropas blancas––, contábase un sacerdote––bandido jefe, al que vamos a llamar el Gulla Kutta Mullah. Sentía por los asesinatos de frontera un entusiasmo tal, que había llegado a convertirlos en obras de arte casi nobles. Mataba por pura maldad a un mensajero portador del correo, o atacaba con fuego de rifle un fuerte de barro en el momento en que, según él lo sabía, nuestros hombres necesitaban dormir. En sus épocas de descanso iba de visita a las tribus vecinas, esforzándolas por arrastrarlas a cometer actos malvados. Tenía, además, una especia de hotel para los demás fugitivos de la justicia en su propia aldea, situada en un valle llamado Bersund.

Todo asesino que se respetase a sí mismo tenía que recalar en Bersund, si había actuado por aquella parte de la frontera, porque todos consideraban esa aldea como lugar completamente seguro. La única vía de acceso al valle era un estrecho desfiladero, que podía convertirse en trampa mortal en menos de cinco minutos. Estaba rodeado de altos montes, considerados inaccesibles para todos cuantos no hubiesen nacido en la montaña. Allí vivía el Gulla Kutta Mullah con gran pompa, como jefe de una colonia de casuchas de barro y de piedras, y no había casucha en que no colgasen como trofeos un trozo de guerrera roja o lo robado a algún muerto. El Gobierno tenía el más vivo interés en capturar a ese hombre, y en cierta ocasión lo invitó formalmente a que saliese del valle y se dejase ahorcar para responder de unos pocos de los asesinatos en que había participado de una manera directa. Pero él contestó:

–Yo vivo a sólo veinte millas, en un vuelo de cuervo, de vuestra frontera. Venid por mí. El Gobierno le contestó: Algún día iremos, y será ahorcado. El Gulla Kutta Mullah se olvidó del incidente. Sabía que la paciencia del Gobierno era tan larga como un día de verano; pero no había caído en la cuenta de que su brazo era tan largo como una noche de invierno. Meses después, cuando reinaba la paz en las fronteras y toda la India estaba tranquila, el Gobierno se despertó un instante de su sueño y se acordó del Gulla Kutta Mullah y de sus trece fugitivos de la justicia. Enviar contra él aunque sólo fuese un regimiento se había considerado como altamente impolítico... porque los telegramas que se enviarían a Inglaterra lo convertirían en guerra seria...

Eran tiempos en que había que obrar en silencio y con rapidez, y, sobre todo, sin derramar sangre. Es preciso informar al lector de que en la frontera noroeste de la India se halla desparramada una fuerza militar de unos treinta mil hombres de infantería y de caballería, cuya misión consiste en vigilar calladamente y sin ostentación a las tribus que tienen frente a ellos. Van y vienen, en marchas y contramarchas, desde un pequeño puesto desolado hasta otro; lo tienen todo dispuesto para lanzarse al campo a los diez minutos de recibida la orden; la mitad de esa fuerza está siempre metida en un zafarrancho cuando la otra mitad acaba de salir del mismo, en un punto o en otro de la monótona línea; las vidas de esos hombres son tan duras como sus propios músculos, y los periódicos no hablan nunca de ellos.

El Gobierno entresacó sus hombres de esta fuerza. En una posición en que la Patrulla Montada Nocturna hace fuego como primer aviso a los malhechores, y donde los trigales se balancean en largas olas bajo nuestra fría luna norteña, estaban cierta noche los oficiales jugando al billar en la casa de paredes de barro del club, cuando le llegó la orden de que tenían que formar en el cuadrilátero de ejercicios para realizar un entrenamiento nocturno. Refunfuñaron y se dirigieron a sacar al aire libre a sus fuerzas, formadas por un centenar de ingleses, doscientos gurkhas y cosa de un centenar de jinetes de la mejor caballería indígena del mundo. Cuando estuvieron formados en el cuadrilátero de maniobras se les comunicó, cuchicheando, que tenían que salir en el acto para cruzar los montes y caer sobre Bersund. Las tropas inglesas se apostarían alrededor de los montes, a un lado del valle; los gurkhas se apoderarían del desfiladero y de la trampa mortal, y la caballería, después de un largo rodeo, saldría a espaldas del gran círculo de montañas y podría, si se ofrecía alguna dificultad, cargar cuesta abajo contra los hombres del Mullah. Pero había órdenes rigurosísimas de que de ningún modo hubiese lucha ni alboroto. Tenían que regresar por la mañana al puesto, con sus cartucheras intactas, trayendo amarrados en medio de ellos al Mullah y a sus trece bandidos.

Si salían con éxito de la empresa, nadie se enteraría de ella ni daría importancia a lo realizado; pero el fracaso equivaldría probablemente a una pequeña guerra fronteriza, en la que Gulla Kutta Mullah adoptaría el papel de jefe popular que hacía frente a una gran potencia atropelladora, y no el que verdaderamente le correspondía: el de un asesino vulgar de la frontera. Reinó acto seguido el silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido metálico de las agujas de las brújulas y de las tapas de los relojes, cuando los jefes de las columnas comparaban datos y marcaban situaciones y horas en que tenían que coincidir. Cinco minutos después el cuadrilátero de maniobras estaba desierto; las guerreras verdes de los gurkhas y los capotes de las tropas inglesas se habían esfumado en la oscuridad, y la caballería se alejaba al paso en medio de una llovizna cegadora. Más adelante veremos lo que hicieron los ingleses y los gurkhas. La tarea más pesada correspondía a los hombres de a caballo, que tenían que hacer una larguísima caminata, desviándose de los lugares habitados. Muchos de los jinetes eran nacidos en aquella región y estaban ansiosos de pelear contra los de su propia sangre, y había algunos oficiales que habían realizado con anterioridad incursiones particulares y sin sello oficial por aquella zona montañosa. Cruzaron la frontera, encontraron el lecho seco de un río y avanzaron por él al trotecito, se metieron al paso por una garganta pedregosa, se arriesgaron, al amparo de la niebla, a cruzar un montecito bajo; contornearon otro monte, dejando las huellas profundas de los cascos en una tierra arada; avanzaron tanteando por otro lecho de río, salvaron a buen paso la garganta de una estribación, pidiendo a Dios que nadie oyese el relinchar de sus caballos, y de ese modo fueron avanzando entre la lluvia y la oscuridad hasta dejar Bersund y su cráter de colinas un poco atrás y hacia la izquierda; es decir, que había llegado el momento de torcer el rumbo. La cuesta del monte que dominaba la retaguardia de Bersund era escarpada, e hicieron alto para cobrar resuello en un valle ancho y llano que había debajo de la cima. En realidad, lo que ocurrió fue que los jinetes tiraron de la rienda; pero los caballos, a pesar de su fatiga, rehusaron detenerse. Se oyeron tacos irreverentes, tanto más irreverentes cuanto que se pronunciaban cuchicheando, y se escuchaba el crujir de las sillas en la oscuridad al dar empujones hacia adelante los caballos. El suboficial que iba en la retaguardia de un grupo se volvió en su silla y dijo en voz muy baja:

–Carter, ¿qué diablos anda usted haciendo en la retaguardia? Haga subir a sus hombres. Nadie contestó, hasta que un soldado dijo: –Carter Sahib está en la vanguardia y no aquí. Detrás de nosotros no hay nada.
–¡Ya está! exclamó el suboficial–. El escuadrón se está pisando su propia cola.
En ese momento, el comandante que mandaba la fuerza vino hacia la retaguardia, lanzando tacos entre dientes y pidiendo la sangre del teniente Halley, que era precisamente el suboficial que acababa de hablar, y al que el comandante habló así:
–No pierda de vista a su retaguardia. Se han extraviado algunos de sus condenados ladrones. Ellos están a la cabeza del escuadrón, y usted es un idiota por dondequiera que se le mire.
–¿Daré orden a mis hombres de echar pie en tierra?– preguntó, huraño, el suboficial porque se sentía mojado y frío.
–¿Que echen pie a tierra? –exclamó el comandante– ¡Vive Dios que lo que debe hacer es apartarlos a latigazos! Los está usted desperdigando por todo este lugar. ¡Ahora tiene usted a sus espaldas un grupo!
El suboficial dijo con serenidad:
–Eso es lo que yo también creía, pero todos mis hombres están aquí, señor. Sería mejor que hablase a Carter.
–Carter Sahib le envía un saludo y desea saber la causa de que el regimiento se haya detenido –dijo un jinete al teniente Halley.
–Pero ¿dónde diablos está Carter? –preguntó el comandante.
–Está ya en vanguardia, con su escuadrón –fue la respuesta.
–Pero ¿es que estamos paseándonos en círculo, o nos hemos convertido en el centro de toda una brigada? –exclamó el comandante.

Para entonces reinaba el silencio a lo largo de toda la columna. Los caballos permanecían tranquilos; pero por entre el susurro de la llovizna que caía, los hombres oían el pataleo de gran número de caballos que avanzaban por un terreno rocoso.

–Nos están siguiendo subrepticiamente –exclamó el teniente Halley.
–Aquí no tienen caballos, y, además, habrían hecho fuego para ahora –exclamó el comandante–.
Son..., son los caballitos de los aldeanos.
–En ese caso nuestros caballos habrían relinchado hace ya rato, haciendo fracasar el ataque, porque deben llevar cerca de nosotros lo menos media hora –dijo el suboficial.
–Es cosa rara que nosotros no olfateemos los caballos –dijo el comandante humedeciendo un dedo y frotándolo contra su nariz, al mismo tiempo que olfateaba a contra viento.
–En todo caso, es un mal principio –dijo el suboficial sacudiendo la humedad de su capote.
–¿Qué haremos, señor?
–Seguir adelante –dijo el jefe–. Hemos de echarle el guante esta noche. La columna avanzó vivamente unos cuantos pasos. Luego se escuchó un taco, brotó una lluvia de chispas azules al chocar los cascos herrados sobre una cantidad de piedras pequeñas, y uno de los jinetes rodó por el suelo con un ruido metálico de todo el equipo, que habría sido suficiente para despertar a los muertos.
–Ahora sí que hemos hecho las diez últimas –dijo el teniente Halley–. Todos los que viven en la ladera del monte han debido despertarse, y tendremos que escalarlo haciendo frente a un fuego de fusilería. Estas son las consecuencias de intentar empresas nocturnas propias de chotacabras. El jinete caído se levantó tembloroso y trató de explicar que su caballo había tropezado en uno de los montículos que con frecuencia es costumbre levantar con piedras sueltas en el lugar en que alguien ha sido asesinado. No hacía falta andarse con razones. El robusto corcel australiano del comandante fue el que tropezó a continuación, y la columna hizo alto en un terreno que parecía ser un auténtico cementerio de montículos, que tendrían todos unos dos pies de altura. No entramos en detalles de las maniobras del escuadrón.

Los jinetes decían que aquello producía la sensación de estar bailando rigodones a caballo sin previo entrenamiento y sin acompañamiento de música. Por último, los caballos, rompiendo filas y guiándose por sí mismos, salieron de los túmulos y todos los hombres del escuadrón volvieron a formar y tiraron de la rienda de sus cabalgaduras algunas yardas más arriba, en la cuesta del monte. Entonces, según el relato del teniente Halley, tuvo lugar otra escena muy parecida a la que acabamos de describir. El comandante y Carter estaban empeñados en que no habían formado en las filas todos los hombres y que quedaban algunos en la retaguardia dando tropezones y produciendo ruidos metálicos entre los montículos de los muertos.

El teniente Halley fue llamando por sus nombres otra vez a sus soldados y se resignó a esperar. Más adelante me contó lo que sigue: –Yo no acertaba a comprender qué ocurría, y tampoco se me daba mucho de ello. El estrépito que armó aquel jinete al caer tenía que haber alarmado a toda la región, y yo habría jurado que éramos perseguidos furtivamente a retaguardia por un regimiento entero, por un regimiento que armaba un estrépito como para despertar a todo el Afganistán. Permanecía muy tieso en mi silla, pero no ocurrió nada. Lo misterioso de aquella noche era el silencio que se observaba en la ladera del monte. Todos sabíamos que el Gulla Kutta Mullah tenía sus casitas de centinelas en la ladera exterior del monte, y todos esperábamos que para cuando el comandante se hubiese calmado a fuerza de tacos, aquellos hombres que estaban de guardia habrían abierto fuego contra nosotros. Al no ocurrir nada, se dijeron todos que las ráfagas de la lluvia habían amortiguado el ruido de los caballos, y se lo agradecieron a la Providencia. Por último, el comandante quedó convencido: a) de que no había quedado nadie rezagado entre los montículos, y b) de que no era seguido en la retaguardia por un cuerpo numeroso y fuerte de caballería.

Los hombres estaban ya completamente malhumorados, los caballos estaban inquietos y cubiertos de espuma, y todo el mundo anhelaba la llegada del día. Iniciaron la subida hacia lo alto del monte, llevando cada hombre con mucho tiento su montura. Antes que hubiesen salvado las cuestas inferiores, o de que hubiesen empezado a tensarse los petos, estalló a sus espaldas una tormenta de truenos que fue retumbando por los montes bajos y ahogando cualquier clase de ruido, como no fuese el de un disparo de cañón. El resplandor del primer relámpago puso a su vista las costillas desnudas de la ladera del monte, la cima, que se destacaba en un color azul acerado sobre el fondo del cielo negro; las líneas delgadas de la lluvia que caía, y a pocas yardas de su flanco izquierdo, una torre de guardia afgana, de dos pisos, construida de piedra, y a la que se entraba por una escalera que colgaba del piso superior.

La escalera estaba levantada, un hombre armado de un rifle avanzaba el cuerpo fuera del antepecho de la ventana. La oscuridad y el trueno se echaron encima en ese momento, y cuando se restableció la calma gritó una voz desde la torre de guardia:
–¿Quién va allá? La caballería permaneció inmóvil, pero todos sus hombres empuñaron cada cual su carabina y se situaron a un costado de sus caballos. De nuevo gritó aquella voz: –¿Quién va allá? –y luego, en tono más agudo–: ¡Oh hermanos, dad la alarma! Pues bien: cualquiera de aquellos jinetes habría preferido morir dentro de sus altas botas antes que pedir cuartel; pero la realidad es que la respuesta a la segunda intimación fue un largo gemido de: “¡Marf Karo! ¡Marf Karo!”, que significa “¡Tened compasión! ¡Tened compasión!” Eso fue lo que gritó el regimiento que trepaba. Todos los hombres del cuerpo de caballería permanecieron mudos de asombro, hasta que los más fornidos empezaron a cuchichear entre sí: –Mir Khan, ¿fue tu voz la que oí?... Abdullah, ¿fuiste tú quien llamó? El teniente Halley permanecía en pie junto a su corcel, esperando. Mientras no sonase un tiro todo iba bien.

El resplandor de otro relámpago iluminó aquel grupo de caballos jadeantes y de cabezas inquietas, y junto a ellos a los hombres de ojos como globos blancos, que miraban muy abiertos, y a la izquierda de ellos la torre de piedra. Esta vez no apareció cabeza alguna en la ventana; el tosco postigo, reforzado de hierro, capaz de resistir a un tiro de rifle, estaba cerrado. El comandante dijo: –Avanzad. Por lo menos lleguemos a la cumbre. El escuadrón avanzó dificultosamente; los caballos agitaban las colas y los hombres tiraban de las riendas, mientras rodaban por la pendiente las piedras y volaban por todas partes las chispas. El teniente Halley afirma que en toda su vida no oyó hacer tanto ruido a un escuadrón. Asegura que treparon como si cada caballo hubiese tenido ocho patas y otro caballo de reserva a sus espaldas. Ni aún entonces se oyó voz alguna en la torre de guardia, y los hombres se detuvieron agotados en el camellón de la cima, desde el que podía verse la sima tenebrosa dentro de la cual quedaba al aldea de Bersund. Se aflojaron las cinchas, se levantaron las cadenillas de las barbadas, se ajustaron las sillas de montar y los hombres se dejaron caer al suelo entre las piedras.

Ocurriese lo que ocurriese, ellos ocupaban ahora una posición dominante para defenderse de cualquier ataque. Cesaron los truenos, y con los truenos cesó la lluvia, y todos ellos se vieron envueltos por la oscuridad tupida y suave de una noche invernal antes que despuntase el día. Todo estaba en silencio, oyéndose únicamente el ruido del agua que corría por las cañadas de las laderas de la montaña. Oyeron el ruido que hizo al abrirse el postigo de la torre de guardia, que quedaba por debajo de ellos, y la voz del centinela, que gritaba:

–¡Oh Hafiz Ullah !
El eco repitió varias veces la última sílaba: “¡la––la––la!” A esa llamada contestó el vigilante de la torre de guardia que se ocultaba al otro lado de la curva del monte:
–¿Qué ocurre, Shahbaz Khan? Shahbaz Khan contestó en el tono agudo que empleaban los montañeses:
–¿Has visto?
El otro contestó:
–Sí, y que Dios nos guarde de los espíritus malos. Hubo una pausa, y al cabo de ella se oyó gritar:
–Hafiz Ullah, estoy solo. Ven a hacerme compañia.
–Shahbaz Kahn, yo también estoy solo, pero no me atrevo a abandonar mi puesto.
–Eso es mentira; tienes miedo. Hubo otra pausa más larga y a continuación:
–Tengo miedo. ¡No hables! Siguen todavía debajo de nosotros. Reza a Dios y duerme.
Los soldados de caballería escuchaban atónitos, porque no comprendían que por debajo de las torres de guardia hubiese otra cosa que tierra y piedra. Shahbaz Khan empezó a gritar de nuevo:
–Están debajo de nosotros. Los veo. ¡Por amor de Dios, ven a hacerme compañía, Hafiz Ullah! Mi padre mató a diez de ellos. ¡Ven y hazme compañía! Hafiz Ullah contestó en voz muy fuerte:
–El mío estuvo libre de pecado. Escuchad, vosotros, hombres de la noche: ni mi padre ni nadie de mi sangre tuvieron parte en aquel crimen. Shahbaz Khan, sufre tú tu propio castigo.
–Habría que tapar la boca a esos hombres, que están cacareando igual que gallos –dijo el teniente Halley, castañeteando debajo de su roca.

Apenas se había dado media vuelta para exponer a la lluvia la otra mitad de su cuerpo, cuando un afgano barbudo, de largas guedejas en tirabuzones, maloliente, que subía monte arriba a todo correr, cayó en sus brazos. Halley se sentó encima de él y le metió por la boca toda la empuñadura de la espada que cupo dentro de la misma. Luego le dijo alegremente:

–Si gritas, te mato.
El hombre estaba tan aterrorizado, que ni a hablar acertaba. Quedó en el suelo temblando y gruñendo. Cuando Halley le quitó de entre los dientes el puño de la espada, el afgano seguía sin poder articular palabra, pero se aferró al brazo de Halley, palpándolo desde el codo hasta la muñeca, y jadeando: ¡El Rissala! ¡El Rissala muerto! ¡Está allá abajo!
–No; el Rissala, el Rissala, vivo y muy vivo, está aquí arriba –dijo Halley soltando su brida de aguada y atando con ella las muñecas del afgano- ¿Cómo fuisteis tan estúpidos que nos dejásteis pasar?
–El valle está lleno de muertos –dijo el afgano–. Es mejor caer en manos de los ingleses que en las de los muertos. Allá abajo éstos van y vienen de un lado para otro. Los vi a la luz de los relámpagos. Al cabo de un rato recobró un poco de serenidad, y dijo cuchicheando, porque Halley le tenía aplicada al estómago la boca de su pistola:
–¿Qué es esto? Entre nosotros no hay guerra, y el Mullah me matará por no haber visto pasar a ustedes. No tengas cuidado –le dijo Halley–. Venimos a matar a Mullah, con la ayuda de Dios. Le han crecido demasiado los colmillos. Nada te pasará a ti, a menos que la luz del día nos haga ver que tienes una cara que está pidiendo la horca por los crímenes cometidos... ¿Y qué es eso del regimiento muerto?
–Yo sólo mato del lado de acá de mi frontera –dijo el hombre, denotando un inmenso alivio–. El regimiento muerto está ahí abajo. Los hombres vuestros han debido de pasar por sus tumbas en la subida: son cuatrocientos hombres muertos sobre sus caballos, que tropiezan y dan tumbos entre sus propias sepulturas, entre los montecillos de piedra; todos ellos hombres a los que nosotros matamos.
–¡Fiu! –exclamó Halley–. Eso explica que yo haya maldecido a Carter y que el comandante me haya maldecido a mí. ¿De modo que son cuatrocientos sables, verdad? No es de extrañar que nosotros nos imaginásemos que se habían agregado a nuestra tropa un buen número de extras. Kurruk Shah –cuchicheó a un oficial indígena de pelo entrecano que estaba tumbado a pocos pasos de Halley–, ¿oíste hablar de un Rissala muerto entre estas montañas? Kurruk Shah contestó con un glogloteo de risa:
–Desde luego que sí. ¿Cómo, de no haberlo sabido, habría pedido a gritos cuartel cuando la claridad del relámpago nos descubrió a los vigías de las torres, yo, que he servido a la reina durante veintisiete años? Siendo yo joven presencié la matanza en el valle de Sheor–Kot, ahí abajo, a nuestros pies, y conozco la leyenda que nació de ese hecho. ¿Pero cómo es posible que los fantasmas de los infieles prevalezcan contra nosotros los creyentes? Aprieta un poco más fuerte las muñecas de ese perro, Sahib. Los afganos son igual que las anguilas.
–Pero hablar de un Rissala muerto es decir una tontería –dijo Halley, dando un tirón a la muñeca de su cautivo–. Los muertos están muertos... Estate quieto, sag.
El afgano se retorció.
–Los muertos están muertos, y por esa razón van y vienen de un lado a otro por la noche. ¿Qué falta hace hablar? Nosotros somos hombres, y tenemos ojos y oídos. Ustedes dos pueden ver y oír a esos muertos al pie de la colina –dijo Kurruk Shah con mucha compostura.

Halley miraba asombrado y permaneció largo rato escuchando con atención. El valle estaba lleno de ruidos ahogados, como ocurre en todos los valles por la noche; pero sólo Halley sabe si él vio o escuchó cosas que se salían de lo natural, y no le gusta hablar acerca del tema. Por último, cuando iba a despuntar el día, subió hacia lo alto un cohete verde lanzado en el lado opuesto del valle de Bersund, a la entrada del desfiladero, para hacer saber que los gurkhas ocupaban ya su posición. Una luz roja de la infantería, que estaba colocada a derecha e izquierda, respondió a la señal, y la caballería encendió una bengala blanca. Los afganos duermen hasta muy tarde durante el invierno, y era ya pleno día cuando los hombres de Gulla Kutta Mullah empezaron a salir de sus casuchas frotándose los ojos. Entonces vieron a hombres de uniformes verdes, rojos y pardos apoyados en sus fusiles y muy lindamente dispuestos alrededor del cráter de la aldea de Bersund, formando un cordón que ni siquiera un lobo habría sido capaz de romper. Se frotaron todavía más los ojos cuando un joven de cara sonrosada, que ni siquiera pertenecía al Ejército, sino que representaba al Departamento Político, avanzó monte abajo con dos ordenanzas, llamó con unos golpes a la puerta del Gulla Kutta Mullah y le dijo tranquilamente que saliese afuera y se dejase atar, para mayor comodidad durante el transporte.

Este mismo joven fue de casucha en casucha, dando ligeros golpecitos con el bastón, aquí a un bandolero y allí a otro; en el momento en que lo señalaba con su bastón, cada uno de esos individuos era amarrado, y miraba con ojos de asombro y desesperanza a las alturas circundantes, desde las que los soldados ingleses miraban hacia el valle con despreocupación. Únicamente el Mullah trató de desahogarse con maldiciones y frases gruesas, hasta que el soldado que le estaba amarrando las muñecas le dijo:

–¡Ni una palabra más! ¿Por qué no saliste al frente cuando se te ordenó, en lugar de tenernos en vela toda la noche? ¡Vales menos que el barrendero de mi cuartel, viejo narciso de cabeza blanca! ¡Andando!

Media hora después las tropas se habían marchado de la aldea, llevándose al Mullah y a sus trece amigos. Los atónitos aldeanos contemplaban con dolor el montón de mosquetes rojos y de espadas hechas pedazos, diciéndose cómo habían podido ellos calcular tan equivocadamente la paciencia del Gobierno de la India. Fue una operación pequeña y bonita, llevada a cabo limpiamente, y los hombres que en ella habían tomado parte recibieron una expresión, no oficial, de agradecimiento por sus servicios. Sin embargo, yo creo que corresponde una buena parte del mérito a aquel otro regimiento cuyo nombre no figuró en la orden del día de la brigada y cuya mera exis­ tencia corre peligro de caer en el olvido.


La llave dorada. George MacDonald (1824-1905)

Capítulo 1. Donde termina el arco iris

          Había una vez un muchacho que solía sentarse en el crepúsculo, mientras escuchaba los cuentos de su tía abuela.
          Ella le contó que si uno lograba llegar hasta el extremo en que termina el arco iris encontraría una llave dorada.
          –¿Y para qué sirve esa llave? –preguntaba el muchacho–. ¿De dónde es? ¿Qué abre?
          –Eso nadie lo sabe –respondía su tía–. El que la halle tendrá que averiguarlo.
          –Supongo que, si es de oro –dijo una vez el muchacho, meditabundo–, se podría vender por bastante dinero.
          –Antes que venderla es mejor no encontrarla jamás –respondió la tía.
          Entonces el muchacho fue a dormir y soñó con la llave dorada.
          Ahora bien, todo lo que la tía abuela del muchacho le había contado acerca de la llave dorada habría carecido de sentido, si no hubiera estado la casita en que vivían en los lindes mismos de la Tierra de las Hadas. Porque todos sabemos que nadie que viva fuera de la Tierra de las Hadas puede encontrar el extremo del arco iris. Éste cuida bastante su llave de oro, saltando siempre de aquí para allá, ¡no vaya a suceder que alguien dé con ella! En la Tierra de las Hadas, sin embargo, es distinto. Las cosas que parecen reales en este país se vuelven muy delgadas en la Tierra de las Hadas, mientras que algunas de las cosas que aquí no dejan de moverse por un momento están quietas allí. De modo que no era para nada absurdo que la anciana contara a su sobrino ese tipo de cosas acerca de la llave dorada.
          –¿Conociste alguna vez a alguien que la hubiese hallado? –preguntó una noche.
          –Sí. Creo que tu padre la encontró.
          –¿Y sabrás decirme qué hizo con ella?
          –Nunca me lo dijo.
          –¿Y cómo era?
          –Nunca me la mostró.
          –¿Y cómo es que siempre aparece allí una nueva llave?
          –No lo sé. Está allí.
          –Quizás sea un huevo puesto por el arco iris.
          –Quizás. Serás un muchacho feliz si encuentras ese nido.
          –Quizás caiga rodando del cielo por el arco iris.
          –Quizás.

Capítulo 2. Dos fugitivos

          Una tarde de verano el muchacho se dirigió a su habitación y se quedó parado junto al ventanuco, mirando el bosque que marcaba los límites de la Tierra de las Hadas. El bosque llegaba cerca del jardín de su tía abuela, y de hecho algunos árboles dispersos llegaban a entrar en él; estaba hacia el este, y el sol, que se ponía detrás de la cabaña, miraba con su ojo rojo hacia su fronda oscura. Todos los árboles eran viejos, y sus ramas bajas eran pocas, de modo que el sol podía ver hasta muy adentro en el bosque: y el muchacho, cuya vista era aguda, podía llegar con ella casi tan lejos como el sol. Los troncos eran como hileras de columnas rojas al brillo del rojo sol, y podían verse los pasillos que formaban, uno tras otro, desvaneciéndose en la distancia. Y mientras observaba el bosque comenzó a sentir como si los árboles estuvieran todos esperándolo, y que había algún asunto que no podría llevarse a cabo en tanto él no fuera hacia ellos. Pero tenía hambre, y quería su cena. Así que se demoró.
          De pronto, lejos entre los árboles, allí donde apenas llegaban los rayos del sol, vio algo glorioso. Era el extremo de un arco iris, inmenso y brillante. Pudo contar los siete colores, y vio matices, uno tras otro, más allá del violeta; y halló también que antes del rojo había un color aún más magnífico y misterioso. Era un color que nunca había visto antes. Sólo podía verse el nacimiento del arco iris. Nada había por encima de los árboles.
          –¡La llave dorada! –dijo para sí, y se precipitó fuera de la casa y dentro del bosque.
          No había ido muy lejos cuando el sol se puso. El arco iris, empero, brilló con más fuerza: el arco iris de la Tierra de las Hadas no depende, como el nuestro, del sol. Los árboles daban la bienvenida al muchacho. Los arbustos se abrían a su paso. El arco iris creció en tamaño y brillo; y al fin estuvo a sólo dos árboles de distancia.
          Era una visión imponente, que ardía en silencio, con sus colores –magníficos, adorables, delicados– cada uno distinto del otro, y todos mezclados. No podía ver el resto: el arco iris se elevaba muy alto en el cielo azul, pero era tan poca su inclinación que no podía decirse la altura que alcanzaba su punto más alto. Lo que había ante el muchacho era sólo una pequeña porción.
          Allí se quedó, observándolo hasta que el deleite lo hizo olvidarse de sí mismo –más que eso, olvidó la llave que había ido a buscar. Y mientras allí estuvo el arco se hizo aun más maravilloso. Pues en cada una de sus columnas, que tenían el tamaño de columnas de iglesia, podía ver figuras hermosas que subían lentamente, como si treparan por los escalones de una escalera de caracol. Aparecían a intervalos irregulares: una vez una, otra muchas, luego algunas, luego ninguna –hombres, mujeres y niños– todas diferentes, todas hermosas.
          Se acercó al arco iris. Éste se desvaneció. Angustiado, el muchacho dio un paso atrás. El arco volvió, tan bello como antes. Por lo tanto, se contentó con permanecer lo más cerca posible, prestando atención a las figuras que ascendían por las gloriosas columnas hacia las alturas desconocidas del arco, que no terminaba de pronto sino que se iba perdiendo de a poco en el aire azul, tan de a poco que no podía decir a ciencia cierta dónde concluía.
          Cuando recordó la llave dorada, fue lo bastante sabio como para anotar mentalmente el espacio cubierto por la base del arco iris, para saber dónde buscar en caso de que el arco desapareciera. Se trataba de un colchón de musgo.
          Mientras tanto, el bosque se había ido oscureciendo. Sólo podía verse el arco iris, por su propia luz. Pero tan pronto como apareció la luna el arco desapareció. Ningún cambio de posición pudo volverlo visible a los ojos del muchacho. Así fue que se recostó en el musgo para esperar la luz del día, que le daría la oportunidad de hallar la llave. Muy pronto se quedó dormido.
          Cuando despertó, a la mañana siguiente, el sol lo estaba mirando directamente a los ojos. Desvió la vista e inmediatamente vio algo pequeño y brillante que yacía en la hierba, a un pie escaso de su cabeza. Era la llave dorada. El cuello era de oro puro, tan brillante como sólo el oro puede serlo. El mango era de fabricación extraña, y estaba cubierto de zafiros. Con una mezcla de terror y deleite estiró la mano y tomó la llave, y la sostuvo ante sí.
          Se quedó echado un rato, dándole vueltas y más vueltas, y alimentando sus ojos con la belleza del objeto. Entonces se paró de un salto, recordando que esa belleza todavía no había de serle de ninguna utilidad. ¿Dónde estaba la cerradura que había de abrir? En algún lugar debía estar, pues ¿cómo podía nadie ser tan tonto como para hacer una llave que no abriera nada? Echó una mirada a su alrededor, al aire sobre su cabeza, al suelo bajo sus pies, pero no vio ningún ojo de cerradura ni en las nubes, ni en la hierba, ni en los árboles.
          Sin embargo, justo cuando el desconsuelo comenzaba a hacerse sentir, vio un destello en el bosque. Era sólo un reflejo, pero él lo tomó por el reflejo de un arco iris, y fue hacia él –y ahora volveré mi relato a los límites del bosque.
          No lejos de la casa donde había vivido el muchacho había otra, propiedad de un mercader que pocas veces estaba en su hogar. Había perdido a su esposa varios años antes, y sólo tenía una hija, una niña pequeña a quien dejaba a cargo de dos sirvientas muy vagas y descuidadas. Así, ella había recibido poca atención, era desaliñada y a veces mal educada.
          Ahora bien, todos sabemos que esas pequeñas criaturas llamadas hadas sienten un profundo disgusto ante el desorden (aunque en el País de las Hadas en realidad hay hadas de muchas clases). De hecho, son bastante rencorosas con la gente desaseada. Al estar acostumbradas a las encantadoras maneras de los árboles y las flores, y a la pulcritud de las aves y de todas las criaturas del bosque, se sienten desdichadas en la profundidad de sus bosques y sus alfombras de hierba al pensar que bajo la misma luz lunar hay una casa sucia, incómoda y desordenada. Esto hace que se enfurezcan con la gente que vive en ella, y de buen grado la borrarían de la faz de la tierra si pudieran. Quieren que todo el planeta se vea hermoso y limpio. Así pues, se la pasan pellizcando a las doncellas y les hacen bromas pesadas de todo tipo.
          Pero la casa en cuestión era en verdad una vergüenza, y las hadas del bosque no podían soportarlo. Habían hostigado por todos los medios, sin éxito, a las doncellas, y por último decidieron deshacerse de ellas limpiamente, comenzando por la niña. Debieran haber sabido que no era culpa suya, pero tenían pocos principios y mucha malicia, y pensaban que si la eliminaban las doncellas sin duda partirían también.
          Así fue que una noche, en que la niña se había acostado temprano, antes de la caída del sol, las doncellas partieron hacia el pueblo, cerrando la puerta tras ellas. La niña no sabía que había quedado sola, y estaba acostada, muy confiada, mirando el bosque a través de su ventana; aunque no podía ver mucho, a causa de la hiedra y otras plantas trepadoras. De pronto vio que un simio le hacía morisquetas desde el espejo, y que las cabezas talladas en un armario grande y viejo sonreían temerosas. Luego dos antiguas sillas con patas de araña avanzaron hacia el centro de la habitación y comenzaron una danza extraña y anticuada. Esto hizo reír a la niña, que olvidó al simio y a las cabezas sonrientes. Vieron pues las hadas que habían cometido un error, y enviaron las sillas de vuelta a sus lugares. Pero sabían que la niña había estado todo el día leyendo la historia de Ricitos de Oro. Al instante oyó las voces de los tres osos en la escalera, la voz gruesa, la voz mediana y la voz chillona, y sintió sus pasos suaves y pesados, como si tuvieran calcetines sobre las botas, acercándose cada vez más a la puerta de la habitación, hasta que ya no lo pudo soportar. Hizo exactamente lo mismo que Ricitos de Oro, lo mismo que las hadas querían de ella: se precipitó hacia la ventana, la abrió de un empellón, se trepó a la hiedra y se deslizó hasta el suelo. Entonces huyó hacia el bosque con toda la velocidad que le permitieron sus pies.
          Ahora bien, por más que ella no lo supiera, ésa era la mejor dirección en que podía correr; porque nada es tan malo en su propia casa como fuera de ella; además, estas criaturas maliciosas eran en cierto modo sólo las hijas de la Tierra de las Hadas, y hay allí muchos otros seres; y si un vagabundo llega a ese país los seres buenos lo ayudan más de lo que pueden dañarlo los malos.

Capítulo 3. El Pez del Aire y Abuela

          El sol ya se había puesto y las penumbras se acercaban, pero la niña sólo pensaba en el peligro de los osos tras ella. Si se hubiera dado la vuelta, sin embargo, se habría dado cuenta de que la estaba siguiendo una criatura bastante diferente de un oso. Era de forma curiosa, parecida a un pez, pero con plumas de todos colores en vez de escamas, plumas que brillaban como las de un colibrí. La cabeza parecía la de un búho pequeño.
          Después de correr un largo trecho, al desaparecer las últimas luces, pasó bajo un árbol de ramas colgantes. El árbol dejó caer sus ramas alrededor, y la atrapó, como si de una trampa se tratase. La niña forcejeó, pero las ramas sólo la apretaron más fuerte contra el tronco. Ya se entregaba al terror y la desesperación cuando el pez del aire se abalanzó contra el manojo de ramas y comenzó a cortarlas con el pico. Inmediatemente aflojaron su presa, y la criatura siguió atacándolas hasta que la niña quedó libre. Entonces el pez se colocó frente a ella y comenzó a nadar, con destellos y chispas de sus hermosos colores; y ella lo siguió.
          La guió con delicadeza hasta la puerta de una cabaña. La niña entró tras él. En el centro de la habitación había un fuego brillante, sobre el que hervía y burbujeaba furiosamente un caldero sin tapa. El pez del aire nadó directamente hacia el caldero y dentro del agua hirviente, donde se quedó quieto. Del otro lado del fuego surgió una hermosa mujer que se dirigió hacia la joven. La tomó en sus brazos y dijo:
          –¡Ah, al fin has llegado! Te he buscado durante mucho tiempo.
          Se sentó y la colocó en su regazo, mientras la niña la miraba fijamente. Nunca había visto nada tan hermoso. Era alta y fuerte, con brazos y cuellos blancos y un delicado rubor en el rostro. La niña no pudo determinar el color de su pelo, pero le pareció que tenía un matiz de verde oscuro. No llevaba ningún ornamento, pero se veía como si recién se hubiera quitado muchos diamantes y esmeraldas. Sin embargo, allí estaba, en la cabaña más simple y pobre, que evidentemente era su hogar. Estaba vestida de verde brillante.
          La niña miraba a la dama, la dama miraba a la niña.
          –¿Cómo te llamas? –preguntó la dama.
          –Las sirvientas siempre me llamaron Maraña.
          –Ah, pero eso es porque tu pelo está siempre tan descuidado. ¡Pero la culpa es de ellas, odiosas mujeres! Aun así, es un nombre bonito, y yo también te llamaré Maraña. No te debe molestar que te haga algunas preguntas, porque puedes hacérmelas después tú a mí, las mismas, una por una, y cualquier otra que se te ocurra. ¿Cuántos años tienes?
          –Diez –respondió Maraña.
          –No pareces –dijo la dama. –Perdón, ¿cuántos años tienes tú? –contestó Maraña
          –Miles –respondió la dama.
          –No pareces –dijo Maraña.
          –¿No? Yo creo que sí. ¿No ves qué bella soy?
          Y miró con sus grandes ojos azules a la pequeña Maraña, como si todas las estrellas del cielo se hubieran fundido para hacerlos más brillantes.
          –Ah, no; cuando la gente vive mucho se pone vieja. Eso es lo que siempre pensé, al menos.
          –No tengo tiempo para envejecer –dijo la dama–. Estoy demasiado ocupada. Eso de envejecer es para los ociosos... pero no puedo permitir que mi pequeña esté tan desarreglada. ¿Sabes? ¡No hay un solo lugar limpio en tu cara para besarte!
          –Quizás –apuntó Maraña, avergonzada, aunque no tanta como para no decir algo en su defensa–, quizás es porque el árbol me hizo llorar tanto.
          –¡Queridita! –dijo la dama, mirándola otra vez como si la luna estuviera fundida en su mirada, y besando su carita, sucia y todo–. Ese árbol odioso deberá pagar por hacer llorar a una niña.
          –¿Y cuál es tu nombre, por favor? –preguntó Maraña.
          –Abuela –respondió la dama.
          –¿En serio?
          –En serio. Yo nunca digo mentiras, ni siquiera en broma.
          –¡Qué bien!
          –No podría, por más que quisiera. Si dijera una mentira, se haría verdad, y allí ya habría bastante castigo para mí –y sonrió como el sol a través de un chubasco de verano–. Pero ahora –continuó– debo bañarte y vestirte, y después cenaremos.
          –Yo ya cené hace rato –dijo Maraña.
          –Es verdad –respondió la dama–, hace tres años. Lo que no sabes es que han pasado ya tres años desde que escapaste de los osos. Ahora tienes trece años, y aun más.
          Maraña sólo pudo mirarla boquiabierta. Sentía que debía ser verdad.
          –No tendrás miedo de nada que yo te haga, ¿no? –dijo la dama.
          –Haré mi mejor esfuerzo; pero no puedo asegurarlo, tú sabes –replicó Maraña.
          –Me gusta que digas eso, y me considero satisfecha –respondió la dama.vSacó a la niña de su camisón y llevándola en brazos se dirigió a la pared de la cabaña, donde abrió una puerta. Vio entonces Maraña un estanque profundo, con los bordes cubiertos de plantas verdes, con flores de todos colores. Las plantas y los árboles formaban por encima un techo, como el techo de la cabaña. El estanque estaba lleno de agua hermosa y clara, en la que nadaba una multitud de peces como el que había traído allí a la niña. La luz de sus colores iluminaba todo el lugar y lo hacía visible.
          La dama dijo algunas palabras que Maraña no comprendió, y la arrojó dentro del estanque.
          Los peces se apiñaron a su alrededor. Dos o tres se colocaron debajo de su cabeza y la mantuvieron erguida. Los demás se frotaron contra su cuerpo, y con sus plumas la fueron limpiando. Entonces la dama, que se había quedado observando, habló nuevamente; al instante treinta o cuarenta de los peces se elevaron fuera del agua por debajo de Maraña, y así la llevaron a los brazos que la dama extendía para tomarla. La llevó de regreso al fuego y, tras secarla a conciencia, abrió un arcón de donde extrajo finísimas ropas de lino, con olor a hierba y lavanda; con ellas vistió a la niña, y por encima de todo le puso un vestido verde, idéntico al suyo, brillante y suave, con los mismos pliegues adorables desde el talle, donde estaba sujeto con un cordón marrón hasta los pies desnudos.
          –¿No me darás también un par de zapatos, abuela? –dijo Maraña.
          –No, querida; nada de zapatos. Mira: yo no los uso.
          Así diciendo, se levantó un poco el vestido, mostrando los pies bellísimos pero sin zapatos. Entonces Maraña estuvo contenta de no usarlos tampoco. Y la dama se sentó otra vez con ella, y le peinó el cabello, y se lo cepilló, y luego dejó que se secara mientras preparaba la cena.

Capítulo 4. El lenguaje de la naturaleza

           Primero sacó pan de un hueco en la pared; luego, leche de otro; después, fruta de varias clases de un tercero; y por último fue hasta la marmita sobre el fuego, de donde sacó el pez, ahora bien cocido, y, tras quitarle la piel emplumada, listo para comer.
          –¡P-pero...! –exclamó Maraña. Y miró al pez, incapaz de decir más.
          –Sé lo que estás pensando –contestó la dama–. No te gusta comerte al mensajero que te trajo a casa. Pero es la forma más amable que tienes de agradecerle. La criatura tenía miedo de ir, hasta que vio que puse la marmita al fuego, y oyó que yo le prometía cocerla apenas regresara acompañándote. Entonces se lanzó afuera. Tú viste cómo se metía en la olla apenas entró, ¿no?
          –Sí –respondió Maraña–, y pensé que era muy extraño. Pero entonces te vi, y me olvidé del pez.
          –En la Tierra de las Hadas –siguió la dama, mientras se sentaban a la mesa– la ambición de los animales es ser devorados por la gente; porque ése es el fin más alto a que puede aspirar su condición. Pero en ese caso no son destruidos. Ya verás que de esa marmita sale algo más que el pez muerto.
          Ahora, Maraña se dio cuenta de que la marmita tenía la tapa puesta. Pero la dama no se fijó en ella hasta que hubieron terminado de comer el pez, que a la niña le pareció el más rico que hubiera probado en su vida. Era blanco como la nieve, y delicado como la crema. Y tan pronto como hubo tragado el primer bocado se comenzó a producir en ella un cambio que no podía describir. Oyó un murmullo alrededor, que se hizo cada vez más articulado, hasta que al final, mientras comía, se hizo inteligible. Cuando hubo terminado su porción, oyó cómo los sonidos de todos los animales del bosque venían, juntos, a través de la puerta y hasta sus oídos; porque la puerta todavía estaba abierta de par en par, aunque afuera estaba muy oscuro; y los sonidos eran un lenguaje, un lenguaje que ella podía entender. Pudo distinguir también lo que los insectos de la cabaña estaban diciéndose unos a otros. Llegó a sospechar incluso que los árboles y las flores alrededor de la cabaña mantenían entre sí una conversación; pero no alcanzó a oír lo que decían.
          Terminado el pez, la dama fue hacia el fuego y destapó la olla. De ella salió una criatura pequeña y hermosa, una figura humana con grandes alas blancas, que voló por los techos de la cabaña; luego se dejó caer, revoloteando, y se acurrucó en el regazo de la dama. Ésta le dijo algunas palabras extrañas, la llevó hasta la puerta y la arrojó a la oscuridad. Maraña oyó cómo su aleteo se perdía en la distancia.
          –Ahora bien, ¿hemos hecho algún daño al pez? –dijo la dama al regresar.
          –No –respondió Maraña–, no creo. Y no me molestaría comerme uno cada día.
          –Deben esperar su hora, lo mismo que tú y yo, pequeña Maraña.
          Y le sonrió con una tristeza que la hacía aun más hermosa.
          –Pero –continuó– creo que podemos cenar otro mañana.
          Así diciendo, se dirigió a la puerta donde estaba el estanque, y habló; y esta vez Maraña entendió perfectamente.
          –Quiero a uno de vosotros –dijo–. El más sabio.
          Al instante los peces se reunieron en el centro del estanque con las cabezas formando un círculo sobre el agua, y las colas un círculo más amplio por debajo. Estaban deliberando acerca de sus respectivas sabidurías. Finalmente, uno de ellos voló hasta la mano de la dama, listo y vivaz.
          –¿Sabes dónde termina el arco iris? –le preguntó ella.
          –Sí, madre, perfectamente –respondió el pez.
          –Trae a casa a un joven que encontrarás allí y que no sabe a dónde ir.
          Enseguida el pez estuvo fuera de la puerta. Entonces la dama dijo a Maraña que era hora de ir a la cama; abriendo otra puerta en uno de los costados de la cabaña le mostró un emparrado pequeño, fresco y verde, donde crecía un colchón de brezo púrpura. Tendió sobre éste una manta de pieles emplumadas de peces sabios, que brillaba soberbia a la luz del fuego. Poco después Maraña estaba perdida en los sueños más extraños y placenteros. Y la hermosa dama estaba en cada uno de ellos.

Capítulo 5. La llegada de Musgoso

          A la mañana siguiente la despertó el susurro de las hojas sobre su cabeza, y el sonido del agua que corría. Con sorpresa vio que no había puerta alguna; sólo la pared cubierta de musgo de la cabaña. Por lo tanto, salió por un hueco en el emparrado y llegó al bosque. Se bañó en una corriente que corría alegre entre los árboles, y eso la alegró; porque tras haber estado en el estanque de su Abuela debía permanecer de ahí en más siempre limpia y prolija; y al ponerse el vestido verde se sintió como una dama.
          Pasó aquel día en el bosque, escuchando a las aves y a las bestias y a las cosas que reptaban. Entendía todo lo que decían, aunque luego no podía repetir una sola palabra; y cada especie tenía un idioma distinto, aunque había una comprensión mutua, si bien limitada, entre todos los habitantes del bosque. No vio a la hermosa dama, aunque sintió que todo el tiempo estaba cerca de ella; y se cuidó de alejarse fuera de la vista de la cabaña. Era redonda, como un iglú esquimal o un tipi indio, y no vio en ella puerta ni ventana. De hecho, no tenía ventanas, y aunque estaba llena de puertas todas éstas se abrían desde adentro y no podían verse desde afuera.
          En el crepúsculo, estaba parada al pie de un árbol, oyendo una discusión entre un topo y una ardilla, en la que el topo decía a la ardilla que su cola era lo mejor que tenía, mientras que la ardilla lo llamaba Patas de Pala, cuando, habiéndose extendido la oscuridad a su alrededor, la niña se dio cuenta de algo que brillaba ante su rostro; dándose la vuelta, vio que la puerta de la cabaña estaba abierta, y que la roja luz del fuego fluía hacia ella como un río a través de la oscuridad. Dejó a Topo y Ardilla que arreglaran sus asuntos como pudieran, y corrió dentro de la cabaña. Allí encontró la marmita hirviendo al fuego, y la dama, grande y hermosa, sentada al otro lado.
          –Te estuve observando todo el día –dijo ésta–. Enseguida comerás algo, pero debemos esperar a que nuestra cena venga a casa.
          Puso a Maraña sobre sus rodillas y comenzó a cantarle unas canciones tales que la niña deseó poder escucharlas por siempre. Pero finalmente el brillante pez se precipitó dentro y se hundió en la olla. Lo seguía un joven al que las gastadas ropas quedaban chicas. Su rostro rubicundo rebosaba salud, y en la mano llevaba una joya pequeña, que centelleó a la luz del fuego. Las primeras palabras de la dama fueron:
          –¿Qué tienes en la mano, Musgoso?
          Ahora bien, Musgoso era el nombre que sus compañeros le habían dado, porque tenía una piedra favorita cubierta de moho, sobre la cual solía pasar días enteros leyendo; y decían que el moho había comenzado a crecer en él también.
          Musgoso extendió la mano. Apenas la dama vio que se trataba de la llave dorada, se levantó de su silla, besó a Musgoso en la frente, lo hizo sentar en su propio sitio, y se paró frente a él como un sirviente. Musgoso no pudo soportarlo, y se levantó inmediatamente. Pero la dama le suplicó, con lágrimas en sus bellos ojos, que se sentara y le permitiera servirlo.
          –Pero vos sois una dama grande, espléndida y hermosa –dijo Musgoso.
          –Sí, lo soy. Pero trabajo todo el día, ése es el placer que tengo; ¡y tú tendrás que abandonarme tan pronto!
          –¿Cómo sabéis eso, señora, si me permitís preguntarlo? –inquirió Musgoso.
          –Porque tú tienes la llave dorada.
          –Pero no sé para qué sirve. No puedo encontrar el ojo de la cerradura. ¿Me diréis qué debo hacer?
          –Debes buscar el ojo de la cerradura. Ésa es tu tarea. No puedo ayudarte. Sólo puedo decirte que si lo buscas lo encontrarás.
          –¿Qué tipo de caja abre? ¿Qué hay adentro?
          –Lo ignoro. Tengo sueños acerca de eso, pero nada sé.
          –¿Debo partir ahora mismo?
          –Puedes quedarte aquí esta noche, y tomar algo de mi cena. Pero debes partir por la mañana. Todo lo que yo puedo hacer es darte algunas ropas. Aquí hay una niña llamada Maraña, a quien debes llevar contigo.
          –Eso me gustará –dijo Musgoso.
          –¡No, no! –dijo Maraña–. Por favor, abuela, no quiero dejarte.
          –Debes ir con él, Maraña. Lamento perderte, pero será lo mejor para ti. Ya ves, incluso los peces deben ir dentro de la marmita, y luego a la oscuridad. Si llegas a encontrar al Viejo del Mar, pregúntale si no tiene más peces listos para mí. Mi estanque se está vaciando.
          Diciendo esto, tomó otra vez al pez de la olla, y puso la tapa igual que antes. Se sentaron y comieron, y luego la criatura alada salió de la marmita, dio unas vueltas por el techo y se posó en el regazo de la dama. Ésta le habló, la llevó a la puerta, y la arrojó a la oscuridad. Oyeron el aleteo que se perdía en la distancia.
          Luego la dama condujo a Musgoso a una habitación idéntica a la de Maraña; por la mañana el muchacho encontró ropas junto a él. Se veía muy apuesto con ellas. Pero aquel que lleva las ropas de la Abuela nunca se pone a pensar en cómo luce, sino que ve la elegancia de los demás.
          Maraña no estaba dispuesta a partir.
          –¿Por qué debo dejarte? No conozco a este joven –dijo a la dama.
          –No se me permite conservar a mis niños. No necesitas ir con él si no quieres, pero de todos modos debes partir algún día; y yo preferiría que fueras con él, pues tiene la llave dorada. Ninguna niña debe temer ir con un muchacho que tiene la llave dorada. Tú la cuidarás, Musgoso, ¿verdad?
          –Lo haré –dijo Musgoso.
          Y Maraña lo observó, y le pareció que le gustaría ir con él.
          Y –dijo la dama–, si os perdéis el uno al otro a través de... de... (nunca puedo recordar el nombre de ese país), no temáis, sino seguid adelante.
          Besó a Maraña en la boca y a Musgoso en la frente, los llevó a la puerta, y agitó su mano hacia el este. Musgoso y Maraña se tomaron las manos y se alejaron caminando, internándose en lo profundo del bosque. En la mano derecha, Musgoso llevaba la llave dorada.

Capítulo 6. Un mar de sombras

           Anduvieron así mucho, sin dejar de entretenerse con la charla de los animales. Muy pronto aprendieron lo suficiente de su lenguaje como para preguntar lo que habían menester. Las ardillas en todo momento se mostraban amistosas y sacaban nueces de sus propios almacenes para convidarles; las abejas, en cambio, eran egoístas y hurañas, y justificaban su actitud con la excusa de que Maraña y Musgoso no eran súbditos de la reina, y que la caridad bien entendida comienza por casa, por más que en ese momento no hubiera ningún zángano local con el que ejercerla. Incluso los topos cegatos les proveían cada tanto de cacahuetes y trufas, mientras hablaban como si tuvieran la boca, además de los ojos y los oídos, llena de lana o de la piel velluda que los cubría. Cuando salieron del bosque ya habían hecho muy buenas migas, y Maraña no lamentaba en lo más mínimo que su madre la hubiera enviado con Musgoso.
          Por fin los árboles comenzaron a decrecer y apartarse, el suelo se elevó y se hizo empinado, hasta que todos los árboles quedaron detrás y los dos se hallaron subiendo por un sendero estrecho y bordeado de rocas. De pronto se toparon con un portal basto, por el que accedieron a una galería angosta cortada en la piedra. La oscuridad fue aumentando hasta semejar la boca de un lobo, de modo que tuvieron que tantear para mantener el camino. Después de mucho la luz comenzó a regresar, y salieron a un sendero que bordeaba un precipicio. El sendero serpenteaba hacia abajo, y llevaba a un llano amplio, de forma circular, rodeado en todas direcciones por montañas. Las que se encontraban en frente estaban muy, muy lejos y se elevaban a alturas prodigiosas, con pináculos agudos, azules, helados. El silencio era completo. Ni siquiera llegaba a ellos el sonido del agua.
          Mirando hacia abajo no podían distinguir si el valle era una llanura cubierta de hierba o un lago de aguas tranquilas. Nunca habían visto un lugar así. El camino era difícil y peligroso, pero ellos lo siguieron y llegaron sanos y salvos a la base. Se encontraron con que se trataba de una piedra arenosa, suave y de colores claros, ondulada de a ratos, pero mayormente plana. No los sorprendió ahora que no hubieran podido determinar de qué se trataba, porque la superficie estaba atestada de sombras. Era un mar de sombras. En su mayor parte, eran las sombras de hojas innumerables, con todo tipo de formas hermosas, que se agitaban aquí y allá, flotando y temblando en una brisa de la que no podía sentirse el movimiento ni oírse el susurro. No había bosques que vistieran las laderas de las montañas, pero allí estaban las sombras de las hojas, las ramas y los troncos de muchos árboles, que cubrían el valle hasta donde llegaba la vista.
          Pronto descubrieron que había sombras de flores mezcladas con las de las hojas, y cada tanto la de un ave con el pico abierto, y un canto en él. Otras veces aparecían las formas de criaturas extrañas y gráciles, que corrían arriba y abajo en las sombras de troncos y ramas, y desaparecían en el follaje agitado por el viento. En su caminata se fueron hundiendo hasta las rodillas en ese lago adorable. Pues las sombras no yacían simplemente en el suelo, sino que se elevaban sobre él como figuras sólidas de oscuridad, arrojadas sobre mil planos diferentes del aire. Maraña y Musgoso a menudo levantaban la cabeza buscando ver de dónde venían las sombras; pero nada había salvo una niebla brillante que se extendía sobre ellos, más alta que la cima de las montañas, destacadas claramente contra aquélla. Ni los bosques, ni las hojas, ni las aves eran visibles.
          Al cabo llegaron a espacios más abiertos, donde las sombras se hacían más delgadas; y en algunas partes sólo revoloteaban unas pocas, dejando libre el lugar para lo que pudiera venir después. Ahora había una forma maravillosa, mitad ave mitad humana, que se cruzaba flotando con las alas extendidas. Luego, un exquisito grupo de sombras de niños que brincaban era seguido por la más hermosa de las figuras femeninas, que a su vez cedía al paso de una silueta titánica, y cada una desaparecía en la masa del follaje que se extendía alrededor. A veces se mostraba por un instante el perfil de una belleza y una grandeza inexpresable, y luego se desvanecía. A veces parecían amantes que paseaban de la mano, a veces padre e hijo, a veces hermanos en una disputa amistosa, a veces hermanas unidas en la más grácil comunidad de forma compleja. A veces veían caballos que se cruzaban veloces, libres, o montados por nobles sombras de señores. Pero a algunas de las cosas que los deleitaron nunca supieron cómo describirlas.
          Cerca del centro del llano se sentaron a descansar, en medio de un cúmulo de sombras. Luego de un rato, al alzar la vista, se vieron uno a otro derramando lágrimas: los dos habían estado anhelando el país de donde caían las sombras.
          –Debemos encontrar el país de donde vienen las sombras –dijo Musgoso.
          –Sí, Musgoso querido, debemos hacerlo –respondió Maraña–. ¿Qué tal si es tu llave dorada la que lo abre?
          –Ah, eso sería genial –dijo Musgoso–. Pero debemos descansar aquí un momento, y luego podremos cruzar el llano antes de que caiga la noche.
          Así diciendo se recostó en el suelo, y a su alrededor, a cada lado, y sobre su cabeza seguía adelante el juego constante de las sombras maravillosas. Podía mirar a través de ellas, y ver una detrás de la otra, hasta que se confundían en una masa de oscuridad. También Maraña yacía admirada, anhelando el país del que venían las sombras.

Capítulo 7. El Viejo del Mar

          Una vez descansados, se pusieron en pie y prosiguieron su camino. No podían decir cuánto tiempo habían estado en el llano; pero antes de la noche el cabello de Musgoso estaba veteado de gris, y Maraña tenía arrugas en la frente.
          Al caer la tarde las sombras se hicieron más altas y profundas. Por fin los dos llegaron a un lugar en el que aquéllas se elevaban por sobre sus cabezas y lo oscurecieron todo a su alrededor. Se tomaron muy fuerte de las manos y siguieron en silencio y un poco preocupados. Sentían cómo se agolpaba la oscuridad, y junto con ella algo extrañamente solemne, y la belleza de las sombras dejó de deleitarlos. De pronto Maraña sintió que ya no sostenía la mano de Musgoso, aunque no podía recordar cuándo la había perdido.
          –¡Musgoso, Musgoso! –gritó aterrorizada.
          Pero no había Musgoso que pudiera responderle. Un momento después, las sombras se hundieron ante sus pies, y debajo de ellos, y las montañas se elevaron enfrente. Se volvió a mirar las regiones tenebrosas que había dejado, y llamó una vez más a Musgoso. Allí las tinieblas se agitaban embravecidas, un mar de sombras oscuro, tormentoso y sin espuma, pero de él no salio ningún Musgoso, ni vino trepando la colina en que ella estaba. Se arrojó al suelo y lloró desconsolada.
          De pronto recordó que la hermosa dama les había dicho que, si se perdían en un país cuyo nombre no podía recordar, no debían temer, sino seguir adelante.
          –Además –se dijo a sí misma–, Musgoso tiene la llave dorada, y por lo tanto, creo, no puede ocurrirle nada malo.
          Se levantó y siguió la marcha. Al poco llegó a un precipicio, en cuya faz había una escalera tallada. Cuando hubo llegado por ella a la mitad del camino, la escalera terminó, y la senda conducía directamente hacia el corazón de la montaña. Tenía miedo de entrar, y volviéndose a la escalera la vista de la profundidad ante ella la mareó, y tuvo que tenderse en la boca de la cueva.
          Cuando abrió los ojos, vio a una criatura alada, pequeña y hermosa, parada junto a ella, esperando.
          –Te conozco –dijo Maraña–. Eres mi pez.
          –Sí. Pero ya no soy un pez. Ahora soy un aeranth.
          –¿Qué es eso? –preguntó Maraña.
          –Lo que ves en mí –respondió la figura–. Y he venido a llevarte a través de la montaña.
          –¡Oh! Gracias, querido pez... digo, aeranth –dijo Maraña, levantándose.
          Al instante el aeranth desplegó las alas y voló por el largo y estrecho pasaje, de un modo que recordaba a Maraña el vuelo que tenía cuando aún era un pez. Y tan pronto como sus alas se movieron comenzaron a desprender una lluvia continua de chispas de todos colores que iluminaron el paso ante ellos. En un momento se desvaneció, y Maraña oyó un sonido bajo y dulce, muy distinto del roce y el crepitar de las alas. Ante ella tenía un arco abierto, que dejaba pasar la luz, mezclada con el sonido de las olas del mar.
          Apretó el paso, y cayó, cansada y feliz, sobre la arena amarilla de la playa. Allí se quedó dormida a medias por el agotamiento, y descansó, oyendo el continuo ir y venir de las diminutas olas, que parecían querer seducir a la tierra para que dejara de ser tierra y se volviera mar. Y mientras yacía su mirada se posó en el pie de un gran arco iris que se erguía lejos contra el cielo, del otro lado del mar. Por fin se quedó profundamente dormida.
          Cuando despertó, vio a un viejo de largo cabello blanco sobre los hombros, apoyado en una vara cubierta de brotes verdes, inclinado hacia ella.
          –¿Qué buscas por aquí, hermosa mujer? –dijo.
          –¿Soy hermosa? ¡Qué bueno! –respondió Maraña, levantándose–. Mi abuela es hermosa.
          –Sí. Pero, ¿qué buscas? –repitió el otro, amablemente.
          –Me parece que a usted. ¿No es el Viejo del Mar?
          –Lo soy.
          –Entonces manda mi abuela a preguntar si tiene más peces listos para ella.
          –Iremos a ver, querida –respondió el viejo, hablando aun más amablemente que antes–. Y seguramente puedo hacer algo más por usted, ¿no?
          –Sí... muéstreme el camino para subir al país de donde caen las sombras –dijo Maraña. Pues esperaba reencontrarse con Musgoso allí.
          –¡Ah! En verdad, eso estaría bien –dijo el viejo–. Pero no puedo, porque yo mismo no conozco ese camino. Sin embargo, la enviaré al Viejo de la Tierra. Quizás él pueda. Es mucho más viejo que yo.
          Con su vara como soporte la condujo a lo largo de la costa hasta una roca empinada, que parecía un barco petrificado y dado vuelta. Tenía por puerta el timón de un buque grande, que había estado muchos años en el fondo del mar. Detrás de la puerta había una escalera que penetraba en la roca, y por ella avanzó el viejo, y Maraña tras él. El viejo tenía su casa en el extremo inferior; allí vivía.
          Tan pronto como Maraña entró percibió un ruido extraño, distinto de todos los que había oído antes. Poco después se dio cuenta de que era la charla de los peces. Trató de entender lo que decían; pero era tan anticuada, ruda e indefinida que no pudo sacar gran cosa en claro.
          –Veré de hacer algo con esos peces para mi hija –dijo el Viejo del Mar. Y corriendo un panel que había sobre el muro de su casa miró primero afuera, y luego golpeteó en un trozo de cristal que cubría la abertura redonda. Maraña se colocó junto a él, y atisbando a través de la ventana vio el corazón del océano, grande, profundo y verde, y en él las más curiosas criaturas, algunas muy feas, todas muy extrañas, con bocas especialmente raras; nadaban por todos lados, arriba y abajo, pero todas venían hacia la ventana en respuesta a los golpes del Viejo del Mar. Sólo unas pocas llegaron a pegar sus bocas contra el vidrio; pero incluso las que estaban a flote a millas de distancia volvieron sus cabezas hacia él. El Viejo examinó cuidadosamente el rebaño durante varios minutos, y luego, volviéndose hacia Maraña, dijo:
          –Lo siento, pero todavía no tengo ninguno listo. Necesito más tiempo que ella. Pero enviaré algunos tan pronto como pueda.
          Cerró entonces el panel. En ese momento surgió en el mar un gran barullo. El viejo abrió otra vez el postigo, y golpeó el vidrio, ante lo cual los peces se quedaron tan silenciosos como si estuvieran dormidos.
          –Sólo hablaban de ti –dijo–. ¡Y dicen tantas tonterías! Mañana –continuó– debo mostrarte el camino que conduce hacia el Viejo de la Tierra. Vive muy lejos de aquí.
          –Permítame partir enseguida –dijo Maraña.
          –No. Imposible. Debes venir por aquí primero.
          La condujo a un orificio en el muro que ella no había notado antes. Estaba cubierto por las hojas verdes y los capullos blancos de una enredadera.
          –Bajo el mar todas las flores de las plantas son blancas –dijo el viejo–. Allí dentro encontrarás una tina, en la que debes quedarte hasta que yo te llame.
          Maraña entró y encontró una habitación o cueva más pequeña, que en su extremo más alejado tenía una bañera excavada en la roca, llena hasta al mitad de agua de mar clarísima. Había minúsculas corrientes que caían constantemente en ella desde rendijas en la pared. Estaba pulida por dentro, y tenía una base de arena amarilla. Agrupadas por encima había enormes hojas verdes y flores blancas que la cubrían casi completamente. No bien se hubo desvestido y hubo entrado en el agua, sintió como si ésta la llenara por dentro, y recibió lo que de bueno tiene el sueño pero sin el olvido que trae consigo. Esta sensación duró todo el tiempo que estuvo allí. Y se sintió llena de alegría y esperanza, más de lo que había estado desde que perdiera a Musgoso. Pero no pudo evitar pensar lo triste que sería para un pobre viejo vivir allí, solo, al cuidado de un mar lleno de peces estúpidos y alborotadores.
          Le pareció que había pasado una hora cuando oyó una voz que la llamaba, y salió del baño. Toda la fatiga y el dolor del largo viaje habían desaparecido. Se sentía tan completa y tan fuerte y tan bien como si hubiera dormido una semana entera. Al llegar a la abertura que conducía a la otra parte de la casa, comenzó a retroceder maravillada, porque había visto en ella la figura de un gran hombre, de rostro majestuoso y hermoso, esperándola.
          –Ven –dijo él–; veo que estás lista.
          Ella entró reverente.
          –¿Dónde está el Viejo del Mar? –preguntó, humilde.
          –Aquí sólo estoy yo –respondió él, sonriendo–. Algunos me llaman el Viejo del Mar. Otros tienen otro nombre para mí, y se horrorizan cuando me encuentran caminando por la costa. Por eso evito que me vean, pues tienen tanto miedo que nunca advierten lo que realmente soy. Tú ahora me ves. Pero debo mostrarte el camino que lleva al Viejo de la Tierra.
          La condujo a la cueva en que estaba la tina, y allí Maraña vio, en el rincón opuesto, una segunda abertura en la roca.
          –Toma esa escalera, y ella te llevará a él –dijo el Viejo del Mar.

Capítulo 8. El Viejo de la Tierra

          Descendió por la escalera de caracol hasta que comenzó a temer que no tuviera fin. Bajaba y bajaba, tosca y rota, con manantiales de agua que salían de la roca y corrían por los escalones detrás de ella. Todo estaba bastante oscuro, pero eso no importaba, porque una vez que han estado en ese baño los ojos de la gente despiden una luz que les permite ver. No se sentía nada que reptara en el camino: todo estaba seguro y era agradable, por más que fuese oscuro, húmedo y profundo.
          Por fin se acabaron los escalones, y se encontró en una cueva iluminada. Sobre una piedra en el medio había una figura sentada, de espaldas a ella; la figura de un viejo encorvado por la edad. Desde donde estaba, pudo ver la barba blanca que se extendía por el suelo rocoso frente a él. Cuando entró, el viejo no se movió, de modo que Maraña lo rodeó para poder estar frente a él y hablarle. Cuando miró su rostro, vio que se trataba de un joven de extraordinaria belleza. Estaba sentado, y en trance por el deleite de algo que contemplaba en un espejo hecho de un material parecido a la plata, en el suelo a sus pies; era aquello que ella, desde atrás, había tomado por la barba blanca. Siguió sentado, sin prestar atención a su presencia, pálido a causa de la alegría que su visión le causaba. Ella se quedó parada, mirándolo. Finalmente, con un temblor en la voz, habló. Pero no había sonido en sus palabras. Aun así, el joven levantó la cabeza. No mostró sorpresa, sin embargo; sólo le sonrió en señal de bienvenida.
          –¿Eres tú el Viejo de la Tierra? –había dicho Maraña.
          Y el joven respondió, y Maraña lo oyó, aunque no con sus oídos:
          –Lo soy. ¿Qué puedo hacer por ti?
          –Dime dónde está el camino que lleva al país de donde caen las sombras.
          –¡Ah! Lo ignoro. Yo mismo sólo sueño con él. A veces, veo sus sombras en mi espejo; del camino nada sé. Pero pienso que el Viejo del Fuego debe saber. Es mucho más viejo que yo. Es el hombre más viejo que existe.
          –¿Dónde vive?
          –Te mostraré el camino a su casa. Yo nunca lo vi en persona.
          Así diciendo, el joven se levantó, y se quedó un momento mirando fijamente a Maraña.
          –Quisiera poder ver ese país yo también –dijo–. Pero debo ocuparme de mi trabajo.
          La condujo a un costado de la cueva, y le dijo que aplicara su oído a la pared.
          –¿Qué oyes? –preguntó.
          –Oigo –respondió Maraña– el sonido de una gran cantidad de agua que corre por dentro de la roca.
          –Ese río corre hasta la morada del hombre más viejo que existe: el Viejo del Fuego. Quisiera poder ir a verlo. Pero debo ocuparme de mi trabajo. Ese río es el único camino que lleva a él.
          Entonces el Viejo de la Tierra se inclinó sobre el suelo de la cueva, levantó una enorme piedra y la dejó a un costado. Donde había estado ahora se veía un gran hoyo que bajaba recto.
          –Ése es el camino.
          –Pero no hay una escalera.
          –Debes arrojarte dentro. No hay otro modo.
          Ella se volvió y lo miró de lleno al rostro: pensó que fue durante todo un minuto, pero se trató de un año entero en realidad; entonces se precipitó de cabeza al hoyo.

Capítulo 9. El Viejo del Fuego

          Cuando volvió en sí se encontró con que se estaba deslizando hacia abajo, rápido, muy profundo. Su cabeza estaba bajo el agua, pero eso no quería decir nada, pues, cuando se detuvo a pensarlo, no recordaba haber respirado una sola vez desde su baño en la cueva del Viejo del Mar. Cuando sacó la cabeza a la superficie, la golpeó una ola de calor, repentina y feroz, y la hundió nuevamente al instante, y siguió dejándose llevar.
          La corriente se fue haciendo menos profunda. Poco después ya no podía mantener la cabeza debajo. Entonces las aguas ya no pudieron llevarla. Salió del canal y, paso a paso, siguió el descenso ardiente. El agua desapareció por completo. El calor era terrible. Sintió que se abrasaba hasta los huesos, pero eso no afectó su fuerza. Cada vez hacía más calor. Decía:
          –No puedo soportarlo más –pero seguía adelante.
          Al cabo de mucho, la escalera fue a parar en un arco basto de piedra casi al rojo vivo. A través de éste Maraña cayó, exhausta, en una caverna fresca y musgosa. El suelo y las paredes estaban cubiertos de musgo: verde, suave y húmedo. Una pequeña corriente brotaba de una hendidura en la roca y caía en un cuenco de musgo. Hundió su rostro en él y bebió. Entonces levantó la cabeza y miró en derredor. Se irguió, y miró nuevamente. No vio a nadie en la cueva. Pero en el momento en que se quedó quieta y erguida tuvo la maravillosa sensación de que estaba en el secreto de la tierra y de todos sus caminos. Todo lo que había visto, o aprendido en libros; todo lo que su abuela le había dicho o cantado; todo lo que habían hablado las bestias, las aves y los peces; todo lo que le había sucedido en su viaje con Musgoso, y desde entonces, con el Viejo y el Más Viejo, todo era claro; lo comprendía todo, y veía que todo significaba lo mismo, aunque no podría haberlo expresado con palabras.
          Un momento después descubrió que en uno de los rincones de la cueva había un pequeño niño desnudo sentado en el musgo. Estaba jugando con pelotas de varios colores y tamaños, con las que formaba en el suelo, junto a él, extrañas figuras. Y ahora Maraña sintió que había algo en sus conocimientos que escapaba a su comprensión. Porque supo que debía haber un significado infinito en el cambio y la secuencia y las formas individuales en que el niño ordenaba las pelotas, como así también en las distintas armonías de sus colores, pero no podía determinar qué quería decir todo aquello. Él seguía ocupado, sin dar muestras de cansancio, jugando su juego solitario, sin alzar la vista, sin saber al parecer de la presencia de un extraño en su celda profunda y apartada. Con la diligencia de un tejedor al ordenar sus ovillos, él cambiaba y ordenaba sus pelotas. Cada tanto, un destello de comprensión salía de éstas hacia Maraña, y luego, una vez más, todo volvía a ser no simplemente oscuro sino competamente negro. Ella se quedó mirándolo durante mucho tiempo, porque era una vista que causaba fascinación; y mientras más miraba, más venía a su mente una comprensión indescriptiblemente vaga. Siete años hacía que estaba allí, mirando al niño desnudo con sus pelotas de colores, y a ella le habían parecido siete horas, cuando de pronto la figura que formaron las pelotas, sin que ella supiera por qué, le recordó el Valle de las Sombras, y habló:
          –¿Dónde está el Viejo del Fuego? –dijo.
          –Aquí estoy –dijo el niño, levantándose y dejando sus pelotas en el musgo–. ¿Qué puedo hacer por ti?
          Tan absoluta era la calma en el rostro del niño que Maraña se quedó muda ante él. Éste no sonreía, pero el amor de sus grandes ojos grises era tan hondo como el centro de la tierra. Y junto con el reposo había en su cara un brillo de luna, que parecía a punto de salir en una sonrisa arrebatadora que haría morir en llanto a quien la viera. Aun así, la sonrisa nunca llegaba, y la luz de luna estaba allí, sin quebrarse. Pues el corazón del niño estaba tan profundo que ninguna sonrisa podía llegar desde él hasta el rostro.
          –¿Eres el hombre más viejo que existe? –se animó a preguntar, por fin, Maraña, aunque seguía extasiada.
          –Lo soy. Soy muy, muy viejo. Sé que puedo ayudarte. Puedo ayudar a todo el mundo.
          Y el niño se acercó y la miró a los ojos, lo que la hizo llorar.
          –¿Puedes mostrarme el camino hacia el país del que caen las sombras? –dijo entre gemidos.
          –Sí. Conozco bien el camino. A veces yo mismo he ido allí. Pero no puedes ir por el mismo camino que yo; no eres lo suficientemente vieja. Te mostraré cómo puedes ir.
          –No me envíes otra vez al gran calor –suplicó Maraña.
          –No lo haré –respondió el niño. Y estiró la mano, y la puso, pequeña y fría, en el corazón de ella–. Ahora –dijo– puedes ir. El fuego no te quemará. Vamos.
          La condujo fuera de la cueva, y siguiéndolo a través de otro arco Maraña se encontró en un vasto desierto de arena y roca. El cielo era de roca, y bajaba sobre ellos como sólidas nubes de tormenta; y todo el sitio estaba tan caliente que vio, en riachuelos brillantes, el oro amarillo y la blanca plata y el rojo cobre serpenteando, fundidos, entre las rocas. Pero el calor no podía alcanzarla.
          Cuando hubieron andado un tiempo, el niño giró en una gran piedra, y de debajo tomó algo parecido a un huevo. Luego dibujó con el dedo una gran línea curva en la arena, y puso el huevo en ella. Después dijo algo que Maraña no entendió. El huevo se rompió y salió de ella una serpiente pequeña que, tendida en la arena, creció y creció hasta que cubrió la línea. Cuando hubo alcanzado todo su tamaño comenzó a deslizarse, ondulando como una ola de mar.
          –Sigue a la serpiente –dijo el niño–. Te llevará por el buen camino.
          Maraña siguió a la serpiente. Pero no pudo llegar muy lejos sin volverse a mirar al Niño maravilloso. Estaba solo, parado en el medio del desierto ardiente, frente a una fuente de rojas llamas que había nacido junto a sus pies, con su desnuda blancura brillando, entre roja y rosada, al fuego tórrido. Allí estaba, cuidándola, hasta que la distancia lo llevó fuera de su vista. La serpiente siguió adelante, sin doblar a la izquierda ni a la derecha.

Capítulo 10. De donde caen las sombras

          Mientras tanto, Musgoso había salido del mar de sombras, y siguiendo su camino triste y solitario había alcanzado la playa. Era una tarde oscura y tormentosa. El sol se había puesto. El viento soplaba del mar. Las olas habían rodeado la roca en la que estaba la casa del Viejo. Había un agua profunda entre ésta y la playa, sobre la que caminaba, sola, una figura majestuosa. Musgoso llegó hasta ella y dijo:
          –¿Me diréis dónde puedo encontrar al Viejo del Mar?
          –Yo soy el Viejo del Mar –respondió la figura.
          –Yo veo a un hombre fuerte, de mediana edad y aspecto regio –dijo Musgoso.
          El Viejo lo miró más intensamente, y dijo:
          –Tu vista, joven, es más aguda que la de la mayoría de quienes toman este camino. Esta noche hay tormenta: ven a mi casa y dime qué puedo hacer por ti.
          Musgoso lo siguió. Las olas huyeron de las pisadas del Viejo del Mar, y Musgoso caminó sobre la arena seca.
          Cuando alcanzaron la cueva se sentaron y se miraron mutuamente.
          Ahora Musgoso era ya un hombre viejo. Parecía mucho más viejo que el Viejo del Mar, y sus pies estaban muy cansados.
          Después de mirarlo un momento, el Viejo lo tomó de la mano y lo conduja a la caverna interior. Allí lo ayudó a desvestirse y lo recostó en el baño. Y vio que Musgoso no abría una de sus manos.
          –¿Qué tienes en esa mano? –preguntó.
          Musgoso abrió la mano, y allí estaba la llave dorada.
          –¡Ah! –dijo el Viejo–, eso explica que me conocieras. Y sé el camino por el que debes ir.
          –Quiero encontrar el país del que caen las sombras –dijo Musgoso.
          –Supongo que sí. Yo también. Pero mientras tanto hay algo seguro. ¿Para qué piensas que es la llave?
          –Habrá alguna cerradura, en algún lado. Pero no sé por qué la guardo. Nunca pude encontrar el ojo de la cerradura. Y he vivido bastante, creo –dijo, triste, Musgoso–. No estoy seguro de no ser viejo ya. Sé que me duelen los pies.
          –¿De verdad? –dijo el Viejo, como quien realmente pregunta; y Musgoso, que todavía estaba en la tina, miró sus pies un momento antes de responder– No, no me duelen. Quizás tampoco soy viejo.
          –Levántate y mírate en el agua.
          Musgoso salió del agua y se miró en ella, y no había ni una cana en su cabeza ni una arruga en su piel.
          –Ahora, ya has probado la muerte –dijo el Viejo–. ¿Es buena?
          –Es buena –dijo Musgoso–. Es mejor que la vida.
          –No –dijo el Viejo–, sólo es más vida. Tus pies ya no horadarán el agua.
          –¿Qué queréis decir?
          –Ahora te mostraré.
          Volvieron a la primera caverna, se sentaron y hablaron durante mucho tiempo. Por fin el Viejo del Mar se levantó y dijo a Musgoso:
          –Sígueme.
          Lo llevó una vez más a la escalera y abrió otra puerta. Estaban sobre el mar enfurecido, mirando hacia el este. Más allá del desierto de agua, en el regazo de una nube negra y feroz, estaba el pie de un arco iris, brillante en la oscuridad.
          –Ése es en verdad mi camino –dijo Musgoso, apenas vio el arco iris, y salió caminando sobre el mar. Sus pies no horadaban el agua. Luchó contra el viento, escaló las olas, y avanzó hacia el arco iris. La tormenta murió. La siguieron un día hermoso y una noche aun más hermosa. Sobre la llanura quieta del tranquilo océano sopló una brisa fresca. Y todavía Musgoso viajaba hacia el este. Pero el arco iris se había desvanecido con la tormenta. Día tras día siguió adelante, y pensó que no tenía ningún guía. No vio cómo un pez brillante debajo del agua conducía sus pasos.
          Cruzó el mar y llegó a un gran precipicio de roca, en el cual sólo un sendero llevaba hacia arriba. Sin embargo, no llegó más que a mitad de camino, donde terminaba en una plataforma. Allí se detuvo y meditó: el sendero no podía detenerse allí, porque si así fuese, ¿para qué estaba? Era basto, no muy parejo, pero se trataba sin duda de una senda. Examinó la superficie de la roca. Era suave como el vidrio. Pero mientras sus ojos vagaban desesperados por ella algo brilló, y descubrió una hilera de pequeños zafiros. Delineaban un pequeño agujero en la roca.
          –¡La cerradura! –gritó. Probó la llave. Entraba. Giraba. ¡Clang! ¡crash! retumbó dentro con un eco, como cerrojos de hierro en inmensos calderos de bronce. Sacó la llave. La roca frente a él comenzó a caer. Se alejó de ella tanto como lo permitía la plataforma.
          Ante sus pies cayó una gran losa. Frente a él todavía había roca sólida, pero cuando se paró sobre la losa cayó una segunda, justo al borde de la primera, formando el siguiente escalón de una escalera que siguió formándose a medida que Musgoso ascendía hacia el corazón del precipicio.
          Lo condujo a un salón acorde con el camino: irregular, basto en su conformación, pero de suelos, paredes, pilares y techo abovedado en una sola masa de piedras que brillaban con todos los colores que podía mostrar la luz. En el centro había siete columnas, ordenadas del rojo al violeta. Y en el pedestal de una de ellas estaba sentada una mujer, inmóvil, con el rostro inclinado sobre sus rodillas. Siete años había estado esperando allí. Levantó la cabeza cuando Musgoso se acercó.
          Era Maraña. Su cabello había crecido hasta los pies, y era ondulado como el mar sin viento sobre amplias arenas. Su rostro era hermoso, como el de su abuela, y tan callado y pacífico como el rostro del Viejo del Fuego. Su figura era alta y noble. Musgoso, sin embargo, la reconoció inmediatamente.
          –¡Qué hermosa eres, Maraña! –dijo, deleitado y atónito.
          –¿Lo soy? –contestó ella–. ¡Oh, te he esperado tanto tiempo! Pero tú, tú eres el Viejo del Mar. No. Eres como el Viejo de la Tierra. No, no. Eres como el hombre más viejo que existe. Eres como todos ellos. Y aun así, ¡eres mi viejo y querido Musgoso! ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué hiciste después de que te perdí? ¿Encontraste el ojo de la cerradura? ¿Tienes todavía la llave?
          Ella tenía cien preguntas para hacerle, y él cien más para ella. Se contaron todas sus aventuras y fueron tan felices como pueden serlo un hombre y una mujer. Porque eran más jóvenes y mejores, y más fuertes y sabios que jamás antes.
          Comenzó a oscurecer. Y querían más que nunca llegar al país de donde caen las sombras. Así fue que miraron en derredor, buscando una salida de la cueva. La puerta por la que había entrado Musgoso se había cerrado otra vez, y había media milla de roca entre ellos y el mar. Tampoco pudo Maraña encontrar la abertura en el suelo por la que la serpiente la había traído. Buscaron hasta que todo estuvo tan oscuro que ya no pudieron ver, y desistieron.
          Luego de un rato, empero, la caverna comenzó a brillar de nuevo. La luz venía de la luna, pero no parecía luz de luna, porque brillaba a través de los siete pilares del centro y llenaba el lugar con todos los colores. Y ahora Musgoso vio que había un pilar al lado del rojo que no había notado antes. Y era del mismo color nuevo que había observado en el arco iris visto por primera vez en el bosque de las hadas. Y sobre él vio una chispa de azul. Eran los zafiros que había en torno al ojo de la cerradura. Tomó la llave. Ésta giró en la cerradura trayendo una música eólica.
          Sobre lentas bisagras se abrió una puerta, que reveló una escalera de caracol dentro. La llave se desvaneció de sus dedos. Maraña subió. Musgoso la siguió. Escalando, salieron de la tierra; y, todavía trepando, se elevaron por encima de ella. Estaban en el arco iris. A lo lejos, por sobre océano y suelo, vieron a través de las paredes transparentes la tierra bajo sus pies. Escalera tras escalera se combinaban, y seres hermosos de todas las edades subían junto con ellos.
          Sabían que estaban yendo al país de donde caen las sombras.
          Y ya deben haber llegado.