jueves, 24 de octubre de 2024

El pagano. Jack London (1876-1916)

Nos conocimos bajo los efectos de un huracán. Aunque los dos íbamos en la misma goleta, no me fijé en él hasta que la embarcación se había hecho pedazos bajo nuestros pies. Sin duda, le había visto anteriormente con los demás marineros canacos, pero sin prestarle ninguna atención, cosa muy explicable, pues la Petite Jeanne rebosaba de gente. Había zarpado de Rangiroa con una dotación de once individuos -ocho marineros canacos y tres hombres de raza blanca: el capitán, el segundo y el sobrecargo -, seis pasajeros distinguidos, cada cual con su camarote, y unos ochenta y cinco que viajaban en cubierta y eran indígenas de las islas Tuomotú y Tahití. Esta muchedumbre de hombres, mujeres y niños llevaba consigo un número proporcionado de colchonetas, mantas y fardos de ropa. La temporada perlera de Tuamotú había terminado y todos los que habían trabajado en ella regresaban a Tahití. Los seis pasajeros que disponíamos de camarote éramos compradores de perlas. Había entre nosotros dos americanos, un chino (el más blanco que he visto en mi vida) que se llamaba Ah Choon, un alemán y un judío polaco. Yo completaba la media docena.

La temporada fue tan próspera, que ni nosotros ni los ochenta y cinco pasajeros de cubierta teníamos motivos para quejarnos. Las cosas nos habían ido bien y todos estábamos deseando llegar a Papeete para descansar y divertirnos. No cabía duda de que la Petite Jeanne iba excesivamente cargada. Sólo desplazaba setenta toneladas, y la cantidad de gente que llevaba a bordo era diez veces la que debía llevar. Las bodegas reventaban de copra y madreperla, y el cargamento había invadido incluso la cámara donde se efectuaban las transacciones comerciales. Los marineros tenían que vencer grandes dificultades para realizar las maniobras: como en la cubierta no se podía dar un paso, tenían que subirse a las bordas y pasar por ellas. Por las noches pisaban los cuerpos, materialmente amontonados, de los que dormían, ya esto había que añadir los cerdos y las gallinas que correteaban por la cubierta, y además los sacos de ñame, las guirnaldas de cocos y los racimos de plátanos que se veían por todas partes. A una banda y a otra, entre los obenques de proa y los de la mayor, se habían tendido chicotes lo bastante bajos para que la botavara de mesana no los tocase al moverse, y de cada una de aquellas cuerdas pendían no menos de cincuenta racimos de plátanos.

La travesía se presentaba desagradable, aunque pudiéramos hacerla en sólo dos o tres días, que no necesitaríamos más si soplasen con fuerza los alisios del Sudeste. Pero estos alisios no soplaban con fuerza. A las cinco horas de viaje, el viento cesó por completo, después de lanzar una docena de soplos agónicos. La calma continuó durante toda aquella noche y al día siguiente. Era una de esas calmas resplandecientes y oleosas que hieren la vista hasta el extremo de producir dolor de cabeza. Al otro día murió un hombre, un indígena de la isla de Pascua que se había distinguido entre los pescadores de perlas que aquella temporada habían buceado en la laguna. La enfermedad que lo mató fue la viruela, mal que no entiendo cómo entró en la goleta cuando en tierra, antes de zarpar de Rangiroa, no tuvimos un solo caso. Pero es lo cierto que la viruela ya estaba entre nosotros y había producido una muerte, contaminando, además, a otros tres pasajeros.

No se podía hacer absolutamente nada. No podíamos aislar a los enfermos ni cuidarlos. Íbamos como sardinas en lata. No teníamos más remedio que morirnos. Ésta fue nuestra única perspectiva desde la noche que siguió a la primera muerte. Aquella noche el segundo de a bordo, el sobrecargo, el judío polaco y cuatro pescadores de perlas indígenas huyeron en la ballenera grande. Nunca se volvió a saber de ellos. A la mañana siguiente, el capitán se apresuró a desfondar los botes que quedaban, y así estábamos. Aquel día se produjeron dos defunciones más; al siguiente, tres; luego tuvimos ocho de golpe. Era curiosa la diversidad de nuestras reacciones. Los indígenas se hundieron en un temor apático y estoico. El capitán - se llamaba Oudouse y era francés - perdió el control de sus nervios y charlaba por los codos. Incluso tenía un tic. Era un hombre corpulento y mofletudo, que pesaba lo menos noventa kilos y no tardó en convertirse en una especie de montaña de grasa que temblaba como la jalea.

El alemán, los dos americanos y yo compramos todo el whisky escocés que había a bordo y permanecíamos en un continuo estado de embriaguez. En teoría, esta medida era perfecta. Estando empapados de alcohol como una esponja, todos los gérmenes de la viruela que establecieran contacto con nosotros quedarían inmediatamente hechos ceniza. Y el sistema dio resultado en la práctica, si bien debo confesar que el capitán Oudouse y Ah Choon tampoco fueron atacados por la epidemia, aunque el francés no probaba el alcohol y Ah Choon se limitaba a ingerir una copita diaria. ¡Bonita situación! El sol, que declinaba hacia el Norte, se proyectaba sobre nuestras cabezas. No se percibía ni un soplo de viento, pero de vez en cuando se alzaban rachas fortísimas que duraban de cinco minutos a media hora y terminaban con un verdadero diluvio. Después de cada chubasco, aquel sol abrasador salía de nuevo y hacía brotar nubes de vapor de la empapada cubierta.

Este vaho no me hacía ni pizca de gracia. Era el vapor de la muerte: transportaba millones y millones de microbios. Cuando lo veíamos desprenderse de los muertos y los moribundos, nos echábamos un trago, seguido, por regla general, de dos o tres copas de whisky casi puro. También nos acostumbramos a tomar una copa cada vez que lanzaban un muerto a los tiburones que rebullían alrededor de la goleta. Al cabo de una semana de vivir bajo esta continua pesadilla, el whisky se terminó. Afortunadamente, porque, de lo contrario, yo ya no estaría vivo. Sólo teniendo la cabeza despejada se podía afrontar lo que vino después. El lector estará de acuerdo conmigo cuando conozca el pequeño detalle de que sólo dos hombres salieron con vida del trance. Uno fui yo, naturalmente, y el otro el Pagano, como oí que le llamaba el capitán Oudouse en el momento en que por primera vez fijé la atención en aquel hombre. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Al finalizar aquella semana, cuando ya no nos quedaba ni una gota de whisky y todos los compradores de perlas estábamos serenos, eché una mirada casual al barómetro colgado en la escalera que conducía a mi camarote. En las Tuamotú señalaba normalmente 29'90, y también se consideraba normal que oscilase entre 29'85 y 30, e incluso 30'05. Pero verlo tan bajo como yo lo vi - marcaba 29'62 - era algo que podía serenar en un instante al más embriagado traficante de perlas que haya podido ahogar microbios de viruela en whisky escocés.

Me apresuré a comunicárselo al capitán Oudouse y éste me respondió que hacía ya varias horas que estaba observando el descenso. Poca cosa podíamos hacer, pero la hicimos a conciencia, en vista de las circunstancias. Oudouse mandó arriar las velas ligeras, dejando a la goleta con el trapo suficiente para capear el temporal, dispuso se tendieran cuerdas salvavidas y esperó a que el viento se levantase. Pero cuando éste empezó a soplar, Oudouse cometió la equivocación de ponerse a la capa con el aparejo de babor. Esta maniobra es ciertamente la adecuada para un barco que navega al sur del ecuador, pero no cuando la nave se encuentra, como ocurría a la nuestra, en plena ruta del ciclón. Sí, el ciclón venía derecho hacia nosotros. Lo advertí al notar el aumento incesante de la fuerza del viento y el descenso igualmente continuo del barómetro. Yo habría corrido el temporal con el viento en la cuarta de babor, y sólo cuando el descenso del barómetro hubiera cesado, me habría puesto a la capa. Así se lo dije al capitán. Discutimos. É1 se acaloró y no dio su brazo a torcer. Lo peor era que yo no podía conseguir que los demás compradores de perlas me respaldasen. ¿Cómo podía yo saber más sobre la mar y sus caprichos que un capitán de carrera? Así pensaban ellos, sin duda.

El mar se encrespó amenazadoramente al azote de aquel ventarrón, como era lógico. En mi vida olvidaré las tres primeras olas que saltaron sobre la Petite Jeanne. El barco desobedecía, como suele suceder cuando se va a la capa, y la primera ola produjo efectos devastadores. Los cabos salvavidas sólo tenían utilidad para los fuertes y los sanos, e incluso para éstos resultaron inútiles cuando las mujeres y los niños, los plátanos y los cocos, los cerdos y los hatillos, mezclados con enfermos y moribundos, fueron barridos como una masa compacta que chillaba y gemía. La segunda ola llenó la cubierta de la Petite Jeanne hasta las bordas; y al hundirse su popa y alzarse su proa hacia el cielo, todo el mísero abarrote de seres humanos y bagajes se vertió por la popa, como un torrente humano. Aquellos infelices caían de cabeza, de pie, de costado, rodando, retorciéndose, serpenteando, debatiéndose... De vez en cuando, uno de ellos podía aferrarse a un candelero o a un cabo; pero el peso de los cuerpos que venían detrás le obligaba a soltar su asidero.

Vi a un hombre con la cabeza atrapada entre las bitas de estribor, y esta cabeza se cascó como un huevo. Al darme cuenta de lo que se avecinaba, salté al techo del camarote, y de allí a la mayor. Ah Choon y uno de los americanos intentaron hacer lo mismo, pero ya no pudieron: el americano fue barrido por la ola y saltó por la amura de popa como una brizna de paja; Ah Choon se aferró a una cabilla del timón y se mantuvo asido a ella. Pero una rolliza mujer de Rarotonga, que debía de pesar más de cien kilos, fue arrastrada junto a él y le pasó un brazo por el cuello. Con la otra mano se cogió al timonel canaco, y, en aquel preciso instante, la goleta dio un bandazo a estribor. La riada de cuerpos y de agua de mar que bajaba por el pasillo de babor, entre el camarote y la amura, se desvió súbitamente hacia estribor. Y allá fueron todos, arrastrando a la vahine, a Ah Choon y al timonel. Juraría que el chino me sonrió con filosófica resignación mientras su cuerpo saltaba por la borda y se hundía bajo las aguas espumantes.

La tercera ola, aunque fue la mayor de las tres, no causó tantas daños, pues cuando llegó, casi todos estaban en el guarnimiento, aferrados al aparejo, a las jarcias o al cordaje. En cubierta quedaban quizás una docena de infelices medio ahogados y dando boqueadas, o arrastrándose, aturdidos, con el deseo de ponerse a salvo. Todos ellos saltaron por la borda con los restos de los dos botes que nos quedaban. Los traficantes de perlas que quedaban y yo, entre ola y ola, conseguimos meter a unas quince mujeres y niños en los camarotes y fijar los listones de los encerados de las escotillas. Pero esto sirvió de poco a aquellas pobres criaturas. El vendaval era espantoso. Nunca hubiera creído que el viento pudiese soplar con tanta fuerza. No hay palabras para describirlo. No es fácil describir una pesadilla. Y en el mismo caso estaba aquel huracán. Nos arrancaba las ropas del cuerpo. Sí, nos las arrancaba. No pido al lector que me crea: me limito a referir algo que vi y experimenté. A veces incluso a mí me cuesta creerlo. En fin, el caso es que conseguí salir con vida. Parecía imposible que alguien saliera vivo de aquel huracán. Era algo monstruoso, y más monstruoso aún que fuera en aumento.

Imagínese el lector millones y millones de toneladas de arena. Imagínese después esta arena cruzando el espacio a ciento cincuenta, a ciento sesenta, a doscientos kilómetros por hora, e incluso más. Imagínese luego que esta arena es invisible, impalpable, pero que conserva todo el peso y toda la densidad de la arena. Imagínese todo esto, y tendrá una idea aproximada de lo que era aquel viento. Tal vez la comparación resulte más exacta sustituyendo la arena por barro, un barro invisible, impalpable, pero con todo su peso. No, tampoco esto es exacto. Consideremos cada molécula de aire como un banco de lodo. Luego tratemos de imaginarnos los múltiples impactos de estas masas cenagosas. No, no soy capaz de describirlo. Las palabras tal vez sirvan para expresar los hechos normales de la vida, pero no es posible aplicarlas a aquel huracán apocalíptico. Debí atenerme a mi intención original de no intentar describirlo. Diré únicamente esto: la mar, que al principio se había encrespado, terminó aplacada por el huracán. Es más, parecía que el vendaval había absorbido todo el océano para arrojarlo violentamente contra aquella porción del espacio que antes había estado ocupada por una porción de la atmósfera.

Por supuesto, hacía ya rato que nos habíamos quedado sin velas, pero el capitán Oudouse tenía a bordo de la Petite Jeanne algo que yo no había visto hasta entonces en ninguna goleta de las que navegaban por los mares del Sur: un ancla flotante. Era de lona, tenía la forma de un colador, y un enorme aro de hierro mantenía abierta su boca. El ancla flotante se lanza poco más o menos como una cometa y ofrece resistencia al agua del mismo modo que una cometa ofrece resistencia al viento. La única diferencia es que el ancla flotante permanece a flor de agua, en posición vertical. Un cabo de gran longitud la unía a la goleta. Gracias a este artilugio conseguimos mantener la Petite Jeanne proa al viento y al oleaje. La situación hubiera sido francamente favorable de no habernos hallado en medio del camino de la galerna. Bien es verdad que el viento nos arrancó las velas de los tomadores, zarandeó terriblemente nuestros masteleros y nos hizo trizas el aparejo, pero aún hubiéramos salido airosos del trance si no hubiéramos estado en el centro del ciclón. Ésta fue nuestra sentencia de muerte. Yo había caído en un estado de aturdimiento, en una especie de colapso de confusión y paralización a causa de los embates del viento, y creo que ya estaba a punto de rendirme a la muerte cuando el centro del huracán cayó sobre nosotros. El golpe que recibimos consistió en un recalmón absoluto. No soplaba ni un hálito de aire. El efecto que esto nos produjo fue aterrador.

Recuerde el lector que llevábamos varias horas de espantosa tensión muscular, soportando la terrible presión de aquel viento. Y, de pronto, esta presión cesó. Me pareció que iba a estallar, que mi cuerpo iba a saltar a trozos en todas direcciones. Era como si todos los átomos que componían mi persona se repeliesen mutuamente y estuvieran a punto de desparramarse por el espacio. Pero esto sólo duró un momento. La destrucción se avecinaba. Al faltar el viento y la presión, la mar se elevó, saltó materialmente hacia las nubes. Desde todos los puntos de la rosa de los vientos el huracán soplaba hacia aquel centro en calma, con furia incontenible, y esto dio lugar a que la mar se alzara por todas partes en aquella zona donde no había vientos que la contuvieran. Las olas subían como tapones de corcho desprendidos del fondo de una bañera, sin orden ni concierto, en una especie de loca danza. La menor de ellas alcanzaba veinticinco metros de altura. En realidad, no eran olas. No se parecían a nada conocido. Eran monstruosos surtidores de veinticinco metros de altura. ¿Veinticinco? Tal vez más. Aventajaban a nuestros masteleros. Eran trombas, explosiones, columnas de agua que parecían borrachas. Caían por todas partes, de cualquier modo. Chocaban y se zarandeaban mutuamente. Se abalanzaban una contra otra o se separaban como mil cataratas simultáneas. Aquel centro del huracán no se parecía a ningún océano conocido por el hombre. Era algo caótico, confuso hasta lo indescriptible..., la anarquía acuática, un trozo de mar endemoniado, que se había vuelto loco.

¿Y la Petite Jeanne? No lo sé. El Pagano me dijo después que él tampoco lo sabía. La goleta fue abierta en canal, desgarrada, triturada, aniquilada. Cuando me di cuenta de lo que su cedía, me encontré en el agua, nadando maquinalmente, medio ahogado. No recuerdo cómo llegué adonde estaba. Recuerdo únicamente que vi saltar en pedazos a la Petite Jeanne en el instante mismo en que quedé inconsciente a consecuencia de los golpes y el zarandeo. Pero allí estaba, tratando de mantenerme a flote, aunque las perspectivas eran muy poco esperanzadoras. El viento se había levantado de nuevo, la mar estaba mucho menos encrespada y las olas eran más regulares. Por todo esto comprendí que habíamos salido del centro del ciclón. Por fortuna, no había tiburones en los alrededores. El huracán había diseminado la horda voraz que seguía al barco de la muerte para devorar los cadáveres que iban cayendo. La Petite Jeanne debió de hacerse añicos alrededor del mediodía, y, aproximadamente dos horas después, tropecé, de improviso, con el cuartel de una escotilla. Entonces llovía a mares, y fue obra del azar que encontrase el cuartel de aquella escotilla. Del asidero de cuerda pendía un chicote. Comprendí que podría durar todo un día, suponiendo, claro es, que los tiburones no volviesen. Tres horas después, o tal vez un poco más, cuando me hallaba junto al madero con los ojos cerrados, poniendo toda mi alma en el empeño de llevar suficiente aire a mis pulmones, ya que de ello dependía mi vida, y procurando al mismo tiempo no tragar demasiada agua para no ahogarme, me pareció oír voces. Había cesado la lluvia, el viento amainaba y en el mar empezaba a reinar una calma magnífica. A menos de seis metros, asidos a otro cuartel de escotilla, estaban el capitán Oudoude y el Pagano. Luchaban por la posesión del madero. Cuando menos, esto era lo que hacía el francés.

- Pdien noir! - le oí gritar y, al mismo tiempo, vi que asestaba un furioso puntapié al canaco.

El capitán Oudouse había perdido todas sus ropas. Sólo conservaba el calzado, unas botas bastas y recias. Por lo tanto, el golpe fue cruel. Alcanzó al Pagano en la boca y el mentón, y lo aturdió momentáneamente. Yo esperaba que replicaría al ataque, pero se limitó a alejarse, con gesto desolado, para permanecer a la prudente distancia de tres metros. Cada vez que un movimiento de la mar ponía al Pagano a su alcance, el francés, aferrándose con las manos al madero, lo golpeaba con los dos pies, y lo llamaba «pagano negro».

- ¡Por menos de cinco céntimos te ahogaría, animal blanco! - le grité sin poder contenerme.

Si no puse en práctica esta amenaza, fue por el tremendo cansancio que sentía. La simple idea de ir nadando hasta él me producía náuseas. Así, pues, llamé al canaco y compartí con él mi madero. Entonces él me dijo que se llamaba Otoo. También me explicó que era natural de Borabora, la isla más occidental del archipiélago de la Sociedad. Más tarde supe que él fue el primero en encontrar el madero flotante. Poco después había visto al capitán Oudouse y le había llamado para repartirse con él el asidero y el francés se lo agradeció apartándole a puntapiés. Así fue como Otoo y yo nos conocimos. Él no tenía espíritu combativo. Por el contrario, era todo dulzura y amabilidad, un hombre lleno de simpatía, aunque medía casi un metro ochenta y tenía la musculatura de un gladiador. No era pendenciero, pero esto no quiere decir que fuese un cobarde. Tenía el arrojo de un león. En los años siguientes le vi correr riesgos que yo no me habría atrevido a afrontar. En resumidas cuentas, que si bien no era de carácter belicoso y rehuía las peleas, nunca se hacía el desentendido cuando tenía que afrontarlas forzosamente. Sólo se lanzaba a la lucha cuando era verdaderamente necesario. Nunca olvidaré lo que hizo a Bill King. Ocurrió en la Samoa alemana. Bill King era el campeón de los pesos pesados de la armada norteamericana.

Era un verdadero bruto, un gorila, un tipo duro de los que pegan con intención de hacer daño, y que, además, manejaba con destreza los puños. Un día que buscaba camorra hubo de dar dos puntapiés y un puñetazo a Otoo antes de que éste considerase que no había más remedio que luchar. La contienda duró cuatro minutos escasos. Al final de ella, Bill King era el desdichado propietario de cuatro costillas rotas, un antebrazo fracturado y una paletilla dislocada. Otoo no sabía una palabra de boxeo científico, pero sí cómo debía atacar a su adversario. Bill King tardó cosa de tres meses en reponerse de la lección que recibió aquella tarde en la playa de Apia. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Decía que ofrecí a Otoo una parte de mi tabla de salvación. Empezamos a hacer guardias por turnos. Mientras uno descansaba tendido sobre el madero, el otro permanecía asido a él y hundido en el agua hasta el cuello. Durante dos días con sus noches, pasando del agua al madero y del madero al agua, fuimos a la deriva por el océano. Últimamente, yo deliraba casi de continuo, y, a veces, oía que también Otoo profería palabras incoherentes en su ¡dioma natal. Nuestra continua inmersión nos evitó morir de sed, aunque el agua de mar y los ardientes rayos del sol constituyeron una infernal combinación de fuego y salmuera. Finalmente, Otoo me salvó la vida. Cuando recobré el conocimiento me vi tendido en una playa, a seis metros del agua, protegido del sol por dos hojas de palmera. Solamente Otoo había podido arrastrarme hasta allí y prepararme aquella sombrilla. Le vi tendido a mi lado. Volví a desmayarme y cuando recuperé nuevamente el conocimiento, noté fresco y vi la noche estrellada sobre mi cabeza, mientras Otoo aplicaba un coco partido a mis labios para que bebiese.
Éramos los únicos supervivientes de la Petite Jeanne. El capitán Oudouse debió de perecer agotado, pues unos días después su madero fue arrojado a la playa por el oleaje. Otoo y yo vivimos con los indígenas del atolón durante una semana. Luego fuimos rescatados por un crucero francés, que nos llevó a Tahití. Pero antes habíamos realizado la ceremonia del cambio de nombres. En los mares del Sur esta ceremonia establece entre dos hombres vínculos más estrechos que los de sangre. La iniciativa fue mía, y Otoo mostró un entusiasmo indescriptible cuando se lo propuse.

- Es una gran idea - dijo en tahitiano -. Hemos sido compañeros durante dos días en la misma boca de la muerte.
-Pero la muerte tartamudeaba -le dije, sonriendo.
- Hiciste algo magnífico, patrón - me contestó -, y la muerte no cometió la vileza de hablar.
- ¿Por qué me llamas «patrón»? - le pregunté, contrariado -. Hemos cambiado nuestros nombres. Para ti, yo soy ahora Otoo; para mí tú eres Charley. Y entre tú y yo, para siempre jamás, tú serás Charley y yo seré Otoo. Es una ley de los mares del Sur. Y cuando muramos, si seguimos viviendo más allá de las estrellas y del cielo, tú seguirás siendo Charley para mí y yo seguiré siendo Otoo para ti.
- Sí, patrón - respondió él, mientras sus ojos luminosos brillaban de ternura y de alegría.
- ¡Ya lo has vuelto a decir! - exclamé, indignado.
- ¿Qué importa lo que digan mis labios? - repuso él -. No son más que mis labios los que lo dicen. Yo siempre diré Otoo con el pensamiento. Cada vez que piense en mí, pensaré en ti. Cada vez que me llamen por mi nombre, pensaré en ti. Y más allá del cielo y las estrellas, para siempre jamás, tú serás para mí Otoo. ¿Te parece bien, patrón?

Tratando de disimular una sonrisa, le contesté que me parecía bien. En Papeete nos separamos. Yo me quedé en tierra para reponer mis fuerzas y él se fue en un cúter a su isla natal, Borabora. Seis semanas después estaba de vuelta. Esto me sorprendió, porque me había hablado de su mujer y comunicado su intención de permanecer a su lado y dejar de navegar.

- ¿Adónde vas, patrón? - me preguntó cuando nos hubimos saludado.
Yo me encogí de hombros. La pregunta era peliaguda.
-Por todo el mundo- respondí-, por todo el mundo; por toda la mar y por todas las islas que hay en la mar.
- Te acompañaré - dijo sencillamente -. Mi mujer ha muerto.

Yo no he tenido hermanos; pero, por lo que he visto de los hermanos que tienen los demás hombres, dudo que nadie haya tenido jamás un hermano que fuese para él lo que Otoo fue para mí. Era hermano, padre y madre, todo en una pieza. Y puedo asegurar que me convertí en un hombre mejor y más honrado, gracias a Otoo. Me importaba muy poco la opinión ajena, pero quería portarme bien a los ojos de mi amigo. Por él, no me atrevería a envilecerme. Otoo había hecho de mí su ideal, componiéndome y adornándome según le dictaba su devoción y su amor fraternal. Más de una vez estuve a punto de hundirme en el cieno y, al pensar en Otoo, me contuve. Él estaba orgulloso de mí, y este orgullo se me había contagiado hasta el extremo de que no defraudarle se convirtió en una de mis principales normas de conducta. Naturalmente, yo no conocí en seguida los sentimientos que le inspiraba, pero al advertir que nunca me censuraba, ni me contradecía, poco a poco fui comprendiendo el alto concepto en que me tenía y el daño que le haría si no me esforzaba por no defraudarle.

Estuvimos juntos diecisiete años. Sí, durante diecisiete años lo tuve a mi lado, velando mi sueño, cuidando de mí cuando la fiebre me dominaba o me habían herido, e incluso recibiendo heridas para defenderme. Se enroló en los mismos barcos que yo, y ambos recorrimos el Pacífico desde Hawai hasta Punta Sidney y desde el estrecho de Torres a las Galápagos. Fuimos en barcos de negreros desde las Nuevas Hébridas y las islas de la Sonda hacia el Oeste, atravesando las Lusíadas, Nueva Bretaña, Nueva Irlanda y Nuevo Hanover. Naufragamos tres veces: en las Gilbert, en el archipiélago de Santa Cruz y en las Fiji. Y comerciamos y ahorramos allí donde se podía hacer un dólar traficando con perlas, nácar, copra, trepang, carey y pecios embarrancados. La cosa empezó en Papeete, inmediatamente después de manifestarme Otoo su deseo de acompañarme por los siete mares y sus islas. En aquellos días había en Papeete un casino donde se reunían los traficantes de perlas, los mercaderes, los capitanes de barco y toda la escoria de aventureros de los mares del Sur. En aquel mismo casino se jugaba fuerte y el alcohol corría a raudales; y yo me acostumbré a permanecer en el local hasta una hora avanzada de la noche, hasta mucho más tarde de lo conveniente. Pero, fuera cual fuere la hora en que salía, siempre encontraba a Otoo esperándome a la puerta para acompañarme a casa y dejarme en ella sano y salvo.

Al principio, me limitaba a sonreír, pero después lo reprendí, y terminé por decirle lisa y llanamente que no necesitaba niñera. Después de esto, ya no volví a tropezarme con él en la puerta del casino. Por pura casualidad, cosa de una semana después, descubrí que me seguía hasta la casa, deslizándose entre las sombras de los mangos para que no le viese. ¿Qué podía hacer? He aquí lo que hice. Sin darme cuenta, empecé a llevar una vida más regular, a volver a casa a una hora más prudente. Las noches en que llovía o había tormenta, por muchos esfuerzos que hiciera para divertirme, la idea de que Otoo estaba esperándome, empapado y rendido, bajo los mangos chorreantes, no se apartaba de mí. Indudablemente, hizo de mí un hombre mejor. Me regeneré. Sin embargo, ni tenía nada de mojigato ni - esto menos aún - conocía la moralidad cristiana al uso. En Borabora todos eran cristianos; pero él era pagano, el único ateo de la isla, un grosero materialista que consideraba que cuando muriese, quedaría muerto y nada más. Únicamente creía en el juego limpio y en la honradez. El hurto y el engaño, por insignificantes que fuesen, eran para él algo casi tan grave como el homicidio deliberado, e incluso me atrevería a decir que sentía más respeto por un asesino que por un rufián.

No le gustaba que hiciese cosas que pudieran perjudicarme. El juego le parecía bien-él era un jugador empedernido- , pero no acostarse tarde, pues, según me explicó, era malo para la salud. Había visto morir abrasados por la fiebre a hombres que llevaban mala vida. No era un abstemio y se bebía una copa de buen grado cuando había que hacer maniobras a bordo con tiempo borrascoso, pero preconizaba la moderación en la bebida, pues había visto a demasiados hombres que morían o enfermaban por abusar del vino o del whisky. Todo lo relacionado con mi bienestar le preocupaba. Preveía todas mis acciones, consideraba mis planes y ponía más interés en ellos que yo mismo. Al principio, cuando yo no me había dado cuenta aún del interés que sentía por mis cosas, llegaba incluso a adivinar mis intenciones. Así ocurrió cuando acaricié la idea de formar sociedad con un bribón, paisano mío, al que conocí en Papeete, para cierto negocio de guano. Entonces yo no sabía que aquel hombre era un bribón. Ni yo, ni ningún blanco de Papeete. Tampoco lo sabía Otoo. Pero cuando vio que me iba a asociar con él, lo averiguó, sin que yo se lo pidiese. A Tahití van a parar marineros procedentes de todos los confines del mundo. Otoo, que al principio sólo abrigaba ciertas sospechas, se mezcló con ellos y así pudo reunir una serie de datos que confirmaban sus sospechas. ¡Menudo pájaro estaba hecho el tal Randolph Waters! Apenas podía creer lo que Otoo me contó, pero cuando se lo referí al propio Waters, él se calló como un muerto y se fue en el primer vapor que zarpó hacia Auckland.

Al principio, lo confieso, me molestaba que Otoo se entrometiese en mis asuntos. Pero sabía que obraba con absoluto desinterés, y no pasó mucho tiempo sin que tuviese que agradecerle su prudencia y su discreción. Siempre estaba alerta, al acecho de lo más conveniente para mí, y era un hombre de visión penetrante y espíritu previsor. Andando el tiempo, se convirtió en mi consejero, y llegó a estar más enterado que yo de mis asuntos. A decir verdad, velaba por mis intereses con más celo que yo mismo. Yo vivía con la magnífica despreocupación de la juventud, pues prefería la vida novelesca a los dólares, y la aventura a un buen empleo y a pasar las noches en casa. Fue una suerte, pues, tener a alguien que velase por mí. Estoy convencido de que si no hubiese existido Otoo, yo no estaría donde estoy. He aquí un ejemplo. Antes de dedicarme al comercio de perlas en las Tuamotú, yo había navegado en algunos barcos negreros. Otoo y yo estábamos en la playa de Samoa, con los bolsillos vacíos, cuando se me presentó la ocasión de embarcar como reclutador en un negrero. Otoo se enroló conmigo en el bergantín, y durante los seis años siguientes, en los que cambiamos otras tantas veces de barco, recorrimos las regiones más salvajes de la Melanesia. Otoo consiguió siempre ir como primer remero en el bote que me transportaba a tierra. Nuestro sistema para reclutar mano de obra consistía en desembarcar al reclutador en la playa. El bote de cobertura siempre se quedaba a unos centenares de metros de la orilla, mientras el bote del reclutador, parado también, se mantenía muy cerca de ella. Cuando yo desembarqué con mis baratijas, fondeando el remo largo y pesado que me servía para gobernar el bote, Otoo abandonó su posición de bogavante y pasó a las escotas de popa, donde teníamos un Winchester oculto por una lona. La tripulación del bote iba también armada, con los Snider ocultos bajo una lona que corría por toda la regala. Mientras yo discutía con los caníbales de cabeza lanuda, tratando de convencerlos de que fuesen a trabajar a las plantaciones de Queensland, Otoo se mantenía alerta. Y, de vez en cuando, me anunciaba en voz baja movimientos sospechosos y traiciones inminentes. Su primera advertencia solía ser el rápido disparo de su rifle. Y cuando yo corría hacia el bote, siempre encontraba su mano amiga para izarme a bordo de un tirón. Recuerdo que una vez, cuando navegábamos en el Santa Ana, apenas llegó el bote a la orilla, empezó el jaleo. El bote de protección acudió presuroso en nuestra ayuda, pero los salvajes, que eran varias docenas, nos hubieran liquidado antes de que llegaran nuestros amigos. Otoo saltó como una flecha a la playa, introdujo sus dos manos en el montón de baratijas y lanzó en todas direcciones el tabaco, las cuentas de vidrio, las hachas, los cuchillos, las telas de percal...

Los indígenas no pudieron menos de arrojarse sobre aquellos tesoros, y nosotros tuvimos tiempo para empujar el bote mar adentro, saltar a él y alejarnos más de diez metros de la playa. Además, en las cuatro horas siguientes, conseguí reclutar treinta negros en aquella misma playa. El caso que menos puedo olvidar sucedió en Malaita, la isla más salvaje del grupo oriental de las Salomón. Los indígenas nos habían dado grandes muestras de amistad. ¿Cómo podíamos sa ber que todo el poblado llevaba más de dos años haciendo una colecta para comprar la cabeza de un hombre blanco? Aquellos salvajes son cazadores de cabezas, y las de los blancos tienen para ellos gran valor. El que consiguiese capturar una cabeza blanca recibiría el producto íntegro de la colecta. Como digo, se mostraban muy cordiales cuando yo estaba traficando en la playa, a más de cien metros del bote. Otoo ya me había advertido y, como siempre que no le hacía caso, después tuve que arrepentirme.

Cuando menos lo esperaba, una nube de lanzas salió de la ciénaga de mangles en dirección a mí. Lo menos una docena de ellas se clavaron en mi cuerpo. Eché a correr, pero me enredé con una que se me había hincado profundamente en la pantorrilla y caí. Los salvajes corrieron en tropel hacia mí, armados con hachas de largo mango y hoja en forma de abanico, con las que se proponían cortarme la cabeza. Estaban tan ansiosos de ganar el premio, que se empujaban y se cerraban el paso unos a otros. En la confusión reinante evité varios hachazos hurtando el cuerpo a derecha e izquierda sobre la arena. Entonces llegó Otoo, el que tan bien sabía entendérselas con los enemigos. Se había procurado no sé cómo una pesada maza de hierro, que para la lucha cuerpo a cuerpo resultaba un arma mucho más eficaz que el rifle. Se introdujo en el grupo de salvajes. Así, éstos no podían utilizar contra él sus lanzas y, menos todavía, sus hachas. Otoo luchaba por mí, y un frenesí espantoso lo poseía. ¡Había que verle manejar la maza de guerra! Con sus molinetes partía los cráneos como si fuesen naranjas maduras. Al fin los obligó a retroceder. Entonces me cogió en brazos y echó a correr hacia el bote. En este momento recibió sus primeras heridas. Llegó al bote con cuatro lanzas clavadas en el cuerpo. Pero echó mano de su Winchester y abatió tantos hombres como disparos hizo. Entonces regresamos a la goleta, donde nos asistieron. Diecisiete años estuvimos juntos. Yo soy obra suya. De no haber existido él, hoy sería yo un sobrecargo, un reclutador de negros o un simple recuerdo.

- Ahora gastas el dinero y después puedes ganar más - me dijo un día -. Es fácil para ti ganar dinero ahora. Pero cuando te hagas viejo, ni tendrás dinero ni podrás ganarlo. Estoy seguro, patrón. He observado las costumbres de los hombres blancos. En las playas hay muchos viejos que antes fueron jóvenes y que ganaban el dinero como lo ganas tú. Pero ahora son viejos, no tienen nada y esperan que los jóvenes como tú bajen a tierra para que les inviten a una copa. El negro trabaja como esclavo en las plantaciones. Le dan veinte dólares al año y trabaja mucho. El capataz no trabaja tanto. Va montado a caballo y vigila a los negros mientras trabajan. Gana mil doscientos dólares al año. Yo soy marinero en la goleta. Gano quince dólares al mes. Los gano porque soy un buen marinero y trabajo mucho. El capitán tiene un buen camarote y bebe cerveza en largas botellas. Yo nunca le he visto tirar de un cabo ni manejar un remo. Gana ciento cincuenta dólares mensuales. Yo soy un marinero. Él es un marino. Patrón, creo que te convendría estudiar el arte de navegar.

Otoo no cejó hasta que lo hice. Navegó conmigo como segundo de a bordo en la primera goleta que mandé y se enorgullecía de mi mando mucho más que yo. Más adelante me dijo:

-El capitán tiene una buena paga, patrón, pero el barco está a su cargo y él nunca está libre de cuidados. El dueño del barco gana más..., el dueño, que se queda en tierra entre sus criados, y se limita a invertir su dinero.
- De acuerdo, pero una goleta vale cinco mil dólares - objeté -. Es más, por ese precio sólo se puede comprar un barco viejo y desvencijado. Cuando consiga tener ahorrados cinco mil dólares, ya seré viejo.
- Los hombres blancos pueden reunir dinero rápidamente - dijo Otoo, señalando la playa bordeada de cocoteros.

En aquel entonces nos hallábamos en las Salomón, embarcando un cargamento de marfil vegetal en la costa este de Guadalcanal.

- Entre la desembocadura de este río y la del siguiente hay más de tres kilómetros -prosiguió Otoo -. El terreno es llano hasta muy al interior. Ahora no vale nada. El año que viene, o el otro, ¿quién sabe?, estos terrenos subirán mucho. El fondeadero es bueno.

Los grandes vapores pueden acercarse bastante a tierra. Podrías comprar el terreno, una faja de más de seis kilómetros de ancho y que vaya de río a río. El viejo jefe te lo vendería por diez mil pastillas de tabaco, diez botellas de ron y un Snider, que te costará cien dólares a lo sumo. Luego registras la escritura ante el comisario, y el año que viene o el otro, lo vendes y ganarás dinero suficiente para comprar un barco. Seguí estas indicaciones y sus predicciones se cumplieron, aunque no en dos años, sino en tres. Después realicé la ventajosa transacción de los pastos de Guadalcanal, extensión de veinte mil acres, que me arrendó el gobierno por novecientos noventa y nueve años mediante el pago de una suma nominal. Tuve en arriendo estas tierras exactamente noventa días. Después las cedí a una compañía por una suma más que respetable. Siempre era Otoo quien preveía las cosas y veía las ocasiones. Gracias a él realicé el desguace del Doncaster, que compré en una subasta por cien libras y me proporcionó una ganancia neta de tres mil. También fue idea de Otoo el negocio de la plantación de Savaí y la transacción de cacao de Upolu.

No navegábamos tanto como en los primeros tiempos. Mi situación económica era ya floreciente. Me casé y viví como un señor. Pero Otoo seguía siendo el de siempre. Iba por la casa y por la oficina con la pipa de madera, el torso cubierto por una camiseta que le había costado un chelín, y un lava-lava 9 de cuatro chelines alrededor de su cintura. Yo le ofrecía dinero, pero él no lo aceptaba. La única compensación que admitía por lo mucho que había hecho por mí era que le devolviera con creces su afecto. Y bien sabe Dios que en esto le complacíamos holgadamente. Todos nosotros le queríamos de veras. Los niños le idolatraban y, si se hubiera dejado malcriar, no cabe duda de que mi esposa le habría echado a perder. ¡Cómo adoraba a los niños! Él los enseñó a dar los primeros pasos en la vida, después de enseñarles a andar. Los cuidaba cuando estaban enfermos y, aún hacían pinitos, como suele decirse, cuando se los llevaba a la laguna para convertirlos en verdaderos anfibios. Llegaron a saber mucho más que yo acerca de las costumbres de los peces y del modo de pescarlos. Y en lo concerniente a la selva ocurrió lo mismo. A los siete años, Tom sabía sobre la caza y los bosques cosas que yo ni siquiera sospechaba que existiesen. A los seis años, Mary pasaba sobre la Roca Resbaladiza sin inmutarse, siendo así que yo había conocido a hombres hechos y derechos que no se atrevían a poner los pies en ella. Y en cuanto a Frank, al cumplir los seis años, ya se sumergía a tres brazas de profundidad para recoger monedas.

- A mis paisanos de Borabora, todos cristianos, no les gusta la gente pagana. Y a mí no me gustan los cristianos de Borabora -me dijo un día en que yo, con el propósito de obligarle a gastar parte del dinero que le pertenecía por derecho propio, trataba de convencerlo de que hiciera una visita a su isla natal en una de nuestras goletas, un viaje organizado exclusivamente para él y en el que yo estaba decidido a gastar el dinero a manos llenas.

Aunque he dicho una de «nuestras» goletas, a la sazón todos los barcos eran exclusivamente míos, por lo menos legalmente, a pesar de que había hecho denodados esfuerzos para que aceptase ser mi socio. Al fin, un día me dijo:

- Hemos sido socios desde el día en que la Petite Jeanne se fue a pique, pero nos asociaremos ante la ley, si así lo desea tu corazón. Yo no tengo nada que hacer, pero gasto mucho. Bebo, como, fumo sin parar..., en fin, que soy un manirroto. Al billar juego de balde porque utilizo tu mesa, pero esto no impide que tenga mis gastos. La pesca en el arrecife es un pasatiempo para ricos. Los anzuelos y el sedal de algodón están por las nubes. Sí, es preciso que nos asociemos ante la ley. Necesito dinero. Se lo pediré al jefe de las oficinas.

Entonces firmamos los documentos del caso en la notaría. Al año siguiente, no pude por menos de quejarme de su proceder.

- Charley - le dije -, eres un viejo trapacero, un miserable avaro, un roñoso cangrejo de tierra. Los beneficios que te corresponden este año como socio de nuestra empresa ascienden a miles de dólares, y, según una nota que me acaba de entregar el jefe de nuestras oficinas, tú sólo has retirado ochenta y siete dólares con veinte centavos.
- ¿De modo que aún me deben dinero? -preguntó ansiosamente.
- Miles y miles de dólares, ya te lo he dicho.
Su semblante se iluminó como si sintiese un inmenso alivio.
-¡Magnífico! -exclamó-. Cuídate de que el jefe de la oficina lleve bien las cuentas.

Cuando retire mi dinero, no quiero que falte ni un centavo. Si falta - añadíó con expresión feroz, tras una pausa-, tendrá que ponerlo el jefe de su sueldo. Yo no sabía entonces - me enteré más tarde - que su testamento, hecho ante Carruthers, y en el que me nombraba su único heredero, estaba depositado ya en la caja de caudales del consulado americano. Pero como todo se acaba en este mundo, nuestra íntima amistad terminó un día. El final ocurrió en las islas Salomón, escenario de nuestras más locas aventuras en los turbulentos años de nuestra juventud. Ahora fuimos en viaje de recreo, pero también para visitar nuestras propiedades de la isla Florida y ver las posibilidades que había de pescar perlas en el Paso de Mboli. Estábamos fondeados en Savu, donde habíamos desembarcado para comprar algunas curiosidades y recuerdos. Las aguas de Savu están infestadas de tiburones. La costumbre indígena de lanzar los muertos al mar atrae cantidades ingentes de estos voraces escualos a aquellas aguas. Tuve la mala suerte de regresar a bordo en una diminuta canoa de las que usan aquellos nativos, inestable embarcación que volcó, debido al exceso de carga. íbamos en ella cuatro indígenas y yo, y nos quedamos en el agua los cinco, aferrándonos desesperadamente a la canoa volcada. La goleta se hallaba a un centenar de metros aproximadamente. Yo pedía a gritos que nos enviasen un bote. De pronto, uno de los indígenas lanzó un alarido. Se asió con todas sus fuerzas a un extremo de la canoa, desapareció varias veces bajo la superficie, haciendo cabecear la embarcación, y, al fin, se hundió definitivamente. Un tiburón se lo había llevado.

Los otros tres indígenas trataron de encaramarse a la quilla de la canoa. Yo les apostrofé y golpeé con el puño al que tenía más cerca, mientras lo colmaba de maldiciones, pero fue inútil. Estaban muertos de miedo. La canoa no habría podido sostener ni siquiera a uno. Bajo el peso de los tres, se hundió y dio la vuelta, arrojándolos de nuevo al agua. Entonces yo dejé la canoa y empecé a nadar hacia la goleta, con la esperanza de que me recogiese el bote por el camino. Uno de los indígenas decidió acompañarme, y ambos nadamos juntos y en silencio. De vez en cuando, introducíamos la cabeza en el agua para ver si había tiburones por los alrededores. Los gritos de los hombres que se habían quedado en la canoa nos hicieron comprender que habían sido atacados. Cuando escudriñaba las profundidades, vi pasar un enorme tiburón exactamente por debajo de mí. Tenía casi cinco metros de largo. No perdí detalle de lo que entonces sucedió. El escualo apresó al indígena por la cintura y se lo llevó a flor de agua, mientras el pobre diablo asomaba la cabeza, los hombros y los brazos, lanzando gritos desgarradores. El tiburón lo llevó a rastras muchos metros por la superficie y, finalmente, desapareció con él debajo del agua.

Yo seguía nadando frenéticamente, con la esperanza de que no hubiese más tiburones por las cercanías. Pero había uno. No sé si era el mismo que había atacado antes a los indígenas, u otro que ya había conseguido una buena pitanza en otro lugar. Lo cierto era que no demostraba la acometividad de sus hermanos. Yo ya no nadaba tan de prisa; me lo impedía la atención que tenía que prestar al merodeador. Lo estaba mirando cuando realizó su primer ataque. Tuve la suerte de poder atenazarle el morro con ambas manos, y, aunque su acometida me hizo bucear momentáneamente, conseguí esquivarlo. Él dio media vuelta y empezó a describir nuevos círculos a mi alrededor. Logré eludir su ataque por segunda vez mediante la misma maniobra, y el tercero fue un fracaso para los dos. El animal se desvió en el mismo instante en que yo iba a cogerlo por el morro, pero su piel, áspera como el papel de lija, me desolló un brazo desde el codo hasta el hombro, ya que de cintura arriba me cubría únicamente con una camiseta sin mangas.

Pero me sentía exhausto y perdí toda esperanza. La goleta se hallaba aún a sesenta metros por lo menos. Con la cabeza sumergida, observaba al escualo que se disponía a atacar de nuevo, cuando un cuerpo moreno se interpuso entre ambos. Era Otoo.

- ¡Nada hacia la goleta, patrón! - me dijo. Y lo curioso es que hablaba alegremente, como si aquello le divirtiera -. Yo conozco a los tiburones. Son como hermanos míos.

Le obedecí y seguí nadando lentamente; mientras Otoo daba vueltas a mi alrededor, interponiéndose constantemente entre el tiburón y mi cuerpo, desviando sus ataques y dándome ánimos.

- El aparejo del pescante se ha desprendido y están arreglando las betas - me explicó poco después, antes de zambullirse para repeler un nuevo ataque.

Cuando me encontraba a menos de diez metros de la goleta, ya no podía con mi alma. Apenas tenía fuerzas para moverme. Desde la embarcación nos arrojaban cabos, pero no nos alcanzaban. El tiburón, al ver que no le hacíamos ningún daño, se había envalentonado. Varias veces estuvo a punto de atraparme, pero siempre llegó Otoo a tiempo para salvarme. Por supuesto, Otoo se habría podido salvar fácilmente, pero no me quería abandonar.

- ¡Adiós, Charley! -pude decir- ¡Ya no puedo más!

Sabía que había llegado mi último momento y que, transcurridos unos segundos, levantaría los brazos y me hundiría como una piedra.

Pero Otoo se echó a reír y me dijo:

-Ahora verás qué jugarreta. Menudo susto le voy a dar a ese tiburón.
Y se zambulló a mis espaldas, cuando el tiburón se disponía a lanzarse sobre mí.
- ¡Un poco más a la izquierda! - gritó al emerger -. ¡Ahí tienes una cuerda! ¡A la izquierda, patrón, a la izquierda!

Cambiando de rumbo, braceé desesperadamente. Apenas sabía ya lo que hacía. Cuando mi mano se cerró en torno a la cuerda, oí gritos a bordo. Me volví para mirar adonde estaba Otoo y ya no vi ni rastro de él. Un momento después salió a flote. Tenía ambas manos cercenadas por la muñeca, y de los muñones brotaba la sangre a raudales.

- ¡Otoo! -me dijo con voz queda. Y en su mirada leí el mismo amor que temblaba en su voz.

Sólo entonces, al final de nuestros años de hermandad, me llamó por su nombre.

-¡Adiós, Otoo! -me dijo.

Luego desapareció bajo la superficie y yo fui izado a bordo, donde me desmayé en brazos del capitán. Así murió Otoo, mi salvador. Hizo de mí un hombre y, finalmente, me salvó la vida por segunda vez. Nos conocimos en las fauces de un huracán y nos separamos ante las fauces de un ti burón. Vivimos diecisiete años en una camaradería que no creo que haya existido jamás entre un hombre blanco y el otro de piel oscura. Si Yavé, desde su altísimo trono, ve morir hasta al más humilde gorrión, no cabe duda de que habrá acogido en su reino a Otoo, el único pagano de Borabora.


El planeta de los muertos. Clark Ashton Smith (1893-1961)

De profesión, Francis Melchior era anticuario; por vocación, era astrónomo. De esa manera se esforzaba para calmar, si no para satisfacer, dos necesidades de un temperamento complejo y raro. A través de su oficio, gratificaba, hasta cierto punto, su ansia de todas las cosas que hubiesen estado sumergidas bajo las sombras funerarias de edades muertas, en las llamas de oscuro ámbar de soles que hacia largo tiempo que se habían puesto; por todas las cosas que tienen en torno suyo el misterio irresoluble del tiempo pretérito. Y, a través de su vocación, encontró un camino despejado a reinos exóticos en el espacio exterior, a las únicas esferas en las que su imaginación podía vagar en libertad y sus sueños podían quedar satisfechos. Porque Melchior era uno de aquellos que han nacido con un asco incurable a todo lo que es actual o cercano, uno de aquellos que han bebido demasiado poco del olvido y no han olvidado por completo las glorias trascendentes de otras épocas, y los mundos de los que fueron exiliados por su nacimiento humano; así que sus pensamientos, furtivos e incansables, y sus anhelos, vagos e insaciables, vuelven oscuramente a las costas desaparecidas de una perdida herencia.

Para alguien así, la Tierra es demasiado estrecha, y la extensión del tiempo de los mortales, demasiado breve; y la pobreza y la esterilidad están por todas partes; y por doquier es su destino una infinita fatiga. Con una predisposición que de ordinario resulta tan fatal para las facultades de hacer negocios, fue verdaderamente notable que Francis Melchior hubiese prosperado absolutamente en los suyos. Su amor por las cosas antiguas, por los jarrones raros, cuadros, mobiliario, joyas, ídolos y estatuas, le hacían estar más dispuesto a comprar que a vender; y sus ventas eran a menudo una fuente de dolor y arrepentimientos secretos. Pero, de alguna manera, a pesar de todo, había logrado adquirir un cierto grado de comodidad material. Por naturaleza, tenía algo de solitario y era considerado generalmente como un excéntrico. Nunca se había preocupado de casarse; no había tenido amigos íntimos, y le faltaban muchas de las inquietudes que, a los ojos del hombre de la calle, se supone que caracterizan a un ser humano normal.

La pasión de Melchior por las antigüedades y su afición a las estrellas procedían ambas de los días de su infancia. Ahora, al cumplir treinta y un años, con un desahogo y una prosperidad crecientes, había convertido el balcón superior de su casa aislada de las afueras, que se levantaba en la cima de una colina, en un observatorio amateur. Aquí, con un nuevo y poderoso telescopio, estudiaba los cielos veraniegos noche tras noche. Él poseía escaso talento y poca afición por esas recónditas ecuaciones matemáticas que forman una parte tan importante de la astronomía ortodoxa; pero tenía una comprensión intuitiva de las inmensas extensiones estelares, una sensibilidad mística para todo aquello que se encuentre en el espacio exterior. Su imaginación vagabundeaba y se aventuraba entre los soles y las nebulosas; y, para él, cada nimio brillo en el telescopio parecía contar su propia historia e invitarle a su propio reino de fantasía ultramundana. No estaba especialmente preocupado con los nombres que los astrónomos han dado a cada estrella y a cada constelación; pero, de todos modos, cada una de ellas poseía para él una identidad individual que no podía confundirse con la de ninguna otra.

En particular, Melchior se sentía atraído por una diminuta estrella en una extensa constelación al sur de la Vía Láctea. Apenas podía distinguirse a simple vista; e, incluso por su telescopio, daba la impresión de una soledad y un apartamiento cósmicos como no había sentido ante otro orbe. Le atraía más que los planetas rodeados de lunas o las estrellas de primera magnitud con sus aureolas espectrales y ardientes; y volvía a ella una y otra vez, abandonando, por este solitario punto de luz, la maravilla de los múltiples anillos de Saturno y la zona nublada de Venus y los intrincados anillos de la gran nebulosa de Andrómeda. Meditando durante muchas medianoches sobre la atracción que la estrella ejercía sobre él, Melchior razonó que su estrecho rayo era la emanación completa de un sol y, quizá, de un sistema planetario; que el secreto de mundos extraños y puede que hasta algo de su historia estaba implícito en aquella luz, si tan sólo uno fuese capaz de leer la historia. Y ansiaba comprender y conocer la tenuemente hilada hebra de afinidad que atraía su atención sobre este mundo en particular. En cada ocasión en que miraba, su cerebro era tentado por oscuras pistas de una belleza y unas maravillas que estaban aún un poco más allá de sus más audaces fantasías, de sus sueños más incontrolados.

Y, cada vez, le parecía que estaban una pizca más cerca, y más accesibles que antes. Y una extraña e indeterminada expectativa comenzó a mezclarse con la avidez que impulsaba sus visitas de cada noche al balcón. Cierta medianoche, cuando estaba mirando a través del telescopio, le pareció que la estrella era un poco más grande y brillante de lo habitual. Incapaz de explicar esto, la miró más fijamente que nunca, sintiendo una emoción creciente, y fue repentinamente capturado por la antinatural idea de que estaba mirando hacia abajo a un abismo extenso y vertiginoso, más que hacia arriba, a los cielos primaverales. Sintió que el balcón ya no estaba debajo de sus pies, sino que de algún modo se había dado la vuelta; y entonces, de repente, estaba cayéndose directamente sobre el éter, con un millón de truenos y de llamas en torno suyo y tras él. Durante un breve rato, aún le pareció ver la estrella que estaba mirando, lejos en el terrible vacío de oscuridad espantosa; y entonces se olvidó y ya no pudo encontrarla.

Hubo el mareo de un incalculable descenso, y un torrente de vértigo, de velocidad siempre creciente, que no podía soportarse; y, transcurridos momentos o evos (no podía decir qué), los truenos y las llamas se apagaron en una oscuridad definitiva, en un completo silencio; y él ya no supo que estaba cayéndose, y ya no retuvo ningún tipo de inteligencia.

II.

Cuando Melchior recuperó el sentido, su primer impulso fue sujetar el brazo del sillón en el cual había estado sentado debajo del telescopio. Era el movimiento involuntario de alguien que se cae en un sueño. Al momento se dio cuenta de lo absurdo de semejante impulso; porque no estaba sentado sobre una silla en absoluto; y sus contornos no tenían el menor parecido con el balcón nocturno en el cual había sido capturado por aquel extraño vértigo, y desde el que le había parecido caer y perderse. Estaba de pie sobre una carretera, pavimentada con bloques ciclópeos de piedra gris..., una carretera que se extendía interminablemente ante él adentrándose en las perspectivas indefinidas de un mundo inconcebible. A lo largo de la carretera, había árboles bajos de aspecto fúnebre, con follaje de un color triste y frutas de un violeta mortecino; y, más allá de los árboles, había una fila de obeliscos monumentales, de terrazas y de cúpulas, de colosales edificios multiformes, que se levantaban en la distancia en perspectivas, infinitas e incontables, hacia un horizonte indefinido. Sobre todo ello, desde un apogeo ébano púrpura, caían los rayos, ricos y apagados, de la iluminación de un sol rojo como la sangre.

Las formas y las proporciones de la laberíntica masa de edificios eran distintas de cualesquiera que hubiesen sido diseñadas en arquitecturas terrestres; y, durante un instante, Melchior se sintió anonadado ante su número y tamaño, ante su monstruosidad y rareza. Entonces, mientras miraba una vez más, ya no eran monstruosos ni raros; y los reconoció como lo que eran, y reconoció el mundo que recorría esta carretera sobre la que se encontraban sus pies y el punto de destino al que debía dirigirse, y el papel que estaba destinado a representar. Todo ello regreso a él tan inevitablemente como los verdaderos hechos y motivos de la vida regresan a alguien que se ha entregado, olvidándose de todo, a representar un papel dramático que es ajeno a su verdadera identidad. Los incidentes de su vida como Francis Melchior, aunque aún los recordaba, se habían vuelto oscuros y sin sentido y grotescos, en su nuevo despertar a un estado más pleno de entidad, con todas sus consecuencias de recuerdos recobrados, de emociones y sensaciones resucitadas. No había rareza, tan sólo la familiaridad de un regreso a casa, en el hecho de que había pasado a otra modalidad del ser, con su propio entorno, sus propios pasado, presente y futuro, todos los cuales habrían resultado inconcebiblemente extraños al astrónomo amateur que unos momentos antes había mirado una diminuta estrella alejada en el espacio sideral.

—Por supuesto que soy Antarion —musitó—. ¿Quién, si no, podría ser yo?
El idioma de su pensamiento no era el inglés, ni ningún otro idioma de la Tierra; pero no se quedó sorprendido por su conocimiento de este idioma; ni tampoco se quedó sorprendido cuando vio que estaba ataviado con un ropaje de color rojo como una luciérnaga, de una moda desconocida en ningún pueblo ni época humanos. Este vestido, y ciertas diferencias de su personalidad física que le habrían parecido bastante raras un poco antes, eran exactamente como él esperaba que fuesen. Les dedicó tan sólo una mirada casual, mientras repasaba en su mente las circunstancias de la vida que ahora había reiniciado. Él, Antarion, un famoso poeta del país de Charmalos, en el antiguo mundo que era conocido para sus gentes vivientes como Phandiom, había partido en un breve viaje al reino vecino. Durante el curso de este viaje, había tenido un sueño deprimente..., el sueño de una vida aburrida, inútil, como un tal Francis Melchior, en una especie de planeta de lo más raro y desagradable, que estaba en alguna parte por el otro extremo del universo. Era incapaz de recordar con exactitud cuándo y cómo había tenido este sueño; y tampoco sabía cuánto había durado; pero, en cualquier caso, estaba contento de haberse liberado de él, y contento de acercarse ahora a su ciudad nativa de Saddoth, donde habitaba, en su oscuro y espléndido palacio de eones anteriores, la hermosa Thameera, a quien él amaba. Ahora, una vez más, después de la oscura niebla de aquel sueño, su mente estaba llena de la sabiduría de Saddoth; y su corazón estaba iluminado por un millar de memorias de Thameera; y estaba oscurecido a ratos por una vieja ansiedad relativa a ella.

No sin razón, había estado Melchior fascinado por las cosas que son antiguas o que se encuentran lejos. Porque el mundo en el que caminaba como Antarion era inconcebiblemente antiguo, y las épocas de su historia eran demasiadas como para recordarlas; y los elevados obeliscos y grandes edificios a lo largo de la carretera eran las elevadas tumbas, los orgullosos monumentos de antigüedad inmemorial, que habían llegado a sobrepasar en infinito número a los vivientes. Con más pompa de los reyes terrenales, estaban los muertos alojados en Phandiom; y sus ciudades se alzaban insuperables en su extensión, con calles interminables y prodigiosas veletas, por encima de las moradas menores en las que habitaban los vivos. Y, a través de Phandiom, los años pasados eran una presencia tangible, un aire que lo envolvía todo; y la gente estaba sumergida en la oscuridad crepuscular de la antigüedad; y eran sabios con todo tipo de sabiduría acumulada; y eran sutiles en la práctica de extraños refinamientos, de eruditas perversiones, de todo lo que puede envolver, con hábil opulencia, variedad y gracia, el desnudo y tosco cadáver de la vida, u ocultar, de la visión de los mortales, el cráneo burlón de la mente. Y aquí en Saddoth, mas allá de las cúpulas, de las terrazas y de las columnas de la enorme necrópolis, como una flor nigromántica en la cual los lirios vuelven a vivir, florecía la extraordinaria y triste belleza de Thameera.

III.

Melchior, en su consciencia como el poeta Antarion, era incapaz de recordar un tiempo en que no hubiese amado a Thameera. Ella había sido una pasión ardiente, un exquisito ideal, una delicia misteriosa y una pena enigmática. Él la había adorado implícitamente a lo largo de todos los cambios lunares de sus estados de ánimo, en su petulancia infantil, su ternura maternal o apasionada, su silencio sibilino, sus caprichos traviesos o macabros; y sobre todo, quizá, en las oscuras penas y los terrores que la dominaban de cuando en cuando. Él y ella eran los últimos representantes de nobles antiguas familias, cuyos linajes no medidos se perdían en la multitud de ciclos de Phandiom Como todos los demás de su raza, estaban imbuidos de la herencia de una cultura compleja y decadente; y las sombras, que nunca se levantaban, de la necrópolis hablan caído sobre ellos desde su nacimiento. En la vida de Phandiom, en su atmósfera de un tiempo antiguo, de un arte desarrollado durante eones, de un epicureísmo consumado y ya un poco moribundo, Antarion había encontrado amplias satisfacciones para todos los instintos de su ser. Había vivido como un sibarita del intelecto; y, en virtud de un vigor medio primitivo, no había caído aún en la tristeza y desolación espirituales, el temido e implacable aburrimiento de la senilidad de la raza, que marcaba a tantos de entre sus semejantes.

Thameera era incluso más sensible y mas visionaria por su naturaleza; y a ella le pertenecía el refinamiento definitivo que está cercano a la decadencia otoñal. Las influencias del pasado, que eran una fuente de placer poético para Antarion, producían en sus delicados nervios dolor y languidez, horror y opresión. El palacio en el que ella vivía y las propias calles de Saddoth estaban llenos de efluvios que manaban de los pozos sepulcrales de la muerte; y el agotamiento de los muertos innumerables estaba por todas partes; y una presencia, malvada u opiácea, se arrastraba desde las criptas de los mausoleos, para aplastarla o ahogarla con sus alas sin forma. Solamente entre los brazos de Antarion conseguía escapar de esto; y sólo con sus besos conseguía olvidarlo. Ahora, después de su viaje (cuya razón no lograba recordar) y después de aquel curioso sueño en que se había imaginado ser Francis Melchior, Antarion fue de nuevo admitido a la presencia de Thameera por esclavos que se mostraban invariablemente discretos al carecer de lengua. Bajo la luz oblicua de las ventanas de berilio y topacio, en la oscuridad, malva y carmesí, de los pesados tapices, sobre un suelo de maravillosos mosaicos realizados en ciclos anteriores, avanzó lánguidamente para recibirle. Era más hermosa que sus recuerdos, y más pálida que las flores de las catacumbas. Ella era exquisitamente frágil, voluptuosamente orgullosa, con cabellos de un oro lunar y ojos de un marrón nocturno que estaban salpicados de estrellas móviles y rodeados por las perlas oscuras de las noches sin dormir. La belleza, el amor y la tristeza, los exhalaba como un múltiple perfume.

—Me alegro de que hayas venido, Antarion, porque te he echado de menos —su voz era tan delicada como el aire que nace entre los árboles en flor, y tan melancólica como la música que se recuerda.
Antarion se había arrodillado, pero ella le tomó de la mano y le condujo hasta un sofá debajo de unas cortinas decoradas con intrincadas figuras. Allí, los amantes se miraron mutuamente en medio de un silencio afectuoso.
—¿Te va todo bien, Thameera? —la pregunta estaba motivada por la ansiosa intuición del amor.
—No, todo no va bien. ¿Por qué te marchaste? Las alas de la muerte y de la oscuridad están por las calles, revolotean más cerca que nunca; y sombras más oscuras que las del pasado han caído sobre Saddoth. Ha habido una extraña perturbación en el aspecto de los cielos; y nuestros astrónomos, después de muchos cálculos y estudios, han anunciado la inminente condena del sol. No nos queda sino un único mes de luz y de calor, y el sol se desvanecerá de los cielos de la noche como una lámpara que se apaga, y caerá una noche eterna, y el frío del espacio exterior se arrastrará sobre Phandiom. Nuestro pueblo ha enloquecido ante el horror previsto; y algunos de ellos se han hundido en una desesperación apática, y otros más se han entregado a fiestas frenéticas y a orgías... ¿Dónde estuviste, Antarion? ¿En qué sueño te perdiste para poder abandonarme tanto tiempo?

Antarion intentó tranquilizarla.
—El amor es aún nuestro —dijo él—. Y, aunque los astrónomos hayan leído los cielos correctamente, tenemos un mes ante nosotros, y un mes es mucho.
—Sí, pero existen otros peligros, Antarion. El rey Haspa ha mirado sobre mí con los ojos del deseo senil, y me corteja asiduamente con regalos, promesas y amenazas. Es el antojo, repentino e inexorable, de la edad y del aburrimiento, el capricho de la desesperación. Él es cruel, inflexible y todopoderoso.
—Te llevaré lejos —dijo Antarion—; escaparemos juntos y habitaremos entre los sepulcros y las ruinas, donde nadie pueda encontrarnos. Y el amor y el éxtasis florecerán como flores escarlatas bajo su sombra; y recibiremos la noche infinita el uno en los brazos del otro; y así conoceremos el máximo de los placeres mortales.

IV.

Bajo la negra medianoche que colgaba sobre ellos como unas inmóviles alas colosales, las calles de Saddoth estaban ardiendo con un millón de luces amarillas, cinabrio, cobalto y púrpura. A lo largo de las anchas avenidas, los callejones profundos como valles, y entrando y saliendo de los pasmosos palacios antiguos, templos y mansiones, se vertían las grotescas festividades, la tumultuosa diversión de una mascarada que duraba toda la noche. Todo el mundo estaba fuera, desde el rey Haspa y sus delgados y sibaríticos cortesanos, hasta los mendigos y los parias más bajos. Un revoltijo de disfraces extravagantes e inauditos, una mezcla de fantasías más variadas que las de un sueño del opio, iban y venían por todas partes. Como Thameera había dicho, la gente se había vuelto loca con la amenaza de la condena prevista por los astrónomos; y buscaban olvidar, en un rápido y siempre creciente delirio de todos los sentidos, su temor ante la noche que se aproximaba. Más tarde, durante la noche, Antarion salió por la puerta trasera de la alta y oscura mansión de sus ancestros, y se abrió camino por entre el histérico revuelo de la gente en dirección al palacio de Thameera. Estaba ataviado con ropas de un estilo anticuado, tal como no había sido vestido desde hacía un puñado de siglos en Phandiom; y toda su cabeza y su rostro estaban envueltos en una máscara pintada diseñada para representar la peculiar fisonomía de una raza ya extinta. Nadie podría haberle reconocido; y él, por su parte, a muchos de los festejantes con los que se encontró tampoco podría haberlos reconocido, sin importar lo mucho que los conociese, porque la mayoría de ellos estaban disfrazados con un ropaje no menos estrambótico y llevaban máscaras que eran caprichosas o absurdas, o asquerosas o ridículas más allá de lo que cabía imaginarse. Había diablos y emperatrices y dioses, reyes y nigromantes de las lejanas e insondables épocas de Phandiom, monstruos de tipo medieval o prehistórico, cosas que nunca habían nacido o sólo habían sido contempladas en la mente de locos artistas decadentes, buscando superar las anormalidades de la naturaleza. Incluso de la tumba habían extraído su inspiración, y momias amortajadas, cadáveres mordidos por los gusanos, se paseaban ahora entre los vivos. Todas estas máscaras eran la pantalla para licencias orgiásticas sin precedente o paralelo.

Todos los preparativos necesarios para la fuga de Saddoth habían sido hechos, y Antarion había dejado instrucciones, minuciosas y cuidadosas, con sus criados respecto a ciertas cuestiones esenciales. Conocía de antiguo el temperamento implacable y tiránico de Haspa, sabía que el rey no toleraría oposición alguna a la indulgencia de cualquiera de sus caprichos o pasiones, sin importar lo momentánea que fuese. No había tiempo que perder a la hora de abandonar la ciudad junto a Thameera. Llegó por caminos retorcidos y tortuosos basta el jardín detrás del palacio de Thameera. Allí, entre los altos lirios espectrales de colores profundos o cenicientos, los inclinados árboles fúnebres con sus frutas de sabor sutil y opiáceo, ella le esperaba, ataviada con un vestido cuya antigüedad igualaba la del suyo, y que era no menos impenetrable para reconocerla. Después de un breve murmullo de saludo, salieron juntos del jardín y se unieron a la olvidadiza multitud. Antarion había temido que Thameera estuviese vigilada por los secuaces de Haspa; pero no había señales de semejante vigilancia, nadie a la vista que pareciese estar acechando o entreteniéndose; tan sólo el rápido movimiento de la siempre cambiante multitud, preocupada por su búsqueda del placer. Entre esta multitud, consideró que se encontraban a salvo. Sin embargo, a causa de unas precauciones escrupulosas, se permitieron ser arrastrados durante un rato en la corriente de la diversión de la ciudad, antes de buscar la larga avenida arterial que conducía a las puertas. Se unieron al canto de canciones festivas, devolvieron los chistes de bacanal que les arrojaban los transeúntes, bebieron los vinos que les ofrecieron los portadores de jarras públicas, se paraban cuando la multitud se paraba, se movían cuando la multitud se movía.

Por todas partes, había llamas que ardían salvajemente, y la grosería de voces elevadas, y el gemido estridente o el pulsar febril de instrumentos musicales. Había festejos en las grandes plazas, y las puertas de casas de antigüedad inmemorial vertían un torrente de iluminación a todos aquellos que elegían entrar. Y, en los enormes templos de evos anteriores, se celebraron ritos delirantes ante dioses que miraban. con inmutables ojos de metal o piedra, los desesperados cielos; y los sacerdotes y los fieles se drogaban con terribles opiáceos, y buscaban el éxtasis embriagador del abandono a una histeria tanto carnal como devota. Al cabo, Antarion y Thameera, por etapas que no se notaban, dando muchas vueltas y giros, empezaron a acercarse a las puertas de Saddoth. Por primera vez en su historia, las puertas se hallaban sin vigilancia; porque, en medio de la desmoralización general, los centinelas se habían marchado sin miedo a la detención o a los reproches, para unirse a la universal orgía. Aquí, en el barrio exterior, había poca gente, y tan sólo los restos desperdigados de fiestas; y el amplio espacio abierto entre las últimas casas y las murallas de la ciudad estaba por completo desierto. Nadie vio a los amantes cuando se alejaron como sombras evanescentes por el bostezo triste de las puertas, y siguieron la carretera gris adentrándose en la oscuridad exterior, atestada con las indefinidas siluetas de los mausoleos y los monumentos. Aquí, las estrellas habían sido cegadas por las luces brillantes de Saddoth, claramente visibles en el cielo quemado. Y, en el momento en que los dos amantes salían, las dos pequeñas lunas cenicientas de Phandiom se levantaron desde detrás de las necrópolis, y proyectaron la desesperada languidez de sus débiles rayos sobre las múltiples cúpulas y minaretes de los muertos. Y, bajo las lunas gemelas, que extraían su luz incierta de un sol agonizante, Antarion y Thameera se quitaron las máscaras y se miraron mutuamente en el silencio de un amor inefable, y compartieron el primer beso de su mes de definitiva delicia.

V.

Durante dos días y dos noches, los amantes habían escapado de Saddoth. Se habían ocultado durante el día entre los mausoleos, habían viajado en la oscuridad y bajo el brillo dudoso de las lunas, sobre carreteras que eran poco utilizadas, dado que se dirigían tan sólo a ciudades abandonadas desde hacía épocas en las regiones exteriores de Charmalos, en una tierra cuyo mismo suelo hacía largo tiempo que había quedado exhausto y había sido abandonado al escondido avance del desierto. Y ahora habían llegado al final de su viaje, porque, tras ascender una colina baja y sin árboles, vieron, debajo de ellos, los arruinados y olvidados techos de Urbyzaun, que había estado abandonada desde hacía mil años; y, más allá de los tejados, el oscuro y apagado lago rodeado por colinas desnudas desgastadas por las olas, que una vez había sido extensión de un gran mar. Aquí, en el palacio que se deshacía del emperador Altanoman, cuyas altas y tumultuosas glorias eran ahora una leyenda que se olvidaba, los esclavos de Antarion les habían precedido, trayendo un suministro de comida y de las comodidades y lujos que podrían necesitar durante el intervalo que precedería al olvido. Y aquí estaban a salvo de toda persecución; porque Haspa, sumido en la fiebre y empujado por el aburrimiento de los últimos días, se había vuelto hacia la satisfacción de algún capricho menos difícil, y ya se había olvidado de Thameera.

Y ahora, para estos amantes, comenzó una vida que era el epítome breve de toda la delicia y toda la desesperación posibles. Y, lo que resultaba bastante raro, Thameera perdió los miedos indefinidos que la habían atormentado, las débiles penas que la habían obsesionado, y era completamente feliz bajo las caricias de Antarion. Y, teniendo en cuenta que disponían de tan poco tiempo para expresar su amor, para compartir sus pensamientos, sus sentimientos, sus fantasías, nunca se decía o se hacía lo bastante entre los dos; y ambos estaban gozosamente satisfechos. Pero los rápidos días implacables pasaron; y, día tras día, el sol rojo que daba vueltas sobre Phandiom fue oscurecido por un tinte de las sombras venideras y un frío se cernió sobre el tranquilo aire; y los cielos calmados, en los cuales no se movía ni una nube ni una ráfaga de viento o las alas de un pájaro, eran indicativos de la condena. Y, día a día, Antarion y Thameera miraron cómo se oscurecía el sol desde una terraza arruinada sobre el lago muerto; noche tras noche, asistieron al palidecer de las lunas fantasmales. Y su amor se convirtió en una dulzura intolerable, una cosa demasiado profunda y querida como para ser soportada por un corazón mortal o por carne mortal. Misericordiosamente, habían perdido la cuenta estricta del tiempo, y no sabían el número de días que habían pasado, y pensaban que aún tenían ante ellos varias albas y ocasos de placer. Estaban tumbados juntos en un sofá del viejo palacio..., un sofá de mármol que los esclavos habían sembrado con lujosos tejidos, y estaban repitiendo una y otra vez la letanía de su amor, cuando el sol fue alcanzado al mediodía por la condena que los astrónomos habían predicho; cuando un lento crepúsculo llenó el palacio, más pesado que la sombra que proyecta una nube, y fue seguido por una ola de repentina oscuridad como el ébano, y el frío que se arrastra del espacio exterior. Los esclavos de Antarion gimieron en las tinieblas; y los amantes supieron que el final de todo estaba próximo; y se abrazaron el uno al otro en un placer desesperado, con rápidos e innumerables besos, y murmuraron el supremo éxtasis de su ternura y de su deseo; hasta que el frío que caía desde el infinito se convirtió en una agonía creciente, y en un misericordioso atontamiento, y después en un olvido que todo lo alcanzaba.

VI.

Francis Melchior se despertó en su silla debajo del telescopio. Temblaba porque el aire se había enfriado; y, al moverse, notó que sus miembros estaban extrañamente rígidos, como si hubiese estado expuesto a un frío más riguroso que el de una noche de verano. El largo y curioso sueño que había tenido era inexpresablemente real para él; y los pensamientos, miedos, deseos y desesperaciones de Antarion todavía seguían con él. Mecánicamente, más que a través de una renovación de sus impulsos como ser terrenal, fijó sus ojos en el telescopio y buscó la estrella que había estado estudiando cuando el vértigo premonitorio le atrapó. La configuración del cielo no había cambiado apenas, las constelaciones que la rodeaban estaban altas al sudoeste; pero, con una impresión que se convirtió en auténtica sorpresa, se dio cuenta de que la propia estrella había desaparecido.

Nunca, aunque ha explorado los cielos noche tras noche durante la alternancia de muchas estaciones, ha sido capaz de encontrar el pequeño y distante orbe que le atrajo de una manera tan inexplicable e irresistible. Tiene una doble pena; y, aunque se ha vuelto viejo y gris con la lentitud de los años estériles, con la compra y venta de las antigüedades, con el estudio de las estrellas, Francis Melchior aún duda un poco sobre cuál es el verdadero sueño: su vida en la Tierra o su mes en Phandiom, bajo un sol agonizante, cuando, como el poeta Antarion, amó la extraordinaria y triste belleza de Thameera. Y siempre está preocupado por un sordo arrepentimiento de haberse despertado (si despertar es lo que fue) de la muerte que murió en el palacio de Altanoman, con Thameera entre sus brazos y los besos de Thameera entre sus labios.


El país de los ciegos. H.G. Wells (1866-1946)

A más de trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales, se encuentra un misterioso valle de montaña, el País de los Ciegos, aislado del resto de los hombres. Hace muchos años, ese valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar por fin sus uniformes praderas atravesando pavorosos barrancos y un helado desfiladero; y unos hombres lograron alcanzarlo de verdad, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y de la tiranía de un malvado gobernante español. Luego sobrevino la asombrosa erupción del Mindobamba, que sumió en las tinieblas durante diecisiete días a la ciudad de Quito, y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces muertos llegaron flotando hasta el mismo Guayaquil; por doquier, a lo largo de las pendientes del Pacífico, hubo derrumbamientos y deshielos veloces e inundaciones repentinas, y una ladera completa de la antigua cumbre del Arauca se desprendió, desplomándose con gran estruendo, aislando para siempre el País de los Ciegos de las pisadas exploradoras de los hombres. Pero uno de estos primeros pobladores se hallaba por azar al otro lado de los barrancos cuando el mundo se estremeció de un modo tan terrible, y se vio forzosamente obligado a olvidar a su esposa y a su hijo y a todos los amigos y pertenencias que había dejado allá arriba, y a empezar una nueva vida en el mundo inferior. Volvió a empezarla, pero enfermo; le sobrevino una ceguera y murió en las minas a causa de los malos tratos. Pero la historia que él contó engendró una leyenda que ha perdurado a lo largo de la cordillera de los Andes hasta nuestros días.

Contó la razón que le había impulsado a aventurarse a abandonar aquel guájar adonde había sido transportado por primera vez atado al lomo de una llama, junto con un enorme bulto de enseres, cuando era niño. El valle, decía, poseía todo cuanto pudiera desear el corazón del hombre: agua dulce, pastos y un clima benigno, laderas de tierra fértil y rica con marañas de arbustos que producían un fruto excelente, y de uno de los costados colgaban vastos pinares que frenaban las avalanchas en lo alto. Mucho más arriba, por tres costados, inmensos riscos de rocas de color gris verdoso estaban coronados de casquetes de hielo; pero la corriente del glaciar no caía sobre ellos, sino que se precipitaba por las pendientes más alejadas y sólo de vez en cuando las enormes masas de hielo rodaban por la ladera del valle.

En este valle ni llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales proporcionaban ricos pastos verdes que la irrigación esparcía en toda la extensión del valle. Los colonizadores habían hecho realmente una buena labor en aquel lugar. Sus animales se criaron bien y se multiplicaron y no había más que una cosa que ensombreciera su dicha. Y, sin embargo, bastaba para ensombrecerla sobremanera. Una extraña enfermedad se había abatido sobre ellos haciendo que no sólo todos los niños nacidos allí, sino también muchos de los otros niños mayores, fueran atacados por la ceguera. Para buscar algún amuleto o antídoto contra esta plaga fue precisamente por lo que él, enfrentándose con la fatiga, los peligros y las difcultades, había bajado nuevamente por la garganta. En aquellos tiempos, en semejantes casos, los hombres no pensaban en gérmenes e infecciones, sino en pecados, y a él le parecía que la razón de esta calamidad debía estar motivada por la negligencia de estos inmigrantes sin sacerdote de no levantar un altar tan pronto como habían entrado en el valle. Él quería un altar, un altar bonito, barato y eficaz, para levantarlo en el valle; quería reliquias y todos aquellos poderosos símbolos de la fe, como objetos bendecidos, medallas misteriosas y oraciones. En su mochila llevaba una barra de plata, cuyo lugar de procedencia no quiso explicar, insistiendo en que en el valle no había plata, con la reiteración propia de un mentiroso inexperto. Dijo que habían fundido todas sus monedas y adornos en una sola pieza para comprar el sagrado remedio contra su enfermedad, ya que allá arriba para poco o nada necesitaban aquel tesoro. Me imagino a este joven montañés de ojos turbios, requemado por el sol, flaco y ansioso, sujetando febrilmente el ala del sombrero, un hombre totalmente ignorante de las costumbres del mundo inferior, contándole esta historia, antes de la gran convulsión, a algún atento sacerdote de mirada astuta. Parece que lo estoy viendo ahora mismo intentando regresar con remedios piadosos e infalibles contra aquel mal y la infinita congoja con la que debió contemplar la magnitud de la catástrofe que había obstruido la garganta de la que un día había salido. Pero nada sé del resto de la historia de sus infortunios, excepto que murió varios años después en trágicas circunstancias. ¡Pobre oveja descarriada de aquella lejanía! La corriente que antaño había formado la garganta prorrumpe ahora desde la boca de una cueva rocosa, y la leyenda a que había dado paso su desdichada historia mal contada se convirtió en la leyenda de una raza de hombres ciegos que existía en alguna parte «más allá de las montañas», la leyenda que aún hoy se puede escuchar.

Y en medio de la escasa población de aquel valle ahora aislado y olvidado, la enfermedad siguió su curso. Los ancianos se volvieron cegatos y andaban a tientas, los jóvenes veían, pero confusamente, y los niños que les nacieron no vieron jamás. Pero la vida era fácil en aquel remanso, perdido para todo el mundo, donde no había ni zarzas ni espinas, ni insectos dañinos ni bestias, excepto las apacibles llamas que habían arrastrado, empujado y seguido al remontar los cauces de los mermados ríos en las gargantas por las que ascendieron. El ofuscamiento de la vista había sido tan gradual que apenas se dieron cuenta de su pérdida. Guiaban a los niños ciegos de acá para allá hasta que llegaban a conocer el valle maravillosamente bien; y cuando por fin la vista se agotó entre ellos, la raza sobrevivió. Tuvieron incluso tiempo de adaptarse a controlar a ciegas el fuego, que encendían con cuidado en hornillos de piedra. Al principio fueron una raza simple, analfabeta, sólo ligeramente tocada por la civilización española, pero con restos de tradición artística del antiguo Perú y de su perdida filosofía. A una generación le siguió otra. Olvidaron muchas cosas, inventaron otras muchas. Su tradición del mundo mayor del que procedían adquirió un tinte mítico e incierto. En todas las cosas, excepto en la vista, eran recios y capaces, y al poco, por los azares del nacimiento y de la herencia, surgió entre ellos alguien que poseía una mente original, que sabía hablarles y persuadirles de las cosas; y luego surgió otro. Estos dos murieron, dejando sus efectos, y la pequeña comunidad creció en número y en entendimiento, y enfrentó y resolvió los problemas económicos y sociales que se presentaban. A una generación le siguió otra. Y a ésta otra más. Vino un tiempo en que nació un niño, quince generaciones después de aquel antepasado que había salido del valle con una barra de plata en busca de la ayuda de Dios y que jamás volvió. Aproximadamente entonces fue cuando, por azar, apareció en esta comunidad un hombre procedence del mundo exterior. Y ésta es la historia de aquel hombre.

Era un montañero de la región cercana a Quito, un hombre que había bajado hasta el mar y había visto el mundo, un lector de libros de un modo original, un hombre avispado y emprendedor que fue contratado por un grupo de ingleses que había venido a Ecuador para escalar montañas, en sustitución de uno de sus tres guías suizos que había caído enfermo. Él escaló y escaló allá, y después vino el intento de escalar el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, en el que se perdió para el mundo exterior. La historia del accidente ha sido escrita una docena de veces. La narración de Pointer es la mejor. Cuenta cómo el grupo fue venciendo su difícil y casi vertical camino hasta los mismos pies del último y mayor de los precipios y cómo construyeron un refugio nocturno entre la nieve, sobre el pequeño saliente de una roca, y con un toque de auténtico dramatismo, cómo se dieron cuenta al poco tiempo de que Núñez ya no estaba entre ellos. Gritaron y no hubo respuesta. Gritaron y silbaron y, durante el resto de la noche, ya no pudieron conciliar el sueño.

A la clara luz de la mañana hallaron las huellas de su caída. Parece imposible que él no pudiera articular ni un sonido. Había resbalado hacia el este, en dirección a la ladera desconocida de la montaña; mucho más abajo se había golpeado contra un escarpado helero y había seguido bajando, abriendo un surco en medio de una avalancha de nieve. Su rastro iba a parar directamente al borde de un pavoroso precipicio, y más allá de esto todo quedaba sumido en el misterio. Abajo, mucho más abajo, a una distancia indeterminada a causa de la bruma, pudieron ver unos árboles que se erguían en un valle angosto y confinado..., el perdido País de los Ciegos. Pero ellos no sabían que se trataba del País de los Ciegos, ni tampoco podían distinguirlo en modo alguno de cualquier otro retazo de valle angosto de tierras altas. Desalentados por el desastre, abandonaron su intento aquella misma tarde, y Pointer fue llamado a filas antes de que pudiera llevar a cabo otro ataque. Hasta hoy, el Parascotopetl continúa exhibiendo su cumbre virgen, y el refugio de Pointer se desmorona entre las nieves sin que nadie haya vuelto a visitarlo.

Pero el hombre caído sobrevivió.

Al final del declive se precipitó durante mil pies y se desplomó envuelto en una nube de nieve sobre un helero aún más escarpado que el anterior. Al llegar a éste estaba mareado, aturdido e insensible, pero sin un solo hueso roto en su cuerpo. Y entonces, por fin, fue a parar a unos declives más suaves, y finalmente dejó de rodar y se quedó inmóvil, sepultado en medio de un montón de masas blancas que le habían acompañado salvándole. Volvió en sí con la oscura sensación de que se encontraba enfermo en la cama; luego se dio cuenta de su situación con la inteligencia de un montañero y, tras descansar un poco, se fue liberando de su envoltura hasta que alcanzó a ver las estrellas. Durante un tiempo descansó tumbado boca abajo, preguntándose dónde estaba y qué era lo que le había ocurrido. Exploró sus miembros y descubrió que varios de sus botones habían desaparecido y que la chaqueta se le había subido por encima de la cabeza; que el cuchillo se le había caído del bolsillo y que había perdido su sombrero a pesar de haberlo atado con una cuerda por debajo de la barbilla. Recordó que había estado buscando piedras sueltas para levantar la parte que le correspondía del muro del refugio. También su hacha para el hielo había desaparecido.

Decidió que debía haber caído y levantó la vista para ver, exagerado por la luz espectral de la luna creciente, el tremendo vuelo que había emprendido. Durante un rato se quedó inmóvil, contemplando anonadado el imponente barranco que se erguía en lo alto como una torre pálida que fuese surgiendo por momentos de la apacible marea de las tinieblas. Su belleza fantasmagórica y misteriosa le dejó sin aliento un instante y luego se apoderó de él un paroxismo convulso de risas y sollozos...

Después de un largo rato, tuvo conciencia de que se encontraba cerca del borde inferior de la nieve. Abajo, al fondo de lo que ahora era un declive practicable e iluminado por la luna, vio la forma oscura y áspera de la turba salpicada de peñas. Luchó para ponerse en pie, con todas las articulaciones y miembros doloridos, se liberó trabajosamente del cúmulo de nieve suelta que le rodeaba, y fue bajando hasta llegar a la turba y, una vez allí más que tumbarse se dejó caer junto a una peña, bebió un largo trago de la cantimplora que llevaba en el bolsillo interior y se durmió instantáneamente...

Le despertó el canto de los pájaros sobre los árboles en la lejanía. Se incorporó y advirtió que se hallaba sobre un pequeño montículo a los pies de un inmenso precipicio que estaba surcado por la barranca por la que había caído rodeado de nieve. Ante él, otro muro de rocas se levantaba contra el cielo. La garganta entre estos precipicios iba de este a oeste y estaba bañada por el sol de la mañana, que iluminaba hacia el oeste la masa de la montaña caída que obstruía la garganta descendiente. A sus pies parecía abrirse un precipicio igualmente escarpado, pero detrás de la nieve, en la hondonada, encontró una especie de hendidura en forma de chimenea que chorreaba agua de nieve y por la que un hombre desesperado podía aventurarse a bajar.

Lo encontró más fácil de lo que parecía y llegó por fin a otro montículo desolado, y luego, tras trepar por unas rocas que no revestían una dificultad especial, alcanzó una escarpada pendiente de árboles. Se orientó y volvio la cara hacia lo alto de la garganta, ya que vio que desembocaba sobre unos prados verdes, entre los cuales ahora podía vislumbrar con mucha nitidez un grupo de cabañas de piedra de construcción insólita. A veces su avance resultaba tan lento que era como intentar trepar por la superficie de un muro, pero después de un cierto tiempo, el sol, al elevarse, dejó de batir a lo largo de la garganta, los trinos de los pájaros se apagaron y el aire que le rodeaba se volvió frío y oscuro. Pero debido a esto, el valle distante adquirió mayor luminosidad. Al poco llegó a un talud, y entre las rocas, ya que era un hombre observador, reparó en un insólito helecho que parecía estar intensamente agarrado fuera de las hendiduras con grandes manos verdes. Tomó una o dos de sus frondas y mordió su tallo y lo encontró agradable.

Hacia mediodía salió por fin de la garganta del desfiladero y se encontró en el llano que bañaba la luz del sol. Estaba entorpecido y fatigado: se sentó a la sombra de una roca, rellenó su cantimplora en un manantial, bebiendo hasta vaciarla, y permaneció un tiempo descansando antes de dirigirse hacia las casas.

Le resultaban muy extrañas a sus ojos y, a medida que lo miraba, toda la apariencia de aquel valle le parecía cada vez más misteriosa e insólita. La mayor parte de su superficie estaba formada por un exuberante prado verde de manifiesto cultivo sistemático pieza por pieza. En lo alto del valle y rodeándolo había un muro y lo que parecía ser un acueducto circular, del que partían pequeños hilos de agua que alimentaban el prado, y en las laderas más altas, unos rebaños de llamas pacían en los escasos pastos. Y unos cobertizos, al parecer establos o lugares de forraje para las llamas, se levantaban aquí y allá adosados al muro colindante. Los canalillos de irrigación iban a dar todos a un canal principal situado en el centro del valle, que orillaba a ambos lados un muro que se elevaba hasta el pecho. Esto le daba un singular carácter urbano a este recluido lugar, un carácter fuertemente acrecentado por el hecho de que un gran número de caminos pavimentados con piedras blancas y negras y cada uno de ellos con una curiosa acerita a los lados, partía en todas direcciones de forma metódica y ordenada. Las casas de la parte central de la aldea eran muy diferentes de las aglomeraciones casuales y fortuitas de las aldeas de montaña que él conocía; se erguían en hileras continuas a ambos lados de una calle central de asombrosa limpieza; aquí y allá sus fachadas estaban horadadas por una puerta, y ni siquiera una ventana rompía la uniformidad de su frente. Estaban parcialmente coloreadas con extraordinaria irregularidad, embarradas con una especie de enlucido a veces gris, a veces pardo, a veces de color pizarra o marrón oscuro. Y fue a la vista de este excéntrico enlucido cuando apareció por primera vez la palabra «ciego» en los pensamientos del explorador. «El buen hombre que ha hecho eso», pensó, «debía estar más ciego que un murciélago».

Descendió por un escarpado repecho y llegó al muro y al canal que recorría el valle, y al acercarse, este último expulsó su exceso de contenido en las profundidades de la garganta formando una cascada fina y trémula. Podía ver ahora, en la parte más remota del prado, a un buen número de hombres y mujeres descansando sobre apilados montones de hierba, como si estuvieran durmiendo la siesta, y más cerca de la aldea, a un número de niños recostados, y luego, más cerca todavía, a tres hombres que acarreaban cubos en horquillas por un caminito que partía hacia las casas desde el muro que rodeaba el valle. Estos últimos iban vestidos con ropajes hechos de lana de llama y con botas y cinturones de cuero, llevaban gorras de paño que les cubrían la nuca y las orejas. Marchaban uno tras otro, en fila india, andando despacio y bostezando al andar, como si hubieran estado levantados toda la noche. Había algo tan tranquilizador, próspero y respetable en su porte que, tras un momento de vacilación, Núñez se adelantó visiblemente todo cuando pudo sobre la roca, y lanzó un grito poderoso, cuyo eco resonó en todo el valle.

Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si estuvieran mirando a su alrededor. Volvieron las caras de un lado a otro, y Núñez gesticuló. Pero no parecieron verle a pesar de todos sus gestos, y al cabo de un rato, dirigiéndose hacia las lejanas montañas de la derecha, gritaron a su vez como respuesta. Núñez voceó otra vez y entonces, una vez más, mientras gesticulaba sin resultado, la palabra, «ciego» se abrió paso entre sus pensamientos. «Estos estúpidos deben estar ciegos», dijo.

Cuando por fin, tras muchos gritos e irritación, Núñez cruzó el riachuelo por un puentecillo, entró por una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, tuvo la certeza de que estaban ciegos. Tenía la certeza de que éste era el País de los Ciegos del que hablaban las leyendas. Había surgido ante él la convicción y una sensación de gran aventura decididamente envidiable. Los tres se quedaron el uno junto al otro sin mirarle, pero con los oídos colocados en dirección suya, juzgándole por sus pasos no familiares. Se quedaron muy juntos el uno del otro, como hombres un poco temerosos, y él pudo ver sus párpados cerrados y hundidos, como si el mismo globo ocular se hubiera contraído. Había una expresión casi de pavor en sus rostros.

–Un hombre –dijo uno, en un español casi irreconocible–, es un hombre... , un hombre o un espíritu... , que baja por las rocas.

Pero Núñez avanzaba con el paso confiado de un joven que avanza por la vida. Todas las viejas historias del valle perdido y del País de los Ciegos se agolpaban de nuevo en su mente y entre sus pensamientos destacó este antiguo refrán, como un estribillo:

«En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.»
«En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.»

Y con mucha cortesía procedió a saludarles. Les dirigió la palabra utilizando sus ojos.

–¿De dónde viene, hermano Pedro? –preguntó uno.
–Ha bajado de las rocas.
–Vengo del otro lado de las montañas –dijo Núñez–, del país que está más allá..., donde los hombres pueden ver. De un lugar cercano a Bogotá, donde hay centenares de miles de personas y donde la ciudad no puede abarcarse con la vista.
–¿Vista? –refunfuñó Pedro–. ¿Vista?
–Viene de las rocas –dijo el segundo ciego.

Núñez vio que el paño de sus abrigos estaba confeccionado de un modo curioso, cada uno de ellos con costuras diferentes.

Le sobrecogieron realizando un movimiento simultáneo hacia él, alargando los tres una mano. Retrocedió para alejarse del avance de aquellos dedos extendidos.

–Ven acá –dijo el tercer ciego, siguiendo su ademán y asiéndole diestramente.

Y sujetaron a Núñez y le palparon por todas partes, sin decir ni una palabra hasta que hubieron terminado.

–¡Cuidado! –gritó él con un dedo en el ojo, notando que ellos pensaban que aquel órgano con la agitación de sus tapaderas, resultaba una cosa extraña en él. Y volvieron a tocarlo.
–Extraña criatura, Correa –dijo aquel que se llamaba Pedro–. ¿Han notado lo áspero que tiene el pelo? Es igual que el pelo de la llama.
–Es tan áspero como las rocas que lo engendraron –dijo Correa, investigando la barbilla no rasurada de Núñez con mano suave y ligeramente húmeda–. Tal vez se refine.

Núñez luchó un poco para zafarse de aquel examen, pero le sujetaron con firmeza.

–Cuidado– volvió a decir.
–Habla –dijo el tercer hombre–. No cabe duda de que es un hombre.
–¡Ugh! –dijo Pedro, ante la tosquedad de su chaqueta.
–¿Y has venido al mundo? –preguntó Pedro.
–He salido de él. Cruzando montañas y glaciares, justo por encima de esas alturas, a medio camino del sol. De un inmenso mundo que baja hasta el mar tras doce días de camino.

Apenas parecían escucharle.

–Nuestros padres nos contaron que los hombres podían ser criados por las fuerzas de la Naturaleza –dijo Correa–. Por el calor de las cosas, la humedad y la podredumbre..., la podredumbre.
–Conduzcámosle ante los ancianos –dijo Pedro.
–Grita primero –dijo Correa– no sea que los niños se asusten. Éste es un acontecimiento extraordinario.

Y así gritaron, y Pedro se encaminó el primero tomando a Núñez de la mano para conducirle hacia las casas.

Él retiró la mano diciendo:

–Puedo ver.
–¿Ver? –dijo Correa.
–Sí, ver –dijo Núñez, volviéndose hacía él y tropezando en el cubo de Pedro.
–Sus sentidos aún son imperfectos –dijo el tercer ciego–. Tropieza y habla con palabras sin significado. Llévale de la mano.
–Como queráis –dijo Núñez dejándose llevar mientras reía.

Parecían no tener ni la menor noción de la vista. Bien, a su debido tiempo, ya les enseñaría él.

Oyó los gritos de la gente y vio a una serie de figuras que se reunían en la calle principal de la aldea.

Comprobó que ese primer encuentro con la población del País de los Ciegos ponía a prueba sus nervios y su paciencia más de lo que había previsto. El lugar le pareció más grande a medida que se iba acercando, y los enlucidos embarrados más extravagantes, y una multitud de niños, de hombres y de mujeres (reparó complacido en que algunas de aquellas mujeres y muchachas poseían rostros muy agradables a pesar de que todas ellas tenían los ojos cerrados y hundidos) comenzó a rodearle, a agarrarle, a tocarle con manos suaves y sensibles, oliéndole y escuchando cada una de las palabras que él decía. No obstante, algunas de las muchachas y de los niños se mantuvieron alejados como si sintieran miedo, y la verdad es que su voz parecía áspera y brusca en comparación con sus delicadas voces. Formaron un tumulto a su alrededor. Sus tres guías permanecieron muy cerca de él con un esfuerzo digno de unos propietarios mientras decían una y otra vez:

–Un hombre salvaje venido de las rocas.
–De Bogotá –dijo él–. Bogotá. Al otro lado de las cumbres de las montañas.
–Un hombre salvaje..., que utiliza palabras salvajes –dijo Pedro–. ¿Habéis oído eso..., Bogotá? Su mente apenas está formada. No posee más que los rudimentos del lenguaje.

Un niño pequeño le pellizcó una mano.

–¡Bogotá! –dijo burlonamente.
–¡Ay! Una ciudad distinta de vuestra aldea. Vengo de un vasto mundo... , donde los hombres tienen ojos y ven.
–Su nombre es Bogotá –dijeron ellos.
–Ha tropezado –dijo Correa–, ha tropezado dos veces mientras veníamos aquí. –Conducidle ante los ancianos. Y le empujaron de repente a través de una puerta que daba a una habitación tan negra como la brea, excepto en el fondo, donde brillaba débilmente un fuego. La muchedumbre se agolpó tras él y ocultó hasta el último resplandor de la luz del día, y antes de que pudiera detenerse había caído de cabeza al tropezar con los pies de un hombre sentado. Su brazo, incontrolado, golpeó la cara de alguna persona mientras caía; sintió el blando impacto de unas facciones y oyó un grito de ira y, por un momento, luchó contra una multitud de manos que se habían apresurado a agarrarle. Era una lucha desigual. Le sobrevino una vaga noción de la situación y se quedó quieto.
–Me he caído –dijo–. No veía nada con esta intensa oscuridad.

Hubo una pausa, como si las personas invisibles que le rodeaban intentasen comprender sus palabras. Luego, oyó la voz de Correa que decía:

–Sólo está recién formado. Tropieza al andar y mezcla en su lenguaje palabras que no tienen ningún sentido.

Otros también dijeron cosas sobre él que él no oyó o no comprendió perfectamente.

–¿Puedo sentarme? –preguntó en una pausa–. No volveré a luchar contra vosotros.

Deliberaron y le dejaron levantarse.

La voz de un hombre más anciano comenzó a interrogarle, y Núñez se encontró intentando explicar el vasto mundo de donde había caído, y el cielo y las montañas, y la vista y maravillas parecidas, a estos ancianos sentados en la oscuridad en el País de los Ciegos. Y ellos no quisieron ni creer ni comprender nada de todo cuanto pudiera contarles, un hecho que no entraba en absoluto dentro de sus expectativas. Hacía catorce generaciones que estas personas eran ciegas y estaban aisladas de todo el mundo visible. La historia del mundo exterior se había ido borrando convirtiéndose en un cuento de niños, y habían dejado de preocuparse de cualquier cosa que estuviera más allá de las pendientes rocosas, cuyas alturas dominaba su muro de protección. Habían surgido entre ellos hombres ciegos de genio que cuestionaron los retazos de creencias y de tradiciones que habían llevado consigo en sus días de visión, y habían desechado todas estas cosas como vanas fantasías, reemplazándolas con nuevas y más sensatas explicaciones. La mayor parte de su imaginación se había marchitado con sus ojos, y se habían creado por sí solos unas nuevas imaginaciones mediante sus cada vez más sensibles oídos y yemas de los dedos. Lentamente, Núñez empezó a darse cuenta de esto: que sus expectativas de asombro y reverencia ante su origen y sus dotes no iban a confirmarse y, tras este malogrado intento de explicarles la vista, que había sido descartado como la confusa versión de un ser recién formado que describía las maravillas de sus incoherentes sensaciones, accedió, un poco desanimado, a escuchar su instrucción. Y el más anciano de los ciegos le explicó la vida, la filosofía y la religión, y cómo el mundo (refiriéndose a su valle) había sido al principio un hueco vacío en las rocas, y que después había sido poblado primero por cosas inanimadas sin el don del tacto, y por llamas y por unas cuantas criaturas que tenían muy poco sentido, y luego por hombres, y, finalmente, por ángeles, cuyos cantos y revoloteos podían oírse, pero que nadie podía tocar de ningún modo, cosa que dejó muy perplejo a Núñez hasta que se le ocurrió pensar en los pájaros...

Prosiguió contando a Núñez la forma en que este tiempo había sido dividido en frío y calor, que para los ciegos son los equivalentes del día y de la noche, cómo lo juicioso era dormir durante el calor y trabajar durante el frío, de modo que, si no hubiera sido por su llegada, todo el pueblo de los ciegos hubiera estado dormido. Dijo que Núñez debía haber sido creado especialmente para aprender y ponerse al servicio de la sabiduría que ellos habían adquirido y que, debido a toda su incoherencia mental y a sus tropiezos, debía tener valor y procurar hacer todo lo posible para aprender, ante lo cual todas las personas que se encontraban en el umbral prorrumpieron en murmullos de aliento. Dijo que la noche, pues los ciegos llamaban al día noche, ya estaba muy avanzada y que convenía que todo el mundo volviera a dormir. Le preguntó a Núñez si sabía dormir y Núñez dijo que sí, pero que antes de dormir quería comida.

Le trajeron comida, leche de llama en un cuenco y un pan tosco salado, y le condujeron a un lugar solitario para que comiera sin que le oyeran, y después a dormir hasta que el frío vespertino de la montaña les despertara para volver a empezar su día. Pero Núñez no durmió en absoluto.

En vez de eso, se incorporó en el mismo lugar donde le habían dejado, descansando sus miembros y dando vueltas en la cabeza, una y otra vez, a las imprevistas circunstancias que habían rodeado su llegada.

De tanto en tanto se reía, a veces divertido y a veces indignado.

–«¡Una inteligencia sin formar!» –decía–. «¡Aún no tiene sentidos!

Qué poco saben que han estado insultando a su amo y señor enviado por el cielo. Veo que debo hacerles entrar en razón. Tengo que pensar..., tengo que pensar.

Aún estaba pensando cuando se puso el sol.

Núñez sabía captar la belleza de las cosas y le pareció que el brillo de las pendientes nevadas y de los glaciares que despedía cada lado del valle era la cosa más hermosa que había visto jamás. Su vista se paseó desde aquel inaccesible deleite hasta la aldea y los campos irrigados, hundiéndose velozmente en el atardecer, y súbitamente se apoderó de él una oleada de emoción y dio gracias a Dios desde el fondo de su corazón por haberle regalado el poder de la vista.

Oyó una voz que le llamaba desde fuera de la aldea.

–¡Eh, Bogotá! ¡Ven aquí!

Al oír esto dejo de sonreír. Ya le enseñaría a esta gente de una vez por todas lo que significaba tener vista para un hombre. Le buscarían pero no le encontrarían.

–No te muevas, Bogotá –dijo la voz.

Rió sin hacer ruido y se apartó del camino con dos pasos furtivos.

–No pises la hierba, Bogotá, eso no está permitido.

Núñez apenas había oído el ruido que había hecho y se detuvo asombrado.

El dueño de la voz subió corriendo hacia él por el sendero jaspeado.

Volvió a entrar en el camino.

–Aquí estoy –dijo.

–¿Por qué no acudiste cuando te llamé? –dijo el ciego–. ¿Es que tienen que llevarte igual que a un niño? ¿No oyes el camino al andar?

Núñez rió.

–Lo puedo ver –dijo.

–No existe ninguna palabra como ver –dijo el ciego, tras una pausa–. Basta de insensateces y sigue el ruido de mis pasos.

Núñez le siguió un poco irritado.

–Ya llegará mi momento –dijo.

–Aprenderás –respondió el ciego–. En el mundo hay mucho que aprender.

–¿No te ha dicho nadie que «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey»?

–¿Qué es ciego? –preguntó el ciego descuidadamente por encima del hombro.

Pasaron cuatro días, y al quinto, el Rey de los Ciegos aún seguía de incógnito, como un extraño torpe e inútil entre sus súbditos.

Comprobó que le resultaba mucho más difícil proclamarse rey de lo que se había imaginado y, entretanto, mientras meditaba su golpe de Estado, hizo lo que le decían y aprendió las formas y las costumbres del País de los Ciegos. Trabajar y vagar de noche le pareció una cosa especialmente fastidiosa y decidió que sería lo primero que modificaría.

Aquella gente llevaba un vida simple y laboriosa, con todos los elementos de virtud y de felicidad tal y como estas cosas pueden ser entendidas por los hombres. Se afanaban pero no de un modo opresivo, tenían ropas y alimentos suficientes para sus necesidades, tenían días y temporadas de descanso, hacían música y cantaban mucho, y había entre ellos amor y niños pequeños.

Era maravilloso ver con qué confianza y precisión se movían por su ordenado mundo. Todo había sido hecho en función de sus necesidades; cada uno de los caminos radiales de la zona del valle formaba un ángulo constante con los demás, y se distinguía por una muesca especial en su acera; todos los obstáculos e irregularidades de los caminos o del prado habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo, y todos sus métodos y procedimientos habían surgido de modo natural de la peculiaridad de sus necesidades. Sus sentidos se habían agudizado maravillosamente, oían y juzgaban el gesto más leve de un hombre a una docena de pasos de distancia, oían incluso el mismo latido de su corazón. La entonación había reemplazado a la expresión desde muy antiguo entre ellos, y el tacto al gesto, y su trabajo con la azada, la pala y la horca se desarrollaba con canta confianza y libertad como el de cualquier jardinero. Su sentido del olfato era extraordinariamente sutil; podían distinguir las diferencias de cada individuo con la misma facilidad que un perro y cuidaban de las llamas, que vivían entre las rocas altas y bajaban hasta el muro en busca de comida y refugio, con comodidad y confianza. Sólo cuando Núñez decidió por fin hacer valer sus derechos se dio cuenta de lo ágiles y seguros que podían ser sus movimientos.

Se rebeló solamente después de haber intentado persuadirlos.

Primero intentó hablarles en numerosas ocasiones de la vista.

–Escuchadme un momento –decía–. Hay cosas en mí que vosotros no comprendéis.

Una o dos veces, uno o dos de ellos le prestaron atención; se sentaron con los rostros inclinados hacia abajo y los oídos inteligentemente vueltos hacía él, y él se esmeró para contarles lo que significaba ver. Entre sus oyentes se encontraba una muchacha, con párpados menos enrojecidos y hundidos que los de los demás, de manera que casi podía imaginarse que estaba ocultando unos ojos, a quien él esperaba convencer especialmente. Habló de las bellezas de la vista, de la contemplación de las montañas, del cielo y del amanecer, y ellos le escucharon con divertida incredulidad que pronto se trocó en condena. Le dijeron que no existían montañas algunas, sino que el final de las rocas, donde pastaban las llamas, era definitivamente el final del mundo; a partir de ahí se erguía el cavernoso techo del universo, desde donde caían el rocío y las avalanchas; y cuando él sostuvo resueltamente que el mundo no tenía ni final ni techo como ellos suponían, le dijeron que sus pensamientos eran malvados. Mientras les describía el cielo y las nubes y las estrellas, aquello les parecía un espantoso vacío, una nada terrible en el lugar de la bóveda uniforme que protegía las cosas en las que creían, porque para ellos era un artículo de fe que el techo de la caverna fuera exquisitamente suave al tacto. El veía que en cierto modo los estaba sobresaltando y entonces renunció totalmente a abordar este aspecto, tratando de mostrarles las ventajas prácticas de la vista. Una mañana vio a Pedro en el llamado camino Diecisiete que venía hacia las casas centrales, pero aún demasiado lejos como para ser oído u olfateado, y se lo dijo a ellos.

–Dentro de un poco –profetizó–, estará aquí Pedro.

Un anciano observó que Pedro no tenía nada que hacer en el camino Diecisiete y, como para confirmarlo, aquel individuo, mientras se acercaba, giró transversalmente tomando por el camino Diez, dirigiéndose con pasos ágiles hacia el muro exterior. Al no llegar Pedro se burlaron de él y luego, cuando él interrogó a Pedro para salvaguardar su reputación, éste le desmintió y se enfrentó con él y desde aquel día le fue hostil.

A continuación les indujo a dejarle recorrer un largo camino por los prados en declive hacia el muro acompañado de un individuo complaciente a quien prometió describirle todo cuanto ocurriera entre las casas. Notó ciertas idas y venidas, pero las cosas que parecían significar algo para esta gente sucedieron en el interior o detrás de las casas sin ventanas, las únicas cosas de las que ellos tomaron nota para ponerle a prueba, pero de éstas, nada pudo ver ni contar; y fue después del fracaso de su tentativa y de las mofas que ellos no pudieron reprimir, cuando él recurrió a la fuerza. Pensó en agarrar una pala y derribar súbitamente con ella a uno o dos al suelo para poder así, en un combate leal, demostrar las ventajas de la vista. Impulsado por aquella resolución no llegó más que asir la pala, porque luego descubrió algo nuevo en él: que le resultaba imposible golpear a un ciego a sangre fría.

Vaciló y comprobó que todos ellos eran conscientes de que él había agarrado la pala. Permanecieron alerta, con las cabezas ladeadas y las orejas dobladas hacia él a la espera de lo que se propusiera hacer.

–Tira esa pala –dijo uno, y sintió una especie de terror impotente, que casi le hizo obedecer. Entonces acometió contra uno lanzándolo contra la pared de una casa y salió corriendo hasta encontrarse fuera de la aldea.

Entró de través por uno de sus prados, dejando rastros de hierba pisoteada detrás de sus pies y al poco se sentó junto al borde de uno de sus caminos. Sintió un poco de la excitación que invade a todos los hombres al comienzo de una pelea, pero una perplejidad mayor. Empezó a darse cuenta de que ni siquiera se podía luchar a gusto con criaturas que parten de una base mental diferente. En la lejanía vio a una multitud de hombres con palas y garrotes que salían de la calle de las casas y avanzaban desplegados en línea hacia él por los numerosos caminos. Avanzaban lentamente, hablando con frecuencia entre sí y, de tanto en tanto, todo el cordón se detenía a olisquear el aire y a escuchar. Núñez rió la primera vez que les vio hacer esto.

Pero después, ya no volvió a reír.

Uno de ellos descubrió su rastro en la hierba del prado y se agachó para tantear la dirección que debía seguir.

Durante cinco minutos contempló la lenta maniobra de cordón y, entonces, su remota intención de hacer algo se hizo apremiante. Se levantó, dio uno o dos pasos hacia el muro circular, se volvió y desanduvo un poco el camino. Y allí estaban todos, como una luna creciente, inmóviles y a la escucha.

También se quedó inmóvil, sujetando la pala con fuerza con las dos manos. ¿Debía cargar contra ellos?

Sus oídos le latían al ritmo de «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey».

¿Debía cargar contra ellos?

–¡Bogotá! –llamó uno de ellos– ¡Bogotá! ¿Dónde estás?

Apretó su pala con mucha más fuerza y avanzó por los prados bajando hacia el lugar de las viviendas y, en cuanto se movió, ellos convergieron hacia él.

–Como me toquen los mato –juró–. Sabe Dios que lo haré. Los golpearé. Voceó con fuerza:

–Oídme, voy a hacer lo que quiera en este valle. ¿Me habéis oído? ¡Voy a hacer lo que quiera e iré a donde quiera!

Se cernían sobre él con rapidez, a tientas, pero moviéndose con agilidad. Era igual que jugar a la gallinita ciega, con todos, menos uno, con los ojos vendados.

–¡Apresadle! –gritó uno. Y se encontró en el arco de una curva de perseguidores en movimiento. Sintió repentinamente la necesidad de ser activo y resuelto.

–No lo comprendéis –gritó con una voz que pretendía ser estentórea y resuelta, pero que se le quebró en la garganta–. Vosotros sois ciegos y yo veo. ¡Dejadme en paz!

–¡Bogotá! ¡Tira esa pala y sal de la hierba!

La última orden, grotesca dentro de una familiaridad civilizada, resonó con un eco de cólera.

–Os lastimaré –dijo entre sollozos de emoción–. Sabe Dios que os lastimaré. ¡Dejadme en paz!

Empezó a correr, sin saber claramente hacia dónde. Corrió desde el ciego más próximo, porque le horrorizaba golpearle. Se paró y luego tuvo un arranque para escapar de las filas que se cerraban sobre él. Se dirigió hacia donde el hueco era mayor, pero los hombres situados a ambos lados, con rápida percepción de la aproximación de sus pasos, se precipitaron el uno contra el otro. Dio un brinco hacia delante, y entonces vio que estaba atrapado y asestó un golpe con la pala. Notó el ruido sordo de un brazo y de una mano, y el hombre cayó en tierra con un grito de dolor. Estaba libre.

¡Libre! Y a continuación se encontró de nuevo cerca de la calle de las casas, donde los ciegos, enarbolando palas y estacas, corrían de un lado a otro con una presteza que parecía razonada.

Oyó pasos detrás de él justo a tiempo, y se encontró frente a un hombre alto que se precipitaba contra él asestando golpes, guiado por el ruido que emitía. Perdió el control, le asestó un mandoble a su antagonista, giró sobre sí mismo y huyó, casi chillando mientras le hacía un quiebro a otro.

Fue presa del pánico. Corrió furiosamente de un lado a otro, haciendo quiebros cuando no había ninguna necesidad de hacerlos y tropezando, angustiado por querer ver al instante todo cuanto le rodeaba. Por un momento cayó y ellos oyeron su caída. Muy lejos, en el muro de la circunvalación, una puertecita le pareció un refugio celestial, y se dirigió hacia ella en una carrera desenfrenada. Ni siquiera se volvió para mirar a sus perseguidores hasta que la alcanzó, y eso que había tropezado al cruzar el puente, trepado un trecho entre las rocas con sorpresa de una llama joven que de un brinco se perdió de vista, y se había tumbado para recuperar el resuello entre sollozos.

Y así concluyó su golpe de Estado.

Se quedó fuera del muro del valle de los ciegos durante dos noches y dos días, sin comida ni techo, y meditó sobre lo inesperado de los acontecimientos. Durante estas meditaciones repitió con mucha frecuencia y cada vez con un tono de mayor escarnio:

–«En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey».

Estuvo pensando principalmente en las formas de luchar y de conquistar a este pueblo, pero se fue abriendo paso en él la idea de que no había ninguna posibilidad que fuera viable. No disponía de armas y ahora le resultaría difícil conseguir una.

El cáncer de la civilización había alcanzado incluso a Bogotá y le resultaba inconcebible el hecho de bajar a asesinar a un ciego. Claro que si lo hacía, podría entonces dictar condiciones bajo la amenaza de asesinarlos a todos. Pero ¡antes o después tendría que morir!

También intentó encontrar comida entre los pinos y un abrigo bajo sus ramas para protegerse de las heladas de la noche y, con menos convencimiento, capturar una llama por medio de un ardid para tratar de matarla, tal vez golpeándola con una piedra, para poder así, finalmente, comerse una parte. Pero las llamas recelaban de él y le miraban con sus desconfiados ojos marrones y escupían cuando se acercaba. El miedo y el estremecimiento se apoderaron de él durante el segundo día. Finalmente, bajó gateando hasta el muro del País de los Ciegos e intentó hacer un pacto. Bajó arrastrándose por el torrente, gritando, hasta que dos ciegos salieron por la puerta y hablaron con él.

–Estaba loco –dijo él–. Pero es porque estaba recién formado.

Le dijeron que aquello estaba mejor.

Les dijo que ahora estaba más cuerdo y arrepentido de todo lo que había hecho.

Luego lloró sin querer, porque ahora se sentía muy débil y enfermo, y ellos lo tomaron como una señal favorable.

Le preguntaron si aún pensaba que podía ver.

–No –dijo él–. Eso es una insensatez. ¡Esa palabra no significa nada..., menos que nada!

Le preguntaron qué había sobre sus cabezas.

–A una altura aproximada de cien hombres hay un techo encima del mundo..., de roca..., y muy, muy suave... –Volvió a estallar en histéricos sollozos–. Antes de que me sigáis preguntando, dadme algo de comer o me moriré.

Se esperaba unos castigos horribles, pero estos ciegos poseían la capacidad de ser tolerantes. Consideraron su rebelión como una prueba más de su idiotez e inferioridad general y, tras azotarle, le encomendaron las tareas más simples y más pesadas que podían encomendarle a nadie, y él, al no ver otra forma de vivir, hizo sumisamente lo que le decían.

Enfermó durante algunos días y lo cuidaron afablemente. Eso afinó su sumisión, pero insistieron en que guardara cama en la oscuridad, lo que acrecentó su desdicha. Y vinieron a verle filósofos ciegos y le hablaron de la perversa ligereza de su mente, reprochándole de forma tan solemne sus dudas acerca de la tapadera que cubría su cacerola cósmica, que casi empezó a dudar de si no sería realmente víctima de una alucinación por no verla encima de su cabeza.

De este modo, Núñez se convirtió en ciudadano del País de los Ciegos, y éstos dejaron de ser un pueblo generalizado y se convirtieron en individuos familiares para él, mientras que el mundo más allá de las montañas se volvía cada vez más remoto e irreal. Estaba Yacob, su amo, un hombre afable cuando no estaba irritado; estaba Pedro, el sobrino de Yacob, y estaba Medina–saroté, que era la hija menor de Yacob. Era poco apreciada en el mundo de los ciegos, porque poseía un rostro bien definido y carecía de esa tersura satisfactoria y satinada que es el ideal de la belleza femenina de un ciego; pero Núñez pensó que era bella al principio, y poco a poco, el ser más bello de toda la creación. Sus párpados cerrados no estaban hundidos y enrojecidos según la norma que imperaba en el valle, sino que por su forma parecía como si pudieran volver a abrirse en cualquier momento; y además tenía largas pestañas, lo que se consideraba como una grave deformidad. Y su voz era fuerte, y no satisfacía los delicados oídos de los cortejadores del valle, de tal modo que no tenía ningún pretendiente.

Entonces llegó un momento en que Núñez pensó que, si lograba conquistarla, se resignaría a vivir en el valle el resto de sus días.

La espiaba. Buscó las ocasiones de prestarle pequeños servicios y al poco reparó en que ella le observaba. Una vez, en la reunión de un día de fiesta, se sentaron el uno junto al otro en la penumbra de una noche estrellada, acompañados por una melodía acariciadora, su mano se posó sobre la de ella y se atrevió a apretarla. Entonces, con mucha ternura, ella le devolvió su presión. Y un día, mientras comían en la oscuridad, él notó que su mano le buscaba suavemente y, como por azar se levantó una llamarada de fuego en aquel momento, pudo ver la ternura reflejada en su rostro.

Trató entonces de hablar con ella.

Fue a verla un día mientras ella hilaba sentada a la luz de la luna de verano. La luz la convertía en un objeto plateado y misterioso. Se sentó a sus pies y le dijo que la amaba y le dijo tambíen cuán hermosa le parecía. Él poseía la voz de un enamorado y le habló con tierna reverencia que casi parecía temor y, ella, que jamás había sido interpelada con adoración, no le dio ninguna respuesta concreta, pero resultaba patente que sus palabras habían sido oídas con agrado.

Después de aquello habló con ella cada vez que se le presentaba la ocasión. El valle se convirtió en el mundo para él, y el mundo más allá de las montañas, donde los hombres vivían a la luz del sol, no le parecía más que un cuento de hadas que algún día derramaría en los oídos de ella. Tras muchos titubeos y muy tímidamente, él le habló de la vista.

La vista le parecía a ella la más poética de las fantasías y escuchaba su descripción de las estrellas y de las montañas y de la palidez y dulzura de su belleza como si se tratara de una indulgente complicidad. Ella no creía, sólo podía comprender a medias, pero se sentía misteriosamente complacida, y a él le parecía que le comprendía totalmente.

Su amor le hizo perder el miedo y adquirir confianza. Y pronto le propuso pedirla en matrimonio a Yacob y a los ancianos, pero ella se mostró temerosa y aplazó su propuesta. Y fue una de sus hermanas mayores quien primero le contó a Yacob que Medina–saroté y Núñez estaban enamorados.

Desde el primer momento hubo una gran oposición al matrimonio de Núñez con Medina–saroté, no tanto porque la tuvieran en gran estima, sino porque a él le consideraban como a un ser aparte, un idiota incompetente muy por debajo del nivel permitido a un hombre. Sus hermanas se opusieron agriamente arguyendo que el descrédito caería sobre todos ellos, y el viejo Yacob, si bien había acabado por tomarle cariño a su obediente y torpe siervo, meneó la cabeza diciendo que no podía ser. Los jóvenes se mostraron todos irritados ante la idea de corromper la raza y uno de ellos fue tan lejos que llegó a vilipendiar y a golpear a Núñez. Éste le devolvió el golpe. Entonces, por primera vez, apreció las ventajas de poder ver, incluso a la luz del atardecer, y después de que se acabara aquella pelea nadie se mostró dispuesto a levantarle la mano. Pero su matrimonio les siguió pareciendo imposible.

El viejo Yacob sentía ternura por su hija pequeña y se afligía cuando ella venía a llorar sobre su hombro.

–Verás, hija mía, es que él es un idiota, padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas.

–Lo sé –lloraba Medina–saroté–. Pero ahora es mejor que antes. Está mejorando. Y es fuerte, padre querido, y gentil..., más fuerte y más gentil que ningún hombre del mundo. Y me ama y..., yo también le amo, padre.

El viejo Yacob se sintió muy angustiado por no poder consolar a su hija y, además, lo que le angustiaba aún más, a él le gustaba Núñez por muchos conceptos. Así que acudió a sentarse a la tétrica cámara de consejos con los otros ancianos y, prestando atención al rumbo de la conversación, dijo en el momento oportuno:

–Es mejor de lo que era. Y es muy probable que algún día nos parezca tan cuerdo como nosotros.

Al cabo de un rato, a uno de los ancianos, que reflexionó profundamente, se le ocurrió una idea. Era el gran doctor de este pueblo, el que curaba todos los males y poseía una mente muy flosófica y llena de inventivas: su idea consistía en curar a Núñez de sus peculiaridades.

–He reconocido a Bogotá –dijo– y su caso a mí me parece muy claro. Mi diagnóstico es que podría curarse con toda probabilidad.

–En eso es en lo que yo siempre he confiado –replicó el viejo Yacob.

–Tiene una afección en el cerebro –dijo el doctor ciego.

Los ancianos murmuraron asintiendo.

–¿Y cuál es esa afección?

–¡Ah! –dijo el viejo Yacob.

–Esto –dijo el doctor contestando a su pregunta–. Esas extravagantes cosas que se llaman ojos y que existen sólo para dotar a la cara de una suave y agradable depresión están tan enfermas, en el caso de Bogotá, que han afectado a su cerebro. Están enormemente distendidas, tiene pestañas y sus párpados se mueven y, por consiguiente, su cerebro se encuentra en constante estado de irritación y destrucción.

–¿Ah, sí? –dijo el viejo Yacob–. ¿Ah, sí?

–Y creo que puedo decir con un grado de certeza razonable que, a fin de curarle completamente, sólo necesitamos una simple y fácil operación quirúrgica, es decir, extraerle estos cuerpos tan irritantes.

–¿Y entonces se volverá cuerdo?

–Adquirirá una cordura absoluta y se convertirá en un ciudadano admirable.

–¡Doy gracias al cielo por la ciencia! –dijo el viejo Yacob y regresó inmediatamente a contarle a Núñez la buena noticia.

Pero la forma en que Núñez recibió la buena noticia le pareció fría y decepcionante. Y entonces le dijo:

–Por el tono que adoptas, se podría pensar que mi hija no te importa.

Fue Medina–saroté quien persuadió a Núñez para que aceptara la intervención de los cirujanos ciegos.

–¿Tú no querrás que pierda el don de mi vista? –dijo él.

Ella meneó la cabeza.

–Mi mundo es la vista.

La cabeza de ella se inclinó un poco más.

–Existen las cosas bellas, la belleza de las cosas pequeñas..., las flores, los líquenes entre las rocas, la ligereza y la suavidad de unas pieles, el lejano cielo con sus nubes a la deriva, los atardeceres y las estrellas. Y existes tú. Sólo por ti es maravilloso tener ojos, para ver tu cara dulce y serena, tus labios bondadosos, tus amadas y hermosas manos entrecruzadas... Son mis ojos los que tú has conquistado, estos ojos son los que me atan a ti, y lo que estos idiotas buscan. En vez de eso, debería tocarte, oírte y no volver a verte jamás. Debería acomodarme bajo ese techo de rocas, de piedras y de tinieblas, ese horrible techo bajo el cual tu imaginación se aplasta... No. ¿Tú no querrás que yo haga eso, verdad?

Una duda terrible había surgido en él. Se detuvo y dejó la pregunta en el aire.

–A veces –dijo ella– me gustaría... –Y se detuvo.

–¿Sí? –dijo él un poco aprensivo.

–A veces me gustaría... que no hablaras de esa manera.

–¿De qué manera?

–Sé que es bonito..., es tu imaginación. Y me encanta, pero ahora...

Él sintió un escalofrío.

–¿Ahora? –dijo débilmente.

Ella permaneció inmóvil.

–Quieres decir..., piensas..., que tal vez estaría mejor si...

Estaba captando las cosas con mucha prontitud. Sintió cólera, una verdadera cólera ante el absurdo rumbo del destino, pero también compasión por su falta de comprensión..., una compasión muy cercana a la piedad.

–Amada mía –dijo y pudo ver por su palidez cuán intensa presión ejercía su espíritu contra las cosas que ella no podía decir. La rodeó con sus brazos, la besó en la oreja y permanecieron un rato sentados en silencio.

–¿Y si yo consintiera? –dijo por fin con una voz muy dulce.

Ella le lanzó los brazos al cuello, llorando desesperadamente.

–Oh, si consintieras –sollozó– ¡si consintieras de verdad!

Durante la semana que precedió a la operación que iba a elevarle desde su condición de servidumbre e inferioridad hasta el nivel de un ciudadano ciego, Núñez no supo lo que significaba dormir, y todas las horas, iluminadas por la cálida luz del sol, mientras los demás dormitaban felices, las pasó sentado cavilando o vagando sin rumbo, tratando de resolver en su mente este dilema. Había dado su respuesta, había dado su consentimiento y, sin embargo, no estaba seguro. Y por fin se agotó el tiempo de labor, el sol surgió con esplendor sobre las doradas crestas y comenzó para él su último día de visión. Pasó algunos minutos con Medina–saroté antes de que ella se fuera a dormir.

–Mañana –dijo él– dejaré de ver.

–¡Corazón mío! –respondió ella apretándole las manos con todas sus fuerzas.

–Te harán daño, pero poco –dijo ella– y si sufres... y si sufres, amor mío, será por mí... Cariño, si el corazón y la vida de una mujer pueden recompensarte, yo te recompensaré. Mi bien, mi bien querido, el de la dulce voz, yo te recompensaré.

Y él se sintió inundado de piedad por sí mismo y por ella.

La abrazó y apretó sus labios contra los suyos y contempló su dulce rostro por última vez.

–¡Adiós! –susurró a su amada visión–. ¡Adiós!

Y luego en silencio se apartó de ella.

Ella pudo oírle alejarse con pasos lentos y hubo algo en sus pisadas rítmicas que la sumieron en un llanto apasionado.

Había decidido firmemente ir hasta un lugar solitario donde los prados estaban embellecidos por los narcisos blancos y permanecer allí hasta que llegara la hora de su sacrificio; pero mientras se dirigía hacia allí sus ojos contemplaron la mañana, la mañana que, como un ángel de armadura dorada, se deslizaba por los barrancos...

Y ante este esplendor tuvo la sensación de que él y este mundo ciego del valle, y su amor, no eran, después de todo, más que un pozo de pecado. No se desvió tal y como se había propuesto hacer, sino que prosiguió y atravesó el muro de la circunferencia y empezó a trepar por las rocas mientras sus ojos permanecían siempre fijos sobre el hielo y la nieve bañada por el sol.

Vio su infinita belleza, y su imaginación los sobrevoló hasta llegar más allá de las cosas a las que iba a renunciar para siempre.

Pensó en el gran mundo libre del que se hallaba apartado, su propio mundo, y tuvo la visión de aquellas remotas pendientes más allá de la distancia, con Bogotá, un lugar de belleza multitudinaria y agitada, una gloria de día y un luminoso misterio de noche, un lugar de palacios, fuentes y estatuas y casas blancas, hermosamente emplazadas en la media distancia. Pensó que por un día o dos, uno podía muy bien bajar atravesando pasos, para acercarse más y más a sus calles bulliciosas y a sus costumbres. Pensó en el viaje por río, día tras día, desde el gran Bogotá hasta el mundo más vasto de más allá, atravesando ciudades y aldeas, bosques y desiertos, en la imparable corriente del río, día tras día, hasta que sus riberas se retiraran y los grandes barcos de vapor se acercaran salpicándole de espuma, y así uno alcanzaba el mar..., el mar infinito, con sus miles y miles de islas, y sus barcos avistados en la nebulosa lejanía en sus incesantes periplos alrededor del mundo más grande. Y allí, sin estar acorralado por las montañas, se podía ver el cielo..., sí, el cielo, no el disco que se veía desde aquí, sino un arco de azul inconmesurable, en cuyos abismos más profundos flotaban dando vueltas las estrellas... Sus ojos escrutaron la gran cortina de montañas investigándolas ansiosamente.

Por ejemplo, si subía por esa garganta y hasta esa chimenea, podría salir en lo alto de aquellos pinos achaparrados que se extendían en una especie de saliente y seguían subiendo más y más hasta pasar por encima del desfiladero. ¿Y luego? Ese talud podría sortearlo. Desde allí tal vez pudiera encontrar una ruta para trepar hasta el precipicio que se hallaba debajo de la nieve y si le fallaba esa chimenea, entonces quizá otra más alejada, hacia el este, pudiera servir a sus propósitos. ¿Y luego? Entonces se encontraría sobre la nieve de color ámbar y a medio camino de la cresta de aquellas magníficas desolaciones.

Se volvió para mirar la aldea, y la contempló con resolución.

Pensó en Medina–saroté que se había convertido en un punto pequeño y remoto.

Se volvió de nuevo hacia la pared montañosa, junto a cuyas pendientes le había sorprendido el día.

Entonces, muy circunspecto, empezó a trepar. Al ponerse el sol había dejado de trepar, pero se encontraba lejos y muy alto. Había estado más arriba, pero aún así seguía estando muy alto. Su ropa estaba desgarrada, sus miembros, manchados de sangre; tenía magulladuras en muchos sitios, pero estaba tumbado como si se encontrara a sus anchas y en su cara lucía una sonrisa.

Desde su lugar de reposo parecía que el valle se encontraba en el fondo de un pozo a casi una milla de distancia. Había oscurecido ya y había bruma y sombras, aunque las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego. Las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego y los pequeños pormenores de las rocas que tenía a mano estaban impregnados de una sutil belleza..., una veta de mineral verde que traspasaba la masa gris, los destellos de las facies de cristal aquí y allá, un diminuto liquen anaranjado de minuciosa belleza muy cerca de su rostro.

Había sombras profundas y misteriosas en la garganta, de un azul intenso que se tornaba púrpura, y el púrpura en una oscuridad luminosa, y en lo alto se hallaba la ilimitada inmensidad del cielo. Pero dejó de prestarle atención a estas cosas y permaneció allí tumbado, casi inactivo, sonriendo como si estuviera satisfecho por el mero hecho de haber escapado del valle de los ciegos, donde había pensado covertirse en rey. Se apagó el resplandor del atardecer y cuando llegó la noche aún permanecía tumbado y apaciblemente contento bajo la fría luz de las estrellas.