viernes, 21 de marzo de 2025

El hombre retorcido. L. Sprague de Camp (1907-2000)

La doctora Matilda Saddler vio por primera vez al hombre retorcido la tarde del 14 de junio de 1946, en Coney Island. La asamblea que celebraba todas las primaveras la Sección Oriental de la Asociación Antropológica Americana ya había terminado, y la doctora Saddler comió con dos de sus colegas, los doctores Bleu, de Columbia, y Jeffcott, de Yale. Les dijo que ella nunca había estado en Coney, y se proponía visitar la isla. Rogó a Blue y Jeffcott que la acompañasen, pero ellos se excusaron. Mientras ambos contemplaban la espalda de la doctora Saddler, que se alejaba, Blue comentó, con una voz que parecía un graznido:

—La mujer salvaje de Wichita. Me gustaría saber si se propone cazar a otro marido.
Blue era un hombre muy delgado, con una barbita gris y una expresión de estar diciendo constantemente: «¿Y usted quién demonios es?»

—¿Cuántos ha tenido hasta la fecha? —preguntó Jeffcott.
—Dos. Ignoro por qué la vida privada de los antropólogos es la más desordenada de todos los científicos. Tal vez sea porque estudian las costumbres y la moral de tantos pueblos diferentes, que deben de decirse: «Si los esquimales lo hacen, ¿por qué no hacerlo nosotros?» Gracias a Dios, yo estoy a salvo por viejo.
—Pues yo no la temo —dijo Jeffcott. Este era un cuarentón que parecía un labriego embarazado por su traje dominguero—. No puedo estar más casado de lo que estoy.
—¿Ah, sí? Tenías que haber estado en Stanford hace unos cuantos años, cuando ella estaba allí. Era muy peligroso cruzar el campus de la Universidad, con Tuthill persiguiendo a todas las hembras y la Saddler a todos los varones.

La doctora Saddler tuvo que abrirse paso a codazos para salir del metro, pues los adolescentes que infestan el andén de la estación de Stillwell Avenue son probablemente los seres peor educados que existen en el mundo, con la sola y posible excepción de los habitantes de las islas Dobu, en el Pacífico Occidental. Pero esto no la molestó demasiado. Era una mujer alta y robusta que frisaba en la cuarentena, que se había mantenido en forma gracias a la vida a la intemperie a que la obligaba su profesión. Mientras caminaba por Surf Avenue en dirección a la playa de brignton, contempló los puestos y paradas sin detenerse ante ellos, prefiriendo observar los tipos humanos que le daban a ganar su dinero y a los otros tipos humanos que se lo quitaban. En cambio, se detuvo ante una barraca de tiro al blanco, pero encontró que derribar búhos de latón de una percha con una carabina del 22 era tan fácil que no resultaba divertido. Lo que a ella le gustaba era tirar contra blancos lejanos con un rifle de reglamento.

La barraca contigua a la de tiro al blanco pudiera haber recibido el nombre de espectáculo secundario, caso de haber existido allí un espectáculo principal que permitiese tal apelación. El acostumbrado cartel sensacionalista proclamaba las excelencias y el carácter verdaderamente extraordinario de la ternera de dos cabezas, la mujer barbuda, Aracné la mujer araña, y otras maravillas. El número de fuerza era Ungo-Bungo, el feroz hombre-mono, capturado en el Congo a costa de veintisiete vidas humanas. En el cartel aparecía un gigantesco Ungo-Bungo estrujando en cada mano a un infeliz negro, mientras otros trataban de echarle una red encima. La doctora Saddler sabía perfectamente que el feroz hombre-mono resultaría ser un hombre blanco de lo más vulgar, con pelo falso en el pecho. Pero tuvo el capricho de entrar. Pensó que después tal vez se divertiría contando a sus colegas lo que había visto. El presentador pronunció su estentórea arenga de ritual. La doctora Saddler coligió por su expresión que le dolían los juanetes. La mujer tatuada no le interesó, pues los dibujos que la adornaban no tenían evidentemente ningún significado cultural, como sucede entre los polinesios. En cuanto al antiguo maya, la doctora Saddler encontró de muy mal gusto exhibir de aquella manera a un pobre idiota microcéfalo. En cambio, los juegos de manos del profesor Yoki, que además era un comedor de fuego, no estuvieron mal. La jaula de Ungo-Bungo estaba oculta tras una cortina. En el momento apropiado se oyeron gruñidos y ruido de cadenas contra metal. El presentador casi se desgañitó al gritar:

—¡Y ahora, señoras y señores... el único y auténtico Ungo-Bungo!

Y se descorrió la cortina. El hombre-mono se hallaba en cuclillas en el fondo de la jaula. Soltó la cadena, se incorporó y se adelantó arrastrando los pies. Asió dos de los barrotes y se puso a sacudirlos. Estaban adecuadamente sueltos y tintinearon de manera alarmante. Ungo-Bungo frunció los labios y enseñó sus dientes perfectos y amarillentos al respetable. La doctora Saddler le miró con atención. Aquel hombre-mono era distinto a las imitaciones que había visto hasta entonces. Si bien su talla no rebasaba el metro sesenta, era muy rechoncho y tenía unos hombros enormes y robustísimos. Por encima y por debajo de su bañador azul una espesa pelambre gris cubría su cuerpo de pies a cabeza. Sus brazos largos y musculosos terminaban en unas manazas de dedos gruesos y nudosos. Su cabeza se proyectaba ligeramente hacia adelante, con el resultado de que no parecía tener cuello. En cuanto a su cara... la doctora Saddler conocía todas las razas de hombres vivientes, y todos los tipos de degenerados producidos por trastornos glandulares: ninguno de ellos tenía una cara como aquella. En primer lugar, estaba profundamente arrugada. La frente que se extendía entre el ralo cabello del cráneo y las cejas montadas sobre macizos arcos supraorbitales, era huidiza. La nariz, aunque ancha, no era simiesca; era una versión más corta del grueso y ganchudo apéndice nasal armenoide, llamado equivocadamente judío con frecuencia. La cara terminaba en un largo labio superior y un mentón inexistente. Y la tez amarillenta parecía ser auténtica y pertenecer de verdad a Ungo-Bungo.

El presentador corrió de nuevo la cortina. La doctora Saddler salió con los demás espectadores, pero volvió a pagar otra entrada, y a los pocos instantes estaba de nuevo adentro. No prestó atención al presentador, procurando únicamente ocupar una buena posición frente a la jaula de Ungo-Bungo antes de que llegase el resto del público. Ungo-Bungo repitió su número con mecánica precisión. La doctora Saddler observó que cojeaba ligeramente al acercarse a los barrotes para sacudirlos, y que su cuero cabelludo mostraba unas grandes cicatrices blanquecinas. Le faltaba la última falange de su dedo meñique izquierdo. Advirtió ciertos detalles acerca de las proporciones de los huesos de sus piernas, de sus brazos y antebrazos y de sus grandes y anchos pies. La doctora Saddler sacó una entrada por tercera vez. Una idea le estaba dando vueltas por la cabeza. Si terminaba por admitirla, o bien ella estaba loca, o la antropología física era una sarta de disparates, o... lo que fuese. Pero ella sabía que si hacía lo que le aconsejaban la voz de la prudencia y de la razón, o sea irse a casita, aquella idea se convertiría en una obsesión permanente. Terminada la tercera representación, se dirigió al presentador y le habló en estos términos:

—Creo que en Mr. Ungo-Bungo he reconocido a un antiguo amigo mío. ¿Podría verlo cuando termine?

El presentador contuvo su sarcasmo. Era evidente que aquella señora no pertenecía a la misma categoría de las que piden que les presenten a los artistas, con fines inconfesables.

—¿Quiere usted verle? —dijo—. Se llama Gaffney... Clarence Aloysius Gaffney. ¿Era éste su amigo?
—Exactamente.
—No creo que haya ningún inconveniente—. Consultó su reloj—. Aún tiene que salir cuatro veces más antes de que cerremos. Pero tendré que preguntar al jefe.
Apartó una cortina y gritó:
—¡Eh, Morrie!—. Luego dijo—. Está bien. Morrie dice que espere usted en su despacho. Es la primera puerta a la derecha.
Morrie era un hombrecillo rechoncho, calvo y hospitalario.
—No faltaba más —dijo, blandiendo su cigarro—. Encantado de poder servirla, Miss Saddler. Espere un minuto, mientras hablo con el manager de Gaffney—. Se asomó a la puerta y gritó—. ¡Oye, Pappas! Aquí hay una señora que quiere hablar después con tu hombre-mono. Sí, he dicho una señora. Okey—. Regresó para soltar una perorata sobre las dificultades que asediaban el negocio de los monstruos—. Aquí tiene usted a este Gaffney, por ejemplo. Es el mejor hombre-mono que existe en el mundo del espectáculo; todos esos pelos son verdaderamente suyos. Y la jeta que tiene el pobre también es suya. ¿Pero usted supone que la gente se lo cree? ¡Qué va! Al salir les oigo comentar que el pelo es postizo, y que todo es un truco. Es desesperante—. Ladeó la cabeza y se puso a escuchar—. Ese trueno no ha sido un camión; me parece que tendremos lluvia. Ojalá no llueva mañana. No sabe usted cómo asusta la lluvia a la gente. En un circo, sería otra cosa—. Trazó una línea horizontal imaginaria con el dedo, bajándolo después bruscamente para indicar el efecto que producía la lluvia en la venta de localidades—. Pero como le digo, la gente no agradece lo que uno hace por ellos. No lo digo sólo por el dinero; yo me considero un artista. Un artista creador. Un espectáculo como éste debe tener equilibrio y proporción, como cualquier otro arte. Aproximadamente una hora después, una voz lenta y profunda preguntó desde la puerta:

—¿Hay aquí alguien que desea verme?
En el umbral se recortaba el hombre retorcido. En traje de calle, con el cuello de su impermeable levantado y el ala de su sombrero caída sobre sus ojos, tenía un aspecto más o menos humano, aunque el impermeable no se ajustaba muy bien a sus enormes hombros arqueados. Empuñaba un bastón grueso y nudoso con una correa de cuero cerca del puño. Tras él se veía bullir un hombrecillo moreno.

—Sí —dijo Morrie, interrumpiendo su perorata—. Clarence, te presento a Miss Saddler. Miss Saddler, le presento a Mr. Gaffney, uno de nuestros más grandes artistas creadores.
—Encantado de conocerla —dijo el hombre retorcido—. Este señor es Mr. Pappas, mi manager.

La doctora Saddler explicó que le gustaría charlar con Mr. Gaffney, si esto era posible. Habló con mucho tacto; había que demostrar mucho tacto, por ejemplo, para husmear en la vida privada de los cazadores de cabezas Naga. El hombre retorcido dijo que le encantaría ir a tomar café con Miss Saddler; había un bar en la misma esquina al que podían ir sin mojarse. Salieron seguidos por Pappas, que cada vez estaba más saltarín. El hombre retorcido le dijo:

—Ve a acostarte, John. No te preocupes por mí—. Y sonrió a la doctora Saddler.
Aquella sonrisa hubiera puesto los pelos de punta a cualquiera que no hubiese sido antropólogo—. Cada vez que éste me ve hablando con alguien, se figura que vienen a hacerme proposiciones comerciales y que va a perderme. Hablaba en inglés norteamericano normal, con un ligero acento irlandés, puesto de manifiesto por la manera como oscurecía las vocales de palabras como «man» y «talk».

—Hice que el abogado que redactó nuestro contrato —agregó— pusiese en él una cláusula que me permite rescindirlo cuando lo desee.

Pappas se alejó, no muy convencido. Apenas llovía ya. El hombre retorcido caminaba con soltura, a pesar de su leve cojera. Pasó una señora con un foxterrier sujeto con una correa. El perrillo husmeó hacia el hombre retorcido, y entonces pareció volverse loco de repente, pues empezó a saltar y a ladrar como un poseído. El hombre retorcido empuñó fuertemente el nudoso bastón y dijo con voz suave:

—Más valdrá que lo sujete bien, señora—. La mujer se alejó apresuradamente—.Todos los perros hacen igual comentó Gaffney—. Parece ser que no les gusto.

Se sentaron a una mesa y pidieron café. Cuando el hombre retorcido se quitó el impermeable, al olfato de la doctora Saddler llegó un fuerte olor de perfume barato. El sacó una pipa de cazoleta enorme y nudosa. Le sentaba bien, lo mismo que el bastón. La doctora Saddler advirtió que los ojos, profundamente hundidos bajo la cresta supraorbital, eran color avellana claro.

—Usted dirá, señora —dijo él con su profunda voz de bajo.
Ella empezó su interrogatorio.
—Mis padres eran irlandeses —contestó él—. Pero yo nací en South Boston... Vamos a ver... hace cuarenta y seis años. Si le interesa, puedo facilitarle una copia de mi partida de nacimiento. Dice: Clarence Aloysius Gaffney, nacido el 2 de mayo de 1900.
Esta declaración pareció producirle un secreto placer.
—¿Alguno de sus padres tenía sus extraordinarias características físicas?
Hizo una pausa antes de contestar. Al parecer ésta era siempre su costumbre.
—Pues sí, señora. No uno, sino los dos. Algo relacionado con las glándulas, supongo.
—¿Nacieron ambos en Irlanda?
—Sí. Eran del condado de Sligo.

De nuevo le observó aquella fugaz y misteriosa sonrisa. La doctora Saddler reflexionó un momento. Luego dijo:

—Mr. Gaffney, ¿tendría usted inconveniente en que le hiciésemos algunas fotografías y mediciones antropométricas? Las fotografías se las daríamos y podrían servirle para su espectáculo.
—No le digo que no—. Bebió un sorbito—. ¡Uf! ¡Gazooks, cómo quema!
—¿Cómo?
—Digo que el café está muy caliente.
—No, me refiero a lo que ha dicho antes.
El hombre retorcido se mostró ligeramente embarazado.
—Ah, eso de «gazooks». Verá, yo... bueno... una vez conocí a uno que tenía la costumbre de lanzar esta exclamación.
—Mr. Gaffney, tiene usted que saber que yo soy antropólogo, y no trato de sonsacarle nada con miras egoístas. Mi finalidad es puramente científica y por lo tanto puede usted ser franco conmigo.

Había algo tan remoto e impersonal en su mirada, que un escalofrío recorrió el espinazo de la doctora Saddler.

—¿Quiere usted dar a entender con eso que hasta ahora no lo he sido?
—Sí. Cuando le vi en el escenario, me quedé convencida de que en su pasado se ocultaba algo extraordinario. Nada me ha hecho cambiar de idea. Ahora bien, si usted cree que estoy loca, dígalo y hablaremos de otra cosa. Pero me gustaría llegar al fondo de la cuestión.
Él tardó un buen rato en contestar.
—Eso depende—. Nueva pausa. Luego añadió—: usted, con sus relaciones, sin duda debe de conocer a cirujanos de primera categoría, ¿no es verdad?
—Pues... sí. Conozco a Dunbar, por ejemplo.
—¿Ese que se pone una bata lila cuando opera? ¿El que escribió un libro sobre «Dios, el Hombre y el Universo»?
—El mismo. Es un buen hombre, a pesar de sus modales teatrales. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Quiere algo de él?
—No lo que usted se imagina. Estoy satisfecho con mi... bueno... con mi tipo físico fuera de lo corriente. Pero me gustaría que me arreglasen algunas antiguas lesiones... Unos huesos rotos que no se soldaron adecuadamente. Pero tiene que hacerlo un buen cirujano. Tengo ahorrados un par de miles de dólares, pero ya sé los honorarios exorbitantes que cobran esa gente. Si gracias a usted pudiéramos llegar a un arreglo...
—Pues claro que sí. Es más, estoy segura. Se lo garantizo. ¿Entonces, yo tenía razón, y usted...?
Se interrumpió vacilante.
—Sí, se lo contaré todo. Pero recuerde que siempre podré demostrar que soy Clarence Aloysius Gaffney si hiciera falta.
—Entonces, ¿quién es usted?
Se produjo de nuevo una larga pausa, que el hombre retorcido rompió para decir:
—La verdad es que no tengo por qué ocultárselo. Así que usted lo repita todo o en parte, pondrá su reputación profesional en mis manos. Tenga esto muy presente. En primer lugar, yo no nací en Massachusetts, sino en el alto Rin, cerca de la actual Mommenheim. Y la fecha de mi nacimiento, por lo que he podido calcular, se sitúa alrededor del año 50.000 a. de J. C.

Matilda Saddler se preguntó para sus adentros si había tropezado con el mayor descubrimiento antropológico de todos los siglos, o si aquel curioso personaje daba ciento y raya al barón de Munchaussen como embustero. Él pareció adivinar sus pensamientos.

—No puedo demostrarlo, desde luego. Pero mientras usted me consiga esa operación, poco me importa que me crea o no.
—Pero... pero... ¿cómo fue?
—Creo que fue el rayo. Estábamos de caza, tratando de acorralar a unos bisontes y hacerlos caer en una trampa. Empezó entonces a tronar de una manera impresionante, y los bisontes se nos escaparon. Entonces renunciamos a cazarlos y tratamos de guarecernos. Después de esto, únicamente recuerdo que me encontré tendido en el suelo, con la lluvia corriéndome por el rostro, y el resto del clan de pie a mi alrededor, lamentándose por haber irritado al dios de la tempestad, que se vengó fulminando a uno de sus mejores cazadores. Era la primera vez que oía decírselo. La verdad es que a uno nunca le aprecian en vida. »Pero yo no había muerto. Tuve los nervios muy destemplados durante unas semanas, pero aparte de esto estaba perfectamente, con la sola excepción de unas quemaduras en las plantas de los pies. No puedo explicarle lo que ocurrió, pero hace un par de años leí que los sabios han localizado en la médula oblonga el mecanismo que regula la regeneración de los tejidos. Es posible que el rayo acelerase estos procesos medulares. Sea como sea, lo cierto es que después de esto ya no envejecí. Físicamente, claro. Cuando ocurrió el accidente yo debía de tener unos treinta y tres años. Entonces no llevábamos la cuenta de los años, ¿sabe usted? Ahora parezco más viejo, porque a uno se le hacen inevitablemente algunas arrugas en la cara después de unos cuantos miles de años, y porque nuestro cabello ya era naturalmente gris en la punta. Pero aún puedo desnucar con una mano a un Homo sapiens si me lo propongo.

—Entonces usted es... usted está tratando de decirme que es...
—Un hombre de Neanderthal. Un Homo neanderthalensis. Eso mismo.

En la habitación que Matilda Saddler ocupaba en el hotel apenas cabía una aguja. Estaban allí el hombre retorcido, el glacial Blue, el rústico Jeffcott, la propia doctora Saddler y Harold McGannon, el historiador. McGannon era un hombre menudito, muy pulcro y sonrosado. Parecía más un director de la Estación Central de Nueva York que un profesor. En aquel preciso instante su expresión era de fascinación. La doctora Saddler estaba rebosante de orgullo; el profesor Jeffcott parecía interesado pero desconcertado, y el doctor Blue mostraba una expresión de aburrimiento... hay que tener en cuenta que le habían llevado allí a la fuerza. El hombre retorcido, que chupaba su pipa monumental repantigado en el sillón más mullido, parecía estarlo pasando muy bien. McGannon le estaba preguntando en aquellos momentos:

—Bien, Mr. Gaffney... Supongo que puedo llamarlo así. ¿O es que tiene otro nombre o nombres?
—Puede usted llamarme como quiera —repuso el hombre retorcido—. La traducción de mi nombre primitivo sería algo así como Halcón Resplandeciente. Pero desde entonces he usado cientos de nombres. Si me inscribiese en el libro registro de un hotel como «Halcón Resplandeciente», seguramente llamaría la atención. Y esto es lo que trato de evitar por encima de todo.
—¿Por qué? —le preguntó McGannon.
El hombre retorcido contempló a los reunidos como si fuesen un hatajo de niños subnormales.
—No quiero meterme en líos. Y la mejor manera de hacerlo consiste en no llamar la atención. Por eso tengo que levantar el campo de un lugar determinado cada diez o quince años. La gente se extrañaría de no verme envejecer.
—Embustero patológico —murmuró Blue. Las palabras apenas fueron perceptibles, pero el finísimo oído del hombre-mono las captó.
—Tiene usted derecho a opinar lo que quiera, doctor Blue —dijo afablemente—. La doctora Saddler me hace un favor, y a cambio yo permito que ustedes me pregunten lo que quieran. Y si puedo, contesto a sus preguntas. Me importa un bledo que me crean o no me crean.
McGannon se apresuró a hacerle otra pregunta:
—¿Cómo es que posee usted una partida de nacimiento?
—Verá, en una ocasión conocí a un hombre llamado Clarence Gaffney. Murió atropellado por un automóvil, y yo adopté su nombre.
—¿Tuvo algún motivo especial para atribuirse ascendencia irlandesa?
—¿Es usted irlandés, doctor McGannon?
—Okey. Lamentaría herir los sentimientos de alguno de ustedes, pues se trata de mi mejor carta. Hay irlandeses que tienen el labio superior como el mío.
La doctora Saddler terció:
—Yo también quería hacerte una pregunta, Clarence—. Puso mucho calor al pronunciar su nombre—. Se discute acerca de si la gente de tu especie se mezcló con la mía, cuando la mía se extendió por Europa a finales del Musteriense. Algunos antropólogos opinan que algunos europeos modernos, especialmente en la costa occidental de Irlanda acaso pudieran tener algo de sangre neanderthalense.
Una leve sonrisa plegó los labios de Clarence.
—Pues... tienen razón y no la tienen. En la Edad de Piedra, que yo sepa, no se produjeron uniones mixtas. Pero yo soy el causante de esos irlandeses de labio superior más largo.
—¿Y eso cómo fue?
—Créanlo o no, en estos últimos cincuenta siglos ha habido bastantes mujeres de su especie que no me han encontrado demasiado repulsivo. De mi unión con ellas no ha habido generalmente descendencia. Pero en el siglo XVI viví una temporada en Irlanda. En el resto de Europa quemaban a demasiada gente por brujería para que a mí me gustase vivir allí. En Irlanda conocí a una mujer. Esta vez tuvimos descendencia... una multitud de diablillos híbridos y muy listos. Así, los irlandeses que se me parecen algo son descendientes míos.
—¿Y qué pasó con sus semejantes? —le preguntó McGannon—. ¿Fueron exterminados?
El hombre retorcido se encogió de hombros.
—Algunos de ellos, sí. Tenga usted en cuenta que no éramos en absoluto belicosos. Pero los altos, como los llamábamos, tampoco lo eran. Algunas tribus de los altos nos consideraban su presa legítima, pero en su mayoría nos dejaban totalmente en paz. Creo que nos temían casi tanto como nosotros a ellos. Unos salvajes tan primitivos como éramos nosotros son en realidad gentes muy pacíficas. Teníamos que afanarnos tanto para comer, y éramos tan pocos, que las guerras no tenían objeto. Las guerras vinieron después, cuando los hombres tuvieron agricultura y ganadería, es decir, bienes que despertaran la codicia de sus vecinos. Recuerdo que por lo menos cien años después de la llegada de los altos, aún vivían neanderthales en la región donde yo nací. Pero se fueron extinguiendo. Ello se debió, creo, a que perdieron condiciones. Los altos eran bastante toscos, pero estaban tan adelantados respecto a nosotros, que llegamos a avergonzarnos de nuestras cosas y nuestras costumbres. Finalmente nos convertimos en unos haraganes, que vivían de las piltrafas que encontrábamos en los campamentos de los altos. Se puede decir que desaparecimos víctimas de un complejo de inferioridad.

—¿Y qué pasó con usted? —le preguntó McGannon.
—Oh, yo me convertí en una especie de dios para mi propio pueblo, y, como es natural, asumía su representación en los tratos que tenían con los hombres altos. Llegué a conocer a éstos muy bien, y cuando el último de mi clan murió, no tuvieron inconveniente en aceptarme entre ellos. Luego, cuando transcurrieron un par de siglos, nadie se acordaba ya de mi pueblo y todos me consideraban un jorobado, un ser deforme o algo por el estilo. Adquirí una gran maestría en el trabajo del sílex, y esto me permitía vivir holgadamente. Cuando se descubrieron los metales, aprendí a trabajarlos y terminé convirtiéndome en un herrero consumado. Si hiciésemos un montón con todas las herraduras que yo he hecho... creo que no cabrían en esta habitación.

—Oiga... ¿ya cojeaba usted por entonces? —preguntó McGannon.
—Pues sí. Me fracturé la pierna en el Neolítico. Me caí de un árbol y me la tuve que entablillar yo mismo porque estaba solo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Pienso en Vulcano —musitó McGannon.
—¿Vulcano? —repitió el hombre retorcido—. ¿No era un dios de la mitología griega?
—En efecto. Era el herrero cojo de los dioses.
—¿Quiere usted decir que esa figura está inspirada en mí? Es una teoría muy interesante. Aunque un poco tarde para comprobarla, ¿no cree?
Blue se inclinó hacia él y le dijo con voz tensa:
—Mr. Gaffney, ningún hombre de Neanderthal de verdad hablaría de una manera tan fácil y amena como usted lo hace. Que esto así sería lo demuestra el escaso desarrollo que alcanzó en ellos los lóbulos frontales del cerebro y las inserciones de los músculos linguales.
El hombre retorcido volvió a encogerse de hombros.
—Piense usted lo que quiera. Los de mi propio clan me consideraban muy listo, y además uno aprende algo en 50.000 años.
La doctora Saddler estaba radiante.
—Háblales de tus dientes, Clarence.
El hombre retorcido sonrió.
—Llevo dentadura postiza, por supuesto. Mi propia dentadura me duró mucho, pero terminé por perder todas mis piezas cuando aún estaba en el Paleolítico. Después me salió una tercera dentadura, y ésta también la perdí. Entonces tuve que inventar las sopas.
—¿Tuvo que inventar qué?
Esta vez la pregunta partió de Jeffcott, generalmente taciturno.
—Tuve que inventar las sopas, para seguir viviendo. Me hice un plato de corteza y lo calentaba con piedras puestas al fuego. Las encías se me volvieron muy resistentes al poco tiempo, pero aún así no me servían para masticar alimentos sólidos. Pero al cabo de unos cuantos miles de años ya estaba harto de sopas y de papillas. Cuando aparecieron los metales, empecé a construirme las primera prótesis. Las hice con dientes de hueso montados en cobre. Se puede decir que también inventé las dentaduras postizas. Traté de venderlas más de una vez, pero no conseguí introducirlas de verdad hasta mediados del siglo XVIII. Entonces yo vivía en París, y gané bastante dinero con este negocio antes de mudarme a otro sitio.

Se sacó el pañuelo que asomaba por el bolsillo delantero de su chaqueta para secarse la frente; Blue hizo una mueca cuando llegó a su nariz la oleada de perfume barato. Entonces dijo, con una nota de sarcasmo.

—Y dígame, señor Halcón Resplandeciente, ¿le gusta nuestra edad de las máquinas?
El hombre retorcido pareció no fijarse en el tono zumbón de la pregunta.
—No está mal. Ocurren en ella muchas cosas interesantes. Pero el mayor problema está representado por las camisas.
—¿Las camisas?
—Exactamente. Vaya usted a una camisería y trate de comprar una camisa con cuello del cuarenta y tres y mangas del setenta y cinco. Me las tengo que hacer a medida. Con el calzado y los sombreros me ocurre tres cuartos de lo mismo. Llevo un sombrero del ocho y medio y calzo el cuarenta y cinco—. Consultó su reloj—. Tengo que volver a Coney para trabajar.
McGannon se levantó de un salto.
—¿Cuándo podría volver a verle, Mr. Gaffney? Tengo un montón de cosas para preguntarle.
—Por las mañanas estoy libre —contestó el hombre retorcido—. Mis horas de trabajo son de dos de la tarde a doce de la noche durante los días laborables, con un par de horas libres para cenar. Es lo que dispone el sindicato.
—¿Quiere usted decir que hay un sindicato que reúne a los artistas del espectáculo?
—Naturalmente. Pero no lo llaman sindicato, sino corporación, pues se consideran artistas, no trabajadores, y los artistas no tienen sindicato. Pero en el fondo viene a ser lo mismo.
Blue y Jeffcott vieron al hombre retorcido y al historiador dirigirse pausadamente hacia el metro cogidos del brazo. Blue comentó:
—¡Pobrecillo Mac! Siempre lo había tenido por un hombre juicioso, pero ahora parece que se ha tragado ese cuento de Gaffney con anzuelo, caña y sedal.
—Yo no estoy tan seguro como tú —dijo Jeffcott, frunciendo el ceño—. En todo este asunto hay algo raro.
—¿Qué? —gritó Blue—. No me digas que crees en esa historia de vivir 50.000 años. ¡Vamos, hombre, un troglodita que se perfuma! ¡Santo Dios!
—No —repuso Jeffcott—. No me refiero precisamente a lo de los 50.000 años. Pero tampoco me parece que sea un vulgar embustero o un sencillo caso de paranoia. Y lo del perfume es muy lógico, suponiendo que ese hombre diga la verdad.
—¿Cómo?
—Por el olor que despide su cuerpo. La Saddler nos dijo que los perros se alborotan al verlo. Es posible que tenga un olor distinto al nuestro. Nosotros estamos tan acostumbrados a nuestro olor que ni siquiera nos damos cuenta de él, a menos que se trate de una persona que no se bañe. Pero advertiríamos el suyo si él no lo disimulase.
Blue lanzó un bufido.
—A este paso, terminarás también creyendo en él a pies juntillas. Es un evidente caso de desarreglo endocrino, y él se ha inventado esta historia como tapadera. Todas esas pretensiones de que le importa un bledo que le creamos o no son pura comedia. Anda, vamos a comer algo. Oye, ¿no te has fijado en la manera como la Saddler lo mira cada vez que dice «Clarence»? Pone ojos de cordero degollado. Me gustaría saber qué piensa hacer con él.
Jeffcott sonrió torcidamente.
—No hace falta mucha imaginación para adivinarlo. Y si él dice la verdad, creo que en el Deuteronomio existe alguna prohibición al respecto.

El gran cirujano ponía buen cuidado en presentarse como un gran cirujano; con antiparras y corbata de pajarita. Blandió la radiografía ante los ojos del hombre retorcido, señalándole diversos detalles.

—Será mejor que empecemos por la pierna —dijo—. Podríamos operar el jueves próximo. Cuando usted se haya repuesto de la operación, nos ocuparemos del hombro. Hará falta cierto tiempo, como usted puede suponer.

El hombre retorcido manifestó su asentimiento, y después salió de la pequeña clínica particular arrastrando los pies. En la calle, le esperaba McGannon en su coche. El hombre retorcido le dijo cuál sería el programa de las intervenciones, y añadió que ya había tomado las disposiciones pertinentes para dejar su actual empleo.

—Esas dos operaciones son las principales —dijo—. Me gustaría poder dedicarme de nuevo a la lucha libre en plan profesional y sólo podré hacerlo cuando me arreglen el hombro y pueda levantar el brazo izquierdo por encima de la cabeza.
—¿Cómo sufrió usted esta lesión? —le preguntó el historiador.
—Veamos. A veces mis recuerdos son algo confusos. Esto ya les pasa a las personas que sólo tienen cincuenta años, con que figúrese lo que será en mi caso. En el año 42 a. de J.C. yo vivía con los Bituriges en las Galias. Como usted recordará, César capturó a Werkinghetorich, ustedes le llaman Vercingotórix, en Alesia, y la confederación reunió un ejército de socorro bajo el mando de Caswollon.
—¿Caswollon?
El hombre retorcido lanzó una risita.
—Quería decir Wercaswollon. Caswollon era un britano, ¿no es eso? Siempre los confundo. Sea como fuere, me reclutaron. Creo que es el mejor modo de llamarlo. Yo no quería ir; no me iba ni me venía nada en aquella guerra. Pero me reclutaron porque yo era capaz de doblar los arcos más fuertes dos veces más que un hombre normal. Cuando se produjo el ataque final contra las empalizadas de César, que formaban varios anillos concéntricos, me enviaron de avanzadilla con otros arqueros, para proteger con nuestras flechas a la infantería. Al menos éste era el plan, pero a decir verdad yo nunca vi en mi vida mayor desbarajuste que aquel. Y antes de que pudiera llegar a tiro de flecha, caí en uno de los fosos cubiertos de los romanos. Por suerte, no caí sobre la estaca aguzada, pero me golpeé el hombro contra ella, fracturándomelo. Nadie me prestó ayuda, pues los galos estaban ocupados huyendo de la caballería de César para entretenerse en recoger a los heridos.

El doctor Dunbar siguió con la mirada a su paciente, cuando éste abandonó el consultorio. Luego preguntó a su ayudante:

—¿Qué piensa usted de él?
—Creo que lo que dice es verdad —repuso el ayudante—. He examinado atentamente esas radiografías. Ese esqueleto desde luego no es de un sapiens. Y tiene más fracturas consolidadas de lo que es humanamente posible.
—Hum —musitó Dunbar—. De acuerdo no es sapiens. Hum. Bueno, y si algo le ocurriese...
El ayudante le dirigió una sonrisa comprensiva.
—Siempre queda la Sociedad Protectora de Animales.
—Por eso no hay que preocuparse. Hum...

Y el eminente cirujano pensó: «Estás perdiendo facultades; hace más de un año que los periódicos no publican nada gordo sobre ti. Pero si tú publicases una completa descripción anatómica de un hombre de Neanderthal... o si descubrieses por qué su médula le ha otorgado una longevidad tan extraordinaria... Hum. Claro que habría que tomar las adecuadas precauciones...

—Vamos a almorzar al Museo de Historia Natural —dijo McGannon—. Quiero que algunos de los que trabajan allí le conozcan.
—Okey —dijo el hombre retorcido—. Pero después tengo que ir a Coney. Hoy es mi último día de trabajo. Mañana Pappas y yo iremos a ver a nuestro abogado para rescindir nuestro contrato. El abogado se llama Robinette. Le hago una mala jugada al pobre John, pero desde el primer día le advertí que esto podía suceder.
—Supongo que podremos ir a verle durante su... convalescencia, ¿no es esto? A propósito: ¿ya ha visitado usted el Museo?
—Por supuesto que sí —repuso el hombre retorcido—. Me gusta ver cosas.
—¿Y qué le pareció... lo que tienen en la sala de la Prehistoria?
—Bastante bueno. Pero en uno de esos grandes dioramas hay un pequeño error. El segundo cuerno del rinoceronte lanudo tendría que estar más inclinado hacia adelante. Hasta se me ocurrió escribirles una carta. Pero ya se puede figurar usted lo que pasaría si lo hiciese. Me dirían: «¿Es que estuvo usted allí?», y si yo les respondiese que sí, ellos se llevarían el índice a la sien y dirían: «Otro chalado».
—¿Y qué le parecieron las reconstrucciones y los bustos de hombres del Paleolítico?
—Bastante buenos, también. Pero los artistas modernos tienen ideas muy curiosas. Siempre nos representan con pieles atadas a la cintura. En verano no llevábamos ninguna clase de piel, y en invierno nos las echábamos sobre los hombros, pues así nos abrigaban de verdad. Y después representan a esos hombres altos que ustedes llaman de Cro-Magnon perfectamente afeitados. Si no recuerdo mal, todos ellos llevaban unas barbazas imponentes. ¿Con qué quiere usted que se afeitasen?
—Yo creo —objetó McGannon— que los representan sin barba para... para poder mostrar la forma del mentón. Las barbas les taparían estos detalles anatómicos.
—¿De veras es ése el motivo? Pues podían decirlo en los rótulos. —El hombre retorcido se frotó su mentón huidizo—. Me gustaría que las barbas volviesen a estar de moda. Mi aspecto es mucho más humano con barba. Nunca estuve mejor que en el siglo XVI, cuando todo el mundo llevaba barba. Esta es una de las cosas que me sirven para recordar los sucesos pasados: los peinados y adornos capilares, que llevaba la gente. Recuerdo que una vez, camino de Milán, la carreta que yo conducía perdió una rueda y cuatro sacos de harina se desparramaron por el suelo. Eso ocurrió en el siglo XVI, antes de irme a Irlanda, porque recuerdo que entre el gentío que se reunió, la mayoría de los hombres eran barbudos. Un momento... quizás me equivoco y eso ocurriese en el siglo XIV. En ese siglo también había muchas barbas.

—¿Y por qué no se le ocurrió a usted llevar un diario? —preguntó McGannon con un gruñido de exasperación.
El hombre retorcido se encogió de hombros, gesto en él característico.
—¿Y transportar conmigo seis baúles llenos de papeles cada vez que me mudase? No, gracias.
—Pues yo... bien... ¿cree usted que podría explicarme la verdadera historia de Ricardo III y los príncipes encerrados en la Torre de Londres?
—¿Cómo quiere usted que lo sepa? Yo no era más por aquel entonces, que un pobre herrero, o un campesino, o un sencillo hombre del pueblo. Yo no alternaba con la nobleza. Desde mucho tiempo antes ya había desechado toda ambición. No tenía más remedio que hacerlo, al ser tan distinto de los demás. Por lo que puedo recordar, el único rey de verdad que pude ver bien de cerca fue Carlomagno, cuando un día se dirigió al buen pueblo de París. Era un hombre alto y majestuoso con una barba de Papá Noel y voz chillona.

A la mañana siguiente, McGannon y el hombre retorcido celebraron una sesión con Svedberg en el Museo. Después McGannon llevó a Gaffney en su coche al bufete del abogado, que estaba en el tercer piso de un cochambroso edificio para oficinas situado en la calle 50 Oeste. James Robinette parecía un artista de cine, aunque tenía ciertos rasgos de ardilla. Consultó su reloj y dijo a McGannon:

—No tardaré mucho. Si no le importa esperarme, después me encantará comer con usted.
La verdad era que sentía una ligera desazón por el hecho de quedarse solo con aquel extraño cliente, aquel monstruo de feria o lo que fuese, con su corpachón que parecía un barril y su voz profunda y pausada. Ultimado el asunto y cuando el hombre retorcido se hubo ido con su manager a recoger sus cosas en Coney, Robinette comentó:

—¡Uf! Por su aspecto, parece un retrasado mental, pero le aseguro que no tiene un pelo de tonto. Hubiera tenido que ver usted cómo repasaba las cláusulas del contrato. Ni que hubiera sido el contrato de las obras del metro. ¿Pero ese tipo qué es, vamos a ver?
McGannon le contó al atónito abogado lo que sabía.
—¿Y usted se cree este cuento? Oh, ¡tomaré jugo de tomate y filete de lenguado con salsa tártara, solamente que sin la salsa tártara, por favor.
—Para mí lo mismo. En cuanto a lo que me pregunta, Robinette, le diré que sí, que lo creo. La doctora Saddler, también. Y lo mismo puedo decir de Svedberg, del Museo. Y ambos son eminencias en sus respectivas disciplinas. La doctora Saddler y yo lo hemos entrevistado, y Svedberg le hizo un reconocimiento físico. Aunque, claro, no pasa de ser una opinión. Fred Blue sigue convencido de que es un fraude o bien... algún tipo de demencia. Ninguno de nosotros puede demostrar nada.
—¿Por qué no?
—Pues verá... ¿cómo podemos demostrar, por ejemplo, que vivió hace cien años? Tomemos un caso: Clarence afirma que dirigió una serrería en 1906 y 1907, en Alaska, y precisamente en la localidad de Fairbanks, bajo el nombre de Michael Shawn. ¿Cómo podemos averiguar si un hombre llamado así dirigió una serrería en Fairbanks en esa época? Y en el caso de que en un registro apareciese el nombre de Michael Shawn, ¿cómo podríamos saber si él y Clarence fueron la misma persona? No hay ni una posibilidad entre un millón de encontrar una fotografía o una descripción detallada que nos permitieran hacer comparaciones. Y sería dificilísimo, después de tanto tiempo, encontrar a alguien que aún se acordase de él. Luego ayer, Svedberg se dedicó a palpar el rostro de Clarence y dijo que ningún Homo sapiens ha tenido jamás un par de arcos cigomáticos como los de nuestro amigo. Pero cuando se lo dije a Blue él se ofreció a enseñarme fotografías de cráneos humanos de las mismas características. Sé lo que pasaría. Blue diría que los arcos son prácticamente los mismos, y Svedberg aseguraría que son totalmente distintos. Y cada uno se quedaría en sus trece.

Robinette musitó:
—Parece extraordinariamente inteligente para ser un hombre-mono.
—Es que en realidad no lo es. Los neanderthalenses eran una rama separada de los homínidos; en algunos aspectos eran más primitivos que nosotros, pero en otros eran más avanzados. Clarence puede ser lento, pero después de rumiar sale casi siempre con la solución correcta. Me imagino que entre los suyos ya destacaba por su inteligencia. Y se ha beneficiado de una experiencia increíble. Lo que sabe da vértigo. Conoce perfectamente a los seres humanos; adivina todos nuestros impulsos y motivos.
El pequeño y sonrosado historiador arrugó la frente.
—Ojalá no le ocurra nada. En su cabezota almacena una cantidad fabulosa de datos valiosísimos. La información que posee no tiene precio. No tanto sobre guerra y política —evitaba estas cosas por puro instinto de conservación—, sino sobre la pequeña historia, sobre las costumbres de las gentes, sobre lo que los hombres pensaban hace miles de años. A veces se arma ciertas confusiones históricas, pero siempre termina desenredando la madeja, si se le da tiempo. Tendrá que presentárselo a Pell, el lingüista. Clarence conoce docenas de antiguos idiomas, como el gótico y el galo. Le hice un ligero examen sobre algunos de ellos, como el bajo latín, y esa fue una de las cosas que me convencieron. Y no hablemos de lo que interesaría este hombre a los arqueólogos y los psicólogos... Con tal de que no ocurra algo que lo asuste. Si desapareciese, jamás lo encontraríamos. No sé qué puede pasar... Entre una antropóloga que se pirra por los hombres y un cirujano que quiere hacerse autobombo... no sé cómo terminará todo...

El hombre retorcido entró con aspecto inocente en la sala de espera de la clínica de Dunbar. Como era su costumbre, buscó con la mirada la butaca más cómoda y se arrellanó en ella. Entró Dunbar y se quedó de pie ante él. Sus ojos de mirada penetrante brillaban con avidez detrás de sus antiparras.

—Tendrá usted que esperar una media hora, Mr. Gaffney —profirió—. Ahora estamos ocupados. Voy a enviarle a Mahler; él se ocupará de que no le falte nada.
La mirada de Dunbar recorrió amorosamente la rechoncha figura del hombre retorcido. ¿Qué fascinantes secretos descubriría cuando penetrase en su interior? Mahler hizo su aparición. Era un jovenzuelo de aspecto saludable. ¿En qué podía servir a Mr. Gaffney? ¿Deseaba algo especial? El hombre retorcido hizo su acostumbrada pausa, en espera de que funcionasen los macizos engranajes de su cerebro. Un extraño barrunto le llevó a pedir que le mostrasen los instrumentos que emplearían en la operación. Mahler tenía sus órdenes, pero esta petición le pareció inofensiva. Así es que fue y regresó con una bandeja llena de relucientes instrumentos de acero.

—Mire —dijo—. Estos se llaman escalpelos.
El hombre retorcido preguntó, cogiendo un instrumento de aspecto peculiar:
—¿Y esto, qué es?
—Oh, éste ha sido inventado por el propio doctor. Sirve para la disección del cerebelo.
—¿El cerebelo? ¿Y qué hace aquí?
—Pues para la disección de su... Perdón, debe de haber sido un error...
Se formaron unas finísimas arrugas en torno a los singulares ojos color de avellana.
—¿Ah, sí?
Recordó entonces la mirada que le había dirigido Dunbar, y la reputación no muy favorable de que gozaba el cirujano.
—Oiga, ¿podría telefonear?
—Pues... supongo que sí... ¿Para qué quiere telefonear?
—Quiero llamar a mi abogado. ¿Le molesta?
—No, claro que no. Pero aquí no hay teléfono.
—¿Entonces, cómo llama usted a eso?
El hombre retorcido se levantó y se dirigió al instrumento, perfectamente visible sobre un mesita. Pero Mahler se le adelantó y le cerró el paso.
—Este no funciona. Tienen que arreglarlo.
—¿Me permite que lo pruebe?
—No, le digo que tienen que arreglarlo. No funciona, se lo aseguro.
El hombre retorcido observó al joven interno durante unos segundos.
—Okey, en ese caso, buscaré uno que funcione.
Y se encaminó a la puerta.
—¡Oiga, no puede salir! —gritó Mahler.
—¿Qué no puedo? Míreme y verá si puedo.
—¡Eh!

Como invocados por aquel alarido, surgieron más hombres de bata blanca. Tras ellos apareció el eminente cirujano.
—Sea usted razonable, Mr. Gaffney —dijo, apaciguador—. No hay motivo para que ahora se vaya. Dentro de poco podremos atenderle.
—¿Dice que no hay motivo para que me vaya? —La enorme cabeza del hombre retorcido giró sobre su robusto cuello, y sus ojos color avellana se movieron en sus órbitas. Todas las salidas estaban bloqueadas—. Pues me voy.
—¡Sujétenlo! —ordenó Dunbar.

Los enfermeros avanzaron. El hombre retorcido levantó una pesada butaca como si fuese una pluma. La butaca giró silbando con tanta celeridad, que parecía una ráfaga de color. Fragmentos de madera volaron por la habitación, cayendo por el suelo, con un leve chasquido. Cuando el hombre retorcido dejó de blandir la butaca, de la que sólo le quedaba un trozo de pata en ambas manos, un enfermero estaba tendido en el suelo y otro, blanco como el papel, se apoyaba en la pared, gimiendo, con un brazo roto.

—¡Adelante! —gritó Dunbar, dando ánimos a sus hombres. Los restantes enfermeros se abalanzaron sobre el hombre retorcido, pero inmediatamente se hicieron atrás. El poderoso individuo había agarrado al joven Mahler por los tobillos, y, con ambos pies bien separados, se puso a voltearlo como una maza, sin hacer caso de sus chillidos, abriéndose así paso hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió, hizo girar vertiginosamente a Mahler sobre su cabeza, y por último soltó el cuerpo, que por suerte para él ya había perdido el conocimiento. Mahler salió volando y cayó como un proyectil sobre el grupo de enfermeros, derribándolos en confuso montón. Pero aún quedaba uno de pie. Acuciado por Dunbar, se lanzó de un salto hacia el hombre retorcido, que en aquel instante estaba sacando su bastón del paragüero del vestíbulo. El nudoso puño pasó silbando bajo la nariz del enfermero. Este saltó hacia atrás y cayó sobre una de las víctimas. La puerta de entrada se cerró con un portazo y se oyó un vozarrón que gritaba:

—¡Taxi!
—¡Vamos! —vociferó Dunbar—. ¡Saquen la ambulancia!

James Robinette estaba sentado en su bufete, pensando las cosas que los abogados piensan cuando no tienen nada que hacer, cuando de pronto oyó unos pesados pasos en el corredor, una sorprendida protesta de su secretaria en la recepción, y el extraño cliente de la víspera se plantó ante su mesa, jadeante.

—Soy Gaffney —gruñó entre jadeo y jadeo—. ¿Me recuerda? Creo que me han seguido hasta aquí. Subirán dentro de un momento. Quiero que usted me ayude.
—¿Subirán? ¿A quién se refiere usted?

Robinette hizo una mueca ante el impacto del perfume barato contra su pituitaria. El hombre retorcido principió el relato de sus desventuras. Estaba aproximadamente a la mitad cuando se escucharon nuevas protestas de Miss Spevak, y el doctor irrumpió en el despacho seguido por sus enfermeros.

—Este hombre es nuestro —dijo Dunbar, cuyas antiparras lanzaban extraños reflejos.
—Es un hombre-mono —dijo el enfermero del ojo a la funerala.
—Es un loco peligroso —dijo el enfermero del labio cortado.
—Venimos en su busca —remachó el enfermero de la bata desgarrada.

El hombre retorcido se plantó sobre sus pies separados y empuñó el bastón por su parte inferior, como un bate de béisbol. Robinette abrió un cajón de su mesa y sacó un pistolón.

—Al que dé un paso más lo abraso. El empleo de la violencia está justificado cuando se trata de impedir un delito, en este caso un secuestro.
Los cinco hombres retrocedieron ligeramente. Dunbar dijo:
—Esto no es un secuestro. Sólo se pueden secuestrar personas, pero este individuo no es un ser humano, y yo puedo demostrarlo.
El enfermero del ojo a la funerala soltó una risita bobalicona y dijo:
—Si desea protección, vale más que se busque a un guardabosques y no a un abogado.
—Esto es lo que usted piensa —repuso Robinette—. Pero usted no es un jurista. Según la ley, este señor es un ser humano. Incluso las sociedades, los idiotas y los niños aún no nacidos se consideran personas jurídicas, y él es mucho más humano que una sociedad, un idiota y un niño por nacer.
—Pero es que además es un loco peligroso —dijo Dunbar.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está su orden de detención? Las únicas personas que pueden solicitarla son: a) los parientes próximos del interesado, y b) funcionarios públicos encargados del mantenimiento del orden. Ustedes no son una cosa ni otra.
Dunbar seguía sin querer dar su brazo a torcer:
—Tuvo un arrebato de locura en mi clínica y dejó malheridos a dos de mis hombres. Creo que esto nos confiere ciertos derechos sobre él.
—Efectivamente —asintió Robinette—. No tiene usted más que dirigirse a la comisaría de policía más próxima y presentar una denuncia. —Se volvió entonces hacia el hombre retorcido—. ¿Seguimos recitándoles el Código, Gaffney?
—Como usted quiera —dijo su robusto cliente, volviendo a hablar con su habitual lentitud—. Lo único que deseo es tener la seguridad de que esa gentuza me dejará en paz.
—Okey. Ahora escúcheme, Dunbar. El menor gesto de hostilidad por parte de usted y le denunciaremos por retención indebida, agresión con alevosía, intento de rapto, conspiración criminal y escándalo público. Presentaremos una querella criminal, además, por daños y perjuicios, a saber: lesiones, privación de derechos civiles, amenazas, atentado frustrado contra la vida de mi cliente, y unas cuantas cosas más que ya se me irán ocurriendo.
—No conseguirá usted nada —rezongó Dunbar—. Cuento con testigos.
—¿Ah, sí? ¿Y no ha pensado en cómo va a quedar a los ojos de la opinión el gran doctor Dunbar defendiendo actos tan vituperables? Algunas de las señoras que se deleitan con sus libros quizás sospecharán que, a fin de cuentas, usted no es el caballero de armadura resplandeciente que ellas soñaban. Podemos hundirle profesionalmente, y usted lo sabe.
—Está usted destruyendo la posibilidad de un gran descubrimiento científico, Robinette.
—El descubrimiento puede irse al cuerno. Mi deber es proteger a mi cliente. Ahora, lárguense todos, antes de que se me ocurra llamar a la policía.

Y movió amenazadoramente su mano izquierda hacia el teléfono. Dunbar se agarró a una última esperanza.

—Hum... ¿Ya tiene permiso para esa pistola?
—En toda regla. ¿Quiere verlo?
Dunbar suspiró.
—No importa. Desde luego, lo raro sería que no lo tuviese.

Vio que se le estaba escapando de entre las manos la mayor oportunidad de alcanzar la fama que había tenido en su vida. Pero no le tocaba más remedio que emprender la retirada. Al ver que se iba, el hombre retorcido le interpeló:

—Hágame un favor, doctor Dunbar. He olvidado mi sombrero en su clínica. Puede enviarlo a Mr. Robinette. Me resulta muy difícil encontrar sombreros de mi medida.
Dunbar le miró sin pronunciar palabra y salió seguido por sus esbirros. El hombre retorcido estaba dando más detalles al abogado cuando sonó el teléfono. Contestó Robinette:
—Diga, doctora Saddler. Sí, aquí está... Su amigo el doctor Dunbar se proponía asesinarlo para poder hacerle la disección... Okey. —Se volvió hacia Clarence—. Su amiga, la doctora Saddler, le está buscando. Dice que viene en seguida.
—¡Cáspita! —exclamó Gaffney—. Pues me voy volando.
—¿No quiere usted verla? Estaba telefoneándome desde la misma esquina. Si ahora se va, se tropezará con ella. ¿Cómo supo que estaba aquí?
—Yo le di su número. Supongo que llamó primero a la clínica y a mi pensión, y después a usted como último recurso. Esta puerta comunica con el vestíbulo, ¿verdad? Pues bien, cuando ella entre por la puerta de las visitas, yo me iré por ésta. Pero usted no le diga dónde he ido. He tenido mucho gusto en conocerle, Mr. Robinette.
—¿Pero qué le pasa? Ahora ya no tiene por qué huir. Dunbar no puede hacerle nada, y además tiene usted amigos que le defenderán. Yo soy uno de ellos.
—Lo siento, pero me voy. La cosa se está liando demasiado. Si he logrado sobrevivir durante todos estos siglos ha sido evitando meterme en complicaciones. Con la doctora Saddler bajé la guardia, y fui al cirujano que ella me recomendó. Primero me encontré con los planes para descuartizarme a fin de ver qué tengo por dentro. Si aquel instrumento para el cerebro no hubiese despertado mis sospechas, ahora el mío ya estaría en un tarro de formol. Después se produjo una pelea, y por una suerte increíble no maté a un par de aquellos internos, o como se llamen, con lo que me hubiera ido a la cárcel por homicidio. Y ahora Matilda me busca con un interés que va más allá de la simple amistad. Sé lo que significa cuando una mujer le mira a uno así y le llama «querido». Eso no me importaría si ella no fuese una persona importante, de las que están siempre en primer plano de la actualidad, pues tarde o temprano me vería envuelto en nuevas complicaciones. Y como puede usted ver, huyo de ellas como de la peste.

—Pero oiga, Gaffney, yo creo que desorbita las cosas; lo que pasa es que ahora está excitado...
—¡Silencio!
El hombre retorcido recogió su bastón y se dirigió de puntillas a la entrada particular, al oír la clara voz de la doctora Saddler en la recepción. Salió furtivamente y la puerta acababa de cerrarse, cuando la antropólogo entró en el despacho del abogado. Matilda Saddler era un caso notable de intuición femenina. Robinette apenas había tenido tiempo de abrir la boca cuando corrió hacia la puerta particular, la abrió y huyó por ella gritando: «¡Clarence!» Robinette oyó rápidas pisadas en la escalera. Ni el perseguido ni su perseguidora se detuvieron a esperar el desvencijado ascensor. Asomándose a la ventana, el abogado vio como Gaffney saltaba al interior de un taxi. Matilda Saddler salió corriendo tras del vehículo, gritando: «¡Clarence, vuelve!» Pero no había mucha circulación y por lo tanto no pudo alcanzar al taxi. Solo una vez volvieron a tener noticias del hombre retorcido. Tres meses después de lo que antecede, Robinette recibió una carta que incluía, con enorme estupor por su parte, diez billetes de diez dólares. Era una sola hoja mecanografiada, incluso la firma. Decía así:

Querido Mr. Robinette:
Ignoro cuáles son sus honorarios acostumbrados, pero confío en que la cantidad que le incluyo bastará para abonar los valiosos servicios que me prestó en el mes de junio. Desde que salí de Nueva York he tenido diversos empleos. Tiré de un carro —como solemos decir— en Chicago, y luego hice de pitcher en un equipo de béisbol de segunda división. Hubo un tiempo en que me ganaba el sustento matando conejos y otros bichos a pedradas, y aún tengo bastante buena puntería. Y tampoco soy malo manejando un garrote, como un bate de béisbol. Pero mi cojera me resta velocidad para correr de una parte a otra, y pasará algún tiempo antes de que me decida a intentar de nuevo que me operen. Actualmente tengo un empleo cuyo carácter no puedo revelarle porque no deseo que localicen mi paradero. No se fije usted en el matasellos; no vivo en Kansas City, pero tengo un amigo allí que se ofreció a echarme esta carta al correo. Para un hombre en mi peculiar situación sería una locura tener ambiciones. Me doy por satisfecho con un trabajo que me permita subvenir a mis necesidades esenciales, ir de vez en cuando al cine y tener algunos amigos con los que pueda tomar una cerveza y charlar.

Lamenté tener que irme de Nueva York sin poder despedirme del doctor Harold McGannon, que se portó muy bien conmigo. Le agradecería que le explicase los motivos que me obligaron a irme tan precipitadamente. Puede ponerse en contacto con él a través de la Universidad de Columbia. Si Dunbar le envió mi sombrero como le pedí, haga el favor de enviarlo en un paquete a Lista de Correos, Kansas City. Mi amigo lo recogerá allí. En la población donde vivo no he encontrado un solo sombrero de mi medida. Con mi mayor agradecimiento, reciba un cordial saludo de su afectísimo,

HALCÓN RESPLANDECIENTE, Alias CLARENCE ALOYSIUS GAFFNEY.

El huésped siniestro. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

La tormenta bramaba y el vendaval presagiaba el invierno, arrastrando negras nubes y torrentes de lluvia y granizo. Cuando el reloj de pared dio las siete, la coronela de G. dirigióse a su hija Angélica y dijo:

-Hoy vamos a estar solas; el mal tiempo espanta los amigos. Me contentaría con que mi esposo estuviese de vuelta.

Un instante después hizo su entrada el caballero Moritz de R. Le seguía el joven jurisconsulto que animaba el círculo con su humor ingenioso, y que todos los jueves acostumbraba visitar la casa de la coronela, de manera que, según hacía notar Angélica, aquel círculo íntimo no tenía nada que envidiar a una sociedad más numerosa. Hacía frío en el salón; así que la coronela atizó el fuego de la chimenea y aproximó la mesa de té.

-Señores -dijo-, no voy a creer que estos dos caballeros, que han venido desafiando la tormenta y el vendaval con un heroísmo caballeresco, vayan a conformarse con nuestro insípido y flojo té. Así, pues, que mademoiselie Margarita les prepare una buena bebida nórdica que servirá para contrarrestar el mal tiempo.

La francesa Margarita, que no sólo por el idioma, sino por otras cualidades, era acompañante de la señorita Angélica, apareció e hizo lo que le ordenaban. El ponche humeaba, el fuego crepitaba, y todos fueron a sentarse muy juntos. Escalofriados y estremecidos, aun cuando hacía poco habían recorrido la sala hablando alegremente, como si un silencio momentáneo les sobrecogiese, dejando así percibir extrañas voces que las ráfagas de la tormenta traían con sus ululantes silbidos.

-No cabe duda -dijo al fin Dagoberto, el joven jurisconsulto- que el otoño, la tormenta, el fuego de la chimenea y el ponche contribuyen a despertar en nuestro interior temores siniestros.
-Pero que son muy agradables -le interrumpió Angélica-. Por mi parte, no conozco sensación más grata que el ligero escalofrío que me recorre cuando con los ojos muy abiertos, lanzo una mirada rápida a través del extraño mundo de los sueños.
-Sin duda -repuso Dagoberto-, así es. Este agradable escalofrío nos sobrecoge precisamente ahora, y después de la mirada que hemos lanzado sin quererlo al mundo de los sueños nos sentimos un poco silenciosos. Gracias a que todo ha pasado y que ya hemos vuelto de ese mundo a la bella realidad que nos ofrece esta magnífica bebida.
-Dime -dijo Moritz-, si tanto tú como la señorita Angélica, y yo mismo, consideramos que es dulce ese escalofrío y ese estado de ensoñación, ¿por qué no permanecer allí más tiempo?
-Permíteme, amigo mío, que te haga notar -repuso Dagoberto- que no se trata de esa ensoñación, en la que se pierde tan gustosamente el espíritu como en un juego. El auténtico escalofrío que produce la tormenta no es sino el primer síntoma de ese estado incomprensible y misterioso que está en lo más profundo de la naturaleza humana, frente al cual el espíritu se rebela en vano. Me refiero al terror, al miedo a los fantasmas. Todos sabemos que el mundo siniestro de los aparecidos sólo se manifiesta por la noche y que sale de su oscuro cobijo preferentemente si hace mal tiempo, emprendiendo así su errante peregrinación, de suerte que no es de extrañar que en estas circunstancias seamos testigos de alguna visita espantosa.
-Bromeáis, Dagoberto -dijo la coronela-, y aunque no niego que el temor infantil que a veces sentimos esté fundado en nuestra naturaleza, más bien creo que radica en el recuerdo de aquellos cuentos e historias absurdas con que nuestras nodrizas y sirvientas nos entretenían en la infancia.

-¡No -repuso Dagoberto con vivacidad-, no, respetable señora! Esas historias, que tanto nos encantaron en nuestra niñez, no resonarían con tanta intensidad en nuestra alma si en nuestro mismo interior no existiesen cuerdas que vibrasen resonantes. No puede negarse el mundo de los espíritus que nos rodea y que a menudo se nos manifiesta con maravillosas visiones y extraños sonidos. El escalofrío del miedo, del terror, brota de un impulso de nuestro organismo terreno. Es el gemido del espíritu encarcelado que se manifiesta de este modo.
-Sois un visionario -dijo la coronela-, como todos los hombres de viva fantasía. Aunque esté de acuerdo con vuestras ideas y crea realmente que le es permitido al mundo desconocido de los espíritus manifestarse con sonidos y aparecer ante nosotros en forma de visiones, no comprendo por qué la Naturaleza ha hecho que los vasallos de ese reino misterioso parezcan ser enemigos nuestros, de modo que sólo causan terror y espanto enormes.
-Quizá -repuso Dagoberto-, sea el castigo de una madre hacia unos hijos que han rehuido sus cuidados y su tutela. Me refiero a aquella edad dorada, cuando el género humano vivía en íntima unión con toda la Naturaleza y ningún miedo ni terror nos sobrecogía precisamente porque en la paz profunda no existía ningún enemigo que nos pudiera producir este pavor. Hablo de esas voces de los espíritus, pues si no, ¿cómo se explica que todos los sonidos de la Naturaleza, cuyo origen conocemos de sobra, puedan parecemos gemidos quejumbrosos y llenar nuestro pecho del más profundo terror? Lo más notable de estos sonidos de la Naturaleza es la música o las llamadas voces diabólicas de Ceilán, a las que hace referencia Schubert en sus Consideraciones de los aspectos nocturnos de la ciencia de la Naturaleza. Estas voces de la Naturaleza se dejan oír en las noches calladas con sonidos semejantes a voces humanas quejumbrosas, que ora parecen venir de muy lejos, ora resonar próximas. Causan tal efecto en el ser humano que hasta los más tranquilos y razonables observadores no pueden menos de sentirse horrorizados.

-Es cierto -dijo Moritz, interrumpiendo al amigo-, es verdad. Nunca estuve en Ceilán ni en los países vecinos y, sin embargo, oí un sonido tan terrorífico que no sólo yo, sino todos los que lo oyeron, experimentaron ese sobrecogimiento que ha descrito Dagoberto.
-Me agradaría mucho -repuso éste- que nos relataras cómo sucedió aquello y al mismo tiempo podrías convencer a la señora coronela.
-Ya sabéis -comenzó Moritz- que estuve en España al servicio de Wellington para combatir a los franceses. Vivaqueé durante toda la noche a campo descubierto con una división de caballería española e inglesa antes de la batalla de Vitoria. Era la víspera y estaba tan cansado de la marcha que me sentía rendido y me había adormilado cuando me despertó un gemido. Me incorporé, pensando que se encontraba a mi lado alguien herido y que había escuchado los quejidos de su agonía; pero sólo oí roncar a mis compañeros.

-Apenas los primeros rayos del amanecer despejaron las densas tinieblas, me incorporé para ver quién de los tendidos estaba herido o agonizando. Era una noche tranquila; sólo, suavemente, comenzaba a dejarse sentir un vientecillo matinal que agitaba el follaje. Por segunda vez oí un largo gemido que atravesó el aire, como si resonase desde la lejanía. Parecía como si los espíritus de los caídos en el campo de batalla se incorporasen y gritaran su dolor hacia la amplia bóveda celeste. Sentí que temblaba y me sobrecogió un terror profundo e indecible. ¡Los gemidos que había oído proferir a gargantas humanas no eran nada en comparación con estos sonidos desgarradores! Mis camaradas se despertaron desconcertados, como enloquecidos. Por tercera vez resonó el espantoso gemido hendiendo el aire. Nos quedamos paralizados y hasta los caballos, inquietos, se encabritaron, pateando. Muchos españoles cayeron de rodillas rezando en voz alta. Un oficial inglés aseguró que ya había visto en otras regiones del Sur este fenómeno, que se producía en la atmósfera, y su origen era eléctrico, lo que era prueba de que iba a cambiar el tiempo. Los españoles, inclinados a lo maravilloso, creían escuchar las poderosas voces de los espíritus sobrenaturales, que eran anuncio de algo tremendo que iba a suceder. Encontraron confirmada su creencia cuando, al día siguiente, la batalla retumbó terrorífica.

-¿Tenemos que ir a Ceilán o a España -dijo Dagoberto- para escuchar esos extraordinarios sonidos quejumbrosos de la Naturaleza? ¿Acaso no podemos sentir el mismo pavor oyendo el sordo tronar de la tormenta, el ruido del granizo al caer, los gemidos y el ulular del viento? ¡Vaya! Dediquemos alguna atención a la loca música y a las mil espantosas voces que brotan de esta chimenea o a la cancioncilla fantasmal que comienza a cantar la tetera.
-¡Magnífico! -exclamó la coronela-. ¡Magnífico! Dagoberto, relega a la tetera los fantasmas que nos atemorizan con sus espantosos ayes.
-No creas que se equivoca nuestro amigo -interrumpió Angélica-. Los extraños silbidos y chisporroteos de la chimenea realmente me estremecen, y la canción que canta la tetera de modo tan quejumbroso me parece tan siniestra que voy a apagar la lamparilla para que termine de una vez.

Angélica se levantó y, al hacerlo, cayósele el chal. Rápidamente, Moritz se agachó para recogerlo, entregándoselo a la joven. Ella posó en Moritz la clara mirada de sus ojos azules y él, tomando su mano, imprimió con ardor en ella los labios. En el mismo instante, Margarita se estremeció como tocada por una descarga eléctrica; el vaso de ponche, que acababa de llenar e iba a ofrecer a Dagoberto, cayó al suelo y se hizo mil pedazos. Sollozando se arrojó a los pies de la coronela, acusándose de ser una necia y pidió permiso para irse a su cuarto. Todo lo que allí habían referido, aunque en parte no lo comprendiese, le había causado espanto, y ahora su terror, al hallarse frente a la chimenea, era indecible, sentíase enferma y quería irse a acostar. Después de decir esto, besó la mano a la coronela y la humedeció con sus abundantes lágrimas.

Dagoberto sintió gran violencia por todo lo sucedido y creyó necesario dar otro giro a la conversación. Arrodillándose a los pies de la coronela, suplicó con voz llorosa que concediese su gracia a la pecadora que había osado romper el valioso vaso que contenía aquel líquido capaz de animar la lengua de un jurisconsulto y de calentar un corazón helado. Respecto a la mancha que había dejado el ponche sobre la alfombra, juraba que, al día siguiente por la mañana, vendría a frotar con un cepillo, al tiempo que sus pasos y vueltas y piruetas, durante la hora que durase el trabajo, dejarían chico a un maestro de baile. La coronela, que al principio había dirigido miradas sombrías a Margarita, sonrióse ahora al escuchar las ingeniosidades de Dagoberto. Riendo, le tendió ambas manos y dijo:

-Levántate y seca tus lágrimas. ¡Habéis logrado que os conceda la gracia desde mi severa silla de juez! Margarita, tienes que agradecerle sus ingeniosas ocurrencias y su heroico sacrificio referente a la mancha del ponche, porque debido a ello no tendré en cuenta tu gravísima culpa. Pero no te voy a dejar sin castigo. Ordeno que, sin más melindres, permanezcas en la sala y obsequies a nuestro invitado con ponche, aún más diligente que antes, y que le des un beso a tu salvador en señal de tu profundo agradecimiento.

-Así que la virtud no queda sin recompensa -dijo Dagoberto con gran patetismo cómico, en tanto que cogía la mano de Margarita-. ¡Creedme -dijo-, creedme, hermosa mía!, aún quedan en la tierra jurisconsultos que se sacrifican incondicionalmente por la inocencia y el derecho! ¡Bueno! ¡Y ahora obedezcamos a nuestro juez y cumplamos su juicio, ya que no hay medio de apelación!

Al decir esto imprimió un ligero beso en los labios de Margarita, y volvió a colocarse en su sitio. La muchacha, ruborizada, se echó a reír, aunque todavía tenía lágrimas en los ojos.

-¡Qué tonta soy -dijo en francés-, qué tonta soy! ¡Haré todo lo que me diga la señora coronela! Voy a estar tranquila, serviré el ponche y oiré hablar de los fantasmas sin asustarme.
-¡Bravo, niña -gritó Dagoberto-, bravo! Mi heroísmo te ha entusiasmado, ¡y a mí la dulzura de tus labios! Mi fantasía tiene nuevas alas y me siento obligado a sacar lo espantoso del regno di pianto para nuestra diversión.
-Creo -dijo la coronela- que deberíamos callarnos y dejar de hablar de esos fatales seres siniestros.
-Por favor -interrumpió Angélica-, por favor, mamá; escucha a nuestro amigo Dagoberto. Tengo que confesar que no hay nada que me guste más que oír estas historias de fantasmas, que me producen escalofríos de miedo.
-¡Cuánto me alegro -gritó Dagoberto-, cuánto me alegro! ¡Nada es más encantador que una jovencita que tiene miedo, y por nada del mundo me casaría con una mujer a la que no aterrorizasen los fantasmas!
-Tú -dijo Moritz- nos asegurabas, querido amigo Dagoberto, que teníamos que precavernos de aquel pavor o ensoñación que nos sobrecoge cuando el primer terror fantasmal nos domina. ¿Quieres decirnos por qué?

-Parece ser que nadie permanece en aquella agradable ensoñación que se produce al primer contacto. A continuación le sobrecogen miedos mortales, un terror que pone los pelos de punta, pues, al parecer, aquella primera sensación agradable es el atractivo de que se vale el siniestro mundo fantasmagórico. Ya hemos hablado de cómo se explican aquellos sonidos de la Naturaleza y de su efecto tremendo sobre nuestros sentidos. A veces percibimos extraños sones, cuyo origen nos resulta indescifrable, y despiertan en nosotros un profundo terror. Por muy poderoso que sea el pensamiento de que pueda ser un animal oculto, una corriente de aire o cualquier ruido que se produzca de manera natural, es en vano. Todos sabemos por experiencia que cualquier ruido que se produce durante la noche, si suena en pausas medidas, ahuyenta el sueño y aumenta la angustia interior, hasta tal punto que ofusca el mismo sentido. Hace algún tiempo, yendo de viaje, tuve que detenerme en una posada, donde el posadero me preparó una habitación grande muy agradable. A mitad de la noche desperté bruscamente. La luna lanzaba sus claros rayos a través de la ventana sin visillos, de modo que podía ver todos los muebles y hasta el más pequeño detalle del cuarto. Parecía estarse oyendo el sonido de una gota de agua al caer en un recipiente metálico. ¡Escuché! A pausas, en intervalos medidos, oía el mismo ruido. Mi perro, que yacía acostado a los pies de la cama, gruñó y se agitó, gimiendo en la habitación. Sentí como si me recorriesen el cuerpo corrientes heladas, y de mi frente cayeron frías gotas de sudor. Pese a todo, sobreponiéndome con valentía, grité, salté de la cama y me dirigí al centro de la habitación. La gota vino a caer delante de mí, como si me traspasase, yendo a dar en el metal, que produjo un ruido tintineante. Sobrecogido por un profundo espanto, corrí hacia la cama y me escondí bajo el cobertor, medio desvanecido. Parecía como si el sonido se reanudase poco a poco, resonando en el aire. Caí en profundo sueño, del que desperté a la mañana siguiente. El perro, que se había acurrucado junto a mí, saltó alegremente apenas me vio despierto, como si se le hubiese quitado el miedo. Entonces se me pasó por la cabeza que quizá yo fuese el único para quien resultase desconocida la causa natural de aquel extraño sonido; así que conté a mi posadero toda la aventura, que todavía estremecía mis miembros de pavor. Realmente, pensé, él me aclarará todo, aunque había hecho mal en no avisarme.

-El posadero palideció y me pidió, por lo que más quisiera, que no dijera a nadie lo que había sucedido en aquel cuarto, pues corría el peligro de perder su modo de ganarse la vida. Más de un viajero —dijo— ya se había quejado de aquel ruido, que se escuchaba en las noches más claras. El posadero había revisado todo concienzudamente, incluso el entarimado y el cuarto contiguo, sin haber podido encontrar lo más mínimo que pudiera causar el espantoso sonido. Desde hacía casi un año no se había vuelto a oír nada, de modo que creyó verse libre de los malos espíritus. Pero he aquí que, con gran espanto suyo, veía que aquel siniestro ser volvía a las andadas. Ya nunca más volvería a meter a ningún huésped en aquella maldita habitación.

-¡Ay! -exclamó Angélica, temblando-. ¡Qué espantoso, es verdaderamente espantoso! Yo me hubiera muerto de haberme sucedido algo semejante. También a mí me ocurre que a veces, en medio del sueño, despierto súbitamente, sobrecogida por un miedo indecible, como si me hubiera sucedido algo aterrador. Y, sin embargo, no tengo ni la menor idea del motivo ni el menor recuerdo de aquel sueño, más bien me parece como si despertase de un estado inconsciente y casi mortal.
-Yo también conozco ese estado -añadió Dagoberto-. Quizá tenga relación con ese poder de las extrañas influencias psíquicas a las que nos entregamos involuntariamente. Lo mismo que los sonámbulos no se acuerdan de su estado de sonambulismo, quizá esa espantosa angustia sea como una especie de resonancia de aquel poderoso encanto, cuyo origen nos es desconocido, pero que nos atrae.
-Aún recuerdo muy vivamente -dijo Angélica- cómo hace unos cuatro años, la noche que cumplía los catorce, me desperté en un estado tal que el espanto me tuvo paralizada durante algunos días. En vano me esforcé por acordarme del sueño que tanto me había aterrorizado. Recuerdo claramente que muchas veces le hablé a mi buena madre de aquel sueño, sin poder recordar su contenido.
-Este raro fenómeno psíquico -repuso Dagoberto- tiene relación con el principio magnético.
-Cada vez estamos complicando más la conversación -dijo la coronela- y nos perdemos en cosas cuyo solo pensamiento me resulta insoportable. Le ruego, Moritz, que cuente en seguida algo divertido y gracioso para que terminemos de una vez con las siniestras historias de fantasmas.
-De muy buena gana -repuso el aludido-, de buena gana obedeceré vuestro mandato si antes me permitís recordar un acontecimiento horrible que desde hace un rato tengo en la punta de la lengua. En este momento me posee de tal forma que sería vano cualquier esfuerzo para tratar de hablar de otras cosas más divertidas.
-Bien -repuso la coronela-, descargad todo lo horrible que os domina. Mi esposo llegará de un momento a otro; así que entonces volveremos a enzarzarnos en alguna otra polémica o hablaremos con entusiasmo de hermosos caballos, aunque sólo sea para romper la tensión que me ha producido todo este asunto de fantasmas, ¿a qué he de negarlo?
-Durante la última campaña -comenzó Moritz- conocí a un general, ruso de nacimiento, apenas de treinta años. Trabé con él estrecha amistad, ya que el destino quiso que durante largo tiempo estuviéramos juntos frente al enemigo. Bogislav, que así se llamaba el general, tenía todas las cualidades para hacerse acreedor al mayor respeto y afecto. Era de gran estatura y noble presencia, ingenioso, de digno semblante varonil, rara cultura, la bondad misma y, por añadidura, valiente como un león. A menudo se alegraba mucho con la bebida, pero de pronto le sobrecogía el pensamiento de algo horrible que le había sucedido y que había dejado rastros de profundo dolor en su semblante. Entonces se callaba y, abandonando la compañía de la gente, paseaba solitario de un lado a otro.

-Si estábamos en campaña, cabalgaba de avanzadilla en avanzadilla y sólo cuando era presa del agotamiento se entregaba al sueño. Añádase a esto que a menudo, sin necesidad alguna, se arrojaba a los mayores peligros, como si buscase en el campo de batalla la muerte, la cual parecía evitarle, ya que en las más duras refriegas no le tocaba ni una bala, ni un mandoble, no obstante lo cual era evidente que una pérdida irreparable o algún hecho imprevisto había destrozado su existencia.

-Estando en tierras francesas, habíamos tomado al asalto una fortaleza, en la que permanecimos un par de días con el fin de que tuvieran un descanso las tropas agotadas. Las habitaciones donde se había alojado Bogislav estaban sólo a dos pasos de las mías. Durante la noche me despertó un ligero ruido, como si golpeasen la puerta de mi cuarto. Escuché con atención, oí mi nombre, y reconociendo la voz de Bogislav me levanté y abrí. ¡Ante mí estaba él en camisón de dormir, con el candelabro encendido en la mano, pálido como la muerte, temblando todo su cuerpo, incapaz de proferir palabra!

-Por todos los cielos, dime, ¿qué sucede, qué te pasa, querido Bogislav? -exclamé mientras le conducía medio desvanecido a una silla, después de lo cual le di a beber dos o tres vasos de un vino fuerte, que precisamente estaba sobre la mesa; luego cogí sus manos entre las mías y le consolé a mi manera, ya que no conocía el motivo de aquel espantoso estado en que se encontraba. El general se recuperó poco a poco, suspiró profundamente y empezó a decir con voz débil:

-¡No! ¡No! ¡Me volveré loco si la muerte, que deseo con toda mi alma, no me abre los brazos! ¡A ti, mi querido Moritz, te confiaré mi horrible secreto! Ya te conté una vez que hace varios años estuve en Nápoles. Allí vi a una joven, hija de una de las familias más notables, de la que me enamoré con ardor. Aquella criatura angelical correspondió totalmente a mi afecto y sus padres consintieron en que se estrechasen los lazos que serían causa de mi felicidad.

-Era ya el día de la boda cuando apareció un conde siciliano que, interponiéndose entre nosotros, conquistó a mi novia. Traté de hablar con él y no hizo sino burlarse de mí. Nos batimos y le atravesé el cuerpo con mi espada. Corrí presuroso hacia mi novia. La encontré bañada en lágrimas y, llamándome maldito asesino, a mí, su amado, me echó de su lado. Dando muestras de horror, gemía desconsolada y se desvaneció cuando toqué su mano, como si un escorpión la hubiese tocado. ¿Quién sería capaz de describir mi espanto? A los padres les resultó incomprensible la transformación de la hija, que nunca había escuchado las pretensiones del conde.

-El padre me atendió en su palacio y trató cuidadosamente de que abandonase Nápoles antes de que me descubriesen. Perseguido por las furias, cabalgué de un tirón hasta San Petersburgo. ¡Mi vida está destrozada, no por la infidelidad de mi amada, sino por un hombre secreto! ¡Desde aquel infortunado suceso de Nápoles me persigue el horror, el espanto del infierno! A menudo durante el día, con más frecuencia durante la noche, escucho gemidos de moribundo, ora desde la lejanía, ora muy cerca de mí. Es la voz del conde asesinado, que me estremece hasta lo más hondo. Cuando suenan los cañonazos más fuertes y se oye el tiroteo y el fuego de los mosquetes en medio de las batallas, oigo muy próximo a mí el horrible quejido, ¡de modo que en mi pecho despierta la rabia, la desesperación y la locura!

-Precisamente aquella noche, cuando lo estaba contando, un gemido sofocado, que se prolongaba como si viniese de la puerta, hizo que Bogislav y yo nos sobrecogiéramos de espanto. Daba la sensación de que alguien que estaba en el suelo, gimiendo y suspirando, se arrastraba hacia nosotros con ritmo inseguro. Entonces, Bogislav se levantó rápidamente de la silla y como si nuevas fuerzas le animasen, gritó con voz tonante y los ojos fuera de las órbitas: "¡Muéstrate, condenado, si es que puedes; ya verás lo que voy a hacer de ti y de todos los espíritus infernales que están a tus órdenes!" Entonces, el general y yo oímos un potente golpe...

Y en el momento en que Moritz, el narrador, decía estas palabras, se abrió la puerta de la sala donde estaban con un estrépito terrible.

Entró un hombre vestido de negro de la cabeza a los pies, el semblante pálido y la mirada seria y muy fija. Acercóse a la coronela, dando muestras de los más nobles modales del mundo elegante, y pidió que le perdonasen por llegar tan tarde, pero una visita inesperada, con gran disgusto suyo, le había impedido llegar a tiempo. La coronela, incapaz de recuperarse del terror que le había causado la entrada, balbuceó algunas palabras que poco más o menos significaban que el extraño podía tomar asiento. Acercó su silla junto a la coronela, frente a Angélica, sentóse y paseó su mirada en torno del círculo de los reunidos. Nadie se atrevió a decir palabra; parecía que todos estaban como paralizados. Entonces el extraño personaje comenzó a disculparse nuevamente por haber llegado con retraso y por haber hecho una entrada tan impetuosa. No era culpa suya, sino del criado, que al entrar en la sala había cerrado de golpe la puerta.

La coronela, tratando de vencer con esfuerzo el siniestro sentimiento que la dominaba, preguntóle con quién tenía el gusto de hablar. El extraño hizo como que no oía la pregunta, pendiente como estaba de Margarita, que parecía haberse transformado, riendo con estrépito, bailoteando delante del extraño, y que charlando a medias en francés, le dijo se estaban divirtiendo mucho con historias de fantasmas y que precisamente cuando él entró, el caballero que contaba la historia estaba a punto de hacer que apareciera uno.

La coronela pensó que no era cortés preguntar el nombre a quien parecía ser un invitado y tampoco hizo nada para impedir que Margarita siguiera mostrando una conducta improcedente. El extraño puso fin a la charla de la muchacha francesa al dirigirse a la coronela y tratar de entablar conversación sobre algún asunto sin importancia. Ésta respondió y Dagoberto trató de inmiscuirse en la conversación, que finalmente fue fragmentándose en diálogos diferentes.

Entretanto, Margarita tarareaba algunos estribillos de canciones francesas y se movía como si ejecutase nuevos pasos de una gavota, mientras que nadie se atrevía a moverse, pues todos se sentían oprimidos, ya que a todos les había sentado como un mazazo la presencia del extraño, y cuando miraban el semblante, blanco como la muerte, del huésped siniestro, se les helaban las palabras en los labios. Sin embargo, nada raro había en el tono, en los gestos y en la conducta de este hombre de mundo experimentado. El fuerte acento extranjero con que hablaba alemán y francés dejaba adivinar que no era ni alemán ni francés.

Por fin respiró la coronela cuando oyó ruido de jinetes ante la casa y se escuchó la voz del coronel.
Un instante después entró éste en la sala. Nada más ver al extraño, se apresuró a exclamar:

-¡Bienvenido a mi casa, querido conde! ¡Muy bienvenido!
Y volviéndose a la coronela dijo:
-El conde de... es uno de mis amigos más queridos y más fieles: lo conocí en el Norte y volví a verle en el Sur.

La coronela, perdido ya todo el miedo, con amable sonrisa, echó la culpa a su esposo por no haberle avisado, de modo que no le chocase haber sido recibido de forma tan extraña por sus amigos. Luego contó al coronel que se habían pasado toda la tarde hablando de fantasmas y que precisamente cuando Moritz contaba una historia espeluznante y decía las palabras:... y entonces se oyó un ruido espantoso, la puerta de la sala se abrió, entrando el conde.

-¡Dios bendito! -exclamó la coronela riéndose-. ¡Dios bendito! ¡Le hemos tomado, querido conde, por un fantasma! Parece como si Angélica mostrase todavía las huellas del terror en su semblante y que aún no se hubiese recuperado del susto; incluso Dagoberto perdió su alegría. Decidme, conde, ¿no llevaréis a mal que os hayamos tomado por un fantasma, por un aparecido?
-¿Acaso -repuso el conde con extraña mirada-, acaso hay en mi conducta algo fantasmal? Se habla ahora mucho de hombres que pueden ejercer un influjo psíquico sobre otros, por lo que causan un efecto siniestro. Quizá yo sea uno de esos que poseen tal poder.
-Bromeáis, querido conde -le interrumpió la coronela-, aunque es cierto que ahora perseguimos los más extraños secretos.
-Sí, es cierto -repuso el conde-; ahora se da crédito a toda clase de cuentos y raras imaginaciones. Hay que precaverse contra esta extraña epidemia. Sin embargo, como he interrumpido al señor capitán en el punto más interesante de su relato, le suplico que refiera el final, ya que ninguno de sus oyentes querrá quedarse sin oír el desenlace.

Al capitán le pareció el conde no sólo un personaje siniestro, sino, además, antipático. Encontró que en sus palabras había algo de burla, toda vez que se sonreía de modo diabólico al pronunciarlas; así es que repuso, echando llamas por los ojos y en un tono altivo, que temía alterar con sus cuentos infantiles la alegría que se había desatado al entrar el conde en aquel círculo tan serio y que, por tanto, prefería callarse. El conde hizo como que no tomaba en consideración las palabras del capitán. Jugueteando con la tabaquera de oro que tenía en la mano, volvióse hacia el coronel para preguntarle si la alegre dama era francesa de nacimiento.

Referíase a Margarita, que continuaba tarareando por la sala. El coronel se acercó a ella y le preguntó en voz baja si se había vuelto loca. Margarita fue a sentarse aterrorizada junto a la mesa de té. El conde tomó la palabra y fue contando diversas cosas que habían acaecido en corto espacio de tiempo. Dagoberto apenas podía pronunciar palabra. Moritz iba poniéndose cada vez más rojo y sus ojos lanzaban chispas, como si esperase la señal para atacar. Angélica parecía sumida en la labor que había empezado y no levantaba la vista. Todos evitaban mirarse llenos de desconfianza.

-Eres un hombre feliz -exclamó Dagoberto cuando se encontró a solas con Moritz-, no dudes más: Angélica te ama ardientemente. Hoy he visto en su mirada que está completamente enamorada de ti. Pero el diablo, que todo lo amaña, me parece que ha sembrado cizaña entre la mies floreciente. Margarita arde en su loca pasión. Te ama con toda la fuerza de un dolor inmenso que desgarra su pecho. La loca conducta de que ha dado pruebas hoy, no es sino la mejor muestra de un ataque furioso de celos. Cuando Angélica ha dejado caer el chal y tú se lo alcanzaste, besando su mano, las furias del infierno hicieron presa de la pobre muchacha. Y tú eres culpable de eso. Has extremado tus galanterías con la hermosa francesa. Ya sé que sólo piensas en Angélica, que todas las reverencias y elogios que haces a Margarita van dirigidos a aquélla, pero los falsos rayos que le has lanzado han incendiado su alma. La pena es que, en realidad, no sé cómo va a terminar la cosa y si tendremos que ver horribles sucesos y situaciones espantosas.

-¿Yo con Margarita -repuso el capitán- cuando Angélica me ama, como decís? Entonces, aunque lo dudo, seré feliz y poco me importan todas las Margaritas que hay en el mundo y todas sus locuras. Pero un temor invade ahora mi ánimo. Este siniestro conde extranjero que ha hecho su entrada de modo tan misterioso, ¿no parece interponerse entre nosotros? Tengo la impresión de que a cualquier sitio que se vuelva va a hacer que suceda una desgracia, conjurada por él mismo desde lo más profundo de la noche. ¿Has notado con qué frecuencia su mirada se posa sobre Angélica y cómo sube un leve color a sus pálidas mejillas para luego desaparecer? Este monstruo ha hecho caso omiso de mi amor, por eso las palabras que me ha dirigido han sido tan burlonas, pero te aseguro que no pienso aguantarlo, aunque me cueste la vida.

Dagoberto dijo que el conde parecía un individuo fantasmal, al que no había que perder de vista, aunque quizá, detrás de esta apariencia, se escondiese menos de lo que se figuraban y que la sensación siniestra que causaba fuese debida a la tensión en que se encontraban cuando entró.

-Recibamos -repuso Dagoberto- a todos los seres desconcertantes con ánimo templado, con invariable confianza. No hay poder maléfico que haga doblar la cabeza al que se muestra poderoso y con ánimo entero.

Tiempo después, el conde, que visitaba cada vez con más frecuencia la casa del coronel, llegó a hacerse imprescindible. Todos coincidían en reconocer que el reproche de ser siniestro que le habían hecho recaía ahora sobre ellos.

-Acaso -decía la coronela-, acaso, ¿no podía él, con muchísima razón, tenernos por gente siniestra con nuestros pálidos semblantes y nuestra extraña conducta?

El aludido desplegaba en su conversación una rica gama de conocimientos y, no obstante ser italiano y expresarse con acento extranjero, era capaz de hacer una exposición perfecta. Sus relatos tenían un fuego irresistible, tanto que incluso Moritz y Dagoberto, que en un principio mostraron su enemistad al extraño, cuando éste hablaba y exteriorizaba en su bien formado semblante una sonrisa amable, llegaron a olvidar su enfado y, como Angélica, estaban pendientes de sus labios.

La amistad del coronel con el conde había llegado a un punto tal que éste le consideraba como uno de los hombres más nobles que había conocido. La casualidad les puso en contacto con el Norte, donde el segundo ayudó al primero con todo desinterés en una situación apurada en la que hubiera podido perder para siempre no sólo el dinero y los bienes, sino la fama y el honor. El coronel, que agradecía al conde en lo más hondo de su ser todo lo que le debía, estaba pendiente de él por completo.

-Ha llegado el momento -dijo el coronel un día a su esposa, cuando ambos se encontraban solos-, ha llegado el momento de que te diga el motivo de que el conde se encuentre aquí. Ya sabes que él y yo hace más de cuatro años que nos conocimos, y fuimos estrechando nuestra amistad de tal modo, que llegó un momento que nuestros cuartos estuvieron muy próximos. Sucedió que el conde, una mañana al entrar en mi habitación vio sobre la mesa la pequeña miniatura de Angélica, que siempre llevo conmigo. Conforme la miraba, su excitación iba en aumento. Incapaz de articular palabra, se quedó mirándola fijamente sin poder apartar los ojos de ella, hasta que, al fin, exclamó admirado que nunca había visto una mujer tan hermosa, tan encantadora, y que nunca había sabido qué era el amor, pero ahora le incendiaba el corazón con llamas vivísimas. Bromeé acerca del efecto maravilloso del retrato, llamé al conde nuevo Calaf, y le deseé suerte, pues sin duda Angélica no sería ninguna Turandot. Finalmente le di a entender de un modo indirecto que ya no era ningún joven para inflamarse con una pasión tan romántica y enamorarse de un retrato. Me juró con firmeza, dando muestras de verdadero arrebato, cosa propia de su nación, que amaba apasionadamente a Angélica, y que yo, si quería impedir que se hundiese en la sima de la desesperación, debía permitirle pretender la mano de mi hija.

Y el coronel terminó diciendo:
-Por eso se encuentra aquí, y por eso ha venido a nuestra casa. Está convencido de haberse ganado la inclinación de Angélica y ayer me hizo una petición formal. ¿Qué me dices del asunto?

La coronela no supo qué contestar, porque las últimas palabras de su esposo la estremecieron.

-Por Dios -exclamó-, ¿entregar nuestra Angélica a ese conde tan extraño?
—¿Extraño? —repuso el coronel ceñudo—. ¿Un extraño el conde a quien debo el honor, la libertad y quizá hasta la vida? Te confieso que, en efecto, su edad madura no concuerda con nuestra joven palomita, pero es un hombre noble y además rico, muy rico.
—Y ¿sin preguntarle nada a Angélica? —interrumpió la coronela—. ¿Sin preguntarle nada a Angélica, que quizá no sienta la menor inclinación por él, aunque éste se lo imagine en su loca fantasía de enamorado?
—¿Acaso te he dado alguna vez motivo —dijo el coronel, levantándose de un salto de la silla, y mirando furioso a su esposa— para pensar que soy un padre tiránico y loco que trata de emparejar de indigna manera a su adorada hija? Pero ya estoy harto de vuestra sensibilidad novelesca y de vuestras ternezas. Hay que ver qué cosas tan fantásticas se imaginan al casarse una pareja. Angélica es toda oídos cuando el conde habla, le mira muy favorablemente, se ruboriza cuando él besa su mano, que ha dejado entre las suyas. Así es como se expresa la inclinación de una joven inexperta, a la que un hombre hace feliz. No es necesario que sea un amor novelesco, ese que tantas veces ronda vuestra imaginación.
—Creo —le interrumpió la coronela—, creo que el corazón de Angélica no es libre, aunque ella ni siquiera lo sepa.
—¿Cómo? —exclamó enfadado él.

Y ya iba a salir precipitadamente, cuando en aquel instante se abrió la puerta y apareció Angélica con una sonrisa celestial, de la más pura inocencia. El coronel, abandonando su enfado y su mal humor, fue hacia ella, la besó en la frente y cogiéndola de la mano la condujo hacia una silla, yendo a sentarse a su lado. Luego se puso a hablarle del conde, alabando su noble figura, inteligencia, y sensibilidad; después preguntó a Angélica si le era soportable. Ella respondió que, al principio, le había resultado muy extraño y hasta le pareció siniestro, pero que luego supo dominar este sentimiento, y que ahora ¡hasta le mira con agrado!

—¡Oh, gracias sean dadas al Cielo! —gritó el coronel lleno de alegría—. ¡Vas a ser mi consuelo, mi salvación! El conde S., este noble caballero, siente por ti profunda adoración y pretende tu mano, si no se la niegas.

Apenas había pronunciado el coronel estas palabras, cuando Angélica, exhalando un gemido, cayó desvanecida. La coronela la tomó en sus brazos, al tiempo que lanzaba una mirada significativa a su esposo, quien contemplaba en silencio a la pobre criatura, pálida como una muerta. La joven se recuperó; un torrente de lágrimas brotó de sus ojos, y comenzó a gritar con voz desgarradora:

—¡El conde, el horrible conde! ¡No, no, jamás!

Con toda suavidad su padre le preguntó una y otra vez por qué motivos le parecía tan horrible. Angélica confesó que precisamente en el mismo instante en que el coronel le había dicho que el conde la amaba, había recordado de pronto aquel espantoso sueño que había tenido la noche en que cumplía sus catorce años y del que había despertado atemorizada, sin poder recordar lo más mínimo de ninguna imagen.

—Me hallaba —refirió Angélica— recorriendo un jardín muy agradable, entre los arbustos y las flores. De pronto me encontré ante un árbol maravilloso con hojas muy oscuras y flores enormes, extrañas y olorosas, parecidas a las del saúco. Parecía como si el árbol me hiciese señas, invitándome a acercarme a su sombra. Como atraída por invisible e irresistible fuerza, me tumbé en el césped bajo el árbol. Era como si se oyesen extraños sonidos a través del aire, como si un soplo de viento estremeciese el árbol, que se diría lanzaba temerosos suspiros. Sentí, entonces, una pena indescriptible y una profunda compasión agitó mi pecho. Yo misma no supe por qué. ¡Un rayo ardiente pareció atravesar mi corazón, desgarrándole! Pero el grito que traté de proferir no brotó; tan angustiado estaba mi corazón, que sólo pudo convertirse en un ahogado suspiro.

El rayo que traspasó mi corazón no era sino la mirada de unos ojos varoniles que me contemplaban desde un oscuro matorral. En el mismo instante, los ojos estuvieron ante mi presencia y una mano blanca trazó un círculo en torno mío. Y los círculos fueron haciéndose cada vez más estrechos, como si fueran un hilo de fuego, de tal forma que al final no podía moverme, envuelta en aquella tela de araña. Hay que añadir que la espantosa mirada de aquellos horribles ojos penetraba hasta mi interior y se apoderaba de todo mi ser; el solo pensamiento de depender de un tenue hilo, me causa una angustia de muerte. El árbol inclinó las flores hacia mí y entonces se oyó la voz agradable de un joven que decía: "¡Angélica yo te salvaré, yo te salvaré!" Pero...

El relato fue interrumpido cuando anunciaron al capitán de R. que venía a hablar con el coronel. Nada más oír el nombre de aquél, Angélica le llamó, de nuevo las lágrimas brotaron a raudales de sus ojos, y con una voz que expresaba un profundo dolor, y la pena de amor que se alberga en un pecho, exclamó:

—¡Moritz, ay, Moritz!...

El capitán al entrar oyó estas palabras y vio a Angélica bañada en lágrimas, que le tendía los brazos. Fuera de sí, quitándose la gorra militar que cayó al suelo, se arrodilló a los pies de Angélica, y como ésta, desvanecida por el placer la pena, cayese en sus brazos, la estrechó contra su pecho. El coronel observó el grupo, mudo de asombro.

—Me figuraba —susurró la madre en voz baja—, me figuraba que se querían, pero no sabía nada.
—Capitán de R. —exclamó furioso el coronel—, ¿qué tiene usted que ver con mi hija?
Moritz, recuperándose, dejó con suavidad en la silla a la desvanecida Angélica, recogió la gorra del suelo, y dando un paso hacia el coronel, con el semblante rojo como la grana y la mirada baja, aseguró, por su honor, que amaba profundamente a Angélica, pero que hasta este instante nunca se habían dicho la más mínima palabra, y que ni la menor confesión de sus sentimientos había brotado de sus labios. Dudaba que Angélica le correspondiese. Era en este momento, por vez primera, cuando experimentaba una felicidad celestial, y ahora esperaba que el noble y cariñoso padre no le rechazase, si le suplicaba bendecir un lazo que estrecharía un amor puro y ardiente.
El coronel midió al capitán y luego a Angélica con mirada sombría; luego se paseó por la habitación con los brazos cruzados, como alguien que ha tomado una decisión. Al fin detúvose ante la coronela, que sostenía en sus brazos a Angélica, mientras la consolaba.
—Vamos a ver —dijo conteniendo su ira—. ¿Qué relación tiene un necio sueño con el conde?
Angélica, entonces, se arrojó a sus pies y besándole las manos, que regó con sus lágrimas, le habló con la voz ahogada por el llanto.
—¡Padre mío! Padre querido, aquellos espantosos ojos que me traspasaban eran los ojos del conde, y su mano fantasmal es la que me rodeó con la tela de araña de fuego. ¡Pero la voz juvenil que me consolaba y que me llamaba desde las flores aromáticas del árbol maravilloso era la de Moritz, mi Moritz!
—¡Tu Moritz! —gritó el coronel volviéndose tan bruscamente que Angélica estuvo a punto de caer al suelo. Luego musitó en voz baja, para sus adentros—: «¡Fantasías infantiles, un amor oculto que sacrifica la sabia decisión del padre frente a las pretensiones de un noble caballero!»
Siguió como antes, paseándose en silencio de un extremo a otro de la habitación. Finalmente, dirigiéndose a Moritz, dijo:
—Capitán de R., bien sabéis lo que os aprecio, para mí nada sería más grato que teneros por yerno, pero he dado mi palabra al conde de S., al que estoy todo lo obligado que un hombre puede estarlo. No creáis, sin embargo, que soy un padre tiránico y obstinado. Corro a ver al conde y le descubriré todo. ¡Vuestro amor es como un desafío, quizá me cueste la vida, pero sea lo que sea, me rindo! ¡Esperad aquí a que vuelva!

El capitán aseguró, lleno de entusiasmo, que él prefería cien veces la muerte antes que el coronel sufriese el menor peligro. Éste, sin darle respuesta, salió apresuradamente. Apenas hubo abandonado la estancia, los enamorados se arrojaron en brazos el uno del otro en la plenitud de su dicha, jurándose felicidad eterna. Luego, Angélica afirmó que nada más oír al coronel la pretensión del conde, sintió en lo más hondo de su alma cuánto amaba a Moritz, y que prefería morir a ser esposa de otro. Tenía la sensación de saber desde hacía mucho tiempo que Moritz la amaba. Luego, ambos recordaron aquel instante en que descubrieron su amor, y, al recordarlo, se sintieron tan felices que olvidaron por completo la ira y la obstinación del coronel; tan gozosos estaban que parecían niños felices.

La coronela, que ya había observado este amor naciente, y que aprobaba de todo corazón la inclinación de Angélica, dioles palabra de hacer todo lo posible para que su esposo cesase de insistir en un enlace que a ella misma la espantaba. Apenas había pasado una hora, cuando la puerta se abrió y, con asombro de todos, entró el conde de S. Le seguía el coronel con mirada brillante. El conde se acercó a Angélica, cogió su mano y la miró con amarga y dolorosa sonrisa. Angélica se estremeció, y próxima a desvanecerse, dejó oír un murmullo:

—¡Ah, esos ojos!
—Palidecéis —comenzó a decir el conde—, palidecéis, señorita, como cuando por vez primera entré en vuestro círculo. ¿Verdaderamente os parezco un espantoso fantasma? ¡No! No os asustéis, Angélica, nada temáis de un hombre inofensivo, que os ha amado con todo el ardor, con todo el fuego de un corazón juvenil, y que era lo bastante necio para pretender vuestra mano, cuando ya vuestro corazón era de otro. ¡No! Ni siquiera mi vista os recordará los tristes instantes que os he proporcionado. ¡Pronto, quizá mañana, me volveré a mi patria!
—¡Moritz, Moritz! —exclamó Angélica arrojándose en brazos del amado.

El conde se estremeció, sus ojos brillaron con fuego inusitado y sus labios temblaron, profiriendo un sonido inarticulado. Volvióse hacia la coronela con una frase indiferente, y gracias a eso pudo dominar sus sentimientos. El coronel no cesaba de decir:

—¡Qué nobleza, qué hombre tan superior! ¿Quién podrá igualar a este hombre? ¡Es mi gran amigo!

Luego estrechó contra su pecho al capitán, a Angélica y a la coronela, asegurando sonriente que no quería saber nada del complot que habían tramado contra él y esperaba que, en el futuro, no sufrirían más bajo la mirada de ojos fantasmales. Como ya era mediodía, el coronel invitó al capitán y al conde a comer con él. Envióse a buscar a Dagoberto, que al punto acudió muy complacido y lleno de alegría. Al ir a sentarse a la mesa vieron que faltaba Margarita. Vinieron a decir que se había encerrado en su cuarto, y que, sintiéndose enferma, no podía acudir.

—No sé —dijo la coronela— qué es lo que le sucede desde hace algún tiempo, tiene un humor caprichoso, llora y ríe sin motivo, y su extraña imaginación la conduce a los extremos.
—¡Tu felicidad —susurró Dagoberto al oído del capitán—, tu felicidad es la muerte de Margarita!
—Visionario —repuso al instante éste—, visionario, no turbes mi felicidad ni estropees mi paz.

Nunca como ahora sintióse el coronel tan alegre, nunca tan feliz la coronela, que tanto se había preocupado por su hija, y ahora se quitaba de encima esta preocupación. Añádase a esto que Dagoberto rebosaba de satisfacción, y que el conde, olvidado de las heridas que le había causado la reciente pena, ponía todo su ingenio en la conversación, de tal modo que parecía como si en torno de la feliz pareja se tejiese una bella corona de flores.

Comenzaba a atardecer; el vino, de la mejor calidad, resplandecía en los vasos y todos bebían y brindaban alegremente por la pareja de novios, cuando he aquí que, suavemente, se abrió de improviso la puerta del salón contiguo, dando paso a Margarita que, con paso vacilante, vestida con camisón blanco, y los cabellos sueltos, parecía pálida y descompuesta, como muerta.

—Margarita, ¿qué broma es ésta? —exclamó el coronel, sin atender a lo que decía.
Ésta, dirigiéndose al capitán, y apoyando su mano helada sobre su pecho, imprimió un tenue beso en su frente, murmurando con voz ahogada:
—¡Que el beso de quien va a morir traiga felicidad al alegre novio!
Y cayó desvanecida al suelo.
—¡Qué desgracia —musitó Dagoberto al conde—, está locamente enamorada del capitán!
—Lo sé —repuso el conde—, y ha llevado la cosa tan lejos que incluso ha tomado veneno.
—¡Dios mío! —exclamó asustado Dagoberto, yendo de un salto al sillón donde habían sentado a la pobre Margarita.
Angélica y el coronel se apresuraron a rociarle la frente con agua bendita. Cuando Dagoberto se acercó, precisamente en aquel instante, ella abría los ojos. La coronela dijo:
—Tranquilízate, hija mía, te habías sentido mal, pero ya todo ha pasado.
A lo que Margarita repuso con voz ronca y ahogada:
—¡Sí, pronto pasará todo..., me he envenenado!
Angélica y la coronela dieron un grito y el coronel exclamó furioso:
—¡Por todos los diablos! ¿Estás loca? ¡Que llamen a un médico en seguida! ¡Que traigan al primer médico bueno que encuentren!
Los sirvientes y el mismo Dagoberto apresuráronse a ir en su busca.
—¡Alto —exclamó el conde, que había permanecido quieto y tranquilo, hasta haber vaciado la copa colmada de su vino predilecto, un ardiente vino de Siracusa—, alto!... Si Margarita ha tomado veneno no es necesario que venga ningún médico, pues en este caso yo sé muy bien lo que hay que hacer. Dejadme que la vea...

Y acercándose a Margarita, que yacía desmayada, agitado su cuerpo por calambres nerviosos, inclinóse hacia ella. Todos vieron cómo sacaba una cajita de su bolsillo, tomaba algo entre los dedos y le frotaba suavemente la región cervical y el epigastrio. Luego, dejándola, se volvió hacia los demás y dijo:

—Ha tomado opio, pero podré salvarla valiéndome de los medios de que dispongo.

Por mandato del conde, Margarita fue transportada a su habitación, donde sólo él permaneció a su lado. La doncella de la coronela, entretanto, había encontrado el frasquito que contenía las gotas de opio, que le habían sido prescritas a la coronela, y que la insensata había vaciado.

—El conde —dijo Dagoberto con tono irónico—, el conde verdaderamente es un hombre prodigioso. Ha adivinado todo. Nada más ver a Margarita, supo al instante que había tomado veneno, y desde el primer momento adivinó de qué clase era.

Pasada una media hora, el conde entró en la sala asegurando que Margarita estaba por completo fuera de peligro. Echando una mirada de reojo a Moritz, añadió que además esperaba haber acabado de una vez con la raíz del mal. Deseaba ahora que la doncella permaneciese al lado de Margarita, e incluso él mismo pasaría la noche en la habitación contigua, de forma que si sucediese algo, estaría presto para ayudarla. Con el fin de estar preparado, sólo pidió que dispusiesen en su estancia un par de vasos de buen vino. Después de esto, volvió a sentarse a la mesa con todos los caballeros, pues Angélica y la coronela, muy afectadas por el suceso, se habían ausentado. El coronel manifestó gran enfado por la maldita broma que les había gastado aquella loca, pues era así como juzgaba la conducta de Margarita. Moritz y Dagoberto sintiéronse muy incomodados e intranquilos. Tanto más cuanto que el conde, al observar su estado, mostrábase más alegre y regocijado, aunque había algo siniestro en su alegría.

—Este conde —dijo Dagoberto a su amigo, cuando se dirigieron a su casa— me resulta un ser verdaderamente siniestro. Parece como si su conducta encerrase algo misterioso.
—¡Ay —repuso Moritz—, siento mi pecho agitado y los más negros presentimientos oprimen mi corazón, pues me parece que una desgracia amenaza mi amor!

Esa misma noche el coronel fue despertado por un correo urgente. A la mañana siguiente entró muy pálido en la estancia de la coronela, y dijo con fingida tranquilidad:

—¡Otra vez hemos de separarnos, querida mía! La guerra empieza de nuevo. Anoche recibí la orden. En cuanto esté preparado, quizá esta misma noche, tendré que salir con el regimiento.

La coronela, asustada, rompió a llorar. El coronel trató de consolarla, diciéndole que estaba convencido de que esta campaña terminaría con gloria, como la anterior, y que estuviese alegre, pues no sucedería ninguna desgracia.

—Entretanto —añadió—, mientras combatimos al enemigo y se firma la paz, puedes trasladarte a nuestras posesiones. Os daré un acompañante que os hará olvidar la soledad y el apartamiento de vuestra obligada estancia. El conde S. irá con vosotros.
—¿Cómo? —exclamó la coronela—. ¡Por Dios bendito! ¿Que el conde va a venir con nosotros? ¿El novio despreciado? ¿El intrigante italiano que oculta en su interior la rabia, dispuesto a lanzarla fuera en la primera ocasión? No sé por qué, pero desde ayer tengo siempre presente su figura y me resulta más odioso que nunca.
—¡Calla! —le interrumpió el coronel—. ¡Son insufribles las fantasías, las imaginaciones de las mujeres! ¡No comprenden la grandeza de alma de un hombre valeroso! El conde ha permanecido toda la noche, tal como digo, en la habitación contigua a la de Margarita. Ha sido el primero en saber la noticia de la nueva campaña. Su regreso a la patria ahora es imposible. Quedó tan sorprendido que le ofrecí que permaneciese en nuestras posesiones. Después de negarse reiteradas veces, decidióse por fin, y me dio su palabra de honor de protegeros, y de hacer todo lo que estuviese en su mano para acortar el tiempo de nuestra separación. Ya sabes todo lo que le debo; mis posesiones son ahora un refugio para él, refugio que no puedo negarle.

La coronela, al oír esto, no supo qué responder. El coronel no dijo más. A la noche siguiente, dieron la señal de partida y, con indecible dolor, se separaron los enamorados. Pocos días después, Margarita, totalmente recuperada, emprendió el viaje en compañía de la coronela y de Angélica hacia las posesiones. El conde les acompañaba con numerosos servidores. Éste, durante los primeros días, se dejaba ver poco ante las damas, siendo su conducta muy amable; únicamente aparecía cuando exigían su presencia, de otro modo, permanecía en su habitación o daba paseos solitarios. Al principio pareció que la campaña era favorable a los enemigos, luego se libraron combates gloriosos. El conde fue siempre el primero en recibir los mensajes de victoria y todas las noticias acerca del destino del regimiento que mandaba el coronel. En las batallas más cruentas, ni el coronel ni el capitán habían recibido ningún balazo o mandoble, y todas las cartas lo confirmaban. Así que el conde, siempre que aparecía ante las damas, semejaba un mensajero de victoria y de la felicidad. De tal forma que su conducta daba muestras de la más pura inclinación hacia Angélica, tal como si fuera un padre cariñoso, atento sólo a su cuidado. Ambas, la coronela y Angélica, tuvieron que confesarse que el coronel había juzgado rectamente al amigo, y que el prejuicio que sentían contra él era producto de una ridícula imaginación. También Margarita parecía curada de su loca pasión, y de nuevo era la francesa alegre y parlanchina.

Una carta del coronel a la coronela, y otra del capitán a Angélica, ahuyentaron los últimos restos de preocupación. La principal plaza fuerte de los enemigos había sido tomada y se había firmado la paz. Angélica se sentía plenamente feliz; siempre era el conde quien, con gran animación, relataba los audaces hechos de armas del valiente Moritz, y anunciaba la dicha que esperaba a la bella prometida. Al decir esto, un día tomó entre las suyas la mano de Angélica, la oprimió contra su pecho, preguntándole si seguía aún resultándole tan odioso como antes. Ruborizándose, avergonzada, con lágrimas en los ojos, Angélica repuso que nunca le había odiado, sino que había amado con todo su corazón a Moritz, por lo cual veía con horror toda otra pretensión. Muy serio y solemne, el conde dijo entonces:

—Considéreme, Angélica, como si fuera un amigo fiel y paternal —y al decir esto depositó un ligero beso en su frente, que ella, pobre niña, soportó, como si fuera su propio padre, que acostumbraba a besarla de tal modo.

Todos esperaban que en breve volviese el coronel a su patria, cuando he aquí que llegó una carta, cuyo contenido daba cuenta de una gran desgracia. El capitán, al pasar por un pueblo, acompañado de un criado, sufrió el asalto de unos campesinos armados que, después de malherirle, le llevaron consigo. La alegría que hasta entonces había llenado la casa convirtióse de pronto en horror, profunda pena y enorme desconsuelo.

En la mansión del coronel había un gran revuelo. Ricos criados de librea subían y bajaban las escaleras, los carruajes entraban en el patio del palacio con los invitados, a los que recibía él, cubierto el pecho por las condecoraciones ganadas en la última campaña. En una estancia del piso superior encontrábase Angélica vestida de novia, en la plenitud de su belleza y de su juventud, junto a la coronela.

—Querida hija —dijo ésta—, tú misma has escogido con entera libertad como esposo al conde de S. Tu padre, que tanto deseaba antes esta unión, ahora no ha insistido, tras la muerte del desgraciado Moritz. Sí, tengo la sensación de que comparte el mismo sentimiento doloroso que ahora no debo ocultarte. Me resulta incomprensible que hayas olvidado tan pronto a tu Moritz. La hora decisiva se acerca. Has concedido tu mano al conde; consulta a tu corazón, aún es tiempo. ¡No vaya a ser que el recuerdo del ausente sea como una negra sombra en tu clara vida!
—Nunca —exclamó Angélica, mientras lágrimas como perlas brotaban de sus ojos—, nunca olvidaré a mi Moritz, y nunca amaré tanto como he amado en otro tiempo. ¡El sentimiento que experimento hacia el conde es muy diferente! ¡Todavía no sé cómo éste ha sido capaz de ganar mi afecto!... ¡No!..., no le amo, no puedo amarle tal como amaba a Moritz, pero siento como si no pudiera vivir sin él, y como si sólo pudiese pensar a través suyo. Una voz interior me dice continuamente que debo ser su esposa, y que no existe para mí más vida que estando a su lado... Y sigo esta voz interior, que considero como un lenguaje secreto del presentimiento.

La doncella entró trayendo la noticia de que Margarita había desaparecido muy temprano y no se la encontraba. Un poco después, el jardinero trajo una cartita para la coronela, que Margarita le había entregado, con el encargo de dársela cuando hubiese terminado sus labores y llevase las flores al palacio. La esquelita que leyó la coronela decía así:

-Ya no me volveréis a ver más. Un cruel destino me lleva lejos de vuestra casa. Os suplico, a vos que siempre habéis sido como una madre para mí, que no me sigáis ni me forcéis a regresar. El segundo intento de darme la muerte resultará mejor que el primero. Que Angélica goce la felicidad que a mí me ha sido negada. Sed dichosos. Olvidad a la infeliz
Margarita.

—¿Qué es esto? —exclamó la coronela—. ¿Se ha propuesto esta loca destruir nuestra paz? ¿Es que siempre tiene que hacer lo mismo cuando estás a punto de dar la mano al esposo? Que vaya donde quiera esta desagradecida, a quien he cuidado como si fuera una hija, que vaya donde quiera, nunca más volveré a preocuparme de ella.

Angélica rompió a llorar, al recuerdo de su perdida hermana, y la coronela suplicóle entonces que no prestase atención a una loca en momentos tan decisivos. Ya estaban todos reunidos en el salón grande, cuando sonó la hora de encaminarse a la capilla, donde un cura católico debía unir a la pareja. El coronel condujo a la novia y todos quedaron asombrados ante su belleza, realzada por la sencilla elegancia de su traje. Esperábase al conde. Transcurrió un cuarto de hora, y luego otro, y no aparecía. El coronel encaminóse a su habitación. Un servidor dio la noticia de que el conde, después de vestirse, se había sentido repentinamente indispuesto y se dirigió al parque para dar un paseo con el fin de tomar el aire, prohibiéndole al criado que le siguiese.

Éste confesó que, no sabía por qué, la conducta del conde le preocupaba y le había pasado por la cabeza que algo espantoso le iba a suceder. Tras esto dijo que, como el conde iba a regresar de un momento a otro, debía llamarse inmediatamente a un famoso médico que se encontraba entre los invitados. Acompañado del criado, el médico aludido encaminóse al parque en busca del conde. Dirigióse por el paseo principal hacia una plazoleta rodeada de tupidos arbustos, que según recordaba el coronel, era el sitio favorito de aquél. Allí estaba totalmente vestido de negro, con la estrella de la orden refulgiendo sobre su pecho, los brazos plegados y sentado en un banco. Se apoyaba en el tronco de un saúco floreciente, y los miraba con mirada fija. Todos sintieron un estremecimiento al verle, pues la mirada sombría de aquellos ojos, que parecían vacíos, era espantosa.

—¡Conde S.! ¿Qué ha sucedido? —exclamó el coronel, pero no obtuvo respuesta, no se movía, no respiraba.
El médico se abalanzó hacia él, le quitó la casaca, el cuello, la camisa y le frotó la frente. Volviéndose hacia el coronel dijo con voz sofocada:
—Son vanos todos los remedios..., está muerto... El ataque le ha sorprendido precisamente aquí.
El criado prorrumpió en gritos. El coronel, sobreponiéndose al tremendo espanto que sentía, con valor varonil, le rogó que se apaciguara:
—Podemos causarle la muerte a Angélica si no procedemos con cautela —dijo.
Apenas hubo dicho esto el coronel, levantaron el cadáver y lo llevaron a un pabellón solitario, cuya llave guardaba aquél, dejándolo bajo la vigilancia del criado. Luego se encaminó con el médico hacia el palacio.

Sin saber la conducta a seguir, se preguntaba si debía ocultar a Angélica la fatal noticia o comunicársela con serenidad. Cuando entró en el salón, encontró un gran desconcierto y revuelo. Al parecer, Angélica se encontraba en alegre conversación, cuando de pronto, cerrando los puños, cayó desmayada. La habían transportado a la estancia contigua, donde reposaba en el sofá. Su rostro no denotaba palidez, no estaba desfigurado, incluso las rosas de sus mejillas estaban más frescas y floridas que nunca, y una expresión indescriptible de apacible felicidad, algo como celestial, se extendía por su semblante. El médico, después de observarla atentamente, afirmó que no existía el menor peligro y que la joven, de manera incomprensible, se encontraba en un estado magnético. No se atrevía a despertarla violentamente y contaba con que ella misma despertaría.

Mientras, oíase un murmullo entre los invitados. La repentina muerte del conde debía de haberse dado a conocer. Todos se fueron alejando, y, poco después, se oyó rodar los carruajes.
La coronela, inclinada sobre Angélica, oía su respiración. Parecía decir palabras, que nadie podía comprender. El médico no permitió que desvistieran a Angélica, ni siquiera que le quitasen los guantes; cualquier contacto podía serle fatal. De pronto, Angélica abrió los ojos, miró a lo alto y dijo con voz aguda:

—¡Él viene! ¡Él viene!
Y levantándose del sofá, con toda la fuerza de que era capaz, abalanzóse hacia la puerta de la sala, escaleras abajo.
—¡Está loca! —exclamó la coronela espantada—. ¡Oh Dios mío, se ha vuelto loca!
—¡No, no —la consoló el médico—, no es locura, sino algo insólito que va a suceder!

Y siguió corriendo tras la joven. Vio cómo Angélica, saliendo por la puerta del palacio, se dirigía hacia el ancho camino con los brazos extendidos, corriendo como flecha disparada, de tal forma que la rica túnica ondeaba al viento y la cabellera suelta era juguete de la brisa. Un jinete, que cabalgaba a su encuentro, saltó del caballo y la abrazó, estrechándola contra su pecho. Dos jinetes más se detuvieron, descabalgando. El coronel, que había seguido apresuradamente al médico, permanecía asombrado ante el grupo, frotándose la frente, como tratando de despejar sus pensamientos. Era Moritz que estrechaba a Angélica; a su lado estaban Dagoberto y un caballero joven y apuesto con un rico uniforme de general.

—¡No! —exclamaba Angélica una y otra vez, estrechando al amado—. ¡No! ¡Nunca te he sido infiel, mi adorado Moritz!
Y Moritz respondía:
—¡Ya lo sé!... ¡Ya lo sé! ¡Ángel mío! ¡Te había atraído con artes satánicas!
A lo que fue añadiendo más cosas mientras conducía a Angélica al palacio, en tanto los demás permanecían callados. Ante la puerta del palacio, el coronel suspiró profundamente, al parecer sobreponiéndose, y exclamó, mirando a todos, como si esperase respuesta:
—¡Qué aparición, qué prodigio tan grande!
—Pronto explicaremos todo —dijo Dagoberto, al tiempo que presentaba al coronel al forastero como el general ruso Bogislav de S., amigo íntimo del capitán.
Cuando llegaron a las habitaciones de palacio, Moritz preguntó, sin tener en cuenta el asombro y el espanto de la coronela:
—¿Dónde está el conde S.?
—Entre los muertos —repuso con voz sofocada el coronel—. Hace un instante ha sufrido un ataque.
Angélica se estremeció.
—Sí —dijo—, lo sabía. En el mismo instante que murió tuve la sensación de que un cristal se quebraba en mi interior, y caí en aquel extraño estado. He debido ahuyentar aquel sueño espantoso, pues cuando recobré el sentido, ya no tenían ningún poder sobre mí aquellos ojos terribles; la tela de araña se rompió y me sentí libre. ¡Inundóme la felicidad, vi a Moritz..., a mi Moritz... Venía... Y yo volé a su encuentro!
Y al decir esto se abrazó al amado, como si temiese perderlo de nuevo.
—Alabado sea Dios —dijo la coronela, elevando su mirada al cielo—. Me habéis quitado un peso que casi me aplastaba; estoy libre de ese miedo indecible que me sobrecogió en el instante que Angélica debía entregar su mano al infeliz conde. Siempre he tenido la sensación de que mi querida hija, al tomar el anillo nupcial, se desposaba con un siniestro poder.

Como el general de S. pidiese ver el cadáver, le condujeron junto a él. Cuando quitaron la tela que cubría al difunto, y pudo contemplar el semblante del conde, contraído en un gesto crispado, estremecióse y exclamó:

—¡Es él, Dios mío, es él!

Angélica se había desmayado en brazos del capitán. La dejaron reposar y el médico dijo que nada era más beneficioso que este sueño que volvería a traer la calma a su espíritu y a su cuerpo, después de tanta excitación, con lo cual se iba a librar sin duda de alguna enfermedad amenazadora. Ninguno de los invitados se encontraba ya en el palacio.

—Ahora es el momento —dijo el coronel—, ahora es el momento de descifrar todos los extraños secretos. Dime, Moritz, ¿qué ángel del cielo te ha vuelto a la vida?
—Ya sabéis —empezó a contar Moritz— de qué modo tan traicionero me derribaron en la región de S., después de firmada la paz. Herido de un disparo, caí del caballo. Ni siquiera sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento. Cuando desperté de mi oscura inconsciencia, tuve la sensación de que viajaba. Era noche cerrada. Muchas voces susurraban a mi alrededor. Hablaban en francés. ¡Así, pues, estaba herido y en poder del enemigo! Sólo pensar esto me llenó de pavor, y volví a perder el conocimiento. Tengo la vaga idea de que estuve en un estado del que solamente me queda el recuerdo de algunos momentos de un dolor de cabeza intensísimo. Una mañana desperté con plena conciencia. Encontréme en una cama limpia, casi podría decir lujosa, con cortinas de seda guarnecidas de grandes borlas y flecos. La estancia entera estaba adornada con tapetes de seda y sillas y sillones con rica guarnición de oro a la manera gótica. Un desconocido me miraba, inclinándose sobre mí. Con fuerza tiró del cordón de la campanilla. Pocos minutos después abrióse la puerta y entraron dos hombres, uno de los cuales, el de más edad, iba vestido a la manera antigua y llevaba la cruz de San Luis. El joven se acercó a mí y, tomándome el pulso, dijo al mayor en francés: «Ha pasado el peligro... ¡Está salvado!». Luego presentóme al mayor como el caballero de T., en cuyo palacio me encontraba. Éste venía de viaje, en el preciso momento en que los criminales campesinos me acababan de atacar y herir, con intención de asesinarme. Logró liberarme y me trasladó a su propio coche, llevándome a su palacio, muy lejos de toda comunicación de los caminos transitados por militares. En él, un hábil cirujano, que estaba a su servicio, realizó con éxito la difícil cura de la profunda herida de mi cabeza. Díjome que amaba a mi país, que, en los amenazadores tiempos de la Revolución, le había enseñado mucho bueno, así es que se alegraba de poder serme útil. Todo lo que aquel palacio pudiera servir para mayor comodidad mía y me reportara alivio estaba a mi servicio. Además, bajo ningún concepto consentiría que me fuese antes de que mis heridas estuviesen fuera de peligro, y hasta que desapareciese la inseguridad de los caminos. Por lo demás, sentía mucho la imposibilidad de dar a mis amigos noticias del lugar donde me encontraba.

-El caballero era viudo, sus hijos estaban ausentes, de modo que habitaba el palacio únicamente en compañía del cirujano y de una numerosa servidumbre. No me cansaría de referir con pormenores cómo fui curándome en manos del hábil cirujano, cómo el caballero se encargó de hacer agradable aquella vida mía de ermitaño. Su conversación era notable y su mirada muy profunda, lo que no suele ser corriente entre los de su nación. Hablaba de arte y de ciencia, aunque evitaba siempre decir nada de los recientes acontecimientos. Puedo afirmaros que mi único pensamiento era Angélica, y que todo mi ser se consumía sólo de pensar en el dolor que podía sentir a causa de mi muerte. Continuamente pedía al caballero que procurase enviar cartas mías al cuartel general. Pero hacía un gesto negativo con la mano y me consolaba, diciendo que en cuanto estuviera curado, sucediese lo que sucediese, prometía llevarme a mi patria. De sus manifestaciones deduje que la guerra había comenzado de nuevo y con ventaja para la Alianza, lo que ocultaba piadosamente.

(La mención de algunas cosas fue más que suficiente para afianzar las sospechas que ya abrigaba Dagoberto.)

—Estaba yo libre de fiebre, pero una noche, sin saber cómo, caí en un estado de ensoñación verdaderamente incomprensible, que todavía me estremece y me deja un recuerdo fatídico. Veía a Angélica, pero sucedía como si su figura se desdibujase temblorosa y en vano yo trataba de retenerla. Otro ser se interponía, se apoyaba en mi pecho, penetraba en el interior de mi corazón, de tal modo que la extraña sensación de placer me dejaba sin respiración. A la mañana siguiente, por casualidad, recayó mi mirada sobre un retrato que estaba frente a mi lecho y que hasta entonces no había visto. Me estremecí profundamente, pues era Margarita, que me contemplaba con sus vivos ojos negros. Pregunté al sirviente de dónde provenía el retrato y a quién representaba. Díjome que era la sobrina del caballero, la marquesa de T., y que el retrato siempre había estado colgado allí, y que si no lo había visto hasta ayer era porque, precisamente ayer, lo había retirado para quitarle el polvo. El caballero lo confirmó. Así, pues, siempre que despierto o en sueños pensaba en Angélica, encontraba a Margarita ante mi vista. Mi propio yo parecíame lejano, un poder extraño regía mi ser, y dominado por el terror que me sobrecogía, me daba cuenta de que no podía dejar de pensar en Margarita. Nunca olvidaré el malestar y el trastorno que me producía esta horrible situación.

-Una mañana que estaba asomado a la ventana refrescándome con las dulces auras de la brisa matinal, oí resonar en la lejanía música de trompetas... Al reconocer la alegre marcha de la caballería rusa, el corazón pareció querer saltárseme del pecho y tuve la sensación de que espíritus favorables me llamaban y sus voces amables me proporcionaban consuelo, tendiéndome la mano hacia una nueva vida y haciendo todo lo posible para sacarme del féretro en que me tenía encerrado un poder enemigo. Raudos como centellas, algunos jinetes entraron cabalgando por el patio del palacio. Miré hacia abajo: "¡Bogislav!... ¡Bogislav!", grité lleno de entusiasmo. El caballero entró, pálido, desconcertado por la llegada inesperada de aquellos huéspedes, vacilante. Sin consideración de ninguna clase, me precipité en brazos de Bogislav.

-Con asombro me enteré de que se había firmado la paz hacía mucho tiempo y que gran parte de las tropas emprendían el regreso. Todo esto me lo había ocultado el caballero, manteniéndome como encarcelado en el palacio. Nadie, ni siquiera Bogislav, era capaz de adivinar el motivo de esta conducta, pero todos tenían presentimientos de que algo extraño había en juego. El caballero, desde aquel mismo instante, dejó de ser el mismo y entró en una especie de decaimiento. Aburríanos con sus caprichos y pequeñeces; si yo, con el más puro sentimiento de gratitud, refería con entusiasmo cómo me había salvado la vida, él sonreía maliciosamente y parecía un lunático.

-Después de un descanso de veinticuatro horas, Bogislav emprendió la marcha y yo me uní a él. Estábamos muy contentos de dejar atrás el antiguo burgo, que nos daba la sensación de una prisión siniestra. Pero ahora continúa tú, Dagoberto, que te corresponde referir los extraños sucesos que tuvieron lugar.

—¿Cómo dudar —comenzó a decir Dagoberto— de la maravillosa capacidad de presentimiento que tiene el ser humano? Nunca creí en la muerte de mi amigo. El espíritu, que en sueños nos habla de un modo tan evidente en nuestro interior, decíame que Moritz vivía y que estaba preso por lazos misteriosos que alguien le había tendido. El enlace matrimonial de Angélica con el conde me destrozaba el corazón... Cuando después de algún tiempo regresé y vi a Angélica en aquel estado, he de confesarlo, me llenó de pavor, pues tenía la sensación de ver un horrible secreto en un espejo mágico, os lo aseguro. Así es que decidí recorrer el país hasta encontrar a mi amigo Moritz. Nada os diré de la satisfacción, de la alegría que experimenté cuando en A., en suelo alemán, encontré a Moritz y con él al general de S-en. Todas las furias del averno despertaron en el pecho de mi amigo, cuando se enteró del enlace de Angélica con el conde. Pero todas las maldiciones, todas las quejas desgarradoras y todos los reproches cesaron cuando le comuniqué ciertas sospechas y hasta le aseguré que en sus manos estaba destruir de una vez este poder maligno. El general de S-en se estremeció al pronunciar yo el nombre del conde, y una vez que por orden suya le describí su semblante y figura, exclamó con fuerza: «¡Sin duda alguna es él, él mismo!

—Sabed que —interrumpió el general Bogislav—, sabed que el conde S.-i, hace ya de esto muchos años, estando en Nápoles y valiéndose de medios satánicos, robó su amada a un caballero que se encontraba a sus órdenes. ¡Sí, y en el mismo instante que yo atravesé su cuerpo con mi espada, un artificio demoníaco nos separó para siempre a mi amada y a mí! Mucho después me enteré de que la herida que le había causado no era peligrosa, que pretendía la mano de mi amada y, ¡ay!, que precisamente el mismo día que iba a celebrarse la ceremonia había muerto ella a causa de un ataque.
—Dios justo y poderoso —exclamó la coronela—, ¿no le habrá amenazado el mismo destino a mi querida hija? Pero ¿cómo he podido presentir esto?
—Señora —repuso Dagoberto—, es como si la voz de un espíritu que presintiera todo os hubiese dicho la verdad.
—¿Y la horrible aparición —continuó diciendo la coronela— a que Moritz hacía alusión aquella tarde cuando entró el conde de S.-i de aquel modo tan siniestro?
—Tuve la sensación —dijo Moritz al reanudar el relato— de una ráfaga espantosa, como el hálito de la muerte, y me pareció que una figura pálida y fantasmal de imprecisos perfiles cruzaba la estancia. Hice un esfuerzo de voluntad para dominar mi espanto. Conservé el conocimiento suficiente para darme cuenta de que Bogislav se había quedado como muerto. Cuando volvió en sí, gracias a la ayuda de un médico, al que llamamos, tendióme la mano diciendo: «Pronto, mañana, terminarán mis sufrimientos». Y así sucedió, tal como lo había previsto, pero de modo muy diferente, pues la divina Providencia lo había decidido así. A la mañana siguiente, en medio de un combate terrible, un trozo de metralla alcanzóle en el pecho y cayó del caballo. El trozo de metralla partió en mil trozos el retrato de la infiel que siempre llevaba en el pecho y desde entonces mi amigo Bogislav nunca más en su vida volvió a sentir inquietud ni angustia.
—Es cierto —repuso el aludido—, incluso el pensamiento de mi amada sólo me produce ese dulce dolor que tanto bien hace a veces. Ahora seguirá contándoos Dagoberto lo que nos sucedió.
—Nos apresuramos a irnos de A. —prosiguió éste—. Hoy por la mañana, al amanecer, nos encontramos en la pequeña ciudad de R, a seis millas de este lugar. Decidimos descansar algunas horas y luego cabalgar hasta aquí. Qué sorpresa sería la nuestra cuando encontramos en la hostería a Margarita, cuyo semblante pálido denotaba la locura. Echándose a los pies del capitán, abrazó llorando sus rodillas; dijo que se consideraba una malvada criminal, digna de recibir cien veces la muerte, y suplicó que la matase allí mismo. Moritz apartóse de ella con profundo horror y se alejó corriendo.
—En efecto —corroboró éste a su amigo—, en efecto, cuando vi a Margarita a mis pies vinieron a mi memoria todos los sufrimientos padecidos durante mi espantosa enfermedad en el palacio y sentí que una ira desconocida me dominaba. Estuve casi a punto de atravesar el pecho de ella con la daga, pero logré dominarme y me alejé.
—Yo, entonces —continuó Dagoberto—, levanté a Margarita del suelo, la llevé a la estancia contigua y logré calmarla, al tiempo que pude enterarme, por sus entrecortadas palabras, de lo que había presentido. Luego diome la carta que el conde le había entregado a medianoche. ¡Y aquí la tenéis!

Dagoberto sacó la carta, la desdobló y leyó lo siguiente:

-¡Huid, Margarita! ¡Todo está perdido! ¡Se acerca ese hombre odioso! Toda mi ciencia nada puede frente a ese negro destino que va a vencerme, cuando ya estaba en la cima.
¡Margarita! Os he iniciado en secretos que aniquilarían a cualquier ser vulgar que intentase saberlos. Dueña ya de una fuerza espiritual, de una voluntad de acero, sois una aventajada discípula del experimentado maestro. Me habéis ayudado mucho. Gracias a vos pude dominar a Angélica y dominar lo más profundo de su ser. Quise concederos la felicidad que tanto anheláis y comencé a trazar los peligrosos círculos, esas operaciones, de los que yo mismo me horrorizo. ¡En vano!... ¡Huid, de lo contrario pereceréis! Hasta el momento culminante trataré de atacar al enemigo. Pero justo en ese momento me sorprenderá una muerte súbita... Moriré solo. Cuando llegue el momento me iré paseando hacia el árbol maravilloso, a cuya sombra a menudo os refería los prodigiosos secretos que domino. ¡Margarita!, renunciad para siempre a estos secretos. La Naturaleza, esta madre cruel, contraría a sus hijos desnaturalizados, arroja de sí a los espías curiosos que tratan de levantar su velo y les lanza un juguete brillante, tan atractivo que dirigen su fuerza destructiva contra ellos mismos. Yo había estrangulado a una mujer justamente en el preciso instante que trataba de abrazar en plenitud amorosa. Esto paralizó mi fuerza y todavía, loco de mí, creía en la felicidad terrena. Adiós, Margarita. Volveos a vuestra patria. Id con el chevalier de T., que cuidará de vos... ¡Adiós!.

Cuando Dagoberto hubo terminado de leer la carta, todos se estremecieron.

—Así, pues, me veo forzada a creer —comenzó a decir lentamente la coronela— en cosas contra las que se rebela lo más íntimo de mi ser. Pero lo que ciertamente me resultaba muy extraño era cuan presto se había olvidado Angélica de Moritz y se había vuelto hacia el conde. No se me ha escapado que continuamente se encontraba en un estado de exaltación enorme, que me tenía muy preocupada. Recuerdo que la inclinación de Angélica comenzó a manifestarse del siguiente modo: ella me decía que casi todas las noches soñaba con el conde y que eran sueños muy agradables.

—Cierto —continuó Dagoberto—, Margarita me confesó que por orden de aquél todas las noches se acercaba a Angélica y pronunciaba a su oído el nombre del conde, suave, suavemente, con voz agradable. Incluso que el mismo conde muchas veces, a mitad de la noche, abría la puerta, entraba y durante algunos momentos clavaba su penetrante mirada en Angélica, que estaba dormida, alejándose luego. Ahora que acabo de leer esta significativa carta, ¿me permitís un comentario? Tengo la certeza de que se ha valido de toda clase de armas secretas para ejercer un efecto psíquico en los caracteres y que esto lo lograba gracias a una fuerza especial que le había concedido la Naturaleza. Estaba en relación con el chevalier de T. y pertenecía a esa escuela invisible que cuenta con algunos miembros en Francia y en Italia, y que procede de la antigua escuela de P-scheu. Por este motivo, el chevalier de T. mantenía encerrado en su palacio al capitán y ejercía sus artes encantatorias sobre él. Podría daros pruebas de los medios secretos de que se valía el conde para dominar el principio psíquico y, por lo que me descubrió Margarita, podría referiros muchas cosas de esa ciencia, que no me es desconocida, pero cuyo nombre no puedo decir por temor a no ser comprendido...; en fin, dejemos esto por hoy.

—¡Oh, para siempre! —dijo la coronela muy exaltada—. No quiero saber nada más de ese reino desconocido, donde habitan el espanto y el terror. Gracias a la divina Providencia, ha salvado a mi amada hija, nos hemos librado del huésped siniestro, que en tan mal momento entró en nuestra casa.

Decidióse que al siguiente día volverían a la ciudad. Sólo iban a quedarse la coronela y Dagoberto para cuidar del entierro del conde. Hacía ya mucho que Angélica era esposa feliz del capitán. Sucedió, pues, que en una noche tempestuosa de noviembre, la familia, en compañía de Dagoberto, estaba reunida en la misma sala, junto a la chimenea encendida, igual que aquella vez que el conde de S. entró, abriendo la puerta de manera fantasmal. Como entonces, silbaban y ululaban extrañas voces que el viento huracanado transmitía por las chimeneas.

—¿Os acordáis —preguntó la coronela con mirada brillante—, os acordáis?
—¡No quiero historias de fantasmas! —exclamó el coronel.

Pero Angélica y Moritz comenzaron a comentar lo que experimentaron aquella noche y cómo entonces sintieron cuánto se amaban, así es que no cesaban de mencionar los menores detalles de lo entonces ocurrido, haciendo referencia a la pura luz de su amor y al dulce estremecimiento de pavor que despertó en sus pechos la llegada del huésped siniestro, y de aquellas voces fantasmales que parecían anunciar algo más pavoroso aún.

—¿No te parece, amor mío —dijo Angélica—, como si los extraños rumores de la tormenta, que ahora se oyen, temblasen con voz amiga de nuestro amor?
—Es cierto —repuso Dagoberto—, es cierto, y hasta los silbidos y el zumbar de la tetera no resultan ya tan horribles como nos lo parecían antes, sino que semejan una graciosa canción de cuna musitada por el geniecillo del hogar.
Angélica escondió su semblante, ruborizado como una rosa, en el pecho del felicísimo Moritz. Éste pasó el brazo en torno de la bella amada y dijo suavemente:
—¿Será posible que exista una felicidad mayor que ésta?