viernes, 30 de mayo de 2025

Poemas. Mary Oliver (1935-2017)

Gansos salvajes. 


No tienes que ser buena.
No tienes que recorrer el desierto de rodillas, arrepintiéndote.
Sólo tienes que dejar que el suave animal de tu cuerpo ame lo que ama.
Háblame del dolor, del tuyo, yo te hablaré del mío.
Mientras tanto, el mundo sigue.
Mientras tanto, el sol y las claras piedrecitas de la lluvia
avanzan por los paisajes,
sobre prados y árboles frondosos, las montañas y los ríos.
Mientras tanto, los gansos salvajes, allá arriba, en el cielo azul y limpio,
emprenden rumbo de vuelta a casa.
Seas quien seas, te sientas lo sola que te sientas,
el mundo está ahí para tu imaginación,
llamándote, como los gansos salvajes, rudamente, emocionante:
anunciando una y otra vez tu lugar
en el mundo de todo lo que existe.





Capullos.


En abril
las lagunas
se abren
como capullos negros,
la luna
nada en cada una;
hay fuego
en todos lados: ranas gritando
su deseo,
su satisfacción. Lo que
sabemos: que el tiempo
nos atiza como
un azadón de hierro; que la muerte
es un estado de parálisis. Lo que
añoramos: goce
antes de la muerte, noches
en los pantanos: todo lo demás
puede esperar, pero no
este impulso que sale
de la raíz del cuerpo. Lo que
sabemos: somos más
que sangre; somos más
que nuestra hambre y sin embargo
pertenecemos
a la luna y cuando las lagunas
se abren, cuando comienza
el ardor
los más
pensativos entre nosotros
sueñan con
apurarse hacia dentro
de los pétalos negros,
hacia el fuego,
hacia la noche donde el tiempo yace vencido,
hacia el cuerpo de otro.





Paisaje.


¿No está claro que las camas de musgo,
a excepción de no tener lenguas, podrían dar charlas
todo el día, si quisieran, acerca
de la paciencia espiritual? ¿No está claro
que los cedros negros junto al camino están parados
como si fuesen las flores más frágiles?
Cada mañana camino por aquí
hacia la laguna, pensando: si las puertas de mi corazón
se cierran alguna vez, me doy por muerta.
Cada mañana, hasta el momento, he estado viva. Y ahora
los cuervos se rompen del resto de la oscuridad
e irrumpen en el cielo, como si
durante toda la noche hubiesen meditado
lo que les gustaría que fuese su vida, y hubiesen imaginado
sus fuertes y densas alas.





Poema matutino.


Cada mañana
se crea
el mundo.
Bajo las pajillas

anaranjadas del sol
las cenizas
amontonadas de la noche
se convierten en hojas otra vez

y se adhieren de nuevo a las altas ramas,
y los estanques parecen
una tela negra
donde han pintado islas

de lirios estivales.
Si es tu naturaleza
estar contento
nadarás por las suaves veredas

durante horas, y tu imaginación
se posará en todas partes.
Y si tu espíritu
lleva consigo

la espina
que es más pesada que el plomo,
si no te deja
pausa,

hay todavía
un lugar en lo profundo de ti mismo
donde hay una bestia gritando que la tierra
es exactamente lo que quiere:

cada estanque con sus lirios llameantes
es una oración oída y contestada,
generosamente,
cada mañana,

te hayas o no
atrevido a ser feliz,
te hayas o no atrevido
a rezar alguna vez.





Amanecer. 


Puedes
morir por ello:
una idea,
o el mundo. La gente

lo ha hecho,
brillantemente,
dejando
que sus pequeños cuerpos

sean llevados a la hoguera
creando
una inolvidable
furia de luz. Pero

esta mañana,
cuando subía la colina de siempre
en la cotidiana
tela de la madrugada, pensé

en China,
en la India
y en Europa, y pensé
en cómo el sol

resplandece
para todos
tan gozosamente
alzándose

bajo las pestañas
de mis mismos ojos, y pensé
¿Acaso soy tantos?
¿Cuál es mi nombre?

¿Cuál es el nombre
de la inspiración profunda
que haré una y otra vez
en nombre de todos? Llámalo

como quieras, es
felicidad, es otra
de las maneras de entrar
en el fuego.





Los girasoles. 


Ven conmigo
al campo de girasoles.
sus rostros son discos bruñidos,
sus espinas secas

crujen como mástiles de barcos,
sus hojas verdes,
tantas y tan pesadas,
llenan el día de los pegajosos

azúcares del sol.
Ven conmigo
a visitar a los girasoles,
ellos son tímidos

pero quieren amigos;
tienen historias maravillosas
de cuando eran jóvenes:
la importancia del tiempo,

los cuervos vagabundos.
¡No te dé miedo
hacerles preguntas!
Sus rostros brillantes,

seguidores del sol,
escucharán, y todas
esas filas de semillas
—cada una nueva vida—

desean una amistad más profunda;
cada una de ellas, aunque alzada
entre una multitud,
como un universo aparte,

está sola, en el largo trabajo
de hacer girar sus vidas
en una celebración:
no es fácil. Ven

y hablemos con esos rostros modestos:
el vestido sencillo de hojas,
las rudas raíces en la tierra
ardiendo tan rectamente.





El viaje. 


Finalmente un día supiste
Lo que debías hacer y empezaste,
A pesar de que las voces a tu alrededor
No cesaran de gritar
Su mal consejo,
A pesar de que la casa entera
Empezara a temblar
Y te fallaran las fuerzas.
¡Salva mi vida!
- gritaban las voces.
Pero tú no te detuviste.
Sabías lo que debías hacer,
A pesar de que el viento hurgara
Con sus tenaces dedos,
A pesar de que su melancolía
Fuera terrible.
Ya era tarde,
Oscura noche,
Y el camino estaba lleno de
Piedras y ramas caídas.
Pero poco a poco,
Mientras dejabas sus voces atrás,
Las estrellas empezaron a brillar
Entre los parches de nubes
Y oíste una nueva voz,
Que lentamente
Reconociste como la tuya,
Que te hacía compañía
Mientras te adentrabas cada vez más
En el mundo,
Con la determinación de hacer
Lo único que podías hacer.
Con la determinación de salvar
La única vida que podías salvar.





Cuando llega la muerte. 


Cuando llega la muerte
como el hambriento oso de otoño;
cuando llega la muerte y toma
sus brillantes monedas de su monedero

para comprarme, y lo cierra;
Cuando llega la muerte
como el sarampión

cuando llega la muerte
como un iceberg entre los omoplatos.

Quiero atravesar el umbral lleno de curiosidad,
preguntándome:
¿qué aspecto tendrá esta morada oscura?

Y por eso lo observo todo
como una fraternidad y hermandad,
y miro sobre el tiempo como no más que una idea,
y considero la eternidad como otra posibilidad.

Considero cada vida como una flor, tan común
como un campo de margaritas y a la vez singular,

y cada nombre una música comfortable en la boca,
tendiendo, como toda música hace, hacia el silencio.

y cada cuerpo, el coraje de un león, y algo
precioso para la tierra.

Cuando acabe, quiero decir:
Toda mi vida fui una novia desposada con el asombro.
Fui el novio, que tomó el mundo en sus manos.

Cuando encima, no deseo preguntarme
si he hecho de mi vida algo particular, y verdadero.

No quiero encontrarme a mí misma suspirando y asustada,
o llena de argumentos.

No quiero acabar simplemente habiendo visitado este mundo.


Poemas. Ángel de Saavedra Duque de Rivas (1791-1865)

La niña descoloría. 


Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

Nunca de amapolas
o adelfas ceñida
mostró Citerea
su frente divina.
Téjenle guirnaldas
de jazmín a sus ninfas,
y tiernas violas
Cupido le brinda.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

El sol en su ocaso
presagia desdichas
con rojos celajes
la faz encendida.
El alba en oriente
más plácida brilla;
de cándido nácar
los cielos matiza.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

¡Qué linda se muestra
si a dulces caricias
afable responde
con blanda sonrisa!
Pero muy más bellas
al amor convida
si de amor se duele,
si de amor respira.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

Sus lánguidos ojos
el brillo amortiguan;
retiemblan sus brazos:
su seno palpita;
ni escucha, ni habla,
ni ve, ni respira;
y busca en sus labios
el alma y la vida...

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!





Letrilla.


Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal?
Desde que los vide
ni sé descansar;
perdí mi reposo,
no puedo parar.
Sin duda que fuego
oculto tendrán,
pues, cuando me miran,
me siento abrasar.
Mas no da este fuego
incomodidad,
sino solamente...
no lo sé explicar.
Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal?





Cuál suele en la floresta deliciosa... 


Cuál suele en la floresta deliciosa
tras la cándida rosa y azucena,
y entre la verde grana y la verbena
esconderse la sierpe ponzoñosa;

así en los labios de mi ninfa hermosa,
y en los encantos de mi faz serena
amor se esconde con la aljaba llena,
más que de fechas, de crueldad penosa.

Contemplando del prado la frescura
párase el caminante, y siente luego
de la sierpe la negra mordedura:

yo contemplé a mi ninfa, y loco y ciego
quedé al ver de su rostro la hermosura,
y sentí del amor el vivo fuego.





Con once heridas mortales... 


Con once heridas mortales,
hecha pedazos la espada,
el caballero sin aliento
y perdida la batalla,
manchado de sangre y polvo,
en noche oscura y nublada,
en Ontígola vencido
y deshecha mi esperanza,
casi en brazos de la muerte
el laso potro aguijaba
sobre cadáveres yertos
y armaduras destrozadas.

Y por una oculta senda
que el Cielo me depara,
entre sustos y congojas
llegar logré a Villacañas.

La hermosísima Filena,
de mi desastre apiadada,
me ofreció su hogar, su lecho
y consuelo a mis desgracias.

Registróme las heridas,
y con manos delicadas
me limpió el polvo y la sangre
que en negro raudal manaban.

Curábame las heridas,
y mayores me las daba;
curábame el cuerpo,
me las causaba en el alma.

Yo, no pudiendo sufrir
el fuego en que me abrazaba,
díjele; "Hermosa Filena,
basta de curarme, basta.

Más crueles son tus ojos
que las polonesas lanzas:
ellas hirieron mi cuerpo
y ellos el alma me abrasan.

Tuve contra Marte aliento
en las sangrientas batallas,
y contra el rapaz Cupido
el aliento ahora me falta.

Deja esa cura, Filena;
déjala, que más me agrabas;
deja la cura del cuerpo,
atiende a curarme el alma".





Al faro de Malta. 


Envuelve al mundo extenso triste noche;
ronco huracán y borrascosas nubes
confunden, y tinieblas impalpables,
el cielo, el mar, la tierra:

y tú invisible, te alzas, en tu frente
ostentando de fuego una corona,
cual rey del caos, que refleja y arde
con luz de paz y vida.

En vano, ronco, el mar alza sus montes
y revienta a tus pies, do, rebramante,
creciendo en blanca espuma, esconde y borra
el abrigo del puerto:

tú, con lengua de fuego, «Aquí está.., dices,
sin voz hablando al tímido piloto,
que como a numen bienhechor te adora
y en ti los ojos clava.

Tiende, apacible noche, el manto rico,
que céfiro amoroso desenrolla;
recamado de estrellas y luceros,
por él rueda la luna;

y entonces tú, de niebla vaporosa
vestido, dejas ver en formas vagas
tu cuerpo colosal, y tu diadema
arde al par de los astros.

Duerme tranquilo el mar; pérfido, esconde
rocas aleves, áridos escollos;
falsos señuelos son; lejanas cumbres
engañan a las naves.

Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca,
tú, cuya inmoble posición indica
el trono de un monarca, eres su norte;
les adviertes su engaño.

Así de la razón arde la antorcha,
en medio del furor de las pasiones;
o de aleves halagos de fortuna,
a los ojos del alma.

Desque refugio de la airada suerte,
en esta escasa tierra que presides,
y grato albergue, el Cielo bondadoso
me concedió, propicio;

ni una vez sola a mis pesares busco
dulce olvido, del sueño entre los brazos,
sin saludarte, y sin tomar los ojos
a tu espléndida frente.

¡Cuántos, ay, desde el seno de los mares
al par los tomarán!... Tras larga ausencia,
unos, que vuelven a su patria amada,
a sus hijos y esposa.

Otros, prófugos, pobres, perseguidos,
que asilo buscan, cual busqué, lejano,
y a quienes que lo hallaron tu luz dice,
hospitalaria estrella.

Arde, y sirve de norte a los bajeles
que de mi patria, aunque de tarde en tarde,
me traen nuevas amargas y renglones
con lágrimas escritos.

Cuando la vez primera deslumbraste
mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,
destrozado y hundido en amargura.
palpitó venturoso!

Del Lacio, moribundo, las riberas
huyendo, inhospitables, contrastado
del viento y mar entre ásperos bajíos.
vi tu lumbre divina:

viéronla como yo los marineros,
y, olvidando los votos y plegarias
que en las sordas tinieblas se perdían.
«¡Malta, Malta!». gritaron;

y fuiste a nuestros ojos aureola
que orna la frente de la santa imagen
en quien busca afanoso peregrino
la salud y el consuelo.

Jamás te olvidaré, jamás... Tan sólo
trocara tu esplendor. sin olvidarlo,
rey de la noche, y de tu excelsa cumbre
la benéfica llama,

por la llama y los fúlgidos destellos
que lanza. reflejando al sol naciente,
el arcángel dorado que corona
de Córdoba la torre.





A Lucianela.


Cuando, al compás del bandolín sonoro
y del crótalo ronco, Lucianela,
bailando la gallarda tarantela,
ostenta de sus gracias el tesoro;

y, conservando el natural decoro,
gira y su falda con recato vuela,
vale más el listón de su chinela
que del rico Perú las minas de oro.

¡Cómo late tu seno! ¡Cuán gallardo
su talle ondea! ¡Qué celeste llama
lanzan los negros ojos brilladores!

¡Ay! Yo en su fuego me consumo y ardo,
y en alta voz mi labio la proclama
de las gracias deidad, reina de amores.


Poemas. Umberto Saba (1883-1957)

Ulises. 


Oh, tú que eres tan triste y con presagios
de horror -Ulises declinante- ¿ninguna
dulzura en tu alma aúna
la Llama
por una
pálida soñadora de naufragios
que te ama?





Tres momentos.


De carrera salís al centro del terreno,
a las tribunas saludáis primero.
Luego, lo que después
sucede -que os volvéis a la otra parte,
la que más negra hierve-, no se puede
decir, es algo que no tiene nombre.

El portero pasea arriba y abajo
como un centinela.
El peligro está lejos aún.
Pero si un torbellino lo acerca, oh, entonces
una fiera joven se agazapa
y alerta espía.

Fiesta en el aire, en cada calle fiesta.
Si dura poco, ¡qué importa!
Ni una ofensa pasó nuestra puerta,
los gritos se cruzaban como rayos.
Y vuestra gloria, once muchachos,
Como un río de amor adorna a Trieste.





Para un niño enfermo. 


En la casa paterna
tú rondabas silencioso
como un gato.

Sabías el nombre, pero
no la realidad del dolor.
Separado de tus compañeros
en tus mejillas afiladas
palidecían las rosas.

Nacido de mi alma,
flor de la vida,
niño amigo.
Es tuya esta última
lágrima mía
que no puedes ver.





Palabras. 


Palabras,
donde se reflejaba el alma del hombre
-desnuda y sorprendida- en los orígenes;
busco un ángulo en el mundo, un oasis
propicio en que lavaros con mi llanto
de la mentira que os ensucia. Juntos,
el cúmulo de recuerdos espantosos
se desharía como nieve al sol.





La cabra. 


He hablado a una cabra.
Estaba sola en el prado, estaba atada.
Harta de hierba, bañada
por la lluvia, balaba.

Aquel balido igual era fraterno
a mi dolor. Y contesté, primero
por broma, después porque el dolor es eterno,
tiene una sola voz y no varía.
Y yo oía esta voz
gemir en una cabra solitaria.

En una cabra de rostro semita
oía lamentarse cualquier otro dolor,
cualquier otra vida.





Invierno. 


Es noche, invierno ruinoso. Tú alzas
un poco los visillos, miras. Vibran
tus cabellos salvajes, la alegría
te dilata de pronto el ojo negro;

pues lo que tú has visto
-era una imagen del fin del mundo-
te conforta y hace
cálida y suave tu alma más hundida.

Un hombre se aventura por un lago
de hielo, bajo una lámpara torcida.





Florencia. 


Para abrazar al poeta Montale
-es generosa su tristeza- he venido
a la ciudad que tanto quise. Es como
si cada piedra que el pie pisa fuese
mi corazón, mi mal
de un tiempo. Mas no lo lamento. Nace
-otra constelación- la nueva edad.





El deseo.


 A la venerada memoria del pintor
                                                                        Giuseppe Bolaffio.

¡Oh, entre la antigua carne
del hombre este clavado,
antiguo deseo!
Ilusión y mentira,
vanidad de las cosa,
que no lo son o para
no parecerse a él visten diversas
formas, y sin embargo tienen una
donde toda dulzura de lo creado
la carne aúna.

¡Cuánto el hombre ha soñado
por ti, feroz deseo!
En silencio nocturno lo reclama
tu voz que primero es una caricia
y entre los sueños y cuidados, brisa
en la tarde sin viento después, trueno
de pronto que ensordece dominante.
Te reconoce aquél que por la noche,
con lucha y pena, de la vida llega,
te reconoce y, por huirte, invoca
la muerte; ¡ay de aquél
que en ti quiera alcanzar su muerte, antiguo
deseo! Y de su lecho,
ya profanado, hacia el hastío salta
y hacia el horror de sí mismo, el fiero
joven, en cuyo pecho una vergüenza
oprimirá después -¡qué largo el día!-
y un remordimiento.
Pero sigues celando en él tu curso
subterráneo, preparas tu retorno
fatal hacia la antigua
carne del hombre, ¡oh sin esperanza, clavado,
antiguo deseo!

Con él nacido, ¿qué vale
que de sí te sacuda,
la más móvil tú, tú la más inmóvil
entre las cosas del mundo, antiguo deseo?
Omnipresente, asumes raras formas,
y ya te velas o te impones en desnuda
forma impúdica.
¿De qué si no de ti he hablado
en los moldes del arte? ¿A qué he escondido
o desvelado, sino a ti?

Lo que sin ti hubiera a mis sentidos
parecido ingrato, y a mi alto espíritu
odioso, lo que hubiera abandonado
como indigno de mí, lo he buscado
por ti, oscuro deseo.
Ni aun maldecirte podría, pues eres
demasiado yo mismo, eres los padres de mis padres
y los hijos de mis hijos.
Ay, que querría en vano
renegar de la vida
el que en suaves abrazos
dijo, sólo una vez dijo,
el "sí" al que persuades
tú con grave dulzura, ¡oh en la antigua
carne del hombre, demasiado adentro clavado,
antiguo deseo!

Cuando el otoño
a cada hoja da
su rojo de sangre, el coraz6n oprimes
como un aviso extremo, antiguo deseo.
Pones nostalgia de perdidos días,
empresas dejadas,
cosas que hubieran podido
ser y que no son,
y en el hombre, caduco
como las hojas,
pones una confusa voluntad
de vencer a la tumba, ¡oh creador
deseo! Y por qué caminos,
a través de qué hallazgos
a esto llegas, o causa,
tú, de mi mal, y, a la vez,
sí, de mi bien: que por ti veo ahora
gente ir y venir,
altas naves partir,
del vasto mundo haciendo
por ti una sola cosa, ¡oh en la antigua
carne del hombre desde el principio clavado,
antiguo deseo!

Cuando retorna
la primavera que al aire
suaviza, el corazón de ansia me aprietas,
de ti lo enfermas al hacerse la noche.
En el invierno
incubas lascivias, en sueños
monstruosos el cálido estío estancas.
Y a veces te lamentas
piadosamente en miradas y en palabras,
como hace el niño grácil y angustiado
que un beso implora.
Así te acogió alguien
en sus jóvenes años, y ahora tan
distinto en sí te siente,
que querría, para sacudírsete
de encima de una vez,
haberse quitado la tiniebla
y no la luz, el día que a la luz
vino con en la nueva
carne, tú, antiguo deseo
tan adentro clavado.

A veces, con amigos,
me burlo de ti, asiduo deseo.
Y entre ellos, uno más querido, triste
entre los tristes y con un aire
más dócil a la vida.
No tiene, que yo sepa, tus placeres,
sino luto de hombre.
Devotamente él la mano tiende,
que tiembla de ansia al colorear sus telas.
En ellas pinta velas
al sol, fuertes contrastes
de formas, y crepúsculos a orillas
del mar, y a bordo, en cada cosa luces
de santidad que de su alma viene
y en otros se reflejan.
De ti no pone nada
en su arte adolescente,
pareciendo de ti siempre inocente.
Sino que él, en largas horas de insomnio
en inviernos enteros,
sin que su mano ni una pincelada
ose, no viejo aún, sino curvado
como un viejo, para ti sueña cosas
que después espantosas
le serían de oír, ¡oh en la antigua
carne del hombre para su dolor clavado,
antiguo deseo!





Amé. 


Amé manidas palabras que ninguno
arriesgaba. La rima flor
amor;
la más antigua y difícil del mundo,
me encantó.

Amé la verdad que yace al fondo,
casi un sueño olvidado, que el dolor
revela amiga. Con temor
el corazón se le acerca,
que ya no la abandona.

Te amo a ti que me escuchas y a mi buena
carta dejada al término de mi juego.





A mi mujer.


Eres como una joven
una blanca gallina.
Se le ahuecan las plumas
al viento, el cuello inclina
para beber, rasca en la tierra;
pero al andar tiene el lento
paso tuyo de reina,
va marcando la hierba,
opulenta y soberbia.
Ella es mejor que el macho.
Ella es como todas
las hembras de todos
los serenos animales
que acercan a Dios.
Así, si mi mirada o si mi juicio
no me engañan, tu igual está entre ellas
y no en otra mujer.
Cuando la noche duerme,
las polluelas
producen voces que recuerdan esas
dulcísimas con las que de tus penas
te quejas, sin saber
que tu voz tiene la misma suave y triste
música del gallinero.
Eres como una grávida
ternera,
libre todavía y sin
pesadumbre, incluso alegre;
si la acaricias, el cuello
vuelve, donde un rosa
tierno tiñe su carne.
Si la encuentras y mugir
la oyes, es tan quejoso
ese sonido, que hierba
arrancas para hacerle un don.
Es así como te ofrezco
mi don cuando eres triste.

Eres como una perra
buena, que tiene siempre
tanta dulzura en los ojos
y crueldad en el alma.
A tus pies, una santa,
parece que arde
en un indomable fervor,
y así te contempla
como a su Dios y Señor.
Cuando en casa o por la calle
te sigue, a quien sólo intente
acercársete, los dientes
cándidos le enseña
y entonces su amor sufre
de celos.

Eres como la pávida
coneja. Dentro de la estrecha
jaula, al verte se levanta
rígida,
y hacia ti sus orejas
altas y firmes extiende;
si las sobras y los rábanos
le llevas, sobre ellos
se acurruca y busca
los ángulos oscuros.

¿Quién podría ese alimento
arrebatarle? ¿Quién, el pelo
que se arranca del dorso
para añadirlo al nido
donde ha de parir?
¿Quién hacerte sufrir?

Eres como la golondrina
que vuelve en primavera.
Pero en el otoño parte;
y tú no tienes este arte.
Tú tienes esto de la golondrina:
ademanes ligeros;
esto que a mí, que me sentía y era
viejo, me anunciaba otra primavera.

Eres como la prudente
hormiga. De ella, cuando
salen al campo,
habla la abuela al niño
que la acompaña.
Y también en la abeja
te encuentro, y en todas
las hembras de todos
los serenos animales
que acercan a Dios;
y en ninguna otra mujer.