sábado, 30 de noviembre de 2024

El joven Goodman Brown. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Al anochecer, el joven Goodman Brown salió a la calle del pueblo de Salem. Al cruzar el umbral, volvió la cabeza besar a su joven esposa. Y Faith, nombre que le resultaba muy adecuado, asomó su hermosa cabeza a la calle dejando que el viento jugueteara con las cintas rosas de su gorra mientras hablaba con Goodman Brown.

-Querido -susurró acercando los labios a su oído-: te ruego que dejes tu viaje para la mañana y duermas esta noche en casa. Una mujer sola es acosada por sueños y pensamientos que a veces le dan miedo. De todas las noches del año, esposo mío, te ruego que te quedes conmigo precisamente ésta.
-Mi amor y mi Fe -contestó el joven Goodman Brown-. De todas las noches del año, ésta es la que debo pasar lejos. Mi viaje debe hacerse entre este momento y el amanecer. Pero mi dulce y bella esposa, ¿es que dudas ya de mí, cuando sólo llevamos tres meses casados?
-¡Que Dios te bendiga entonces! -dijo Faith moviendo las cintas rosas-. Y que lo encuentres todo bien cuando regreses.
-¡Así sea! -gritó Goodman Brown-. Reza, querida Faith, y acuéstate al anochecer, así ningún daño te sucederá.

Se despidieron, y el joven siguió su camino hasta que, cuando estaba por de girar la esquina junto al templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Faith que seguía observándole con un aire melancólico, a pesar de sus cintas rosadas.

-¡Mi pobre y pequeña Faith! -susurró, pues tenía el corazón afligido-. ¡Soy un perverso al dejarla! Y hablaba de sueños. Me parece que cuando lo hacía su rostro estaba turbado, como si un sueño le hubiera advertido del trabajo que hay que hacer esta noche. Pero no, no: pensar en ello la mataría. Es un ángel sobre la tierra, y tras esta única noche me mantendré aferrado a sus faldas y la seguiré hasta el cielo.

Con tan excelente resolución para el futuro, Goodman Brown se sintió justificado para apresurar su propósito maligno. Había tomado un camino que oscurecían los árboles más tristes del bosque, y que al apartarse de la carretera principal se convertía en un estrecho sendero. Todo era realmente solitario; y en tal soledad es peculiar que el viajero no sepa quién puede ocultarse en los innumerables troncos o las gruesas ramas que hay sobre la cabeza, de manera que con sus pasos solitarios puede estar pasando entre una multitud invisible.

-Podría haber un indio diabólico detrás de cada árbol -dijo Goodman Brown para sí, y miró con temor hacia atrás al tiempo que añadía-: ¡El propio diablo podría estar a un codo de mí!

Mirando hacia atrás, recorrió una curva del camino, y al volver a mirar hacia adelante vio la figura de un hombre con atuendo grave y decente sentado al pie de un viejo árbol. Se levantó al acercarse Goodman Brown y empezó a caminar al lado de éste.

-Llegas tarde, Goodman Brown -le dijo-. El reloj del Old South estaba sonando cuando llegué desde Boston, y de eso hace ya más de quince minutos.
-Faith me entretuvo un rato -contestó el joven, asustado por la aparición repentina de su compañero, aunque no fuese inesperada.

En el bosque había ya una oscuridad profunda, que era todavía mayor por la zona que ambos estaban recorriendo. Por lo que podía discernirse, el segundo viajero tendría unos cincuenta años, aparentemente de la misma posición en la vida que Goodman Brown, y se le asemejaba considerablemente, aunque quizás más en la expresión que en los rasgos. Aun así, podrían haberlos tomado por padre e hijo. Y sin embargo, aunque el mayor iba vestido tan simplemente como el joven, y era de maneras igualmente simples, tenía ese aire indescriptible de alguien que conoce el mundo, y que no se sentiría avergonzado en la mesa del gobernador ni en la corte del rey Guillermo. Pero lo único que en él podía considerarse notable era su bastón, semejante a una gran serpiente negra y tan curiosamente trabajado que casi se le veía dar vueltas y retorcerse como una serpiente viva. Evidentemente aquello era una ilusión ocular ayudada por la luz incierta.

-Venga, Goodman Brown -le gritó el compañero-. Llevamos un paso muy apagado para el principio de un viaje. Si tan pronto te has cansado, toma mi bastón.
-Amigo, si he convenido encontrarme contigo aquí, ahora prefiero regresar por donde vine- contestó el otro cambiando su paso-. Tengo escrúpulos de tocar el asunto que tú sabes.
-¿Eso opinas? -contestó el de la serpiente-. Sigamos caminando, y razonemos mientras tanto; si yo te convenzo no volverás. Sólo nos queda un poco de camino por el bosque.
-¡Es demasiado lejos! ¡Demasiado! -exclamó el buen hombre reanudando la caminata-. Mi padre nunca habría entrado en el bosque con tal recado, ni su padre antes de él. Hemos sido una raza de hombres honestos y buenos cristianos desde los tiempos de los mártires; y seré el primero con el nombre de Brown que tomó nunca este camino y siguió...
-En tal compañía, dirías -observó el de más edad- .¡Bien dicho, Goodman Brown! He conocido a tu familia como una más entre los puritanos; y eso no es decir poco. Ayudé a tu abuelo cuando azotó a la mujer cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que durante la guerra del rey Felipe llevé a tu padre un nudo de pino de tea, cocido de mi propio hogar, para que prendiera fuego a un pueblo indio. Ambos fueron buenos amigos míos; y hemos dado muchos paseos agradables por este camino, regresando alegremente tras la medianoche, y sólo por ellos de buena gana sería amigo tuyo.

-Si es como tú dices, me maravilla que nunca hablaran de esos asuntos -contestó Goodman Brown-. O en realidad no me maravilla, sabiendo que el menor rumor les habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración, y de buenas obras además, y no permitimos esas maldades.
-Sean o no maldades, tengo aquí en Nueva Inglaterra muchos conocidos -contestó el viajero del bastón retorcido-. Los diáconos de muchas iglesias han bebido conmigo el vino de la comunión; hombres selectos de diversas ciudades me nombraron su presidente; y una gran mayoría del Gran Tribunal y del Tribunal General apoyan firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... aunque eso son secretos de Estado.
-¿Es posible que sea así? -gritó Goodman Brown mirando con asombro a su impasible compañero-. Sin embargo, nada tengo que ver con el Gobernador y el Consejo; ellos tienen sus modos, que no son normales para un simple esposo como yo. Y si siguiera adelante contigo, ¿cómo iba a aguantar la mirada de ese buen anciano, nuestro ministro, en el pueblo de Salem? Ay, su voz me haría temblar tanto en el día del Sabbat como en el del sermón.

Hasta ese momento el viajero de más edad le había escuchado con la debida gravedad; pero entonces tuvo un ataque de risa irreprimible que le hizo agitarse con tanta violencia que su bastón, semejante a una serpiente, realmente parecía sacudirse con simpatía.

-¡Ja, ja, ja! -reía una y otra vez, hasta que recobró la compostura-. Bueno, sigamos, Goodman Brown, sigamos; pero te ruego que no me mates de risa.
-Pues bien, terminemos el asunto -contestó Goodman Brown sintiéndose molesto-. Piensa en mi esposa, Faith. Rompería su corazón, tan querido para mí; y entonces estaría rompiendo el mío.
-No, si ése fuera el caso, deberías seguir tu camino Goodman Brown -respondió el otro-. Pero no creo que veinte ancianas como la que va cojeando delante de nosotros hicieran a Faith daño alguno.

Mientras hablaba señaló con el bastón a una figura femenina que estaba en el camino y en la que Goodman Brown reconoció a una dama muy piadosa y ejemplar que de joven le había enseñado el Catecismo, y seguía siendo su consejera moral y espiritual junto con el ministro y el diácono Gookin.

-Realmente me maravilla que Goody Cloyse esté en este bosque profundo a la caída de la noche -respondió-. Pero con tu permiso, amigo mío, tomaré un atajo por el bosque hasta que dejemos atrás a esa cristiana. Como no te conoce, puede preguntarse a quién acompañaba y adónde iba.
-Sea así -respondió el compañero-. Acorta por el bosque que yo seguiré por el camino.

El joven se desvió, pero observó a su compañero que avanzaba tranquilamente por el camino hasta que estuvo a la distancia de un bastón de la vieja dama. Entretanto ella avanzaba lo mejor que podía, con una velocidad singular para una dama de tanta edad, y murmurando entretanto unas palabras que no le llegaban con claridad, sin duda una oración. El viajero extendió el bastón y tocó el cuello arrugado de ella con lo que parecía ser la cola de la serpiente.

-¡El diablo! -gritó la piadosa anciana.
-¿Es que Goody Cloyse no conoce a su viejo amigo? -preguntó el viajero poniéndose delante de ella e inclinándose sobre su agitado bastón.
-Ah, ¿verdaderamente es su señoría? -exclamó la buena dama-. Sí, por, cierto que lo es, y con la misma imagen del viejo chismoso de Goodman Brown, el abuelo de ese estúpido. Pero, ¿podrá creerlo su señoría?, mi escoba ha desaparecido extrañamente; sospecho que robada por esa bruja a la que todavía no han ahorcado, Goody Cory, y eso que la tenía ya toda untada conjugo de apio silvestre, cincoenrama y acónito.
-Mezclado con buen trigo y la grasa de un niño recién nacido -añadió la forma del viejo Goodman Brown.
-Ah, su señoría conoce la receta -exclamó la anciana-. Si es lo que yo estaba diciendo, todo dispuesto para la reunión, y sin ningún caballo que montar, decidí venir a pie; pues me han dicho que esta noche toma la comunión una agradable joven. Pero ahora su señoría me prestará el brazo y llegaremos allí en un momento.
-Difícilmente podrá ser eso -respondió su amigo-. No puedo prestarle mi brazo, Goody Cloyse; pero si quiere, aquí está mi bastón.

Nada más decir eso, lo arrojó a los pies de ella, donde quizás asumió vida porque era uno de los bastones que su propietario había dado anteriormente a los magos de Egipto. Aunque Goodman Brown no podía tener conocimiento alguno de ese hecho.

Alzó la mirada asombrado, y al volver a bajarla ya no vio ni a Goody Cloyse ni al bastón en forma de serpiente, sino sólo a su compañero de viaje que le aguardaba con tanta tranquilidad como si no hubiera sucedido nada.

-Esa anciana me enseñó el Catecismo -dijo el joven; y ese comentario simple estaba repleto de significado.

Siguieron caminando mientras el mayor exhortaba a su compañero a que mantuviera una buena velocidad, hablando tan adecuadamente que sus argumentos más parecían brotar en el pecho de quien le oía que ser sugeridos por él mismo. Mientras avanzaban tomó una rama de arce, que le sirviera de bastón de paseo y empezó a quitarle las hojas y ramitas, que estaban humedecidas por el rocío de la noche. En el momento en que sus dedos las tocaban, se marchitaban y secaban extrañamente, como si llevaran una semana al sol. Así fue avanzando la pareja, a muy buen paso, hasta que de pronto, en un oscuro ensanche del camino, Goodman Brown se sentó sobre el tocón de un árbol negándose a ir más lejos.

-Amigo mío, estoy decidido -dijo tenazmente-. Ni un paso más daré por este motivo. ¿Qué me importa si una perversa anciana prefiere ir hacia el diablo cuando yo pensaba que se dirigía al cielo? ¿Es eso un motivo por el que debiera, abandonar a mi querida Faith y seguir a la otra?
-Más tarde pensarás mejor en eso -dijo con toda tranquilidad su compañero-. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando creas que puedes ponerte otra vez en movimiento, mi bastón te ayudará a seguir.

Sin decir nada más, arrojó a su compañero el bastón de arce y rápidamente desapareció de su vista como si se hubiera desvanecido. El joven permaneció sentado al lado del camino, animándose y pensando con qué conciencia tan clara se encontraría con el ministro en su paseo matinal, y que no habría de apartarse de la vista del buen diácono Gookin. Y qué tranquilo sería su sueño esa misma noche, pues no habría de pasarla de forma perversa, sino pura y dulcemente en los brazos de Faith. Entre esas meditaciones dignas de alabanza, Goodman Brown oyó cascos de caballos por el camino, y le pareció aconsejable ocultarse en la linde del bosque consciente del propósito culpable que le había conducido hasta allí, y del que ahora, felizmente, se había apartado.

Le llegaron entonces con claridad el ruido de los cascos y las voces de los jinetes, dos voces ancianas y graves que conversaban discretamente mientras se aproximaban. Esos sonidos pasaron a pocos metros de donde se hallaba escondido; pero debido a la profundidad de la oscuridad no pudo ver ni a los viajeros ni sus corceles. Aunque las figuras rozaban las ramas pequeñas que había al borde del camino. Goodman Brown a veces se agachaba y otras se ponía de puntillas, apartando las ramas y metiendo la cabeza tanto como se atrevía sin discernir más que una sombra. Lo que más le irritó de aquello es que habría jurado, de ser posible tal cosa, que había reconocido las voces del ministro y del diácono Gookin, trotando tranquilamente tal como solían hacer cuando acudían a alguna ordenación o un consejo eclesiástico. Y cuando estaban todavía a una distancia desde la que podía oírlos, uno de los jinetes se detuvo para coger una vara.

-De entre las dos cosas, reverendo señor, preferiría perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche -dijo la voz que se asemejaba a la del diácono-. Me han dicho que va a estar parte de nuestra comunidad, desde Falmouth y más allá, y vendrán otros de Connecticut y Rhode Island, además de varios curanderos indios, quienes a su manera saben de lo diablesco casi tanto como el mejor de nosotros. Además va a recibir la comunión una buena y joven mujer.
—¡Por las Potestades, diácono Gookin! —contestó el otro con el tono solemne del ministro-. Apresurémonos o llegaremos tarde, y ya sabe que nada puede hacerse hasta que yo esté allí.

Volvió a escuchar los cascos; y las voces, que de manera tan extraña hablaban en el aire vacío, se perdieron en un bosque en el que nunca había habido iglesia alguna ni había rezado un cristiano solitario. ¿Adónde, entonces, podían acudir esos hombres santos en la profundidad del bosque pagano? El joven Goodman Brown tuvo que apoyarse en un árbol, pues estaba a punto de caer al suelo desmayado y cargado con la pesadez de su corazón. Miró hacia arriba, al cielo, dudando de que realmente existiera un cielo encima de él. Pero allí estaba el arco azul en el que brillaban las estrellas.

-¡Con el cielo arriba, y Faith debajo, me mantendré firme contra el diablo! -gritó Goodman Brown.

Mientras seguía mirando hacia arriba, al arco profundo del firmamento, y elevando las manos para rezar, una nube cruzó presurosamente el cenit, aunque no había ningún viento que la moviera, y ocultó las estrellas brillantes. El cielo azul seguía siendo visible, salvo directamente encima de su cabeza, donde aquella masa de nubes negras se dirigía velozmente hacia el norte. Y arriba, en el aire, como si surgiera de la profundidad de la nube, brotó un sonido de voces confuso y dudoso.

Hubo un momento en el que le pareció que podía distinguir el acento de conciudadanos suyos, hombres y mujeres, tanto de seres piadosos como faltos de religión, con muchos de los cuales se había encontrado en la mesa de la comunión, y a los otros los había visto alborotando en la taberna. Pero al momento siguiente, tan inciertos eran los sonidos, dudó de si no habría oído más que el murmullo del viejo bosque que susurraba sin que hubiera viento. Volvió entonces a escuchar con más fuerza esos tonos familiares, que a diario escuchaba en Salem bajo la luz del sol, pero que hasta entonces no había oído nunca saliendo de una nube durante la noche. Luego escuchó la voz de una mujer joven que se lamentaba, y que con una vaga pena pedía un favor que quizás le afligiera obtener; y toda la multitud invisible, juntos los santos y los pecadores, parecía estimularla a que siguiera adelante.

-¡Faith! -gritó Goodman Brown con dolor y desesperación; y los ecos del bosque se burlaron de él gritando ¡Faith! ¡Faith!, como si unos seres infelices y confusos la buscaran por el bosque.

Todavía estaba traspasando la noche el grito de pena, rabia y terror cuando el infeliz esposo retenía el aliento esperando una respuesta. Hubo un grito que fue ahogado por un murmullo de voces más altas que acabaron convirtiéndose en una risa lejana mientras desaparecía la nube oscura dejando el cielo claro y silencioso por encima de Goodman Brown. Pero algo aleteaba ligeramente por el aire y se posó en la rama de un árbol. El joven lo cogió y contempló una cinta rosa.

-¡Mi Faith ha desaparecido! -gritó tras un momento de estupefacción-. Nada bueno queda en la tierra; y el pecado no es sino un nombre. Ven, diablo; pues a ti se te ha dado este mundo.

Enloquecido por la desesperación, de la que tanto y con tanta fuerza se había reído, Goodman Brown cogió el bastón y se puso en marcha de nuevo a tanta velocidad que más parecía volar por el bosque que caminar por él. El a camino fue haciéndose más salvaje, con menos huellas, y al final desapareció dejándole en el corazón de una oscura espesura, mientras avanzaba todavía con el instinto que guía a los mortales hacia el mal. El bosque entero se pobló de sonidos: el crujido de los árboles, el aullido de los animales y el grito de los indios; a veces el viento sonaba como la campana de una iglesia distante, y a veces producía un estruendo mayor alrededor del viajero, como si la Naturaleza entera se estuviera riendo y burlando de él. Pero él mismo era el horror principal de la escena y no se acobardó ante los otros horrores.

-¡Ja, ja, ja! -rió con fuerza Goodman Brown cuando el viento se rió de él-.Veamos quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus diabluras. Ven, bruja, ven, brujo, ven, curandero indio, ven el propio diablo, aquí tenéis a Goodman Brown. Podéis tenerle tanto miedo como él a vosotros.

En realidad en todo aquel bosque hechizado no había nada más temible que la figura de Goodman Brown. Seguía volando por entre los pinos negros, blandiendo su bastón con gestos frenéticos, lanzando a veces una blasfemia inspirada y horrible, y otras veces riendo con tal fuerza que los ecos del bosque le devolvían la risa como si estuviera rodeado de demonios. En su propia forma, el diablo resulta menos espantoso que cuando brama en el pecho de un hombre. Así prosiguió su veloz carrera hasta que vio delante de él, estremeciéndose entre los árboles, una luz roja, como si se hubieran prendido fuego los troncos caídos y las ramas en un claro, y justo en la medianoche levantaba hacia el cielo su misterioso resplandor. Se detuvo, en una calma de la tempestad que le había impulsado hacia adelante, y escuchó el crescendo de lo que le parecía un himno que se elevaba solemnemente desde la distancia con el peso de muchas voces. Conocía la melodía; era habitual en el coro del templo del pueblo. Los versos se apagaron y se alargaron con un coro que no era de voces humanas, sino que estaba formado por todos los sonidos de la oscura soledad, que sonaban juntos en una horrible armonía. Goodman Brown gritó, pero su grito se perdió en sus propios oídos por sonar al unísono con el grito de lo deshabitado.

En un intervalo de silencio, avanzó hasta que la luz brilló plenamente. En un extremo de un espacio abierto, cercada por la oscura muralla del bosque, se levantaba una piedra que tenía una semejanza tosca y natural con un altar o un púlpito, y estaba rodeada por cuatro pinos encendidos, con las copas ardiendo y los troncos sin tocar, como velas en un servicio nocturno. El follaje que había crecido en la parte superior de la roca estaba ardiendo, lanzando sus llamas hacia la noche e iluminando bien toda la zona. Ardía cada rama colgante, cada guirnalda de hojas. Conforme la luz roja crecía y menguaba, una numerosa congregación alternativamente brillaba para desaparecer luego en la sombra, y volver a surgir, por así decirlo, de la oscuridad, poblando enseguida el corazón de los bosques solitarios.

-Una compañía grave y vestida de oscuridad -citó Goodman Brown.

Y en verdad así era. Entre ellos, estremeciéndose entre las tinieblas, surgían rostros que al día siguiente se verían en la mesa del consejo provincial, y otros que un sábado tras otro miraban devotamente hacia los cielos, inclinándose benignos sobre los bancos atestados, desde los púlpitos más sagrados. Algunos afirman que estaba allí la señora del Gobernador. Al menos había damas de elevada posición que la conocían bien, y esposas de maridos honrados, y viudas, una gran multitud de ellas, y doncellas ancianas, todas de excelente reputación, y hermosas jóvenes que temblaban pensando que sus madres las espiaran. O bien el brillo repentino de los destellos de luz sobre el campo oscuro confundieron a Goodman Brown o reconoció a una veintena de miembros de la iglesia de Salem, famosos por su especial santidad. El buen diácono Gookin había llegado, y aguardaba junto a la sotana de ese santo venerable, su reverenciado pastor. Pero acompañando irreverentemente a esas personas solemnes, de buena reputación y piadosas, esos ancianos de la iglesia, esas castas damas de ingenuas vírgenes, había hombres de vida disoluta y mujeres de fama manchada, infelices entregados a todo tipo de vicio malo e inmundo, incluso sospechosos de crímenes horribles. Era extraño ver que los buenos no se apartaran de los perversos, ni los pecadores se avergonzaran junto a los santos. Desperdigados entre sus enemigos de pálidos rostros estaban los sacerdotes indios, o brujos, que a menudo habían hecho temblar el bosque nativo con encantamientos más horribles que cualquiera de los conocidos por la brujería inglesa.

-Pero ¿dónde está Faith? -pensó Goodman Brown; y cuando la esperanza entraba en su corazón, se echó a temblar.

Brotó otro verso del himno, una melodía lenta y triste, como de amor piadoso, pero unida a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza es capaz de concebir acerca del pecado, y sugerían oscuramente mucho más. La ciencia diabólica es insondable para los simples mortales. Cantaron un verso tras otro, y todavía el coro del bosque desértico se dejaba oír como el tono más profundo un potente órgano; y con las notas finales brotó un sonido como del viento cuando ruge, los torrentes precipitados, las bestias que aúllan, todas las demás voces del inarmónico bosque se mezclaron y acordaron con la voz del hombre culpable en homenaje al principal de todos. Los cuatro pinos ardientes arrojaron llamas más elevadas y descubrieron oscuramente formas y visajes de horror en las columnas de humo que había sobre la impía asamblea. En el mis momento el fuego que había sobre las rocas se lanzó hacia arriba formando sobre su base un arco ardiente en el que apareció una figura. Dicho sea con reverencial la figura no guardaba la menor similitud ni en el ropaje ni en las maneras corte ninguna divinidad solemne de las iglesias de Nueva Inglaterra.

-¡Que se adelanten los conversos! -gritó una voz que se repitió en ecos por los campos y rodó por los bosques.

Ante esa palabra Goodman Brown se adelantó desde la sombra de los árboles y se acercó a la congregación, hacia la que sentía una detestable hermandad por la simpatía de todo lo que de perverso había en su corazón. Casi habría podido jurar que la forma de su propio padre muerto le pedía que se adelantara, mirándole desde una columna de humo, mientras que una mujer con los rasgos oscuros de la desesperación adelantaba la mano advirtiéndole que retrocediera. ¿Era su madre? Pero no tenía poder para retirarse ni un paso, ni para resistirse ni siquiera en pensamiento, desde el momento en el que el ministro y el bueno del viejo diácono Gookin le tomaron por los brazos y le condujeron hasta la roca ardiente. Hasta allí llegó también la esbelta forma de una mujer cubierta por velos conducida entre Goody Cloyse, esa piadosa maestra del Catecismo, y Martha Carrier, que había recibido del diablo la promesa de ser reina del infierno. Una bruja furiosa es lo que era. Y allí estaban los prosélitos, bajo el dosel de fuego.

-Bienvenidos, hijos míos, a la comunión de vuestra raza -dijo la figura oscura-. Así habéis encontrado pronto vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad detrás de vosotros!

Se dieron la vuelta y destelleando en una llama, por así decirlo, fueron vistos los veneradores del maligno; la sonrisa de bienvenida brilló oscuramente en cada rostro.

-Allí están aquellos a los que habéis reverenciado desde la juventud -siguió diciendo la forma negruzca-. Les considerabais santos y os apartabais de vuestros pecados, comparándolos con sus vidas de rectitud y sus devotas aspiraciones al cielo. Pero aquí están todos en la asamblea que me venera. Esta noche os será concedido conocer sus actos secretos: cómo los ancianos de barbas canas de la iglesia han susurrado palabras lascivas a las doncellas jóvenes de sus casas; cómo muchas mujeres, deseosas de llevar ropa de luto, han dado a su marido al acostarse una bebida y le han dejado entrar en el último sueño apoyado en su pecho; cómo jóvenes imberbes se han apresurado a heredar la riqueza de los padres; y cómo hermosas damiselas han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han invitado solamente a mí al funeral de un recién nacido. Por la simpatía que produce el pecado en vuestros corazones humanos, olfatearéis todos los lugares -ya sea la iglesia, el dormitorio, la calle, el campo o el bosque- en donde se haya cometido un crimen, y os alegraréis al contemplar que la tierra entera es una mancha de culpa, una enorme mancha de sangre. Mucho más que eso. Os será dado conocer en cada pecho el misterio profundo del pecado, la fuente de todas las artes perversas que proporciona inagotablemente más impulsos malignos que los que el poder humano puede manifestar en hechos. Y ahora, hijos míos, miraos unos a otros.

Así lo hicieron; y con el resplandor de antorchas encendidas en el infierno el hombre infeliz contempló a su Faith, y la esposa al esposo, temblando delante de ese altar sin santificar.

-Ahí estáis pues, hijos míos -dijo la figura en tono profundo y solemne, casi triste en su horror desesperado, como si su naturaleza en otro tiempo angélica pudiera lamentarse todavía por nuestra raza miserable-. Dependiendo de los corazones de los otros teníais todavía la esperanza de que la virtud no fuera sólo un sueño. Pero ahora ya no os engañáis. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal debe ser vuestra única felicidad. Bienvenidos otra vez, hijos míos, a la comunión de vuestra raza.
-Bienvenidos -repitieron los veneradores del diablo en un grito de desesperación y triunfo.

Y allí estaban ellos en pie, la única pareja que parecía vacilar todavía al borde de la perversión en este mundo oscuro. En la roca se había abierto de manera natural un hueco. ¿Contenía agua enrojecida por la luz fantástica? ¿O era sangre? ¿O quizás una llama líquida? Allí sumergió la mano la forma del mal, preparándose para poner la señal del bautismo en sus frentes, para que pudieran compartir el misterio del pecado, ser más conscientes de la culpa secreta de los demás, tanto de hecho como de pensamiento, de lo que podían serlo ahora de la suya propia. El esposo miró a su pálida esposa y Faith le miró a él. ¡Qué sucias desdichas les revelaría la siguiente mirada, temblando juntos ante lo que revelaban y lo que veían!

-¡Faith! ¡Faith! Mira hacia el cielo y resístete al perverso -gritó el esposo.

No pudo saber si Faith le obedeció. Apenas había dicho aquello cuando se encontró en medio de la soledad, escuchando el rugir del viento, que se apagaba en el bosque. Caminó hasta la roca y al tocarla la notó fría y húmeda; y una rama colgante, de las que habían estado encendidas, salpicó su mejilla con el rocío más frío.

A la mañana siguiente el joven Goodman Brown entró lentamente en la calle del pueblo de Salem mirando a su alrededor como un hombre confuso. El buen ministro estaba dando un paseo por el cementerio para fortalecer el apetito para el desayuno y meditar su sermón, y lanzó una bendición a Goodman Brown cuando pasó junto a él. Éste se apartó del santo venerable como para evitar un anatema. El viejo diácono Gookin se dedicaba a la oración en su casa, y las palabras santas de su rezo podían escucharse a través de la ventana abierta.

-¿A qué dios reza el brujo? —citó Goodman Brown.

Goody Cloyse, esa excelente cristiana, estaba en pie desde primeras horas de la mañana junto a su reja, catequizando a una niña pequeña que le había llevado medio litro de leche matinal. Goodman Brown se apartó de la niña como si lo hiciera del propio diablo. Dando la vuelta a la esquina del templo, espió la cabeza de Faith, con las cintas rosas, que miraba ansiosamente la calle y se alegró tanto al verle que resbaló por la calle y casi besó a su esposo ante el pueblo entero. Pero Goodman Brown la miró dura y tristemente al rostro y pasó a su lado sin saludarla. ¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y sólo había tenido un sueño desbocado de un aquelarre?

Así sea si usted lo prefiere. ¡Pero, ay, ese sueño fue un mal presagio para el joven Goodman Brown! De aquella noche temible surgió un hombre severo, triste, oscuramente meditativo, desconfiado cuando no desesperado.

El día del sábado, cuando la congregación cantaba un salmo, no podía escuchar porque un himno de pecado entraba en sus oídos y ahogaba la melodía santa. Cuando el ministro hablaba desde el púlpito con poder y elocuencia fervorosa, y con la mano sobre la Biblia abierta, acerca de las verdades sagradas de nuestra religión, de las vidas santas y muertes triunfales, y de la bendición o la desgracia futuras que no podían expresarse, entonces Goodman Brown palidecía, temiendo que el techo cayera sobre el blasfemo y sus oyentes. A menudo, despertando de pronto en mitad de la noche, se apartaba del pecho de Faith; y por la mañana o al atardecer, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y murmuraba algo para sí mismo, miraba severamente a su esposa y se marchaba. Y cuando hubo vivido mucho tiempo, y llevaron hasta su tumba un cadáver blanquecino, seguido por Faith, que era ya una mujer anciana, y por los hijos y los nietos, formando una procesión numerosa, no tallaron ningún verso de esperanza en su lápida, pues triste fue la hora de su muerte.


El lobo gris. George MacDonald (1824-1905)

 Una oscura tarde de primavera, un joven estudiante inglés, que había estado viajando por esos alejados fragmentos de Escocia denominados las Orcadas y las Shetland, se encontró en una pequeña isla de las últimamente nombradas, atrapado por una tormenta de viento y un fuerte granizo, que irrumpió de improviso. Fue en vano buscar cualquier refugio, ya que no solo que la borrasca había oscurecido por completo el paisaje, sino que tampoco había más que musgo desértico a su alrededor.

Al final, sin embargo, luego de mucho caminar, se encontró al borde de un acantilado, y vio sobre la cima, tan solo a unos pies de donde se encontraba, una saliente de rocas, que podrían servirle de refugio apropiado. Trepó por sí mismo y al llegar al lugar, se dio cuenta que el piso crujía a cada uno de sus pasos. Entonces se percató que estaba pisando sobre los huesos de muchos animales pequeños, que estaban esparcidos frente a una pequeña caverna que le ofrecían el refugio buscado. Se sentó sobre una piedra y, a medidad que la tempestad decrecía en violencia, la oscuridad iba en aumento y él se sentía cada vez más incómodo, ya que no le gustaba nada la idea de pasar toda la noche en tal lugar. Se había separado de sus compañeros desde el lado opuesto de la isla y su incomodidad se veía acrecentada por un sentimiento de aprensión. Al final, cuando se calmó por completo la tormenta, escuchó el ruido de una pisada, suave y furtiva como la de un animal salvaje, bajo los huesos de la entrada de la cueva. Se paró, como presa de algún temor, a pesar del pensamiento de que no había animales peligrosos en aquella isla. Antes que tuviera tiempo de pensarlo, el rostro de una mujer apareció por la entrada. No podía verla bien, ya que estaba en una parte oscura de la cueva.

- ¿Me podría decir como encontrar el camino a través del páramo hasta Shielness? - preguntó.
- No lo podrá encontrar esta noche - respondió en un tono dulce, y con una sonrisa hechizante que reveló unos dientes de lo más blancos.
- ¿Por que no puedo?
- Mi madre le dará refugio esta noche, pero es todo lo que le puede ofrecer.
- Y es más de lo que esperaba hace un minuto atrás, - replicó él. - Estoy más que agradecido.

Ella se dio vuelta en silencio y abandonó la caverna, y el joven la siguió. Estaba descalza, y sus bellos pies marchaban de manera felina sobre las piedras. Ella le mostró el camino a través de una senda rocosa hacia la costa. Sus vestimentas eran escasas y estaban raídas, y su cabello se enmarañaba con el viento. Parecía tener unos veinte o veinticinco años y era ágil y pequeña. Mientras caminaba, sus largos dedos estaban ocupados en jalar y aferrar nerviosamente sus faldas. Su rostro era muy gris y bastante consumido, pero delicadamente formado, y con piel muy tersa. Sus delgadas fosas nasales estaban trémulas como párpados, y los labios, de curvas inmaculadas, no daban signos de poseer sangre en sus interiores. Como eran sus ojos, él no podía apreciar, ya que ella no levantaba nunca las delicadas películas de sus párpados. Llegaron al pie del acantilado, donde se levantaba una pequeña cabaña, que utilizaba una cavidad natural en la roca. El humo se esparcía por sobre la faz de la roca, y un agradable aroma a comida esperanzaba al hambriento estudiante. Su guía abrió la puerta de la cabaña y él la siguió al interior, y vio a una mujer encimada sobre la chimenea. Sobre el fuego había una parrilla con un largo pescado. La hija habló unas palabras, y la madre se dio la vuelta y recibió al extraño. Ella era muy vieja y su rostro estaba muy arrugado, parecía estar afligida. Desempolvó la única silla en la casa y la ubicó junto al fuego ofreciéndola al joven, quien se sentó mirando hacia una ventana, a través de la cual se vio una pequeña parcela de arenas, más allá de las cuales las olas rompían lánguidamente. Bajo esta ventana había un banco, sobre el que la hija se sentó en inusual postura, dejando descansar su barbilla sobre su mano. Un momento después, el joven pudo por primera vez notar el aspecto de sus ojos azules. Le estaban mirando fijo con un extraño aspecto de avidez, casi de deseo ardiente pero, como si cayera en cuenta de que la mirada la traicionaba, ella quitó la vista inmediatamente. En el momento en que ella disimuló su mirada, su rostro, no obstante su palidez, era casi hermoso.

Cuando la comida estuvo lista, la vieja pasó un paño por la mesa, y la cubrió con una pieza de fina mantelería. Luego sirvió el pescado en una fuente de madera, e invitó al joven a servirse. Viendo que no había otras provisiones, sacó de su bolsillo un cuchillo de cacería, y sacó una porción de carne, ofreciéndoselo a la madre en primer lugar.

- Adelante, mi cordero, - dijo la vieja mujer; y la hija se acercó a la mesa. Pero sus fosas nasales y boca se estremecían de manera desagradable.

Al siguiente momento ella se dio la vuelta y salió corriendo de la cabaña.

- No le gusta el pescado, - dijo la vieja, - y no tengo nada mejor para darle.
- No parece tener buena salud, - replicó el joven.

La mujer solo respondió con un suspiro, y luego comieron el pescado, acompañándolo tan solo con un pequeño pan de centeno. Cuando terminaron, el joven escuchó el sonido como de pisadas de perros sobre la arena cercana a la puerta, pero antes que tuviera tiempo de mirar por la ventana, la puerta se abrió, y la joven entró. Se veía mejor, quizás porque habíase lavado la cara. Se arrinconó en un taburete, en la esquina opuesta al fuego. Pero cuando se sentó, para su perplejidad y hasta su horror, el estudiante pudo ver una gota de sangre sobre su blanca piel entre su desgarrado vestido. La mujer sacó una jarra de whisky, y puso un calderón sobre el fuego, tomando un lugar frente a este. Tan pronto como el agua hirvió, procedió a hacer un ponche en un tazón de madera.

En mientras, el estudiante no podía quitar sus ojos de la joven, hasta que al final se quedó fascinado, o quizás cautivado por ella. Ella mantenía sus ojos durante la mayor parte del tiempo cubiertos por sus adorables párpados, coronados con oscuras pestañas; él continuó mirando extasiado, ya que el fulgor rojo de la pequeña lámpara cubría en su totalidad todas las rarezas de su complexión. Pero tan pronto como recibía cualquier mirada de aquellos ojos, su alma se estremecía. El rostro adorable y la mirada ardiente alternaban fascinación y repulsión. La madre puso el tazón en sus manos. Bebió con moderación y se lo pasó a la chica. Ella lo deslizó por sus labios, y luego de probarlo (tan solo probarlo) lo miró a él. El joven pensó que la bebida debería tener alguna droga que afectó su mente. Su cabello se alisó hacia atrás, y esto provocó que su frente se adelantara, mientras la parte inferior de su rostro se proyectó hacia el tazón, revelando antes de beberlo, su obnubilante dentadura de extraña prominencia. Al instante esta visión se desvaneció; ella le regresó el recipiente a su madre, se levantó y volvió a salir de la estancia.

Entonces la vieja mujer le mostró una cama de brezo en una esquina al tiempo que susurraba una apología; y el estudiante, fatigado tanto del día como de las peculiaridades de la noche, se arrojó en el lecho, y cubrió con su capa. Cuando se acostó, afuera, la tormenta se reinició y el viento comenzó nuevamente a soplar a través de las grietas de la cabaña, de manera que solo luego de cubrirse hasta la cabeza con la capa pudo verse al resguardo de tales ráfagas. Incapaz de dormir, se quedó escuchando el estrépito de la tempestad, que crecía en intensidad a cada minuto. Luego de un rato, se abrió la puerta, y la joven entró, acercándose al fuego, sentándose en la banqueta frente al mismo, en la misma extraña postura, con el mentón apoyado sobre la mano y el codo, y la cara mirando al joven. Él se movió un poco; ella dejó caer la cabeza y cruzó los brazos bajo su frente. La madre había desaparecido.

Le dio sueño. Un movimiento del banco lo despertó, y se imaginó que veía una criatura cuadrúpeda alta como un gran perro trotando lentamente hacia afuera. Estaba seguro que sintió una ráfaga de viento frío. Mirando fijamente a través de la oscuridad, creyó ver los ojos de la doncella encontrando a los propios, pero las últimas resplandescencias del fuego le revelaron claramente que la banqueta estaba vacía. Se preguntó que pudo haber pasado para que ella saliera en la tormenta, y luego se quedó profundamente dormido. En la mitad de la noche sintió un dolor en su hombro, y se despertó súbitamente, viendo los ojos incandescentes y la sonriente dentadura de un animal cercana a su rostro. Las garras estaban en su hombro, y sus fauces en el acto de buscar la garganta. Antes que pueda clavar sus colmillos, sin embargo, agarró al animal por el cuello con una mano y sacó el cuchillo de cacería con la otra. A continuación hubo una terrible lucha y, a pesar de las garras, pudo encontrar y sacar el arma. Intentó apuñalar a la bestia, pero fue infructuoso y estaba intentando asegurarse con un segundo intento cuando, con un contorsionante esfuerzo, la criatura zafó y retrocedió y con algo entre un aullido y un grito, escapó de allí. Nuevamente la puerta se abrió; una vez más el viento resopló adentro, y continuó soplando; una ráfaga de lluvia entró al piso de la cabaña y le llegó al rostro. Se levantó del lecho y salió a la puerta.

Afuera estaba muy oscuro, a no ser por el destello de la blancura de las olas cuando rompían, a tan solo unas yardas de la cabaña; el viento soplaba con fuerza, y la lluvia seguía vertiendo agua a cántaros. Un sonido atroz, mezcla de sollozo y aullido vino de algún lugar en la oscuridad. Se dio vuelta y se introdujo de nuevo en la cabaña, cerrando a su paso la puerta, sin embargo no pudo encontrar gran seguridad en esta. La lámpara estaba casi apagada, y no logró asegurarse si la chica estaba sobre la banqueta o no. A pesar de tener una gran repugnancia, se acercó, y puso sus manos sobre esta, para darse cuenta que no había nada allí. Se sentó y esperó hasta que rompieron las primeras luces del día: ya no se atrevía a quedarse nuevamente dormido.

Una vez que hubo amanecido, salió de nuevo y miró alrededor. La mañana estaba un poco oscura, ventosa y gris. El viento había menguado, pero las olas seguían rompiendo salvajemente. Vagó durante algún tiempo por la costa, esperando a que aumente la luz. Al final escuchó un movimiento en la cabaña. Más tarde la voz de la anciana llamándole desde la puerta.

- Se ha levantado muy temprano, joven. Dudo que haya dormido bien.
- No muy bien, - respondió. - ¿pero dónde está su hija?
- Ella no se ha despertado aún - dijo la madre. - Me temo que tengo un pobre desayuno para usted. Pero tomará una copita y un poco de pescado. Es todo lo que tengo.

Sin desear herirla, y dándose cuenta que tenía un buen apetito, se sentó a la mesa. Mientras comían, la hija llegó, pero no quiso mirarlos y se arrinconó en el lugar más lejano de la cabaña. Cuando se acercó un poco, después de uno o dos minutos, el joven vio que ella tenía el pelo empapado, y su rostro estaba más pálido de lo normal. Se veía débil y tenía mal aspecto. Cuando levantó la vista, toda su anterior fiereza habíase desvanecido, y solo quedaba en su lugar una gran expresión de tristeza. Su cuello estaba cubierto con un pañuelo de algodón. Ahora se mostraba mucho más atenta por él, y ya no rehuía la mirada. Poco a poco se iba rindiendo a la tentación de afrontar otra noche en tal lugar, cuando la anciana habló.

- El tiempo ha mejorado ya, joven - dijo. - Sería mejor que marchara, o sus amigos se irán sin usted.

Antes que pudiera responder, vio tal expresión de súplica en la mirada de la chica, que vaciló confundido. Miró de nuevo a la madre y vio un atisbo de ira en su rostro. Ella se levantó y se acercó a su hija, con la mano elevada como para pegarle. La joven inclinó su cabeza con un grito. En tanto el muchacho se lanzó desde la mesa para interponerse entre ellas. Pero la madre ya la había atrapado; el pañuelo se cayó de su cuello; y el joven pudo ver cinco magulladuras azules en su adorable cuello, las marcas de cuatro dedos y el pulgar de una mano izquierda. Con un grito de horror, se quiso ir de la casa, pero cuando llegó a la puerta, se dio vuelta. Su anfitriona estaba inmóvil en el piso, y un enorme lobo gris estaba saltando tras él.

Ahora no había arma a mano; y si hubiese habido, su caballerosidad innata nunca le hubiera permitido utilizarla para dañar a una mujer, a pesar que tuviera el aspecto de un lobo. Insintivamente, se puso firme, se inclinó hacia adelante, con los brazos medio extendidos, y las manos curvadas, como para agarrar nuevamente la garganta sobre la que antes había dejado tales marcas. Pero la criatura eludió su captura, y en vez de sentir sus colmillos, tal y como esperaba, se encontró a la chica gimiendo en su pecho, con sus brazos alrededor del cuello. Al siguiente instante, el lobo gris resurgió y brincó aullando hacia el risco. Recobrándose tanto como su juventud le permitía, el muchacho le siguió, ya que esta era el único camino para salir de ahí, y poder encontrar a sus compañeros.

De repente escuchó de nuevo el sonido de los huesos crujiendo (no como si la criatura los estuviera devorando sino como si hubieran sido molidos por sus dientes para desquitarse de la furia y la desilusión); mirando a su alrededor, volvió a ver la misma caverna en que había tomado refugio la noche anterior. Totalmente resoluto, pasó por ahí, lenta y suavemente. Desde el interior surgió el sonido de una mezcla de gemido y gruñido.

Habiendo alcanzado la cima, corrió a toda velocidad durante algún tiempo antes de aventurarse a mirar a sus espaldas. Cuando al final pudo hacerlo, vio, a lo lejos, contra el cielo, a la chica sentada sobre la cima del acantilado, sacudiendo sus manos. Un solitario gemido cruzó el espacio entre ellos. Ella no hizo intento alguno por seguirlo, y él llegó a la costa opuesta algún tiempo después, sano y salvo.


El juego de los grillos. Gustav Meyrink (1868-1932)

-¿Y? –preguntaron los señores al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado- ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? –inquirían todos a la vez.
–Solamente esto –dijo el profesor muy serio colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía vez un insecto muerto de color blancuzco y el tamaño de un ciervo volante–. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana, vía Dinamarca.
–Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper –le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquél un recinto muy particular, en el que los señores –seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros– se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa. La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.

De las paredes –colgados sobre los marrones armarios carcomidos que tenían algo de monacal bajo el sol del atardecer que jugueteaba con las plantas del jardín y las combadas rejas de la ventana pendían, amorosamente enmarcados en oro y semejantes a retratos de venerables antepasados, cuadros a todo color de escarabajos en proporciones gigantescas. Con una de sus manos extendida en un gesto cordial, una tímida sonrisa rodeándole los ojitos redondos y la nariz en forma de botón, con el alto sombrero de copa de uno de los señores disectores sobre su cabeza y el porte de un alcalde de aldea que se hace fotografiar por primera vez en la vida, un lirón se asomaba obsequiosamente desde un ángulo del aula, en el que también se balanceaban unos cuantos cueros de víbora.

La cola oculta entre las sombras más lejanas del corredor y las partes más nobles de su cuerpo a punto de recibir una nueva mano de esmalte –para dar cumplimiento de este modo al deseo expreso del señor Ministro de Enseñanza–, el orgullo de todo el Instituto, un cocodrilo de doce metros de largo, espiaba por la puerta entreabierta. El profesor Goclenius había tomado asiento, desatado la cinta que mantenía atadas las hojas manuscritas y pasado rápidamente la mirada sobre las primeras líneas acompañándose con un murmullo inteligible.

–Esto está fechado en Butan, en el sudeste del Tibet, el 19 de Julio de 1914, o sea cuatro semanas antes del estallido de la guerra; de lo que se infiere que esta carta tardó más de un año en llegar a nuestras manos –y agregó luego de una pequeña pausa–: Nuestro colega Johannes Skoper escribe aquí, entre otras cosas, lo siguiente: En otra oportunidad les relataré más detalladamente el rico botín que pude obtener durante mi largo viaje por tierras fronterizas chinas, pasando por Assam hasta llegar a Bután, país todavía inexplorado; hoy sólo quiero referirme lo más sucintamente posible a las circunstancias asombrosas a las que debo el descubrimiento de un grillo blanco como verán totalmente nuevo –el profesor Goclenius señalaba mientras leía estas últimas palabras al insecto que estaba en el frasco– y que los chamanes utilizan para fines religiosos bajo el nombre de Phat, una palabra que les sirve a la vez de insulto para todo lo que se parezca a un europeo o individuo de raza blanca.

Pues bien: cierta mañana me entero –por intermedio de unos peregrinos lamaístas que se dirigían a Lhasa– que cerca de mi campamento se encontraba un alto exponente de los Dugpas, algo así como sacerdotes del diablo temidos en todo el territorio del Tibet, reconocibles por sus gorros escarlatas, y que afirman ser descendientes directos del demonio de los hongos. Lo cierto es que estos Dugpas pertenecen a la antiquísima religión tibetana de los lamaístas y chamanes de la cual conocemos poco y nada, y son hijos de una raza extraña cuyos orígenes se remontan hasta la noche de los tiempos. Este Dugpa –me decían los peregrinos mientras hacían girar furtiva y supersticiosamente su molinillo de oraciones– es un Samtche Mitchebat, un ser que ya no debe ser designado como hombre, que puede ligar y desligar, alguien que, para decirlo en pocas palabras, gracias a su facultad de ver más allá del tiempo y del espacio, puede realizar todo lo que se proponga en esta tierra. Existen, así me dijeron, dos caminos para alcanzar esas alturas que sobrepasan todos los poderes humanos: uno, que es el de la luz –la compenetración con Buda– y otro opuesto: el camino de la mano izquierda, al que solamente tiene acceso un Dugpa de nacimiento... y que viene a ser un camino espiritual Heno de horror y de espanto. Estos Dugpas natos pueden aparecer –aunque muy raras veces– en cualquiera de los puntos cardinales y son casi siempre hijos de padres sumamente religiosos.

Parecería, opinaba el peregrino que me confesaba todas estas cosas, que la mano del señor de las sombras colocara en estos casos una rama emponzoñada en el árbol de la santidad. Resulta ser que existe un solo medio para saber si un niño se halla o no espiritualmente vinculado a la liga de los Dugpas, de ser así, el remolino de cabello que todos tenemos en la coronilla debe girar de izquierda a derecha en vez de hacerlo en dirección inversa.

Yo expresé inmediatamente –por pura curiosidad– mi deseo de conocer personalmente al Dugpa de alto rango que se hallaba por los alrededores, pero el jefe de mi caravana, que también es un tibetano oriental, se negó terminantemente.
–¡Son puras tonterías! –gritaba–, en todo el territorio de Bután no hay un sólo Dugpa; sin contar que ningún Dugpa, y mucho menos un Samtche Mitchebat, se avendría a mostrar sus artes a un ser de raza blanca!

La oposición demasiado enfática de este hombre despertó en mí sospechas cada vez mayores a medida que el se desgañitaba, y después de un larguísimo y astuto interrogatorio pude sonsacarle que él mismo practicaba la religión de los Bonzos y que estaba perfectamente enterado –por el tinte rojizo de los vapores que despedía la tierra, eso es lo que me quiso hacer creer– que había un Dugpa en las cercanías del campamento.

–Pero nunca consentiría en ofrecerte una muestra de sus artes –seguía repitiendo sin cesar.
–¿Por qué no? –seguí preguntando.
–Porque no asumiría la... responsabilidad.
–¿Qué clase de responsabilidad? –quise saber.
–Sucede que las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas lo lanzarían nuevamente en la vorágine de las reencarnaciones, si es que no ocurre algo muchísimo peor.

Yo estaba interesado en saber más acerca de la misteriosa religión de los Dugpas, por lo que le pregunté:
–¿Tiene el hombre, según tu religión, un alma?
–Sí y no.
–¿Cómo es eso?
Por toda respuesta el tibetano arrancó de la tierra una brizna de hierba y le hizo un nudo:
–¿Tiene esta brizna un nudo?
–Sí.
Desató el nudo.
–¿Y ahora?
–Ahora ya no lo tiene.
–De ese mismo modo tiene el hombre un alma y no la tiene –afirmó con toda llaneza.
Traté de encarar la cosa de otro modo para llegar a tener una idea más clara acerca de su manera de pensar:
–De acuerdo, supongamos ahora que al cruzar aquel desfiladero tan terriblemente peligroso te hubieras caído al abismo, ¿tu alma habría seguido viviendo o no?
–¡Yo no me habría caído!
Haciendo una nueva tentativa le mostré mi revólver:
–Y si ahora te mato de un tiro, seguirías viviendo o no?
–Tú no me puedes matar.
–¡Claro que puedo!
–Bueno, entonces trata de hacerlo.

¡Ni loco! pensé para mis adentros, ese sí que sería un buen enredo... andar por este ilimitado terreno montañoso sin un jefe de caravana... Él pareció haber adivinado mis pensamientos y sonrió no sin cierto sarcasmo. Era desesperante. Me quedé callado por un buen rato.

–Lo que sucede, es que no puedes querer –dijo retomando la palabra–. Detrás de tu voluntad hay una infinita cantidad de deseos, algunos que conoces y otros que no conoces, y todos ellos son más fuertes que tú.
–¿Qué es entonces el alma según tu religión? –le pregunté enojado–; ¿tengo yo, por ejemplo, un alma?
–Sí.
–¿Y si me muero mi alma sigue viviendo?
–No.
–¿Pero la tuya, después de tu muerte, sí?
–Sí. Porque yo tengo un nombre.
–¡Yo también lo tengo!
–Sí, pero no conoces tu nombre verdadero, por lo tanto no lo tienes. Eso que consideras tu propio nombre no es más que una palabra hueca inventada por tus padres. Cuando duermes te lo olvidas, yo no me olvido de mi nombre cuando duermo.
–¡Pero cuando estés muerto tampoco podrás saberlo! –repliqué.
–No. Pero el maestro lo conoce y no lo olvidará jamás, y cuando él me llame por mi nombre verdadero, volveré a levantarme; solamente yo y ningún otro, porque yo soy el único que lleva mi nombre. Nadie más que yo lo tiene. Eso que tú dices que es tu nombre lo tienen muchos otros en común contigo... igual que los perros –terminó murmurando con desprecio. Y si bien entendí perfectamente sus últimas palabras, dejé que creyera que no había sido así.
–¿Y qué es lo que tú entiendes por maestro? –le pregunté con la mayor naturalidad.
–El Samtche Mitchebat.
–¿El que ahora es casi nuestro vecino?
–Sí, pero es sólo su reflejo el que se encuentra ahora cerca de este campamento; aquél que él es en realidad está en todas partes. Y puede no estar en parte alguna si quiere.
–¿Eso quiere decir que puede volverse invisible? –tuve que sonreír a pesar mío–,¿quieres insinuar acaso que a veces está dentro del mundo en que vivimos y a veces fuera de él; que a veces está y otras veces no?
–Un nombre también está sólo cuando se lo pronuncia, y cuando no se lo pronuncia no está más –fue la respuesta del tibetano.
–¿Y puedes tú, por ejemplo, convertirte también en un maestro?
–Sí.
–De modo que entonces habría dos maestros, ¿no es así?

Yo me sentía triunfante, ya que, para decirlo abiertamente, la arrogancia del tipo me estaba fastidiando; ahora lo tenía bien agarrado en la trampa (mi próxima pregunta sería: ¿si uno de los maestros quiere que brille el sol y el otro quiere hacer que llueva, cuál de los dos gana?); tanto más perplejo me dejó lo que tuve que oír a continuación:

–Si yo llego a ser maestro alguna vez, seré el Samtche Mitchebat. ¿O acaso crees que puede haber dos cosas que sean totalmente semejantes entre sí sin que sean la misma cosa?
–Digas lo que digas, en tal caso serían dos y no uno; si yo me cruzara con vosotros, serían dos las personas que yo vería y no uno solo –le contradije.

El tibetano se agachó, eligió entre los cristales de calcita que estaban esparcidos por el suelo uno de especial transparencia y me dijo con sorna:
–Coloca esto delante de tu ojo y mira el árbol aquél; lo ves doble, ¿no es cierto? ¿Pero acaso se han convertido por eso en dos árboles en vez de uno?

En el momento no supe qué contestarle, tampoco me hubiera sido fácil expresarme en el idioma de los mongoles –que era el único que podíamos usar para nuestro mutuo entendimiento– con la soltura y lógica necesarias para abordar un tema tan intrincado como éste; por lo tanto tuve que dejarlo creer que la victoria era suya. Pero interiormente estaba asombrado a más no poder por la agilidad espiritual de ese ser semi-salvaje, con sus ojos oblicuos de calmuco y vestido con aquella sucia piel de cordero. Hay algo extraño en estos asiáticos de las montañas, por fuera parecen animales, pero a poco que uno les toque su almita, aparece el filósofo.
Volví al punto de partida:

–¿Tú crees entonces que el Dugpa se negaría a mostrarme sus artes porque rechaza la responsabilidad?
–No, seguro que no lo haría.
–¿Pero si soy yo quien asume toda responsabilidad?
Por primera vez, desde que lo conocía el tibetano se desconcertó. Su rostro fue invadido por una inquietud tan grande, que no le fue posible disimularla. Una expresión de crueldad salvaje, para mí inexplicable, se alternaba con otra de hondo regocijo. En todos estos meses que anduvimos juntos hemos pasado semanas entera corriendo peligro de muerte, hemos cruzado abismos que llenarían de pánico a cualquiera, pasando sobre puentes de bambú de apenas un pie de ancho, y a mí más de una vez me pareció que se me paralizaba el corazón; hemos cruzado desiertos y casi nos hemos muerto de sed, y él nunca perdía, ni por un solo minuto, su equilibrio interior. ¿Y ahora? ¿Cuál podía ser la causa que le hacía ponerse tan fuera de sí? Con sólo mirarlo me bastó para saber que en su mente las ideas se agitaban en loco torbellino.

–Condúceme hasta el Dugpa, yo te recompensaré holgadamente –intenté de nuevo.
–Quiero pensarlo –me contestó por fin.

Todavía era de noche cuando entró en mi carpa para despertarme. Ya se había decidido, me dijo, y estaba dispuesto. Había ensillado dos de nuestros hirsutos caballos mongoles, cuya altura no es mucho mayor que la de un perro grande, y nos internamos en la obscuridad de la noche. Los hombres de mi caravana seguían profundamente dormidos alrededor de las casi extinguidas fogatas diseminadas por el terreno. Pasaron horas sin que cambiáramos una sola palabra; ese peculiar aroma del almizcle que las estepas tibetanas exhalan durante las noches de julio y el monótono rumor de las retamas al ser barridas por las patas de nuestros caballos, casi me llegan a embriagar de tal manera, que para poder mantenerme despierto, me vi obligado a no quitar mi vista de las estrellas, que aquí, en esta tierra salvaje, tienen algo de llameantes, como si se tratase de trozos de papel encendidos. De ellas se desprende un influjo excitante que le inquieta a uno el corazón.

Cuando las primeras luces del alba comenzaron a trepar por detrás de las cimas de las montañas, pude notar que los ojos del tibetano se mantenían totalmente abiertos, sin pestañear, con la mirada siempre fija en un solo punto del cielo. Observé que estaba como ausente. Le pregunté varias veces si conocía tan bien el lugar donde hallar al Dugpa como para no prestarle ninguna atención al camino, pero no recibí respuesta alguna.

–Él me atrae como la piedra magnética atrae el hierro –balbuceó por fin, como saliendo de un sueño muy profundo.

Ni al llegar el mediodía nos tomamos un descanso; siempre mudo, mi acompañante volvía a apresurar el paso de su caballo cada vez que éste se mostraba un poco más lento. Yo me vi obligado a comer mi ración de carne de cabra sentado en la montura. Poco antes del anochecer paramos –doblando al pie de un cerro totalmente desnudo– cerca de esas fantásticas carpas que a veces se pueden ver en Bután. Son negras, hexagonales abajo y puntiagudas arriba, de bordes combados, y se hallan paradas sobre una suerte de zancos, de modo que se parecen a enormes arañas que tocan el suelo con sus vientres.

Yo esperaba encontrarme con un sucio chamán de melena y barba desgreñadas, una de esas criaturas dementes o epilépticas –que son tan frecuentes entre los mongoles y tungusos– que se embriagan con infusiones logradas con la cocción de ciertos hongos y que luego creen estar viendo espíritus o se sienten impelidos a largar de sí profecías incomprensibles; en vez de ello veo parado ante mí –inmóvil– un hombre de unos buenos seis pies de estatura, sorprendentemente delgado, sin barba, con un brillo oliváceo en el rostro –un color como no lo había visto nunca en un ser humano vivo–, siendo la separación entre sus ojos oblicuos tan grande, que se me antojaba antinatural: un ejemplar de una raza humana para mí totalmente desconocida.

Sus labios –lisos como la porcelana, al igual que la piel de toda su cara– eran rojísimos, finos como el filo de un cuchillo y tan, pero tan curvados –especialmente en las comisuras muy alzadas, como congeladas en una sonrisa despiadada–, que parecían haber sido dibujados con pincel sobre su cara. Me fue imposible quitar la vista de ese hombre por largo tiempo... y al volverlo a recordar ahora casi diría que me estaba sintiendo como un niño al que se le corta la respiración de puro susto ante la súbita aparición de una máscara terrorífica que emerge de las sombras. Sobre su cabeza el Dugpa llevaba un gorro escarlata, en tanto que el resto de su cuerpo se hallaba cubierto hasta los tobillos por una costosa capa de cebellina totalmente teñida de anaranjado.

Tanto él como mi guía no se dirigieron la palabra ni una sola vez, pero yo sigo creyendo que se entendieron mediante gestos y señales secretas, puesto que, sin preguntarme para nada qué era lo que quería de él, el Dugpa dijo de pronto que estaba dispuesto a mostrarme todo lo que yo deseara, siempre y cuando me comprometiera expresamente a asumir toda responsabilidad... aún sin conocerla. Yo, por supuesto, me declaré inmediatamente de acuerdo. "Como prueba de ello yo debía tocar la tierra con mi mano izquierda. "Así lo hice. "Se nos adelantó entonces en silencio durante un corto trecho y nosotros lo seguimos hasta que nos ordenó que nos sentásemos.

Tomamos asiento junto al borde de una elevación de terreno que se asemejaba curiosamente a una mesa. "¿Llevaba yo conmigo un lienzo blanco? Empecé buscando desesperadamente en todos mis bolsillos, pero nada, hasta que por fin hallé escondido en el fondo rasgado de mi chaqueta un viejo mapa plegadizo de Europa bastante borroso ya (que evidentemente había llevado conmigo sin saberlo durante todo mi viaje por el Asia), lo extendí entre nosotros y le expliqué al Dugpa que el dibujo representaba un mapa de mi patria. Intercambiaron una rápida mirada con mi guía, y nuevamente pude ver como en el rostro del tibetano aparecía esa expresión maligna, casi se podría decir de odio, que tanto me había llamado la atención la noche anterior.

¿Deseaba yo ver el juego mágico de los grillos? Asentí con la cabeza y supe al instante qué era lo que me iba a tocar presenciar: ese truco famoso que consiste en hacer aparecer diversos insectos bajo el influjo de un silbido o algo semejante. Tal cual, no me había equivocado, el Dugpa dejó oír un sonido chirriante, suave y metálico (cosa que estas gentes logran mediante el uso de una campanita plateada que llevan oculta entre sus ropas), e inmediatamente un montón de grillos fueron saliendo de sus recovecos dentro de la tierra para reunirse sobre el mapa. "Cada vez más y más. Infinidad de ellos.

Ya me estaba enojando de sólo pensar que por un ridículo truco circense –que ya había tenido oportunidad de presenciar varias veces en la China–, hubiese emprendido una cabalgata tan trabajosa, pero el espectáculo que de ahí en más se ofreció ante mi vista me compensó con creces el esfuerzo realizado: los grillos no sólo pertenecían a una especie totalmente desconocida para la ciencia –lo que los hacía interesantes de por sí–, sino que además se comportaban de una manera más que peculiar. Apenas hubieron tomado contacto con el dibujo del mapa, comenzaron a correr sin ton ni son en todas direcciones, para luego ir formando grupos que se examinaban mutuamente con desconfianza. Súbitamente cayó sobre el centro mismo del mapa una mancha de luz con los colores del arco iris (provenía, como constaté al momento, de un pequeño prisma de vidrio que el Dugpa había puesto contra el sol), y en pocos segundos los pacíficos grillos se convirtieron en un apelotonamiento de insectos que se destrozaban entre sí de la manera más abominable. El espectáculo era demasiado repulsivo como para pensar en describirlo. El chirriar de los miles y miles de alas daba un tono altísimo, casi melodioso, que me llegó hasta la médula de los huesos; si bien se asemejaba al canto de los grillos que todos conocemos, estaba compuesto de un odio tan infernal mezclado con una suerte de lamento tan atroz, que yo sé que no lo podré olvidar jamás.

Por debajo de esa masa de cuerpos se iba derramando un jugo espeso y verdoso. Le ordené al Dugpa que parara de inmediato esa bestialidad; pero él ya había guardado el prisma y se limitó a responderme con un encogimiento de hombros. En vano me esforzaba por separar a los grillos con un palo: sus locas ganas de matar ya no conocían límite. Cada vez aparecían más de ellos, venían en tropel para participar de este juego macabro hasta formar una montaña vibrante y pataleante tan alta casi como un hombre. A una legua a la redonda la tierra se hallaba cubierta por insectos enloquecidos que formaban una masa blancuzca que pugnaba por llegar al centro movida por un sólo pensamiento: matar, matar, matar. Algunos grillos que iban cayendo malheridos del montón y no podían volver a subir, se destrozaban a sí mismos con sus antenas. El chirrido era por momentos tan fuerte y tan espantosamente agudo, que me tuve que tapar los oídos con las manos, porque estaba seguro de no poder soportarlo más. Finalmente, gracias a Dios, los animales parecían ser cada vez menos, las filas que salían de debajo de la tierra se hacían cada vez más ralas hasta que cesaron por completo.

–¿Y ahora qué se propone? –pregunté al tibetano cuando vi que el Dugpa no demostraba ninguna intención de dar por terminada la representación, sino que más bien parecía esforzado en mantener sus pensamientos concentrados en vaya uno a saber qué idea. Su labio superior estaba contraído de modo tal que se podían ver claramente sus dientes afilados y puntiagudos. Eran negros como la brea, sospecho que de tanto mascar hojas y yerbas, una costumbre muy difundida en estas zonas.
–Liga y desliga –oí que me respondía el tibetano.
A pesar de que yo no cesaba de repetirme a mí mismo que no eran más que insectos los que aquí habían encontrado una muerte tan horrenda, no podía evitar sentirme por demás impresionado, tanto, que por momentos creí desvanecerme... y la voz continuaba llegándome de muy lejos: –Liga y desliga...
No podía entender su significado, y sigo aún hoy sin entenderlo; tampoco puede decirse que después de lo ya relatado sucediera algo digno de ser tomado especialmente en cuenta. ¿Por qué sería entonces que yo permanecí ahí sentado? Tal vez pasaran horas, no lo sé. Era como si la voluntad de levantarme hubiese desaparecido de mi cuerpo, no puedo definirlo de otro modo.

Poco a poco el sol se iba hundiendo, y tanto el paisaje terreno como el celeste fue adquiriendo ese tinte rojo y anaranjado totalmente irreal, que cualquiera que haya estado alguna vez en el Tibet tan bien conoce. El colorido de este cuadro sólo es comparable al de las carpas que se pueden hallar en las romerías europeas.
No me podía desprender de las palabras: «liga y desliga»; paulatinamente iban adquiriendo en mi cerebro un sentido espantoso de verdad; en mi imaginación el bulto compacto y enorme de grillos se convertía en millones de soldados agonizantes. Sentí de pronto mi garganta como estrangulada por un misterioso e inconmensurable sentido de responsabilidad, cuyo tormento era aún mayor por lo mismo que me era imposible hallar su origen. Por un momento tuve la impresión de que el Dugpa se había ido y que en su lugar tenía delante mío –escarlata y verde oliva– a la abominable estatua del dios de la guerra tibetano.

Pude luchar contra esa visión hasta tener nuevamente ante mis ojos a la realidad tal cual era; pero a mí no me bastaba con esa realidad: los vapores que se elevaban de la tierra, las cimas dentelladas y nevadas de las montañas que se recortaban en el horizonte, el Dugpa con su gorro escarlata, yo mismo, con mis ropas mitad europeas mitad asiáticas, y finalmente esa carpa negra con sus patas de araña, ¡todas esas cosas no podían ser reales!

Realidad, fantasía, visión... ¿qué era verdad, qué era mentira? Y para colmo esa torturante sensación de que mi pensamiento se abría dejando un gran espacio hueco cada vez que volvía a hostigarme el miedo a ese nuevo, inexplicable, terrible sentido de responsabilidad. Más tarde, mucho más tarde... durante mi viaje de regreso, este acontecimiento fue creciendo en mi memoria como una exuberante planta venenosa que yo trataba en vano de extirpar.

De noche, cuando no puedo conciliar el sueño, comienza a tomar cuerpo en mí la vaga sensación de estar a punto de comprender el significado de la frase Liga y desliga, y entonces trato de asfixiarla para que no pueda madurar, del mismo modo en que uno trata de sofocar un fuego antes de que se propague... Pero de nada sirve defenderme ... en mi imaginación puedo ver como del montón de grillos muertos se alza un vapor rojizo que se va formando en nubes, que obscureciendo el cielo como las nubes fantasmales que trae el monzón, se precipitan hacia Occidente. Y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, siento algo que yo... yo... yo...

–Aquí la carta se interrumpe –dijo el profesor Goclenius–; desgraciadamente debo comunicarles ahora que en la embajada china me dieron la desgraciada nueva de la muerte de nuestro estimado colega Johannes Skoper, acaecida en el lejano Oriente... –el profesor no pudo seguir; un fuerte grito lo interrumpió: No puede ser, el grillo sigue vivo después de todo un año! ¡Increíble! ¡Atrápenlo! ¡Se vuela!. Vociferaban todos al mismo tiempo. El profesor de la melena leonina había destapado el frasco dejando salir al insecto aparentemente muerto.

Un momento después de todo este alboroto, el grillo había salido volando por la ventana hacia el jardín, y los graves señores científicos, en su afán por darle caza, casi se llevan por delante al portero del museo que venía para encender las lámparas de la sala de profesores. Moviendo pensativamente la cabeza, el viejo observaba a esos extraños personajes que en el jardín trataban de dar caza a un pequeño insecto volador. Luego miró hacia el cielo del atardecer rumiando para sí: ¡Las formas que pueden llegar a tomar las nubes en estos tiempos de guerra! Ahí hay una que parece un hombre con un gorro rojo y la cara verde; si no fuese porque los ojos están tan separados, se diría que es igualito a un ser humano. ¡Realmente, a mi edad lo único que me falta es volverme supersticioso!


El lobo. Guy de Maupassant (1850-1893)

Vean lo que nos narró el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Ravels.

Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.

Durante la comida casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz. Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, porque ninguna frase lo hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.

—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en 1764, y voy a decir de qué manera. Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, en nuestro castillo de Lorena, entre bosques. Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.

Cazaban todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar. Los dominaba aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos, poseyéndolos, no dejando espacio en su corazón para nada más. Habían prohibido que por ninguna causa los interrumpieran en sus cacerías. Mi bisabuelo nació mientras perseguía su padre a un zorro y, sin abandonar su pista, Juan de Arville murmuró:

—¡Cristo! Bien pudo esperar ese pícaro para nacer a que yo termine.

Su hermano Francisco se apasionaba aún más en su afición. Lo primero que hacía en cuanto se levantaba era ver a los perros y los caballos; luego, se entretenía disparando a los pájaros en torno del castillo hasta la hora de salir a caza mayor.

En la comarca los llamaban el señor marqués y el señor menor; entonces los aristócratas no establecían en los títulos —como ahora la nobleza improvisada quiere hacerlo— una jerarquía descendiente; porque no es conde un hijo de marqués ni barón un hijo de vizconde, como no es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero la vanidad mezquina de los actuales tiempos lo dispone así. Vuelvo a mis ascendientes.

Parece ser que fueron agigantados, velludos, violentos y vigorosos; el joven aún más que su hermano mayor, y tenía una voz tan recia, que, según una opinión popular que le complacía, sus gritos agitaban toda la verdura del bosque. Y, al salir de caza, debieron de ofrecer un espectáculo admirable aquellos dos gigantes, galopando en dos caballos de mucha talla y brío.

El invierno de 1764 fue muy crudo y los lobos rabiaron de hambre.

Atacaban a los campesinos, rondaban de noche alrededor de las viviendas, aullaban desde la puesta de sol hasta el amanecer y asaltaban los establos. Circuló un rumor terrible. Se Hablaba de un lobo colosal, de pelo gris, casi blanco; que había devorado a dos niños y el brazo de una mujer; había matado a todos los mastines de la comarca y, saltando las tapias, olfateaba sin temor alguno bajo las puertas. Ningún hombre dejó de sentirlo resoplar; su resoplido hacía estremecer la llama de las luces. Invadió la provincia un pánico terrible. Nadie salía de casa de noche ni al anochecer. La oscuridad parecía poblada en todas partes por la sombra de aquella bestia...

Los hermanos de Arville, resueltos a perseguir y matar al monstruo, dispusieron grandes cacerías, invitando a los nobles de la región. Todo fue inútil; ni en los bosques ni entre las malezas lo hallaron jamás. Mataban muchos lobos, pero aquél no aparecía. Y cada noche, al terminar la batida, como para vengarse, la bestia feroz causaba estragos mayores, atacando a un caminante o devorando alguna res; pero siempre a distancia del sitio donde lo buscaron aquel día.

Entró una de aquellas noches en la pocilga del castillo de Arville y devoró los dos mejores cerdos. Juan y Francisco reventaban de cólera, imaginando en aquel ataque una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto. Con sus más resistentes sabuesos, acostumbrados a perseguir temibles bestias, aprestáronse a la caza, rebosando sus corazones odio y furor.

Desde el amanecer hasta que descendía el sol arrebolado entre los troncos de los árboles desnudos, batieron inútilmente los matorrales.

Regresaban furiosos y descorazonados, llevando al paso las cabalgaduras por un camino abierto entre maleza, sorprendiéndose de que un lobo burlase toda su precaución y poseídos ya de una especie de recelo misterioso. Juan decía:

—Esa bestia no es como las demás. Parece que piensa y calcula como un hombre.

Y contestaba Francisco:

—Acaso conviniera que nuestro primo el obispo bendijese una bala, o que lo hiciese algún sacerdote de la región, rogándole nosotros que pronunciase las palabras oportunas.

Callaron y, después de un silencio, advirtió Juan:

—Mira el sol, qué rojo. La fiera no dejará de causar algún daño esta noche.

Apenas había terminado la frase, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco giraba. Un matorral, cubierto de hojas marchitas, crujió, abriendo paso a una bestia enorme y gris que, saliendo rápidamente de su escondrijo, internóse al punto en el bosque. Los dos de Arville articularon una especie de rugido que demostraba su fiera satisfacción y encogiéndose, inclinados hacia adelante, pegándose al cuello de sus briosos caballos, impulsándolos con todo su cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos, arrastrándolos, enloqueciéndolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.

De pronto, en aquella furiosa y precipitada persecución, tropezó mi abuelo con la cabeza en una rama que le abrió el cráneo y cayó sin sentido, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo el bosque. Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.

Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco el miedo lo invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville haciendo morir al mayor de los hermanos.

Se espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte, y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.

Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo; montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.

De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta a los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y, de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente y espoleando al caballo se lanzó tras el lobo.

Lo siguió entre los matorrales y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Le arrancaban el cabello las zarzas y salpicaba con sangre los árboles, golpeándolos con la frente; las espuelas rechinaban y hacían saltar chispas de los pedruscos. De pronto, la bestia y su perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.

Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó a tierra empuñando el cuchillo de monte. La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, lo aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano, lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:

—¡Mira, Juan! ¡Mira eso!

Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa en él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más, cuanto más apretaba; reía gritando: ¡Mira, Juan! ¡Mira eso! Ya no hallaba resistencia: el cuerpo del monstruo cedía con blandura. Estaba muerto.

Entonces Francisco lo alzó, y acercándose a su hermano con aquella carga inerte dejó caer un cadáver a los pies de otro cadáver, diciendo, conmovido y cariñoso:

—Toma, Juan; tómalo; ahí lo tienes.

Después colocó en la silla los dos cuerpos y se puso en marcha.

Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel. Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano, gimiendo y arrancándose las barbas. Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:

—¡Si al menos hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al otro, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!

La viuda educó a su hijo haciéndolo odiar la caza y ese odio se ha transmitido hasta mí de generación en generación.

El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:

—Esa historia es una leyenda, ¿verdad?

Y el marqués respondió:

—Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido.

Y una señora dijo con dulzura:

—De cualquier modo, agrada oír contar que alguien se apasiona fieramente.


El ladrón de cadáveres. Robert Louis Stevenson (1850-1894)

Todas las noches nos sentábamos los cuatro en el reservado de la posada George en Debenham: el empresario fúnebre, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, si llovía, nevaba o helaba, los cuatro nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás y se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas sabidas en Debenham. Mantenía opiniones vagamente radicales y cierto escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno -alrededor de las nueve- fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores había enfermado en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

-Ya ha llegado. -dijo el dueño, después de encender la pipa.
-¿Quién? -dije yo- ¿El médico?
-Precisamente. -contestó nuestro posadero.
-¿Cómo se llama?
-Doctor Macfarlane. -dijo el dueño.

Fettes terminaba su tercer vaso, sumido ya en la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido Macfarlane: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.
-Sí, -dijo el dueño- así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó; sus ojos se aclararon, su voz se hizo firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos sorprendidos ante aquella transformación, era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

-Les ruego que me disculpen, -dijo- mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:
-No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.
-¿Le conoce usted, doctor? -preguntó el empresario de pompas fúnebres.
-¡Dios no lo permita! -respondió— Sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?
-No es un hombre joven. Tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.
-Es mayor que yo, varios años mayor. Pero -dando un manotazo sobre la mesa-, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro -y se dio un manotazo sobre la calva-, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.

-Si este doctor es la persona que usted conoce -me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa-, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?
Fettes no me hizo el menor caso.
-Sí, -dijo, con repentina firmeza-, tengo que verlo cara a cara.
Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.
-Es el doctor. -exclamó el dueño- Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escaleraterminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes llegó sin vacilaciones hasta el vestíbulo y los demás, quedándonos retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como cara a cara. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía. Iba elegantemente vestido, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín -calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote- enfrentarse con él al pie de la escalera.

-¡Macfarlane! -dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
-¡Toddy Macfarlane! -repitió Fettes.
El londinense se tambaleó. Lanzó una mirada rápida al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:
-¡Fettes! ¡Tú!
-¡Yo, sí! -dijo el otro- ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.
-¡Calla, por favor! -exclamó el ilustre médico- ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado. Ya veo que te has ofendido. Confieso que no te había conocido; pero me alegro mucho, me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y debo tomar el tren; pero debes... veamos, sí... debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso en recuerdo de los viejos tiempos, como solíamos cantar durante nuestras cenas.
-¡Dinero! -exclamó Fettes- ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.
Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar la confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión. Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
-Mi querido amigo, -dijo- haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección...
-No. No deseo saber cuál es el techo que te cobija. -le interrumpió el otro-. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!

Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:

-¿Has vuelto a verlo?
El famoso doctor dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que lo interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón. Antes de que a ninguno se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.

-¡Que Dios nos tenga en su seno, Mr. Fettes! -dijo el posadero, el primero en recobrar el uso de sus sentidos-. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho.
Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.
-Procuren atar la lengua. -dijo- Es arriesgado enfrentarse con Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Después, sin terminar el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la noche.
Nosotros tres regresamos a los sillones, con un buen fuego y cuatro velas nuevas. A medida que recapitulábamos, el primer escalofrío se convirtió muy pronto en curiosidad. Nos quedamos hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de gloria, pero creo que me dí mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.

De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto talento, que le permitía retener lo que oía y asimilarlo en seguida. Trabajaba poco; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente en su clase.

Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía sobre Fettes. Era responsable de la limpieza y del comportamiento de los estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden al alba invernal, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país, recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier persona, esclavo total de sus propios deseos y ambiciones. Frío, superficial y egoísta, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio, solía decir, recalcando la aliteración; quid pro quo. Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que No hicieran preguntas por razones de conciencia.

No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.

Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en vela debido a un atroz dolor de muelas, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque menguante, derramaba abundante luz; hacía frío y la ciudad dormía, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfico del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo normal y parecían tener más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.

-¡Santo cielo! -exclamó- ¡Si es Jane Galbraith!
Los hombres no respondieron pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.
-La conozco. -continuó Fettes- Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.
-Está usted completamente equivocado, señor. -dijo uno de los hombres. Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.

Era imposible malinterpretar su expresión o el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó, contó la suma convenida y acompañó a sus visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó sobre el descubrimiento; consideró la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona; finalmente, lleno de dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.

Era un médico joven, Tolfe Macfarlane, favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su relato y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.

-Sí, -dijo- parece sospechoso.
-¿Qué debería hacer? -preguntó Fettes.
-¿Hacer? -repitió el otro- ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.
-Quizá la reconozca alguna otra persona. -objetó Fettes- Era tan conocida...
-Esperemos que no, -dijo Macfarlane- y si alguien lo hace, bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías bien librado, ni yo. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos. Porque hay una cosa cierta: prácticamente, todo nuestro material han sido personas asesinadas.
-¡Macfarlane! -exclamó Fettes.
-¡Vamos, vamos! -se burló el otro- ¡Como si no lo hubieras sospechado!
-Sospechar es una cosa...
-Y probar otra. Lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí -dando unos golpes en el cadáver con su bastón-. Pero en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y así es: no la reconozco. Tú puedes, si es tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.

Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, después de haber terminado su trabajo, Fettes entró en una taberna y encontró allí a Macfarlane sentado con un extraño. Era un hombre pequeño, pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. Su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.

-Yo no soy precisamente un ángel -hizo notar el desconocido-, pero Macfarlane... Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.
O bien: -Toddy, levántate y cierra la puerta.
-Toddy me odia -dijo después-. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!
-No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe. -gruñó Macfarlane.
-¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo. -explicó el desconocido
-Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor -dijo Fettes-. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.

Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado. Pasó la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos. A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.

-¡Cómo! -exclamó- ¿Has salido tú solo?
Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.
-Será mejor que le veas la cara. -dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar- Será mejor. -repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, asombrado.
-¿Dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? -exclamó el otro.
-Mírale la cara. -fue la única respuesta.

Fettes titubeó. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. Dos personas que había conocido habían terminado sobre las heladas mesas de disección. Con todo, aquellas eran sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas. Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.

-Richardson -dijo- puede quedarse con la cabeza.
Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:
-Hablando de negocios, debes pagarme.
Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
-¡Pagar! -exclamó- ¿Pagarte por eso?
-No tienes más remedio. Desde cualquier punto de vista que lo consideres. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
-Allí. -contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario.
-Entonces, dame la llave. -dijo el otro, extendiendo la mano.

Después de un momento de vacilación, Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.
-Ahora, mira, -dijo Macfarlane- ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.

La mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
-Y ahora, -dijo Macfarlane- es de justo que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
-Macfarlane, -empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca- me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.
-¿Por complacerme? -exclamó Wolfe- ¡Vamos! No has hecho más que lo que estabas obligado a hacer. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.
Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
-¡Dios mío! -exclamó- ¿Qué es lo que he hecho? ¿Cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?

-Mi querido amigo, -dijo Macfarlane- ¡qué ingenuidad! ¿Acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.

Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento. Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.

Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.

Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista -por usar un término de la época- no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos.

En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.

A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron en un espeso bosque no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher's Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.

-Un pequeño obsequio. -dijo.
Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
-Eres un verdadero filósofo. -exclamó- Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K. ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!
-Por supuesto que sí. -asintió Macfarlane- Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no, tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
-¿Y por qué tenía que haberla perdido? -presumió Fettes- No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? -y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.

Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.

-Lo importante es no asustarse. Confieso, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!

Para entonces se estaba haciendo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo; tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.

Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.

Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher's Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.

Los dos se habían mojado hasta los huesos y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.

-Por el amor de Dios, -dijo, haciendo un gran esfuerzo para hablar- por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!

Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.

Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.

-Esto no es una mujer. -dijo Macfarlane en un susurro.
-Era una mujer cuando la subimos. -respondió Fettes.
-Sostén el farol. -dijo el otro- Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó las moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.