jueves, 3 de octubre de 2024

El convenio de Sir Dominick. Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)

 En los primeros días del otoño de 1838 un asunto de negocios me llevó al sur de Irlanda. El tiempo era agradable, el lugar y la gente me eran nuevos. Alquilé un caballo en una taberna y envié mi equipaje con un sirviente a bordo de una diligencia de correo y luego, con la curiosidad de un explorador, inicié un recorrido de 25 millas a caballo, por caminos inhóspitos, hasta llegar a mi destino. Atravesé pantanos, colinas, planicies y castillos en ruinas, siempre bajo un consistente viento.

Inicié la marcha tarde, y habiendo hecho poco menos de la mitad del camino, ya estaba pensando en hacer un alto en el próximo lugar conveniente, para que descansase el caballo y se alimentase, y también para hacerme de algunas provisiones. Eran cerca de las cuatro cuando el camino, que ascendía gradualmente, se desvió a través de un desfiladero entre la abrupta terminación de unas montañas a mi izquierda, y una colina que se elevaba a mi derecha. Abajo se erguía una precaria villa bajo una larga línea de gigantescos árboles de hayas, cuyas ramas cobijaban a pequeñas chimeneas que emitían sus respectivas columnas de humo. A mi izquierda, separadas por millas, ascendiendo el cordón montañoso antes nombrado, había un bosque salvaje, cuyos follajes y helechos terminaban en las rocas.

A medida que descendía, el camino daba algunas curvas, siempre teniendo a mi izquierda el paredón de piedra gris, cubierto aquí y allá con hiedra. Y al acercarme a la villa, a través de sendas en el bosque, pude ver el largo murallón de una vieja y ruinosa casa ubicada entre los árboles, a medio camino entre el pintoresco paisaje montañoso. La soledad y la melancolía de esa ruina picó mi curiosidad, y una vez que hube llegado a la posada de St. Columbkill, habiendo puesto a descansar a mi caballo y permitiéndome a mí mismo una buena comida, comencé a pensar nuevamente en el bosque y la casa ruinosa, resolviendo dar luego un paseo por aquellas soledades. El nombre del lugar, supe, era Dunoran; y luego de traspasar el portón de entrada a la propiedad, inicié un paseo por la dilapidada mansión.

Una larga senda en la que sobresalían muchas ligustrinas, me llevó, luego de algunas curvas y recodos, a la vieja casona, bajo la sombra de los árboles. El camino traspasaba una hondonada recubierta de malezas, pequeños árboles y arbustos, y la silente casa tenía su puerta principal abierta hacia esta oscura cañada. Más allá se extendían robustos árboles por entre la casa, en sus desiertos parques y establos. Entré y vagué por todos lados, viendo ortigas y ligustrinas a través de los pasillos; de cuarto en cuarto los cielorrasos estaban caídos, y por aquí y por allá había vigas oscuras y raídas, con zarcillos de hiedra por todos lados. Las paredes altas, con el yeso picado, estaban manchadas y enmohecidas. Las ventanas estaban opacadas por la hiedra y, cerca de la gran chimenea unos grajos, especie de pequeños cuervos, revoloteaban mientras que de los árboles que cubrían la cañada, desde el otro lado, se escuchaban los graznidos de sus pichones. Y, mientras caminaba por entre aquellos melancólicos pasillos, mirando solo en las habitaciones cuyos entarimados no estaban hundidos (circunstancia que hacía de mi exploración una actividad peligrosa), comencé a preguntarme por qué una casa tan grande, en el medio de tan pintoresco paisaje, se había permitido decaer; soñé con la hospitalidad de quienes mucho tiempo antes fueran sus dueños, e imaginé la escena de fiestas y francachelas que se habría visto en medianoche.

La gran escalera era de roble, y había aguantado maravillosamente el tiempo. Me senté en sus escalones pensando vagamente en la transitoriedad de todas las cosas bajo el sol. Excepto por el ronco y distante clamor de los pichones, apenas perceptible desde donde yo me encontraba sentado, ningún sonido quebraba la profunda quietud del lugar. Raras veces había experimentado tal sentimiento de soledad. No había viento; ni siquiera el crepitar de una hoja marchita a través del pasillo. Todo era opresivo. Los altos árboles que se erguían alrededor de la casa la oscurecían y añadían algo de terror a la melancolía del lugar. En ese momento, cercano a mí, escuché con desagradable sorpresa una voz muy particular, que repitió estas palabras:

—Comida para los gusanos, muerta y podrida.
Había una pequeña ventana en la pared, y a través de su oscuro hueco vi, casi entre las sombras, la forma difusa de un hombre, sentado y bamboleando su pie. Me miraba fijo y reía cínicamente; antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, repitió este dicho:
—Si la muerte fuera una cosa que con dinero se pudiese evitar, los ricos vivirían y los pobres habrían de morir.
—Fue una gran casa, señor —continuó— la Casa Dunoran, de los Sarsfield. Sir Dominick Sarsfield fue el último de su familia. Perdió la vida a no más de seis pies de distancia de donde usted está sentado.
Y mientras decía esto, saltó con un leve brinco al piso. Tenía el rostro oscuro, rasgos afilados, un poco encorvado. Tenía un bastón para caminar con el cual señaló a un punto en la pared. Una mancha en el yeso.
—¿Ve usted la marca, señor? —dijo.
—Sí —respondí, al tiempo que me paraba y miraba con curiosa anticipación.
—Está a unos siete u ocho pies del piso, señor, y usted no adivinará de qué proviene.
—Me temo que no —dije— supongo que es una mancha de humedad.
—Nada de eso, señor —respondió con la misma sonrisa cínica, aún apuntando al manchón con su bastón—. Es un manchón de sesos y sangre. Está ahí desde hace más de cien años; y nunca se irá mientras la pared esté en pie.
—Entonces, ¿fue asesinado?
—Peor que eso, señor —respondió.
—¿Tal vez se suicidó?
—Peor que eso, señor. Soy más viejo de lo que parezco, señor; usted no podrá adivinar mis años.
Se quedó en silencio, mirándome, como invitándome a una conjetura.
—Bueno, yo diría que usted tiene unos cincuenta y cinco.
Rió, tomó una pizca de rapé y dijo:
—Cumplí setenta hace poco.
—Le doy mi palabra que no lo aparenta; aún no lo puedo creer.
¿Usted no recuerda la muerte de sir Dominick Sarsfield? —dije, mirando la ominosa mancha de la pared.
—No, señor, eso ocurrió mucho antes de que yo naciera. Pero mi abuelo fue mayordomo aquí y muchas veces escuché de su boca el relato de la muerte de sir Dominick. No hubo mayordomo en la casa desde que ocurrió aquello, pero hubo dos sirvientes que la mantuvieron, y mi tía fue una de ellas. Ella me crió aquí hasta que tuve 9 años, hasta que se marchó a Dublín, desde ese momento todo comenzó a decaer. El viento fue despojando el tejado y la lluvia pudrió el maderamen. Poco a poco, a través de estos sesenta años, la casa se fue convirtiendo en esto que hoy ve usted. Pero yo aún tengo cierto afecto por el lugar, por los viejos tiempos. Nunca vengo por aquí, pero quise echar un vistazo. No pienso que esté viniendo muchas veces a ver la vieja casa, ya que estaré bajo el césped en no mucho tiempo.
—Usted se mantiene joven —dije, y dejando este trivial tema, comenté—: No me sorprende que le guste este viejo lugar; es un bello lugar, con muchos árboles.
—Desearía que lo hubiera visto cuando las nueces estaban maduras; son las nueces más dulces de toda Irlanda, creo —contestó con un práctico sentido de lo pintoresco—. Usted se llenaría los bolsillos mientras lo recorría.
—Este es un bosque muy antiguo —comenté—. No he visto ninguno más hermoso en toda Irlanda.
—¡Eiah! Usía, todas las montañas de por aquí ya tenían bosques cuando mi padre era mozo, y Murroa Wood era el más grande de todos. La mayoría eran robles, y hoy han sido en gran parte talados. Ni uno quedó que se pueda comparar con los de aquellos tiempos. ¿Qué camino tomó, usía, para llegar hasta aquí? ¿Vino desde Limerick?
—No. Killaloe.
—Bueno, entonces pasó por el lugar donde estaba en los viejos tiempos el Murroa Wood. Fue cerca de allí que sir Dominick Sarsfield se encontró por primera vez con el Diablo, el Señor nos libre, y este fue un mal encuentro para él.

Había tomado interés en esta aventura que había tenido lugar en el mismo marco que ahora me atraía tanto; y mi nuevo conocido, el pequeño encorvado, estaba bien dispuesto a narrarme la historia. Y comenzando a hablar, pronto nos sentamos.

—Cuando sir Dominick estaba aquí, la propiedad estaba esplendorosa; y aquí tenían lugar grandes fiestas, había música y se le daba la bienvenida a todos aquellos que se acercaban. Había vino de tonel de clase, comida caliente, como para incendiar una ciudad, y cerveza y sidra, como para hacer flotar un buque. Esto duraba casi todo el mes, hasta que el tiempo y la lluvia estropeaban las diversiones de nuestras danzas. Por esa época comenzaba la feria de Allybally Killudeen, distrayéndonos con sus diversiones.

Pero sir Dominick sólo estaba comenzando, y no le había quedado método por intentar que lo llevase a deshacerse de su fortuna (bebida, dados, carreras, naipes y todo tipo de azares), con lo que no pasaron muchos años para que se viera en deuda y se convirtiera en un hombre muy desgraciado. Al mundo exterior mostró, mientras pudo, como que no ocurría nada. Luego vendió todos sus perros y luego fueron casi todos los caballos. Con eso se marchó a Francia, y nadie escuchó nada de él durante algo así como dos o tres años. Hasta que al final, muy inesperadamente, una noche se escuchó un golpe en la gran ventana de la cocina. Eran pasadas las diez y el viejo Connor Hanlon, mi abuelo el mayordomo, estaba sentado al lado del fuego, solo, calentándose. Soplaba un viento fuerte por las montañas, y silbaba a través de la copa de los árboles y hacía un ruido triste a través de la gran chimenea.

El narrador miró fijo a la más cercana chimenea, visible desde su asiento.
—Como no estaba seguro acerca del golpe en la ventana, se levantó y vio el rostro de su patrón. Mi abuelo se alegró de verlo bien, ya que hacía bastante tiempo que no tenía noticias de él; pero al mismo tiempo estaba triste porque habían cambiado las cosas y sólo estaban a cargo de la casa el viejo Juggy Broadrick y mi abuelo mismo, habiendo apenas un hombre en el establo, y era cosa muy lamentable volver a la propia casa en tal estado. Él le dio la mano a Connor y dijo:
—Vine aquí para hablarle. Dejé mi caballo con Dick en el establo; si no lo vuelvo a buscar antes del amanecer, quiere decir que jamás lo volveré a utilizar.

Dicho esto, fue a la gran cocina y tomó un taburete, donde se sentó para tomar un poco de calor del fuego.

—Siéntate, Connor, frente a mí, y escucha lo que voy a contar, y no temas decir lo que pienses.
Habló todo el tiempo mirando al fuego, con sus manos extendidas. Se veía muy cansado.
—¿Y por qué habría de temer, amo Dominick? —preguntó mi abuelo—. Usted ha sido un buen amo para mí, lo mismo que su padre, que su alma descanse en paz, antes de usted. Y soy sincero.
—Todo terminó para mí, Con —dijo sir Dominick.
—¡Dios no lo permita! —dijo mi abuelo.
—Reza por ello —dijo sir Dominick—. Perdí mi última moneda; sólo queda esta vieja casa. Debo venderla y he venido, sin saber bien por qué, a dar un último vistazo y luego marcharme hacia la oscuridad.
Y dijo:
—Con, dicen que el Diablo te da dinero durante la noche que al otro día se convierte en guijarros, astillas y cáscaras de nuez. Si juega limpio, creo que podré hacer negocios con él esta noche.
—¡Dios no lo permita! —dijo mi abuelo, con un sobresalto, mientras se santiguaba.
—¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cuánto tiempo pasó desde que el capitán Waller lidió conmigo por la joya en New Castle?
—Seis años, amo Dominick, y con el primer disparo le rompió la pierna.
—Lo hice, Con —dijo él— y ahora desearía que, en cambio, él me hubiera atravesado el corazón. ¿Tienes un whisky?
Mi abuelo tomó una botella de un aparador y sir Dominick lo sirvió en una copa.
—Saldré para echar un vistazo a mi caballo —dijo, levantándose y enfundándose con su capa, y con la mirada fija como si estuviese pensando en algo malo.
No tardaré más que un minuto en ir al establo y mirar el caballo por usted, señor —dijo mi abuelo.
—No iba a ir al establo —dijo sir Dominick—; puedo decirte la verdad, ya que lo sabrás tarde o temprano. Iba a ir a través del bosque; si vuelvo me verás en no más de una hora. De cualquier manera, no sería bueno que me siguieras, ya que si lo haces te dispararía y sería un mal fin para nuestra amistad.

Dicho esto, caminó por este pasillo de ahí. Abrió la puerta y salió hacia la espesura bajo la luz de la luna y el viento frío. Mi abuelo lo vio caminar a través del bosque, hasta que entró y cerró la puerta. Sir Dominick se detuvo para pensar cuando se encontró en el medio del bosque. No se había dado cuenta cuando dejó la casa, pero el whisky no le había aclarado la mente, tan solo le había dado coraje. Ya no sentía el viento, no temía a la muerte, ni pensaba en nada más que en la vergüenza y la caída de su familia.

De pronto no le vino mejor idea que seguir caminando hasta Murroa Wood, en donde podía subirse a uno de los robles para colgarse con su pañuelo de una de las ramas. Era una brillante noche de luna llena, tan solo había una pequeña nube que de cuando en cuando ocultaba al satélite que, sin embargo, daba tanta luz como si fuera día. Marchó hacia el bosque de Murroa, iba tan rápido que cada uno de sus pasos equivalía a tres normales. No tardó mucho tiempo en llegar al lugar en que los robles extendían sus sarmentosas raíces y sus ramas como si fueran los maderos de un techo, dejando filtrar, empero, algo de la luz lunar, y provocando unas sombras gruesas y tan espesas como la suela de mi zapato.

Ya estaba volviendo a su sobriedad, y comenzaba a afloja su paso, pensando que sería mejor enlistarse en el ejército del Rey de Francia. En ese momento, cuando había resuelto para sí mismo no quitarse la vida, fue que comenzó a escuchar un leve tintineo a través del bosque y, de pronto, vio a un gran caballero justo enfrente suyo, que venía caminando por ese mismo lugar. Era joven, tal como él, y vestía un sombrero ladeado, con un listón dorado a su alrededor, como el de un oficial, y una indumentaria como la que en algunas ocasiones vestían los oficiales franceses. Los dos caballeros se quitaron sus respectivos sombreros, y el extraño dijo:

—Estoy reclutando, señor —dijo él— para mi soberano, y usted se dará cuenta de que mi dinero no se convertirá en guijarros, astillas y cáscaras de nuez a la mañana siguiente.
Al mismo tiempo sacó una gran bolsa repleta de oro; sir Dominick sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.
—No tema —dijo el extraño— el dinero no te consumirá. Si pruebas ser honesto y si esto prospera contigo, desearía proponerte un pacto. Hoy estamos a último día de febrero —continuó— te serviré durante siete años exactos, y al término de los mismos tú me servirás a mí. Volveré a buscarte cuando el séptimo año se cumpla, cuando el reloj surque el minuto entre febrero y marzo. Tú no me verás como un mal amo, ni tampoco como un mal sirviente. Amo mis propiedades; y ordeno todos los placeres y glorias del mundo. El contrato se iniciará hoy, y el arriendo se cumplirá en la medianoche del último día nombrado; y en el año de —me dijo el año, pero ciertamente lo olvidé— y si tú prefieres esperar para ver el progreso antes de firmar, tendrás un plazo de ocho meses y 28 días. Pero en este lapso no puedo hacer gran cosa por ti; y si llegado el día no quieres firmar, todo lo que te otorgué se desvanecerá, y te encontrarás tal y como esta noche, listo para colgarte del primer árbol.

Bien, sir Dominick eligió esperar, y regresó a la casa con la bolsa llena de oro, tan redonda como su sombrero. Mi abuelo se alegró de ver a su amo seguro y regresando tan pronto. Llamó nuevamente por la cocina y dejó caer la bolsa sobre la mesa. Se quedó parado y moviendo los hombros, como si hubiera estado cargando un gran peso sobre ellos; miró la bolsa y mi abuelo lo miró a él, y de él a la bolsa y nuevamente a él. Sir Dominick se veía pálido como una hoja de papel.

—No lo se, Con, ¿qué habrá dentro? Es la carga más pesada que jamás acarreé.
Se mostró tímido para abrirla y antes de hacerlo hizo que mi abuelo avivara el fuego de la chimenea. Una vez abierta, vieron que la bolsa estaba repleta de monedas de oro, nuevas y brillosas, como si fueran recién salida de la casa de la moneda. Sir Dominick hizo que mi abuelo se sentara a su lado mientras contaba cada una de las monedas de la bolsa. No faltaba mucho para que rompiera el día cuando terminó de contar, y sir Dominick le hizo jurar a mi abuelo que no diría palabra de aquel asunto a nadie. Y él lo guardó en secreto.

Cuando el plazo de los ocho meses y veintiocho días estaba cerca de expirar, sir Dominick regresó muy preocupado a esta casa. No sabía bien qué hacer. Nadie más que mi abuelo sabía algo sobre el tema, y no conocía ni la mitad de lo que había pasado. A medida que se acercaba el final del mes de octubre, sir Dominick se iba angustiando cada vez más. Una vez que pudo tranquilizarse pensando que no tendría que decir más nada sobre el asunto, ni hablar nuevamente con aquel que conociera en el bosque de Murroa, las deudas volvieron a hacer palpitar su corazón. Sólo unas semanas antes de la expiración del plazo, todo comenzó a andar mal. Un hombre le escribió desde Londres para decir que sir Dominick había pagado trescientas libras al hombre equivocado, y que debería pagar de nuevo; otro reclamaba una deuda de la que nunca antes había oído nada; y otro más, en Dublín, negaba el pago de una gran deuda, y sir Dominick no tenía idea de dónde había puesto los recibos. Por la misma fecha tuvo una cincuentena de reclamos similares.

Una vez que llegó la noche del 28 de octubre, estaba por volverse loco con la cantidad de reclamos que le llegaban de todos lados. Sólo veía como salida el recurrir a su terrible amigo, aquel a quien había conocido aquella noche en el bosque de aquí cerca. Así que decidió marchar para cumplimentar el asunto que ya había iniciado, a la misma hora que había ido la última vez. Se quitó el crucifijo que llevaba en torno al cuello, ya que era católico, y su pequeño evangelio, y se deshizo de la astilla de la Sagrada Cruz que guardaba en un relicario, ya que desde que había tomado dinero proveniente del El Maligno, había comenzado a sentir miedo, y se había hecho de diversos elementos para protegerse del poder del demonio. Pero esa noche no se atrevía a llevarlos consigo, así que se los dio en la mano a mi abuelo, sin decirle palabra, con el rostro tan blanco como el papel. Luego tomó su sombrero y espada y le dijo a mi abuelo que estuviera pendiente de su regreso para luego salir hacia el bosque.

Era una noche tranquila, y la luna, no tan brillante como la primera noche, iluminaba el brezal y las rocas y caía sobre el solitario bosque de robles. Su corazón iba latiendo, a medida que se acercaba al lugar, con mayor fuerza. No había sonido alguno, ni siquiera el aullido distante del perro de la villa cercana. Si no fuera por sus deudas y pérdidas que lo estaban por volver loco y, a pesar del temor por su alma, esperanzas del paraíso y de todo lo que su buen ángel le susurraba al oído, se habría dado la vuelta, habría enviado por su clérigo para que le tomare la confesión y le diera una penitencia, para poder cambiar su camino hacia una buena vida, ya que había llegado al punto de aterrorizarse por el pacto que iba a realizar. Aligeró el paso hasta que llegó al mismo lugar bajo las grandes ramas del viejo roble. Se detuvo y se sintió tan frío como un muerto. Imagínese que no se sintió mucho mejor cuando vio venir al mismo hombre por detrás del gran árbol.

—Encontró que el dinero fue bueno —dijo éste— pero no fue suficiente. No importa, tendrás suficiente como para ahorrar. Te haré una sugerencia para que cada vez que necesites mi servicio, cada vez que desees verme, sólo tendrás que acudir a este lugar y recordar mi rostro en tu mente, y desear mi presencia. Ahora para fin de año ya no deberás ni un centavo, y nunca perderás a los naipes, siempre tendrás el mejor lanzamiento de dados y apostarás al caballo correcto. ¿Estás complacido?

La voz de sir Dominick casi se atenazaba en su garganta, pero emitió una o dos palabras que significaban su consentimiento. Y con esto El Maligno lo tocó con una aguja, invitándolo a escribir unas palabras que tenía que repetir y que sir Dominick no comprendió, sobre dos delgadas hojas de pergamino. Con una de ellas se quedó el caballero, y la otra se la entregó a sir Dominick, dándosela en la misma mano de la que había tomado su sangre. También le cerró la herida, ¡y esto es verdad, como que usted está ahí sentado!

Bueno, sir Dominick regresó a casa. Estaba muy asustado. Pero poco a poco iba calmándose. En breve tiempo se vio librado de sus deudas. El dinero pronto le cayó en avalancha, y nunca hizo apuesta o tomó parte en juego de azar que no ganara; y por sobre todo, no hubo pobre en sus propiedades que no fuese menos feliz que sir Dominick. Él volvió a los viejos tiempos, cuando el dinero propiciaba que hubiera sabuesos, caballos y vino en abundancia, muchos invitados, diversiones y todo aquello que alegraba la gran casa. Y algunos dijeron que sir Dominick estaba pensando en casarse, en tanto otros decían que no. De cualquier modo, algo había que lo preocupaba más de lo común y una noche, sin que nadie lo supiera, marchó al bosque de robles. Mi abuelo pensó que sería algún problema con una joven y bella dama de la que estaba celoso y enamorado. Pero es sólo una suposición.

Bien, sir Dominick se metió en el bosque, caminando y espantándose cada vez más a medida que se iba acercando al punto de encuentro; luego de un rato allí, se estaba por volver sobre sus pasos, cuando vio a quien había ido a ver, sentado sobre una gran roca, bajo uno de los árboles. En lugar de estar ataviado como un elegante caballero, con el listón dorado y la gran vestimenta, ahora estaba vestido con harapos y su estatura era del doble que antes. Su rostro estaba embadurnado de hollín y tenía un gran martillo metálico, que se veía tan pesado como cincuenta, con un mango de casi un metro de largo entre sus rodillas. Estaba tan oscuro que no le vio claramente por un largo rato.

Se paró, vio que tenía un tamaño descomunal. Qué ocurrió entre ellos mi abuelo jamás escuchó, pero sir Dominick se empezó a volver un tipo melancólico, noche tras noche, y no reía por nada ni decía palabra alguna a nadie. Cada vez empeoraba más y se volvía más solitario. Y esa cosa, cualquiera que fuera, solía atacarle espontáneamente, algunas veces de una forma y otras veces de otra, podía ser en lugares solitarios o cuando regresaba cabalgando solo a casa. Al final se desesperó tanto que envió por el sacerdote.

El cura estuvo con él por largo tiempo, y cuando hubo escuchado toda la historia se marchó rápidamente en busca del obispo, quien estuvo aquí al día siguiente, dándole un buen consejo a sir Dominick. Le dijo que debía cortar por lo sano con los dados, los juramentos y la bebida, y que debía deshacerse de las malas compañías, para vivir en la virtud hasta que se cumpliera el plazo de siete años. Y si el Diablo no venía por él durante el minuto posterior a las doce en punto del primero de marzo, él estaría a salvo del pacto.

No faltaban más de ocho o diez meses para que se cumpliera el plazo de los siete años, y sir Dominick vivió todo ese tiempo de acuerdo al consejo del obispo, tan estrictamente como si estuviera en un retiro.

Bien, usted puede suponer que se sintió raro hasta que llegó la mañana del 28 de febrero. El cura llegó ese día, y sir Dominick y el reverendo se encerraron juntos en el cuarto que usted ve ahí, donde estuvieron rezando hasta casi la medianoche y durante la siguiente hora. No hubo signos de desorden ni mayor disturbio, y el obispo durmió esa noche en la habitación contigua de sir Dominick, despertando confortable al otro día, estrechando sus manos y besándose como dos camaradas luego de una victoria en la guerra. Sir Dominick creyó que tendría una placentera velada, luego de todas sus abstinencias y oraciones, así que invitó a una docena de sus camaradas, incluidos el cura, a cenar con él, y hubo copas y un sinfín de vino, juramentos, dados, naipes, cantinelas y cuentos, pero nada bueno para escuchar, de manera que él sacerdote se marchó cuando vio el rumbo que habían tomado las cosas. No faltaba mucho para la medianoche cuando sir Dominick, sentado a la cabeza de su mesa, exclamó:

—¡Este es el mejor primero de marzo que jamás pasé con mis amigos!
—Pero si no estamos a primero de marzo —dijo el señor Hiffernan de Ballyvoreen. Era un hombre erudito y siempre tenía un almanaque.
—¿Qué día es entonces? —preguntó sir Dominick, pasmado, dejando caer una cuchara en el plato y mirándolo fijamente, como si tuviera dos cabezas.
—Estamos a veintinueve de febrero, año bisiesto —dijo.

Y mientras hablaban de esto, el reloj anunció las doce de la noche; y mi abuelo, que estaba medio dormido en su silla junto a la chimenea del vestíbulo, abrió los ojos y vio a un caballero robusto y no muy alto, con una capa y un cabello muy largo y negro, que escapaba de su sombrero, parado en ese lugar donde se ve esa luz contra la pared. Mi encorvado amigo apuntó con su bastón a una pequeña franja que iluminaba la luz del atardecer, que hacía un relieve sobre la profunda oscuridad del pasillo.

—Dile a tu amo —dijo él con una voz espantosa, como la del gruñido de una bestia— que estoy aquí por un contrato, y que lo esperaré durante un minuto.
Mi abuelo subió por esas escaleras sobre las cuales usted está sentado.
—Dile que aún no puedo bajar —dijo sir Dominick, y volviéndose a sus compañeros en el cuarto, les dijo, con un sudor frío en la frente —: Por el amor de Dios, caballeros, ¿alguno de ustedes podría saltar por la ventana e ir en busca del cura?
Todos se miraron entre sí, sin saber qué hacer, y en ese momento mi abuelo regresó diciendo:
—Señor, dice que, a no ser que baje, él subirá por usted.
—No comprendo esto, caballeros, veré que significa —dijo sir Dominick, al tiempo que recomponía su semblante y caminaba a través del cuarto, como un hombre condenado al que su verdugo espera fuera. Al bajar las escaleras, algunos de sus camaradas espiaron a través del pasamanos. Mi abuelo iba caminando seis u ocho escalones detrás suyo, y llegó a ver al extraño dar unas zancadas en dirección a sir Dominick. Lo tomó entre sus brazos e hizo girar su cabeza contra la pared. En ese momento las velas y los leños de las chimeneas se apagaron con un fuerte viento que recorrió todo el piso.

Los compañeros bajaron corriendo. Un golpe provino de la puerta principal. Algunos corrieron para arriba y otros para abajo, con faroles. Encontraron a sir Dominick. Alumbraron su cadáver y pusieron sus hombros contra la pared; pero no pudo decir ni media palabra, ya se había enfriado y se estaba poniendo tieso. Pat Donovan llegaba tarde esa noche. Luego que traspasó el pequeño arroyo, y que su carruaje se encaminó hacia la casa, faltando unos veinticinco metros para llegar, su perro, que estaba a su lado, dio un giro súbito y brincó, dando un aullido que se habrá escuchado a una milla a la redonda; en ese momento dos hombres pasaron a su lado en silencio, provenientes de la casa. Uno de ellos era pequeño y robusto y el otro como sir Dominick, pero sólo la forma, ya que como había muy poca luz bajo los árboles por donde pasaron, sólo se veían como sombras. Cuando pasaron por ahí, él no pudo escuchar sus pasos. Se asustó bastante y, cuando llegó a la casa, encontró a todos en una gran confusión, en torno al cadáver del dueño, con la cabeza en pedazos, yaciendo en aquel lugar.

El narrador se detuvo y me indicó con la punta de su bastón el sitio exacto en donde estaba el cuerpo de sir Dominick, y mientras miraba, las sombras iban oscureciendo el manchón rojizo, a medida que el sol se iba ocultando tras las distantes colinas de New Castle, dejando la fantasmagórica escena en el profundo gris de la penumbra. Al fin el narrador y yo partimos, no sin despedirnos con buenos deseos y una pequeña "propina" de mi parte que no fue mal venida. Estaba oscuro y la luna brillaba en lo alto cuando llegué a la villa, monté mi caballo y di una última mirada al lugar de la terrible leyenda de Dunoran.


El chico que predecía terremotos. Margaret St. Clair (1911-1995)

-Naturalmente, tú eres escéptico -dijo Wellman. Se sirvió agua de una jarra, se colocó una píldora en la lengua y, con ayuda del agua, se la tragó -. Es lógico y comprensible. No te culpo por ello, ni soñarlo. Aquí, en el estudio, había un buen montón de gente que, cuando empezamos a programar a ese chico, Herbert, sustentaba tu misma actitud. Y, entre nosotros, no me importa admitir que yo mismo sentía bastantes dudas respecto a que un programa de esa clase pudiera dar buen resultado en televisión.

Wellman se rascó detrás de la oreja, mientras Read le escuchaba con interés científico.

-Bueno, pues estaba equivocado - siguió Wellman, bajando la mano -. Me complace decir que erré en un mil por ciento. El primer programa del muchacho, que no fue anunciado y careció de publicidad, aportó casi mil cuatrocientas cartas. Y hoy en día recibe... -El hombre se inclinó hacia Read y susurró una cifra.
-¡Oh! - exclamó Read.
-Aún no hemos divulgado esa información, porque esos borregos de Purple no nos creerían. Pero es la verdad pura y simple. Hoy en día no existe otra personalidad en televisión que cuente con una audiencia como la del chico. El programa también se emite en onda corta, y la gente lo sintoniza en todas partes del mundo. Después de cada programa, la oficina de Correos ha de enviarnos dos camiones especiales llenos de cartas. Read, no puedo expresar lo feliz que me hace el que ustedes, los científicos, estén pensando, por fin, en hacer un estudio respecto al muchacho. Te soy franco.
-¿De qué tipo es, personalmente? - preguntó Read.
-¿El chico? Oh, muy sencillo, tranquilo y muy, muy sincero. A mí me gusta muchísimo. Su padre... bueno, es todo un carácter.
-¿Cómo se realiza el programa?
-¿Quieres decir cómo trabaja Herbert? Pues, francamente, Read, eso es algo que tendrán que averiguar tus informadores. Nosotros no tenemos ni la más mínima idea de lo que ocurre en realidad. Desde luego, puedo decirte los detalles del programa. El muchacho actúa dos veces a la semana, los lunes y viernes. No emplea guión - Wellman hizo una mueca-, y eso nos produce más de un quebradero de cabeza. Herbert asegura que los guiones le dejan sin saber qué decir. Permanece en antena durante doce minutos. La mayor parte de ellos se limita a charlar, contando a los espectadores lo que estudia en el colegio, los libros que ha leído y cosas por el estilo. La clase de conversación que uno oye de cualquier muchacho simpático y tranquilo. Pero siempre hace una o dos predicciones. Como mínimo, una, y como máximo tres. Se trata de cosas que ocurrirán durante las próximas cuarenta y ocho horas. Herbert dice que, más allá de ese plazo, no puede ver nada.
-¿Y las predicciones se cumplen? - inquirió Read, y más que una pregunta era una afirmación.
-Siempre - replicó Wellman, con leve tono de cansancio. Lanzó un bufido -. El último abril, Herbert predijo la caída del avión estratosférico en Guam, el huracán de los Estados del Golfo, y los resultados de las elecciones. También anunció el desastre del submarino en Las Tortugas. ¿Te das cuenta de que el FBI, durante cada programa, tiene un agente en el estudio, junto al muchacho? Se trata de una medida para suspender inmediatamente el espacio si el chico dice algo que sea contrario a la política pública. Así de en serio le toman.

Ayer, cuando me enteré de que la Universidad pensaba hacer un estudio sobre el tema, repasé el historial de Herbert. Hace ahora año y medio que su programa se emite, dos veces a la semana. Durante ese tiempo, el chico ha hecho ciento seis predicciones. Y cada una de ellas, sin excepción, ha resultado cierta. En estos momentos, el público en general tiene tal confianza en él que... - Wellman se humedeció los labios, buscando la comparación adecuada -, que si predijese el fin del mundo o el ganador del Derby irlandés, le creerían.

"Soy sincero por completo, Read, terriblemente sincero: Herbert es la cosa más importante que ha habido en televisión desde el invento de la célula de selenio. Resulta imposible sobreestimarle a él o a su importancia. Y ahora, ¿ te parece que vayamos a presenciar su programa? Ya es casi hora de que empiece.

Wellman se puso de pie frente a su escritorio y colocó, en su lugar, la corbata, adornada con pingüinos rosa y púrpura. Luego condujo a Read a través de los pasillos de la emisora hasta la sala de observación del estudio 8-G, donde se encontraba Herbert Pinner.

Read pensó que Herbert parecía un muchacho agradable y pacífico. Tendría unos quince años y estaba muy desarrollado para su edad. Su rostro era agradable, inteligente y con cierta expresión preocupada. Realizó los preparativos para su programa con perfecta compostura, que tal vez escondiese un punto de desagrado.

-He estado leyendo un libro muy interesante -dijo Herbert a la audiencia televisiva-. Se llama El conde de Montecristo. Creo que a casi todo el mundo le gustaría - el muchacho mostró el volumen a los espectadores -. También he comenzado a leer una obra sobre astronomía escrita por un hombre llamado Duncan. Eso me ha hecho desear un telescopio. Mi padre dice que, si trabajo de firme y consigo buenas notas en el colegio, a fin de curso me regalará un pequeño telescopio. Cuando lo compremos, les diré lo que veo por él.

"Esta noche, en los Estados del Atlántico Norte habrá un terremoto. No será muy malo. Producirá considerables daños en las propiedades; pero no habrá víctimas. Mañana por la mañana, a eso de las diez, encontrarán a Gwendolyn Box, que está perdida en las sierras desde el jueves. Aunque tendrá una pierna rota, estará aún con vida.

"Cuando tenga el telescopio, espero hacerme miembro de la Sociedad de Observadores de las Estrellas Variables. Las estrellas variables se llaman así porque su brillo varía, ya sea debido a cambios internos o a causas externas...

Al final del programa, Read fue presentado al joven Pinner. El científico encontró al muchacho muy cortés y cooperativo; pero un poco distante.

-No sé cómo lo hago, señor Read - dijo Herbert, después de responder a cierto número de preguntas preliminares -. No son imágenes, como usted ha sugerido, y tampoco palabras. Sólo es que... esas cosas se me ocurren.

"He observado que no logro predecir nada a no ser que sepa, más o menos, de qué se trata. He podido anunciar el temblor de tierra porque todo el mundo sabe lo que es un terremoto. Pero no hubiera conseguido hablar de Gwendolyn Box de no saber que estaba perdida. Sólo hubiera tenido la sensación de que algo o alguien iba a ser encontrado.

-¿Quieres decir que no puedes hacer predicciones acerca de nada a no ser que, con anterioridad, conozcas la cosa conscientemente? - preguntó Read, con interés. Herbert dudó.
-Supongo que sí... -dijo-. En caso contrario se forma una especie de... borrón en mi cerebro; pero no puedo identificar lo que es. Es como mirar a una luz con los ojos cerrados. Uno sabe que existe luz, pero eso es cuanto conoce. Ese es el motivo de que lea tantos libros. Cuantas más cosas conozco, sobre más cosas puedo hacer predicciones. Algunas veces se me escapan cosas importantes. No sé a qué se debe. Como, por ejemplo, cuando estalló la pila atómica y murió tanta gente. Para aquel día, lo único que yo había anunciado era un aumento en los empleos. En realidad, no sé cómo me pasa esto, señor Read. Lo único que sé es que me pasa.

En aquel momento apareció el padre de Herbert. Era un hombre bajo y robusto, con la persuasiva personalidad del extrovertido.

-Así que van a investigar a Herbert, ¿eh? - dijo, tras las presentaciones -. Esto está bien. Ya era hora de que lo hiciesen.
-Creo que lo haremos - respondió Read, con cautela -. Primero tendrán que aprobar la subvención para el proyecto.

El señor Pinner le miró astutamente.

-Antes quiere ver si se produce un terremoto, ¿verdad? Cuando se le oye decirlo a él mismo, es diferente. Bueno, pues lo habrá. Una cosa tremenda, un terremoto - chasqueó la lengua con desagrado -. Al menos no habrá muertos, y eso es bueno. Y encontrarán a la señorita Box de la forma anunciada por Herbert.

El terremoto se produjo a eso de las nueve y cuarto, mientras Read se hallaba sentado bajo la lámpara de pie, leyendo un informe de la Sociedad de Investigaciones Físicas. Se oyó un ominoso retumbar que fue seguido por un largo y mareante temblor.

A la mañana siguiente, Read hizo que su secretaria la pusiera en contacto con Haffner, un sismólogo al que el científico conocía superficialmente. Por teléfono, Haffner se mostró definitivo y brusco:

-Claro que no existe forma de predecir un temblor de tierra - dijo, con sequedad -. Ni siquiera con una hora de anticipación. Si la hubiera, advertiríamos a la gente y haríamos evacuar las áreas donde se va a producir. Nunca se producirían muertos. En forma general, podemos adelantar los lugares donde son probables los terremotos, eso sí. Hace años que sabemos que en esta área pueden producirse temblores. Pero respecto a marcar la hora exacta... Sería lo mismo que preguntarle a un astrónomo cuándo se va a convertir en nova una estrella. No lo sabe, y nosotros tampoco. De todas formas, ¿a qué se deben sus preguntas? ¿A la predicción de ese muchacho, ese Pinner?
-Sí. Estamos pensando en observarle.
-¿Pensando? ¿Quiere decir que sólo ahora empiezan a estudiarle? ¡Señor, en qué torre de marfil deben de vivir ustedes, los psicólogos investigadores!
-¿Cree usted que lo que hace el muchacho es auténtico ?
-La respuesta es un rotundo sí.

Read colgó. Cuando salió a almorzar, por los titulares de los periódicos se enteró de que la señorita Box había sido encontrada de la forma predicha por Herbert en su programa. Sin embargo, aún dudaba. Hasta el jueves no comprendió que sus dudas no se debían al temor de malgastar el dinero de la Universidad en una impostura, sino a su excesiva seguridad de que Herbert Pinner era sincero. En el fondo, no deseaba comenzar su estudio. Estaba asustado. Comprender aquello le conmocionó. Inmediatamente llamó al decano y le pidió la subvención. La respuesta fue que no habría dificultades para conseguirla. El viernes por la mañana, Read escogió a los dos hombres que debían ayudarle en el proyecto. Y para cuando el programa de Herbert estaba a punto de salir al aire, los tres se encontraban ya en la emisora.

Hallaron a Herbert tensamente sentado en una silla del estudio 8-G. A su alrededor, Wellman y otros cinco o seis ejecutivos de la emisora. El padre del muchacho iba de un lado a otro, dando claras muestras de excitación y retorciéndose las manos. Incluso el hombre del FBI había abandonado su habitual alejamiento e impasibilidad, e intervenía acaloradamente en la discusión. En medio de todos ellos, Herbert meneaba la cabeza y decía, una y otra vez:

-No, no. Me es imposible.
-Pero, ¿por qué, Herbie? - gimió su padre -. Por favor, dime por qué no quieres. ¿Por qué te niegas a actuar en tu programa?
-No puedo - replicó Herbert -. Por favor, no me pregunten. No puedo. Eso es todo.

Read observó lo pálido que estaba el muchacho.

-Pero, Herbie... Tendrás cuanto quieras. ¡Lo único que has de hacer es pedirlo! Ese telescopio... Mañana te lo compraré... O, mejor: esta misma noche.
-No quiero ningún telescopio - rechazó el joven Pinner, cansado -. No quiero mirar a través de él.
-¡Te compararé un pony, una lancha a motor, una piscina! ¡Herbie, cualquier cosa que pidas te la daré!
-No - dijo el muchacho.

El señor Pinner miró en torno, con desesperación. En un rincón vio a Read y corrió hacia él:

-Mire a ver si puede usted convencerle, señor Read- suplicó.

Read se mordió el labio inferior. En cierto sentido, era su deber. Se abrió paso a través de la gente y llegó junto a Herbert. Apoyando una mano sobre su hombro, preguntó:

-¿ Qué es eso que me han dicho de que no quieres hacer tu programa, Herbert?

Herbert le miró. La acusada expresión de su rostro hizo que Read se sintiera culpable y contrito.

-Me es imposible -dijo el chico-. No empiece usted también a preguntarme, señor Read.

Read volvió a morderse el labio. La técnica de la parasicología consiste, en parte, en conseguir que los sujetos cooperen.

-Herbert, si el programa no se emite, un montón de gente quedará defraudada.

El rostro del muchacho adoptó una expresión arisca.

-No puedo evitado - dijo.
-Y más aún, muchas personas se asustarán. No se explicarán por qué el programa no se emite y comenzarán a imaginar cosas. Cosas de toda índole. Si no te ven, muchas personas se alarmarán terriblemente.
-Yo... -comenzó el muchacho. Se pasó una mano por la mejilla -. Quizá tenga razón - contestó, con lentitud-. Sólo que...
-Tienes que realizar tu programa. Repentinamente, Herbert capituló:
-De acuerdo - dijo -. Lo intentaré.

Todos en el estudio lanzaron un suspiro de alivio y se produjo un movimiento general hacia la puerta de la cabina de control. Los comentarios se hacían en tono agudo y nervioso. La crisis había acabado sin que ocurriese lo peor.

La primera parte del programa de Herbert fue muy parecida a la de otras veces. La voz del muchacho sonaba un poco insegura, y sus manos mostraban cierta tendencia a crisparse, mas tales anormalidades pasarían inadvertidas al espectador normal. Cuando hubieron transcurrido unos cinco minutos, Herbert hizo a un lado los libros y diseños (había estado charlando sobre el diseño mecánico) que estaba mostrando a su audiencia y comenzó, con enorme seriedad:

-Quiero hablarles de mañana. Mañana... - hizo una pausa y tragó saliva -, mañana va a ser distinto a cuanto ha habido en el pasado. Mañana será el comienzo de un mundo nuevo y mejor para todos nosotros.

Al oír aquellas palabras, Read sintió que le recorría un escalofrío. Observó los rostros que le rodeaban. Todo el mundo escuchaba a Herbert con expresión absorta. Wellman tenía la mandíbula un poco caída y, sin darse cuenta, jugueteaba con los unicornios que adornaban su corbata.

-En el pasado ha habido etapas muy malas - seguía el joven Pinner -. Hemos tenido guerras, ¡tantas!, y hambre, y epidemias. Se han producido depresiones sin que supiésemos qué las producía; ha habido gente que pasaba hambre cuando había comida y que moría de enfermedades para las cuales conocíamos el remedio. Hemos visto malgastar la riqueza del mundo. El agua de los ríos se ha vuelto negra a causa de los desperdicios que a ella arrojaban, aproximando cada vez más el hambre a nosotros. Hemos sufrido, hemos atravesado una larga y mala época... Pero a partir de mañana - su voz se hizo más alta y más profunda -, todo esto cambiará. No habrá más guerras. Viviremos el uno junto al otro, como hermanos. Dejaremos de matar, de causar destrozos, de arrojar bombas. El mundo, de polo a polo, serán gran y fértil jardín, repleto de fruta, y nos pertenecerá a todos, para que lo disfrutemos y seamos felices. La gente vivirá mucho tiempo, será dichosa y sólo morirá de vieja. Nadie volverá a tener miedo. Por vez primera desde que los hombres existen sobre la tierra, viviremos como deben hacerlo los seres humanos.

"Las ciudades serán ricas en cultura: arte, música, libros... Y todas las razas contribuirán, cada una según sus posibilidades, a esa cultura. Seremos más inteligentes, más felices y más poderosos de lo que nadie ha sido jamás. Y muy pronto... -el muchacho dudó un momento, como si temiera cometer un desliz -. Muy pronto mandaremos al espacio nuestras naves cohete. Llegaremos a Marte, a Venus y a Júpiter. Iremos hasta los límites de nuestro sistema solar para ver cómo son Urano y Plutón. Y a lo mejor desde allí, es posible, seguiremos adelante y visitaremos las estrellas... Mañana será el comienzo de todo esto. Y nada más, por ahora. Adiós. Buenas noches.

Durante unos momentos, después de que el muchacho hubo concluido, nadie se movió ni habló. Luego comenzaron a oírse voces que balbucían en tono delirante. Read, mirando a su alrededor, advirtió lo pálidos que estaban todos y lo dilatados que tenían los ojos.

-¿Cómo repercutirá el nuevo orden en la televisión? - dijo Wellman, como para sí mismo. Su corbata aparecía totalmente desanudada y le colgaba de cualquier manera alrededor del cuello -. Seguirá habiendo TV, eso es seguro, forma parte de la buena vida. - Y en seguida, volviéndose hacia Pinner, padre, que estaba sonándose y secándose los ojos -: Sáquele de aquí inmediatamente, Pinner. Si se queda, vendrá tanta gente que se formará un tumulto.

El padre de Herbert asintió y se metió en el estudio en busca de su hijo, que se hallaba ya en medio de un corro de personas, y regresó con él. Con Read precediéndoles, se abrieron camino por el pasillo y bajaron hasta la calle para salir por la parte de atrás de la emisora. Sin que le invitaran, Read se metió en el coche y tomó asiento, en uno de los transportines, frente a Herbert. El muchacho parecía exhausto. No obstante, en sus labios había una leve sonrisa.

-Será mejor que el chófer les lleve a un hotel tranquilo... - dijo Read al padre -. Si van a su domicilio habitual, les asediarán.

Pinner asintió.

-Al hotel Triller -ordenó al conductor del coche-. Vaya despacio, taxista. Queremos pensar.

El hombre deslizó un brazo en torno a su hijo y le dio un cariñoso apretón. Sus ojos brillaban de felicidad.

-Me siento orgulloso de ti, Herbie - declaró, solemnemente-. No podría sentírmelo más. Lo que dijiste... Fue algo maravilloso, maravilloso...

El conductor no había hecho nada por poner el coche en movimiento. Ahora se volvió y dijo:

-Es usted el joven señor Pinner, ¿verdad? Acabo de verle. ¿Me permite estrechar su mano?

Tras una ligera duda, Herbert se inclinó hacia adelante y extendió la suya. El chófer la aceptó casi con reverencia.

-Sólo quería darle las gracias..., sólo darle las gracias... ¡Oh, diablos! Excúseme, míster Herbert. Pero lo que ha dicho ha significado mucho para mí. Estuve en la última guerra.

El coche se apartó del bordillo. Mientras iban hacia el centro, Read observó que la petición de Pinner al taxista de que fuera lentamente había sido innecesaria. El público atiborraba las calles. Las aceras se encontraban atestadas, y la gente comenzaba a invadir las calzadas. El vehículo redujo primero su velocidad hasta ir a la de un hombre a pie. Read echó las cortinillas para evitar que reconocieran a Herbert.

En las esquinas, los vendedores de periódicos voceaban histéricamente. Aprovechando un momento en que el taxi se detuvo, Pinner abrió la portezuela y saltó a la calle. Regresó en seguida con un montón de diarios bajo el brazo.

Decía uno: "¡Comienza un nuevo mundo!". Y otro: "¡Mañana se cumple el milenio!". Y otro simplemente: "¡Alegría en el mundo!". Read abrió uno de los ejemplares y comenzó a leer los comentarios:

"Un muchacho de quince años ha anunciado al mundo que, a partir de mañana, sus penas habrán concluido, y el mundo se ha vuelto loco de alegría. El muchacho, Herbert Pinner, cuyas siempre exactas predicciones le han ganado una audiencia mundial, ha predicho una era de paz, abundancia y prosperidad como jamás se ha conocido..."

-¿No es maravilloso, Herbert? - jadeó Pinner. Sus ojos brillaban de excitación. Meneó el brazo de su hijo-. ¿No es maravilloso? ¿No estás contento?
-Sí - dijo Herbert.

Al fin llegaron al hotel y se registraron. Se les dio una suite en el piso dieciséis. Incluso a esta altura podía oírse algo de la excitación que reinaba en la masa de allá abajo.

-Acuéstate y descansa, Herbert - dijo el señor Pinner -. Pareces rendido. Debió de resultarte difícil decir todo aquello... - recorrió la habitación a grandes pasos y luego se volvió hacia el muchacho, como disculpándose -. Me excusarás si salgo, hijo, ¿verdad? Me siento demasiado excitado para quedarme quieto. Deseo ver lo que pasa afuera - su mano estaba ya en el tirador de la puerta.
-Sí, vete - respondió Herbert, que se había hundido en un sillón.

Read y Herbert quedaron solos. Durante unos instantes, nadie dijo nada. El muchacho ocultó la cara entre los manos y lanzó un suspiro.

-Herbert - dijo Read, con suavidad -. Creí que no lograbas ver el futuro más allá de las próximas cuarenta y ocho horas.
-Es cierto - replicó Herbert, sin mirarle.
-Entonces, ¿cómo pudiste predecir las cosas que has anunciado esta noche?

La pregunta se hundió en el silencio del cuarto como una piedra arrojada a un estanque. De ella parecieron surgir ondas circulares. Herbert preguntó:

-¿De veras quiere saberlo?

Read tuvo que buscar el nombre de la emoción que sentía. Era miedo. Respondió:

-Sí.

El muchacho se puso en pie y fue hasta la ventana. Se quedó ante ella, mirando al exterior, no a las atestadas calles, sino al cielo, donde, gracias al horario de verano, aún se veía el leve resplandor del ocaso.

-De no haber leído el libro, no lo hubiera sabido - dijo. Se volvió hacia Read y continuó, precipitadamente -: Sólo hubiese tenido noción de que algo importante, muy importante, iba a ocurrir. Pero ahora lo sé. Leí sobre ello en mi libro de astronomía. Mire hacia ahí -el chico señalaba al Oeste, hacia el lugar que había ocupado el Sol-. Mañana será de otra forma.
-¿Qué quieres decir? - gritó Read. Su voz estaba trastornada por la ansiedad-. ¿Qué intentas dar a entender?
-Que mañana el Sol será distinto... Quizá sea preferible... Quise que todos fueran felices. No puede reprocharme que les mintiera, señor Read.

Read fue hacia él, furioso.

-¿Qué pasa? ¿Qué va a ocurrir mañana? ¡Tienes que decírmelo!
-Pues mañana, el Sol... He olvidado la palabra... ¿Cómo se llama una estrella cuando aumenta repentinamente su brillo y se vuelve un millón de veces más cálida de lo que era antes?
-¿Una nova? - gritó Read.
-Eso es. Mañana... el Sol estallará.


El conjuro. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuillas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de un misterioso terror.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pentáculo, en el cual quedó incluso. Chispas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el círculo mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pentáculo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.

—¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? —articuló ansiosamente, interrogando—. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?

El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.

—No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.

El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!

—Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir uno más, dije uno menos. Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!

—En suma: ¿quieres librarte de mí? —exclamó el espectro.

—De tu poder infinito... Nada te resiste: eres el vencedor. Develas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!

—¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.

—No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.

—¿Eso quieres? Concedido. —respondió el fantasma.

Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.

—Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clamor resonante de las trompetas heroicas.

Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.


El clérigo incestuoso. Margarita de Angulema (1492-1549)

El conde Carlos de Angulema, padre del rey Francisco, primero de este nombre, príncipe fiel y temeroso de Dios, estaba en Cognac cuando alguien le contó que en una aldea cercana, llamada Chevres, vivía una muchacha virgen de conducta tan austera que era algo admirable, a pesar de lo cual había aparecido embarazada, sin intentar disimularlo, asegurando a todo el mundo que nunca había conocido varón y que no sabía cómo le había ocurrido, a no ser que fuera obra del Espíritu Santo.

El pueblo creyó, y la tenía y reputaba por una segunda Virgen María, ya que todos sabían que, desde su infancia, siempre fuera muy juiciosa y nunca hubo en ella un sólo signo de trivialidad. Practicaba no solamente los ayunos mandados por la Iglesia, sino también, por devoción, varias veces a la semana, y siempre que había algún servicio en la iglesia no se movía de allí. De modo que su vida era tan estimada por el pueblo que todos la iban a ver como si se tratara de un milagro, y se sentían muy felices pudiendo tocarle la ropa.

El sacerdote de la parroquia era su hermano, hombre entrado en años y de vida muy austera, apreciado de sus feligreses y tenido por santo, con opiniones tan rigurosas que hizo encerrar a su hermana en una casa, con lo que el pueblo estaba descontento; y tanto creció el rumor que las noticias (como os dije) llegaron a oídos del Conde, el cual, al ver el engaño en que estaba todo el mundo, quiso deshacerlo. Así que envió a un oidor y un limosnero (ambas personas muy de bien) para saber la verdad.

Estos llegaron al lugar y se informaron del caso lo más presurosamente que pudieron, dirigiéndose al cura, que estaba tan aburrido del asunto que les rogó asistieran a la verificación que esperaba hacer al día siguiente. El dicho cura, por la mañana, cantó misa, a la cual asistió su hermana, siempre de rodillas y muy abultada; y al final de la misa, el cura tomó el Corpus Domini y, en presencia de todos los asistentes, le dijo a su hermana:

—¡Malhadada de ti! He aquí a Aquel que sufrió muerte y pasión por ti, y ante Él te demando, ¿es cierto que eres virgen, como siempre me has asegurado?

Ella, audazmente y sin temor, le respondió que sí.

—¿Y cómo es posible que estés preñada si sigues siendo virgen?

Replicóle ella:

—No puedo dar otra razón, a no ser por obra y gracia del Espíritu Santo, que ha hecho en mí lo que le deseó; pero no puedo negar el bien que Dios me ha concedido al conservarme virgen, porque nunca tuve deseos de estar casada.

Entonces su hermano le dijo:

—Aquí te entrego el cuerpo precioso de Jesucristo, del cual recibirás tu condenación si no es tal como has dicho, de lo cual serán testigos estos señores aquí presentes, enviados por el señor Conde.

La muchacha, de casi trece años de edad, hizo este juramento:

—Acepto el cuerpo de Nuestro Señor, aquí presente, y que Él me condene, ante vuesas mercedes y ante vos mi hermano, si nunca me tocara hombre alguno que no fuerais vos.

El oidor y el limosnero se fueron muy confusos, creyendo que con tales juramentos no podía haber lugar a engaño, y dieron cuenta al Conde, queriendo persuadirlo para que creyera lo mismo que ellos. Pero éste, que era muy sabio, tras pensarlo bien, les hizo repetir de nuevo las palabras del juramento, y habiéndolas sopesado bien, les respondió:

—Os ha dicho que nunca la tocó otro hombre que no fuera su hermano, y yo pienso que en verdad ha sido su hermano quien le ha hecho el hijo y quiere encubrir su maldad con este gran fraude; y nosotros, que creemos que Jesucristo ya ha venido, no debemos esperar otro. Así que id allá y poned al cura en prisión; estoy seguro de que confesará la verdad.

Lo que fue hecho según su mandato, no sin grandes reproches por el escándalo que hacían a este hombre honrado; y así que el cura fue encarcelado, confesó su maldad y cómo había aconsejado a su hermana lo que tenía que decir para encubrir la vida que habían llevado juntos, no sólo con una excusa ligera, sino con un falso dar que pensar con el cual vivieran honrados por todo el mundo; y cuando se le reprochó cómo había podido ser tan malvado para hacerla jurar en falso sobre el Cuerpo de Nuestro Señor, respondió que no era tan atrevido y que había presentado un pan ni consagrado ni bendito.

Se dio cuenta de todo al conde de Angulema, quien pidió a la justicia que hiciera lo pertinente. Se esperó a que la hermana pariera, y después que naciera un hermoso niño, fueron quemados juntos hermano y hermana; y el pueblo sintió un gran asombro al ver monstruo tan horrible, y bajo vida tan sana y digna de encomio, reinar tan detestable vicio.


El conductor de autobús. E.F. Benson (1867-1940)

Mi amigo Hugh Grainger y yo acabábamos de regresar de una estancia de dos días en el campo durante la que nos habíamos hospedado en una casa de siniestra fama, que se suponía acosada por fantasmas de un tipo peculiarmente temible y truculento. Por sí sola la casa tenía todo lo que debía tener una casa semejante, pues era jacobina y revestida de tablas de roble, con pasillos largos y oscuros y altas estancias abovedadas. Además se hallaba situada en un lugar muy remoto, rodeada por un bosque de sombríos pinos que murmuraban y susurraban en la oscuridad; todo el tiempo que estuvimos allí había predominado un ventarrón del sudoeste con torrentes de lluvia que era la causa de que día y noche voces extrañas gimieran y cantaran en las chimeneas, de que un grupo de espíritus inquietos celebraran coloquios entre los árboles, y de que golpes y señales llamaran nuestra atención desde los cristales de las ventanas. Pero, a pesar de ese entorno que casi podríamos decir que bastaba por sí solo para generar espontáneamente fenómenos ocultos, no había sucedido nada de ese tipo. Me siento inclinado a añadir, además, que mi estado mental se hallaba peculiarmente bien dispuesto a recibir, incluso a inventar, los suspiros y sonidos que habíamos ido a buscar; pues confieso que durante todo el tiempo que estuvimos allí me hallaba en un estado de abyecta aprensión, y permanecí despierto las dos noches de largas horas de terrorífica inquietud, teniendo miedo de la oscuridad; y más miedo todavía de lo que una vela encendida pudiera mostrarme.

La tarde siguiente a nuestro regreso a la ciudad Hugh Grainger cenó conmigo, y como es natural, tras la cena nuestra conversación recayó pronto en esos temas cautivadores.

—No soy capaz de imaginar el motivo de que quieras buscar fantasmas —me dijo—,pues de puro miedo los dientes te castañeteaban y los ojos se te salían de las órbitas todo el tiempo que estuvimos allí. ¿Es que te gusta estar asustado?

Aunque en general inteligente, Hugh es duro de mollera en algunos aspectos; y uno de ellos es éste.

—Vaya, desde luego que me gusta sentirme asustado —respondí—. Quiero que me hagan arrastrarme, arrastrarme y arrastrarme. El miedo es la más absorbente y lujosa de las emociones. Cuando uno tiene miedo se olvida de todo lo demás.
—Bien, pero el hecho de que ninguno de nosotros viera nada confirma lo que siempre he creído —replicó él.
—¿Y qué es lo que siempre has creído?
—Que estos fenómenos son puramente objetivos, no subjetivos, y que el estado mental no tiene nada que ver con la percepción que los percibe, ni está relacionado con las circunstancias o los alrededores. Fíjate en Osburton. Durante años había tenido fama de ser una casa encantada, y la verdad es que tiene todos los accesorios necesarios. Fíjate también en ti mismo, con todos los nervios a flor de piel... ¡temeroso de mirar a tu alrededor o encender una vela por miedo a ver algo! Seguramente, si los fantasmas fueran subjetivos, ahí habríamos tenido al hombre adecuado en el lugar correcto.

Se levantó y encendió un cigarrillo, y mirándole —Hugh mide casi un metro ochenta y es tan ancho como largo— sentí una réplica en mis labios, pero no pude evitar que mi mente retrocediera a un período determinado de su vida, cuando por alguna causa que, por lo que sé, no había contado a nadie, se había convertido en una simple masa estremecida de nervios desordenados. Extrañamente, en ese mismo momento y por primera vez empezó a hablar de ello.

—Podrás contestarme que tampoco merecía la pena que fuera yo, porque evidentemente era el hombre equivocado en el lugar erróneo. Pero no es así. Tú, pese a todas tus aprensiones y expectativas, nunca habías visto un fantasma. Pero yo sí, aunque sea la última persona en el mundo que tú pensarías que lo ha visto; y aunque ahora mis nervios están totalmente recuperados, aquello me deshizo en pedazos.
Se volvió a sentar en la silla.

—Sin duda te acordarás de que había quedado hecho polvo —siguió diciéndome—. Y como creo que ahora vuelvo a estar bien, preferiría hablarte de ello. Pero antes no habría podido hacerlo; no era capaz de hablar de ello con nadie. Y sin embargo en aquello no debía haber nada amenazador; el fantasma que vi era ciertamente de lo más útil y amigable. Aun así, procedía del lado oscuro de las cosas; surgió de pronto de la noche y el misterio con el que está rodeado la vida.

Primero quiero hablarte brevemente de mi teoría sobre la aparición de fantasmas —siguió diciendo—. Y creo que se explica mejor con un símil, con una imagen. Piensa que tú y yo, y todo el mundo, somos personas cuyo ojo está directamente al otro lado de un pequeñísimo agujero hecho en una plancha de cartón que está continuamente moviéndose y girando. Al otro lado de la hoja de cartón hay otro, que también por leyes propias se encuentra en un movimiento perpetuo pero independiente. También en el otro cartón hay un agujero, y cuando de una manera al parecer fortuita los dos agujeros, aquél por el que estamos siempre mirando y el otro, del plano espiritual, quedan uno delante del otro, vemos a través de ellos, y sólo entonces las visiones y sonidos del mundo espiritual se nos vuelven visibles o audibles. En el caso de la mayoría de las personas esos agujeros nunca llegan a estar uno delante del otro en toda su vida. Pero a la hora de la muerte lo hacen, y entonces permanecen inmóviles. Sospecho que así es como perdemos el conocimiento.

Ahora bien, en algunas naturalezas esos agujeros son comparativamente grandes, y están colocándose en posición constantemente. Es lo que pasa en el caso de clarividentes y médiums. Pero por lo que yo sabía no tenía la menor facultad clarividente o mediumnística. Por tanto soy de esas personas que hace mucho tiempo decidieron que nunca verían un fantasma. Por así decirlo había una posibilidad diminuta de que mi pequeño agujero entrara en posición con el otro. Pero lo hizo, y me dejó sin sentido.

Ya había oído antes una teoría semejante, y si bien Hugh la expresaba de manera bastante pintoresca, no existía en ella nada que resultara mínimamente convincente o práctico. Podía ser así, o podía no serlo.

—Espero que tu fantasma fuera más original que tu teoría —dije yo para que no se desviara del tema.
—Sí, creo que lo fue. Tú mismo podrás juzgar.

Añadí más carbón y avivé el fuego. Siempre he considerado que Hugh tiene un gran talento para contar historias, y ese sentido del drama que tan necesario es para el narrador. Lo cierto es que ya antes le había sugerido que adoptara esa profesión, sentándose junto a la fuente de Piccadilly Circus, cuando el tiempo es malo, como de costumbre, y contara historias a los viandantes, a la manera de los árabes, a cambio de una gratificación. Sé que a la mayor parte de la humanidad no le gustan las historias largas, pero para aquellas pocas personas, entre las que me cuento a mí mismo, a quienes les gusta realmente escuchar largos relatos de experiencias, Hugh es un narrador ideal. No me importan sus teorías ni sus símiles, pero por lo que respecta a los hechos, a las cosas que han sucedido, me gusta que se demoren.

—Sigue, por favor, y lentamente —le dije—. La brevedad puede ser el alma del ingenio, pero es la perdición del contador de historias. Quiero saber cuándo, dónde y cómo sucedió, y lo que habías comido en el almuerzo, y dónde habías cenado, y lo que...
Hugh me interrumpió y empezó su historia:
—Fue el veinticuatro de junio, hace exactamente dieciocho meses. Había abandonado mi piso, como recordarás, para dirigirme al campo y pasar contigo una semana. Cenamos a solas...
No pude evitar interrumpirle.
—¿Viste al fantasma aquí? —pregunté—. ¿En esta pequeña y cuadrada caja que es esta casa y en una calle moderna?
—Lo vi en la casa.
Mentalmente, me felicité a mí mismo.
—Habíamos cenado solos aquí, en Graeme Street —dijo—. Y después de la cena yo salí a una fiesta y tú te quedaste en casa. Tu criado no se quedó hasta la cena, y cuando te pregunté que dónde estaba me contestaste que se encontraba enfermo, y me pareció que cambiabas de tema abruptamente. Al salir me diste el llavín, y al regresar vi que te habías acostado. Yo tenía varias cartas que era necesario responder, así que las escribí allí mismo, metiéndolas en el buzón de enfrente, por lo que supongo que era bastante tarde cuando subí a acostarme.

Me habías asignado la habitación delantera del tercer piso, desde la que se veía la calle; una habitación que creía yo que solías ocupar tú. Era una noche muy calurosa, y aunque se veía la luna cuando me dirigí a la fiesta, de regreso todo el cielo estaba cubierto por nubes; no sólo parecía que fuéramos a tener tormenta antes de amanecer, sino que tenía además esa sensación. Tenía mucho sueño y me sentía pesado, y sólo cuando me metí en la cama observé por las sombras de los marcos de las ventanas sobre la persiana que sólo una de las ventanas estaba abierta. No me pareció que mereciera la pena levantarme para abrirlas, aunque me sentía incómodo por la falta de aire, y me dormí.

No sé qué hora era cuando desperté, pero con seguridad todavía no había amanecido, y no recuerdo haber conocido jamás una quietud tan extraordinaria como la que invadía el ambiente. No había ruido ni de peatones ni de tráfico rodado; la música de la vida parecía haber enmudecido absolutamente. Y entonces, en lugar de somnoliento y pesado, aunque debía haber dormido una o dos horas como máximo, pues todavía no había amanecido, me sentí totalmente recuperado y despierto, y el esfuerzo que antes no me había parecido necesario hacer, el de levantarme de la cama para abrir la otra ventana, ahora me parecía muy sencillo, por lo que subí la persiana, abrí bien la ventana y me asomé al exterior, pues tenía verdadera necesidad de aire fresco. Pero también en el exterior la opresión resultaba notable, y, aunque como ya sabes, no me dejo afectar fácilmente por los efectos mentales del clima, tuve conciencia de una sensación escalofriante. Intenté rechazarla mediante el análisis, pero sin éxito; el día anterior había resultado agradable, el día siguiente me esperaba otra jornada agradable, y sin embargo me invadía una aprensión inexpresable. Además, en esa quietud anterior al amanecer me sentía terriblemente solo.

Escuché entonces de pronto, y no muy lejano, el sonido de un vehículo que se aproximaba; podía distinguir el resonar de los cascos de dos caballos que avanzaban a paso lento. Aunque todavía no podía verlos, subían por la calle, pero esa indicación de vida no puso fin a la terrible sensación de soledad de la que te he hablado. Además, de una manera oscura y carente de formulación, lo que se aproximaba me pareció que tenía alguna relación con la causa de mi opresión.

El vehículo apareció ante mi vista. No pude distinguir al principio de qué se trataba, pero luego vi que los caballos eran negros y tenían la cola larga, y que lo que arrastraban estaba hecho de cristal, aunque con un bastidor negro. Era un coche fúnebre. Vacío.

Subía por este lado de la calle y se detuvo junto a tu puerta.
Entonces me sobrecogió la solución evidente. Durante la cena habías dicho que tu criado estaba enfermo, y me pareció que no deseabas hablar más del asunto. Imaginé ahora que sin duda había muerto, y que por alguna razón, quizás porque no querías que supiera nada sobre ello, habías pedido que se llevaran el cadáver por la noche. Debo decirte que eso pasó por mí mente instantáneamente, y que no se me ocurrió lo improbable que resultaba antes de que sucediera el acontecimiento siguiente.

Estaba todavía asomado a la ventana y recuerdo que me sorprendió, aunque momentáneamente, lo extraño que era que viera las cosas —o más bien la única cosa que estaba mirando— de manera tan clara. Evidentemente la luna estaba tras las nubes, pero resultaba curioso que fueran visibles todos los detalles del coche y los caballos. En el coche sólo iba un hombre, el conductor, y aparte del vehículo la calle estaba absolutamente desierta. Ahora le estaba mirando a él. Pude ver todos los detalles de su ropa, aunque desde el lugar en el que me encontraba, muy por encima de él, no pudiera verle el rostro.

Vestía pantalones grises, botas marrones, una capa negra abotonada hasta arriba y un sombrero de paja. Le cruzaba el hombro una cinta de la que parecía colgar una especie de bolsita. Parecía exactamente como... bueno, a partir de esa descripción, ¿qué crees tú que parecía?
—Bueno... un cobrador de autobús —respondí yo de inmediato.
—Eso es lo que pensé yo, y cuando lo estaba pensando, él me miró. Tenía un rostro delgado y alargado, y en la mejilla izquierda un lunar en el que crecían pelos oscuros. Todo resultaba tan claro como si fuera mediodía, y como si me encontrara a un metro de él. No tuve tiempo sin embargo —fue tan instantáneo lo que narrado exige tanto tiempo— para pensar que era extraño que el conductor de un coche mortuorio fuera vestido de manera tan poco funeraria.

Se quitó el sombrero ante mí e hizo una señal con el pulgar por encima de su hombro.
—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.
Había en ello algo tan odioso, tan tosco y desagradable, que al instante metí la cabeza, volví a bajar la persiana y, por alguna razón que desconozco, encendí la luz eléctrica para ver qué hora era. Las manecillas del reloj señalaban las once y media. Creo que fue entonces cuando por primera vez cruzó mi mente una duda relativa a la naturaleza de lo que acababa de ver. Apagué la luz de nuevo, me metí en la cama y empecé a pensar. Habíamos cenado; yo había ido a una fiesta, al regresar había escrito cartas, me había acostado y me había dormido. Entonces, ¿cómo podían ser las once y media...? O, ¿qué once y media eran?

Entonces se me ocurrió otra solución sencilla; mi reloj se debía haber parado. Pero no era así; podía oír su tic-tac. Volvió otra vez la quietud y el silencio. A cada momento esperaba escuchar pasos ahogados en las escaleras, pasos que se movieran lenta y cuidadosamente bajo el peso de una gran carga, pero en el interior de la casa no había sonido alguno. También fuera había ese mismo silencio mortal mientras el coche funerario aguardaba en la puerta. Los minutos pasaban y pasaban y finalmente empecé a ver una diferencia en la luz de la habitación que me hizo saber que fuera empezaba a amanecer. ¿Cómo explicar entonces que si el cadáver iba a ser sacado por la noche estuviera todavía allí, y que el coche funerario aguardara aún, cuando la mañana ya había llegado?

Volví a salir de la cama, y con una sensación poderosa de encogimiento físico fui a la ventana y subí la persiana. El amanecer se acercaba rápidamente; la calle entera estaba iluminada por esa luz plateada y sin tonalidad de la mañana. Pero allí no estaba el coche. Volví a mirar el reloj. Eran las cuatro y cuarto, y habría jurado que no había pasado media hora desde que había visto las once y media.

Tuve entonces una curiosa sensación doble, como si hubiera estado viviendo en el presente y simultáneamente viviera en otro tiempo. Era el amanecer del veinticinco de junio, y naturalmente la calle estaba vacía. Pero poco antes el conductor de un coche funerario me había hablado y eran las once y media. ¿Qué era ese conductor, a qué plano pertenecía? Y además, ¿qué once y media eran las que había visto en la esfera de mi reloj?

Me dije entonces que todo había sido un sueño. Pero si me preguntas si creía lo que me estaba diciendo, debo confesarte que no. Tu criado no se presentó esa mañana durante el desayuno, ni volví a verle antes de irme por la tarde. Creo que de haberlo visto te habría contado todo esto, pero, como comprenderás, seguía siendo posible que lo que yo hubiera visto fuera un coche funerario auténtico conducido por un conductor auténtico, pese a la animación fantasmal del rostro que me miró, y a la levedad de la mano con la que me hizo la señal. Debía haberme quedado dormido poco después de verle, y permanecer así mientras el coche funerario se llevaba el cadáver. Por eso no te dije nada.

En todo aquello había algo maravillosamente sencillo y prosaico; no había aquí casas jacobinas con entablamientos de roble rodeadas por pinares, y de alguna manera la ausencia de un entorno conveniente hacía que la historia resultara más impresionante. Pero por un momento me asaltó la duda.

—No me digas que todo fue un sueño —comenté.
—No sé si lo fue o no. Lo único que puedo decir es que creía estar bien despierto. En cualquier caso, el resto de la historia es... extraña.

Aquella tarde volví a ir a la ciudad —siguió diciendo—, y debo decir que no creo que ni siquiera por un momento me acosara la sensación de lo que había visto o soñado aquella noche. Estaba siempre presente en mí como una visión incumplida. Era como si algún reloj hubiera dado los cuatro cuartos y siguiera esperando a que tocara la hora exacta.

Exactamente un mes después volví a encontrarme en Londres, pero sólo para pasar el día. Llegué a la estación Victoria hacia las once, y tomé el metro hasta Sloane Square para ver si estabas en la ciudad y almorzabas conmigo. Era una mañana muy calurosa y decidí tomar un autobús desde King's Road hasta Graeme Street. Nada más salir de la estación vi una parada en la esquina, pero el piso superior del autobús estaba completo y el interior también parecía estarlo. En el momento en que yo llegaba el cobrador, que imagino había estado en el interior cobrando los billetes, salió a la plataforma, a escasos metros de mí. Llevaba pantalones grises, botas marrones, una chaqueta negra abotonada, sombrero de paja y sobre el hombro llevaba una cinta de la que colgaba su maquinilla para perforar billetes. Vi también su rostro y era el del conductor del coche funerario, con un lunar en la mejilla izquierda. Entonces me habló haciéndome una seña con el pulgar por encima de su hombro.

—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.
Al oír eso se apoderó de mí una especie de pánico y terror, y me acuerdo que gesticulé torpemente con los brazos mientras gritaba: «¡No, no!» Pero en ese momento no vivía en la hora que era entonces, sino en aquella hora que había transcurrido hacía un mes, cuando me asomé a la ventana de tu dormitorio poco antes de amanecer. También supe en ese momento que el agujero de mi cartón se había colocado enfrente del agujero del cartón del mundo espiritual. Lo que había visto allí había tenido algún significado que ahora se estaba realizando, un significado que estaba más allá de los acontecimientos triviales del hoy y el mañana. Las Potencias de las que tan pocas cosas sabemos funcionaban de una manera visible delante de mí. Y yo me quedé allí en la acera, agitado y tembloroso.

Me encontraba enfrente de la oficina de correos de la esquina y exactamente cuando se marchó el autobús mi mirada se fijó en el reloj del escaparate. No es necesario que te diga qué hora marcaba.

Quizás no sea necesario que te cuente el resto, pues probablemente lo imaginarás, ya que no habrás olvidado lo que sucedió en la esquina de Sloane Square a finales de julio durante el último verano. El autobús, al salir de la parada, rodeó un furgón de mudanzas que tenía delante. Bajaba en ese momento por King's Road un gran vehículo de motor a una peligrosísima velocidad. Se estrelló contra el autobús, metiéndose en él con la facilidad con la que una barrena se mete en un tablero.

Se detuvo.
—Y ésa es mi historia —dijo.


El clérigo malvado. H.P. Lovecraft (1890-1937)

Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

—Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica —o algo que parecía una linterna— del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación... y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces.

Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:

—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.

—No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.


El conde Magnus. M.R. James (1862-1936)

De qué modo llegaron a mis manos los documentos que me han servido para tejer una historia coherente es algo que el lector averiguará al final. Sin embargo, es preciso que estos extractos vayan precedidos de una aclaración sobre la forma en que obran en mi poder.

Consisten en una serie de textos compilados para un libro de viajes, literatura de moda en el siglo XIX, durante los años cuarenta y cincuenta. Un buen ejemplo es el Diario de una estancia en Jutlandia y las islas danesas, de Horace Marryat. Por lo general estos libros hablaban de alguna región poco conocida; ilustrados con xilografías, y daban información sobre alojamientos y medios de comunicación como esperamos encontrar hoy en cualquier guía turística, y consistían en entrevistas con hombres cultos, posaderos ocurrentes y campesinos parlanchines; gente abierta en una palabra. La idea era compilar material para un libro así.

Su autor es un tal señor Wraxall. Lo que sé de él procede de los datos que aportan sus escritos, de los que infiero que era un hombre de mediana edad, posición acomodada, y solo. Por lo visto carecía de residencia fija en Inglaterra y era asiduo de hoteles y posadas. Es probable que abrigara la idea de establecerse en un futuro que jamás llegó para él; y creo también que muy posiblemente el incendio del Panthecnicon de principios de los setenta destruyó gran cantidad de material que habría arrojado abundante luz sobre sus antecedentes, porque alude una o dos veces a las pertenencias que guardaba almacenadas en ese establecimiento. Parece ser, además, que el señor Wraxall había publicado un libro a propósito de unas vacaciones que había pasado una vez en Bretaña. Salvo eso, no sé nada más de tal libro, porque después de buscarlo activamente en las bibliografías he llegado al convencimiento de que debió de sacarlo a la luz de manera anónima o bajo seudónimo.

En cuanto a su carácter, no es difícil formarse una opinión. Debió de ser un hombre inteligente y culto. Parece que estuvo a punto de entrar en el consejo de gobierno de su Colegio de Oxford, el de Brasenose, según deduzco del calendario. Su principal defecto fue una excesiva curiosidad; un defecto quizá positivo en un viajero, pero que éste en concreto pagó bastante caro al final. Estaba elaborando el esquema de otro libro sobre la que resultó ser su última expedición. Escandinavia, una región no tan conocida por los ingleses hace cuarenta años, le había parecido un campo interesante. Debió de topar con unos cuantos libros antiguos de historia o memorias de Suecia, y se le ocurrió que había materia para una descripción del viaje por Suecia, entremezclado con episodios de la historia de alguna gran familia sueca. Así que se proveyó de cartas de presentación para personas importantes en Suecia, y partió a principios del verano de 1863.

No hace falta que hable de sus viajes por el norte ni de su estancia en Estocolmo. Sí debo decir que cierto savant residente le puso tras la pista de una importante colección de documentos familiares pertenecientes a los propietarios de una antigua mansión de Vestergothland y le consiguió un permiso para examinarlos. Llamaremos a dicha mansión Rábäck (pronunciado algo así como Roebeck), aunque no es ése su nombre. De los edificios de su género, es uno de los mejores de toda la comarca, y el grabado de 1694 que lo reproduce en Suecia antigua et moderna, de Dahlenberg, lo muestra prácticamente tal como el turista puede verlo hoy. Se construyó poco después de 1600, y en términos generales es muy semejante a las casas inglesas de ese período en lo que respecta a materiales -ladrillo rojo y de piedra-. El hombre que mandó construir esta mansión era vástago de la gran casa de De la Gardie, y sus descendientes aún son dueños de ella. De la Gardie es el apellido con que les voy a designar cuando tenga que hablar de ellos.

Acogieron al señor Wraxall con gran amabilidad y cortesía, y le insistieron en que se alojara en la casa durante sus investigaciones. Pero prefiriendo la independencia, y desconfiando de su capacidad para conversar en sueco, se instaló en la posada del pueblo. Este arreglo suponía hacer andando todos los días, contando la ida y la vuelta, algo menos de una milla hasta la mansión, que se alzaba en un parque y la rodeaban -diríamos que ocultaban- unos cuantos árboles añosos y corpulentos. Cerca de ella encontrabas el jardín vallado, y a continuación una apretada arboleda que bordea uno de esos lagos de que está salpicado el país. Después venía el muro que cerraba la propiedad, y ascendías a un empinado monte, y en la cima estaba la iglesia cercada de árboles altos y oscuros: era un edificio singular para unos ojos ingleses. La nave central y las laterales eran bajas, y estaban ocupadas con bancos y galerías. En la galería oeste se alzaba un órgano antiguo, de colores alegres y tubos plateados. El techo había sido decorado por un artista del siglo XVII con un extraño y horrendo juicio final lleno de llamas pálidas, ciudades que se derrumbaban, barcos ardiendo, almas llorando y demonios marrones y sonrientes. Del techo colgaban coronas de latón; el púlpito era como una casa de muñecas, y estaba cubierto de pequeños querubines y santos en madera policromada; adosado al atril del predicador había un estante con tres ampolletas. Cosas así pueden verse hoy en muchas iglesias suecas, pero lo que distinguía a ésta era un añadido al edificio original.

Adosado al extremo este de la nave norte, el dueño de la mansión había erigido un mausoleo para él y su familia. Consistía en un edificio octogonal alargado, iluminada por una serie de ventanas ovaladas, y con el techo en cúpula, coronado por una especie de calabaza que se prolongaba hacia arriba en espiral, forma que les gustaba enormemente a los arquitectos suecos. La cubierta era de cobre y estaba pintada de negro, mientras que los muros eran blancos. Este mausoleo carecía de acceso desde la iglesia; tenía su pórtico y escalinata en la fachada norte. Pasado el cementerio que rodea la iglesia arranca el camino del pueblo, y en sólo tres o cuatro minutos se llega a la puerta de la posada.

El primer día de estancia en Rábäck, el señor Wraxall encontró la iglesia abierta, y tomó notas del interior que acabo de resumir. No pudo entrar en el mausoleo. Observó, mirando por el ojo de la cerradura, que tenía bellas imágenes de mármol, sarcófagos de cobre y abundantes ornamentos heráldicos, cosa que le puso muy ansioso en pasar un buen rato inspeccionando. Los papeles que examinó resultaron ser del tipo que quería incluir en su libro. Había correspondencia familiar, diarios y libros de los primeros dueños, todo guardado y escrito con letra clara, lleno de detalles curiosos. El primer De la Gardie aparecía en ellos como un hombre fuerte e inteligente. Poco después de construida la mansión hubo un período de agitación en la comarca, los campesinos se habían levantado y habían atacado varios castillos causando algún estrago. El dueño de Rábäck tuvo un papel destacado en la represión de la revuelta, y se hacía referencia a la ejecución de los cabecillas y a diversos castigos infligidos con mano implacable.

El retrato de este tal Magnus de la Gardie era de los mejores que había en la casa, y el señor Wraxall lo estudió con interés. No da una descripción detallada de él, pero intuyo que el rostro debió de causarle impresión más por su fuerza que por su belleza; de hecho, dice que el conde Magnus era un hombre fenomenalmente repugnante.

Ese día el señor Wraxall cenó con la familia y regresó andando ya tarde, aunque aún no era de noche.
Recordar preguntarle al sacristán -escribe- si puede dejarme entrar en el mausoleo junto a la iglesia. Está claro que él sí puede porque le he visto esta noche delante de la puerta.

Encuentro que al día siguiente, por la mañana temprano, el señor Wraxall tuvo una conversación con el posadero. Al principio me sorprendió que la consignara con detalle, pero en seguida me di cuenta de que los papeles que tenía ante mí eran, inicialmente al menos, material para el libro que pensaba escribir, y que iba a ser de esas obras que admiten la inclusión de entrevistas. Su propósito, dice, era averiguar si subsistía alguna noticia oral del conde Magnus de la Gardie en el escenario donde desplegó sus actividades, y si gozaba o no de la estima popular. Averiguó que el conde no era querido. Si sus colonos llegaban tarde al trabajo se les ataba al potro, o eran azotados en el patio de la mansión. Hubo uno o dos casos de dueños de tierra que adentraron su linde en los dominios del señor, y cuyas casas habían ardido de manera misteriosa una noche de invierno con toda la familia dentro. Pero lo que parecía tener más impresionado al posadero -porque volvió sobre ello más de una vez- era que había tomado parte en la Peregrinación Negra, de la que se había traído algo o a alguien.

Naturalmente, me preguntaréis -como hizo el señor Wraxall- qué es eso de la Peregrinación Negra; pero vuestra curiosidad tendrá que quedar insatisfecha, como quedó la del señor Wraxall. El posadero eludió darle explicaciones, o responderle siquiera; y al requerirse su presencia en otra parte, se apresuró a marcharse con evidente alivio, asomando la cabeza por la puerta unos minutos después para decir que tenía que salir para Skara y que no estaría de vuelta hasta la noche. Así que el señor Wraxall tuvo que acudir un poco frustrado a su trabajo diario en la mansión. Los papeles que tenía entre manos en ese momento dieron muy pronto otro curso a sus pensamientos, ya que se trataba de la correspondencia entre Sophia Albertina, de Estocolmo, y su prima casada Ulrica Leonora, de Rábäck, durante los años 1705-1710. Las cartas eran de excepcional interés, dada la luz que arrojaban sobre la cultura de ese período en Suecia, como puede confirmar cualquiera que las haya leído en el Boletín de Manuscritos Históricos de Suecia, donde se publicaron en su totalidad.

Por la tarde había terminado con ellas, y tras devolver las cajas donde se guardaban a su sitio en la estantería, procedió a bajar algunos de los volúmenes para decidir a cuál se dedicaría al día siguiente. El anaquel con el que había dado estaba ocupado en su mayor parte por una colección de libros de contabilidad, con la letra del primer conde Magnus. Uno de ellos, no era de cuentas, sino de alquimia, escrito con otra letra del siglo XVI. Como no está familiarizado con la jerga alquímica, el señor Wraxall dedica un tiempo que habría podido ahorrarse a desentrañar los títulos y preámbulos de diversos tratados: el libro del Fénix, el libro de las Treinta Palabras, el libro del Sapo, el libro de Miriam, el Turba philosophorum y otros; y seguidamente expresa con gran entusiasmo su alegría al descubrir hacia la mitad del libro, en una hoja originalmente en blanco, cierto escrito del propio conde Magnus titulado. Liber nigrae peregrinationis. Es cierto que eran sólo unas líneas, pero bastaban para demostrar que el posadero se había referido esa mañana a una creencia al menos tan antigua como el propio conde Magnus, y que probablemente éste compartía. He aquí la traducción del escrito:

...Si alguien quiere obtener una vida larga, si quiere asegurarse un mensajero fiel y ver la sangre de sus enemigos, debe ir primero a la ciudad de Chorazin, y rendir allí homenaje al príncipe... -aquí había raspada una palabra borrada, de manera Wraxall la sustituyó por aeris (del aire). Pero no había más texto: sólo una línea en latín:

Qui ere reliqua hujus materiei inter secretiora.
Ver el resto de esta materia entre las cosas más secretas.

Es innegable que esto arrojaba una luz siniestra sobre los gustos y creencias del conde; pero para el señor Wraxall la idea de que a su poder hubiera podido añadir la alquimia, y a la alquimia algo así como la magia, no contribuyó sino a hacérselo más pintoresco; y cuando, tras contemplar su retrato en el vestíbulo, emprendió el regreso a la posada, lo hizo absorto en el conde Magnus. No tenía ojos para ver a su alrededor, ni percibía las fragancias vespertinas del bosque, ni la luz del crepúsculo en el lago; y cuando de repente volvió en sí, se quedó asombrado al descubrir que se hallaba ya ante la reja del cementerio. Su mirada se detuvo en el mausoleo.

-¡Ah, estás ahí, conde Magnus! -dijo- ¡Cómo me gustaría verte!

Como les ocurre a muchos hombres solitarios -escribe-, tengo el hábito de hablar solo en voz alta; y a diferencia de las partículas griegas y latinas, no espero respuesta. Desde luego, y quizá por fortuna en este caso, no hubo ninguna voz ni nada digno de tener en cuenta: lo único que pasó fue que a la mujer que limpiaba la iglesia se le cayó al suelo algo metálico, supongo, y el ruido me sobresaltó. El conde Magnus, creo, duerme profundamente.

Esa misma noche, el posadero, que había oído decir al señor Wraxall que quería ver al cura ó diácono (como suelen llamarlo en Suecia), le presentó a dicho personaje en el bar de la posada. Al punto quedó acordada para el día siguiente una visita al panteón de De la Gardie, y siguió una pequeña charla general. Al señor Wraxall -recordando que una de las funciones de los diáconos escandinavos es instruir a los que van a recibir la confirmación- se le ocurrió refrescar su propia memoria sobre una cuestión bíblica.

-¿Podría decirme algo -dijo- sobre Chorazin?
El diácono pareció sobresaltarse, pero le explicó de buen grado cómo ese pueblo fue denunciado una vez.
-Seguramente, -dijo el señor Wraxall- hoy no quedarán de él más que ruinas.
-Eso espero. -replicó el diácono- Nuestros viejos sacerdotes dicen que el Anticristo nacerá allí; y hay rumores...
-¿Y qué cuentan esos rumores? -preguntó el señor Wraxall.
-Rumores, iba a decir, que he olvidado -dijo el diácono, y poco después se despidió.

El posadero se quedó solo y a merced del señor Wraxall.

-Herr Nielsen, -dijo- he averiguado algo sobre la Peregrinación Negra, así que puede contarme lo que sepa. ¿Qué trajo consigo el conde a su regresó?

Puede que los suecos sean lentos en contestar, o puede que el posadero fuera una excepción, no sé; pero el señor Wraxall anota que se le quedó mirando al menos un minuto antes de abrir la boca. Luego se acercó a su huésped y, tras un esfuerzo considerable, dijo:

-Señor Wraxall, voy a contarle esa historia, pero nada más: ninguna más. Así que no me pregunte nada cuando termine: en tiempos de mi abuelo (o sea, hace noventa y dos años), dijeron dos hombres: El conde ha muerto; se acabaron las preocupaciones. Esta noche cazaremos a placer en su bosque; el gran bosque que cubre el monte, que ha visto usted detrás de Rabäck. Bien, pues los que les oyeron les dijeron: No vayáis; seguro que si vais os encontraréis con alguien que no debería andar; con alguien que debería reposar, no andar. Pero los dos hombres se echaron a reír. No había guardabosques que vigilasen, porque nadie quería cazar allí, y la familia no estaba en la casa, de modo que podían hacer lo que quisieran.

Fueron al bosque esa noche. Mi abuelo estaba sentado aquí, en esta sala. Era verano, y con la ventana abierta podía ver el bosque, y oírlo. Estaba con dos o tres parroquianos, escuchando. Al principio todos estaban en silencio; después oyeron a alguien (ya sabe la distancia que hay) gritar como si le arrancaran el alma. Los que estaban aquí se horrorizaron, y permanecieron así al menos tres cuartos de hora. Después oyeron a alguien a sólo unas trescientas anas: le oyeron reír a carcajadas; no era ninguno de los que habían ido a cazar, y lo cierto es que nadie de los presentes aquí se atrevió a decir que fuera una risa humana. Poco después oyeron cerrarse una enorme puerta.

Esa madrugada, cuando salió el sol, fueron todos al cura, y le dijeron:
-Padre, vístase y venga a enterrar a Anders Bjórnsen y Hans Thorbjorn.

Como comprenderá, estaban seguros de que habían muerto. Así que fueron al bosque. Mi abuelo jamás lo olvidó; contaba que iban muertos de miedo. El cura, también, estaba blanco como el papel. Después de escucharles comentó:

-He oído un alarido en mitad de la noche, y después he oído una risa. Si no consigo olvidar eso, no podré volver a dormir.

Fueron, pues, al bosque, y encontraron a esos hombres en la linde. Hans Thórbjorn estaba de pie, con la espalda contra un árbol, y no paraba de empujar con las manos el vacío que tenía delante. Así que no había muerto. Lo llevaron a Nykjoping; pero murió antes del invierno; estuvo empujando con las manos hasta el final. También encontraron a Anders Bjornsen; pero estaba muerto. De él le puedo decir esto: había sido un hombre guapo, pero ahora no tenía rostro; le habían succionado la carne, dejándole los huesos. Mi abuelo no lo olvidó. Cargaron a Anders Bjórnsen, le echaron un trapo sobre la cabeza, abrió la marcha el cura, y se pusieron a cantar el salmo de difuntos lo mejor que sabían. Y cuando iban por el final del primer versículo, tropezó uno de ellos, el que llevaba la cabeza de la camilla, por lo que los otros se volvieron, vieron que los ojos de Anders Bjórnsen miraban fijamente porque no tenían párpados que los cerrasen. No podían soportarlo. Así que el cura volvió a echarle el lienzo encima, mandó traer una azada, y allí mismo le enterraron.

El señor Wraxall consigna al día siguiente, poco después de desayunar, pasó el diácono a recogerle, y le llevó a la iglesia y al mausoleo. Observó que la llave del mausoleo colgaba de un clavo juntó al púlpito, y se le ocurrió que, como al parecer no cerraban la puerta de la iglesia, no le sería difícil efectuar una segunda y más reservada visita a los monumentos. No dejó de encontrar imponente el edificio al entrar. Los monumentos, en su mayoría erigidos en los siglos XVII y XVIII, eran dignos aunque recargados, y abundaban los epitafios y los blasones. El espacio central de la estancia lo ocupaban tres sarcófagos de cobre cubiertos de ornamentos. Dos de ellos tenían, como es frecuente en Suecia y en Dinamarca, una gran cruz metálica en la tapa. El tercero, del conde Magnus, al parecer, en vez de cruz tenía grabada una efigie de tamaño natural, y alrededor varias franjas que representaban diversas escenas. Una era una batalla, con un cañón escupiendo humo, plazas amuralladas y tropas de piqueros. Otra representaba una ejecución. En una tercera, entre árboles, había un hombre corriendo con todas sus fuerzas, el pelo flotante y los brazos extendidos. Tras él iba una figura extraña; era difícil determinar si el artista había pretendido representar a un hombre y no había sabido darle la semejanza necesaria, o si la había hecho todo lo monstruosa que parecía. Dada la destreza con que estaba trazado el resto de la escena, el señor Wraxall se inclinaba por esta segunda posibilidad. Era una figura grotesca, envuelta en un ropaje con caperuza que arrastraba por el suelo. La extremidad de la figura que asomaba no tenía forma de brazo; el señor Wraxall la compara al tentáculo de un pulpo. Y añade: Al ver esto me dije: Evidentemente se trata de alguna representación alegórica; un demonio persiguiendo a un alma acosada. Quizá sea el origen de la historia del conde Magnus y su misterioso compañero. Veamos cómo está representado el montero: sin duda será un demonio tocando el cuerno.

Pero, como descubrió a continuación, sólo encontró la forma de un hombre envuelto en una capa en lo alto de un cerro, apoyado en un bastón, observando la persecución con un interés que el grabador había tratado de expresar en la actitud.

El señor Wraxall observó los sólidos candados de acero que cerraban el sarcófago. Uno de ellos había desprendido. Acto seguido, no queriendo entretener más al diácono ni quitar más tiempo a su propio trabajó, continuó su camino hacia la mansión.

Es curioso cómo -anota-, cuando uno hace un trayecto familiar se abisma en sus pensamientos al extremo de perder la noción de lo que le rodea. Esta noche es la segunda vez que no me he dado cuenta a dónde me dirigía (es verdad que había planeado hacer una visita secreta al mausoleo para copiar los epitafios), cuando de repente he vuelto en mí, por así decir, y me he sorprendido abriendo la reja del cementerio y, creo murmurando algo así cómo: ¿Estás despierto, conde Magnus? ¿Duermes, conde Magnus?; y algo más que no recuerdo. Creó que llevaba un rato comportándome de esta manera insensata.

Encontró la llave del mausoleo, y copió la mayor parte de lo que quería; de hecho, estuvo allí hasta que empezó a quedarse sin luz.

Creó que me equivoqué -escribe- al decir que había uno de los candados del sarcófago del conde en el suelo; esta noche he visto que hay dos. Los he recogido y los he puesto en el alféizar de la ventana después de intentar cerrarlos en vano. El tercero sigue firme, y aunque supongo que es de resorte, no sé cómo se abre. De haberlo sabido creo que habría cometido la osadía de abrir el sarcófago. Es extraño el interés que se me ha despertado por la personalidad de este antiguo noble, me temo que algo feroz y siniestro.

El día siguiente resultó ser el último en que el señor Wraxall iba a visitar Rábäck. Recibió cartas que le informaban de ciertas inversiones y que hacían aconsejable su regreso a Inglaterra; había terminado su trabajo con los documentos, y el viaje era lento. Así que decidió despedirse, añadir unos toques finales a las notas, y partir. Estos toques finales le ocuparon más de lo calculado. La hospitalaria familia insistió en que se quedase a comer -comían a las tres-, y eran cerca de las seis y media cuando traspuso la reja de hierro de Rábäck. Se fue demorando a cada paso en su camino junto al lago, dispuesto a saturarse de impresiones del lugar. Y al llegar al cementerio, en lo alto del monte, se detuvo unos minutos a contemplar la ilimitada perspectiva de bosque, desde sus pies a la lejanía, totalmente oscuro bajo un cielo verde líquido. Cuando se volvió finalmente para reanudar la marcha, se le ocurrió que debía despedirse del conde Magnus cómo había hecho del resto de la familia de De la Gardie.

La iglesia estaba a sólo veinte yardas, y sabía en dónde colgaba la llave del mausoleo. Un momento después estaba ante el gran ataúd de cobre, y como de costumbre, hablando consigo mismo en voz alta: Quizá fuiste algo bribón en tus tiempos, Magnus -decía-; de todos modos, me habría gustado conocerte; o mejor dicho...

En ese instante -cuenta-, sentí un golpe en el pie. Lo retiré instintivamente, y algo pesado cayó en el pavimento. Era el tercero y último de los candados que mantenía cerrado el sarcófago. Me incliné a recogerlo, y -el Cielo es testigo- antes de incorporarme sonó un chirrido de bisagras metálicas, y vi con absoluta claridad que se levantaba la tapa. Quizá tuve una reacción cobarde, pero por nada del mundo habría permanecido allí un segundo más. Salí del terrible edificio en menos de lo que tardo en escribir estas palabras... casi con la misma celeridad con que hubiera podido decirlas; y lo que aún me asusta más: no pude echar la llave a la cerradura. Sentado aquí en mi habitación, mientras consigno estos hechos (aún no hace veinte minutos de todo esto), me pregunto si continuó el chirrido metálico. Sólo sé que hubo algo más que me alarmó aparte de lo que he dicho, aunque no consigo precisar si se trataba de un ruido o de una visión. ¿Qué he hecho?

¡Pobre señor Wraxall! Al día siguiente emprendió el regreso y llegó a Inglaterra sin novedad. Sin embargo, como deduzco del cambio de letra y sus anotaciones incoherentes, era un hombre psíquicamente destrozado. Uno de los varios cuadernos que me han llegado, con anotaciones suyas, proporciona, no una clave, pero sí una especie de indicio sobre su estado. Gran parte del viaje lo hizo en trasbordador, y encuentro no menos de seis penosos esfuerzos por enumerar y describir a sus compañeros de viaje. Son del siguiente tenor:

24. Sacerdote del pueblo de Skáne. Usual chaqueta negra y sombrero flexible negro.
25. Viajante de comercio que viene de Estocolmo y se dirige a Trollháttan.
26. Individuo con capa negra, sombrero de ala ancha, muy anticuado.

Esta última anotación está subrayada; y añade el siguiente comentario: Tal vez sea idéntico al número trece. Aún no le he visto la cara. Respecto al número trece he averiguado que es un sacerdote romano con sotana.

El resultado de la cuenta es siempre el mismo: de los veintiocho pasajeros que cita, uno es siempre un hombre con una capa larga y sombrero ancho y otro una figura baja con capucha oscura. Por otro lado, comenta que a las comidas sólo asisten veintiséis; falta siempre el hombre de la capa, y desde luego nunca está allí el individuo bajo. Al llegar a Inglaterra parece que el señor Wraxall desembarcó en Harwich, y que decidió ponerse fuera del alcance de cierta persona o personas que no especifica, pero que evidentemente había llegado a creer que le seguían. Así que tomó un vehículo -un coche cerrado-, ya que no se fiaba del ferrocarril, y se dirigió a campo abierto al pueblo de Belchamp St. Paul. Eran alrededor de las nueve de una noche de luna de agosto cuando llegó. Iba mirando por la ventanilla cómo desfilaban veloces los campos y los arbolados. De repente llegaron a una encrucijada, en una de las esquinas había dos figuras de pie, inmóviles; las dos embozadas en ropas oscuras; la más alta llevaba sombrero, la más baja una caperuza. No le dio tiempo a verles la cara, ni los personajes hicieron gesto alguno que él pudiese reconocer. Sin embargo, el caballo se espantó y emprendió el galope, mientras el señor Wraxall se echaba hacia atrás en su asiento presa del pánico. Los había visto anteriormente.

Llegado a Belchamp St Paul, fue lo bastante afortunado para encontrar un alojamiento amueblado y decoroso, y las siguientes veinticuatro horas las vivió, relativamente hablando, en paz. Sus últimas notas las escribió ese día. Son demasiado inconexas y exclamatorias para incluirlas aquí; pero su sustancia es bastante clara.

Espera la visita de sus perseguidores -no sabe cuándo ni cómo-, y su grito constante es: ¿Qué he hecho?, y ¿Acaso no hay esperanza? Sabe que los médicos le declararían loco, que la policía se reiría de él. El sacerdote está ausente del pueblo. ¿Qué puede hacer, sino cerrar la puerta con llave y encomendarse a Dios?

La gente de Belchamp St Paul aún recordaba el año pasado cómo un señor desconocido llegó un atardecer de agosto, hace años, y le encontraron muerto al segundo día por la mañana, y hubo una investigación; los miembros del jurado que vieron el cuerpo se marearon al ver el cadáver, y ninguno quiso contar qué había visto; y el veredicto fue designio divino, y cómo las personas que vivían en la casa la dejaron esa misma semana y se fueron del lugar. Pero creo que ignoran que se haya arrojado nunca ninguna luz sobre ese misterio. Y ocurre que el año pasado, esa casa vino a parar a mis manos como parte de un legado. Llevaba desocupada desde 1863, y no parecía haber esperanza alguna de alquilarla; de modo que la mandé derribar. Entonces aparecieron los papeles que acabo de resumir en una alacena olvidada bajo la ventana del mejor dormitorio.