lunes, 17 de febrero de 2025

El día de los días. Henry James (1843-1916)

El señor Herbert Moore, un caballero de renombre en el mundo científico, viudo y sin hijos, incapaz de conciliar sus costumbres sedentarias con el gobierno doméstico, había invitado a su única hermana a vivir con él y ocuparse de la casa. La señorita Adela Moore había accedido de buen grado a su propuesta, pues la muerte de su madre acababa de dejarla sin tutela formal. Tenía veinticinco años, y era un miembro muy activo de lo que ella y sus amigos llamaban sociedad. Se sentía casi como en casa en los mejores círculos de tres grandes ciudades, y había corrido la mayoría de las aventuras que esperan a una joven en el umbral de la vida. Se había prometido de forma bastante apresurada e imprudente, pero, al final, había conseguido romper el compromiso. Había pasado un verano o dos en Europa, y había viajado a Cuba con una buena amiga gravemente enferma de tuberculosis, que había fallecido en un hotel de La Habana. Aunque su belleza no era ni mucho menos perfecta, era sumamente atractiva, y tenía eso que a las jóvenes damas les gusta llamar un air, es decir, era alta y delgada, con un largo cuello, una pequeña frente y una bonita nariz. Incluso después de seis años de la mejor sociedad, su educación seguía siendo excelente. Poseía, además, una considerable fortuna, y tenía fama de ser inteligente sin detrimento de su amabilidad y amable sin detrimento de su ingenio. Todo esto, como reconocerá el lector, debería haberle asegurado un magnífico porvenir; pero lo cierto es que no le había importado abandonar tales perspectivas y enterrarse en el campo. Tenía la impresión de haber visto lo suficiente del mundo y de la naturaleza humana, y de que un período de aislamiento sería muy reconfortante. Había empezado a sospechar que, para una joven de su edad, era excesivamente juiciosa y madura... y, lo que es más, a sospechar que los demás sospechaban lo mismo. Como gran observadora de la vida y sus costumbres, siempre que se le presentaba la oportunidad, se creía en la obligación de organizar los resultados de su análisis y convertirlos en principios y normas de conducta. Se estaba volviendo -o eso argumentaba- demasiado impersonal, demasiado crítica, demasiado inteligente, demasiado contemplativa, demasiado justa. Una mujer no tenía derecho a ser tan justa. La compañía de la naturaleza, del inmenso cielo y de los bosques primigenios frenaría el desarrollo enfermizo de su imaginación. Pasaría el tiempo en medio del campo y se limitaría a vegetar; caminaría, montaría a caballo y leería los anticuados libros de la biblioteca de Herbert.

Encontró a su hermano instalado en un casa muy bonita, aproximadamente a una milla del pueblo más cercano, y a seis millas de otra población, sede de una pequeña pero antigua universidad, donde daba una clase semanal. Le había visto tan poco en los últimos años que era casi un desconocido para ella; pero no había ninguna barrera que romper. Herbert Moore era uno de los hombres más sencillos y pacíficos del mundo, y uno de los estudiosos más serios y perseverantes. Había tenido la vaga idea de que Adela era una joven amante de los lujos y que, de alguna forma, a su llegada, un séquito de animados acompañantes invadiría la casa. Pasaron seis meses juntos antes de que se percatara de que su hermana llevaba una vida casi ascética. Cuando transcurrieron seis meses más, Adela había recuperado una deliciosa sensación de juventud y naïveté. Aprendió, gracias a las enseñanzas de su hermano, a pasear -mejor dicho, a escalar, pues era una región de grandes colinas-, montar a caballo y herborizar. Un año después de su llegada, en el mes de agosto, recibió la visita de una vieja amiga, una joven de su edad que había pasado el mes de julio en un balneario y estaba a punto de casarse. Adela había empezado a tener miedo de haber caído en una rusticidad casi irrevocable y de haber perdido sus habilidades sociales, ese «conocimiento del mundo» que la había caracterizado en el pasado; pero una semana de conversaciones íntimas con su amiga bastó para convencerla de que no sólo no había olvidado cuanto había temido, sino que no había olvidado cuanto había esperado. Por esa razón, entre otras, la marcha de su amiga la dejó algo abatida. Se sentía sola e incluso un poco más vieja: había perdido otra ilusión. Laura Benton, a la que tenía en gran estima un año antes, le parecía ahora una personita muy baladí que hablaba de su enamorado con una ligereza casi indecorosa.

Entretanto, septiembre siguió lentamente su curso. Cierta mañana, el señor Moore desayunó muy deprisa y salió de casa para coger el tren a Slowfield, donde tenía que asistir a una conferencia que, según afirmó, no sabía si le permitiría volver a almorzar, o lo retendría hasta la noche. Era casi la primera vez, en sus meses de vida campestre, que Adela se quedaba sola unas horas. La presencia silenciosa de su hermano era bastante imperceptible; y, sin embargo, ahora que se había alejado, experimentó un extraño sentimiento de libertad: una vuelta a los primeros años de su infancia, cuando, debido a alguna catástrofe doméstica, dejaban que ella se las arreglara sola durante una larga mañana. «¿Qué podía hacer?», se preguntaba, con la sonrisa que reservaba para sus virginales monólogos. Era un buen día para trabajar, pero todavía mejor para ir alegremente de un lado a otro. ¿Se acercaría al pueblo y visitaría a un montón de vecinos aburridos? ¿Iría a la cocina y prepararía un budín para la cena? Sintió un deseo acuciante y delicioso de hacer algo ilícito, de jugar con fuego, de descubrir algún armario de Barbazul. Pero el pobre Herbert no era ningún Barbazul; aunque ella quemara su casa, no le exigiría ninguna reparación. Adela salió a la veranda y, sentándose en los escalones, contempló la campiña. Era, al parecer, el último día del verano. El cielo estaba de un azul muy pálido; las colinas boscosas se vestían de los colores mórbidos del otoño; el enorme pinar detrás de la casa parecía haber detenido y aprisionado las quejumbrosas brisas. Mientras miraba la carretera que conducía al pueblo, a Adela se le ocurrió pensar que quizá viniera alguien de visita; se sentía tan altruista que, si apareciera algún vecino, lo agasajaría. Guando el sol se elevó, volvió a entrar y se instaló con su labor de aguja en un mirador del segundo piso, que, entre las cortinas de muselina y el marco exterior de plantas trepadoras, dominaba secretamente el acceso principal a la casa. Mientras sacaba los hilos, observó la carretera con un convencimiento cada vez mayor de que estaba destinada a recibir una visita. El aire era templado, aunque todavía no hacía calor; la suave lluvia nocturna había dejado un rastro de polvo. Desde el principio, había sido motivo de queja, entre los nuevos amigos de Adela, que tratase con la misma amabilidad a todos los hombres y lo que era aún más sorprendente, a todas las mujeres. No sólo no se había dedicado a cultivar ninguna amistad en especial, sino que tampoco se le conocían preferencias. Sin embargo, que nadie imagine que sus pensamientos eran completamente imparciales mientras meditaba con la ventana abierta. Había decidido en seguida que, en respuesta a los requisitos del momento, su visitante tenía que ser de un sexo lo más distinto posible al suyo; y como, gracias a las pequeñas diferencias a favor de uno u otro de los individuos que había podido conocer desde que vivía en el campo, la lista de jóvenes tenía un único nombre en aquel momento de necesidad, sus pensamientos se hallaban centrados en el portador del mismo, el señor Weatherby Pynsent, ministro de la Iglesia Unitaria. Si en lugar de ser la historia de la señorita Moore, fuera ésta la historia del señor Pynsent, se resumiría fácilmente diciendo que estaba muy lejos de allí. Aunque afiliada a un ceremonial más rico que el suyo, Adela se había sentido tan complacida con uno de sus sermones, al que se había permitido prestar un oído tolerante, que, encontrándose con él algún tiempo después, le había recibido con lo que ella consideraba una cuestión doctrinal más bien «espinosa»; después de lo cual, rehuyendo cortésmente su pregunta, el señor Pynsent le había pedido permiso para visitarla y hablar de sus «dificultades». Aquella breve entrevista había llevado a que el corazón del joven ministro la venerara; y la media docena de veces en que, posteriormente, se las había arreglado para verla, habían añadido nuevas velas a su altar. Es justo añadir, sin embargo, que, a pesar de ser un cautivo, el señor Pynsent no era todavía un captor. Era simplemente un joven y honrado clérigo que, en aquellos momentos, daba la casualidad de ser el compañero más comprensivo a su alcance. Adela, a los veinticinco años de edad, tenía un pasado y un futuro. El señor Pynsent le recordaba al primero y era una anticipación del segundo.

De modo que cuando, finalmente, con la mañana a punto de dar paso al mediodía, divisó en la distancia la figura de un hombre que avanzaba balanceando su bastón por la cuneta cubierta de hierba, la joven sonrió para sí con cierta complacencia. Pero, incluso mientras sonreía, se dio cuenta de que su corazón latía estúpidamente. Adela se puso en pie y, contrariada por aquella emoción gratuita, se detuvo un momento medio decidida a no ver a nadie. Mientras lo hacía, lanzó otra mirada a la carretera. Su amigo se había acercado, y, al recortarse en la distancia, empezó a darse cuenta de que no se trataba de él. Sus dudas no tardaron en desvanecerse; el caballero era un desconocido. Delante de la casa, el camino se dividía en tres ramales; un gigantesco olmo, alto y esbelto como el haz de una espigadora, con un viejo banco a sus pies, hacía de rond-point poco convencional. El desconocido venía por el otro lado de la carretera y, cuando llegó al olmo, se detuvo y miró a su alrededor, como si quisiera comprobar alguna dirección que le hubiesen dado. Luego, deliberadamente, siguió recto. Adela tuvo tiempo de ver, sin que él lo advirtiera, que se trataba de un joven fornido, con barba y un cómodo sombrero blanco. Después del lógico intervalo, Becky, la doncella, subió con una tarjeta en la que, con cierto descuido, habían sobrescrito a lápiz:

THOMAS LUDLOW
Nueva York

Dándole la vuelta con los dedos, Adela vio que el caballero había empleado el reverso de una tarjeta robada de la cesta de su mesa del salón. Había tachado el nombre impreso en la otra cara, donde se leía: «Señor Weatherby Pynsent» .

-Me ha pedido que le entregue esto, señora dijo Becky-. Lo cogió él mismo de la bandeja.
-¿Ha preguntado por mí?
-No, ha preguntado por el señor Moore. Cuando le he dicho que no estaba en casa, ha querido saber si había alguien de la familia. Le he contestado que usted era su única familia, señora.
-Está bien -exclamó Adela-, bajaré en seguida.

Sin embargo, rogándole que nos disculpe, nosotros iremos unos pasos por delante de ella.

Tom Ludlow, como le llamaban sus amigos, era un joven de veintiocho años, del que puede el lector haber oído las más variadas opiniones; ya que, hasta donde llegaba su fama (que no era muy lejos), era al mismo tiempo uno de los hombres más queridos y más odiados. A pesar de haber nacido en una de las esferas más bajas de la vida neoyorquina, parecía estar siempre en su elemento. Cierta rudeza en sus modales y en su aspecto evidenciaba que pertenecía a la inmensa, vulgar, musculosa y popular mayoría. Partiendo de esta base, sin embargo, era un joven bastante atractivo: de estatura media y figura ágil, con una cabeza tan bien proporcionada que resultaba hermosa, un par de ojos inquisitivos y sensibles, y una boca grande y viril, que constituía la parte más expresiva de su físico. Arrojado al mundo a temprana edad, había metido la cabeza en todas partes para subsistir; y, por lo general, ésta había demostrado ser tan dura como aquello a lo que tenía que enfrentarse; es posible que su aire de triunfador reflejara esa experiencia. Era un hombre de gran inteligencia y firme voluntad, pero dudo que sus sentimientos fueran más fuertes que él. A la gente le gustaba por su franqueza, buen humor, solidez y sentido práctico, y le disgustaba por esas mismas cualidades bajo nombres diferentes; es decir, su descaro, su optimismo ofensivo y su avidez inhumana por los hechos. Cuando los amigos insistían en su noble desinterés, los enemigos acostumbraban a responder que estaba muy bien ignorar y suprimir la propia sensibilidad en la lucha por alcanzar el conocimiento, pero que pisotear al resto de la humanidad al mismo tiempo delataba un exceso de celo. Afortunadamente para Ludlow, no era una persona a la que, en general, le gustase escuchar; y, de haberlo escuchado, cierta coraza plebeya habría garantizado su ecuanimidad; aunque debe añadirse que, si bien como auténtico demócrata era muy insensible, como auténtico demócrata era también extraordinariamente orgulloso. Su vieja afición a las ciencias naturales lo había empujado recientemente al estudio de los fósiles, la especialidad de Herbert Moore; y era un asunto relacionado con sus investigaciones lo que, tras una breve correspondencia, le había llevado a su casa.

Cuando Adela se acercó a él, el joven se separó de la ventana, donde había estado contemplando el césped. Ella contestó a la amistosa inclinación de cabeza que le dirigía, al parecer, como saludo.

-La señorita Moore, supongo -exclamó Ludlow.
-La señorita Moore -dijo Adela.
-Lamento esta intrusión, pero he venido de muy lejos para ver al señor Moore por un asunto de trabajo, y he pensado que quizá podría preguntar dónde encontrarlo, o incluso dejar un mensaje para él.
Sus palabras fueron acompañadas de una sonrisa bajo cuya influencia estaba escrito en el destino de Adela que debía descender de su pedestal.
-Le ruego que no se disculpe -señaló-. Casi no sabemos lo que es una intrusión en este lugar tan tranquilo y apartado. ¿No quiere sentarse? Mi hermano sólo se ha marchado esta mañana, y estará de vuelta por la tarde.
-¿Por la tarde? En ese caso, creo que le esperaré. Ha sido una estupidez por mi parte no enviarle una nota antes. Pero he pasado todo el verano en la ciudad, y no lamentaré que este asunto me permita disfrutar de un poco de tiempo libre. Me encanta el campo y he estado muchos meses trabajando en un museo con olor a moho.
-Es posible que mi hermano no regrese hasta el anochecer -dijo Adela-. No lo sabía con seguridad. Podría encontrarse con él en Slowfield.
Ludlow reflexionó un momento, con los ojos fijos en su anfitriona.
-Si vuelve pronto, ¿a qué hora lo hará?
-Alrededor de las tres.
-Y mi tren sale a las cuatro. Él tardará un cuarto de hora en venir desde el pueblo y yo otro cuarto de hora en llegar allí (si él me deja su carruaje para volver). En ese caso, me quedaría una media hora para verlo. No tendríamos mucho tiempo para hablar, pero podría preguntarle lo más importante. Deseo sobre todo pedirle unas cartas... unas cartas de recomendación para algunos científicos extranjeros. Es el único hombre en este país que está al corriente de todos mis conocimientos. Es una pena hacer dos viajes de tren innecesarios... es decir, posiblemente innecesarios... de una hora de duración cada uno; lo más probable es que regresáramos juntos, ¿no cree? -preguntó con franqueza.
-Lo sabe usted mejor que yo -respondió Adela-. No soy demasiado aficionada a viajar a Slowfield, ni siquiera cuando es absolutamente necesario.
-Sí; y, además, hace un día tan bonito para dar un largo paseo por el campo... No recuerdo cuando fue la última vez que lo hice. Supongo que me quedaré.
Y dejó el sombrero en el suelo, a su lado.
-Ahora que lo pienso -dijo Adela-, me temo que el siguiente tren sale tan tarde que, al llegar a Slowfield, apenas le quedaría tiempo para hablar con mi hermano antes de que él regresara a casa Aunque tal vez pudiera convencerlo de que se quedara hasta la noche.
-¡Oh, no! De ningún modo. ¿No ve que podría ser una molestia para el señor Moore? Además, yo tampoco tendría tiempo. Y me gusta ver a un hombre en su hogar... o en el mío; si es un hombre al que yo aprecio... y le aseguro que aprecio muchísimo a su hermano, señorita Moore. Cuando los hombres se encuentran en un lugar intermedio, ninguno se siente a gusto. Y tienen ustedes una casa de campo tan bonita -exclamó Ludlow, mirando a uno y otro lado.
-Sí, es un rincón realmente encantador -señaló Adela.
Ludlow se puso en pie y se acercó a la ventana.
-Quiero contemplar el paisaje -dijo-. Un lugar precioso. ¡Qué feliz debe de ser usted, señorita Moore, por tener siempre la hermosura de la naturaleza ante sus ojos!
-En efecto; si un paisaje bonito puede hacerle a uno feliz, yo debería serlo.
Y Adela se alegró de ponerse en pie y colocarse al otro lado de la mesa, delante de la ventana.
-¿Acaso no cree que pueda, -preguntó Ludlow, dándose la vuelta-. Aunque no sé; tal vez tenga razón. Unas vistas horribles no tienen por qué hacerle a uno desgraciado. He estado trabajando un año en una de las calles más angostas, oscuras, sucias y concurridas de Nueva York, sin más paisaje que los ladrillos mohosos y los canalones cubiertos de lodo. Pero no creo que pueda presumir de ser desgraciado. ¡Ojalá pudiera! Así tendría derecho a reclamar su benevolencia.
Pronunció estas palabras apoyado en el canalón de la ventana, más allá de la cortina, con los brazos cruzados. Al ver la luz de la mañana iluminando su rostro y mezclándose con su radiante sonrisa, Adela comprendió que el joven estaba lleno de vida.
«Sea lo que sea -pensó a la sombra de la otra cortina, jugando con el abrecartas que había cogido de la mesa-, creo que es sincero. Me temo que no es un caballero, pero no es pesado ni aburrido.» Le miró a los ojos, con total libertad, durante un momento.
-¿Por qué quiere mi benevolencia? -inquirió con una brusquedad de la que fue completamente consciente.
«¿Querrá trabar amistad conmigo? -prosiguió Adela, tácitamente-. ¿O tan sólo hacerme un vulgar cumplido? Quizá ambas cosas sean una muestra de mal gusto, pero sobre todo esto último», Entretanto, su visitante le había respondido.
-¿Que por qué quiero su benevolencia? ¡Vaya! ¿Por qué quiere uno algo agradable en la vida?
-¡Válgame Dios! ¡Espero que tenga cosas más agradables que esta! -exclamó nuestra heroína.
-Será más que suficiente para la ocasión -exclamó el joven, enrojeciendo de un modo muy varonil ante la rapidez y agudeza de su propia réplica.
Adela miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea. Tenía curiosidad por saber cuánto tiempo llevaba con aquel alegre invasor de su intimidad, con quien se encontraba de pronto intercambiando bromas tan personales. Le había conocido unos ocho minutos antes.
Ludlow observó su gesto.
-Pero estoy interrumpiéndola y tendrá muchas cosas que hacer -exclamó, acercándose a su sombrero-. Supongo que debo despedirme de usted -y lo recogió del suelo.

Adela siguió junto a la mesa y le vio cruzar la habitación. Para expresar un sentimiento muy delicado en términos relativamente crudos, no quería de ninguna manera que él se marchara. La joven adivinó, asimismo, que él lamentaba mucho tener que irse. Darse cuenta de esto, sin embargo, apenas influyó en su ánimo. Lo cierto es que Adela (y lo decimos con respeto) no era ninguna ingenua. Era modesta, sincera y juiciosa; pero, como hemos dicho antes, tenía un pasado... un pasado en el que molestos pretendientes disfrazados de visitas matinales habían desempeñado un importante papel; y una gran habilidad para lo que podría llamarse burlar a esos caballeros era una de sus famosas cualidades. Por ese motivo, lo que sentía con más intensidad en aquellos momentos no era irritación hacia su acompañante, sino sorpresa ante su propia mansedumbre, que era, sin embargo, innegable. «¿Estaré soñando?», se preguntó. Miró por la ventana y se volvió nuevamente hacia Ludlow, que contemplaba su rostro con el sombrero y el bastón en la mano. «¿Debo permitirle quedarse? Es sincero -repitió para sí-, ¿por qué no ser sincera también yo por una vez?»

-Siento que tenga tanta prisa -dijo ella en voz alta.
-No tengo ninguna prisa -respondió el joven.
Adela miró de nuevo por la ventana, en dirección a las colinas. Hubo un momento de silencio.
-Creí que era usted quien tenía prisa -señaló Ludlow.
Adela volvió sus ojos hacia él.
-Mi hermano se alegraría de que se quedara todo el tiempo que quisiera. Sin duda le gustaría que yo le ofreciera toda la hospitalidad que estuviese en mis manos.
-Entonces le ruego que me la ofrezca.
-Muy fácil. Esta es la sala y allí, al otro lado del vestíbulo, se encuentra el estudio de mi hermano. Tal vez le gustaría ver sus libros y sus colecciones. No sé nada de ellos, así que no sería un buen guía. Pero puede entrar y examinar lo que le interese como mejor le parezca.
-Imagino que sería otro modo de separarme de usted.
-Por el momento, sí.
-Pero no sé si debo tomarme tantas libertades con las cosas de su hermano como usted me recomienda.
-¿Recomienda? No le recomiendo nada.
-Y si rehúso entrar en el sanctasanctórum del señor Moore, ¿qué otra alternativa me queda?
-Francamente... tendrá que inventarla usted.
-Creo que ha mencionado la sala. ¿Qué le parece si ésa es mi elección?
-Como quiera. Hay algunos libros y, si lo desea, traeré periódicos y revistas. Tenemos muchísimas publicaciones científicas. ¿Puedo ofrecerle algo más? ¿Está usted cansado de andar? ¿Le gustaría tomar un vaso de vino?
-¿Cansado de andar? No exactamente. Es usted muy amable, pero no tengo ningún deseo apremiante de tomar un vaso de vino. Tampoco es necesario que se preocupe por traerme publicaciones científicas. La verdad es que no tengo ganas de leer.
Ludlow sacó su reloj y lo comparó con el de la chimenea.
-Parece que su reloj va adelantado.
-Sí -repuso Adela-; es muy posible.
-Unos diez minutos. Bueno, supongo que será mejor que me vaya a pasear.
Y, acercándose a la joven, le tendió la mano. Ella le dio la suya.
-Hace un día único para dar un largo y tranquilo paseo -señaló la joven.

La única respuesta de Ludlow fue su apretón de manos. Se movió lentamente hacia la puerta, medio acompañado por Adela. «Pobre muchacho» , pensó. Había una puerta de verano, una celosía pintada de verde muy parecida a una contraventana; dejaba entrar en el vestíbulo una luz lóbrega y fría, bajo la cual Adela le pareció muy pálida. Ludlow separó sus hojas con el bastón y descubrió un paisaje ilimitado y centelleante, enmarcado por las columnas del porche. El joven se detuvo en el umbral, balanceando su bastón.

-Espero no perderme -dijo.
-Ni se le ocurra. Mi hermano no me lo perdonaría.
Ludlow frunció ligeramente el entrecejo, pero logró que sus labios esbozaran una sonrisa.
-¿A qué hora debo volver? -preguntó, bruscamente.
-Cuando usted quiera -contestó Adela, convirtiendo su voz casi en un susurro.
El joven se dio la vuelta y, con la resplandeciente entrada a sus espaldas, miró el rostro de Adela, ahora cubierto de luz.
-Señorita Moore -exclamó-, ¡me separo de usted totalmente en contra de mi voluntad!

Adela se quedó pensativa. Después de todo, ¿qué importancia tenía que siguiera con ella? Dadas las circunstancias, sería una aventura; pero ¿acaso una aventura era forzosamente un delito? Se trataba de una decisión que tenía que tomar sola. Era dueña de sus actos, y hasta entonces había obrado con rectitud. ¿No podía ser generosa por una vez? El lector advertirá en las meditaciones de Adela la repetición de la cláusula que contiene la salvedad «por una vez». Se debía al simple hecho de que había empezado el día con una disposición de ánimo romántica. Estaba predispuesta a sentir interés; y ahora que un fenómeno interesante se había presentado, y estaba ante ella bajo la forma de un ser humano... o, mejor dicho, de un hombre muy vital, lleno de reciprocidad, ¿iba a cerrar la mano a la generosidad del destino? Hacerlo significaría sólo exponerse más, pues sería un insulto gratuito a la naturaleza humana. ¿Acaso el hombre que tenía delante no rezumaba buenas intenciones? ¿Y no era eso suficiente? No era lo que Adela tenía por costumbre llamar un caballero; había llegado a esa convicción por una rápida diagonal, y ahora le servía de nuevo punto de partida. «He visto todo lo que los caballeros pueden mostrarme -éste fue su silogismo-: ¡Probemos algo nuevo!»

-No veo ningún motivo para que salga corriendo, señor Ludlow -dijo en voz alta.
-¡Creo que sería la mayor tontería que he cometido jamás! -exclamó el joven.
-Creo que sería una pena -señaló Adela.
-¿Me invita a entrar de nuevo en la sala? Vengo a visitarla a usted, ¿sabe? Antes venía a ver a su hermano. El asunto es muy sencillo. Usted y yo somos viejos amigos. Tenemos un sólido punto en común: su hermano. ¿No le parece?
-Puede defender la teoría que quiera. En mi opinión, no tiene importancia.
-Pues a mí me gustaría que la tuviera -afirmó Ludlow, con una simpática sonrisa.
-¡Como quiera!
Ludlow se apoyó contra la entrada.
-Mire, señorita Moore; su amabilidad me vuelve dócil como un niño. Soy un ser pasivo; estoy en sus manos; haga conmigo lo que quiera. No puedo evitar comparar mi destino con el que hubiera tenido de no haberla encontrado a usted. Hace un cuarto de hora yo desconocía su existencia; usted no estaba en mi programa. No tenía la menor idea de que su hermano tuviera una hermana. Cuando la criada habló de la «señorita Moore», imaginé una persona más bien mayor... de aspecto venerable... una anciana muy severa que diría «exactamente» y «muy bien, señor», y me dejaría pasar el resto de la mañana recostado en una silla de la terraza del hotel. Una prueba de lo necios que somos al intentar prever el futuro.
-No debemos permitir que nuestra imaginación vuele con nosotros en ninguna dirección -dijo Adela, sentenciosamente.
-¿Imaginación? No creo que yo tenga ninguna. No, señora -y Ludlow se enderezó-. Vivo el presente. Escribo mi programa sobre la marcha... o, en todo caso, eso haré en el futuro.
-Es usted muy juicioso -repuso Adela-. Suponga que escribe un programa para este momento. ¿Qué podemos hacer? Es una lástima pasar una mañana tan hermosa dentro de casa. Hay algo en el aire... un no sé qué... que parece decir que es el último día del verano. Deberíamos celebrarlo. ¿Le gustaría dar un paseo?

Adela había decidido que, para conciliar la benevolencia anteriormente mencionada con la observancia de su dignidad, su única opción era ser la anfitriona perfecta. Una vez tomada esta decisión, interpretó el papel con naturalidad y gracia. No podía interpretar otro; pero eso no disipó las tiernas sensaciones que parecían acompañar a aquel episodio tan extraño: se limitó a legitimarlas. No hay duda de que una aventura romántica que partía de una base tan convencional no perjudicaría a nadie.

-Me encantaría dar un paseo -dijo Ludlow-; un paseo haciendo un alto al final.
-Bueno, si no le importa hacer un pequeño alto al principio -respondió Adela-, estaré con usted en unos minutos.
Cuando regresó, con el sombrerito y la chaqueta, encontró a su amigo sentado en los escalones de la veranda. Ludlow se puso en pie y le dio una tarjeta.
-Mientras estaba ausente, me han pedido que le entregara esto.
Adela leyó con cierto remordimiento el nombre del señor Weatherby Pynsent.
-¿Ha estado aquí? -preguntó-. ¿Por qué no ha entrado?
-Le dije que no estaba usted en casa. Aunque no era cierto en ese momento, iba a serlo tan pronto que el intervalo no me pareció importante. Se dirigió a mí, pues me había colocado de tal modo que parecía el dueño de la casa; es decir, casi le cerraba el paso para que se viera obligado a hablar conmigo: pero confieso que me miró como si desconfiara de mis palabras. Dudó si decirme su nombre o llamar a un criado. Creo que quería manifestarme que recelaba de mi veracidad, ya que empezó a acercarse inexorablemente a la campanilla; temiendo que, al cruzar el umbral, se topara con la realidad palpable, le dije en el tono más amistoso posible que me encargaría personalmente de su pequeño tributo, siempre que me lo confiara.
-Tengo la impresión, señor Ludlow, de que es usted un hombre extrañamente poco escrupuloso. ¿Cómo sabía usted que el asunto que traía al señor Pynsent no era urgente?
-¡No lo sabía! Pero estaba seguro de que no era más urgente que el mío. Puede tener la certeza, señorita Moore, de que no puede acusarme de nada. Sólo pretendo ser un hombre; haber dejado entrar a ese pequeño clérigo tan amable... por qué es un clérigo, ¿verdad?... habría sido actuar como un ángel.

Adela conocía un paraje solitario en el corazón de la campiña, o eso creía, donde propuso llevar a su amigo. Se trataba de elegir un lugar ni demasiado lejos ni demasiado cerca, y caminar a un ritmo ni demasiado rápido ni demasiado lento. A pesar de que el feliz valle de Adela estaba por lo menos a dos millas, y de que hicieron muy despacio ese trayecto, su llegada a un pequeño y rústico portón, más allá del cual los campos crecían silvestres, dejó a la joven casi sin habla. Al iniciar el paseo, abrigó la precipitada idea de que no podía haber nada deshonroso en una excursión meramente bucólica como aquélla, ni ninguna malicia en un espíritu tan sensible al influjo de la naturaleza y al aire melancólico del incipiente otoño como el de su acompañante. Un hombre que disfruta sinceramente con los niños inspira confianza en las jóvenes; y así, aunque en menor grado, un hombre capaz de emocionarse ante la sencilla belleza de un paisaje de Nueva Inglaterra puede ser considerado, y no sin razón, por las hijas del lugar un individuo de propósitos puros. Adela era una gran observadora de las nubes, de los árboles, de los arroyos, de los sonidos y colores, de los aires transparentes y de los horizontes azules de su hogar adoptivo; y el hecho de que Ludlow supiera apreciar esos pequeños fenómenos la tranquilizó. El placer que experimentaba éste, sin embargo, por profundo que fuera, tenía que luchar contra el intenso abatimiento de un hombre que ha pasado el verano inspeccionando tediosos especimenes en un laboratorio, y contra un impedimento mucho menos material: la sensación de que Adela era una mujer extraordinariamente atractiva. Aun así, gran conversador por naturaleza, expresó todo su entusiasmo derrochando ingenio y buen humor. Adela comprendió que era un excelente compañero al aire libre... un hombre capaz de sacar provecho, incluso exagerado, del ancho horizonte y del alto cielo. Sus gestos desenfadados, su voz sonora, su perspicacia y vivacidad parecían exigir y justificar una ausencia total de barreras. Franquearon el pequeño portón y deambularon sin rumbo fijo por los pastos vacíos, hasta que el terreno empezó a ascender y a volverse pedregoso. Después de una breve subida, llegaron a una extensa planicie cubierta de arbustos y cantos rodados; terminaba, por un lado, en un precipicio cortado a pico, bajo el que se extendían campos y ciénagas hasta llegar al río, y por otro, en agrupaciones desperdigadas de cedros y arces, que se espesaban y multiplicaban poco a poco hasta que los frondosos bosques volvían de color púrpura el horizonte. Tenían sol y sombra, las dos cosas... el cielo despejado, o la cúpula susurrante de un círculo de árboles que siempre había recordado a Adela los pinos de Villa Borghese. La joven guió a su acompañante, entre los peñascos, hasta un asiento soleado que dominaba el curso del río, donde el rumor de los cedros les ofrecería una compañía casi humana.

-He tenido siempre la sensación de que el viento en los árboles es la voz de los cambios que se avecinan -dijo Ludlow.
-Tal vez sea cierto -contestó Adela-. Los árboles siempre hablan en ese tono melancólico, y los hombres siempre están cambiando.
-Sí, pero sólo pueden presagiar acontecimientos futuros, porque a eso me refiero, cuando hay alguien que puede oírlos; especialmente alguien cuya vida, según cree, está a punto de experimentar un cambio. Entonces son bastante proféticos. ¿Sabe que son palabras de Longfellow?
-Sí, sé que son palabras de Longfellow; pero es como si se le hubieran ocurrido a usted.
-A decir verdad, también tengo esa sensación.
-¿Se cierne sobre usted algún cambio importante?
-Sí, uno bastante importante.
-Creo que los hombres hablan así cuando van a contraer matrimonio -señaló Adela.
-Más bien voy a divorciarme. Me marcho a Europa.
-¿De veras? ¿Pronto?
-Mañana -respondió Ludlow, después de un momento de silencio.
-¡Oh! -exclamó Adela-. ¡Cuánto le envidio!

Ludlow, sentado sobre la cortadura y tirando piedras al llano, advirtió cierta disparidad en el tono de las dos exclamaciones de su amiga. El primero era natural, el segundo artificioso. Volvió los ojos hacia ella, pero la joven tenía su mirada perdida en la lejanía. Entonces, por unos instantes, se quedó pensativo. Analizó rápidamente la situación. Ahí estaba él, Tom Ludlow, un hijo del trabajo duro con los pies en la tierra; sin fortuna, sin reputación, sin antecedentes, destinado a vivir exclusivamente entre hombres vulgares, y que jamás había tenido una madre, ni una hermana, ni una novia de buena familia que le enseñara a graduar su voz para un tímpano femenino; lo más cerca que había estado de una auténtica dama había sido en medio de una muchedumbre para recibir un mecánico «gracias» (como si fuera un policía) por alguna ayuda fortuita: y ahí estaba él metido hasta el cuello en una repentina escena pastoral con una joven claramente superior. Que le gustaría disfrutar de la compañía de alguien así (siempre que no fuera una mocosa, desde luego) era algo que sabía; pero jamás se le había ocurrido pensar que tendría esa posibilidad. ¿Tenía que deducir ahora que ese brillante don era suyo? El brillante don de lo que en la relación entre los sexos se llama éxito. La deducción era, por lo menos, lógica. Había causado una buena impresión. ¿Por qué si no habría confraternizado hasta ese punto con él una joven tan refinada? Ludlow no pudo evitar sentir un pequeño estremecimiento de satisfacción al recordar lo franco y directo que había sido. «Todo esto confirma mi vieja teoría de que un proceso nunca puede ser demasiado sencillo. No he empleado el menor artificio. En una empresa semejante, yo no habría sabido cómo empezar. Ha sido mi ignorancia de las normas lo que me ha salvado. A las mujeres les gusta un caballero, por supuesto; pero prefieren a un hombre», pensó. Era el pequeño toque de espontaneidad percibido en el tono de Adela lo que le había invitado a reflexionar; si bien, al compararlo con la franqueza de su propia actitud, no delataba ninguna emoción inconveniente. Ludlow había aceptado el hecho de su adaptabilidad al ánimo ocioso de una dama cultivada con un espíritu perfectamente racional, y no le tentaba exagerar su importancia. No era un hombre capaz de embriagarse con un triunfo, después de todo, posiblemente superficial. «Si la señorita Moore es lo bastante juiciosa... o necia... para disfrutar media hora conmigo por lo que soy, ¡yo, encantado! -se dijo-. Seguramente -añadió, contemplando su inteligente perfil-, no le gustaré por lo que no soy» Es necesario, sin embargo, una mujer mucho más inteligente (¡gracias a Dios!) que la mayoría -más inteligente, desde luego, que Adela- para proteger su felicidad de lo que elucubra un hombre perspicaz sobre su inteligencia; y no hay duda de que la percepción de esta verdad universal despertó en Ludlow una ternura muy varonil mientras seguía observando a su compañera. «No la ofendería por nada del mundo», pensó. En ese mismo instante, Adela, consciente de que él la contemplaba, miró a su alrededor. Antes de saber lo que decía, Ludlow había repetido en voz alta:

-Señorita Moore, no la ofendería por nada del mundo.
Adela clavó un momento los ojos en él, con un ligero rubor que dio paso a una sonrisa.
-¿Qué terrible impertinencia preludian sus palabras? -preguntó.
-No preludian nada. Se refieren al pasado... a cualquier posible contrariedad que haya podido causarle.
-Sus escrúpulos son innecesarios, señor Ludlow. Si me hubiera ofendido, no le habría permitido disculparse. No habría esperado a que se le ocurriera dar ese paso mientras fantaseaba compasivamente sentado al sol.
-¿Qué habría hecho?
-¿Hecho? Nada. Supongo que no creerá que le habría reñido... o que le habría mirado con desdén... o que le habría respondido. Habría dejado sin hacer... soy incapaz de decirle qué. Pregúntese a sí mismo qué he hecho. Yo apenas lo sé -exclamó Adela, con cierta vehemencia-. En cualquier caso, aquí estoy, sentada con usted en medio del campo, como si le conociera desde hace años. ¿Por qué habla de ofensas? -y Adela (algo excepcional en ella) perdió el dominio de su voz, que tembló levemente-. ¡Qué extraño pensamiento! ¿Por qué habría de ofenderme? ¿Parezco tan dispuesta a esa clase de cosas?

Había vuelto a sonrojarse, y se le habían iluminado los ojos. Había olvidado sus buenos modales y, antes de hablar, no había pedido consejo, como acostumbraba, a ese fiel custodio, su buen gusto. La embargaba la emoción... una emoción que se había ido apoderando de ella desde el principio del paseo... un sentimiento de naturaleza casi apasionada y que ese pequeño revés que había supuesto el anuncio de la partida del señor Ludlow había desbordado. El lector puede dar a ese sentimiento el nombre que quiera. Nos contentaremos con decir que Adela había jugado con fuego y se había quemado. La ligera violencia de las palabras que acabamos de citar puede reflejar su sensación de dolor.

-No tome al pie de la letra mis palabras, señorita Moore -dijo Ludlow-. Un hombre se expresa lo mejor que sabe.

Adela no contestó. Bajó la cabeza durante unos instantes. ¿Iba a llorar porque se sentía herida? ¿Iba a abrir su dolorido corazón a un individuo con el que no tenía sentido, al menos aún, hablar de sentimientos? ¡No! Y aquí nuestra reservada y contemplativa heroína vuelve a ser la de siempre. Seguía teniendo que interpretar el papel de la joven de mundo, de la dama perfecta. Por nuestra parte, somos incapaces de imaginar una figura más encantadora que este civilizado y disciplinado personaje, dadas las circunstancias; y, si Adela hubiera sido la más hábil de las coquetas, no habría sabido adoptar una expresión más favorecedora que el aire de respetable consideración que ahora mostraban sus facciones. Pero, después de rendir este generoso homenaje al decoro, se sintió libre para sufrir en secreto. Levantando la mirada del suelo, se dirigió bruscamente a su compañero:

-A propósito, señor Ludlow, cuénteme algo de usted.
Ludlow rompió a reír.
-¿Qué quiere que le cuente?
-Todo.
-¿Todo? Perdone, no soy tan necio. Pero ¿sabe que su petición me resulta muy tentadora? Supongo que tendría que ruborizarme y titubear; pero jamás me he ruborizado ni he titubeado cuando debía.
-Muy bien. Eso ya es algo. Continúe. Empiece desde el principio.
-Veamos, déjeme pensar. Mi nombre, ya lo sabe. Tengo veintiocho años.
-Ése es el final -dijo Adela.
-Pero imagino que no quiere la historia de mi primera infancia. Supongo que fui un bebé enorme, ruidoso y feo... lo que suelen llamar un «niño espléndido». Mis padres eran pobres y, por supuesto, honrados. Pertenecían a un ambiente... o a una «esfera», creo que diría usted... muy diferente a cualquiera de las que probablemente conozca. Tenían que ganarse la vida Mi padre era un humilde químico, y sospecho que a mi madre no le asustaban las tareas más duras. Pero, aunque no la recuerdo, estoy seguro de que era una mujer sensata y buena; de vez en cuando siento su energía en mi interior. Yo he trabajado toda mi vida; y le diré que soy un trabajador infatigable. No soy paciente, como supongo que lo será su hermano... aunque tengo más paciencia de la que pueda imaginar... pero soy bastante obstinado. Si le sorprende mi egotismo, recuerde que fue usted quien empezó esta historia. No sé si soy inteligente, ni me importa demasiado; es una especie de vocablo metafísico, insulso y sentimental. Pero tengo claro lo que quiero saber, y generalmente me las ingenio para averiguarlo. No conozco demasiado mi esencia moral; estoy convencido de que soy terriblemente egoísta. Sin embargo, no me gusta herir los sentimientos de los demás y soy bastante aficionado a la poesía y a las flores. De todas formas, no creo ser un hombre de ideas elevadas. No me sorprendería nada descubrir que soy sumamente engreído; pero me temo que el descubrimiento no cambiaría gran cosa. Soy extraordinariamente difícil de domeñar, lo sé. ¡Seguro que le parecería un bruto si me conociera! No le recomendaría a nadie que contase demasiado con mi amabilidad. A veces me aburro mucho con personas que me quieren... porque algunos se encariñan conmigo, de veras; así que me parece que soy desagradecido. Desde luego, como un hombre que habla a una mujer, me veo obligado a decir que soy despreciable; pero odio hablar de cosas que no pueden probarse. Apenas tengo «cultura general», sabe, pero lo que importa es que he leído muchísimos libros... y, gracias a Dios, mi memoria es buena. Y también tengo algunas aficiones. Me encanta la música. Tengo una bonita voz; no puedo evitar saberlo; y, hablando de pintura, nadie puede intimidarme. Sé cómo sentarme en un caballo, y sé remar. ¿Es suficiente? Soy consciente de mi enorme torpeza para decir algo pertinente. En pocas palabras, soy un ávido especialista... y no soy un mal tipo. Con todo, soy únicamente lo que soy: una criatura muy normal.

-¿Se define como una criatura muy normal porque realmente cree que lo es o porque se siente tentado de estropear la más bien halagüeña relación con un gran borrón final?
-Le aseguro que no lo sé. Muestra usted más sutileza en una sola pregunta de la que he mostrado yo en una larga cadena de afirmaciones. Ustedes las mujeres tienen una gran habilidad para hacer preguntas embarazosas. En serio, creo que soy de segunda categoría Aunque no lo admitiría delante de todo el mundo. Pero a usted, señorita Moore, sentada bajo su sombrilla tan imparcial como la musa de la historia, le debo la verdad. No soy un hombre de genio. Carezco de algo; me falta alguna distinción final; puede llamarlo como quiera. Tal vez sea humildad. Es posible que pueda encontrarlo en Ruskin, en algún lugar. Quizá sea delicadeza... o imaginación. Soy muy vulgar, señorita Moore. Soy el hijo vulgar de unas gentes vulgares. Empleo el término, por supuesto, en sentido literal. Le concedo todo esto de entrada, pero es mi última concesión.
-Sus concesiones son más pequeñas de lo que parecen. ¿Tiene alguna hermana?
-No; ni tampoco hermanos, ni primos, ni tíos, ni tías.
-Y ¿se embarca mañana para Europa?
-Mañana, a las diez en punto.
-¿Estará lejos mucho tiempo?
-Todo el que pueda. Cinco años, de ser posible.
-¿Qué espera hacer en esos cinco años?
-Estudiar.
-¿Solamente estudiar?
-Supongo que siempre volveré a eso. Espero divertirme mucho, y contemplar el mundo mientras lo atravieso. Pero no puedo perder el tiempo; me estoy haciendo viejo.
-¿A dónde se dirige?
-A Berlín. Quería algunas cartas de presentación de su hermano.
-¿Tiene dinero? ¿Su posición es acomodada?
-¿Acomodada? ¡Válgame Dios! ¡No! Soy muy pobre. Tengo un poco de dinero que acabo de recibir del modo más inesperado: se trata de una vieja deuda con mi padre. Me llevará hasta Alemania y me permitirá vivir seis meses. Después tendré que trabajar para abrirme camino.
-¿Es usted feliz? ¿Se siente satisfecho?
-Precisamente ahora estoy de maravilla, gracias.
-Pero ¿lo seguirá estando cuando llegue a Berlín?
-No le prometo sentirme satisfecho; pero estoy seguro de que seré feliz.
-Está bien -dijo Adela-, deseo sinceramente que todo le salga bien.
-Muchísimas gracias -exclamó Ludlow.

No dejaremos constancia aquí del resto de su diálogo. Al lector se le ha dado la clave de la conversación de nuestros amigos; sólo es necesario decir que ésta se prolongó media hora más. A medida que pasaban los minutos, Adela fue alejándose cada vez más de su anclaje. Cuando, finalmente, se obligó a sí misma a consultar el reloj y a recordar a su acompañante que les quedaba el tiempo justo para llegar a casa antes de que lo hiciera su hermano, comprendió que flotaba a gran velocidad mar adentro. Mientras bajaba la colina al lado de su amigo, una fuerte tentación hizo que se estremeciera. Su primer impulso fue cerrar los ojos a ésta, confiando en que habría desaparecido cuando los abriera de nuevo; pero se dio cuenta de que no iba a ser tan fácil deshacerse de ella. La acosaba de tal modo que, antes de haber recorrido una milla en dirección a la casa, había sucumbido a su poder o, al menos, se había comprometido con esa aceleración del corazón que acompaña toda decisión temeraria. Aquel pequeño sacrificio la dejó sin aliento para pronunciar palabras ociosas; por ese motivo, avanzó escuchando a su acompañante con la cabeza inclinada. Ludlow siguió caminando, sin que su optimismo pareciera haber disminuido, hablando tan fuerte y tan deprisa como al principio. Estaba expuesto a la profecía de que el señor Moore no hubiera vuelto, y encomendó a Adela que le transmitiera un divertido mensaje de excusas. La joven había empezado a preguntarse si Ludlow, ante la proximidad de su separación, no se había dejado invadir por un abatimiento acorde con el suyo, aquel que sellaba sus labios y atenazaba su corazón; y estaba tratando de decidir si su declaración expresa de que se sentía «terriblemente desgraciado» debía disipar forzosamente sus dudas. Después de esta afirmación, Ludlow hizo un hermoso resumen de la mañana, y pronunció un discurso de despedida que impresionó a Adela, al menos por su buen gusto. Es posible que fuera una criatura normal... pero lo cierto es que era muy poco corriente. Cuando llegaron a la verja del jardín, Adela, con el corazón palpitante, buscó algún indicio fortuito de la presencia de su hermano. Sentía que gozarían de una oportunidad muy, especial si aún no había regresado. Entró en la casa delante de Ludlow. Su sombrero y su abrigo no estaban en la mesa del vestíbulo como de costumbre, ni su bastón de empuñadura plateada en el rincón. Lo único que llamó su atención fue la tarjeta del señor Pynsent, que ella había depositado en la mesa antes de salir. Todo cuanto representaba aquella pequeña cartulina blanca parecía estar a muchas millas de distancia. Buscó al señor Moore en su estudio, pero se hallaba vacío.

Cuando Adela regresó a la sala, se limitó a mirar a Ludlow -que estaba delante de la chimenea- y a mover negativamente la cabeza; mientras lo hacía, captó su propio reflejo en el cristal de la repisa de la chimenea. «Verdaderamente, ¡qué lejos he viajado!», pensó. Había olvidado con facilidad su antigua dignidad y educación, pero pensaba romper aún más con ellas. Con singular valentía, se preparó para cumplir el pequeño compromiso que había contraído consigo misma mientras regresaba a casa. Sabía que acogería con entusiasmo cualquier prueba a la que pudiera someterse su generosidad. Desgraciadamente, no parecía que ésta fuera a ser desafiada; aunque, en esos momentos, tenía la satisfacción de asegurarse a sí misma que, al igual que la misericordia divina, su generosidad era infinita. ¿Debía convencerse de la generosidad de su amigo? ¿O debía quedarse tranquilamente con la duda? Esas habían sido las cláusulas de lo que, al pie de la colina, se ha considerado su tentación.

-Me queda muy poco tiempo -dijo Ludlow-; tengo que cenar, pagar la cuenta y coger un carruaje a la estación -y le tendió la mano.
Adela la estrechó, sin que sus ojos se encontraran.
-Tiene usted mucha prisa -exclamó, con aire despreocupado.
-No soy yo quien tiene prisa. Es mi maldito destino. Son el tren y el barco de vapor.
-Si de veras deseara quedarse, no deberían importarle ni el tren ni el barco de vapor.
-Cierto... muy cierto. Pero ¿de veras deseo quedarme?
-Ésa es la cuestión. Eso es precisamente lo que quiero saber.
-Sus preguntas son difíciles, señorita Moore.
-Difíciles para mí... en efecto.
-Entonces, como es natural, está preparada para contestar a las preguntas fáciles.
-Déjeme oír qué es para usted una pregunta fácil.
-De acuerdo, entonces: ¿desea que me quede? Lo único que tengo que hacer es tirar mi sombrero, tomar asiento y cruzarme de brazos durante veinte minutos. Perderé mi tren y mi barco. Me quedaré en América en lugar de ir a Europa.
-He dado vueltas a todo eso.
-No puedo decir que sea realmente importante. Hay alicientes en ambos lados.
-Sí, y sobre todo en uno. Es realmente importante.
-Y ¿me pide que abandone... que renuncie a Berlín?
-No; es algo que no debo hacer. Lo que le pregunto es si, en caso de pedírselo, aceptaría.
-Eso hace que el asunto sea más fácil para usted, señorita Moore. ¿Qué alicientes me ofrece?
-No le ofrezco ninguno en absoluto, señor.
-Supongo que eso significa mucho.
-Mucho; y todo muy absurdo.
-No hay duda de que es usted una mujer de lo más interesante, señorita Moore... una mujer encantadora.
-¿Por qué no me llama irresistible de una vez y se despide de mí?
-No creo que tenga que llegar a eso. Pero no le contestaré nada que la deje en situación ventajosa. Pídame que me quede... ordéneme que me quede, si prefiere... y veré qué tal suenan sus palabras. Vamos, no debe jugar con un hombre.
No había soltado la mano de Adela, y los dos jóvenes se miraban ahora intensamente a los ojos. El guardó silencio, esperando una respuesta.
-Adiós, señor Ludlow -dijo Adela-. ¡Que Dios le bendiga! -y se dispuso a retirar la mano; pero él lo impidió.
-¿Somos amigos? -inquirió.
-¡Amigos de tres horas! -exclamó Adela, encogiéndose de hombros.
Ludlow la miró con cierta dureza.
-Nuestra despedida podía al menos haber sido dulce -comentó él-; ¿por qué convertirla en amarga, señorita Moore?
-Si es amarga, ¿por qué quiere cambiarla?
-Porque no me gustan las cosas amargas.

Ludlow había alcanzado a entrever la verdad -esa verdad que el lector ha vislumbrado- y se quedó allí, emocionado y molesto al mismo tiempo. No sólo tenía un corazón, también una conciencia. «No es culpa mía», murmuró a esta última. Pero fue incapaz de añadir, de forma coherente, que sí era su desgracia. Sería muy heroico, muy poético, muy caballeroso, perder su barco de vapor, y sintió que estaría justificado hacerlo... por la insinuación de un hecho. Pero el motivo aquí era menos que un hecho: una idea; menos que una idea: una mera intuición. «Ha sido una pequeña y hermosa aventura romántica -pensó-. ¿Por qué estropearla? Jamás he conocido a una mujer como ella, y haber tenido la suerte de verla así... ¡es suficiente para mí!» Se llevó a los labios la mano de la joven, la besó y, después de soltarla, alcanzó la puerta y salió a grandes zancadas del jardín.


El diablo que conocemos. Henry Kuttner (1915-1958) C.L. Moore (1911-1987)

Las finas e imperativas convocatorias habían estado susurrando durante días en lo profundo del cerebro de Carnevan. Eran mudas y apremiantes, y su mente parecía la aguja de una brújula que giraba, inevitablemente, hacia el punto más próximo de atracción magnética. Le era bastante fácil enfocar la atención en aquello, pero descubrió que le resultaba bastante peligroso relajarse. En esos momentos la aguja oscilaba y giraba, mientras el grito insonoro se hacía más fuerte, sacudiendo los muros de su conciencia. El significado del mensaje, sin embargo, seguía desconocido para él. No existía ni la más remota posibilidad de que estuviera loco. Gerald Carnevan era neurótico como la mayoría, y lo sabía.

Poseía varios títulos y era socio menor de una floreciente empresa de publicidad de Nueva York, en la que contribuía con la mayoría de las ideas. Jugaba al golf, nadaba y era buen compañero en el bridge. Tenía 37 años, el rostro fino y duro de un puritano, cosa que ni por asomo era, y estaba siendo chantajeado con delicadeza por su amante. Eso no le caía tan mal, más que nada porque su mente lógica había evaluado las posibilidades y había llegado a la conclusión de que valía la pena olvidarse del asunto de inmediato. Y sin embargo no se había olvidado. El pensamiento había permanecido en lo más profundo de su inconsciente y ahora surgía ante Carnevan. Eso, claro, podía ser la explicación de la... la... de la "voz". Un deseo reprimido de resolver el problema. Parecía encajar muy bien, si tenía en consideración su reciente compromiso con Phyllis Mardrake. Phyllis, de estirpe bostoniana, no pasaría por alto los amoríos de su prometido... si es que llegaban a descubrirse. Diana, que no conocía el recato pero era adorable, no dudaría en descubrirle si eso llegaba a pasar por su cabeza. La brújula volvió a estremecerse, giró y se detuvo en un punto tenso. Carnevan, que estaba trabajando horas extras en su despacho, gruñó furioso. Siguiendo un impulso, se arrellanó en su silla, tiró el cigarrillo por la ventana abierta, y aguardó. Los deseos reprimidos, según las enseñanzas de psicología, deberían aparecer al descubierto, en donde se los pudiera convertir en inofensivos. Con esto en la cabeza, Carnevan borró toda expresión de su fina y dura cara y aguardó. Cerró los ojos. A través de la ventana llegaba el murmullo rugiente de la calle neoyorquina, que disminuía de a poco, casi imperceptiblemente. Carnevan trató de analizar sus sensaciones. Su inconsciente parecía cerrado en una caja hermética y tensa. Mientras sus retinas se ajustaban a la obscuridad voluntaria, tras sus párpados cerrados se fueron esfumando unos dibujos luminosos.

Mudo, el mensaje llegó a su cerebro. No podía entenderlo. Era demasiado extraño... incomprensible. Pero al fin se formaron las palabras. Un nombre. Un nombre que oscilaba en el borde de la oscuridad, incordinado. Nefert. Nefert. Ahora lo reconocía. Recordaba la semana pasada, cuando asistió, a pedido de Phyllis, a la sesión. Había sido una reunión tosca y ordinaria, trompetas y luces, y voces susurrando. La médium hacía sesiones tres veces por semana en un viejo caserón de piedra cerca de Columbus Circle. Se llamaba Madame Nefert... o así pretendía llamarse, aunque parecía más irlandesa que egipcia. Ahora Carnevan sabía que la orden muda era Ver a Madame Nefert.

Carnevan abrió los ojos. Esperaba ver algo diferente, pero la habitación no había cambiado en absoluto. Lo que le pasaba era lo que había pensado. Una teoría había tomado forma en su mente, y ahora germinaba en una explosión de enojo causada por el pensamiento de que alguien había estado manoseando su posesión más exclusiva... su yo. Era, pensó, hipnotismo. Madame Nefert, de alguna manera, logró hipnotizarlo durante la reunión, y sus curiosas sensaciones de las semanas pasadas eran a causa de la sugestión post-hipnótica. Resultaba un tanto tomado de los pelos, pero no era imposible. Carnevan, como era publicitario, seguía inevitablemente ciertas líneas de pensamiento. Madame Nefert hipnotizaba a un visitante y ese visitante volvía a ella preocupado y sin comprender lo que había pasado. En ese momento la médium le anunciaría, con toda probabilidad, que haría que los espíritus le dieran una mano. Cuando el cliente estuviera adecuadamente convencido -lo cual es el primer paso en una campaña de publicidad-, Madame Nefert mostraría sus cartas, haciéndole saber el precio de lo que tenía para vender.

Era la primera etapa del juego. Hacer que el cliente necesite algo; luego, vendérselo. Estaba muy bien. Carnevan se levantó, encendió un cigarrillo y se puso la chaqueta. Ajustándose la corbata ante el espejo, examinó su cara de cerca. Parecía gozar de perfecta salud. Sus reacciones eran normales. Sus ojos se veían muy controlados. Bruscamente, sonó el teléfono. Carnevan lo tomó.

-¿Hola? ¿Diana? ¿Cómo estás, querida? -a pesar de las actividades chantajistas de Diana, Carnevan prefería mantener sus relaciones sin roces ni mal entendidos para que por lo menos no se complicasen más, así que sustituyó el epíteto que le vino a la cabeza por "querida"-. No puedo -dijo por fin-. Esta noche tengo que hacer una visita importante. Ahora, espera... ¡No te estoy dejando plantada! Te enviaré un cheque por correo.

Eso pareció satisfacerle. Carnevan colgó. Diana todavía ignoraba su próximo matrimonio con Phyllis. Se sentía algo preocupado por la reacción que tendría su amante ante la noticia. Diana, con todo su cuerpo glorioso, era muy estúpida; al principio, Carnevan encontró que ese era un atributo relajante, ya que le daba una sensación ilusoria de poder en los momentos que estaban juntos. Ahora, sin embargo, la estupidez de Diana podía convertirse en un inconveniente. Ya enfrentaría eso más tarde. Primero que todo estaba Nefert. Madame Nefert. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Pasase lo que pasase, el título. Siempre había que buscar la marca comercial, impresionar al consumidor. Sacó su coche del garaje del edificio de oficinas y condujo por la ciudad siguiendo la avenida, girando hacia Columbus Circle. Madame Nefert tenía una sala de estar en la parte delantera y atrás unos cuantos cuartuchos atiborrados de cosas que nadie jamás visitaba puesto que, probablemente, contenían su equipo. Una placa en la ventana proclamaba su profesión. Carnevan subió los escalones y llamó. Entró al oír el sonido del zumbador del portero eléctrico, giró a la derecha y empujó una puerta entreabierta que se cerró a su espalda. Las cortinas habían sido echadas sobre las ventanas. La estancia estaba iluminada por el resplandor rojizo y escaso de las lámparas de las esquinas.

El cuarto estaba desnudo. La alfombra había sido corrida a un lado. Habían trazado detalles en el suelo con tiza luminosa. En el centro de un pentágono había un cacharro ennegrecido. Eso era todo, y Carnevan sacudió la cabeza disgustado. Tal escenario sólo impresionaría a los más crédulos. Sin embargo, decidió seguir la corriente hasta que llegase al fondo de aquel asunto publicitario tan peculiar. Una cortina se apartó, revelando una alcoba en la que estaba Madame Nefert, sentada sobre una silla dura y plana. La mujer ni siquiera se había molestado en montar su mascarada de siempre. Carnevan lo notó de inmediato. Con ese rostro goyuno y colorado y su pelo lacio parecía una empleada de limpieza salida de una comedia. Llevaba un batín floreado, que se abría para revelar una ropa interior blanca y sucia, especialmente en la parte correspondiente a su generoso escote. La luz roja destellaba en su cara. Miró a Carnevan con ojos vidriosos e inexpresivos.

-Los espíritus están... -comenzó, y de pronto guardó silencio. Brotó un gemido profundo y sofocado en su garganta.
Todo su cuerpo se retorció, convulsivo.
Reprimiendo una sonrisa, Carnevan dijo:
-Madame Nefert, me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

Ella no contestó. Hubo un largo y pesado silencio. Al cabo, Carnevan inició un movimiento hacia la puerta, pero la mujer siguió sin moverse. Estaba llevando el juego hasta el máximo. Carnevan miró a su alrededor. Vio algo blanco dentro del cacharro ennegrecido y se acercó para mirar dentro. Luego sintió una náusea violenta. Sacó un pañuelo y, apretándoselo sobre la boca, giró para enfrentarse a Madame Nefert. Pero no pudo hallar palabras. La cordura volvió a él. Aspiró profundamente, comprendiendo que una imagen hecha con cartón-piedra casi había destruido su balance emocional. Madame Nefert no se había movido. Estaba inclinada hacia adelante, respirando en estertores roncos. Un hedor débil e insidioso penetró por las narices de Carnevan. Alguien dijo con viveza.

-¡Ahora!
La mano de la mujer se movió en un gesto inseguro de tanteo. Al mismo tiempo, Carnevan se dio cuenta de la presencia de un recién llegado a la habitación. Giró para ver, en medio del pentágono, una figura pequeña, acurrucada, que lo miraba con firmeza. La luz roja era débil. Todo lo que pudo ver Carnevan fue una cabeza y un cuerpo informe oculto por una capa obscura. El hombre o niño o muchacho estaba en cuclillas. La visión de esa cabeza, sin embargo, fue suficiente para que su corazón saltara de excitación... porque no era enteramente humana. Al principio pensó que era una calavera. El rostro era delgado y tenía una piel pálida y traslúcida, del más puro marfil, estirada sobre el hueso. La cabeza estaba completamente calva. La forma de esa cabeza era triangular, delicadamente aguda en los bordes, sin esos feos salientes en los pómulos que hacen que los cráneos humanos sean tan repugnantes. Los ojos resultaban inhumanos. Llegaban casi hasta donde debiera haber estado la línea del cabello, si aquel ser lo hubiera tenido. Eran de un color gris verdoso, nublados, como de piedra, y salpicados con danzarinas lucecitas opalescentes. Era un rostro singularmente hermoso, con la clara y desapasionada perfección del hueso pulimentado. Carnevan no pudo ver el cuerpo, que estaba oculto por la capa.

¿Sería esa extraña cara una máscara? Carnevan supo que no. La sutil e inconfundible sacudida de su ser físico entero le dijo que estaba mirando algo horrible. Automáticamente, sacó un cigarrillo y lo encendió. El ser no se había movido mientras lo observaba. Carnevan, abruptamente, se dio cuenta de que la aguja de la brújula de su cerebro había desaparecido. El humo ascendió en volutas desde su cigarrillo. Él, Gerald Carnevan, estaba plantado en aquella habitación iluminada con escasa luz rojiza, con una falsa médium, presumiblemente en falso trance y... "algo" agazapado a pocos pasos de distancia. Fuera, a una manzana más allá, se encontraba Columbus Circle, con sus carteles eléctricos y el intenso tráfico. Una clave chasqueó en el cerebro de Carnevan: Luces eléctricas significan publicidad. Haz que el cliente se maraville. Y en este caso el cliente parecía ser él. La aproximación solía ser destructiva para las estudiadas tácticas de los vendedores. Carnevan comenzó a caminar directamente hacia el ser. Los suaves labios rojos infantiles se separaron.

-Aguarda -ordenó una voz singularmente gentil-. No cruces el pentágono, Carnevan. Puedes hacerlo, si quieres, pero iniciarías un incendio.
-Eso lo estropea todo -observó el hombre, casi riendo-.
Los espíritus no hablan inglés vulgar. ¿Cuál es el plan?
-Bueno -dijo el otro sin moverse-. Para empezar, puedes llamarme Azazel. No soy un espíritu. Soy bastante más que un demonio. En cuanto al inglés vulgar, cuando entro en tu mundo, naturalmente, me ajusto a él... o me ajustan. Mi propia lengua no se puede oír aquí. La hablo, pero tú oyes su equivalente en inglés. Mi idioma queda automáticamente ajustado a tus capacidades.
-Está bien -contestó Carnevan-. ¿Y ahora qué? -expelió el humo por la nariz.
-Eres un escéptico -dijo Azazel, aún inmóvil-. Si abandono el pentágono podría convencerte en un momento, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda. De momento, el espacio que ocupo coexiste en el espacio de mi mundo y el tuyo. Soy un demonio, Carnevan, y quiero hacer un trato contigo.
-Espero que empiecen a resplandecer los flashes en cualquier momento. Pero puedes falsificar cuantas fotos quieras, si ese es el juego. No pagaré nada por ellas -contestó Carnevan, pensando en Diana, aunque con ciertas dudas.
-Lo harás -observó Azazel.
Y contó una breve y malintencionada historia acerca de las relaciones de Carnevan con Diana Bellamy.
Carnevan notó que se ruborizaba.
-Basta -dijo secamente-.
Es chantaje, ¿verdad?
-Por favor, déjame que te explique... desde el principio. Entré en contacto contigo en la sesión de la semana pasada. Para los habitantes de mi dimensión es increíblemente difícil establecer contacto con seres humanos, pero en esta ocasión lo logré. Implanté ciertos pensamientos en tu subconsciente y te retuve por medio de ellos.
-¿Qué clase de pensamientos?
-Gratificaciones -dijo Azazel-. La muerte de tu socio mayor. El traslado de Diana Bellamy. Riqueza. Poder. Triunfo. Te he cebado los pensamientos secretamente, y así se estableció un lazo entre nosotros. No lo suficiente, sin embargo, porque en realidad no pude comunicarme contigo hasta que trabajé sobre Madame Nefert.
-Sigue -dijo tranquilo Carnevan-. Es una charlatana, claro.
-Claro que sí -sonrió Azazel-. Pero es celta. Un violín no sirve sin violinista. Yo logré controlarla y le conduje a hacer los preparativos necesarios para poder materializarme.
Luego te traje hasta aquí.
-¿Y esperas que te crea?
Los hombros del otro se agitaron intranquilos.
-Ahí está la dificultad. Si me aceptas, te serviré bien, muy bien, en verdad. Pero no lo harás hasta que creas.
-Yo no soy Fausto -contestó Carnevan-. Aun cuando creyese en ti. ¿Por qué te imaginas que iba a...?

Se detuvo. Durante un segundo reinó el silencio. Carnevan, furioso, dejó caer el cigarrillo y lo aplastó.
-Todas las leyendas de la historia -murmuró-. Folklore... todo folklore. Tratos con demonios. Y siempre a un precio. Pero soy ateo, o agnóstico. No estoy seguro de lo que soy. No puedo creer que tenga un... alma. Cuando muera, se acabó todo.
Azazel le estudió pensativo.
-Naturalmente que tiene que haber un precio -una expresión curiosa cruzó el rostro del ser.
Había burla en ella, y miedo también. Cuando volvió a hablar, lo hizo presuroso-: Puedo servirte, Carnevan. Puedo complacer tus deseos... creo que todos.
-¿Por qué me elegiste a mí?
-La sesión me atrajo. Eras el único presente allí con quien podía establecer contacto.
Apenas halagado, Carnevan frunció el ceño. Le resultaba imposible creerlo. Por último dijo:
-Me interesaría... si pensase que esto no es sólo una simple añagaza, un truco. Cuéntame más. Lo que podrías hacer por mí.
Azazel habló con mayor detenimiento. Al terminar, los ojos de Carnevan brillaban.
-Incluso un poco de eso...
-Resulta bastante fácil -apremió Azazel-. Todo está preparado. La ceremonia no cuesta mucho y yo te guiaré paso a paso.
Carnevan chasqueó la boca sonriendo.
-Ahí está. No puedo creerlo. Me digo a mí mismo que no es real. En lo más profundo de mi cerebro trato de encontrar la explicación lógica. Y todo es demasiado fácil. Si estuviese convencido de que tú eres lo que dices y que puedes... -Azazel le interrumpió.
-¿Sabes algo acerca de teratología?
-¿Eh? Oh... lo que cualquier hombre vulgar.
El ser se levantó despacio.
Llevaba, según vio Carnevan, una voluminosa capa de algún material obscuro, opaco, tornasolado.
-Si no hay otro modo de convencerte -dijo el ser-, y puesto que no puedo dejar el pentágono... debo emplear este medio.

Una premonición enfermante cruzó por la mente de Carnevan mientras veía las delicadas y esbeltas manos operando en los cierres de la capa. Azazel la apartó a un lado. Cerró la prenda casi en un instante. Carnevan no se había movido. Pero un hilo de sangre le caía por la barbilla. Luego silencio hasta que el hombre intentó hablar. Un ruido áspero y crujiente sonó en la habitación. Carnevan, por fin, pudo encontrar su voz. Las palabras le salieron en un semichillido. Gritó con brusquedad y se fue a un rincón, en donde se quedó plantado, con la frente apretada contra la pared. Cuando regresó, tenía el rostro más compuesto, aunque el sudor relucía en él.

-Sí -dijo-. Sí.
-Muy bien... -aprobó Azazel.
A la mañana siguiente, Carnevan estaba sentado en su escritorio y hablaba tranquilo con un demonio que estaba instalado cómodamente en un sillón, invisible e inaudible para todos excepto para él. La luz del sol entraba de soslayo por la ventana y una fría brisa llevaba entre sus alas el apagado clamor del tránsito. Azazel parecía increíblemente real allí sentado, su cuerpo oculto por la capa, su hermosa cabeza como la de una calavera creada por la luz solar.
-Habla en voz baja -le avisó el demonio-. Nadie puede oírme, pero pueden oírte. Susurra... o simplemente piensa.
Para mí será suficiente.
-Está bien -Carnevan se frotó la mejilla recién afeitada-. Será mejor que tracemos un plan. Ya sabes que has de ganarte mi alma.
-¿Eh? -el demonio pareció perplejo durante un segundo; luego rió por lo bajo-. Estoy a tu servicio.
-En primer lugar, no debemos despertar sospechas. Nadie creería la verdad. Pero no quiero hacerles pensar que estoy loco... aunque quizá lo esté -agregó Carnevan con lógica-. Pero ahora no consideraremos ese punto. ¿Qué hay de Madame Nefert? ¿Cuánto sabe ella?
-Nada en absoluto -contestó Azazel-. Se encontraba en trance y yo la controlaba. No recordó nada cuando despertó. Sin embargo, si prefieres, la puedo eliminar.
Carnevan levantó la mano.
-¡Calma! Ahí es donde las personas como Fausto cometieron sus errores. Se volvieron déspotas, borrachos por el poder a más no poder. Cualquier asesinato que cometamos tendrá que ser necesario. ¡Vaya! ¿Cuánto control tengo sobre ti? -Una buena cantidad -admitió Azazel.
-¿Si te pidiese que te matases tú mismo... lo harías?
Por toda respuesta, el demonio tomó un cortapapeles del escritorio y lo hundió profundamente en su capa. Recordando lo que había debajo de aquella prenda, Carnevan apartó la vista apresuradamente.
Sonriendo, Azazel volvió a colocar el cuchillo en su sitio, diciendo:
-El suicidio es imposible en un demonio.
-¿Es que no se te puede matar?
Hubo un corto silencio. Luego Azazel aclaró:
-Por lo menos tú no puedes hacerlo.
Carnevan se encogió de hombros.
-Estoy estudiando todas las posibilidades. Quiero saber qué terreno piso. Pero, sin embargo, debes obedecerme. ¿Es eso cierto?
Azazel asintió.
-Bueno. No me interesa que hagas caer sobre mi regazo un millón de dólares en oro, como solías hacer. En esa forma el oro es ilegal, y la gente haría preguntas. Cualquier ventaja que consiga debe venir de manera natural; sin despertar la más ligera sospecha. Si Eli Dale muriese, la firma se quedaría sin socio mayor. Yo conseguiría su lugar. Eso entraña bastante dinero para mis propósitos.
-Puedo convertirte en dueño de la mayor fortuna del mundo -sugirió el demonio.
Carnevan rió un poco.
-¿Y qué? Todo sería demasiado fácil para mí. Yo quiero experimentar las cosas por mí mismo... con alguna ayuda tuya. Si uno hace trampas mientras se divierte jugando al solitario es distinto a falsear todo el juego. Tengo mucha fe en mí mismo. Y quiero justificarla, construir mi ego. La gente como Fausto se equivocó. El rey Salomón debió haberse muerto de aburrimiento. Nunca utilizó su cerebro y apuesto a que se le quedó atrofiado. ¡Fíjate en Merlín! -Carnevan sonreía-. Estaba tan acostumbrado a convocar a los diablos para que hiciesen lo que deseaba que un joven zoquete le sacó cuanto quiso sin ninguna dificultad. No Azazel... quiero que muera Eli Dale, pero de manera natural.
El demonio miró sus esbeltas y pálidas manos.
Carnevan se encogió de hombros.
-¿Puedes cambiar de forma?
-Claro.
-¿Convirtiéndote en cualquier cosa?
Por toda respuesta Azazel se transformó, en rápida sucesión, en un gran perro negro, en un lagarto, en una serpiente de cascabel y en el propio Carnevan. Finalmente adoptó su forma y volvió a relajarse en la silla.
-Ninguno de esos disfraces te ayudaría a matar a Dale -gruñó Carnevan-. Tenemos que pensar en algo de lo que no sospeche. ¿Conoces lo que son los gérmenes de la enfermedad, Azazel?
El otro asintió.
-Lo conozco gracias a tu mente.
-¿Podrías transformarte en microbios?
-Si me dices los que deseas, podría localizar una muestra, duplicar su estructura atómica y entrar en ella con mi propia fuerza vital.
-Meningitis vertebral -dijo pensativo Carnevan-. Es bastante fatal. Mandaría a un hombre a la tumba. Pero te averiguaré si es un microbio o un virus.
-Eso no importa -dijo Azazel-. Localizaré algún portaobjetos que tenga muestras del género... En cualquier hospital habrá. Y luego me materializaré dentro del cuerpo de Dale como la misma enfermedad.
-¿Será lo mismo?
-Sí.
-Perfecto. La enfermedad se propagará, supongo, y eso será el fin de Dale. Si no resulta, probaremos otra cosa.

Volvió a su trabajo y Azazel desapareció. La mañana transcurrió muy despacio. Carnevan comió en un restaurante cercano, preguntándose qué estaría haciendo su demonio, y se sintió bastante sorprendido al descubrir que tenía mucho apetito. Durante la tarde telefoneó a Diana. Ella había descubierto su compromiso con Phyllis y había telefoneado a Phyllis. Carnevan colgó reprimiendo su rabia violenta. Después de un breve instante, marcó el número de Phyllis. Le dijeron que no estaba en casa.

-Dígale que iré a verla esta noche -gruñó, y colgó con fuerza el receptor. Fue casi un alivio ver, de repente, la forma desmadejada de Azazel en el sillón.
-Ya está -dijo el demonio-. Dale tiene meningitis vertebral. Todavía no lo sabe, pero la enfermedad se propaga muy rápidamente. Fue un experimento curioso, pero resultó.

Carnevan trató de tranquilizar su mente. Estaba pensando en Phyllis. Se había enamorado de ella, claro, pero la chica era tan condenadamente rígida, tan increíblemente puritana... Él había dado un resbalón en el pasado; a ojos de ella, eso podía ser suficiente para terminar con todo. ¿Rompería el compromiso? Seguramente no. En esta época los pecadillos amorosos se daban más o menos como sentados, incluso ante una chica que se ha criado en Boston. Carnevan se estudió las uñas. Al cabo de un momento buscó una excusa para ver a Eli Dale y solicitarle consejo sobre algún problema poco importante del negocio, y escrutó con atención el rostro del viejo. Dale estaba colorado y con los ojos brillantes, pero por otra parte parecía normal. Sin embargo, sobre él estaba impresa la marca de la muerte. Carnevan lo sabía. Aquel hombre moriría, el cargo de socio ejecutivo de la firma recaería sobre otra persona... y se habría dado el primer paso en el plan de Carnevan. En cuanto a Phyllis y Diana... ¡Oh, después de todo, poseía un demonio particular! Teniendo el control de sus poderes podría resolver también ese problema. Claro que Carnevan no sabía aún como hacerlo; en cada caso deberían utilizarse primero, pensó, los métodos ordinarios. No debía depender demasiado de la magia. Despidió a Azazel y condujo su coche hasta la casa de Phyllis. Pero antes se detuvo en el apartamento de Diana. La escena fue breve y tormentosa.

Morena, esbelta, furiosa y adorable, Diana dijo que no le permitiría que se casase.
-¿Por qué no? -quiso saber Carnevan-. Después de todo, querida, si es cuestión de dinero te lo puedo solucionar.
Diana dijo cosas desagradables acerca de Phyllis. Tiró un cenicero al suelo y lo pisoteó.
-¿Así es que no soy bastante buena para que te cases conmigo? ¡Pero ella sí, ¿no?!
-Siéntate y cállate -sugirió Carnevan-. Trata de analizar tus sentimientos...
-¡Tú, pez inmundo de sangre fría!
-... y fíjate qué terreno pisas. No estás enamorada de mí. El manejarme como una marioneta te hace experimentar una sensación de poder y posesión. No quieres que otra mujer me tenga.
-¡Compadezco a la mujer que te tenga! -gritó Diana, eligiendo otro cenicero. Era bastante bonita, pero Carnevan no estaba de humor para apreciar la belleza.
-Está bien -dijo-. Escúchame; si no armas escándalo no te faltará dinero... ni nada... Pero si tratas de crearme problemas, lo lamentarás.
-No se me asustas fácilmente -repuso Diana-. ¿A dónde vas? Supongo que a ver a ese espantapájaros rubio ¿no?

Carnevan le regaló una sonrisa imperturbable. Se puso el abrigo y desapareció. Condujo hasta la casa de la espantapájaros rubia, donde encontró dificultades, aunque no imprevistas. Por último convenció a la doncella y fue conducido a enfrentarse con un bloque de hielo sentado en silencio en el diván. Ese bloque de hielo era la señora Mardrake. -Phyllis no desea verte, Gerald -dijo ella. Su boca puritana parecía morder las palabras. Carnevan se ajustó los pantalones, metafóricamente hablando, y comenzó su discurso. Habló bien. Tan convincente fue la historia de que Diana era un mito, de que todo el asunto había sido preparado por un enemigo personal, que la señora Mardrake, después de una lucha interna de cierta consideración, al fin capituló.

-No debe haber escándalo -dijo por último-. Si creyese que había una palabra de verdad en lo que esa mujer dijo a Phyllis...
-Todo hombre de mi posición tiene enemigos -continuó Carnevan, recordando de ese modo a su anfitriona que, maritalmente hablando, era un pez digno de ser pescado. Ella suspiró.
-Muy bien, Gerald. Pediré a Phyllis que te vea. Espera aquí.

Salió de la estancia y Carnevan reprimió una sonrisa. Sin embargo, sabía que no sería tan fácil convencer a Phyllis. Su prometida no apareció inmediatamente. Carnevan imaginó que la señora Mardrake encontraba dificultades en convencer a su hija de la buena fe del novio. Recorrió la habitación, sacando el atado de cigarrillos y luego guardándolo otra vez. ¡Qué casa más victoriana! Una gruesa Biblia familiar que descansaba en un atril le llamó la atención. Como no tenía otra cosa que hacer se acercó y la abrió al azar. Un pasaje pareció destacar. "Si cualquier hombre adora a la bestia y a su imagen y recibe su marca en la frente o en su mano, beberá el vino de la ira de Dios." Fue quizás una reacción instintiva lo que hizo que Carnevan alzase la mano para tocarse la frente. Sonrió con desdén. ¡Superstición! Sí... pero había demonios. En aquel momento Phyllis entró con el aspecto de Evangelina en Acadia, con la mismísima expresión que debió adoptar la heroína de Longfellow. Reprimiendo el poco galante impulso de darle una patada, Carnevan trató de tomarle las manos, fracasó, y la siguió hasta el diván. El puritanismo y la educación tienen sus desventajas, pensó. Eso se hizo más evidente cuando, pasados diez minutos, Phyllis seguía sin convencerse de la inocencia de Carnevan.

-No se lo dije todo a mi madre -afirmó ella con tranquilidad-. Esa mujer dijo cosas... Bueno, me di cuenta de que decía la verdad.
-Te amo -afirmó Carnevan de manera inconsecuente.
-No. O jamás te habrías enredado con esa mujer.
-¿Incluso aunque ocurriese antes de conocerte?
-Podría perdonar muchas cosas, Gerald, pero no eso -continuó tozuda la muchacha -. Tú no quieres un marido -observó Carnevan-. Tú quieres la imagen de un santo.

Era imposible romper la calma rígida de la muchacha. Carnevan perdió el dominio de sí mismo. Discutió y suplicó, despreciándose por hacerlo de ese modo. De todas las mujeres del mundo tenía que enamorarse de la más estricta y puritana de todas. El silencio de ella tenía la cualidad de enfurecerle casi hasta el punto de la histeria. Sintió ganas de gritar obscenidades en aquella habitación tranquila, en aquella atmósfera casi religiosa. Sabía que Phyllis le estaba humillando terriblemente, y en lo más hondo de su ser algo se agitó de manera cruda bajo los latigazos que no podía impedir.

-Te amo, Gerald -fue todo lo dijo ella-. Pero tú no me quieres. No puedo perdonarte eso. Por favor, vete antes que se pongan peores las cosas.

Salió de la casa, temblando de furia, acalorado y enfermo al darse cuenta de que había fracasado al mantener su pose. ¡Phyllis, Phyllis, Phyllis! Un iceberg imperturbable. Ella no conocía nada de humanidad. Las emociones jamás existieron en su pecho, a menos que estuviesen también educadas, envueltas en una red de encajes. Una muñeca de porcelana esperando que el resto del mundo también lo fuese. Carnevan se quedó plantado junto a su coche, temblando de rabia, deseando más que nada en el mundo herir a Phyllis como él había sido herido. Algo se agitó dentro del coche. Era Azazel, la capa envolviendo su obscuro cuerpo, el rostro blanco, huesudo, sin expresión. Carnevan extendió un brazo señalando a la casa.

-¡La chica! -dijo con aspereza-. Ella... ella.
-No es necesario que hables -murmuró Azazel-. Leo tus pensamientos. Haré lo que deseas.
Se fue. Carnevan saltó al coche, colocó la llave en el encendido y puso el motor en marcha con furia. Mientras el vehículo empezó a moverse oyó un grito agudo y cortante saliendo de la casa que acababa de abandonar. Detuvo el coche y volvió corriendo, mordiéndose el labio.

El dictamen del médico que llamaron de inmediato fue que Phyllis Mardrake había sufrido una fuerte impresión nerviosa. El motivo era desconocido, pero era fácil presumir que tenía algo que ver con su entrevista con Carnevan, quien nada dijo para desmentir tal suposición. Phyllis, simplemente, yacía y se retorcía, con los ojos vidriosos. En algunas ocasiones sus labios formaban palabras.
-La capa... bajo la capa...

Y luego reía y gritaba alternativamente, hasta que el cansancio se apoderaba de ella. Se recuperaría, pero después de algún tiempo. Entretanto fue enviada a una clínica particular, en donde se ponía histérica cada vez que veía al doctor Joss, que resultó ser un hombrecito calvo. Sus murmullos sobre capas se hicieron menos frecuentes y ocasionalmente se le permitió a Carnevan visitarla... porque ella preguntó por él. La pelea había sido olvidada y Phyllis reconoció que se había equivocado en sus opiniones. Cuando estuviese del todo bien se casaría con Carnevan. Y no habría más conflictos. El horror que había visto quedaba profundamente encerrado en su cerebro, emergiendo sólo durante el delirio y en sus frecuentes pesadillas. Carnevan se sentía agradecido de que no se acordase de Azazel. Él, sin embargo, veía mucho al demonio aquellos días... porque estaba preparando un cruel y maligno plan. Comenzó poco después del colapso de Phyllis, cuando Diana siguió telefoneándole al despacho. Al principio Carnevan hablaba un poco con ella. Luego se dio cuenta de que la mujer era, en realidad, la responsable de la casi enajenación mental de Phyllis. Resultaba claro que tenía que sufrir ella. No la muerte; cualquiera podía morir. Eli Dale, por ejemplo, ya estaba fatalmente enfermo de meningitis vertebral. Pero era necesaria una forma más sutil de castigo... una tortura tal como la que estaba sufriendo Phyllis. Mientras convocaba al demonio y le daba instrucciones, el rostro de Carnevan adoptó una expresión que no era agradable de ver.

-Lenta, gradualmente, ella ha de volverse loca -dijo-. Debe tener tiempo de darse cuenta de lo que ocurre. Proporciónale... retazos, por hablar así. Una serie acumulativa de acontecimientos inexplicables; te daré los detalles completos cuando los elabore. Ella me dijo que no se asusta fácilmente -terminó Carnevan y se levantó para servirse una bebida. Ofreció otra al demonio, pero él se la rechazó. Azazel estaba sentado en un rincón obscuro del apartamento, mirando de tanto en tanto por la ventana, desde donde veía, muy abajo, Central Park.
A Carnevan le asaltó un súbito pensamiento:
-¿Cómo reaccionas ante esto? Se supone que los demonios son malos. ¿Te causa placer... lastimar a la gente?
El hermoso rostro del cráneo se volvió hacia él.
-¿Sabes lo que es el mal, Carnevan?
El hombre añadió un poco de soda en el vaso.
-Comprendo. Cuestión de semántica. Claro, es un término arbitrario. La humanidad ha creado sus propios niveles de...
Los ojos oblicuos y opalescentes de Azazel brillaron.
-Eso es un antropomorfismo moral, un egotismo. No habéis considerado el medio ambiente. Las propiedades físicas de vuestro mundo causan el bien y el mal, como ya sabéis.
Era la sexta bebida de Carnevan y sintió ganas de discutir.
-Es algo que no entiendo del todo; la moralidad viene de la mente y de las emociones.
-Todo río tiene su fuente -repuso Azazel-. Pero hay una gran diferencia entre el Mississippi y el Colorado. Si los seres humanos hubiesen evolucionado, en... bueno, en mi mundo, por ejemplo... el molde completo del bien y del mal habría sido distinto. Las hormigas tienen estructura social. Pero no es como la vuestra. El medio ambiente es distinto.
-Hay diferencia también entre hombres e insectos.
El demonio se encogió de hombros.
-No somos parecidos. Menos parecidos que tú y una hormiga. Ambos tenéis básicamente dos instintos comunes: el de autoconservación y el de la propagación de la especie. Los demonios no se pueden propagar.
-La mayor parte de las autoridades en el tema están de acuerdo con eso -admitió Carnevan-. Posiblemente ello da una razón a las variantes. ¿Cómo es que hay tantísimas clases de demonios?
Azazel le interrogó con los ojos.
-Oh... ya sabes. Gnomos y duendecillos, hombres lobos, vampiros...
-Hay más clases de demonios que las que conoce la humanidad -dijo Azazel-. La razón resulta muy evidente, vuestro mundo tiende hacia un molde fijo, un estado de éxtasis. Ya sabes lo que es la entropía. La última mira de vuestro universo es la unidad. Inmutable y eterna. Vuestras ramificaciones de la evolución se encontrarán finalmente y permanecerán en un único tipo fijo. Las desviaciones, como el dinormis y el alca, morirán como murieron los dinosaurios y mamuts. Al final vendrá el éxtasis. Mi universo tiende hacia la anarquía física. En el principio había sólo un tipo. En el fin habrá el caos más profundo.
-Vuestro universo es como una copia en negativo del mío -meditó Carnevan-. ¡Pero... espera! ¡Dices que los demonios no pueden morir! Y tampoco pueden propagarse. ¿Entonces cómo evolucionan?
-Dije que los demonios no se pueden suicidar -apuntó Azazel-. La muerte nos puede llegar, pero desde una fuente exterior. Esto también se aplica a la procreación.
Era todo demasiado confuso para Carnevan.
-Debéis tener emociones. La autoconservación implica miedo a la muerte.
-Nuestras emociones no son la vuestras. Clínicamente, puedo analizar y comprender las reacciones de Phyllis. Ella se creyó muy rígida, y ha luchado inconscientemente contra esa opresión. Nunca reconoció, ni siquiera para sí, su deseo de liberarse.
Pero tú eres un símbolo para ella; secretamente te admira y te envidia, porque eres un hombre y, como se imaginaba, capaz de hacer lo que quieres. El amor es un falso sinónimo para la propagación, como el alma es un deseo de recubrir de pureza lo que surge a partir de la autoconservación. Nada existe. El cerebro de Phyllis es una masa de inhibiciones, miedos y esperanzas. El puritanismo, para ella, representa la seguridad. Por eso no pudo perdonarte tu asunto con Diana. Fue una excusa para retirarse a la seguridad de su antiguo sistema de vida.
Carnevan escuchaba interesado.
-Sigue.
-Cuando aparecí ante ella, la sorpresa física fue violenta. El subconsciente la gobernó durante un momento. Por eso se reconcilió contigo. Es una escapista; su antigua seguridad le pareció un fracaso, así que ahora cumple con su deseo de escapar y su necesidad de protección accediendo a casarse contigo.
Carnevan se preparó otra bebida. Recordó algo.
-Acabas de decir que el alma no existe... ¿verdad? -el cuerpo de Azazel se agitó bajo la ancha capa-.
-Me entendiste mal.
-No lo creo -repuso Carnevan, sintiendo un frío e inmortal horror bajo el cálido torpor del licor-. Nuestro trato fue que te serviría a cambio de mi alma. Ahora implicas que no tengo alma. ¿Cuál fue tu verdadero motivo?
-Tratas de asustarte a ti mismo -murmuró el demonio, sus extraños ojos alerta-. A través de la historia se ha fundado la hipótesis de que existe el alma.
-¿De veras?
-¿Y por qué no?
-¿Cómo es un alma? -preguntó Carnevan.
-No podrías imaginarlo -repuso Azazel-. No hay punto de comparación. A propósito, Eli Dale murió hace dos minutos.
Eres ahora el socio mayor de la firma. ¿Puedo felicitarte?
-Gracias -asintió Carnevan-. Cambiaremos de conversación si gustas. Pero intentaré descubrir la verdad tarde o temprano... Si no tengo alma, tú preparas alguna otra cosa. Sin embargo... volvamos a lo de Diana.
-Tú deseas que se vuelva loca.
-Yo deseo que tú la vuelvas loca. Ella es del tipo esquizofrénico, esbelta y de largos huesos. Tiene una estúpida confianza en sí misma. Ha construido su vida sobre el cimiento de las cosas reconocidamente reales. Hay que destruir esas cosas.
-¿Y bien?
-Teme a la obscuridad -dijo Carnevan, y su sonrisa era muy desagradable-. Sé sutil, Azazel. Ella oirá voces. Uno a uno sus sentidos comenzarán a fallar. O mejor, a engañar. Olerá cosas que nadie percibe. Oirá voces. Tendrá sabor de veneno en su comida, comenzará a sentir sensaciones... desagradables. Si es necesario, puede por fin... tener visiones.
-Esto es el mal, supongo -observó Azazel levantándose de la silla-. Mi interés es puramente clínico. Puedo discernir que tales asuntos son importantes para ti, pero no iré más lejos.

Sonó el teléfono. Carnevan se enteró de que Eli Dale había muerto... Meningitis vertebral. Para celebrarlo se sirvió otra copa y brindó en dirección a Azazel, que había desaparecido para visitar a Diana. El rostro delgado y duro de Carnevan estaba ligeramente enrojecido por el licor que había consumido. Se plantó en el centro del apartamento y giró despacio, mirando los muebles, los libros, el diván. Tendría que encontrar otra vivienda pronto, más grande y mejor. Una casa adecuada a una pareja recién casada. Se preguntó cuánto tiempo tardaría Phyllis en recuperarse por completo. Azazel... ¿Qué es lo que buscaba aquel demonio?, se preguntó. Ciertamente su alma no. ¿Y entonces qué buscaba?

Una noche, dos semanas después, llamó al timbre de la puerta del apartamento de Diana. Ella preguntó quién era y abrió una rendijita antes de dejar pasar a Carnevan. Se quedó sorprendido al ver los cambios sufridos por la mujer. La alteración de su cara era poco tangible. Diana se mantenía bajo un control de hierro, pero su maquillaje era demasiado espeso. Eso en sí ya era revelador. Constituía un símbolo del esfuerzo mental que le costaba oponerse contra la invasión psíquica. Carnevan preguntó solícito:

-Gran Dios, Diana ¿qué te pasa? Por teléfono parecías histérica. Ya te dije anoche que vieses a un médico.
Ella buscó un cigarrillo.
Cuando Carnevan lo encendió, le temblaban ligeramente las manos.
-Lo hice. No... no me fue de mucha ayuda, Gerald. Me alegro de que no estés furioso conmigo.
-¿Furioso? Vamos, siéntate. Te prepararé algo de beber. Ya sobrepasé mi enfado; nos llevamos bien juntos y Phyllis... bueno, no pudimos cortar nuestro pastel y comérnoslo. Está en un asilo, ya sabes, y pasará mucho antes de que se recupere. Incluso quizá puede ser una demente toda la vida... -dudó Carnevan.
Diana se echó hacia atrás el pelo negro y se volvió para mirarle en el diván.
-Gerald, ¿crees que me estoy volviendo loca?
-No. No -contestó él-.
Creo que necesitas descanso, o un cambio.
Ella no lo escuchaba. Tenía la cabeza inclinada a un lado como si escuchase una inaudible voz. Mirando de reojo, Carnevan vio a Azazel plantado a la otra parte de la estancia, invisible para la chica pero aparentemente no silencioso.
-¡Diana! -gritó con viveza.
Ella abrió los labios. Su voz era insegura mientras lo miraba con consternación.
-Lo siento. ¿Qué decías?
-¿Qué dijo el médico?
-Casi nada -no deseaba seguir discutiendo aquello. En su lugar tomó la bebida que Carnevan le había preparado, la miró y tomó un sorbo. Luego dejó el vaso.
-¿Ocurre algo malo? -preguntó el hombre.
-No. ¿Qué gusto tiene para ti?
-Bueno.

Carnevan se preguntó que es lo que había gustado Diana en su bebida. Quizás almendras amargas. U otra de las ilusiones maestras de Azazel. Pasó los dedos por el pelo de la chica, sintiendo un escalofrío de poder mientras lo hacía. Una odiosa especie de venganza, pensó. Era raro que la aflicción de Diana no le conmoviese en lo más mínimo. Sin embargo, no era básicamente malo, lo sabía muy bien. El viejo, antiquísimo problema de las normas arbitrarias... El bien y el mal. Azazel habló y sus palabras las oyó únicamente Carnevan.

-Su control no puede durar mucho más. Creo que mañana se derrumbará. Una maniática depresiva puede suicidarse, así que trataré de evitarlo. Cada arma peligrosa que toque parecerá quemarla.

Abiertamente, sin previo aviso, el demonio desapareció. Carnevan lanzó un gruñido y acabó su bebida. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía. Lentamente volvió la cabeza, pero aquello ya no estaba. ¿Qué había sido? Algo así como una sombra negra, informe, imprecisa. Las manos de Carnevan temblaron. Profundamente sorprendido, dejó el vaso y contempló el apartamento. La presencia de Azazel jamás le había afectado de ese modo antes. Probablemente era una reacción inconsciente; sin duda había estado manteniendo un rígido control sobre sus nervios, sin advertirlo. Después de todo, los demonios son sobrenaturales. Por el rabillo del ojo vio de nuevo la brumosa oscuridad. Esta vez no se movió mientras trataba de analizarla. La cosa oscilaba al borde del alcance de su visión. Sus ojos se movieron un poco y entonces aquello también desapareció. Una nube negra, informe. ¿Informe? ¡No! Era, pensó, en forma de huso inmóvil y rígida sobre su eje. Las manos le temblaban más que nunca. Diana le miraba.

-¿Qué te pasa, Gerald? ¿Te estás poniendo nervioso?
-Demasiado trabajo en la oficina -explicó-. Ya sabes que ahora soy el nuevo socio principal. Me marcharé. Será mejor que vuelvas al médico mañana.

Ella no contestó, limitándose a mirarle mientras salía del apartamento. Conduciendo hacia su casa, Carnevan captó de nuevo, levemente, la forma negra y brumosa. Ni una sola vez pudo verla con claridad. Oscilaba justo al borde de su visión. Notó, aunque no pudo ver, ciertos rasgos imprecisos sobre ella. No pudo ni definir ni deducir cómo eran. Pero le temblaban las manos. Fría, furiosamente, su inteligencia luchó contra el terror irracional de su parte física. Se enfrentó a la cosa extraña. O... no... no se enfrentó; siempre se escapaba y desaparecía. ¿Azazel? Invocó e nombre del demonio, pero no tuvo respuesta. Marchando hacia su apartamento, Carnevan se mordió el labio inferior y pensó con ahínco. Cómo... por qué... ¿Qué era lo que hacía tan horripilante... tan irracional a esta... aparición? No lo sabía, a menos que fuese, quizás, el vago atisbo de rasgos en la negrura, esa situación que nunca le permitía definir una imagen. Notó que esos rasgos eran indescriptibles, y sin embargo sentía la perversa curiosidad de contemplarlos directamente. Una vez a salvo en su apartamento, volvió a ver el huso negro al borde de su visión, próximo a la ventana. Giró rápidamente para enfrentarse con él, pero se desvaneció. En ese momento se apoderó de Carnevan una oleada de horror. El sentimiento mortal, enfermizo, de que podía ver aquello, hizo que todo su ser físico se revolviese.

-Azazel -llamó en voz baja.
Nada.
-¡Azazel!
Carnevan se sirvió una bebida, encendió un cigarrillo y buscó una revista. No tuvo más molestias hasta que se acostó. Pasó la noche con tranquilidad. Pero por la mañana, en cuanto abrió los ojos, algo negro y en forma de huso se alejó mientras miraba en su dirección. Telefoneó a Diana; parecía mucho mejor, según dijo ella. Al parecer Azazel no estaba trabajando. A menos que la cosa negra fuese... Azazel. Carnevan marchó apresurado a su despacho, hizo que le subiesen café y luego sólo bebió la leche. Sus nervios necesitaban tranquilidad, no un estimulante.

La cosa negra apareció en el despacho dos veces durante aquella mañana. En cada ocasión se produjo en Carnevan la terrible sensación de que si lo miraba directamente los rasgos se le aparecerían con claridad. Y a su pesar intentó mirarlo. Vanamente, claro. Su trabajo se resintió. Al poco salió y fue hasta el sanatorio a ver a Phyllis. Ella estaba mucho mejor y habló del próximo matrimonio. Mientras el huso negro se retiraba apresuradamente a través de la soleada y agradable habitación, las palmas de las manos de Carnevan estaban húmedas. Lo peor de todo, quizás, era darse cuenta de que si lograba mirar fijamente al fantasma se volvería loco. Pero quería hacerlo. Eso lo sabía perfectamente bien. Su reacción física e instintiva así se lo decía. Nada que perteneciese a este Universo o a cualquier otro remotamente emparentado podría producir un vacío tan profundo en su cuerpo, la sensación sorprendente de que su estructura celular trataba de encogerse intentando alejarse del huso. Volvió con el coche a Manhattan y evitó por poco sufrir un accidente en el puente George Washington a causa de su estupidez de cerrar los ojos para no ver algo que seguía estando allí cuando los volvió a abrir. El sol ya se había puesto. Las iluminadas torres de Nueva York se alzaban contra el cielo púrpura.

Su limpieza geométrica parecía carente de calor, inhóspita y poco hospitalaria. Carnevan se detuvo en un bar, se tomó dos whiskys y se fue cuando una madeja negra pasó corriendo por el espejo, cruzándolo de lado a lado. De regreso a su apartamento, se sentó con la cabeza entre las manos durante casi cinco minutos. Cuando levantó la cara tenía una expresión dura y maligna. Sus ojos destellaban ligeramente; luego se deprimió.

-Azazel -dijo... y luego con voz más alta-: ¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Aparece!
Su pensamiento decidido, duro como el hierro, analizó la situación. Detrás yacía un terror informe. ¿Era Azazel la madeja negra? ¿Se le aparecería por completo?
-¡Azazel! ¡Soy tu amo! ¡Obedece! ¡Yo te convoco!

El demonio se plantó ante Carnevan, materializándose de la nada. El rostro hermoso, de color hueso pálido, estaba inexpresivo; las pupilas enormes de aquellos ojos oblicuos y opalescentes parecían impasibles. Bajo la capa negra, el cuerpo de Azazel se estremeció una vez y se quedó inmóvil. Con un suspiro, Carnevan se hundió en su silla.

-De acuerdo -dijo-. ¿Qué te propones ahora? ¿Cuál es tu plan?
Azazel contestó tranquilo.
-Volví a mi mundo. Me hubiese quedado allí de no haberme llamado tú.
-¿Qué es esa... qué es esa cosa en forma de huso?
-No es de tu mundo -dijo el demonio-. Tampoco del mío. Me persigue.
-¿Por qué?
-Vosotros tenéis historias de hombres que han sido hechizados. A veces por demonios. En mi mundo... yo fui hechizado.
Carnevan chasqueó los labios.
-¿Por esa cosa?
-Sí.
-¿Y por qué?
Los hombros de Azazel parecieron unirse.
-No lo sé. Excepto que es muy horrible y me persigue.
Carnevan alzó las manos y se apretó con fuerza los ojos.
-No, no. Es demasiada locura. Algo hechizando a un demonio. ¿De dónde vino?
-Conozco mi universo y el tuyo. Eso es todo. Esa cosa, creo, vino de afuera de nuestros sectores temporales.
En un súbito fogonazo de comprensión, Carnevan dijo:
-Por eso ofreciste servirme.
El rostro de Azazel no cambió.
-Sí. La cosa se me acercaba más y más. Pensé que si entraba en tu universo podría escapar.
Pero me siguió.
-Y no podías entrar en mi mundo sin mi ayuda. Todo esa charla sobre mi alma fue un cuento.
-Sí. Esa cosa me seguía. Luego huí, regresando a mi universo, y no me persiguió. Quizá no puede hacerlo. Puede ser que sólo pueda moverse en una dirección... desde su mundo al mío, y luego al tuyo, pero no en el otro sentido. Se quedó aquí, lo sé.
-Se ha quedado -dijo Carnevan muy pálido-, para hechizarme.
-¿Siente usted el mismo horror que yo hacia eso? -interrogó Azazel-. Me lo he preguntado. Somos tan diferentes físicamente...
-Nunca he podido verla de lleno. ¿Tiene rasgos?
Azazel no contestó. El silencio pendía en la habitación.
Por fin Carnevan se inclinó hacia adelante en su sillón.
-La cosa te hechiza... salvo que vuelvas a tu propio mundo. Entonces me hechiza a mí. ¿Por qué?
-No lo sé. Es algo extraño para mí, Carnevan.
-¡Pero eres un demonio! Tienes poderes sobrenaturales...
-Sobrenaturales para ti. Hay poderes sobrenaturales para los demonios.
Carnevan se sirvió una bebida. Tenía los ojos contraídos.
-Muy bien. Tengo bastante poder sobre ti para mantenerte en este mundo, o no habrías regresado cuando te convoqué. Así que estamos en un punto muerto. Mientras permaneces aquí, esa cosa te perseguirá. No dejaré que vuelvas a tu mundo, porque entonces volverá a perseguirme a mí... como lo ha estado haciendo. Aunque parece haberse ido ahora.
-No se ha ido -dijo Azazel sin la menor expresión. El cuerpo de Carnevan se estremeció incontroladamente.
-Mentalmente me puedo proponer no tener miedo. Físicamente la cosa es... es...
-Es horrible incluso para mí -concluyó Azazel-. Yo sí la he visto directamente. Si me mantienes en ese mundo tuyo, eventualmente me destruirá.
-Los humanos hemos exorcisado a los demonios -destacó Carnevan-. ¿No hay algún modo que puedas exorcizar a esa cosa?
-No.
-¿Un sacrificio sangriento? -sugirió Carnevan nervioso-. ¿Agua bendita? ¿Campanas, libros y velas? -notó lo estúpido de sus proposiciones al mismo tiempo que las hacía.
Pero Azazel se quedó pensativo.
-Nada de eso. Pero quizá la fuerza vital... -la capa obscura se estremeció.
Carnevan dijo:
-Según el folklore, los seres elementales han sido exorcizados. Pero primero es necesario hacerlos visibles y tangibles. Darles ectoplasma, sangre... no sé.
El demonio asintió despacio.
-En otras palabras, trasladando la ecuación a su mínimo común denominador. Los humanos no pueden luchar contra un espíritu sin cuerpo, pero cuando ese espíritu queda confinado en un recipiente de carne, resulta sujeto a las leyes físicas terrestres. Creo que ese es el camino, Carnevan.
-¿Quieres decir...?
-La cosa que me persigue es del todo extraña. Pero si puedo reducirla a su esencia, la podré destruir. Como podría destruirte a ti si no hubiera prometido servirte. Bueno, claro, si tu destrucción me ayudase. Pongamos que ofrezco un sacrificio a esa cosa. Debe, por cierto tiempo, participar de la naturaleza de la cosa que asimile. La fuerza humana vital lo haría...
Carnevan escuchaba ansioso.
-¿Resultaría?
-Creo que sí. Daré a esa cosa un sacrificio humano y un demonio puede destruir con facilidad a un ser humano.
-Un sacrificio...
-Diana. Será más fácil, puesto que realmente ya he debilitado la fortaleza de su conciencia. Debo derribar todas las barreras de su cerebro... un substituto psíquico del cuchillo de sacrificio de las religiones paganas. Carnevan apuró de un trago el contenido de su vaso.
-¿Entonces puedes destruir la cosa?
Azazel asintió.
-Eso creo. Pero lo que quedará de Diana no será humano de ninguna manera. Las autoridades te harán preguntas. Sin embargo, trataré de protegerte.

Y se desvaneció antes de que Carnevan pudiese objetar algo. El apartamento estaba mortalmente tranquilo. Carnevan miró a su alrededor, esperando ver alejarse aquella madeja para evitar su mira directa. Pero no había rastros de nada sobrenatural. Aún seguía sentado en la silla media hora más tarde, cuando sonó el teléfono. Carnevan respondió:

-Sí... ¿quién? ¿Qué? ¿Asesinato?... No, iré en seguida.
Colgó el aparato y se incorporó, los ojos brillantes. Diana estaba muerta... muerta. Asesinada horriblemente, y había ciertos factores que confundían a la policía. Bueno, se encontraba a salvo. Quizá habría algunas sospechas, pero jamás se podría probar nada. No había estado cerca de Diana en todo el día.
-Te felicito, Azazel -dijo en voz baja Carnevan. Aplastó el cigarrillo y se volvió para buscar su abrigo en el armario.
La madeja negra había estado esperando tras él. Esta vez no se alejó cuando la miró. No huyó. Y entonces Carnevan pudo verla de otra manera. Advirtió cada rasgo de lo que erróneamente había imaginado como un huso de niebla negra. Lo peor de todo es que Carnevan no se volvió loco.