lunes, 7 de abril de 2025

Palomos del infierno (La llamada de Zuvembie) Robert E. Howard (1906-1936)

III
LA LLAMADA DE ZUVEMBIE

Cuando los palomos hubieron desaparecido, los dos hombres permanecieron unos instantes en sus asientos, en silencio.
—Bueno, por fin los he visto —murmuró finalmente Buckner.
—Tal vez los únicos que pueden verlos son los hombres marcados —susurró Griswell—. Aquel trampero los vio…
—Bueno, veremos —replicó el sheriff tranquilamente, mientras se apeaba del automóvil, pero Griswell se dio cuenta de que la mano que empuñaba el revólver temblaba un poco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, Griswell vio la hilera de huellas que se extendían por el suelo, señalando el paso de un hombre muerto. Buckner había traído unas mantas. Las extendió delante del lugar.
—Yo me acostaré junto a la puerta —dijo—. Y usted lo hará donde lo hizo anoche. —¿Vamos a encender una fogata? —preguntó Griswell, temblando ante la idea de la
oscuridad que lo invadiría todo cuando se apagara el breve crepúsculo.
—No. Tiene usted una linterna, igual que yo. Nos acostaremos a oscuras, y veremos lo que sucede. ¿Puede usted utilizar el revólver que le he dado?
—Supongo que sí. Nunca he disparado un revólver, pero conozco su funcionamiento. —Bueno, a ser posible deje los disparos de mi cuenta.
El sheriff se sentó con las piernas cruzadas sobre sus mantas y vació el cilindro de su “Colt”, revisando minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de volver a colocarlos.
Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo, lamentando la lenta desaparición de la luz como un avaro lamenta la desaparición de su oro. Se apoyó con una mano en la repisa del hogar, mirando fijamente las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que había producido aquellas cenizas fue encendido por Elisabeth Blassenville, hacía más de cuarenta años. La idea resultaba deprimente. Griswell removió las polvorientas cenizas con el pie. Algo se hizo visible entre los carbonizados restos: un trozo de papel, manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó de las cenizas. Era un cuaderno de notas, con tapas de cartón.
—¿Qué ha encontrado usted? —Preguntó Buckner, inclinando el reluciente cañón de su revólver.
—Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario. Las páginas están cubiertas de escritura, pero la tinta se ha borrado y no puede leerse nada. ¿Cómo supone que fue a parar al fuego, sin que ardiera?
—Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —sugirió Buckner—. Probablemente lo tiró alguien que entró en la casa con el propósito de robar muebles. Alguien que no sabía leer, probablemente.
Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para distinguir algo a la escasa luz. Súbitamente, su cuerpo se puso rígido.
—¡Aquí hay una anotación que resulta legible! ¡Escuche!
Leyó:
“Sé que en la casa hay alguien, además de mí misma. Puedo oír a alguien que merodea por la noche cuando el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad. A menudo, durante la noche, oigo que alguien araña la puerta de mi habitación. ¿Quién es? ¿Una de mis hermanas?
¿Tía Celia? Si es una de ellas, ¿Por qué merodea de ese modo por la casa? ¿Por qué araña la puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo? ¡No, no! ¡No me atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? No me atrevo a permanecer aquí…, pero, ¿Adónde voy a ir?”
—¡Santo cielo! —exclamó Buckner—. ¡Ese debe de ser el diario de Elisabeth Blassenville! ¡Continúe!
—Las páginas que siguen no son legibles —respondió Griswell—. Pero unas páginas más adelante puedo leer algunas líneas.
Leyó:
“¿Por qué huyeron todos los negros cuando desapareció tía Celia? Mis hermanas están muertas. Sé que están muertas. Y tengo la impresión de que murieron horriblemente, en medio de una espantosa agonía. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguien asesinó a tía Celia, ¿por qué tenía que asesinar a mis pobres hermanas? Ellas fueron siempre amables con los negros. Joan…”
Griswell interrumpió la lectura.
—Un trozo de página está arrancado. Aquí hay otra anotación con otra fecha… Bueno, supongo que es una fecha, aunque no puedo asegurarlo.
“…La cosa terrible que la vieja sugirió? Citó a Jacob Blount, y a Joan, pero no se atrevió a hablar claramente; quizá temía…”
—Aquí también falta un trozo de página —explicó Griswell. Luego prosiguió la lectura: “¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta…, o muy lejos de aquí. Sin embargo, nació y se
crió en las Indias Occidentales, y por algunas alusiones que dejó caer, supe que había sido iniciada en los misterios del voodoo. Creo que incluso bailó en una de sus horribles ceremonias… ¿Cómo pudo haber descendido a tal grado de bestialidad? Y este…, este horror. ¡Dios mío! ¿Pueden ser sensibles tales cosas? No sé que pensar. Si es ella la que merodea por la casa, la que araña la puerta de mi habitación, la que silba tan espantosa y dulcemente… ¡No! Me estoy volviendo loca. Si continúo aquí sola, moriré tan horriblemente como debieron morir mis hermanas. Estoy completamente segura de eso.”
La incoherente crónica terminaba tan bruscamente como había empezado. Griswell estaba tan absorto en su tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella escritura que ni siquiera se había dado cuenta de que había anochecido, y Buckner sostenía en alto su linterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de su abstracción, dirigió una rápida mirada al oscuro rellano.
—¿Qué conclusión ha sacado usted? —preguntó Griswell.
—Lo que había sospechado desde el primer momento —respondió Buckner—. Aquella doncella mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse de miss Celia. Probablemente
odiaba a toda la familia tanto como a su dueña. Había tomado parte en las ceremonias del voodoo en su tierra natal, y estaba “madura”, como dijo el viejo Jacob. Lo único que necesitaba era el Brebaje Negro…, y el viejo Jacob se lo proporcionó. Asesinó a miss Celia y a las otras tres muchachas, y no asesinó a Elisabeth por pura casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa durante todos estos años, como una serpiente en unas ruinas.
—Pero, ¿por qué tenía que asesinar a un desconocido?
—Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —le recordó Buckner—. Una zuvembie siente un gran placer al asesinar a un ser humano. Llamó a Branner desde lo alto de la escalera, le abrió la cabeza, colocó el hacha en su mano y le ordenó que bajara a asesinarle a usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos presentar su cadáver, será una prueba más que suficiente para
demostrar que es usted inocente. Aceptarán mi palabra de que ella asesinó a Branner. Jacob dijo que una zuvembie puede ser asesinada… Desde luego, al informar de este caso no tendré que
mostrarme demasiado exacto en los detalles.
—Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de la escalera —murmuró Griswell—. Pero, ¿por qué no encontramos sus huellas en la escalera?
—Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie puede proyectar su espíritu… ¡Diablo! ¿Por qué tratar de razonar acerca de algo que se encuentra más allá de las fronteras de la razón? Vamos a empezar nuestra vela.
—¡No apague la luz! —exclamó Griswell involuntariamente. Luego añadió—: Desde luego. Apáguela. Tenemos que estar a oscuras, como —vaciló—, como estábamos Branner y yo.
Pero, en cuanto la estancia quedó sumida en la oscuridad, el miedo se apoderó de él con fuerza insostenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando, tratando de contener los tumultuosos latidos de su corazón.
—Las Indias Occidentales deben de ser el lugar más horrible del mundo —murmuró Buckner, una mancha borrosa sobre sus mantas—. Había oído hablar de los zombies, pero ignoraba lo que era una zuvembie. Evidentemente, alguna droga preparada por los voodoos para provocar la locura en las mujeres. Aunque esto no explica las otras cosas: los poderes hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de controlar cadáveres… No, una zuvembie no puede ser una simple loca. Es un monstruo, algo que está por encima y por debajo de un ser humano, creado por la magia que brota en los pantanos y las selvas negras… Bueno, veremos.
Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió, Griswell oyó los latidos de su propio corazón. En el exterior, en los negros bosques, un lobo aulló y las lechuzas sisearon. Luego, el
silencio volvió a caer como una niebla negra.
Griswell se obligó a sí mismo a permanecer inmóvil sobre sus mantas. El tiempo parecía haberse detenido. Y la espera se estaba haciendo insoportable. El esfuerzo que hacía para
dominar sus alterados nervios bañaba en sudor todos sus miembros. Apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, y clavó las uñas en las palmas de sus manos.
No sabía lo que estaba esperando. El espantoso ser volvería a atacar. Pero, ¿cómo? ¿Sería un horrible y melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose por los crujientes peldaños, o un repentino hachazo en la oscuridad? ¿Le escogería a él, o a Buckner? Tal vez Buckner estaba muerto ya… En la oscuridad que le rodeaba no podía ver nada, pero oía la respiración regular del
hombre. El meridional tenía unos nervios de acero. ¿Era que Buckner respiraba junto a él, separado por una angosta franja de oscuridad? ¿O acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y ocupado el lugar del sheriff?
Así de descabelladas eran las ideas que cruzaban rápidamente por el cerebro de Griswell. Experimentaba la sensación de que iba a volverse loco si no se ponía en pie de un salto,
gritando, y huía frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el temor a la horca podía retenerle tendido allí en la oscuridad por más tiempo. De repente, el ritmo de la respiración de Buckner se rompió, y Griswell se sintió como si acabaran de echarle un cubo de agua helada. Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a oírse un melodioso silbido…
Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su cerebro se hundía en una oscuridad más profunda que la negrura física que le rodeaba. Siguió un período de absoluta confusión mental, pasado el cual su primera sensación fue la de movimiento. Estaba corriendo por un camino increíblemente escabroso. A su alrededor todo era oscuridad, y corría ciegamente. Se dijo a sí mismo que debió de huir de la casa y haber corrido varias millas, quizás, antes de que su agotado
cerebro empezara a funcionar. No le importaba; morir en la horca por un asesinato que no había cometido no le aterrorizaba ni la mitad que la idea de regresar a aquella mansión de horror. Estaba dominado por el ansia de correr…, correr…, correr como estaba haciendo ahora, ciegamente, hasta agotar sus fuerzas.
La niebla no se había disipado del todo de su cerebro, pero tenía conciencia de que no podía ver las estrellas a través de las negras ramas de los árboles. Deseó vagamente saber hacia dónde se dirigía. Supuso que estaba trepando por una colina, y el hecho le extrañó, ya que sabía que no había ninguna colina en un radio de varias millas alrededor de la casa de los Blassenville. Luego, encima y delante de él, notó un leve resplandor.
Avanzó hacia aquel resplandor como si le empujara una fuerza irresistible. Luego se estremeció al darse cuenta de que un extraño sonido chocaba contra sus oídos: un silbido melodioso y burlón al mismo tiempo. El silbido borró todas las nieblas. ¿Qué significaba
aquello? ¿Dónde estaba? El despertar llegó como el golpe aturdidor de una maza de matarife. No estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando por una colina; estaba subiendo una escalera. ¡Se encontraba aún en Blassenville Manor! ¡Y estaba subiendo la escalera!
Un grito inhumano brotó de sus labios. Y, dominando aquel grito, el fantasmal silbido adquirió un tono de diabólico triunfo. Griswell intentó detenerse…, retroceder…, incluso arrojarse por encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad estaba reducida a jirones. No existía ya. Griswell no tenía voluntad. Había dejado caer su linterna, y había olvidado el revólver en su bolsillo. No podía dominar a su propio cuerpo. Sus piernas, moviéndose rígidamente, funcionaban como piezas de un mecanismo independiente de su cerebro, obedeciendo a una voluntad exterior. Subiendo metódicamente, le transportaban al rellano superior, hacia el resplandor que ardía encima de él.
—¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Por el amor de Dios! Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al último peldaño. Empezó a avanzar por el rellano. El silbido había cesado, pero su impulso seguía conduciéndole hacia adelante. No podía ver la fuente de la que procedía el resplandor. No parecía emanar de ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga figura que avanzaba hacia él. Parecía una mujer, pero ninguna mujer humana era capaz de andar con aquel paso ingrávido, ninguna mujer humana había tenido nunca aquel rostro de horror, aquella borrosa expresión demencial… Griswell intentó gritar a la vista de aquél rostro, al brillo del acero que esgrimía la mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada. Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse silenciosamente detrás de él; las sombras fueron hendidas por una lengua de fuego que iluminó una espantosa figura que caía hacia atrás. Al mismo tiempo resonó un aullido inhumano.
En medio de la oscuridad que siguió al inesperado fogonazo, Griswell cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos. No oyó la voz de Buckner. La mano del meridional sobre su hombro le despertó de su estupor.
Una luz proyectada directamente sobre sus ojos le cegó. Parpadeó, sombreó sus ojos con una mano y alzó la mirada hacia el rostro de Buckner, que se encontraba en el mismo borde del círculo de luz. El sheriff estaba pálido.
—¿Está usted herido? —preguntó ansiosamente Buckner—. ¿Está usted herido? En el suelo hay un cuchillo de matarife…
—No estoy herido —murmuró Griswell—. Ha disparado usted en el momento preciso… ¡El monstruo! ¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?
—¡Escuche!
En alguna parte de la casa resonaba un horrible aleteo, como de alguien que se arrastrara y luchara en medio de las convulsiones de la muerte.
—Jacob estaba en lo cierto —dijo Buckner en tono sombrío—. El plomo puede matarlas. La acerté de lleno, desde luego. No me atreví a encender la linterna, pero había suficiente claridad. Cuando empezó aquel fantasmal silbido, casi tropezó usted conmigo. Andaba usted como si estuviera hipnotizado. Le seguí por la escalera. Iba detrás de usted, aunque muy agachado para que ella no pudiera verme y huir. Estuve a punto de disparar demasiado tarde, pero confieso que el verla me dejó casi paralizado… ¡Mire! Proyectó el haz luminoso de su linterna a lo largo del rellano, hasta detenerlo en una abertura visible en la pared, en un lugar donde antes no había ninguna puerta.
—¡La entrada secreta que descubrió miss Elisabeth! —exclamó Buckner—. ¡Vamos!
Echo a correr a través del rellano y Griswell le siguió con aire aturdido. Los sonidos que acababan de oír procedían de algún lugar situado más allá de aquella misteriosa puerta, y ahora habían cesado. La luz reveló un angosto pasadizo en forma de túnel que evidentemente conducía a través de una de las recias paredes de la casa. Buckner penetró en el pasadizo sin la menor vacilación.
—Tal vez no fuera capaz de pensar como un ser humano —murmuró, iluminando el camino delante de él—, pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus huellas, a fin de que no
pudiéramos seguirlas y descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay una habitación… ¡La estancia secreta de los Blassenville!
Y Griswell exclamó:
—¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que anoche vi en mi sueño, con los tres cadáveres colgados del techo!
La luz que Buckner paseaba por la estancia de forma circular se inmovilizó repentinamente. Dentro del amplio anillo luminoso aparecieron tres figuras, tres formas resecas, encogidas, momificadas, ataviadas con unos vestidos muy antiguos. Sus pies no tocaban el suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas cadenas suspendidas en el techo.
—¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró Buckner—. Miss Elisabeth no estaba loca, después de todo.
—¡Mire! —susurró Griswell con voz apenas audible—. ¡Allí, en aquel rincón! La luz se movió, volvió a detenerse.
—¿Fue aquello una mujer en otros tiempos? —inquirió Griswell, como si se interrogara a sí mismo—. ¡Dios mío! Mire ese rostro, incluso en la muerte. Mire esas manos en forma de garras,
con las uñas renegridas como las de una fiera. Sí, era humana… Lleva aún los harapos de un antiguo vestido de baile, muy lujoso. ¿Por qué llevaría una doncella mulata un vestido como ése?
—Éste ha sido su cubil durante más de cuarenta años —murmuró Buckner, sin responder a la pregunta, inclinándose sobre el horrible cadáver tendido en el rincón de la estancia—. Bueno, Griswell, esto le exonera a usted: una mujer loca con un hacha… Es lo único que las autoridades necesitan saber. ¡Dios mío! ¡Qué venganza! ¡Qué horrible venganza! Aunque, pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza bestial. Lo prueba el hecho de que se iniciara en los misterios del voodoo cuando no era más que una jovencita…
—¿Se refiere usted a la mulata? —susurró Griswell. Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera un horror que superaba a todos los horrores que había experimentado hasta entonces.
—Interpretamos equivocadamente las palabras del viejo Jacob y lo que miss Elisabeth escribió en su diario —dijo—. Ella debía de estar enterada, pero el orgullo familiar selló sus
labios. Ahora veo claro, Griswell; la mulata se vengó, aunque no del modo que suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo Jacob le había preparado. Lo quería para suministrárselo subrepticiamente a otra persona, mezclándolo en su comida o en su café. Luego, Joan huyó de esta casa, dejando sembrada en ella la semilla del infierno.
—¿Ese cadáver no… no es el de la mulata? —susurró Griswell.
—Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no era mulata. Y aquellos rasgos contraídos seguían reflejando un parecido familiar. He visto su retrato y no puedo equivocarme.
Ese cadáver es el del ser que en otros tiempos fue Celia Blassenville.

FIN


Palomos del infierno (El hermano de la serpiente). Robert E. Howard (1906-1936)

II
EL HERMANO DE LA SERPIENTE

De nuevo las sombras se alargaban sobre los pinares, y de nuevo dos hombres llegaron por el antiguo camino en un automóvil con matrícula de Nueva Inglaterra.
Buckner conducía. Los nervios de Griswell estaban demasiado alterados para permitirle empuñar el volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su aspecto revelaba un gran cansancio.
La tensión del día pasado en la capital del condado había venido a añadirse al horror que planeaba sobre su alma como la sombra de un buitre de alas negras. No había dormido, apenas
había comido.
—Prometí hablarle de los Blassenville —dijo Buckner—. Era una gente orgullosa, altiva, y sin el menor escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad. No tenían para sus negros las consideraciones que en mayor o menor escala les guardaban los otros plantadores; supongo que seguían aferrados a las costumbres de las Indias Occidentales.
Había una vena de crueldad en todos ellos…, y especialmente en miss Celia, la última de la familia que llegó a esta región. Vino mucho después de que los esclavos fueran declarados hombres libres, pero miss Celia seguía azotando con su látigo a su doncella mulata, lo mismo que cuando era una esclava, según dicen los viejos del lugar…
Los negros decían que cuando moría un Blassenville, el diablo le estaba esperando siempre en los pinares que rodean la casa. ”Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville fueron desapareciendo con bastante rapidez.
Vivían pobremente de su plantación, que cada día rendía menos. Finalmente, sólo quedaron cuatro muchachas, hermanas, que habitaban en la antigua mansión. La plantación era cultivada por unos cuantos negros que seguían viviendo en sus chozas y trabajaban en calidad de aparceros.
Las muchachas, muy orgullosas, se avergonzaban de su pobreza y no se relacionaban con nadie. A veces pasaban meses enteros sin salir de casa.
Cuando necesitaban provisiones, enviaban a un negro a comprarlas. ”Pero la gente empezó a hablar de los Blassenville cuando miss Celia vino a vivir con ellas. Procedía de algún lugar de las Indias Occidentales, de donde era originaria la familia.
Dicen que era una mujer elegante, bella, de poco más de treinta años. Tampoco ella se relacionó con la gente. Se había traído a una doncella mulata, y la trataba de un modo que hacía honor a la tradicional crueldad de los Blassenville.
Conocí a un viejo negro, hace unos años, que juraba haber visto a miss Celia atar a la doncella a un árbol, completamente desnuda, y azotarla con un látigo. Cuando la mulata desapareció, el hecho no constituyó una sorpresa para nadie.
Todo el mundo imaginó que se había fugado, desde luego. ”Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la más joven de las muchachas, se presentó en el pueblo por primera vez en un año, quizás. Iba en busca de provisiones.
Dijo que todos los negros habían abandonado la plantación. Añadió que miss Celia se había marchado también sin decir nada. Sus hermanas creían que había regresado a las Indias Occidentales, pero ella estaba convencida de que su tía estaba aún en la casa.

No aclaró el sentido de estas palabras. Se limitó a coger sus provisiones y regresar a la casa. ”Al cabo de un mes se presentó un negro en el pueblo y dijo que miss Elisabeth vivía
completamente sola en la antigua mansión.
Dijo que sus tres hermanas ya no estaban allí, que se habían marchado una detrás de otra sin dar ninguna explicación. Miss Elisabeth ignoraba adónde se habían marchado, y tenía miedo de vivir sola en la casa, pero no sabía adónde ir.
No tenía parientes ni amigos. Pero estaba mortalmente asustada de algo. El negro dijo que permanecía encerrada continuamente en su habitación, con unas velas encendidas toda la
noche…
”Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó en el pueblo montando el único caballo que poseía, medio muerta de miedo. Al llegar a la plaza se cayó del caballo; cuando pudo hablar,
dijo que había descubierto una habitación secreta en la casa, olvidada durante un centenar de años.
Y dijo que en aquella habitación se encontraban sus tres hermanas, muertas, colgadas del techo por el cuello. Añadió que alguien la persiguió con un hacha, y ella huyó de la casa montando en el único caballo que poseía.
Pero estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la había perseguido. Dijo que parecía una mujer con un rostro amarillento. ”Inmediatamente, medio centenar de hombres se presentaron aquí y registraron la casa de arriba abajo.
Pero no encontraron ninguna habitación secreta, ni los cadáveres de las tres hermanas. Lo que sí encontraron fue un hacha en el rellano superior, con algunos cabellos de miss Elisabeth pegados al filo, lo cual confirmaba lo que miss Elisabeth había contado.
Pero ella se negó a regresar a la casa y mostrarles dónde se encontraba la habitación secreta; casi enloqueció cuando se lo sugirieron. ”Cuando estuvo en condiciones de viajar, la gente del pueblo reunió algún dinero y se lo prestaron —era demasiado orgullosa para aceptar limosnas—.
Se marchó a California. No regresó nunca, pero más tarde se supo —cuando envió el dinero que le prestaron— que se había casado. ”Nadie quiso comprar la casa. Quedó tal como
miss Elisabeth la había dejado, y con el paso de los años la gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo.
—¿Qué opinó la gente de la historia que contó miss Elisabeth? —preguntó Griswell.
—La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la había desquiciado. Pero algunos creyeron que la doncella mulata, Joan, no había huido, como se dijo.
Opinaban que estaba oculta en el bosque, y saciaba su odio hacia los Blassenville asesinando a los miembros de la familia.
Dieron una batida por todos los pinares con varios perros, pero no encontraron ni rastro de la mulata. Si había una habitación secreta en la casa, tenía que estar oculta allí…, suponiendo que la teoría fuese cierta.
—No puede haber estado oculta en la casa todos estos años —murmuró Griswell—. Y, de todos modos, lo que ahora hay en la casa no es humano.
Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la carretera y adentrarse en un camino vertical que discurría entre los pinos.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell.
—Hay un viejo negro que vive al final de este camino, a unas cuantas millas de aquí. Quiero hablar con él. Nos enfrentamos con algo que requiere algo más que el sentido común de un blanco.
Los negros saben más que nosotros acerca de algunas cosas. El viejo al que vamos a visitar tiene casi cien años, si es que no los ha cumplido ya.
Su dueño le proporcionó cierta educación cuando era un muchacho, y al convertirse en un hombre libre viajó más de lo que suelen viajar la mayoría de blancos. Dicen que es un hombre voodoo, un brujo.
Griswell se estremeció, contemplando con inquietud los verdes árboles que les rodeaban por todas partes. La fragancia de los pinos llegaba a su olfato mezclada con el perfume de plantas desconocidas. Pero, dominándolo todo, se percibía un indefinible hedor de materia en descomposición. Una desagradable sensación puso un nudo en la boca de su estómago.
—¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de eso… Nunca se me había ocurrido relacionar la magia negra con el Sur.
Para mí, la brujería siempre estuvo asociada con antiguas y tortuosas calles de ciudades portuarias, que ya eran antiguas cuando en Salem colgaban a las brujas…
Para mí, la brujería se relacionó siempre con las antiguas ciudades de Nueva Inglaterra…, pero todo esto es más terrible que cualquier leyenda acerca de Nueva Inglaterra.
Esos pinos sombríos, esas antiguas mansiones abandonadas, las plantaciones perdidas, los misteriosos negros, las viejas leyendas de locura y horror… ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos hay en este continente que los estúpidos llaman “Nuevo”!
—Ahí está la choza del viejo Jacob —anunció Buckner, deteniendo el automóvil.
Griswell vio un claro y una pequeña cabaña agazapada a la sombra de los enormes árboles. Allí, los pinos daban paso a las encinas y los cipreses, llenos de un musgo grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía una ciénaga poblada de una lujurienta vegetación. De la chimenea de barro de la cabaña surgía una leve espiral de humo azulado.
Griswell siguió a Buckner hasta la diminuta vivienda. El sheriff empujó la puerta y penetró en la cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del interior, Griswell parpadeó.
Una sola ventana, muy pequeña, daba paso a la luz del día. Un viejo negro estaba agazapado junto al hogar de tierra, contemplando una olla que hervía al fuego.
Miró hacia ellos cuando entraron, pero no se levantó. Parecía increíblemente viejo. Su rostro era una masa de arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se velaban de cuando en cuando como si su mente vacilara.
Buckner hizo un gesto a Griswell para indicarle que se sentara en la única silla que había en la cabaña, mientras él se instalaba junto al fuego en una banqueta toscamente labrada, enfrente del anciano.
—Jacob —dijo bruscamente—, ha llegado el momento de que hables. Sé que conoces el secreto de Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de ello, porque no era de mi
competencia. Pero anoche fue asesinado un hombre allí, y pueden colgar al hombre que me acompaña por el asesinato, a menos que me digas qué es lo que alberga la antigua casa de los Blassenville.
Los ojos del anciano brillaron para volver a apagarse inmediatamente, como si los achaques de la edad le impidieran concentrarse durante mucho tiempo en una idea.
—Los Blassenville —murmuró, y su voz era suave y cultivada. Se expresaba en un inglés perfecto, que no recordaba en nada las formas dialectales de los de su raza—. Eran una gente orgullosa, caballeros…, orgullosa y cruel. Algunos murieron en la guerra…, otros resultaron muertos en duelos… Algunos murieron en la antigua casa… Sus palabras se convirtieron en una serie de ininteligibles murmullos.
—¿Qué ocurrió en la casa? —preguntó Buckner pacientemente.
—Miss Celia era la más orgullosa de todos —murmuró el anciano—. La más orgullosa y la más cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan. Joan llevaba sangre blanca en sus venas, y también era orgullosa. Miss Celia la azotaba como a una esclava.
—¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —insistió Buckner.
La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos ojos tan oscuros como pozos iluminados por la luna.
—¿Qué secreto, caballero? No comprendo.
—Sí, me comprendes perfectamente. Durante años y años, la casa se ha erguido allí, solitaria, con su misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo.
El anciano removió el contenido de la olla. Ahora parecía en posesión de todas sus facultades mentales.
—Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo negro. —¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras el secreto? Pero el anciano estaba murmurando de nuevo, con los ojos cerrados.
—Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano. Los dioses negros de la ciénaga. Mi secreto permanece inviolado, guardado por la Gran Serpiente, el dios que está por encima de todos los dioses. Enviaría a un pequeño hermano para que me besara con sus fríos labios…, un pequeño hermano con un cuarto creciente en la cabeza. Le vendí mi alma a la Gran Serpiente, cuando me convirtió en creador de zuvembies…
Buckner se puso rígido.
—He oído esa palabra antes de ahora —dijo suavemente— de labios de un negro moribundo, cuando yo era un niño. ¿Qué significa?
El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.
—¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada. —Zuvembies —le apremió Buckner.
—Zuvembies —repitió maquinalmente el anciano, con los ojos inexpresivos—. Una zuvembie es una mujer…, en la Costa de los Esclavos las conocían. Los tambores que susurran por la noche en las colinas de Haití hablan de ellas. Los creadores de zuvembies son honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a un hombre blanco significa la muerte…, es uno de los secretos prohibidos del dios Serpiente.
—Estabas hablando de las zuvembies —dijo Buckner suavemente.
—No debía hablar de ellas —murmuró el anciano, y Griswell se dio cuenta de que estaba pensando en voz alta—. Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé en la Ceremonia Negra del voodoo, y fui convertido en creador de zombies y zuvembies. La Gran Serpiente castiga con la muerte a las lenguas que hablan demasiado.
—¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió Buckner.
—Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía que yo era un creador de zuvembies… Se presentó en mi choza y me pidió el horrible brebaje…, el brebaje compuesto con huesos de serpientes, y sangre de murciélago, y garras de esparavel, y otros elementos que no pueden ser
nombrados. Ella había danzado en la Ceremonia Negra…, estaba madura para convertirse en una zuvembie…, lo único que necesitaba era el Brebaje Negro…, era muy hermosa…, no podía negárselo. —¿A quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero el anciano hundió la cabeza en
su pecho y no respondió.
Parecía dormitar. Buckner le sacudió—. Le diste un brebaje a una mujer para convertirla en una zuvembie… ¿Qué es una zuvembie?
El anciano murmuró, con voz soñolienta:
—Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni a parientes ni a amigos. Es un miembro más del Mundo Negro. Tiene a su mando los demonios naturales:lechuzas, murciélagos, serpientes y hombres—lobo, y puede manejar la oscuridad de modo que apague una pequeña luz. Puede ser asesinada por medio del plomo o del acero, pero a menos que muera así, vive eternamente, y no come el alimento que comen los humanos. Mora como un murciélago en una caverna o en una casa antigua. El tiempo no significa nada para la zuvembie; una hora, un día, un año, todo es lo mismo. No puede hablar palabras humanas, ni pensar como piensa un
humano, pero puede hipnotizar a un ser viviente con el sonido de su voz, y cuando mata a un hombre, puede dar órdenes a su cuerpo sin vida hasta que la carne está fría. Mientras fluye la
sangre, el cadáver es esclavo suyo. Su mayor placer consiste en asesinar seres humanos.
—¿Y por qué quería ella convertirse en una zuvembie? —preguntó Buckner suavemente. —Odio —susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza!
—¿Se llamaba Joan? —murmuró Buckner.
El nombre pareció desvanecer las nieblas de senilidad que envolvían la mente del voodoo. Sus ojos se aclararon una vez más, convirtiéndose en dos círculos duros y brillantes como húmedo mármol negro.
—¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese nombre por espacio de una generación. Al parecer me he quedado dormido, caballeros; no recuerdo nada…, les ruego que me perdonen. Los hombres viejos se quedan dormidos ante el fuego, como los perros viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor? Caballeros, si les dijera por qué no puedo contestar a su pregunta, atribuirían mi actitud a simple superstición. Sin embargo, pongo al Dios del hombre blanco por testigo de que…
Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un montón de leña que había junto al hogar, con la intención de añadir un tronco al fuego. Pero inmediatamente contrajo el brazo, profiriendo un horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó el brazo del voodoo, los dos hombres blancos vieron que tenía enrollada una pequeña serpiente, que dejaba caer su puntiaguda cabeza sobre la carne negra, una y otra vez, con silencioso furor.
El anciano se desplomó, gritando, al tiempo que Buckner entraba en acción. Poniéndose de pie de un salto, cogió un tronco y aplastó con él la cabeza del reptil. El viejo Jacob, entretanto,
había cesado de gritar y estaba tendido en el suelo, boca arriba, completamente inmóvil. —¿Está muerto? —susurró Griswell.
—Tan muerto como Judas Iscariote —respondió secamente Buckner contemplando al reptil, que continuaba retorciéndose en el suelo—. Esa infernal serpiente le inyectó en las venas
el veneno suficiente para matar a una docena de hombres de su edad. Pero creo que lo que en realidad le mató fue la impresión.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Dejaremos el cadáver en aquel catre. Nadie entrará aquí, si tenemos la precaución de cerrar la puerta de modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni ningún gato. Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta noche tenemos trabajo. Manos a la obra.
A Griswell le repugnaba la idea de tener que tocar el cadáver, pero ayudó a Buckner a instalarlo en el catre y luego salió apresuradamente de la choza. El sol estaba hundiéndose en el horizonte, y las llamas rojas del crepúsculo encendían las negras copas de los árboles.
Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el mismo camino que habían seguido al venir.
—El viejo dijo que la Gran Serpiente enviaría a uno de sus hermanos —murmuró Griswell. —¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes les gusta el calor, y esta región
pantanosa está infestada de ellas. La que mordió al viejo estaba oculta entre la leña, al calor del fuego. El viejo Jacob la importunó, y el animal se defendió. No hay nada de sobrenatural en esto.
Permaneció unos instantes en silencio y luego añadió, en tono distinto:
—Ha sido la primera vez que veo una serpiente que ataca sin silbar; y la primera vez que veo a una serpiente con una cresta blanca en forma de cuarto creciente.
Al cabo de un rato, Griswell preguntó:
—¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido oculta en la casa durante todos estos años?
—Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —respondió Buckner—. El tiempo no significa nada para una zuvembie.
Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se mordió el labio superior para reprimir un estremecimiento. Volvió a sentirse poseído por una indescriptible sensación de horror.
—¡Mire! —susurró, en el preciso instante en que Buckner detenía el automóvil. Buckner gruñó.
Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube de palomos que emprendieron un rápido vuelo, recortándose contra la roja claridad del crepúsculo.


Palomos del infierno (El silbador en la oscuridad). Robert E. Howard (1906-1936)

I
EL SILBADOR EN LA OSCURIDAD

Griswell despertó repentinamente con todos los nervios vibrando por una premonición de inminente peligro.
Miró a su alrededor con aire aturdido, incapaz al principio de recordar dónde estaba o qué hacía allí. La luz de la luna se filtraba a través de las polvorientas ventanas, y la enorme estancia vacía con su altísimo techo y el negro boquete de su hogar resultaba espectral y desconocida.
Luego, a medida que emergía de las telarañas de su reciente sueño, recordó dónde se encontraba y qué estaba haciendo allí.
Volvió la cabeza y miró a su compañero, que dormía en el suelo, cerca de él. John Branner no era más que una alargada forma en la oscuridad que la luna apenas teñía de gris.
Griswell trató de recordar lo que le había despertado. En la casa no se oía ningún sonido; fuera, todo estaba igualmente silencioso: el siseo de la lechuza llegaba de muy lejos, del bosque de pinos.
Finalmente, Griswell capturó el huidizo recuerdo. Lo que le había asustado hasta el punto de despertarle era una pesadilla espantosa. El recuerdo fluyó ahora a raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la abominable visión.
Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo sido, desde luego, pero se había mezclado tan extrañamente con recientes acontecimientos reales que resultaba difícil saber dónde terminaba la realidad y dónde empezaba la fantasía.
En sueños, le había parecido revivir sus últimas horas de vigilia con todo detalle. El sueño había empezado, bruscamente, cuando John Branner y él llegaban a la vista de la casa donde ahora se encontraban.
Habían llegado por un camino vecinal lleno de baches que discurría entre los numerosos pinares —John Branner y él—, procedentes de Nueva Inglaterra, en viaje de vacaciones.
Habían divisado la antigua casa con sus galerías cubiertas alzándose en medio de una jungla de arbustos y malas hierbas en el momento en que el sol se ocultaba detrás de ella.
Estaban agotados, mareados por el traqueteo del automóvil sobre aquellos infames caminos. La antigua casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de pasado esplendor y definitiva ruina.
Dejaron el automóvil junto al camino, y mientras avanzaban a través de una maraña de maleza unos cuantos palomos se alzaron de las balaustradas de la casa y se alejaron con un leve batir de alas.
La puerta de madera de encima estaba abierta. Una espesa capa de polvo cubría el suelo del amplio vestíbulo y los peldaños de la escalera que conducía al piso superior.
Cruzaron otra puerta que se abría al vestíbulo y penetraron en una habitación vacía, grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del hogar estaban cubiertas de polvo.
Discutieron la conveniencia de salir a buscar un poco de leña y encender fuego, pero decidieron no hacerlo. A medida que el sol se hundía en el horizonte, la oscuridad llegaba rápidamente, la oscuridad negra, absoluta, de los terrenos poblados de pinos.
Los dos amigos sabían que en los bosques meridionales abundaban las culebras y las serpientes de cascabel, y no les sedujo la idea de salir a buscar leña a oscuras.
Abrieron unas latas de conservas, cenaron frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas delante del vacío hogar e inmediatamente se quedaron dormidos.
Esto, en parte, era lo que Griswell había soñado. Vio de nuevo la maltrecha casa irguiéndose contra los arreboles de la puesta de sol; vio la bandada de palomos que emprendían el vuelo mientras Branner y él se acercaban a la casa.
Vio la sombría habitación donde ahora se encontraban, y vio las dos formas que eran su compañero y él mismo, envueltos en sus mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de este punto su sueño se modificó sutilmente, pasando de lo real a lo fantástico.
Griswell estaba asomado a una estancia sombría, iluminada por la grisácea luz de la luna que penetraba por algún lugar ignorado, ya que en aquella estancia no había ninguna ventana.
Pero a la grisácea claridad Griswell vio tres formas silenciosas que colgaban suspendidas en hilera, y su inmovilidad despertó un helado terror en su alma. No se oía ningún sonido, ninguna palabra, pero Griswell intuía una presencia terrible agazapada en un oscuro rincón…
Bruscamente volvió a encontrarse en la estancia polvorienta, de techo alto, delante del gran hogar. Estaba tendido en el suelo, envuelto en sus mantas, mirando fijamente a través del sombrío vestíbulo, hacia un lugar bañado por un rayo de luna, en la escalera que ascendía al piso superior.
Allí había algo, una forma inclinada, completamente inmóvil bajo el rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta que podría haber sido un rostro estaba vuelta hacia él, como si alguien agachado en la escalera les estuviera contemplando.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y en aquel momento se despertó…, si es que en realidad había estado durmiendo.
Parpadeó varias veces. El rayo de luna caía sobre la escalera, en el lugar exacto donde había soñado que lo hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante.
Sin embargo, su cuerpo seguía temblando a causa del miedo que le había inspirado el sueño o la visión que acababa de tener; sus piernas estaban heladas, como si las hubiera sumergido en agua fría.
Griswell hizo un movimiento involuntario para despertar a su compañero, cuando un repentino sonido le dejó paralizado.
Era un silbido procedente del piso superior. Suave y fantasmal, iba subiendo de tono, sin desgranar ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una casa supuestamente desierta, resultaba bastante alarmante; pero lo que heló la sangre en las venas de Griswell fue algo más que el simple miedo a un invasor físico.
No habría podido definirse a sí mismo el terror que se apoderó de él. Pero las mantas de Branner se movieron, y Griswell vio que su compañero estaba sentado.
La forma de su cuerpo se dibujaba vagamente en la oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la escalera, como si escuchara con mucha atención. El misterioso silbido aumentó todavía más en
intensidad.
—¡John! —susurró Griswell, con la boca seca.
Habría querido gritar…, decirle a Branner que arriba había alguien, alguien cuya presencia podía resultar peligrosa para ellos; que tenían que marcharse inmediatamente de la casa. Pero la voz murió en su garganta.
Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron en el vestíbulo mientras lo cruzaba en dirección a la escalera. Empezó a subir los peldaños, una sombra más entre las sombras que le rodeaban.
Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en medio de un verdadero torbellino mental. ¿Quién estaba silbando arriba?
Vio a Branner pasar por el lugar iluminado por el rayo de luna, vio su cabeza extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo que Griswell no podía ver, encima y más allá de la escalera.
Pero su rostro era tan inexpresivo como el de un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y desapareció de la vista de Griswell, a pesar de que este último trató de gritarle que regresara.
Pero de su garganta sólo salió un ahogado susurro. El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo. Griswell oyó crujir los peldaños bajo las botas de Branner.
Ahora había alcanzado el rellano superior, ya que Griswell oyó resonar sus pasos por encima de su cabeza.
Repentinamente, los pasos se detuvieron, y la noche entera pareció contener la respiración. Luego, un espantoso grito rompió el silencio, y Griswell se incorporó, gritando a su vez.
La extraña parálisis que le impidió moverse había desaparecido. Dio un paso hacia la escalera, y luego se detuvo. Volvían a resonar los pasos. Branner estaba de regreso.
No corría. Andaba incluso con más lentitud que antes. Los peldaños de la escalera volvieron a crujir. Una mano, que se movía a lo largo de la barandilla, quedó iluminada por el rayo de luna; luego la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de Griswell al ver que esta segunda mano empuñaba un hacha…, un hacha de la cual goteaba un líquido oscuro. ¿Era Branner el que estaba descendiendo la escalera?
¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de luna, y Griswell la reconoció. Luego vio el rostro de Branner, y una ahogada exclamación brotó de sus labios.
El rostro de Branner estaba pálido, cadavérico; unas gotas de sangre se desprendían de él; sus ojos, vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre manaba también de la herida claramente visible en su cabeza.
Griswell no recordó nunca exactamente cómo consiguió salir de aquella maldita casa. Más tarde conservó un recuerdo confuso de haber saltado a través de una polvorienta ventana llena de telarañas, de haber corrido ciegamente a través de la maleza, aullando de terror.
Vio la negra barrera de los pinos, y la luna flotando en una neblina roja como la sangre.
Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró parte de su cordura. En un mundo que había enloquecido de repente, aquél era un objeto que reflejaba una prosaica realidad; pero en el
momento en que se disponía a abrir la portezuela, un espantoso chirrido resonó en sus oídos, y una forma ondulante avanzó la cabeza hacia él desde el asiento del conductor, mostrando una
lengua ahorquillada a la luz de la luna.
Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia el camino, como corre un hombre en una pesadilla. Corría a ciegas.
Su aturdido cerebro era incapaz de ningún pensamiento consciente, Se limitaba a obedecer al instinto primario que le impulsaba a correr…, correr…, correr hasta caer exhausto.
Las negras paredes de los pinos surgían interminablemente a su lado, hasta el punto de que Griswell tenía la sensación de no moverse de sitio. Pero súbitamente un sonido penetró la niebla de su terror: el inexorable rumor de unos pasos que le seguían.
Volviendo la cabeza, vio a alguien que avanzaba detrás de él…, lobo o perro, no habría podido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de fuego verde. Griswell aumentó la velocidad de su carrera, dio la vuelta a una curva del camino y oyó relinchar a un caballo; vio la grupa del animal y oyó maldecir al jinete que lo montaba; vio un brillo azulado en la mano levantada del hombre.
Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al estribo del jinete para no caer al suelo.
—¡Por el amor de Dios, ayúdeme! —jadeó—. ¡La cosa! ¡Ha asesinado a Branner…, y me está persiguiendo! ¡Mire!
Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la revuelta del camino. El jinete volvió a maldecir y disparó tres veces consecutivas. Las bolas de fuego se desvanecieron y el jinete, librando su estribo del agarrón de Griswell, hizo avanzar su caballo hacia la revuelta.
Griswell dio unos pasos vacilantes, temblando como un azogado. El jinete desapareció unos instantes de su vista; luego regresó al galope.
—Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un lobo, aunque nunca oí que persiguieran a un hombre. ¿Sabe usted lo que era?
Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza. El jinete, recortándose contra la luz de la luna, le miraba desde lo alto, empuñando aún en su mano derecha el humeante revólver.
Era un hombre robusto, de mediana estatura, y su ancho sombrero y sus botas le señalaban como un nativo de la región tan claramente como el atuendo de Griswell revelaba en él al forastero.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el jinete. —No lo sé —respondió Griswell—. Me llamo Griswell.
John Branner, el amigo que viajaba conmigo, y yo nos detuvimos en la casa abandonada que hay al otro lado del camino para pasar allí la noche. Algo… —el recuerdo le hizo estremecerse de horror—.
¡Dios mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se asomó por encima de la barandilla de la escalera…, alguien que tenía el rostro amarillento. Creí que estaba soñando, pero
tiene que haber sido real.
Luego, alguien silbó en el piso de arriba, y Branner se levantó y subió la escalera como un sonámbulo, o un hombre hipnotizado. Oí un grito; luego, Branner volvió a bajar con un hacha ensangrentada en la mano, y… ¡Dios mío!
¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi sus sesos a través de la herida, y la sangre que manaba por ella, y su rostro era el de un cadáver.
¡Pero bajó la escalera! Pongo a Dios por testigo de que John Branner fue asesinado en aquel oscuro rellano, y de que su cadáver descendió luego la escalera con un hacha en la mano… ¡para asesinarme!
El jinete no hizo ningún comentario; permaneció sentado sobre su caballo como una estatua, recortándose contra las estrellas, y Griswell no pudo leer en su expresión, ya que su
rostro estaba ensombrecido por el ala de su sombrero.
—Piensa usted que estoy loco —murmuró Griswell—. Tal vez lo esté.
—No se que pensar —respondió el jinete—. Si no se tratara de la antigua casa de los Blassenville… Bueno, veremos. Me llamo Buckner.
Soy el sheriff de este condado. Vengo de llevar a un negro al condado vecino y se me ha hecho un poco tarde.
Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a Griswell, más bajo que él pero mucho más fornido. De su persona se desprendía un aire de decisión y de seguridad en sí mismo, y no resultaba difícil imaginar que sería un hombre peligroso en cualquier clase de lucha.
—¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó.
Griswell se estremeció, pero sacudió la cabeza: revivía en él la obstinada tenacidad de sus antepasados puritanos.
—La idea de enfrentarme de nuevo con aquél horror me pone enfermo —murmuró—. Pero, el pobre Branner… Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios mío! —exclamó, desalentado por el abismal horror de la cosa—.
¿Qué es lo que encontraremos? Si un hombre muerto anda… —Veremos.
El sheriff ató las riendas alrededor de su brazo izquierdo y empezó a llenar los cilindros de su enorme revólver mientras andaban.
Cuando llegaron a la revuelta del camino, la sangre de Griswell estaba helada ante el pensamiento de lo que podían encontrar en el camino, pero sólo vieron la casa irguiéndose espectralmente entre los pinos.
—¡Dios mío! —susurró Griswell—. Parece mucho más siniestra ahora que cuando llegamos a ella y vimos aquellos palomos que volaban del porche…
—¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una rápida mirada—. ¿Vio usted a los palomos?
—Desde luego. Una bandada, que salió volando del porche.
Caminaron unos instantes en silencio, hasta que Buckner dijo con cierta brusquedad:
—He vivido en esta región desde que nací. He pasado por delante de la antigua casa de los Blassenville centenares de veces, a todas las horas del día y de la noche. Pero nunca he visto un solo palomo, ni en la casa ni en los bosques de los alrededores.
—Había una verdadera bandada —repitió Griswell, sorprendido.
—He conocido a hombres que juraron haber visto una bandada de palomos posados en el porche de la casa, a la puesta del sol —dijo Buckner lentamente—.
Todos eran negros, excepto uno. Un trampero. Estaba encendiendo una fogata en el patio, dispuesto a pasar allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los palomos.
A la mañana siguiente volví a la casa. Las cenizas de su fogata estaban allí, y su vaso de estaño, y la sartén en la cual frió su tocino, y sus mantas, extendidas como si hubiera dormido en
ellas. Nadie volvió a verle.
Eso ocurrió hace doce años. Los negros dicen que ellos pueden ver a los palomos, pero ningún negro se atreve a pasar por este camino después de la puesta del sol.
Dicen que los palomos son las almas de los Blassenville, que salen del infierno cuando se pone el sol. Los negros dicen que el resplandor rojizo que se ve hacia el oeste es la claridad del infierno, porque a aquella hora las puertas del infierno están abiertas para dar paso a los Blassenville.
—¿Quiénes eran los Blassenville? —preguntó Griswell, estremeciéndose.
—Eran los propietarios de todas estas tierras. Una familia franco—inglesa. Llegaron procedentes de las Indias Occidentales, antes de la evacuación de Louisiana.
La Guerra Civil les arruinó, como a otros tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos en la guerra; la mayoría de los otros murieron fuera de aquí.
Nadie vivió en la casa solariega a partir de 1890, cuando miss Elisabeth Blassenville, la última del linaje, desapareció una noche de la casa y nunca regresó… ¿Es ése su automóvil?
Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell contempló morbosamente la antigua mansión. Sus polvorientos ventanales estaban vacíos y oscuros; pero Griswell experimentaba la desagradable sensación de que unos ojos le acechaban con expresión hambrienta a través de los cristales.
Buckner repitió su pregunta.
—Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una serpiente en el asiento…, o por lo menos estaba allí.
—Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su caballo y sacando una linterna de las alforjas—. Bueno, vamos a echar un vistazo.
Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad que si se dirigieran a efectuar una visita de cumplido a unos amigos. Griswell le siguió, pegado a sus talones, respirando agitadamente.
La leve brisa llevaba hasta ellos un hedor a corrupción y a vegetación podrida, y Griswell experimentó una intensa sensación de náusea, en la cual se mezclaban el malestar físico y la
angustia mental que provocaban aquellas antiguas mansiones que ocultaban olvidados secretos de esclavitud, de orgullo de raza, y de misteriosas intrigas.
Se había imaginado el Sur como una tierra lánguida y soleada, acariciada por suaves brisas que transportaban cálidos aromas a flores y a especias, donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los cantos que los negros entonaban en los campos de algodón bañados por el sol.
Pero ahora acababa de descubrir otro aspecto, completamente inesperado: un aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y el descubrimiento le resultaba repulsivo.
Cruzaron la pesada puerta de madera de encima. La negrura del interior quedaba intensificada ahora por el haz luminoso proyectado por la linterna de Buckner.
Aquel haz se deslizó a través de la oscuridad del vestíbulo y trepó por la escalera, y Griswell contuvo la respiración, apretando los puños. Pero ninguna forma demencial se reveló allí.
Buckner avanzó con la ligereza de un gato, la linterna en una mano, el revólver en la otra. Mientras proyectaba la luz de su linterna en la habitación que se abría al pie de la escalera,
Griswell lanzó un grito…, y volvió a gritar, a punto de desmayarse con el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Un rastro de gotas de sangre cruzaba la habitación, pasando por encima de las mantas que Branner había ocupado, las cuales estaban extendidas entre la puerta y las del propio Griswell.
Y las mantas de Griswell tenían un terrible ocupante. John Branner estaba tendido en ellas, boca abajo, con una horrible herida en la parte posterior de la cabeza.
Su mano extendida seguía empuñando el mango de un hacha, y la hoja estaba profundamente clavada en la manta y en el suelo que se extendía debajo, en el lugar exacto donde había reposado la cabeza de Griswell cuando dormía allí.
Griswell no se dio cuenta de que se tambaleaba ni de que Buckner le cogía, impidiendo que cayera al suelo. Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolía terriblemente y todo parecía
dar vueltas alrededor.
Buckner proyectó el haz luminoso de su linterna sobre su rostro, haciéndole parpadear. La voz del sheriff llegó desde más allá de la brillante claridad:
—Griswell, me ha contado usted una historia muy difícil de creer. Vi algo que le perseguía a usted, pero aquello era un lobo, o un perro salvaje. ”Si está ocultando algo, será mejor que lo escupa ahora.
Lo que me ha contado a mí es insostenible ante cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la acusación de haber asesinado a su compañero.
Tengo que detenerle. Si es usted sincero conmigo, las cosas serán mucho más fáciles. Ahora dígame, ¿mató usted a este hombre, Griswell? ”Supongo que ocurriría algo parecido a esto: discutieron ustedes por algo, la discusión se agrió, Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted consiguió desarmarle, le abrió la cabeza de un hachazo y volvió a dejar el arma en sus manos… ¿Me equivoco? Griswell ocultó la cara entre sus manos, sacudiendo la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a hacer una cosa así? John y yo éramos amigos de la infancia. Le he dicho a usted la verdad. No puedo reprocharle a usted que no me crea. Pero juro por Dios que es la verdad.
La luz volvió a iluminar la abierta cabeza de Branner, y Griswell cerró los ojos. Oyó que Buckner gruñía:
—Creo que le mataron con el hacha que tiene en la mano. Hay sangre y sesos pegados a la hoja, y unos cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso empeora las cosas para usted, Griswell.
—¿Por qué? —gimió Griswell con voz temblorosa.
—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia. Branner no pudo atacarle con ese hacha después de que usted le abrió la cabeza con ella.
La herida es mortal de necesidad. Debió usted arrancar el hacha de su cabeza, clavarla en el suelo y colocar sus dedos alrededor del mango para que pareciera que él le atacaba. Una maniobra muy hábil…, si hubiera utilizado usted otra hacha.
—Pero yo no le maté —gimió Griswell—. No tengo la menor intención de alegar defensa propia.
—Eso es lo que me intriga —admitió Buckner francamente—. ¿Qué asesino sería tan estúpido para contar una historia tan descabellada como la que usted me ha contado para demostrar su inocencia? Cualquier asesino habría inventado una historia que fuera lógica, al menos.
¡Hum! El rastro de sangre procede de la puerta. El cadáver fue arrastrado…, no, no pudo ser arrastrado. El suelo está lleno de polvo y se verían las huellas.
Tuvo usted que transportarle hasta aquí, después de haberle matado en otro lugar. Pero, en ese caso, ¿por qué no hay sangre en sus ropas?
Desde luego, puede usted haberse cambiado la ropa. Pero ese individuo no lleva muerto mucho tiempo.
—Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró Griswell—. Venía a matarme. Supe que venía a matarme cuando le vi acechando por encima de la barandilla.
Descargó el golpe donde yo habría estado, de no haberme despertado. Mire aquella ventana… Está rota: salté a través de ella.
—Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por qué no anda ahora?
—¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para pensar cuerdamente. Temí que se levantara del suelo y saliera en mi persecución.
Cuando oí aquel lobo corriendo detrás de mí, creí que era John que me perseguía… ¡John, corriendo a través de la noche con su hacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza! Sus
dientes castañetearon mientras revivía aquel espantoso horror. Buckner paseó por el suelo el haz luminoso de su linterna.
—Las gotas de sangre proceden del vestíbulo. Vamos. Las seguiremos. Griswell se estremeció.
—Proceden del piso superior —murmuró
Buckner le miraba fijamente.
—¿Teme usted subir al piso, conmigo? El rostro de Griswell estaba gris.
—Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La cosa que mató al pobre John puede estar todavía oculta allí.
—Suba detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo salta sobre nosotros, yo me ocuparé de ello. Pero, por su propio bien, le advierto que disparo con más rapidez de la que emplea un gato en saltar, y que rara vez fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea de atacarme por detrás, olvídela.
—¡No sea estúpido! —exclamó Griswell.
El furor había barrido momentáneamente sus temores, y aquella enojada exclamación pareció tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus protestas de inocencia.
—Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y condenarle sin pruebas. Si es verdad la mitad solamente de lo que me ha contado, ha vivido usted un verdadero infierno y no quiero ser demasiado duro. Pero debe comprender lo difícil que me resulta creerle.
Griswell no respondió, limitándose a indicarle con un gesto que estaba dispuesto a acompañarle arriba. Cruzaron el vestíbulo y se detuvieron al pie de la escalera.
Un rastro de gotas de sangre, claramente visibles en los polvorientos peldaños, señalaba el camino.
—Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó Buckner—. Hay que subir despacio. Tenemos que fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir borraremos estas huellas.
Hay un rastro de pisadas que suben y otras que bajan. Del mismo hombre. Y no son de usted. Branner era un hombre mucho más alto que usted.
Hay gotas de sangre en todo el camino…, sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera posado en ella su mano ensangrentada…, una mancha de algo que parecen…,sesos. Me pregunto…
—Bajaba la escalera, y estaba muerto —se estremeció Griswell—. Agarrándose con una mano a la barandilla, y empuñando con la otra el hacha que le mató.
—Pudieron transportarle —murmuró el sheriff—. Pero, si alguien le transportó, ¿dónde están sus huellas?
Llegaron al rellano superior, un amplio y vacío espacio de polvo y sombras donde las ennegrecidas ventanas rechazaban la claridad de la luna y el haz luminoso de la linterna de Buckner parecía inadecuado.
Griswell temblaba como una hoja. Aquí, en la oscuridad y el horror, había muerto John Branner.
—Alguien silbaba aquí arriba —murmuró—. Igual que las de la escalera; unas van y otras vienen. Las mismas huellas… ¡Judas!
Detrás de él, Griswell ahogó un grito, ya que acababa de ver lo que había provocado la exclamación de Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño, las huellas de las pisadas de Branner se detenían bruscamente y luego daban la vuelta, casi pisando las huellas anteriores. Y en el lugar donde se había detenido había una gran mancha de sangre en el polvoriento suelo…, y otras huellas que llegaban hasta allí, huellas de pies descalzos, pequeños pero de pulgares muy anchos. También aquellas huellas retrocedían a partir de aquel punto. Buckner se inclinó sobre ellas, gruñendo.
—¡ Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar donde se encuentran hay sangre y sesos en el suelo! Aquí mataron a Branner, descargándole un hachazo.
Unos pies descalzos procedentes de la oscuridad se encuentran con unos pies calzados; luego, ambos dan la vuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los descalzos retroceden por el
rellano.
Proyectó la luz de su linterna a lo largo del rellano; las pisadas se desvanecían en la oscuridad, más allá del alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas puertas de otras tantas estancias eran secretos portales de misterio.
—Supongamos que su descabellada historia fuera cierta —murmuró Buckner, medio para sí mismo—. Esas huellas no son de usted. Parecen las de una mujer.
Supongamos que alguien silbó, y Branner subió aquí a investigar. Supongamos que alguien le atacó aquí, en la oscuridad, abriéndole la cabeza.
En tal caso, las huellas hubieran sido tal como son, en realidad. Pero, suponiendo que fuera eso lo que hubiera ocurrido, ¿por qué no se quedó Branner tendido aquí, donde encontró la muerte?
¿Pudo haber vivido el tiempo suficiente para arrancar el hacha de manos del que le asesinó, y bajar la escalera con ella?
—¡No, no! —exclamó Griswell—. Yo le vi en la escalera. Estaba muerto. Ningún hombre podría vivir un minuto después de recibir tal herida.
—Lo creo —murmuró Buckner—. Pero es una locura. O un plan diabólicamente hábil… Sin embargo, ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan tan descabellado para escapar al castigo de su crimen, cuando un simple alegato de defensa propia sería mucho más eficaz.
Ningún tribunal aceptaría esa historia. Bueno, vamos a seguir esas otras huellas. Avanzan por el rellano… ¡Un momento! ¿Qué es esto?
Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que la luz de la linterna empezaba a amortiguarse.
—Esta batería es nueva —murmuró Buckner, y por primera vez Griswell captó una nota de temor en su voz—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí inmediatamente!
La luz se había amortiguado hasta quedar reducida a un débil brillo rojizo. La oscuridad parecía acercarse a ellos, deslizándose con el paso silencioso de un gato. Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a Griswell pegado a sus talones.
En la creciente oscuridad, Griswell oyó un sonido como el de una puerta que se abría lentamente, y al mismo tiempo las negruras que les rodeaban vibraron con una oculta amenaza.
Griswell supo que Buckner experimentaba la misma sensación que le había invadido a él, ya que el cuerpo del sheriff se tensó como el de una pantera dispuesta a saltar.
Pero continuó retrocediendo, sin prisas, luchando contra el pánico que le impulsaba a gritar y a emprender una loca huida. Una terrible idea hizo brotar un sudor helado de su frente.
¿Y si el muerto se estaba deslizando detrás de ellos en la oscuridad, empuñando el hacha ensangrentada presto a descargarla sobre ellos?
Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto de que apenas se dio cuenta de que sus pies alcanzaban el vestíbulo inferior, y sólo entonces descendían, hasta recobrar toda su fuerza.
Pero cuando Buckner proyectó el haz luminoso hacia la parte superior de la escalera, no consiguió iluminar más que oscuridad que colgaba como una tangible niebla sobre el rellano superior.
—Esta maldita linterna estaba embrujada —murmuró Buckner—. La cosa no tiene otra explicación. No puede atribuirse a causas naturales.
—Ilumine la habitación —suplicó Griswell—. Vea si John…, si John está…
No consiguió traducir en palabras su horrible idea, pero Buckner comprendió.
Griswell no habría sospechado nunca que la vista del espantoso cadáver de un hombre asesinado pudiera inspirarle tal sensación de alivio.
—Todavía está ahí —gruñó Buckner—. Si anduvo después de ser asesinado, no ha vuelto a hacerlo desde entonces. Pero, aquella cosa…
Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte superior de la escalera, mordiéndose el labio y rezongando en voz baja. Por tres veces había levantado su revólver.
Griswell leyó en su pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a subir aquella escalera, de medir sus fuerzas con lo desconocido. Pero el sentido común le retenía.
—A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —murmuró—. Y, si subo, la luz volverá a apagarse.
Se volvió hacia Griswell.
—Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo diabólico, y creo que puedo adivinar lo que es. No creo que asesinara usted a Branner. Lo que le asesinó está ahí arriba…, ahora.
En su historia hay muchos puntos que resultan descabellados; pero, ¿acaso no es descabellado que una linterna se apague sin más ni más? No creo que lo que haya allá arriba sea humano.
Hasta ahora, nunca me había asustado la oscuridad, pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga de día. No tardará en amanecer. Esperaremos fuera, en aquella galería.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron al amplio porche. Buckner se sentó en la barandilla, de cara a la puerta de la casa, empuñando su revólver. Griswell tomó asiento junto a él y se reclinó contra los restos de una columna.
Cerró los ojos, acogiendo con placer la leve brisa que parecía refrescar su enfebrecido cerebro. Experimentaba una extraña sensación de irrealidad. Era un forastero en una región desconocida, una región que parecía haberse llenado repentinamente de negro horror.
La sombra del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella sombría mansión yacía John Branner, con la cabeza destrozada…
Como las ficciones de un sueño, aquellos hechos giraban en su cerebro hasta que se fundieron en un crepúsculo gris mientras el sueño se apoderaba compasivamente de su alma.
Despertó a un frío amanecer y al recuerdo de los horrores de la noche. La niebla se arrastraba en jirones por las copas de los pinos. Buckner le estaba sacudiendo.
—¡Despierte! Ya es de día.
Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su rostro aparecía viejo y gris. —Estoy dispuesto. Vamos arriba.
—¡Ya he estado allí! —dijo Buckner, con ojos llameantes—. No quise despertarle. Subí en cuanto amaneció. No encontré nada.
—Pero, las huellas de los pies descalzos… —Han desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí, desaparecido. El polvo del rellano ha sido removido, desde el punto donde terminaban las huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia los rincones.
Ahora no existe ninguna posibilidad de seguir las huellas de nadie. Alguien barrió el polvo mientras estábamos aquí sentados, y no oí ningún sonido.
He recorrido toda la casa. No he visto absolutamente nada.
Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo durmiendo solo en el porche mientras Buckner llevaba a cabo su exploración.
—¿Qué haremos ahora? Aquellas huellas eran mi única posibilidad de demostrar la veracidad de mi historia.
—Llevaremos el cadáver de Branner al Ayuntamiento del condado —respondió Buckner—. Yo explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de la versión que usted puede darles, insistirán en acusarle de asesinato.
Yo no creo que usted matara a Branner…, pero ningún fiscal de distrito, ningún juez ni ningún jurado creería lo que usted me ha contado, ni lo que nos sucedió anoche.
Déjeme manejar este asunto a mi modo. No pienso detenerle a usted hasta que haya agotado todas las demás posibilidades. ”Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo que ha
ocurrido aquí.
Yo me limitaré a informar al fiscal del distrito que John Branner fue asesinado por una persona o personas desconocidas, y que estoy trabajando en el caso.
”¿Está usted dispuesto a regresar conmigo a esta casa y a pasar la noche aquí, en la habitación en la que usted y Branner durmieron anoche?
Griswell palideció, pero respondió con la misma obstinación con que sus antepasados habían expresado su decisión de plantar sus cabañas en las tierras de los pequots:
—Estoy dispuesto.
—Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el cadáver de Branner a su automóvil.
Griswell se estremeció a la vista del ensangrentado rostro de su amigo a la luz grisácea del amanecer. La niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de sus pies mientras transportaban su macabra carga a través de la maleza.


La corza blanca. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?

-Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran.

Mientras esto decía el montero, Constanza, que -así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando al saludo con una bondadosa sonrisa.

Era Esteban un muchacho de diez y nueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros; los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a los crines de un rocín colorado.

Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.

Una vez el zagal respuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a la que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.

Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera.

-Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar: que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.

Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pellica y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.

-Pero, vamos -exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que

amenazaba no concluir nunca-, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.

-A él voy -contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:

-Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.

Hablaba yo esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:

-Pues, hombre, no sé el qué consista en que tú no los topes, pues de nosotros podemos

asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.

-¿Y hacia qué sitio segura el rastro? -pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.

-Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.

No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguirla ninguno.

No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano sin ponderación alguna.

Al decir esto, el mozo instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:

-¡Oh, no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.

-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Constanza hubo concluido-, no que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.

Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo… creedlo, señores, esto es tan seguro como me he de morir… dijo… claro y distintamente estas propias palabras:

“¡Por aquí, por aquí, compañeras, que está ahí el bruto de Esteban!”

Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor, prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo, fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo menos de tomar parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.

El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.

-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó unos de los monteros notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.

-Me sucede una cosa muy extraña -exclamó Esteban-. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.

-¡Bah!… ¡bah!… Esteban -exclamó don Dionís con aire burlón-, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que empiezan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Pater noster y garrotazo.

El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidiose de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.

Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.

Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.

Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.

Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.

La Azucena del Moncayo, llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este

sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.

Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés, del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchóse a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés se lo había preguntado.

El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecinos, y aún el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no se parecía a las demás mujeres.

Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.

-No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato -decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta-. Pero ¿quién dice que en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo-. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, sí yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!

Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo, separóse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.

La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentóse con su hija a la mesa.

-Y Garcés ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.

-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servidores-; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.

En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.

-Perdonadme, señora -exclamó, dirigiéndose a Constanza-, perdonadme si he faltado un

momento a mi obligación; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba el serviros.

-¿En servirme? -repitió Constanza-: no comprendo lo que quieres decir.

-Sí, señora, en serviros -repitió el joven-, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Huberto que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.

-¡Bah!… ¡Bah!. -exclamó Constanza con aire de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los circunstantes-; déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo cómo con el pobre Esteban.

-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros-, yo no me he visto nunca con el diablo, y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.

Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:

-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?

-¡Oh! -exclamó Garcés-: en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.

En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.

Mientras duró la colación prolongóse esta escena, en que la credulidad del joven montero, fue por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría completamente de la empresa.

-¡Qué diantre! -exclamó saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba:- mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban… ¡oh, entonces, cómo he de saborear mi triunfo!

Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.

Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.

A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un buen rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.

Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.

El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por una vertiente, deslizándose desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.

Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.

El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en torno de su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.

Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.

Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.

Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.

Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporándose a medias lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.

En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.

Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.

-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -exclamó Garcés restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas cantaban así:

CORO
«El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.»

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, deteniéndose como a escuchar otras jugueteando entre sí, ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.

Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.

Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.

A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.

Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.

Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.

La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.

Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.

En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónico Garcés.

Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo

suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.

Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.

Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los ojos azules adormidos, aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono, e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.

Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.

La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber donde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de mujeres todas a cual más bellas, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.

Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.

No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su imaginación; porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.

No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a amortiguar la luz de sus pupilas; suyas aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.

En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodía dulcísima.

CORO
«Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, venid en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el techo de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que los que os aman os esperan impacientes.»

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió, desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.

-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero- pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre las manos la mejor presa.

Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:

-Garcés, ¿qué haces? -El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.

-¡Ah! condenado engendro de Satanás -dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible-; pronto has cantado la victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance; y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.

-¡Dios mío! -exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos angustiosos-. ¡Dios mío, si será verdad! Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta, y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer a tierra.

Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.