lunes, 14 de octubre de 2024

Poemas. Tomas Tranströmer (1931-2015)

Visión de la memoria.


Una mañana de junio, demasiado temprano
para despertar, pero tarde para volver a dormirse.

Tengo que salir al verdor que está lleno
de recuerdos, y ellos me siguen con la mirada.

No se ven, se funden totalmente
con el fondo, camaleones perfectos.

Estoy a un paso de oírlos respirar
pero el canto del pájaro ensordece.





Solsticio de invierno. 


Mi ropa irradia
un resplandor azul.
Solsticio de invierno.
Tintineantes panderetas de hielo.
Cierro los ojos.
Hay un mundo sordo,
hay una grieta
por la que los muertos
traspasan la frontera.





Llanura estival. 


Uno ha visto tanto.
A uno la realidad lo ha consumido tanto:
pero al fin, ha llegado el verano:

un gran aeropuerto -el controlador baja
carga tras carga de gente
congelada del espacio.

La hierba y las flores: aquí aterrizamos.
La hierba tiene un jefe verde.
Yo me pongo a sus órdenes.





Las piedras. 


Oigo caer las piedras que arrojamos,
transparentes como cristal a través de los años. En el valle
vuela la confusión de los actos
del instante, vociferantes, de copa
en copa de los árboles, se callan
en un aire más tenue que el presente, se deslizan
como golondrinas desde una cima
a otra de las montañas, hasta
alcanzar las mesetas ulteriores,
junto a las fronteras del ser. Allí caen
todas nuestras acciones
claras como el cristal
no hacia otro fondo
que el de nosotros mismos.





Lamento.


Él dejó la pluma.
Quedó quieta en la mesa.
Quieta en el vacío.
Él dejó la pluma.

¡Demasiado lo que no se puede escribir ni callar!
Está paralizado por lo que sucede muy lejos
aunque la prodigiosa mochila late como un corazón.

Afuera, es el comienzo del verano.
Del verdor llegan silbos -¿personas o pájaros?
Y cerezos en flor que palmean los camiones que llegaron a casa.

Pasan semanas.
Se hace lentamente noche.
Las polillas en la ventana:
pequeños, pálidos telegramas del mundo.





La roca del águila. 


Tras cristal de terrario
los reptiles
extrañamente inmóviles.

Cuelga una mujer ropa
en silencio.
La muerte es calma chicha.

En lo hondo de la tierra
se resbala mi alma
como un cometa, sorda.





Kyrie. 


A veces, mi vida abría los ojos en la oscuridad.
Una sensación como de multitudes ciegas e inquietas,
que pasan por las calles camino de un milagro,
mientras yo, invisible, permanecía inmóvil.

Como el niño que se duerme con miedo
escuchando los pasos pesados del corazón.
Largo tiempo, hasta que la mañana pone sus rayos en la cerradura
y se abren las puertas de la oscuridad.





Haikus.


10
Sol de noviembre...
Mi sombra nada, enorme:
se hace espejismo.


11
Me ve la muerte:
problema de ajedrez.
Ya lo ha resuelto.


25
Zumba la lluvia.
Yo susurro un secreto
para entrar allí.


26
Escena de andén.
Qué extraña esta quietud:
la voz interna.


28
El silencio gris.
Pasa, azul, el gigante.
La brisa del mar.





Elegía.


Abro la primera puerta.
Es una gran habitación soleada.
Un camión pasa por la calle
y hace vibrar la porcelana.

Abro la puerta número dos.
¡Amigos! Vosotros bebisteis la oscuridad
y os hicisteis visibles.

Puerta número tres. Una estrecha habitación de hotel.
Vistas a un callejón.
Un farol que reluce en el asfalto.
El hermoso residuo de las experiencias.





El cielo a medio hacer. 


El desaliento interrumpe su curso.
La angustia interrumpe su curso.
El buitre interrumpe su vuelo.

La luz tenaz se vuelca;
hasta los fantasmas se toman un trago.

Y nuestros cuadros se hacen visibles,
animales rojos de talleres de la Época Glaciar.

Todo empieza a girar.
Andamos al sol por centenares.

Cada persona es una puerta entreabierta
que lleva a una común habitación.

Bajo nosotros, la tierra infinita.

Brilla el agua entre árboles.

La laguna es una ventana a la tierra.





Do Mayor.


Cuando bajó a la calle luego del encuentro amoroso
remolineaba nieve en el aire.
El invierno llegó
mientras yacían juntos.
La noche lucía blanca.
Iba apurado por la alegría.
La ciudad toda se inclinaba.
La sonrisa de los que pasaban
-sonreían todos tras los cuellos subidos.
¡Todo era libre!
Y todas las interrogaciones empezaron a cantar la existencia de Dios.
Eso le pareció.
Liberada, una música
se deslizó a zancadas
por la vertiginosa nieve.
Todo en dirección al Do.
Una brújula trémula apuntando hacia el Do.
Una hora por encima del dolor.
¡Era fácil!
Sonreían todos tras los cuellos subidos.





De Marzo del 79.


Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje,
parto hacia la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!
Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve.
Lenguaje, pero no palabras.


El curioso caso de Benjamin Button. F. Scott Fitzgerald (1896-1940)

Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles. Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.

La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida. A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara, como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión. El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.

—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo. —Y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —La última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!

Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio. El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfuerzo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal. Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.

—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!

Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.

—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...

¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.

—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.

¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.

—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button.

Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las paredes había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.

—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.

—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.

El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba. El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:

—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!

Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante los ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.

La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos...

—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.

II.
—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos veces.
—La sección de bebés está en la parte de atrás.
—Bueno, no creo... No estoy seguro de lo que busco. Es... es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente... excepcionalmente grande.
—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés.
—¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto.
—Aquí mismo.
—Bueno... —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.

Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está... En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.

—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría poner usted!
—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente obedeció. De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de...
—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa... o... o te pegaré.
Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!

El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.

—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.

III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamin Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada. Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamin no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamin, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.

Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamin, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento. El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamin nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.

Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamin se sintió terriblemente ofendido. Benjamin, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamin se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza. Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamin y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamin se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.

Benjamin estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse. Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño. Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.

—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.

No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo. Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.

IV.
No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso. Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado. Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.

—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamin sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Váyase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.

Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.

Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió. Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.

—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!

Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas! A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.

V.
En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos. Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.

—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.

Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna. Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor. La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.

Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
-Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.

Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamin le dio las gracias y se alejó tambaleándose. La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión. Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.

—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.

Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.

—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos... Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta... Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.

Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.

Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente. Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.

—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces...

VI.
Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamin Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamin fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza. Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.

Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin. Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.

VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma. No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores. Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.

Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.

—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.

Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle. En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamin había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamin a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final. La insatisfacción de Benjamin se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famosa carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.

Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.

VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. Hildegarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció. Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.

—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.

Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.

—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguirás siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?

Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamin no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamin se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo. Y, para ahondar la brecha, Benjamin se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.

—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.

Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papás y mamás también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado. Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamin. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad. Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard. Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamin con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamin, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.

IX.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes. Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años. Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad. Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.

En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable. Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.

Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.

—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.

X.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes. Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.

Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente. Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.

—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.

Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianos quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar. Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.

—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adónde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.

El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza. Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, dos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sin uniforme, de vuelta a casa.

XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido. A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo... no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.

Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamin bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamin descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado. Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamin siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.

Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada. Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamin debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.

Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas. No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos... Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.

El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street... Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido. No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días... Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad. Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.


El devorador de fantasmas. H.P. Lovecraft (1890-1937) C.M. Eddy Jr. (1896-1967)

¿Locura? ¡Quisiera poder pensar así! Pero cuando estoy a solas, tras caer la noche, en los desolados lugares a donde me llevan mis vagabundeos, y escucho, cruzando los vacíos infinitos, los ecos demoníacos de esos gritos y gruñidos, y ese detestable crujido de huesos, me estremezco de nuevo con el recuerdo de aquella espantosa noche.

Sabía menos de montería en aquellos días, aunque ya entonces la naturaleza me llamaba tan fuerte como lo hace ahora. Hasta esa noche me había cuidado siempre de contratar un guía, pero las circunstancias me forzaron bruscamente a desenvolverme por mis propios medios. Era mediados del verano en Maine, y a pesar de mi gran necesidad en ir desde Mayfair a Glendale antes del siguiente mediodía, no pude encontrar quien me guiara. A menos que tomase la larga ruta a través de Potowisset, que no me llevaría a tiempo a mi meta, habría de cruzar espesos bosques; pero cada vez que preguntaba por un guía me topé con negativas y evasivas. Forastero como era, me resultaba extraño que cada cual tuviera una rápida excusa. Había demasiados “negocios importantes” en ciernes para un villorrio perdido, y sabía que los lugareños mentían. Pero Todos tenían "deberes imperiosos", o eso decían, y no podían más que asegurarme que la senda a través de los bosques era muy sencilla, corriendo recta hacia el norte y sin la menor dificultad para un mozo vigoroso. Si partía cuando la mañana era aún temprana, aseguraban, podría llegar a Glendale a la puesta del sol y evitar una noche al raso. Aun entonces no sospeche nada. La perspectiva parecía buena, y decidí intentarlo a solas, dejando a los perezosos pueblerinos atrás con sus asuntos. Probablemente podría haberlo intentado aun recelando, porque la juventud es testaruda, y desde la niñez me había reído de supersticiones y cuentos de viejas.

Así, antes que el sol se estuviera en alto, me había encaminado entre los árboles por la trocha serpenteante con el almuerzo en la mano y la automática en el bolsillo y el cinturón repleto de crujientes billetes de gran valor. A juzgar por las distancias que me habían dado y el conocimiento de mi propia velocidad, supuse que llegaría a Glendale un poco después del ocaso; pero sabía que retrasándome durante la noche por algún error de cálculo, tenía suficiente experiencia en acampada como para no amilanarme. Además, mi presencia en el punto de destino no era verdaderamente necesaria hasta el mediodía siguiente. Era el clima lo que amenazaba mis planes. El sol, conforme subía abrasaba aún a través de lo más espeso del follaje, consumiendo mis energías a cada paso. A mediodía, mis ropas estaban empapadas de sudor y me sentí flaquear a pesar de toda mi resolución. Al internarme más profundamente obstruido y en muchos puntos casi bloqueado por la maleza. Debían haber pasado semanas quizás meses desde que alguien atravesara aquella ruta, y comencé a preguntarme si, después de todo, podría cumplir mi programa. A fin, sintiéndome verdaderamente famélico, busqué la zona más profunda de sombra que pude encontrar y procedí a almorzar el tentempié que el hotel me había preparado.

Eran algunos sándwiches insípidos, un pedazo de pastel rancio y una botella de vino muy flojo; aun no siendo un suntuoso festín, fue bastante bienvenido por alguien en mi estado de acalorado agotamiento. Hacía demasiado calor para que el fumar fuera gratificante, así que no saqué mi pipa. En cambio, cuando hube acabado mi comida me tumbé a lo largo bajo los árboles, tratando de reposar un rato antes de emprender la última etapa de mi camino. Supongo que fui un estúpido por beber ese vino, porque, flojo como era, fue bastante para rematar el trabajo que bochornoso y opresivo día había comenzado. Mi plan consistía en una simple y momentánea relajación, pero, con apenas un bostezo de aviso, caí en un profundo sueño.

II.
Cuando abrí los ojos, el crepúsculo se cerraba a mi alrededor. Un viento acariciaba mis mejillas, devolviéndome rápidamente mi pleno sentido y mientras ojeaba al cielo vi con aprensión que apresuradas nubes negras estaban creando un sólido muro de oscuridad, indicio de violenta tormenta. Ahora sabía que no podría llegar a Glendale antes de la mañana, pero la perspectiva de una noche en los bosques mi primera noche de acampada solitaria en la espesura parecía muy repugnante bajo esas especiales condiciones. En un instante resolví avanzar durante un rato al menos, con la esperanza de encontrar algún cobijo antes que la tempestad se desencadenara. La oscuridad se extendía sobre los bosques como un pesado manto. Las nubes bajas se tornaban aún más amenazadoras, y el viento arreciaba a un verdadero vendaval. El relámpago de un distante rayo iluminó el cielo, seguido de un ominoso retumbar que parecía esconder algún maligno propósito. Entonces sentí una gota de lluvia sobre mi mano tendida y, todavía caminando automáticamente, me resigné a lo inevitable. Otro momento y había visto el resplandor, la luz de una ventana a través de árboles y oscuridad. Pendiente de tan sólo refugiarme, me apresuré hacia allí… ¡Quisiera Dios que me hubiera dado la vuelta y huido! Había una especie de claro imperfecto, en cuya parte más alejada, con su zaga contra el bosque primitivo, se levantaba una construcción. Había esperado encontrar una choza o una cabaña, pero me detuve sorprendido cuando divisé una casita limpia y de buen gusto con tejado de dos vertientes, de unos 70 años de antigüedad a juzgar por su arquitectura, aunque todavía en un estado de conservación que demostraba la atención más celosa y civilizada. A través de los pequeños paneles de una de las ventajas inferiores brillaba una intensa luz, y hacia ella azuzado por el impacto de otra gota de lluvia me apresuré cruzando el claro, aporreando ruidosamente las puertas tan pronto como alcancé las escaleras.

Con prontitud, mis golpes tuvieron respuesta en una voz profunda y agradable que pronunció una sola palabra:

-¡Adelante!

Empujando la puerta desatrancada, entré en un penumbroso salón alumbrado desde un zaguán abierto a la derecha, más allá del cual había una habitación atestada de libros con la ventana iluminada. Mientras cerraba la puerta exterior a mi espalda, no pude por lo menos que reparar en un extraño aroma en la casa; un perfume débil, elusivo, casi definible que de alguna forma sugería animales. Mi anfitrión, supuse, debía ser un trampero que regentaba sus negocios allí mismo. El hombre que había hablado se sentaba en una amplia butaca junto a una mesa central de mármol, con su forma enjuta envuelta en una larga bata gris. La luz de una poderosa lámpara de petróleo resaltaba sus facciones agudas y afeitadas; con lustroso y fino cabello largo y bien peinado; regulares cejas castañas que se unían en ángulo inclinado sobre la nariz; orejas bien formadas, emplazadas abajo y atrás en la cabeza; y amplios y expresivos ojos grises, casi luminosos en su interés. Al sonreír una bienvenida, mostró un magnífico juego de firmes dientes blancos, y mientras me señalaba una silla con un ademán, me percaté de la delgadez de sus delicadas manos, con largos y ahusados dedos de rojizas y almendradas uñas ligeramente curvas y exquisitamente manicurazas. No podía menos de preguntarme por qué un hombre de tan avasalladora personalidad podría elegir la vida de recluso.

-Perdón por la intromisión -me excusé-. Pero estoy tratando de llegar a Glendale antes de la mañana, y una tormenta me hizo buscar un refugio.

Como corroborando mis palabras, en este momento llegó un intenso relámpago, una reverberación chasqueante y la primera descarga de un aguacero torrencial que batía demencialmente contra las ventanas. Mi anfitrión, que parecía ajeno a los elementos, me dedico otra sonrisa al responder. Su voz era entonada y bien modulada, y sus ojos mostraban un serenidad casi hipnótica.

-Sea bienvenido a la hospitalidad que yo pueda ofrecerle, aunque me temo que no sea mucha. Tengo una pierna tullida, por lo que tendrá que hacerse cargo. Si tiene hambre, encontrará abundancia en la cocina… ¡abundancia de comida, no de ceremonia!

Creí detectar una levísima traza de acento extranjero en su tono, aunque su lenguaje era fluido e idiomáticamente correcto. Alzándose a impresionante altura, se dirigió hacia la puerta con largos y renqueantes pasos y me percaté de los brazos inmensos y velludos que colgaban a cada lado, en curioso contraste con sus delicadas manos.

-Venga -invitó-. Traiga la lámpara con usted. Puedo sentarme igual de bien en la cocina que aquí.

Le seguí al salón y a la habitación de más allá, y en esa dirección descubrí el montón de leña en la esquina y el aparador del muro. Unos instantes más tarde, mientras el fuego brincaba alegremente, le pregunté si no debería preparar comida para dos; pero él declinó cortésmente. Hace demasiado calor para cenar me dijo además, he tomado un bocado antes que usted llegara. Tras lavar los platos dejados por mi solitario refrigerio, me senté un rato, fumando satisfecho mi pipa. Mi anfitrión formuló unas pocas preguntas sobre los poblados vecinos, pero cayó en un sombrío mutismo cuando supo que era un forastero. Mientras guardaba silencio, no pude menos que sentir una calidad de extraño en el, un algo insólito y soterrado que a duras penas podía ser analizado. Estaba casi seguro, por otra parte, que yo era tolerado a causa de la tormenta, más que ser bienvenido con genuina hospitalidad. En lo que respecta a la tormenta, parecía haberse agotado.

Fuera, ya había clareado puesto que había una luna llena entre las nubes y la lluvia había menguado hasta una simple llovizna. Quizás, pensé, podría completar mi viaje después de todo; una idea que insinué a mi anfitrión.

-Mejor aguardar hasta mañana -insistió-. Dice que está pensando ponerse en marcha y hay sus buenas tres horas hasta Glendale. Tengo dos alcobas arriba, y es usted bienvenido a una si quiere quedarse.

Había tal sinceridad en su invitación que disipaba cualquier duda que pudiera haber tenido acerca de su hospitalidad, y decidí que su silencio era el resultado del largo aislamiento de sus semejantes en estas soledades. Tras permanecer sentado sin proferir palabra durante el tiempo que tardé en fumar tres pipas, finalmente comencé a bostezar.

-Ha sido un día mas bien agotador para mí -admití-. Y creo que sería mejor que me fuera a la cama. Debo levantarme al alba, ya sabe, y retomar mi camino.

Mi anfitrión agitó el brazo hacia la puerta, a través de la que podía ver el salón y las escaleras.

-Venga -me indicó-. Lleve la lámpara con usted. Es la única que tengo, pero no me importa sentarme en la oscuridad, la verdad. La mitad del tiempo no la enciendo, cuando estoy solo. El petróleo es difícil de conseguir aquí y voy raramente al pueblo. Su alcoba es la de la derecha, al final de las escaleras.

Tomando la lámpara, y volviéndome en el salón para desearle buenas noches, pude ver sus ojos relucir, de una forma parecida a la fosforescencia, en la oscurecida estancia que había abandonado; durante un momento pensé en la jungla y en los círculos de ojos que a veces fulguran justo más allá del radio de la hoguera. Luego, subí las escaleras. Mientras alcanzaba el segundo piso, pude escuchar a mi anfitrión renqueando por el salón hacia la habitación de abajo y comprendí que se movía con seguridad de búho a pesar de la oscuridad. Verdaderamente, tenía poca necesidad de lámpara. La tormenta había acabado, y al entrar en la habitación asignada la descubrí iluminada por los rayos de la luna llena que caían sobre la cama desde la ventana sin cortinas orientada hacia el sur. Apagando la lámpara y sumiendo la casa en la oscuridad a excepción de los rayos de la luna, olfateé un punzante olor que se imponía sobre el aroma del queroseno…el olor casi animal que había notado al entrar en el lugar. Crucé hasta la ventana y la abrí de par en par, inspirando profundamente el fresco y limpio aire nocturno.

Cuando comenzaba a desvestirme me detuve casi instantáneamente, reparando en el cinturón de dinero, aún situado sobre mi cintura. Quizás, reflexioné, convenía no ser imprudente o descuidado, ya que había leído acerca de hombres que aguardaban solo una ocasión para robar o incluso dar muerte a los extraños en el interior de sus moradas. Así, colocando las ropas de cama para hacerlas parecer a una figura dormida, alcance la única silla de la estancia entre las envolventes sombras, cargando y encendiendo de nuevo mi pipa, y tomando asiento para descansar o vigilar, según lo requiriera la ocasión.

III.
No podía llevar mucho rato sentado cuando mis sensibles oídos captaron el sonido de pisadas subiendo las escaleras. Todos los viejos cuentos sobre anfitriones ladrones vinieron a mi cabeza, pero otro instante de escucha reveló que las pisadas eran francas, fuertes y descuidadas, sin atisbos de disimulo; mientras que los pasos de mi anfitrión, por lo que había oído desde el final de las escaleras, eran zancadas blandas y renqueantes. Apagando las brasas de mi pipa, la puse en mi bolsillo. Después, empuñando y teniendo mi automática, me levanté de la silla y caminé de puntillas por la estancia, agazapándome tensamente en un punto desde el que podía cubrir la puerta. Ésta se abrió, y en el pozo de luz lunar entró un hombre que nunca había visto. Alto, de anchas espaldas y distinguido, con el rostro medio tapado por la espesa barba cuadrada y el cuello cubierto con una gran pieza de tela negra, de un corte tan obsoleto en América que le señalaba, indudablemente, como extranjero.

Cómo había entrado en la casa sin que me apercibiera es algo fuera de mi entendimiento, no pudiendo creer ni por un instante que estuviera oculto en la otra alcoba del salón abajo. Mientras le observaba pensativamente bajo engañosos rayos de luna, me pareció que podía ver directamente a través de la robusta forma; pero quizás esto sólo fue una ilusión derivada de mi repentina sorpresa. Percatándose del desarreglo de la cama, pero desdeñando evidentemente la fingida ocupación, el extranjero musitó algo para sí mismo en una lengua extraña y procedió a desnudarse. Lanzando sus ropas a la silla que había desocupado, se metió en la cama, se arropó y en uno o dos segundos estaba resollando con la regular respiración de alguien profundamente dormido. Mi primer pensamiento fue buscar a mi anfitrión y pedirle una explicación, pero un segundo más tarde decidí que sería mejor asegurarse que tal incidente no es una secuela de mi sueño de borracho en los bosques. Aún me sentía flojo, desmayado y, a despecho de mi reciente cena, estaba tan hambriento como si no hubiera comido nada desde el almuerzo del mediodía. Crucé hacia la cama y la alcancé, asiendo el hombro del durmiente. Enseguida, lanzando un ahogado grito de miedo enloquecido y atónito estupor, retrocedí con pulso palpitante y ojos desorbitados. ¡Puesto que mis dedos engarfados habían pasado directamente a través del durmiente, alcanzado únicamente las sábanas de debajo!

Un análisis completo de mis sensaciones enervadas y confundidas sería inútil. El hombre era intangible, aun cuando todavía podía verle, escuchar su respiración regular y observar su figura medio envuelta de lado bajo las sábanas. Y entonces, mientras estaba a punto de creerme loco o bajo hipnosis, escuche otras pisadas en las escaleras blandas, almohadilladas, perrunas, pisadas cojeantes, tamborileando hacia arriba, arriba, arriba… Y otra vez el punzante olor animal, ahora con redoblada intensidad. Aturdido y alucinado, me arrastré una vez más tras la protección de la puerta abierta, estremecido hasta la médula, pero ya resignado a cualquier destino conocido o desconocido. Entonces, en ese pozo de fantasmal luz lunar, irrumpió la enjuta forma de un gran lobo gris. Cojo, según pude ver, pues una de las patas traseras se mantenía en el aire, como herida por algún tiro perdido. La bestia giró la cabeza en mi dirección, y la pistola resbaló de mis temblorosos dedos resonando sordamente contra el suelo.

La ascendente sucesión de horrores había paralizado rápidamente mi voluntad y conciencia, porque los ojos que ahora fulguraban mirándome desde esa cabeza infernal eran los fosforescentes ojos grises de mi anfitrión, tal y como me habían observado a través de la oscuridad de la cocina. Ni siquiera sé si me vio. Los ojos fueron desde mi dirección hacia la cama y contemplaron con glotonería al espectral durmiente. Luego, la cabeza se echo atrás, y de esa demoníaca garganta brotó el más espantoso ulular que haya oído jamás; un aullido ronco, nauseabundo, lobuno, que casi hizo detenerse a mi corazón. La forma en la cama se removió, abrió los ojos y se encogió ante la vista. El animal se agachó de forma estremecedora, y entonces mientras la etérea figura lanzaba un grito de mortal angustia humana y terror que ningún espectro de leyenda podría falsificar saltó directo hacia la garganta de su víctima, con los blancos y firmes dientes reluciendo a la luz de la luna mientras se cerraban sobre la yugular del vociferante fantasma. El gritó terminó con un gorgoteo ahogado en sangre y los espantados ojos humanos se vidriaron. Aquel grito me impulsó a la acción, y en un segundo había recuperado mi automática y vaciado el cargador en la monstruosidad lobuna ante mí. Pero escuché el impacto de cada bala mientras se enterraba en el muro opuesto sin encontrar resistencia. Mis nervios cedieron. El terror ciego me lanzó hacia la puerta y me hizo mirar atrás para ver que el lobo había hundido sus dientes en el cuerpo de su víctima. Entonces llegó aquella impresión sensorial culminante y el arrollador pensamiento derivado. Era el mismo cuerpo que yo había atravesado con la mano momentos antes… pero mientras me abalanzaba por esa negra escalera de pesadilla pude escuchar el astillarse de los huesos.

IV.
Cómo encontré el camino de Glendale o cómo conseguí atravesarlo, supongo que jamás lo sabré. Sólo sé que el alba me encontró en la colina al límite de los bosques, con la escarpada población bajo mis pies y la cinta azul del Cataqua centellando en la distancia. Destocado, sin chaqueta, con el rostro tiznado y empapado de sudor, como sí hubiera pasado la noche bajo tormenta, renuncié a entrar en el pueblo hasta recobrar un poco, al menos, la compostura. Al fin emprendí camino colina abajo por las estrechas calles empedradas de portales coloniales, hasta llegar a la casa Lafayette, cuyo propietario me miró intrigado.

-¿De dónde vienes tan temprano, hijo? ¿Cómo traes esa facha?
-Acabo de llegar atravesando los bosques desde Mayfair.
-¿Has venido… a través de los bosques del Diablo…esta noche…y…solo?

El anciano me dedicó una indispuesta mirada mezcla de horror e incredulidad.

-¿Por qué no -repuse-?. No podría haberlo hecho a tiempo por el Potowisset, y debía estar aquí a mediodía, lo más tardar.
-¡Y esta noche hubo luna llena!… ¡Dios mío! ¿Viste algo de Vasili Oukranikov o el Conde?
-¿Oiga, tengo cara de tonto? ¿Qué quiere… reírse de mí?

Pero su tono fue tan grave como el de un sacerdote al replicar:

-Debes ser nuevo por aquí, hijito. Si no, sabrías todo acerca de los bosques del Diablo, la luna llena, Vasili y el resto.

Me sentí algo atontado, aunque sabía que no debía mostrarme demasiado serio tras mis primeras afirmaciones.

-Vamos…sé que se muere por contármelo. Soy como un burro… todo orejas.

Entonces contó la leyenda a su manera seca, despojándola de vitalidad y credibilidad por falta de colorido, detalles y atmósfera. Pero yo no necesitaba de la vitalidad o credibilidad que cualquier poeta pudiera haber dado. Rememorar lo que había presenciado y recordar que no había oído el cuento hasta después de haber tenido la experiencia y huido del terror de aquellos fantasmales huesos astillándose.

-Antes había unos pocos rusos instalados entre aquí y Mayfair…llegaron tras uno de aquellos follones nihilistas, allá en Rusia. Vasilli Oukranikov era uno de ellos… un tío alto, delgado y bien plantado con brillante pelo rubio y modales encantadores. Pero se decía que era un sirviente del demonio… un hombre lobo y un devorador de hombres. Se edificó una casa en los bosques, como a un tercio del camino entre esto y Mayfair, y allí vivió solo. De vez en cuando llegaba un viajero de los bosques con algún cuentecillo extraño acerca de haber sido perseguido por un gran lobo con relucientes ojos humanos… como los de Oukranikov. Una noche, alguien le pego un tiro al lobo, y la siguiente vez que el ruso vino a Glendale cojeaba. Eso encajaba todo.

Ya no eran simples sospechas, sino hechos probados. Entonces mandó a Mayfair por el Conde su nombre era Feodor Tchernevshy y había comprado la vieja casa Fowler de tejado a dos aguas en State Street para que acudiera a verle. Todos previnieron al Conde, que era un buen hombre y un esplendido vecino, pero él dijo que sabía cuidar de sí mismo. Era la noche de luna llena. Era valiente como él solo, y cuanto hizo fue pedir a algunos de sus hombres, que tenía cerca del lugar, que le siguieran a casa de Vasili si no volvía en un plazo prudencial. Así lo hicieron…y me dices, hijito, ¿Qué has estado cruzando esos bosques de noche?

-Ya le digo que sí -traté de no parecer un embustero-. No soy ningún conde, y ¡heme aquí para contarlo!… pero, ¿Qué encontraron los hombres en casa de Oukranikov?
-Encontraron el cuerpo destrozado del Conde, hijito, y un fibroso lobo gris agazapado sobre él con fauces ensangrentadas. Puedes suponer lo que era el lobo. Y se cuenta que cada luna llena… ¿pero hijito, no viste ni oíste nada?
-¡Nada, hombre! Y Dígame, ¿qué pasó con el lobo…o Vasili Oukranikov?
-¡Toma! lo mataron, hijo… lo llenaron de plomo y lo enterraron en la casa, y luego prendieron fuego al lugar… sabe que esto fue hace sesenta años, cuando yo era un crío, aunque lo recuerde como si fuera ayer.

Me volví con un encogimiento de hombros. Todo eso sonaba demasiado extraño, estúpido y artificial a plena luz del día. Pero, a veces, cuando estoy a solas tras la caída de la noche en lugares desiertos y escucho los ecos demoníacos de esos gritos y bramidos, y ese detestable crujir de huesos, vuelvo a estremecerme con el recuerdo de aquella espantosa noche.


El dedo medio del pie derecho. Ambrose Bierce (1842-1914)

Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.

En primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo lentamente - una circunstancia en sí mismoa que alguien con juicio no se atreverá a ignorar. Está a poca distancia de la parte más solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la población masculina de la región ha expresado de la manera común en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso superior. Hierbas y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección, parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar. En pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en las columnas del periódico Advance, "la proposición de que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión lógica de las premisas". El hecho de que en esta morada el señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado del lugar para los fenómenos sobrenaturales.

A esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el vehículo. "Venga", dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los otros se alejaban en dirección de la casa - "éste es el lugar".

El aludido no se movió. "¡Por Dios!", dijo rudamente, "este es un truco, y me parece que ustedes están involucrados".

"Quizá lo estoy", dijo el otro, mirándolo directo a la cara y hablando en un tono que contenía algo de desprecio. "Recordará usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los fantasmas - ".

"No tengo miedo de nada", interrumpió el hombre con otro juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros en la puerta, que uno de ellos ya había abierto cou algo de dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras. Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz. Abrió después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo. Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo, que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la estructura.

Se veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente espectacular - podría calificarse de sensacional. Era de mediana edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros. Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante. Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley, salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del hombre parecía acentuarse por una palidez innatural - parecía no tener sangre.

La apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía. Ambos se evitaban mutuamente la mirada.

"Caballeros", dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves, "creo que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?".

El hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y sonrió.

"¿Y usted, señor Grossmith?".

El hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.

"Me harán el favor de quitarse sus abrigos".

Sus sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela asintió con la cabeza, y el cuarto hombre - el que había urgido a Grossmith a salir del carruaje - sacó del bolsillo de su gabardina dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus fundas de cuero.

"Son exactamente iguales", dijo, presentando uno a cada uno de los protagonistas - pues a estas alturas hasta el observador más lento habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a muerte.

Cada combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla levantada. Sus personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de su rival.

"Si le place, señor Grossmith", dijo el hombre que sostenía la luz, "se colocará en esa esquina".

Señaló al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta, hacia donde Grossmith se dirigió después de que se segundo se despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó, uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad. Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.

"Caballeros", dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada condición que afectaba a las relaciones de los sentidos - "caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la puerta exterior".

Se escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que estremeció al edificio entero.

Pocos minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras, estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje mientras pasabe frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un experto. La historia (en conexión con los sucesos del día siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el privilegio quedó sin reclamar.

II.
Los eventos que llevaron a este "duelo en la oscuridad" fueron de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel, fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento con su propia compañía - o, como el personal del Advance lo expresó, "muy adicto a las compañías malignas". Pero también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto rechazo al intentar hacer una "entrevista".

"Odio cualquier tipo de deformidad en una mujer", dijo King, "ya sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto físico tiene su correspondiente defecto mental y moral".

"Infiero entonces", dijo Rosser gravemente "que una dama que carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por convertirse en la señora King una ardua empresa".

"Por supuesto que puedes ponerlo así", fue la respuesta; "pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean, pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi vida, y la habría hecho miserable a ella".

"En cambio", dijo Sancher, con una ligera risa, "al casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una garganta cercenada".

"Ah, sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en una mujer, el dedo medio del pie derecho".

"¡Miren a ese tipo!", dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el extraño.

Ese tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.

"¡Maldita sea su impudencia!", murmuró King, "¿qué debemos hacer?".

"Eso es fácil", replicó Rosser, levantándose. "Señor", continuó, dirigiéndose al extraño, "creo que sería mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de caballeros es claramente una situación poco familiar para usted".

El hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su cara pálida de rabia. Todos estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.

"Eres apresurado e injusto", le dijo a Rosser; "este caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje".

Pero Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.

"Demando la satisfacción que merece un caballero", dijo el extraño, que se había tranquilizado. "No tengo ningún conocido en esta región. Quizá usted, señor", haciendo una reverencia a Sancher, "será tan amable de representarme en este asunto".

Sancher aceptó la confianza - algo renuente, debe confesarse, pues la apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto. King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una parte más común de la vida en en suroeste de lo que probablemente volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de "caballerosidad" que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran posibles tales encuentros es algo que veremos.

III.
En el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente, su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y alegre exhuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas. Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna. Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo sobrenatural.

Tal era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular presteza en su obediencia a la orden.

Abriendo sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo interés en sus propios actos, el comisario después abrió una puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al parecer vacío- no conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una figura humana - la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no había otro objeto en la habitación.

En el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisada cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó fijamente el distorsionado rostro. "¡Dios misericordioso!", gritó repentinamente. "!Es Manton!".

"Tiene razón", dijo King, que claramente intentaba mantener la calma: "Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y cabello largo, pero este es él".

Podría haber agregado: "Lo reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje sólo en camisa - durante todas las despreciables acciones supimos con quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!".

Pero nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente perecido de puro terror por algo que vio - circunstancias todas que la perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con claridad.

Debatiéndose en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno al penderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con terror. En el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo - dirigiéndose desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton, había tres líneas paralelas de pisadas - ligeras, pero definidas impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en una actitud de total atención, horriblemente pálido.

"¡Miren eso!", gritó, señalando con ambas manos a la pisada más cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había detenido y permanecido en pie. "Falta el dedo medio del pie - ¡era Gertrude!".

Gertrude era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.