sábado, 10 de mayo de 2025

En el metro. E.F. Benson (1887-1940)

Es una convención, y no muy convincente —dijo alegremente Anthony Carling—. ¡el tiempo! En realidad el Tiempo no existe; no tiene una existencia real. El Tiempo no es más que un punto infinitesimal de la eternidad, de la misma manera que el Espacio es un punto infinitesimal del infinito. Como máximo el Tiempo es una especie de túnel a través del cual acostumbramos a creer que estamos viajando. Hay un estruendo en nuestros oídos y una oscuridad en nuestros ojos que hace que nos parezca real. Pero antes de que entráramos en el túnel existíamos eternamente en una luz del sol infinita, y cuando hayamos pasado por él volveremos a existir en una luz solar infinita. Entonces, ¿por qué vamos a molestarnos por la confusión, el ruido y la oscuridad que sólo nos acompañan durante un momento?

Para ser alguien que creía tan firmemente en ideas inconmensurables como ésas, que iba marcando con enérgicas aplicaciones del atizador a las magníficas chispas e incandescencias del fuego, Anthony tenía una manera muy agradable de apreciar lo finito y mensurable, y no he conocido a nadie que tuviera tanto entusiasmo por la vida y sus placeres. Aquella noche nos había dado una cena admirable, nos había ofrecido un oporto que estaba más allá de toda posible alabanza, y había iluminado aquellas alegres horas con la luz de su contagioso optimismo. Después el pequeño grupo se había ido deshaciendo y me había quedado a solas con él junto a la chimenea de su estudio. En el exterior se oía sobre los cristales de las ventanas el repiqueteo del aguanieve impulsado por el viento, que se elevaba de vez en cuando por encima del aleteo de las llamas del hogar, y el pensar en las ráfagas heladas y el pavimento cubierto de nieve de Brompton Square, sobre el que se habían ido a toda prisa todos los demás invitados montándose en taxis deslizantes, hacía que mi posición, al permanecer allí hasta la mañana siguiente, resultara más delicadamente deliciosa. Por encima de todo estaba aquel compañero estimulante y sugerente, quien tanto si hablaba de importantes abstracciones, que para él eran tan intensamente reales y prácticas, como si lo hacía de las notables experiencias que había tenido entre aquellas convenciones del Tiempo y el Espacio, resultaba igualmente fascinante para quien le oía.

—Adoro la vida —me dijo—. Me resulta el juego más encantador. Es un deporte delicioso; y bien sabe usted que la única manera concebible de practicar un deporte es tomárselo con seriedad extremada. Si se dice a sí mismo que sólo es un deporte, deja de tener el más ligero interés por él. Tiene que saber que sólo es un juego, y comportarse como si fuera el único objetivo de la existencia. Me gustaría seguir en él durante muchos años. Pero además uno tiene que estar todo el tiempo viviendo en el plano auténtico, que es la eternidad y el infinito. Si piensa en ello, lo único que la mente humana no es capaz de captar es lo finito, no lo infinito; lo temporal, no lo eterno.

—Eso parece bastante paradójico —intervine yo.
—Pero sólo porque se ha habituado a pensar en las cosas que parecen limitadas.

Examine la cuestión directamente durante un minuto. Intente imaginar el Tiempo y el Espacio finitos y se dará cuenta de que le es imposible. Retroceda un millón de años, y multiplique ese millón por otro millón, y se dará cuenta de que no le es posible concebir un principio. ¿Qué sucedió antes de ese principio? ¿Otro principio, y otro más? ¿Y antes de eso? Examínelo así y comprenderá que la única solución que puede comprender es la existencia de una eternidad, algo que nunca comenzó y nunca terminará. Lo mismo sucede con el Espacio. Proyéctese a la estrella más lejana: ¿qué hay más allá de ella? ¿El vacío? Avance a través del vacío y no podrá imaginar que es finito y que tiene un final.

Tiene que seguir avanzando eternamente: eso es lo único que puede usted entender. ¡No existe nada semejante al antes o el después, o al principio o el final, y que cómodo resulta tal cosa! Sentiría una inquietud mortal si no existiera el enorme y mullido cojín de la eternidad sobre el que reclinar la cabeza. Algunas personas dicen —y creo habérselo oído decir a usted mismo— que la idea de la eternidad resulta fatigosa; siente que desea que se detenga. Ello se debe a que piensa en la eternidad en los términos de Tiempo; y a que en su cerebro musita: «¿Y después de eso, y después?» No capta la idea de que en la eternidad no existe ningún «después», como tampoco hay ningún «antes». Todo es uno. La eternidad no es una cantidad: es una cualidad.

A veces, cuando Anthony habla de esa manera, me parece captar una intuición de eso que para su mente es tan transparentemente claro y tan sólidamente real; pero en otras ocasiones (por no tener un cerebro que se represente con facilidad las abstracciones) me siento como si me estuviera empujando a un precipicio, y mis facultades intelectuales se aferran salvajemente a cualquier cosa tangible o comprensible. Eso era lo que sucedía en ese momento y le interrumpí precipitadamente.

—Pero sí hay un «antes» y un «después» —dije—. Hace unas horas nos ofreció usted una cena admirable, y después —sí, después—jugamos al bridge. Y ahora me va explicar las cosas con un poco más de claridad, y después nos iremos a la cama...
Anthony se echó a reír.
—Hará usted exactamente lo que le plazca, pero no será un esclavo del Tiempo ni esta noche ni mañana por la mañana. Ni siquiera mencionaremos una hora para el desayuno, pero lo tomará durante la eternidad siempre que despierte. Y como veo que todavía no es medianoche, nos saltaremos los límites del Tiempo y hablaremos infinitamente. Pararé el reloj, si eso le ayuda a liberarse de su ilusión, y le contaré una historia que personalmente me parece que demuestra lo irreales que son las llamadas realidades; o al menos lo falaces que son nuestros sentidos en cuanto que jueces de lo que es real y de lo que no lo es.
—¿Algo oculto, escalofriante? —le pregunté abriendo bien los oídos, pues Anthony tenía las más extrañas clarividencias y visiones de cosas que el ojo normal no percibía.
—Supongo que podrá decir que es oculto en parte, aunque está mezclado con una determinada cantidad de realidad bastante sombría.
—Excelente combinación; prosiga —le dije.
Añadió un nuevo leño al fuego.
—Es una larguísima historia, y puede usted detenerme cuando considere que ya es suficiente. Pero habrá un momento en el que le exigiré su consideración. Usted, tan aferrado a sus «antes» y «después», ¿se le ha ocurrido pensar lo difícil que es decir cuándo se produce un incidente? Supongamos que un hombre comete un delito violento, ¿no podemos decir, con una gran dosis de verdad, que realmente comete ese crimen cuando lo planea y decide, pensando en él con entusiasmo? El momento real de la comisión del delito, podríamos afirmar razonablemente, es una simple consecuencia material de su resolución: es culpable cuando toma esa determinación. Por tanto, ¿cuándo tiene lugar realmente el crimen en los términos del «antes» y el «después»? Hay también en mi historia otro punto que deberá considerar. Parece cierto que tras la muerte del cuerpo el espíritu de un hombre es obligado a representar dicho crimen, supongo que podríamos conjeturar que con la idea de sentir remordimientos y llegar finalmente a la redención. Los que tienen una segunda visión han visto esas representaciones. Quizás en esta vida cometiera su acto ciegamente; pero luego su espíritu vuelve a cometerlo con los ojos espirituales abiertos, siendo capaz de entender su enormidad. ¿Podemos considerar entonces la determinación original del hombre y la comisión material del crimen tan sólo como preludio de su comisión real, cuando lo hace con los ojos del espíritu abiertos arrepintiéndose de ello...? Todo eso parece muy oscuro cuando hablamos de ello en abstracto, pero creo que entenderá lo que quiero decir si sigue usted mi relato. ¿Está cómodo? ¿Tiene todo lo que necesita? Pues entonces vamos a ello.

Se arrellanó en el asiento, concentró la mente y empezó a hablar:

—La historia que voy a contarle se inició hace un mes, cuando se encontraba usted en Suiza. Llegó a su conclusión, o así lo imagino, anoche mismo. En cualquier caso no espero volver a experimentarla más. Pues bien, hace un mes regresé tarde a casa, habiendo cenado fuera, una noche muy húmeda. No encontraba ningún taxi y me apresuré bajo una lluvia muy fuerte hasta la estación de metro de Piccadilly Circus, considerándome muy afortunado de poder coger el último tren en esta dirección. En el vagón al que subí sólo había otro pasajero sentado junto a la puerta inmediatamente opuesta a mí. Que yo sepa nunca le había visto antes, pero mi atención se fijó vivamente en él, como si de alguna manera me interesara. Era un hombre de mediana edad, vestido de etiqueta, y su rostro mantenía una expresión de pensamiento intenso, como si mentalmente estuviera considerando algún asunto muy significativo, mientras su mano, que reposaba sobre las rodillas, se cerraba y abría. De pronto alzó la vista y me miró fijamente, y pude ver que había en él sospecha y miedo, como si yo le hubiera sorprendido en algún acto secreto.

En ese momento nos detuvimos en Dover Street, el revisor abrió las puertas, anunció la estación y añadió: «Cambio para Hyde Park Comer y Gloucester Road». Eso estaba bien para mí, por cuanto que significaba que el tren se detendría en Brompton Road, que era mi destino. Aparentemente también era lo correcto para mi compañero, pues no salió del vagón, y tras la parada, en la que no subió nadie en el vagón, nos pusimos en marcha. Debo insistir en que le vi después de que las puertas se hubieran cerrado y el tren hubiera arrancado. Pero cuando volví a mirar vi que no había nadie allí. Me encontraba absolutamente solo en el vagón.

Quizás esté pensando que había tenido uno de esos sueños rápidos y momentáneos que entran y salen como una centella de la mente en el espacio de un segundo, pero no creo que fuera así, pues sentí que había experimentado una especie de premonición o visión clarividente. Un hombre, cuya apariencia, cuerpo astral o como quiera denominarlo acababa de ver, se sentaría alguna vez frente a mí meditando y planeando.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué pensó que había visto el cuerpo astral de un hombre vivo? ¿Por qué no el fantasma de un muerto?
—Por la sensación que tuve. La visión del espíritu de un muerto, que he tenido en dos o tres ocasiones en mi vida, se acompaña siempre de un miedo y encogimiento físico, y por una sensación de frío y de soledad. En cualquier caso creí haber visto el fantasma de un ser vivo, impresión que se confirmó, podría decir que se demostró, al día siguiente. Pues me encontré con ese hombre. Y a la noche siguiente, tal como le contaré después, volví a encontrarme con el fantasma. Pero prosigamos con orden.

Al día siguiente estaba almorzando con mi vecina, la señora Stanley: éramos un pequeño grupo y cuando llegué sólo esperábamos al último invitado. Entró mientras hablaba yo con un amigo y en ese momento oí la voz de la señora Stanley: «Permítame que le presente a Sír Henry Payle», me dijo. Me di la vuelta y vi a mi vis-á-vis de la noche anterior. Era él inequívocamente, y cuando nos estrechamos la mano creo que me miró con un reconocimiento vago y sorprendido.

—¿No nos conocemos ya, señor Carling? —dijo—. Creo recordar...
En ese momento me olvidé de la extraña forma en la que había desaparecido del vagón y creí que era el hombre mismo a quien había visto la noche anterior.
—Claro que sí, y no hace mucho. Pues ayer mismo por la noche estuvimos sentados uno frente a otro en el último metro de Piccadilly Circus —dije.
Se quedó mirándome, con el ceño fruncido, asombrado, y sacudió la cabeza.
—Difícilmente podría ser así. Esta misma mañana he llegado desde el campo —dijo.
Eso me interesó profundamente, pues se nos ha dicho que el cuerpo astral habita en una región semiconsciente de la mente o del espíritu, y tiene recuerdos de lo que le ha sucedido, que sólo muy vaga y oscuramente puede transmitir a la mente consciente.
Durante el almuerzo pude ver de nuevo sus ojos y de nuevo me miraba con la misma actitud sorprendida y perpleja, y en el momento en el que yo me despedía se acercó a mí.
—Algún día me acordaré de dónde nos conocimos, y espero que volvamos a encontrarnos. ¿No fue... ? —y se detuvo—. No, se me ha ido de la cabeza —añadió.
El leño que había arrojado Anthony al fuego ardía intensamente ahora, y sus altas llamas le iluminaron el rostro.
—No sé si cree usted en las coincidencias como algo debido al azar, pero si es así, libérese de esa idea. Ahora bien, si no puede lograrlo enseguida, considere una coincidencia el hecho de que esa misma noche volviera a tomar el último metro dirección oeste. Pero en esa ocasión, lejos de ser un pasajero solitario había una considerable multitud aguardando en Dover Street, donde subí, y cuando el ruido del tren que se aproximaba comenzó a reverberar en el túnel, vi a Sir Henry Payle cerca de la boca de túnel por la que aparecería el tren, separado del resto de la gente. Y pensé para mí mismo lo extraño que era que hubiera visto su fantasma a esa misma hora la noche anterior y al hombre mismo ahora, por lo que me dirigí hacia él con la idea de decirle: «En cualquier caso, fue en el metro donde nos encontramos anoche»... pero entonces sucedió algo horrible. En el momento en el que el tren salía del túnel saltó a la vía, y el tren pasó por encima de él hasta detenerse junto al andén.

Quedé un momento sobrecogido de horror, y me acuerdo de que me tapé los ojos frente a la horrible tragedia. Me di cuenta entonces de que aunque todo había sucedido a la vista de los que aguardaban, nadie parecía haberlo visto, salvo yo mismo. El conductor, que miraba hacia fuera desde su ventana, no había puesto el freno, no hubo ninguna sacudida en el avance del tren, ningún grito ni chillido, y los demás pasajeros empezaron a subir a los vagones con absoluta calma. Aquella visión hizo que me sintiera débil y mareado y debí tambalearme, pues algún alma amable me sujetó con el brazo y me ayudó a entrar en el vagón. Me dijo que era médico y me preguntó si tenía algún dolor o me aquejaba algo. Le dije lo que creía haber visto y me aseguró que no se había producido tal accidente.

En ese momento me resultó evidente que, por así decirlo, había contemplado el segundo acto de aquel drama psíquico, y a la mañana siguiente medité el problema de qué era lo que debía hacer. Ya había echado una ojeada al periódico de la mañana, que tal como yo sabía no incluía ninguna mención de lo que había visto. Aquello, ciertamente, no había sucedido, pero en mi interior sabía que sucedería. Se había apartado de mis ojos el débil velo del Tiempo y había visto lo que usted llamaría futuro. Evidentemente en los términos de Tiempo era el futuro, pero desde mi punto de vista aquello pertenecía tanto al pasado como al futuro. Había existido, y sólo aguardaba a su realización material. Cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no podía hacer nada.

Interrumpí en ese momento su narración.

—¿Y no hizo usted nada? —exclamé—. Posiblemente habría podido dar algún paso con el fin de tratar de evitar la tragedia.
Negó la pregunta con un movimiento de la cabeza.
—Y exactamente, ¿qué pasó? ¿Debía dirigirme a Sir Henry y decirle que había vuelto a verle en el metro en el momento en que se suicidaba? Examine atentamente la cuestión. O bien lo que había visto era pura ilusión e imaginación, en cuyo caso no tenía la menor existencia o significado, o era algo real auténtico y esencialmente ya había sucedido. O piense, aunque no es muy lógico, en algo intermedio entre ambas cosas. Supongamos que la idea del suicidio, por alguna causa de la que yo nada sabía, se le había ocurrido, o se le ocurriría. Si ése era el caso ¿no estaría haciendo algo muy peligroso al sugerirle tal cosa? El hecho de decirle lo que había visto, ¿no podría introducir esa idea en su mente, o confirmarla y fortalecerla si ya estaba allí? Tal como dice Browning: «Jugar con las almas es un asunto delicado».
—Pero no interferiren modo alguno parece tan inhumano—intervine yo—. No hacer ningún intento...
—¿Qué interferencia? —preguntó él—. ¿Qué intento?
E
l instinto humano que había en mí parecía gritar en voz alta y rebelarse ante el pensamiento de no hacer nada para evitar esa tragedia, aunque daba la impresión de golpear contra algo austero e inexorable. Y aunque aporreaba mi cerebro no podía combatir la sensación de lo que él había dicho. No podía darle ninguna respuesta, y prosiguió con su historia.

—Debe recordar también que creía entonces, y creo ahora, que aquello había sucedido —me dijo—. La causa de aquello, fuera la que fuera, había empezado a actuar, y el efecto en esta esfera material era inevitable. A eso aludía cuando al principio de la historia le pedí que considerara qué difícil es precisar cuándo tiene lugar una acción. Podría sostener usted que ese acto particular, el suicidio de Sir Henry, no había sucedido todavía porque aún no se había arrojado bajo un tren en marcha. Pero a mí eso me parece una visión materialista. Sostengo que en todos los aspectos, salvo por así decirlo en su confirmación, ya había tenido lugar.

Imagino que Sir Henry, por ejemplo, liberado ya de las oscuridades materiales, sabe ya eso por sí mismo.

Precisamente cuando estaba hablando así barrió la estancia, iluminada y cálida, una corriente de aire helado que agitó mis cabellos e hizo que las llamas de los leños menguaran y luego resplandecieran. Miré a mi alrededor para ver si se había abierto la puerta que tenía a mi espalda, pero nada se agitaba allí, y las cortinas estaban bien corridas delante de la ventana cerrada. Cuando el aire llegó a Anthony, se irguió rápidamente en su sillón y miró en esa dirección, y luego recorrió con la vista la habitación.

—¿Sintió eso? —me preguntó.
—Sí, una corriente repentina. De aire helado.
—¿Y algo más? ¿Alguna otra sensación?

Me detuve antes de responder, pues en ese momento pensé en la diferenciación que había hecho Anthony sobre los efectos producidos en el testigo por un fantasma de un ser vivo y por la aparición de un muerto. Las sensaciones que tenía ahora se referían con precisión a este último caso, un vago encogimiento físico, miedo, un sentimiento de desolación. Pero todavía no había visto nada.

—Siento escalofríos —contesté.

Mientras hablaba acerqué mi sillón al fuego y he de confesar que rápidamente vigilé, con cierta aprensión, las paredes de la iluminada habitación. Al mismo tiempo me di cuenta de que Anthony miraba hacia la repisa de la chimenea, en la que bajo un candelabro con dos bombillas estaba el reloj que al principio de nuestra conversación se había ofrecido a detener. Observé que las manecillas señalaban la una menos veinticinco.

—¿Pero no vio nada? —preguntó.
—Absolutamente nada —contesté—. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué había ahí que ver? ¿O es que usted... ?
—No lo creo —dijo él.
No sé por qué razón esa respuesta me crispó los nervios, pues todavía no me había abandonado la extraña sensación que acompañó a la corriente de aire frío. En todo caso se había vuelto más aguda.
—Seguramente sabrá si vio o no algo —insistí.
—Nunca se puede estar seguro. Afirmo que no creo haber visto nada. Pero tampoco estoy seguro de si la historia que le estoy contando terminó la noche pasada. Creo que puede haber un nuevo incidente. Si lo prefiere, dejaré sin terminar hasta mañana por la mañana el resto de ella, en la medida en que la conozco, y así podrá acostarse ahora.
Su calma y tranquilidad absolutas me tranquilizaron.
—¿Cómo iba a hacer tal cosa? —pregunté.
De nuevo miró a su alrededor.
—Bueno, creo que algo ha entrado ahora en la habitación —dijo—, y puede desarrollarse. Si esa idea no le gusta, sería mejor que se fuera. Desde luego no hay nada de lo que alarmarse; sea lo que sea, no puede hacernos daño. Pero se acerca la hora en la que, en dos noches sucesivas, vi lo que le acabo de contar, y una aparición suele presentarse a la misma hora. No sé la razón de que sea de ese modo, pero parece como si un espíritu unido a la tierra sigue sometido a determinadas convenciones; por ejemplo las convenciones del Tiempo. Creo que voy a ver algo en breve, pero probablemente usted no. Usted no se halla sometido, como yo, a estos... estos engaños...
Me sentía asustado, y era consciente de ello, pero también sentía un intenso interés, y un orgullo perverso se agitó en mi interior con sus últimas palabras. Me preguntaba que por qué razón no iba a poder ver yo cualquier cosa que pudiera verse...
—No tengo el menor deseo de irme —dije—. Deseo escuchar el resto de la historia.
—En ese caso, ¿por dónde iba? Ah, sí: se preguntaba usted por la razón de que no hubiera hecho nada después de ver el tren avanzar hasta el andén, y yo le decía que no había nada que pudiera hacerse. Si piensa bien en ello, creo que estará de acuerdo conmigo... Pasaron dos días, y en la mañana del tercero leí en el periódico que mi visión se había realizado. Sir Henry Payle, que estaba esperando en el andén de la estación de Dover Street el último tren para South Kensington, se había arrojado a la vía cuando el tren entraba en la estación. El tren se había detenido dos metros más allá, pero una rueda le había pasado por encima del pecho, aplastándolo y matándole al instante.

Se realizó una investigación y salió de ella una de esas historias oscuras que, en ocasiones como ésta, caen a veces como una sombra de medianoche sobre una vida que quizás el mundo hubiera considerado próspera. Hacía mucho tiempo que se llevaba mal con su esposa, de la que vivía apartado, y parece ser que no mucho tiempo antes se había enamorado desesperadamente de otra mujer. La noche anterior al suicidio llegó a hora muy tardía a la casa de su esposa y sostuvo con ella una escena prolongada y colérica, en la que trató de persuadirla para que se divorciara de él, amenazándola en caso contrario con convertir la vida de ella en un infierno. Ella se negó, y en un ataque pasional ingobernable él intentó estrangularla. Se produjo un forcejeo y con el ruido se presentó el criado de ella, quien consiguió dominarle. Lady Payle le amenazó con acusarle legalmente de ataque con intención de homicidio. Teniendo eso en mente se suicidó a la siguiente noche, tal como le he contado.

Volvió a mirar el reloj y vio que las manecillas señalaban ahora la una menos diez. El fuego empezaba a bajar y la habitación se estaba quedando extrañamente fría.

—Pero eso no es todo —siguió diciendo Anthony al tiempo que echaba una mirada a su alrededor—. ¿Está seguro de que no preferiría oírlo mañana?
Volvió a prevalecer la combinación de vergüenza, orgullo y curiosidad.
—No. Cuénteme el resto ahora mismo —contesté.

De pronto, antes de hablar miró fijamente un punto situado detrás de mi silla, entornando los ojos. Seguí su mirada y comprendí a qué se refería al decir que a veces uno no puede estar seguro de si ha visto o no algo. ¿Se había perfilado una sombra entre la pared y donde yo estaba? Me resultaba difícil enfocarla; no sabía si estaba cerca de la pared o de mi silla. Pero de todas maneras pareció disiparse cuando miré con mayor atención.

—¿No ve nada? —preguntó Anthony. —No. Creo que no. ¿Y usted?
—Creo que yo sí —contestó mientras seguía con la mirada algo que para mí era invisible. Reposó la vista en un punto situado entre la repisa de la chimenea y yo. Sin dejar de mirar fijamente hacia allí, siguió hablando—. Todo sucedió hace unas semanas, cuando estaba usted en Suiza, y desde entonces hasta la noche pasada no vi nada más. Pero estaba todo el tiempo esperando algo. Tenía la sensación de que por lo que a mí me concernía el asunto no había terminado todavía, y la noche pasada, con la intención de ayudar a que llegara hasta mí alguna comunicación de... del más allá, acudí a la estación de metro de Dover Street unos minutos antes de la una, la hora a la que se había producido tanto el ataque a su esposa como el suicidio. Cuando llegué el andén estaba absolutamente vacío, o parecía estarlo, pues entonces, cuando empecé a escuchar el tren que se aproximaba vi allí la figura de un hombre de pie, a unos veinte metros de mí, mirando hacia el túnel. No había bajado conmigo en el ascensor, y un momento antes no había estado allí. Comenzó a moverse hacia mí y fue entonces cuando vi quién era, y sentí una agitación de viento helado que se acercaba a mí al tiempo que la figura se aproximaba. No era esa corriente que anuncia la proximidad de un tren, pues venía en la dirección opuesta. Él llegó junto a mí y vi un reconocimiento en su mirada. Levantó el rostro hacia mí y vi moverse sus labios, aunque no oí que nada saliera de ellos, quizás por el ruido cada vez más fuerte que procedía del túnel.

Extendió una mano, como invitándome a hacer algo, y con una cobardía de la que no podré perdonarme me aparté de él, pues sabía, por los signos de los qué ya le he hablado, que era la mano del muerto, y mi carne se estremeció ante él, sofocando por el momento toda piedad y todo deseo de ayudarle, si es que tal cosa era posible. Ciertamente había algo que él quería de mí, pero yo retrocedí. Entonces el tren apareció en el túnel y un momento después, con un temible gesto de desesperación, se arrojó delante de él.

Cuando terminó de hablar se levantó rápidamente de la silla, mirando todavía un punto situado delante de él. Vi dilatarse sus pupilas, y moverse su boca.

—Ya viene —dijo—. Se me da una oportunidad de expiar mi cobardía. No tengo nada que temer: debo recordar que yo mismo...

Mientras hablaba se produjo en las tablas que había sobre la repisa de la chimenea un fuerte crujido, y el viento frío volvió a dar vueltas por mi cabeza. Me di cuenta de que me estaba encogiendo en mi silla, con las manos delante, como en un intento instintivo de defenderme contra algo que sabía que estaba allí, aunque no pudiera verlo. Todos los sentidos me indicaban que en la habitación había una presencia distinta a la de Anthony y la mía, y lo horroroso de la situación era que no podía verla. Sentía que cualquier visión, por terrible que resultara, sería más tolerable que ese conocimiento claro y cierto de que cerca de mí estaba ese ser invisible. Y sin embargo... ¿qué horror no se revelaría en el rostro del muerto, y el pecho aplastado...? Pero lo único que podía ver mientras me estremecía bajo el frío viento eran las paredes de la habitación, y a Anthony de pie delante de mí, rígido y firme, procurando, sabía yo, reunir valor. Tenía los ojos enfocados en algo muy cercano a él, y algo parecido a una sonrisa se estremecía en su boca. En ese momento volvió a hablar.

—Sí, te conozco. Y quieres algo de mí. Dime entonces qué es.

Siguió a aquello un silencio absoluto, pero lo que para mis oídos era silencio no debió serlo para los suyos, pues en una o dos ocasiones asintió, y en una de ellas dijo: «Sí, entiendo. Lo haré». Y sabiendo que había allí alguien a quien no podía ver, hablando algo que no podía oír, se produjo en mí ese terror a la muerte y lo desconocido acompañado de esa sensación de incapacidad de movimiento que acompaña a las pesadillas. No podía moverme, no podía hablar, sólo podía forzar mis oídos buscando lo inaudible, y mis ojos para captar lo invisible, mientras notaba sobre mí el viento frío del valle mismo de las sombras de la muerte. No era que la presencia de la muerte en sí resultara terrible; era que desde su tranquilidad y serena armonía había surgido algún alma inquieta incapaz de descansar en paz, pues su último despertar estimula a incontables generaciones de aquellos que han muerto, impulsados por sus actividades a regresar a un mundo material del que deberían haber sido liberados. Nunca, hasta que se trazó así un puente en el vacío entre los vivos y los muertos, me había parecido aquello tan inmenso y poco natural. Es posible que los muertos puedan tener comunicación con los vivos, y no era exactamente eso lo que así me aterraba, pues por lo que sabemos esa comunicación procede voluntariamente de ellos. Pero allí había habido algo helado y cargado de crímenes, expulsado de una paz que no le servía.

Lo más horrible de todo fue que después se produjo un cambio en esas condiciones invisibles. Anthony guardaba silencio entonces, y después de mirar directa y fijamente delante de él, empezó a hacerlo hacia donde yo me encontraba sentado, y eso me hizo sentir que la presencia invisible había dejado de atenderle a él para prestarme atención a mí. Fue entonces cuando muy poco a poco empecé a ver...

Entre la repisa de la chimenea y las tablas superiores surgió el perfil de una sombra. Tomó forma convirtiéndose en el perfil de un hombre. Dentro de la forma de la sombra empezaron a precisarse los detalles y vi oscilar en el aire, como algo oculto por la neblina, el semblante de un rostro sobrecogido y trágico, cargado con el peso de una aflicción tan grande que jamás la había visto en rostro humano. Después tomaron forma los hombros y debajo de éstos se extendió una mancha lívida y roja, y de pronto la visión se hizo clara.

Allí estaba él con el pecho machacado y ahogado en la mancha roja, de la que sobresalían las costillas rotas como la estructura de un barco naufragado. Los ojos terribles y dolientes estaban fijos en mí, y entonces supe que de ellos surgía aquel viento terrible...

Después el espectro desapareció con la velocidad con la que se apaga una bombilla, pero seguía allí el viento cortante, y frente a mí estaba en pie Anthony en una habitación tranquila y bien iluminada. Ya no había ninguna sensación de una presencia invisible; él y yo estábamos a solas, con una conversación interrumpida en suspenso todavía entre nosotros, en el aire cálido. Volví a ella lo mismo que uno regresa después de un anestésico.

Todo volvía a ser captado por la vista, irrealmente al principio, hasta que poco a poco fue asumiendo la textura de la realidad.

—Estaba hablando con alguien, no conmigo —le dije—. ¿Quién era? ¿Qué decía?
Se pasó el dorso de la mano por la frente, brillante bajo la luz.
—Un alma del infierno —contestó.

Siempre es difícil recordar las sensaciones físicas cuando han pasado. Si ha tenido frío pero se ha calentado, es difícil recordar cómo era el frío; si ha tenido calor y se ha refrescado, es difícil entender lo que significaba realmente la opresión del calor. Igualmente, al haberse ido esa presencia me sentía incapaz de volver a captar el sentimiento de terror que sólo unos momentos antes me había invadido e inspirado.

—¿Un alma del infierno? —pregunté—. ¿De qué me está hablando?
Estuvo aproximadamente un minuto paseando por la habitación hasta que se acercó a mí sentándose en el brazo de mi sillón.
—No sé qué es lo que usted vio, o qué sintió, pero en toda mi vida me había sucedido nada tan real como lo que ha ocurrido en estos últimos minutos. He hablado con un alma que habita el infierno del remordimiento, el único infierno posible. Por lo que pasó la última noche sabía que quizás podía establecer por medio de mí comunicación con el mundo que había abandonado, y por eso me buscó y me encontró. Me ha encargado una misión ante una mujer que he visto, un mensaje del arrepentido... se imaginará de quién estoy hablando...

Con repentina energía se puso en pie.

—Verifiquémoslo —dijo—. Me dio la calle y el número. ¡Aquí está el listín telefónico! ¿Sería una simple coincidencia si descubriera que en el número veinte de Chasemore Street, South Kensington, vive Lady Payle?
Pasó las páginas del voluminoso libro.
—Sí, ahí vive —dijo.


Un episodio de la historia de una catedral. M.R. James (1862-1936)

Había una vez un docto caballero al que le encargaron examinar los archivos de la catedral de Southminster y redactar un informe al respecto. El examen de estos legajos requería bastante tiempo, de modo que juzgó conveniente tomar alojamiento en la ciudad; porque aunque el cuerpo jerárquico de la catedral fue pródigo en sus ofrecimientos de hospitalidad, el señor Lake prefería ser dueño de su tiempo, cosa que a todo el mundo le pareció razonable. Finalmente el deán escribió al señor Lake sugiriéndole que, si aún no había buscado sitio, se pusiese en contacto con el señor Worby, sacristán mayor, que ocupaba una casa vecina a la iglesia, el cual acogería con mucho gusto a un huésped tranquilo por tres o cuatro semanas. Este arreglo era precisamente lo que el señor Lake deseaba. Acordó en seguida las condiciones con el sacristán, y a primeros de diciembre, como un nuevo señor Datchery —se recordó a sí mismo—, nuestro investigador se encontró ocupando un muy confortable aposento en una casa antigua y catedralesca.

Una persona tan familiarizada con la vida y costumbres de las catedrales, y tratado con tan manifiesta consideración por el deán y el cabildo entero de ésta, no podía dejar de inspirar respeto al sacristán mayor. El señor Worby accedió incluso a corregir ciertas explicaciones que solía ofrecer desde hacía años a los grupos de visitantes. El señor Lake, por su parte, encontró en el sacristán un compañero jovial, y al acabar el trabajo de la jornada aprovechaba cualquier ocasión que se le presentaba para disfrutar de su conversación. Una noche, alrededor de las nueve, el señor Worby llamó a la puerta de su huésped.

—Tengo que ir a la catedral, señor Lake —dijo—; y creo que le prometí ofrecerle la oportunidad de ver su aspecto en plena oscuridad. Hoy hace una noche ideal, si le apetece acompañarme.
—Desde luego; le agradezco mucho que se haya acordado, señor Worby. Un momento que coja el abrigo.
—Aquí lo tiene, señor; y aquí traigo otro farol que le aconsejo que lleve para las escaleras; porque no tenemos luna.
—Cualquiera pensaría que somos una nueva edición de Jasper y Durdies, ¿no cree? —dijo Lake mientras cruzaban el atrio; porque había averiguado que el sacristán había leído Edwin Drood.
—Sí, desde luego —dijo el señor Worby con una risa breve—; aunque no sé si deberíamos tomarlo como un cumplido. A veces pienso que tenían extrañas costumbres en esa catedral, ¿no le parece? Maitines con el coro al completo a las siete de la mañana todos los días del año. Eso hoy no sienta bien a las voces de nuestros niños, y me parece que hay un adulto o dos que pedirían aumento de sueldo si tuviera que intervenir el cabildo... en particular los contraltos.
Habían llegado a la puerta sudoeste. Mientras el señor Worby daba una vuelta a la llave, dijo Lake:
—¿Alguna vez se ha quedado alguien encerrado aquí accidentalmente?
—Dos veces. Una fue un marinero borracho; aunque no sé cómo entró. Supongo que se dormiría durante el servicio religioso; pero cuando lo descubrí estaba dando unas voces que amenazaban con derrumbar el techo. ¡Santo Dios, la escandalera que armó! Dijo que era la primera vez en diez años que ponía los pies en una iglesia, y maldito si lo volvía a hacer. La otra vez fue una vieja oveja: una broma de los chicos.

Aunque no lo volvieron a intentar. Bien, señor; vea lo que parecemos: nuestro difunto deán solía traer grupos de cuando en cuando, aunque prefería las noches de luna; y había un verso que les recitaba, referente a una catedral escocesa, creo. Pero no sé. Casi creo que el efecto es mejor cuando está todo a oscuras. Parece que aumenta de tamaño y de altura. Si no le importa quedarse ahora en algún lugar de la nave mientras subo yo al coro a recoger una cosa, verá lo que quiero decir. Así que Lake se quedó esperando apoyado en un pilar. Y observó cómo la luz balanceante se desplazaba a lo largo de la iglesia y subía la escalera del coro, hasta que la ocultó algún tipo de mueble, con lo que sólo pudo ver el resplandor en los pilares y el techo. No habían pasado muchos minutos cuando reapareció Worby en la puerta del coro y agitó la linterna indicando a Lake que se reuniese con él.

-Supongo que es Worby y no una suplantación-, se dijo Lake mientras cruzaba la nave. No hubo ningún percance. Worby le mostró los papeles que había ido a recoger del sitial del deán y le preguntó qué le parecía el espectáculo; Lake coincidió en que era algo que merecía la pena ver.
—Supongo —comentó mientras iban juntos hacia el altar— que estará usted demasiado acostumbrado a andar por aquí de noche para sentirse nervioso... pero seguro que se habrá llevado algún que otro sobresalto al caerse un libro o abrirse sola alguna puerta, ¿no?
—No, señor Lake; no puedo decir que me preocupen mucho los ruidos; al menos hoy por hoy. Mucho más me preocupa descubrir un escape de gas, o que reviente una cañería de la calefacción. Aunque hubo sus más y sus menos hace años. ¿Ha observado aquel sencillo sepulcro-altar? Nosotros decimos que es del siglo XV; no sé si estará usted de acuerdo. Bueno, si no lo ha visto, vaya un momento y échele una mirada, haga el favor.

Estaba en el lado norte del coro, y muy mal colocado: a sólo tres pies del cancel de piedra. Era bastante simple, como había dicho el sacristán, construido con simples losas. Una cruz metálica de regular tamaño en el lado norte —el más próximo al cancel— era el único detalle de interés. Lake estuvo de acuerdo en que no era anterior al periodo gótico.

—Pero —dijo—, a menos que sea el sepulcro de un personaje notable, me perdonará si digo que no me parece especialmente relevante.
—Bueno, no puedo decir que sea la tumba de un personaje destacado de la historia —dijo Worby con una sonrisa seca en la cara—, porque no hay constancia ninguna de quién está enterrado ahí. A pesar de todo, si cuando volvamos a casa dispone de media hora, señor Lake, puedo contarle algo sobre ese sepulcro. Prefiero hacerlo después; aquí hace frío, y no tenemos por qué quedarnos toda la noche.
—Claro que me gustaría oírlo; muchísimo.
—Muy bien, señor, pues lo oirá. Ahora, ¿puedo hacerle una pregunta? —prosiguió mientras caminaban por la nave que flanqueaba el coro—. En nuestra pequeña guía local (y no sólo ahí, sino también en el librito de la serie sobre catedrales que trata de la nuestra) encontrará que pone que esta parte del edificio fue construida antes del siglo XII. Naturalmente, me encantaría aceptar esa opinión, pero... (cuidado con el escalón, señor), pero, le pregunto yo: ¿encuentra en la disposición de la piedra de esta porción de muro —la golpeó con la llave— un sabor a lo que podríamos llamar mampostería sajona? No. Me lo imaginaba. Yo tampoco. Y créame, se lo he dicho con toda claridad a esos señores: al encargado de nuestra biblioteca, y a ese otro que vino de Londres a propósito; si no se lo he dicho cincuenta veces no se lo he dicho ninguna. Pero como si se lo hubiese dicho a esa pared. O sea que ahí tiene; cada cual se aferra a sus opiniones, supongo.

Las reflexiones sobre este aspecto particular de la naturaleza humana ocupó al señor Worby casi hasta el momento en que él y Lake entraron en casa. El fuego del gabinete del señor Lake languidecía de tal modo que el señor Worby sugirió terminar el día en su propio cuarto de estar. Así que unos momentos después los encontramos instalados en dicha habitación. El señor Worby se explayó alargando la historia todo lo que quiso, de manera que no la voy a contar en su orden ni con sus palabras. Poco después de oírla, Lake confió al papel lo esencial, junto con algunos detalles que se le quedaron literalmente grabados en el espíritu; quizá lo más práctico sea que resuma un poco lo consignado por Lake. Parece ser que el señor Worby nació hacia el año 1828. Su padre había estado ligado a la catedral antes que él, lo mismo que su abuelo. Uno o los dos habían cantado en el coro; y de mayores habían trabajado de cantero y carpintero respectivamente en el edificio. El propio Worby, aunque tenía una voz regular tirando para abajo como él mismo decía, había entrado en el coro a los diez años de edad. Fue en 1840 cuando la ola del resurgimiento gótico infectó la catedral de Southminster.

—Un montón de elementos preciosos desaparecieron entonces, señor —dijo Worby con un suspiro—. Mi padre casi no lo podía creer cuando le dieron la orden de desmontar el coro. El deán que había era el deán Burscough, un recién llegado; y mi padre había estado de aprendiz en una buena ebanistería de la capital y sabía cuándo tenía un buen trabajo delante de los ojos. Fue un sacrilegio, solía decir: todo aquel hermoso revestimiento de roble, en tan buen estado como el día en que lo colocaron, aquellas guirnaldas de hojas y frutas, y los antiguos dorados de los escudos y de los tubos del órgano. Todo fue a parar al almacén de madera: todo menos unas cuantas piezas labradas de la capilla de la Virgen, y la repisa de esta misma chimenea. Bueno, a lo mejor estoy equivocado, pero para mí que desde entonces nuestro coro no es tan bonito como antes. Aunque se descubrieron un montón de cosas sobre la historia de la iglesia, y no cabe duda de que anduviera necesitada de reparación. Muy pocos inviernos después perdimos un pináculo.

El señor Lake expresó su coincidencia con Worby en que necesitaba una restauración, pero confiesa su temor en ese momento de no llegar nunca a la historia propiamente dicha. Temor que probablemente se reflejó en su expresión. Worby se apresuró a tranquilizarle.

—Podría pasarme horas enteras hablando de este asunto, y lo hago cada vez que tengo ocasión. Pero en fin, el deán Burscough estaba obsesionado con el gótico, y nada le acomodaba, sino que debía hacerse todo conforme a eso. Y una mañana, después del servicio religioso, mandó recado a mi padre de que fuese a verle al coro, se quitó las vestiduras de oficiar en la sacristía y fue para allá con un rollo de papel en la mano; el sacristán que había entonces llevó una mesa. Y extendieron el rollo sobre la mesa, sujetándolo con devocionarios, y mi padre que les ayudaba vio que era un dibujo del interior de un coro. Y va y dice el deán (que era un señor con el habla pronta): -Bien, Worby, ¿qué piensas de esto?- -Pues —dice mi padre—, que no tengo el gusto de conocerla. ¿Puede ser la catedral de Hereford, señor?- -No, Worby —dice el deán—; es la catedral de Southminster tal como esperamos verla dentro de no muchos años-. -Por supuesto, señor-, replicó mi padre. Y no dijo más (porque en eso era lo menos parecido al deán). Pero él me contaba que sintió un desmayo por dentro al mirar nuestro coro según yo lo recuerdo, tan cómodo y amueblado, y ver a continuación aquel dibujo frío y odioso, como él lo llamaba, hecho por algún arquitecto de Londres. Bueno, ya vuelvo otra vez. Pero comprenderá lo que quiero decir si echa una ojeada a esta antigua vista —descolgó una lámina de la pared—. Bueno, el caso es que el deán entregó a mi padre la copia de una orden escrita del cabildo por la que tenía que desmontar el coro entero, y dejar su espacio despejado y preparado para la nueva construcción que estaban llevando a cabo en la capital, y que debía empezar en cuanto reuniese una cuadrilla de obreros. Ahora, señor, si observa la lámina verá dónde estaba el púlpito. Quiero que se fije en eso, por favor.

Se veía bastante bien: una estructura de madera inusitadamente grande con un tornavoz en forma de cúpula, situada en el extremo este de los sitiales del lado norte del coro, frente al trono del obispo. Worby explicó que durante la reforma los servicios se celebraron en la nave, y que los miembros del coro, que ya contaban con unas vacaciones anticipadas, se quedaron frustrados; y en cuanto al organista, se hizo sospechoso de haber averiado a propósito los mecanismos del órgano que habían traído alquilado de Londres a un precio considerable. Los trabajos de desguace empezaron por la reja del coro y la galería del órgano, y siguieron poco a poco hacia el este, dejando al descubierto, como contó Worby, multitud de detalles interesantes de la obra anterior. Durante este tiempo, lógicamente, los miembros del cabildo pululaban sin parar por el coro y alrededores, y no tardó en hacérsele evidente al viejo Worby —que no podía por menos de oír retazos de conversaciones— que, por lo que se refiere a los canónigos más viejos al menos, había habido bastante oposición antes de que se aprobara la política que ahora se estaba llevando a cabo. Unos murmuraban que iban a coger una pulmonía en los sitiales, al no haber una pantalla que les protegiera de las corrientes de aire; otros se quejaban de que estaban expuestos a la vista de los que estuviesen en las naves que flanqueaban el coro; sobre todo durante el sermón, decían, en que les resultaba un alivio atender en una postura que podía ser mal interpretada. La mayor resistencia, empero, vino del más viejo, que hasta el último momento se estuvo oponiendo a que quitaran el púlpito. «No debería tocarlo, señor deán —le dijo con gran énfasis una mañana, cuando estaban los dos ante dicha estructura—; no sabe el daño que puede ocasionar». «¿Daño? No es una obra de especial mérito, canónigo». «No me llame canónigo —dijo el anciano con sequedad—. Durante treinta años he sido el doctor Ayloff, y le agradecería, señor deán, que tuviera la bondad de seguir llamándome así. En cuanto al púlpito (desde el que llevo predicando treinta años, aunque no voy a hacer hincapié en eso), lo único que digo es que hace mal quitándolo». «Pero ¿qué sentido tiene conservarlo, mi querido doctor, cuando vamos a instalar un coro de un estilo totalmente diferente? ¿Qué razones puede darme, aparte de su aspecto?» «¡Razones! ¡Razones! —dijo el doctor Ayloff—. Si ustedes los jóvenes (permítame llamarle así con el debido respeto) atendieran a razones, en vez de pedirlas a cada paso, mejor nos iría. Pero en fin, yo ya he dicho lo que tenía que decir».

El anciano se alejó cojeando; y, como quedó probado, no volvió a pisar la catedral. La estación —un verano de mucho calor— se volvió malsana de repente, y el doctor Ayloff fue uno de los primeros en caer debido a una afección de los músculos del tórax que se lo llevó dolorosamente por la noche. Y en muchos servicios religiosos, el número de adultos y niños del coro fue enormemente reducido.

Entretanto, habían suprimido el púlpito. De hecho, el tornavoz (parte del cual aún existe como mesa en un cenador del jardín del palacio) fue desmontado una hora o dos después de las protestas del doctor Ayloff. La eliminación del pie —operación no exenta de complicaciones— dejó al descubierto, con gran júbilo de los partidarios de la reforma, un sepulcro-altar: el sepulcro sobre el que Worby llamó la atención de Lake esa misma noche. Se hicieron inútiles esfuerzos de investigación para tratar de identificar al ocupante, al que hasta hoy no ha sido posible atribuirle nombre. Este sepulcro había sido tapado cuidadosamente con el pie del púlpito, por lo que su escaso ornamento no había sufrido deterioro; sólo en su lado norte tenía lo que parecía un pequeño desperfecto: una grieta entre las dos losas que formaban una de sus paredes laterales.

Era de unas dos o tres pulgadas de ancho. Palmer, el albañil, recibió orden de taparla a la semana siguiente, aprovechando que tenía que hacer otros trabajos en esa parte del coro. La estación era verdaderamente agobiante. Ya fuera porque la iglesia se había construido en un lugar que en otro tiempo había sido pantanoso, como se decía, o por alguna otra razón, los que vivían en su inmediata vecindad, muchos de ellos, disfrutaban en agosto y septiembre de muy pocos días soleados y noches serenas. Para varias personas mayores —entre otras el doctor Ayloff, como hemos visto—, el verano resultó fatal; pero incluso entre los jóvenes, fueron pocos los que se libraron de guardar cama unas semanas, o al menos de una sensación de opresión, acompañada de pesadillas repugnantes. Poco a poco fue cobrando consistencia una sospecha —que se convirtió en convicción— de que las reformas de la catedral tenían algo que ver con el asunto. La viuda de un antiguo sacristán, pensionada del cabildo de Southminster, empezó a tener una serie de sueños, que contaba a sus amigas, en los que al anochecer salía una figura de un portillo que había en el lado sur del crucero, recorría el atrio sin rozar siquiera el suelo, cada noche en una dirección distinta, desaparecía en casa tras casa, y regresaba cuando empezaba a clarear. La anciana no conseguía distinguir nada, sino sólo que era una figura que se movía: aunque le daba la impresión de que al llegar a la iglesia, lo que sucedía al final de cada sueño, volvía la cabeza. Y entonces, no sabía por qué, le parecía ver que tenía los ojos rojos. Worby recordaba haber oído contar este sueño a la anciana en un té en casa del escribano del cabildo. Worby comentó que tal vez su repetición podía interpretarse como anuncio de una inminente enfermedad. En todo caso, la anciana bajó a la tumba antes de que acabara septiembre.

El interés suscitado por la restauración de esta gran iglesia no se circunscribió a su propio condado. Un día de ese verano visitó el lugar un miembro de la Sociedad de Anticuarios de cierta celebridad. Su misión era redactar un informe sobre los descubrimientos realizados para la Sociedad de Anticuarios. Su mujer, que le acompañaba, se encargó de hacer una serie de dibujos ilustrativos para unirlos a dicho informe; empleó toda la mañana en trazar un boceto general del coro, y la tarde la dedicó a los detalles. Primero dibujó el sepulcro-altar recién descubierto, y al terminar dijo a su marido que se fijara en la belleza de un ornamento romboidal de la reja que se alzaba justo detrás y que, como el sepulcro, había estado oculto por el púlpito.

Naturalmente, dijo, tenía que dibujarlo. Así que se sentó en el sepulcro y atacó con toda meticulosidad un trabajo que la tuvo absorta hasta que se quedó sin luz. Su marido, entretanto, había terminado su tarea de medir y describir, por lo que decidieron que era hora de regresar al hotel.

—Ayúdame a sacudirme la falda, Frank —dijo la dama—. Seguro que la tengo toda manchada de polvo.
El marido obedeció deferente; pero un momento después comentó:
—Seguramente le tienes mucho apego a este vestido, cariño, pero creo que ha conocido tiempos mejores: se te ha ido un buen trozo.
—¿Que se me ha ido? ¿Adónde? —dijo ella.
—Adónde no lo sé, pero te falta abajo en el borde; aquí detrás.

La dama tiró impulsivamente de la falda hacia adelante para verla, y se quedó horrorizada al descubrir una mella que se adentraba en la falda; era, dijo, como si se la hubiera arrancado un perro. Fuera lo que fuese, el vestido había quedado inservible para gran disgusto suyo; y aunque miraron por todas partes, no lograron encontrar el trozo que faltaba. Eran muchas las maneras en que había podido pasarle este percance, porque el coro estaba lleno de tablas viejas con clavos asomando. Al final, la única explicación que se les ocurrió era que se había enganchado la falda en uno de esos clavos, y que los obreros, que habían estado por allí todo el día, se habían llevado las tablas donde debió de quedar prendido el trozo de tela.

Fue más o menos por entonces, pensaba Worby, cuando su perrito empezó a ponerse inquieto cada vez que se acercaba la hora de dejarlo encerrado en el cobertizo del patio de atrás (porque su madre no consentía que durmiese en la casa). Una noche, dijo, al ir a cogerlo para sacarlo, el animalito le miró «como un cristiano, y agitó la... mano, iba a decir. Bueno, ya sabe cómo se comportan a veces los perros, y al final me lo metí debajo del abrigo, y lo subí así escondido a mi cuarto; y me temo que en esto engañé a mi madre. Desde entonces, el perro actuó con todo el ingenio del mundo, escondiéndose debajo de la cama cuando faltaba media hora o más para subir a acostarme; lo hacíamos de tal manera que mi madre nunca nos descubrió». Naturalmente, Worby se alegraba de tener la compañía del perro; sobre todo cuando empezó la molestia que aún se recuerda en Southminster como «los gritos».

—Noche tras noche —dijo Worby—, el perro aquel adivinaba lo que iba a pasar: agachaba la cabeza, se iba a la chita callando, y se ovillaba en la cama pegadito a mí sin parar de temblar: y cuando empezaban los gritos le entraba como un frenesí, y me metía la cabeza en el sobaco. Yo me ponía casi igual. Lo oíamos seis o siete veces nada más; y cuando el perro volvía a sacar la cabeza era señal de que había terminado. ¿Que cómo era, señor? Bueno, yo sólo he oído una vez una cosa parecida: estaba yo jugando casualmente en el atrio, cuando se cruzaron dos canónigos y se dieron los buenos días.
«¿Ha dormido bien esta noche?», dice uno; el otro era el señor Lyall. «No podría decir que sí —dice el señor Lyall—; demasiado Isaías treinta y cuatro catorce para mi gusto». «Isaías treinta y cuatro catorce —dice el señor Henslow—. ¿Qué es eso?» «¿Y se considera usted lector de la Biblia? —dice el señor Lyall (debo advertirle que el señor Henslow era del grupo que llamaban de Simeón: muy parecido a lo que podríamos llamar el partido evangélico)—. Ande y vaya a consultarlo». Quise yo también saber a qué se refería y corrí a casa, cogí mi propia Biblia, y allí estaba: «El sátiro llamará a gritos a su compañero». Vaya, pensé, entonces es esto lo que hemos estado oyendo estas noches pasadas. Y le aseguro que me hizo mirar por encima del hombro alguna vez. Naturalmente, pregunté a mis padres qué podían ser aquellas voces, pero los dos dijeron que probablemente eran gatos; aunque estuvieron muy secos, y les noté nerviosos. Palabra que eran unos gritos... como de hambre, como si llamasen a alguien que no quisiera acudir. Si alguna vez he sentido de veras necesidad de compañía, ha sido esperando a que empezasen de nuevo. Creo que hubo unos cuantos que se apostaron dos o tres noches en distintos puntos del claustro para vigilar; aunque permaneciendo todos juntos y lo más cerca posible de la calle, de modo que no descubrieron nada.

Bueno, y verá lo que pasó a la noche siguiente: otro chico (ahora lleva una tienda de comestibles en la capital, como su padre antes que él) y yo subimos al coro al terminar el servicio religioso de la mañana, y oímos que el albañil, el viejo Palmer, le estaba echando la bronca a alguno de sus peones. Así que subimos un poco más, porque sabíamos que tenía malas pulgas y podía ser divertido. Por lo visto Palmer le había dicho que tapara la grieta del viejo sepulcro. Y allí estaba el hombre, diciendo que había hecho el trabajo lo mejor que sabía; y Palmer le gritaba como un poseso. "¿A eso llamas tú un trabajo? —dice—. Si tuviera que darte lo que vale debería echarte a patadas ¿Para qué te crees que te pago un jornal? ¿Qué crees que puedo decirles al deán y al cabildo entero cuando vengan, como vendrán en cualquier momento, y vean cómo has puesto de yeso todo el suelo y la chapuza que has hecho en la grieta?" "Bueno, jefe, yo lo he hecho lo mejor que he podido —dice el hombre—; de cómo ha podido caerse sé lo mismo que usted. Lo que he hecho es rellenar el agujero —dice—. No tengo ni idea de cómo se ha caído hacia afuera, dice.

¿Caerse hacia fuera? —dice el viejo Palmer—, ¡pero si no hay ni pegote de yeso al pie de las losas! Querrás decir salir despedido", —y cogió un poco de yeso, y yo también, que se había quedado pegado en la reja, a tres o cuatro pies del sepulcro. Aún no se había secado. El viejo Palmer lo miró con curiosidad, y a continuación se vuelve hacia nosotros y dice—: "A ver, chicos, ¿habéis andado jugando vosotros aquí?" "No —digo yo—; yo no, señor Palmer; hasta ahora mismo no hemos estado aquí ninguno de los dos". Y mientras yo decía esto el otro chico, Evans, se inclinó a mirar por la raja; y le oí aspirar de repente, al tiempo que se echaba atrás; y va y dice: "Creo que ahí dentro hay algo. He visto brillar algo". "¡Eh, anda ya! —dice el viejo Palmer—. Bueno, no puedo estarme aquí con los brazos cruzados. Tú, William, trae más yeso y tapa eso ahora mismo; si no, vamos a tener bronca.", dice.

Conque se fue el peón, y Palmer también, y nos quedamos nosotros dos. Y le digo entonces a Evans: "¿De verdad has visto algo?" "Sí —dice él—; de verdad". Y le digo yo: "Vamos a meter lo que sea para hacer que se mueva". Intentamos meter varios trozos de madera que había por el suelo, pero eran todos demasiado grandes. Entonces Evans cogió una partitura que llevaba, una antífona o un oficio, no recuerdo ya qué era, la enrolló muy apretada y la metió por la grieta; hurgó dos o tres veces, pero no pasó nada. "Déjame a mí", dije, y probé una vez. Tampoco pasó nada. Entonces, no sé por qué, me incliné por el lado opuesto a la grieta, me metí dos dedos en la boca y pegué un silbido (ya sabe cómo es),y al pronto me pareció oír que se agitaba algo dentro; y le digo a Evans: "Vámonos —digo—; esto no me gusta.". "Ah, no —dice él—; déjame la hoja"; y la cogió y la volvió a hundir en la grieta. Y creo que no he visto en mi vida palidecer a nadie como palideció él. "Worby —dice—; se ha enganchado, o algo la está sujetando".

Dale un tirón, o suéltala —digo yo—. Venga; y vámonos de aquí". Conque dio un buen tirón, y la sacó. Al menos casi toda; porque le faltaba la punta. Se la habían arrancado.

Evans miró la partitura un segundo, la soltó con una especie de gruñido, y echamos a correr. Una vez fuera dice Evans: "¿Te has fijado en la punta?" "No —digo yo—; sólo he visto que estaba rota". "Sí, estaba rota —dice él—; y también mojada;¡y negra!" Bueno; en parte por el miedo que teníamos, y en parte porque la partitura iba a hacer falta un día o dos después y sabíamos que íbamos a recibir una buena regañina del organista, no dijimos nada a nadie; y supongo que los obreros la barrieron al limpiar el suelo. Pero Evans, si me lo hubiese preguntado usted ese mismo día, siguió empeñado en que el papel tenía mojado y negro el extremo del trozo arrancado.

Después de eso los chicos evitaron el coro, de manera que Worby no estaba seguro de cuál fue el resultado de la nueva reparación del sepulcro que hizo el albañil. Sólo dedujo, por retazos de conversación que le llegaron de los obreros que andaban por el coro, que habían tenido dificultades, y que el capataz —o sea el señor Palmer— había tenido que echar una mano. Poco más tarde vio casualmente al propio señor Palmer llamando a la puerta de la residencia del deán, y que le abría el mayordomo. Un día después más o menos, por un comentario que su padre hizo en el desayuno, comprendió que había que hacer algo no previsto en la catedral después del servicio religioso de la mañana. «Y me gustaría que fuera hoy —añadió su padre—; no veo por qué hay que correr riesgos». «Padre —digo yo—, ¿qué tiene que hacer mañana en la catedral?» Y se volvió hacia mí furioso como no le había visto en mi vida (él, que era un hombre pacífico por lo general). «Muchacho —dice—, no quiero que andes escuchando lo que hablan las personas mayores y superiores; es de mala educación y no está bien.

Lo que yo haga o no haga mañana en la catedral no es asunto tuyo: y como te vea haraganeando por allí mañana después del trabajo, te mandaré a casa con una buena tunda. Ahora estás avisado». Naturalmente dije que lo sentía mucho; y naturalmente también, me fui a hacer planes con Evans. Sabíamos que había una escalera en el rincón del crucero por donde se puede subir al triforio, y en aquel entonces la puerta de esa escalera estaba siempre abierta; incluso sabíamos que la llave estaba normalmente debajo de una estera que había allí cerca. Así que decidimos que nos pondríamos a guardar las partituras y demás, a la mañana siguiente, mientras el resto de los chicos se iba, y después subiríamos en secreto al triforio para ver desde allí qué hacían.

—Bueno, esa misma noche dormía yo como un tronco, como duermen los chicos, cuando de pronto me despertó el perro metiéndose en la cama. Y pensé: ahora vas a ver; porque parecía más asustado de lo normal. Conque así fue: a los pocos momentos empezaron los gritos aquellos. No puedo explicarle cómo eran. Además, sonaron cerca; más de lo que los había oído hasta entonces; y cosa curiosa, señor Lake: ya sabe usted el eco que hay en este claustro, sobre todo si se pone uno al lado de aquí. Bueno, pues los gritos no producían eco ninguno. Aunque como digo, esa noche sonaban horriblemente cerca. Y encima de lo que me sobresaltaron, aún me llevé otro susto; porque oí que se movía algo fuera en el pasillo. Pensé que estaba perdido; pero noté que el perro parecía animarse un poco, y a continuación alguien susurró al otro lado de la puerta, y casi me eché a reír, porque reconocí las voces de mis padres, que habían saltado de la cama al oír los gritos. «¿Qué es eso?», dice mi madre. «¡Chist!, no lo sé —dice mi padre, como con excitación—; vas a despertar al niño. Espero que no haya oído nada».

El saber que ellos estaban en el pasillo me dio valor; así que bajé de la cama y fui a mirar por el ventanuco de mi habitación (que da al claustro); pero el perro se escurrió hasta los pies de la cama, y se asomó. Al principio no conseguí ver nada. Después, justo abajo en la sombra, al pie de un contrafuerte, distinguí lo que siempre he dicho que eran dos manchas rojas (de un rojo apagado), no como las luces de una lámpara, sino que apenas destacaban del negro de las sombras. No bien acababa de descubrirlas, cuando observé que no éramos los únicos a los que habían sacado de la cama; porque veo que se ilumina una ventana de una casa de la izquierda, y que se mueve la luz. Sólo volví la cabeza un momento a mirar; y cuando quise localizar otra vez las dos manchas rojas de la sombra habían desaparecido; y por mucho que me fijé y me concentré, no descubrí ni rastro de ellas. Y entonces me llevé el último susto de la noche: algo chocó contra mi pierna desnuda... pero no pasaba nada; era el perro que había abandonado la cama y daba saltitos a mi alrededor con gran alborozo, aunque sin dar un solo ladrido.

Y el verle así me devolvió el ánimo, otra vez lo volví a la cama ¡y dormimos de un tirón el resto de la noche!

A la mañana siguiente le confesé a mi madre que había tenido al perro en mi cuarto; y me sorprendió, después de todas sus advertencias, la tranquilidad con que se lo tomó. "¿Ah, sí? —dice—; bueno, en justo castigo deberías quedarte sin desayunar, por haberlo hecho a mis espaldas; pero no me parece muy grave. Aunque la próxima vez me pides permiso, ¿me oyes?" Poco después le conté a mi padre que había oído otra vez a los gatos."¿A los gatos?", dice; y miró a mi madre. Y mi madre tosió y dijo: "¡Ah, sí, los gatos! Creo que yo también los he oído".

Ésa fue una mañana rara; todo parecía salir mal: el organista tuvo que quedarse en la cama, y el canónigo menor se olvidó de que era día decimonoveno y estuvo esperando el Venite; poco después el sustituto, que era un menor, atacó el canto de vísperas, y los niños decanos se reían de tal manera que no podían cantar; y cuando llegaron a la antífona al solo le entró una risa tonta. A continuación se dio cuenta de que le salía sangre de la nariz, y me pasó el libro a mí; yo, que ni había ensayado el versículo, ni mucho menos tenía dotes de cantor. Bueno, las cosas se pusieron feas hace cincuenta años; y recuerdo que me gané un pellizco del contratenor, que estaba detrás de mí.

Mal que bien, terminamos como pudimos, y ni los pequeños ni los mayores esperamos a ver si el canónigo en residencia (que era el señor Henslow) venía a la sacristía a ponernos un castigo; aunque creo que no fue: él mismo había leído una homilía equivocada por primera vez en su vida, y lo sabía. Bueno, el caso es que subimos Evans y yo secretamente al triforio sin ninguna dificultad, como le he dicho, y al llegar arriba nos tumbamos en un lugar desde donde podíamos asomar la cabeza justo encima del viejo sepulcro; y no bien lo habíamos hecho, oímos al sacristán cerrar primero las puertas de hierro del pórtico, después echar la llave a la puerta sudoeste, y después a la del crucero, por lo que comprendimos que iban a hacer algo y querían mantener alejado al público durante un rato.

Entonces entraron el deán y el canónigo por su puerta norte, y seguidamente vi a mi padre y al viejo Palmer, con un par de los mejores peones. Palmer estuvo hablando un momento con el deán en el centro del coro; traía una cuerda y sus dos hombres iban con palancas. Todos parecían algo nerviosos. Estuvieron hablando, y finalmente oí que decía el deán: "Bueno, no puedo estarme aquí perdiendo el tiempo, Palmer. Si cree que esto tranquilizará a la gente de Southminster le doy permiso; pero le voy a decir una cosa: jamás en toda mi vida he oído una tontería igual a un hombre con sentido práctico como sé que es usted. ¿No está de acuerdo, Henslow?" Según pude oír, el señor Henslow dijo algo así como: "Bueno, bueno, señor deán; ¿no se nos ha dicho que no debemos juzgar a los demás?" Y el deán dio una especie de resoplido, fue derecho al sepulcro y se situó detrás de él, de espaldas al cancel, y los demás se acercaron precavidamente. Henslow se quedó en el lado sur y se rascó la barbilla. Entonces alzó la voz el deán: "Palmer —dice—, ¿qué será más fácil, quitar la losa de encima, o una de las laterales?"

El viejo Palmer y sus hombres inspeccionaron sin mucho convencimiento el borde de la losa de encima, y tantearon las paredes sur, este y oeste, todas menos la norte. Henslow dijo que era mejor intentar quitar las losas de la cara sur, porque había más luz y más espacio para moverse. Entonces mi padre, que había estado observándoles, fue al lado norte, se arrodilló, dio unos golpecitos junto a la grieta, se levantó, se sacudió la rodilla, y dijo al deán: "Perdone, señor deán, pero creo que si el señor Palmer prueba con esa losa verá cómo se desprende con facilidad. Creo que un hombre solo podría quitarla haciendo palanca en esa grieta".

—¡Ah, gracias, Worby! —dice el deán—. Es una buena idea. Palmer; dígale a uno de sus hombres que lo intente, ¿quiere?
Se acercó un peón, metió la barra e hizo fuerza; y justo en el instante en que todos estaban inclinados, y nosotros dos con la cabeza asomada por el borde del triforio, sonó un estrépito espantoso en el extremo oeste del coro, como si se precipitara escaleras abajo un montón de vigas. Bueno, no le puedo contar en un minuto todo lo que ocurrió. Desde luego la conmoción fue terrible. Oí caer la losa para atrás, el ruido de la barra al dar en el suelo, y al deán que exclamaba: "¡Válgame Dios!"

Cuando volví a asomarme vi al deán caído en el suelo, a los peones que salían del coro despavoridos, a Henslow que se inclinaba a ayudar a levantarse al deán, a Palmer que intentaba detener a sus hombres (según dijo después), y a mi padre sentado en el peldaño del altar con la cara entre las manos. El deán estaba muy enfadado. "Me gustaría que me dijera adónde va, Henslow —dice—. No entiendo por qué salen todos corriendo al oír caerse unos palos"; y no le convenció todo lo que dijo Henslow, sobre que él sólo iba a ponerse al otro lado del sepulcro.

Entonces regresó Palmer e informó de que no había visto nada que explicara el estrépito ni había nada que se hubiera caído; y cuando el deán acabó de tocarse aquí y allá, se congregaron alrededor (salvo mi padre, que siguió sentado donde estaba), y alguien encendió un cabo de vela y miraron el interior del sepulcro. "No hay nada — dice el deán—; ¿qué les había dicho? ¡Un momento! Aquí hay algo. ¿Qué es esto? Un trozo de partitura y un trozo de tela... Parece parte de un vestido. Las dos cosas son modernas; no tienen el menor interés. A ver si la próxima vez siguen el consejo de una persona instruida... o algo por el estilo, y se marchó, cojeando un poco, por la puerta norte. Aunque en el momento de salir le gritó irritado a Palmer por qué había dejado abierta la puerta. Y dijo Palmer alzando la voz: "Lo siento mucho, señor"; pero se encogió de hombros. Y dice Henslow: "Creo que el deán se equivoca. He cerrado con llave al entrar; pero está un poco alterado". Entonces dice Palmer: "Bueno, ¿dónde está Worby?" Y al verle sentado en el peldaño se acercaron a él. Mi padre se estaba recobrando, al parecer, y se secaba la frente; y Palmer le ayudó a levantarse, cosa que me alegró ver.

Estaban a demasiada distancia para que pudiese oír lo que decían, pero mi padre señaló hacia la puerta norte de la nave lateral, y Palmer y Henslow miraron muy sorprendidos y asustados. Poco después, mi padre y Henslow abandonaron la iglesia, y los demás se apresuraron a colocar la losa otra vez y sellarla con yeso. Cuando el reloj dio las doce, volvieron a abrir la catedral, y mi compañero y yo nos dimos prisa en volver a casa. Yo me moría de curiosidad por saber qué había causado a mi padre aquel desmayo, así que cuando llegué y le encontré sentado en su silla tomando un vasito de licor, y a mi madre de pie mirándole con inquietud, no pude contenerme y le confesé dónde había estado. Pero no pareció sentarle mal; o al menos no se enfadó. "Así que estabas allí, ¿eh? Bueno; ¿lo has visto?" "Lo he visto todo, padre —dije—; menos lo del ruido". "¿Has visto lo que ha derribado al deán —dice—, lo que ha salido del monumento? ¿Lo has visto? ¿No?, menos mal". "¿Qué era, padre?", dije. "Vamos, has tenido que verlo —dice él—. ¿De verdad que no? ¿Una monstruosidad del tamaño de un hombre, toda cubierta de pelo, con unos ojos muy grandes?"

Eso fue todo lo que le pude sacar en aquel momento; más tarde parecía como avergonzado de haberse asustado, y solía darme excusas cuando le preguntaba sobre el particular. Pero años después, siendo yo ya mayor, hablamos más de una vez de eso, y siempre dijo lo mismo. "Era negro —decía—; como una masa de pelos, con dos piernas; y la luz se reflejaba en sus ojos". En fin, señor Lake; ésta es la historia de ese sepulcro. No se la contamos a los visitantes, y le agradecería que no hiciese uso de ella, al menos hasta que yo cierre los ojos. No sé si el señor Evans piensa igual, si le pregunta.

Así era, efectivamente. Pero han pasado más de veinte años, y hace tiempo que crece la hierba sobre Worby y Evans; de modo que el señor Lake no tuvo ningún reparo en darme a conocer sus notas —tomadas en 1890—. Iban acompañadas de un boceto del sepulcro, y una copia de la breve inscripción que tenía la cruz metálica colocada por encargo del doctor Lyall en el centro de la cara norte; estaba tomada del la Vulgata, Isaías XXXIV, y sólo tiene tres palabras:
IBI CUBAVIT LAMIA.


En el valle de la sombra. Bram Stoker (1847-1912)

Las ruedas con neumáticos de goma traqueteaban desigualmente sobre los adoquines de granito. Reconocí vagamente las familiares calles grises y las plazas con jardines en el centro. Nos detenemos, y a través de la pequeña multitud en el pavimento soy trasladado adentro y arriba del pabellón de altos techos. Suavemente me levantan de la camilla y me ponen en la cama, y yo digo: "¡Que cortinas tan extrañas tiene Ud.! Tienen rostros labrados en el borde. ¿Son ellos sus amigos?"

El ama de llaves sonríe, y pienso que es una idea extraña. Entonces súbitamente se me ocurre que he dicho algo tonto, pero los rostros están todavía ahí. (Aún cuando me recuperé podía verlos bajo ciertas luces). Uno de los rostros me es familiar, y estoy justamente por preguntar como conocen al Fulano, cuando me dejan solo. Por horas y horas (me parece) nadie se me acerca. Al principio soy paciente, pero gradualmente una furia feroz se apodera de mí. ¿Acaso me he sometido a ser trasladado aquí tan solo para morir en soledad y sofocante oscuridad? ¡No voy a permanecer en este lugar; mucho mejor sería volver y morir en casa! Súbitamente soy llevado hacia arriba en una máquina alada, dentro del aire fresco. Lejos allá abajo e infinitesimalmente yace el "Nuevo Pueblo", escondido a medias entre el humo brumoso; allá a lo lejos, claro y azul y centelleante, está el Fiordo de Forth: y más allá de la luz del sol las colinas de Fife son la vanguardia de los Grampianos. Solo un momento de puro éxtasis palpitante, luego el alma se hace añicos cayendo dentro del negro abismo del olvido (sostengo que el Sr. H. G. Wells fue parcialmente responsable de esta pequeña excursión.)

Está luminoso nuevamente, pero ¿qué es lo que me impide ver la ventana? ¿Una mampara? ¿Qué significa eso? Una negrura de desesperación me aprisiona. ¡Todo ha terminado, entonces! No más alpinismo, no más vacaciones placenteras. Esto es el final de todas mis pequeñas ambiciones. Esto es, en verdad, la amargura de la muerte. Inmediatamente una enfermera se me acerca con una bebida fresca, y, haciendo un tremendo esfuerzo para parecer concentrado, le pido que saque la mampara. Se ríe y la pliega, cuando veo otra mampara opuesta ocultando parcialmente una cama. Entonces tengo compañía. (Esto fue un intervalo comparativamente lúcido.) ¡Qué extraño lugar para tener textos! Inmediatamente a la vuelta de la cornisa de la habitación. Y están constantemente cambiando también. "El Señor es mi Pastor" "Yo me levantaré" – Realmente esto es lo más irritante. No puedo terminar ninguno de ellos. ¡Si tan solo las letras se estuvieran quietas por un momento!

¿Pero que es aquello de abajo? Es una ancha playa arenosa con el mar azul más allá. En el tope de un mástil en el frente hay una- ¿qué es eso? Sí, la cabeza de un hombre, por supuesto. (Era en realidad una bombilla eléctrica colgando la que de alguna curiosa manera había visto en posición invertida.) -Hermana, estoy seguro que podría trabajar en alguna espléndida historia. Por favor deme algo de papel y mi pluma fuente. Si no lo escribo ahora lo voy a olvidar- (De hecho, cuando estaba convaleciente yo quise escribir no solo esta historia en particular, sino una narración completa de mis visiones. Por supuesto, no se me permitió hacerlo, ¡y ahora, que pena! Ha ido a reunirse en la gran compañía de las ideas magníficas pero aparentes que uno tiene en sueños.)

-Honestamente, Hermana, debo salir por unos momentos. El hombre está en gran peligro, y yo solo puedo salvarlo. Hay un complot desesperado contra su vida. Vive bastante cerca en una de las dos casas a cada lado de esta.

La Hermana prometió fijarse en ello, y yo me recosté satisfecho solo a medias. Inmediatamente mi cama comienza a moverse ruidosamente. Pasa a través de la pared dentro de la siguiente casa. Habitación tras habitación es visitada, pero mi condenado amigo no está allí. Las otras casas son inspeccionadas una por una, sin resultado. Tengo la sensación de que está siendo secuestrado justo enfrente de mí para estar siempre en la próxima casa. La Hermana está detrás de todo este truco, estoy seguro (Aquí comienza aquel absurdo rencor y sospecha sobre ella, el que me deja solo con mi delirio).

-¡Oh, doctor, que contento estoy de verlo! Realmente en un país libre es intolerable que no se me conceda un simple pedido como este, y también salvar la vida de un hombre. Puede ver por usted mismo que soy bastante sensato y lo digo en serio. Pruébeme.

El doctor pregunta qué día de la semana es. Yo respondo, a la manera escocesa:

-¡Oh, eso es fácil! Si yo soy el hombre que vino aquí el Lunes, entonces es Miércoles, pero si vine el Jueves, entonces es Sábado. Si usted me dice que hombre soy yo, yo le diré que día es hoy.

Superado por esta lógica, el doctor se da por vencido, pero sugiere un compromiso, el cual acepto. Consiste en que las cuatro casas vecinas sean traídas y ubicadas delante de mi cama, para que yo pueda asegurarme de ver y advertir a mi amigo en problemas.

-No, yo no tomaré whisky. Seguramente usted sabe perfectamente bien que soy musulmán y tengo prohibido beber alcohol. Usted no puede pedirme que viole los principios de mi religión

La Hermana me asegura que la bebida no es whisky, y acerca el vaso a mis labios.
Lo arrojo con horror al piso.

-Demonio en forma humana, que me tientas a la destrucción. Vete y déjame morir en la fe verdadera- (Por supuesto no era whisky, sino algo de una naturaleza absolutamente opuesta. Semanas después, recordando el incidente, recordé haber leído casualmente una página o dos de una novela en la cual un mahometano es tentado a beber vino. No me causó ninguna impresión en ese momento, pero debe haber quedado registrado en algún lado.)

Inmediatamente la Hermana vuelve con otras tres enfermeras y una provisión fresca de la sustancia maldita. Tratan por todos los medios, desde el argumento, en el cual son vencidas de manera contundente, a la persuasión y fuerza moderada. Súbitamente resuelvo volar, y alcanzo en realidad la puerta de la habitación antes de ser sometido y devuelto a la cama. Luego se me pide que ponga mi dedo en la dosis y compruebe por mí mismo que no es whisky. En esta sugerencia veo la astucia maliciosa de la Hermana, entonces huelo el dedo húmedo, y triunfalmente insisto con que es whisky. Cuando dicen que son las doce en punto, y que estoy impidiéndoles ir a la cama, les contesto que no necesitan quedarse por mí, y, de todas formas, ¿qué significa eso para la pérdida de mi alma? Finalmente soy derribado, y el vaso es puesto contra mis dientes apretados. Ruego internamente por ayuda en esta espantosa situación extrema. ¡Veremos! Una idea brillante. Pretenderé que estoy muerto. Me pongo rígido y contengo mi respiración (Puedo recordar que no hice ningún esfuerzo adicional, pero luego me dijeron que la imitación fue fabulosa. Aún las enfermeras se alarmaron y llamaron al doctor. Tengo un oscuro recuerdo de su venida, y antes de darme cuenta de donde estaba me inyectaron algo, que yo pensé que era el whisky, en mi brazo.)

Me senté en la cama, y los mire a todos con odio concentrado, luego me recosté, con mi corazón destrozado por mi forzada herejía, sollozando, sollozando. Estoy sufriendo por mi pecado. La Hermana me está apuñalando en el hombro con una daga candente (Era una picadura de mosquito, y mi piel es muy sensible.) Me duele por todas partes. Súbitamente me encuentro solo en un dolor chato y desierto. Estoy sentado con mi espalda contra uno de los pilares de piedra de un enorme portal cerrado que llega hasta el cielo. Enfrente de mí sucede un espectáculo cinematográfico de estupenda escala. (No puedo recordar ahora mucho de él, pero la serie era larga y de un carácter espantoso. Debajo de cada escena había un letrero estableciendo el tema de la siguiente. Tenía la sensación de que no había ninguna escena, sino eventos reales en proceso de sucesión; aparte de eso, contestando una pregunta sugerida por una misteriosa voz podría llevar las series a un final, pero aunque conocía la respuesta, estaba absolutamente fuera de mi alcance darla. Inmediatamente a continuación de mi fallo en responder, de algún lado detrás de mí tronó un órgano y un coro de voces rompió en una canzoneta burlona, que incluía la respuesta apropiada, y también palabras de escarnio dirigidas contra mí. Hasta hace poco esta canzoneta frecuentemente me obsesionaba, pero ahora, me complace decirlo, he olvidado tanto la música como las palabras. Todo lo que sé es que era como una cantinela monótona, y totalmente desconocida para mí. Cuando la horrible canción terminó caí en un estado de auto-condenación mezclada con una indefensa expectativa, la cual era tan patética como para movilizarme aún cuando pienso en ella.)

La escena es una de guerras y terremotos y montañas en llamas. Por debajo tiene las palabras "Fin del Mundo". Tengo una visión de las innumerables miríadas de la humanidad arrodilladas en agonía al otro lado de la puerta. Un murmullo multitudinario explota en un horrendo alarido suplicando piedad. -¿Quién soy yo, Oh Dios, para que esta carga sea impuesta sobre mí? ¿Acaso soy yo el guardián de esa incontable multitud? No puedo contestar.

Aún si hablo, un escalofrío corta el aire, un delirio cataclísmico se me aparece, el órgano truena y el travieso coro comienza su torturante estribillo. No hay letrero por debajo de esta escena. La terrible música cesa, y la horrible escena ante mí se transforma en silencio. Pasa, y luego no hay más luz ni oscuridad. El desierto desaparece, el portal ya no está, la multitud infinita se ha ido como el rocío de la mañana, yo quedo en presencia de la nada. La toma de conciencia es aterradora; mi cerebro gira en espiral: el alivio debe venir; la naturaleza humana no puede soportarlo. Ah, gracias Dios, estoy enloqueciendo, cuando desde alguna parte, pero no sé de donde, viene una leve risa burlona, una voz satánica dice, "¡Vendido nuevamente!" el órgano sube, el invisible coro canta nuevamente, y la serie completa de escenas comienza otra vez desde el principio. Por un momento la tensión se relaja, "Dios está en Su cielo" después de todo, cuando, como el estruendo del acero, la Voz pronuncia la pregunta incontestable. Oh, Dios, yo debo-yo hablaré. La respuesta, la respuesta es:

-¿Qué hora es, Russell?- (¡Russell era el enfermero nocturno, la necesidad de cuya presencia el lector a esta altura ya entenderá por completo!)
-Cuatro y media, señor.
-Bueno, debo levantarme para alcanzar el primer tren a Glascow. Es un hecho de vida o muerte. Por favor deme mis ropas.

Russell se esfuerza en apaciguarme con promesas de ir mañana, y demás, todo lo cual yo veo con una despiadada lucidez. Finalmente, amenazando con alarmar el establecimiento entero, soy envuelto en mantas, llevado a una poltrona al lado del fuego, y una mampara es colocada detrás de mí.

-Ud. no puede alcanzar un tren, señor, antes de las seis y media.
-Discúlpeme, hay un tren a las 5.55, y yo voy a alcanzarlo. Por otro lado, ¿está usted seguro que la Hermana no está? Pensé que la había visto a la vuelta de la esquina de la mampara. ¿No? Entonces deme algo de soda y leche, y ¿tiene usted un cigarrillo por algún lado?

Russell naturalmente me negó tener cigarillos, entonces, como él me contó luego, yo procedí a maldecirlo a él, a su familia, sus ancestros y descendientes juntos, con tal copiosidad y minuciosidad de dicción ¡que hablé sin parar durante una hora y media! Me figuro que el Sr. Kipling es responsable por al menos la meticulosidad Hindú de mis conminaciones. De todas formas, habiéndome dejado exhausto tal esfuerzo, con Russell diciendo que ahora había perdido el tren, y que mejor me volviera a la cama para esperar el próximo, yo accedí con gran sensatez. Ese fue el clímax, y despertándome algunas horas más tarde de un pacífico sueño me encontré con que la crisis había pasado, y que estaba nuevamente tan sano como siempre. El primer libro por el que pedí fue el Progreso del Peregrino, y tan pronto como se me permitió leer me dirigí al pasaje de Cristiano a través del Valle de la Sombras. Había sentido antes que los demonios de Bunyan eran demonios de escenario, sus ciénagas y penas mero simulacro, los cómplices tales como Drury Lane generalmente se reirían con escarnio. Ahora estoy seguro de ello. La dificultad real, por supuesto, es hacerlo mejor.


En Zaccarath. Lord Dunsany (1878-1957)

-Venid -dijo el rey en la sagrada Zaccarath-, y que nuestros profetas hablen en vuestra presencia.

Desde muy lejos se veía la joya que era aquel palacio, maravilla de los nómadas de la llanura. Estaba el rey, con sus magnates con los reyes menores que le rendían vasallaje, y también estaban sus reinas con todas sus joyas. ¡Quién podría hablar del esplendor en el que residían, o de los miles de luces y de las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o el resplandor de sus cuellos abrumados!

Había un collar allí de perlas carmesíes como no podría imaginarlo el más soñador de los artistas. ¿Quién podría hablar de aquellos candelabros de amatista, en los que las antorchas, embebidas en raros óleos de Bhitinia, ardían esparciendo un aroma de bletanías? Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida, y áspera y desnuda de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.

-Venid -dijo el rey-, que nuestros profetas profeticen.

Entonces, los heraldos avanzaron entre las filas de guerreros, vestidos de seda, y que, ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave, movida por los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas estaban incrustadas de piedras preciosas. Al través de sus filas, los heraldos avanzaron y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y a uno de ellos lo trajeron y lo colocaron ante el rey. Y el rey le miró y dijo: -Profetiza ante nosotros.

Y el profeta irguió la cabeza, sus barbas se destacaron del sayo pardo y los abanicos de los esclavos las hicieron temblar ligeramente. Y el profeta habló al rey, y le habló así:

-¡Ay de ti, rey, y de Zaccarath! ¡Ay de ti y de tus mujeres, porque tu ruina será cruel y rápida! Ya en el cielo los dioses evitan a tu dios, porque conocen su sentencia y lo que está escrito, y ve cómo el olvido se levanta como una neblina. Has provocado el odio de tus montañeses. La maldad de tus días echará sobre ti a los zeedianos, como los soles de la primavera empujan la avalancha. Y se arrojarán sobre Zaccarath como la avalancha cae sobre las chozas del valle.

Y como las reinas cuchicheaban y reían entre sí, él simplemente elevó la voz y habló todavía:

-¡Ay de estos muros y de las cosas cinceladas que hay sobre ellos! El cazador conocerá las acampadas de los nómadas por las huellas de los fogarines en el llano, pero no conocerá dónde estuvo Zaccarath.

Algunos guerreros que se hallaban reclinados volvieron la cabeza para mirar al profeta cuando hubo callado. Lejos, a lo alto, los ecos de su voz murmuraron aún algún tiempo entre los cabrioles de cedro.

-¿No es espléndido? -dijo el rey. Y mucha gente batió con sus palmas el pulido pavimento en testimonio de aplauso. Entonces, el profeta fue conducido otra vez a su sitio en un rincón de aquel grandioso palacio, y durante un rato los músicos tocaron en trompetas maravillosamente recurvadas, mientras los tambores latían detrás, ocultos en un nicho. Los músicos fueron sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, soplando todos en sus inmensas trompetas bajo la brillante luz de las antorchas; pero como los tambores sonaban cada vez más fuertes en la oscuridad, aquéllos se levantaron y, suavemente, se acercaron al rey. Más y más fuertemente vibraban los tambores en lo oscuro, y más y más se acercaban los hombres con sus trompetas, a fin de que su música no fuese ahogada por los tambores antes de que hubiera podido llegar hasta el rey.

Una escena maravillosa ocurrió cuando las trompetas se detuvieron ante el rey, y los tambores, en la oscuridad, fueron como el trueno de Dios. Y las reinas movían la cabeza al compás de la música, mientras sus diademas chispeaban como estrellas. Y los guerreros levantaban sus cabezas y sacudían las plumas de aquellos pájaros dorados que los cazadores acechan junto a los lagos de Lidia, apenas matando a seis de ellos durante todo el largo de su vida, para confeccionar los penachos que los guerreros llevaban cuando hacían fiesta en Zaccarath.

Entonces el rey exclamó y los guerreros cantaron; casi todos ellos recordando entonces viejas canciones de batalla. Y, conforme cantaban, el son de los tambores decaía y los músicos marchaban hacia atrás, y el tamborileo se hacía cada vez más débil, hasta que cesó y ya no soplaron más en sus trompetas. Entonces, la asamblea golpeó el suelo con las palmas de sus manos. Y en seguida las reinas pidieron al rey que enviase a buscar otro profeta. Y los heraldos trajeron a un cantor y le colocaron ante el rey; y el cantor era un joven con un arpa. Y acarició las cuerdas del arpa, y cuando hubo silencio, cantó la iniquidad del rey. Y predijo la irrupción de los zeedianos, y la caída y el olvido de Zaccarath, y la vuelta del desierto a lo que fue suyo, y los jugueteos de los cachorros del león en el sitio mismo donde se alzaron las estancias del palacio.

-¿Sobre qué está cantando? -dijo una reina a otra reina.
-Está cantando del imperecedero Zaccarath.

Cuando el cantor cesó, la asamblea golpeó negligentemente en el suelo, y el rey le hizo una seña con la cabeza y él se marchó. Después que todos los profetas profetizaron ante ellos y cuando todos los cantantes cantaron, la real compañía se levantó y se fue a otras cámaras, abandonando el salón al pálido y solitario amanecer. En su soledad quedaron los dioses de cabeza de león que estaban esculpidos en los muros; en silencio quedaron, y sus pétreos brazos estaban cruzados. Y las sombras bailaban sobre sus rostros como pensamientos curiosos conforme las antorchas vacilaban y el triste crepúsculo matutino cruzaba los campos. Y los colores comenzaban a cambiar en los candelabros. Cuando el último tocador de laúd se quedó dormido, los pájaros comenzaron a cantar.

Nunca se vio esplendor más grande ni más famoso castillo. Cuando las reinas se retiraron pasando bajo los cortinajes de las puertas con todas sus diademas, pareció como si las estrellas desertasen de sus puestos y marchasen en tropel hacia Occidente, al apuntar la madrugada.

Tan sólo el otro día encontré una piedra que, sin duda, había pertenecido a Zaccarath. Tenía tres pulgadas de largo y una de ancho. Vi uno de sus bordes que no estaba cubierto por la tierra. Creo que solamente se han encontrado otras tres piedras semejantes.


En la corte del Dragón. Robert W. Chambers (1865-1933)

Oh, Tú que en tu corazón te quemas por los que se queman
En el infierno, cuyos fuegos alientas a tu vez;
¿Cuánto cundirá el grito "Tened piedad de ellos, Dios"?
¡Vaya ¿Quién eres tú para enseñar y El para aprender?

En la iglesia de St. Barnabé las vísperas habían terminado; el clérigo abandonó el altar; los pequeños niños del coro atravesaron el presbiterio y ocuparon su sitio en el banco. Un suizo de rico uniforme avanzó por el pasillo del sur haciendo resonar su bastón cada cuatro pasos sobre el suelo de piedras; tras él venía ese elocuente predicador y buen hombre que es Monseigneur C-.
Mi asiento se encontraba cerca de la baranda del presbiterio. Me volví hacia el extremo oeste de la iglesia. Los demás entre el altar y el pálpito se volvieron también. Hubo algún arrastrar de pies y crujir de telas mientras la congregación se acomodó nuevamente; el predicador subió al pálpito y el órgano se acalló. Siempre me había parecido sumamente interesante la música del órgano en St. Barnabé. Erudita y científica, era demasiado para mis escasos conocimientos, pero expresaba una vívida inteligencia, si bien fría. Además, poseía la francesa cualidad del gusto. El gusto reinaba supremo, autocontrolado, digno y reticente.

Hoy sin embargo, desde el primer acorde, había sentido un cambio para peor, un cambio siniestro. Durante las vísperas había sido principalmente el órgano del presbiterio el que había apoyado el hermoso coro, pero de vez en cuando, de modo del todo caprichoso, segán parecía, desde la galería del Oeste donde se encontraba el gran órgano, una mano pesada había irrumpido en la iglesia alterando la serena paz de esas diáfanas voces. Era algo más que aspereza y disonancia y delataba no poca habilidad. Mientras irrumpía una y otra vez, recordé lo que mis libros de arquitectura decían acerca de la antigua costumbre de consagrar el coro no bien se edificaba, y la nave, que se terminaba a veces medio siglo más tarde, a menudo quedaba sin bendición alguna: me pregunté fantasioso si no sería ese el caso de St. Barnabé y si algo que no debía ser advertido se habría apoderado de la galería del Oeste. Había leído que tales cosas sucedían también, pero no en obras de arquitectura. Entonces recordé que St. Barnabé no tenía mucho más de cien años, y me sonreí ante la incongruente asociación de las supersticiones medievales con esa animada obrita del rococó del siglo XVIII.

Pero ahora las vísperas habían terminado y deberían haber seguido unos pocos acordes tranquilos adecuados para acompañar la meditación mientras esperábamos el sermón. En lugar de ello, la discordancia en el extremo inferior de la iglesia irrumpió junto con la partida del clérigo como si nada pudiera controlarla. Pertenezco a la especie de una generación más antigua y simple a la que no le gusta buscar en el arte sutilezas psicoiógicas; y me he negado siempre a encontrar en la música algo más que melodía y armonía, pero sentí que en el laberinto de sonidos que salían de ese instrumento se perseguía a alguien. Arriba y abajo los pedales iban tras él, mientras el teclado bramaba su aprobación. ¡Pobre diablo! Quienquiera que fuese no parecía tener esperanzas de escapatoria. Mi fastidio nervioso transformóse en enfado. ¿Quién era el que estaba haciendo eso? ¿Cómo se atrevía a tocar así en medio del servicio divino? Miré a la gente que me rodeaba: nadie parecía perturbado para nada. Las plácidas frentes de las monjas arrodilladas, vueltas todavía hacia el altar, no habrían perdido nada de su devota abstracción bajo la pálida sombra de sus blancos tocados. La elegante señora a mi lado miraba expectante a Monseigneur C-. Por lo que su cara delataba, el órgano podría haber estado tocando un Ave María.

Pero ahora, por fin, el predicador había hecho el signo de la cruz y ordenado silencio. Me volví hacia él de buen grado. Hasta entonces no había hallado el descanso que había buscado al entrar a St. Barnabé esa tarde. Estaba agotado por tres noches de sufrimiento físico y perturbación mental: la última había sido la peor, y era un cuerpo exhausto y una mente obnubilada aunque agudamente sensitiva lo que había llevado a mi iglesia favorita para su curación. Porque había estado leyendo El Rey de Amarillo.

"El sol se eleva; ellos se reúnen y yacen en sus cubiles." Monseigneur C- pronunciaba su texto con voz serena, mirando con calma a la congregación. Dirigí la mirada, no sé por qué, al extremo inferior de la iglesia. El organista salía detrás de los tubos y al pasar por la galería, lo vi desaparecer por una pequeña puerta que conduce a unas escaleras que descienden directamente a la calle. Era un hombre delgado y tenía la cara tan blanca como negro era su abrigo. "¡De buena nos libramos! -pensé-. ¡Vaya música tan maligna! Espero que tu asistente improvise el final."

Con un sentimiento de alivio, con un profundo y calmo sentimiento de alivio, me volví hacia la humilde cara en el pálpito, y me dispuse a escuchar. Aquí, por fin, estaba la paz mental que anhelaba.

-Hijos míos -decía el predicador- hay una verdad que el alma humana encuentra la más difícil: que nada tiene que temer. Nunca aprende que nada puede dañarla realmente.
¡Curiosa doctrina -pensé para un sacerdote católico! Veamos cómo reconcilia eso con los Padres."
-Nada puede realmente dañar el alma -prosiguió con sus tonos más serenos y claros- porque...

Pero no oí el resto; mi mirada abandonó su cara, no sé por qué razón, y buscó el extremo inferior de la iglesia. El mismo hombre salía de detrás del órgano y avanzaba por la galería siguiendo el mismo camino. Pero no había tenido tiempo de volver y, si hubiera vuelto, lo habría visto. Sentí un ligero escalofrío y el corazón me dio un vuelco; y, sin embargo, sus idas y venidas no eran nada que me concerniera. Lo miré: no podía apartar la mirada de su figura negra y su cara pálida. Cuando estaba exactamente frente a mí, se volvió y lanzó a través de la iglesia, directamente a mis ojos, una mirada de odio intenso y mortal: jamás he visto otra igual. ¡Quiera Dios que jamás vuelva a verla! Luego desapareció por la misma puerta por la que lo había visto partir hacía menos de sesenta segundos. Traté de ordenar mis pensamientos. Mi primera sensación fue como la de un niño muy pequeño que se ha lastimado y demora el aliento para echarse a llorar.

Descubrirme de pronto el objeto de un odio tal era exquisitamente doloroso: y ese hombre era un perfecto desconocido. ¿Por qué me odiaba así? A mí, a quien jamás había visto antes. Por un momento todas mis otras sensaciones se mezclaron con esta angustia: aun el miedo estaba subordinado a la pena y por ese momento no abrigué la menor duda; pero empecé a razonar y una sensación de incoherencia vino en mi ayuda. Como lo he dicho, St. Barnabé es una iglesia moderna. Es pequeña y bien iluminada; uno la abarca toda casi de una mirada. La galería del órgano recibe una intensa luz blanca de una hilera de ventanas bajas en el triforio que no tiene siquiera cristales coloreados. Como el púlpito está en medio de la iglesia, cuando me volvía hacia él, todo lo que se moviera en el extremo Oeste no escaparía a mi mirada. No era extraño que hubiera visto pasar al organista: sencillamente había calculado mal el intervalo entre su primera y su segunda aparición. Había entrado en ese lapso por la otra puerta lateral. En cuanto a la mirada que tanto me había alterado, no la había habido y yo no era más que un tonto víctima de mis propios nervios.

Mire a mi alrededor. ¡Vaya lugar para dar albergue a horrores sobrenaturales! La cara regular y razonable de Monseigneur C-, sus modales controlados, sus ademanes aplomados y graciosos ¿no desalentaban la idea de un misterio espantable? Miré por sobre su cabeza y por poco no me echo a reír. Esa veleidosa señora que sostenía una esquina del pabellón del púlpito, semejante a un mantel de damasco con flecos al viento, en el primer intento de un basilisco de aposentarse en la galería del órgano lo apuntaría con su trompleta de oro y apagaría sin más su existencia. Reí a solas de la ocurrencia que, en aquel momento, me pareció muy divertida, y me quedé sentado mofándome de mí mismo y de todos los demás, de la vieja arpía fuera de la baranda, que me había hecho pagar diez céntimos por mi asiento antes de permitirme pasar (me dije que se parecía mucho más a un basilisco que el organista de tan anémica apariencia): desde la tétrica vieja señora hasta... ¡ay; sí! hasta el mismo Monseigneur C-. Porque toda devoción había desaparecido. Nunca había hecho cosa semejante en mi vida, pero ahora sentía deseos de mofarme.

En cuanto al sermón, no escuché de él ni una palabra, pues en mis oídos resonaba

De cuaresma nos ha endilgado
Catorce sermones el predicador
Untuosos y largos y muy aburridos
a compás de los pensamientos más fantásticos e irreverentes.

No tenía ya sentido seguir allí sentado: debía salir afuera y desembarazarme de este odioso estado de ánimo. Sabía la grosería que estaba cometiendo, pero me puse de pie y abandoné la iglesia. El sol primaveral brillaba en la rue St. Honoré mientras bajaba corriendo la escalinata de la iglesia. En una esquina había una carretilla llena de junquillos amarillos, pálidas violetas de la Riviera, oscuras violetas rusas y jacintos romanos blancos en medio de una nube dorada de mimosas. La calle estaba llena de gente endomingada en busca de placer. Hice girar mi bastón y reí junto con ellos. Alguien me alcanzó y siguió de largo. No se volvió, pero había en su pálido perfil la misma malignidad mo:rtal que la que había habido en sus ojos. Lo observé mientras estuvo al alcance de mi vista. Su espalda estrecha expresaba la misma amenaza; cada paso que lo separaba de mí parecía llevarlo a cierto cometido relacionado con mi destrucción. Avancé arrastrándome; mis pies casi se rehusaban a transportarme. Empezó a despertar en mí cierto sentimiento de responsabilidad por algo desde mucho tiempo atrás olvidado. Empezó a parecerme que merecía aquello con lo que me amenazaba: era algo que remontaba hasta muy atrás... muy, muy atrás. Había permanecido dormido todos estos años: estaba allí sin embargo, y no tardaría en surgir y enfrentarme. Pero intentaría escapar; y avancé con dificultad lo mejor que pude por la rue de Rivoli, a través de la Place de la Concorde, hasta el Quai. Miré con ojos enfermos el sol, que brillaba a través del rocío blanco de la fuente, derramado sobre las espaldas de oscuro bronce de los dioses fluviales, en el extremo lejano del Arc, una estructura de niebla amatista, en los incontables panoramas de tallos grises y ramas desnudas ligeramente verdes. Entonces lo vi venir nuevamente por la alameda de nogales del Cours la Reine.

Abandoné la vera del río, me interné ciegamente en los Champs Elysées y me dirigí hacia el Arc. El sol poniente iluminaba el césped verde del Rond-point: en pleno resplandor él estaba sentado en un banco rodeado de niños y de madres. No era más que un ocioso en domingo, como los demás, como yo mismo. Pronuncié las palabras casi en voz alta, sin cesar de contemplar el odio maligno que había en su rostro. Pero él no me miraba. Pasé arrastrándome a su lado y avancé con pies de plomo por la Avenue. Sabía que cada vez que lo encontrara, el cumplimiento de su cometido y mi destino estarían más cerca. Y aun trataba de salvarme. Los últimos rayos del sol poniente se vertían a través del gran Arc. Pasé bajo él, y me lo encontré cara a cara. Lo había dejado muy atrás en los Champs Elysées y, sin embargo, venía con un montón de gente que volvía del Bois de Boulogne. Se me acercó tanto que me rozó. Sentí su frágil estructura como de hierro dentro de su floja cubertura negra. No daba muestras de prisa, ni de fatiga, ni de sentimiento humano alguno. Todo su ser no expresaba más que una cosa: la voluntad y el poder de hacerme daño.

Lo miré angustiado avanzar por la ancha avenida llena de gente, en la que resplandecían ruedas y los jaeces de los caballos y los cascos de la Garde Republicaine. Pronto lo perdí de vista; entonces me volví y huí. Al Bois y mucho más lejos todavía... no sé dónde fui, pero al cabo de un largo rato, según me pareció, la noche había caído y me encontré sentado a la mesa ante un pequeño café. Había vuelto errante al Bois. Habían transcurrido horas desde la última vez que lo había visto. La fatiga física y el sufrimiento mental no me dejaban ya capacidad para pensar o sentir. Estaba cansado ¡tan cansado! Anhelaba ocultarme en mi propia guarida. Me decidí a ir a casa. Pero había que recorrer un largo camino. Vivo en la Corte del Dragón, un pasaje estrecho que va de la rue de Rennes a la rue du Dragon. Era un Impasse, transitable sólo por peatones. Sobre la entrada de la rue de Rennes hay un balcón sostenido por un dragón de hierro. Dentro del patio se levantan a ambos lados viejas casas altas y cierran los extremos que dan a ambas calles. Enormes portones giran en los goznes de profundas arcadas durante el día y cierran el patio después de anochecer, teniendo uno entonces que entrar llamando a ciertas puertecitas a los lados. El pavimento hundido acumula insalubres charcos. Empinadas escaleras bajan a las puertas que se abren al patio. Las plantas bajas están ocupadas por tiendas de artículos de segunda mano y herreros. Durante todo el día resuenan en el lugar martillos y barras de metal.
Aunque es insalubre abajo, hay vivacidad, comodidad y trabajo duro y honesto arriba.

En la quinta planta están los talleres de arquitectos y pintores y los refugios de estudiantes de edad mediana como yo, que quieren vivir solos. Cuando vine a vivir aquí era joven y no estaba solo. Tuve que andar largo rato antes que un vehículo conveniente apareciera, pero por fin, cuando casi había llegado al Arc de Triomphe nuevamente, vino un coche vacío y lo cogí. Desde el Arc hasta la rue de Rennes hay un camino de más de media hora, especialmente cuando uno es transportado por un caballo cansado que ha estado a merced de la gente que pasea en domingo. Hubo tiempo antes de pasar bajo las alas del Dragón de encontrar a mi enemigo una y otra vez, pero no lo vi y mi escondite ahora no estaba lejos. Ante el portón estaba jugando un grupo de niños. Nuestro conserje y su mujer estaban entre ellos con su perro de lanas negro manteniendo el orden; en la acera algunas parejas valsaban. Devolví su saludo y entré apresuradamente.

Todos los habitantes del patio habían salido a la calle. El lugar estaba completamente desierto, iluminado por unas pocas linternas que colgaban desde lo alto y en las que el gas ardía opacado. Mi apartamento estaba en la última planta de la casa sobre el medio del patio, y se llegaba a él por una escalera que descendía casi hasta la misma calle dejando libre sólo un estrecho pasaje. Puse el pie en el umbral de la puerta abierta; la amistosa y ruinosa escalera se alzaba ante mí para conducirme al descanso y el abrigo. Al mirar por sobre el hombro derecho, lo vi a diez pasos de distancia. Había entrado en el patio conmigo. Avanzaba derecho, ni lenta ni velozmente, sino derecho hacia mí. Y ahora me estaba mirando. Por primera vez desde que nuestras miradas se cruzaron en la iglesia, volvían ahora a encontrarse nuevamente, y supe que la hora había llegado.
Retrocediendo por el patio, lo enfrenté. Tenía intención de escapar por la entrada de la rue du Dragon. Sus ojos me dijeron que jamás podría hacerlo. Parecieron transcurrir siglos mientras yo retrocedía y él avanzaba por el patio en perfecto silencio; pero por fin sentí la sombra de la arcada, y el paso siguiente me llevó a su interior. Había tenido intención de volverme aquí y de un salto huir a la calle. Pero la sombra no era la de una arcada; era la de una bóveda. Las grandes puertas de la rue du Dragón estaban cerradas. Lo sentí por la negrura que me rodeaba, y en el mismo instante pude leer en su rostro. ¡Cómo brillaba su rostro en la oscuridad mientras se me acercaba! La profunda bóveda, las enormes puertas cerradas, los fríos cerrojos de hierro estaban todos de su lado. Aquello con que me había amenazado había llegado: se recogía y pesaba sobre mí en las insondables sombras; el punto desde el cual atacaría eran sus ojos infernales. Sin esperanzas, apoyé la espalda contra las puertas atrancadas y lo desafié.

Hubo arrastrarse de sillas en el suelo de piedra y crujir de vestidos al ponerse la congregación de pie. Podía oír a la guardia suiza en el pasillo sur que precedía a Monseigneur C- al dirigirse a la sacristía. Las monjas arrodilladas abandonaron su devota abastracción y, haciendo una reverencia, partieron. La dama elegante, mi vecina, también se levantó con graciosa reserva. Al partir su mirada recorrió ligeramente mi rostro con desaprobación. Medio sordo, o así me lo pareció a mí, aunque con suma intensidad atento a la menor trivialidad, me quedé séntado entre la multitud ociosa que avanzaba; luego me levanté yo también y me dirigí hacia la puerta. Había estado dormido durante todo el sermón. ¿Lo había estado en realidad? Levanté la cabeza y lo vi dirigirse por la galería a su sitio. Sólo lo vi de lado; su delgado brazo en su negra cobertura parecía uno de esos diabólicos instrumentos sin nombre esparcidos por las cámaras de tortura inutilizadas en los castillos medievales.

Pero me había escapado de él a pesar que sus ojos me habían dicho que no podría hacerlo. ¿Me había escapado de él? Del olvido, donde había tenido esperanzas de dejarlo, volvió lo que le daba poder sobre mí. Porque ahora lo conocí. La muerte y la espantosa morada de las almas perdidas a donde mi debilidad hacía ya mucho que lo había enviado, lo habían cambiado para cualesquiera ojos que no los míos. Lo había reconocido casi desde el principio; ni un momento dudé de lo que se proponía hacer; y ahora sabía que mientras mi cuerpo estaba sentado a salvo y animado en la pequeña iglesia, él había estado persiguiendo mi alma en el Patio del Dragón. Me arrastré hacia la puerta; el órgano irrumpió en lo alto con estruendo. Una luz deslumbrante llenó la iglesia que borró el altar de mis ojos. La gente se desvaneció, los arcos, el techo abovedado desaparecieron. Dirigí mis ojos agostados al insondable resplandor y vi las estrellas negras en el cielo y los vientos húmedos del lago de Hali me helaron el rostro. Y ahora, a lo lejos, sobre leguas de nubosas olas agitadas, vi la luna con perlas de rocío; y más allá las torres de Carcosa se alzaban tras la luna.

La muerte y la espantosa morada de las almas perdidas donde mi debilidad hacía ya mucho que lo había enviado, lo habían cambiado para cualesquiera ojos que no los míos. Y ahora oí su voz que se alzaba, crecía, tronaba en la luz relumbrante, y al yo caer, la irradiación que aumentaba más y más vertía sobre mí olas de fuego. Entonces me hundí en las profundidades y oí al Rey de Amarillo que me susurraba al oído:

-¡Es terrible caer en las garras del Dios vivo!