lunes, 17 de marzo de 2025

El hombre de cristal. Edward Page Mitchell (1852-1927)

Doblaba a toda prisa por la Quinta Avenida desde una de las calles que la atraviesan cerca del viejo depósito de agua, a las diez y cuarto de la noche del 6 de noviembre de 1879, cuando tropecé con un individuo que venía en dirección contraria a la mía.

La esquina era una boca de lobo y no logré distinguir a la persona con quien tuve el honor de chocar. Sin embargo, antes de haberme logrado recuperar por completo de aquel impacto, el instinto de una inteligencia hecha como la mía a la de deducción me había provisto de algunos datos al respecto. Estos son algunos de ellos: el hombre era más pesado que yo y de piernas más sólidas, aunque su estatura era exactamente tres pulgadas y media inferior a la mía. Llevaba un sombrero de copa, una capa de un pesado hilado de lana y galochas de abrigo. Tenía cerca de treinta y cinco años, había nacido en los Estados Unidos y se había educado en una universidad alemana, tal vez Heidelberg, tal vez Friburgo; de temperamento naturalmente precipitado, era, no obstante, considerado y cortés, en su trato. No se encontraba enteramente en paz con la sociedad y había en su vida o en su presente diligencia algo que deseaba ocultar.

¿Cómo podía saber yo todo esto, si ni siquiera había visto al desconocido y tan sólo una palabra había escapado de sus labios? Bien, sabía que era más fornido y se afirmaba mejor sobre sus pies porque fui yo, y no él, quien fue lanzado hacia atrás. Sabía que mi estatura era tres pulgadas y media superior a la suya porque la punta de mi nariz vibraba todavía por el efecto del contacto con el ala dura y afilada de su sombrero. La mano que yo había alzado inconscientemente se había metido bajo el borde de su capa. Llevaba zapatos de goma porque no había oído sus pisadas. Para un oído atento y entrenado, el tono de una voz indica tan claramente la edad como las arrugas de un rostro la evidencia a la vista. En el primer momento de exasperación ante mi torpeza el desconocido había murmurado un "¡Ox!" término que a nadie se le ocurriría en tal ocasión excepto a un alemán. No obstante, la pronunciación del vocablo gutural, me indicó que quien así hablaba era un norteamericano que había vivido en Alemania y no lo contrario, y que su educación alemana había tenido lugar al sur del Meno. Además el acento del caballero y el erudito se manifestaba aun en la expresión de su ira. Que el caballero no estaba particularmente apurado, sino que por alguna razón anhelaba mantenerse de incógnito, era una conclusión derivada del hecho de que se hubiera agachado para recoger y restituirme el paraguas después de escuchar en silencio mi cortés disculpa, retomando luego su camino tan silenciosamente como había aparecido.

Es para mí una cuestión de honor verificar mis conclusiones cuando resulta posible. De tal manera, regresé a la calle transversal y seguí al desconocido hacia un poste de alumbrado que se alzaba media cuadra más. Mi desventaja no excedía de los cinco segundos. No podía haber tomado otro camino, no existía ningún otro. Ninguna puerta se había abierto o cerrado a lo largo de nuestro camino. Y sin embargo, cuando llegamos ni tramo iluminado, la silueta que debería haberse dibujado allí delante mío faltaba por completo. Ni el hombre ni su sombra eran visibles. Apresurándome tanto como pude para alcanzar la siguiente luz de gas, me detuve a escuchar bajo la lámpara. Aparentemente, la calle estaba desierta. Los rayos de la linterna amarillenta sólo penetraban unos cuantos pasos en las tinieblas. Sin embargo los escalones y el zaguán de la casa de piedra marrón que se levantaba frente al farol callejero tenía iluminación suficiente. Los números dorados sobre la puerta eran visibles y pude reconocer la casa porque aquella cifra me era familiar. Mientras permanecía aguardando bajo la lámpara de gas, pude percibir un leve ruido sobre los escalones y el ruido sordo de una llave en su cerradura. La puerta del vestíbulo de la casa se abrió lentamente, cerrándole luego de un portazo cuyo eco resonó en la calle. Sólo un segundo más tarde se ovó el ruido de la puerta interior que era abierta y cerrada. Nadie había salido. Si podía confiar en el testimonio de mis ojos frente a un acontecimiento similar, a apenas diez pies y a plena luz, nadie había entrado.

Intuyendo la escasez de material para aplicar con exactitud el proceso deductivo, me quedé un largo rato haciendo descabelladas conjeturas sobre la naturaleza del extraño suceso. Sentí, en ese momento, esa vaga sensación que nos embarga ante lo inexplicable y que tanto se aproxima al pavor. Fue un verdadero alivio oír unos pasos en la vereda opuesta y ver al volverme a un agente de policía que daba vueltas a su largo y negro mazo, mientras me observaba con atención.

II.
La casa de color chocolate cuya puerta de calle se abrió y cerró a la medianoche sin que mediara acción humana alguna, me era, como dije, bien conocida. Había salido de ella unos diez minutos antes, después de pasar una agradable velada con mi amigo Bliss y su hija Pandora. Se trataba de uno de esos edificios en los que cada piso conforma un departamento. El segundo piso, o departamento, había sido ocupado por Bliss desde su regreso del extranjero, es decir, durante doce meses. Estimaba a Bliss por sus excelentes cualidades humanas, al mismo tiempo que su mente deplorablemente ilógica y acientífica me inspiraba profunda piedad. Y adoraba a Pandora.
Téngase la amabilidad de comprender que mi admiración por Pandora Bliss era desesperanzada, y no sólo desesperanzada, sino también resignada a su desesperanza. En nuestro círculo de amistades existía el acuerdo tácito de que la particular circunstancia de la joven, desposada con un recuerdo, debía ser respetada en todo momento. La adorábamos con serenidad y sin pasión... lo suficiente como para alimentar su coquetería sin llegar a vulnerar la endurecida superficie de su corazón de viuda. Por su parte, Pandora se conducía con notable decoro. No suspiraba con demasiada evidencia cuando la cortejábamos y controlaba siempre tan bien sus coqueteos que era capaz de interrumpirlos cuando los queridos y tristes recuerdos regresaban a su memoria.

Considerábamos apropiado expresarle su deber de desechar el pasado muerto como si fuera un libro cerrado, en consideración a su juventud y belleza, y urgiría respetuosamente a que regresara a la vida y su alegría. Pero considerábamos impropio insistir en el tema una vez que la joven hubiese replicado que tal cosa era absoluta y definitivamente imposible. Los pormenores del trágico episodio en la experiencia europea de la señorita Pandora nos eran desconocidos. Se sabía, vagamente, que mientras se hallaba en el extranjero había amado a un hombre, jugando después con sus sentimientos. Luego él había desaparecido, dejándola en una total ignorancia acerca de su destino y con un remordimiento perpetuo, a causa de su caprichoso comportamiento. Bliss me había suministrado algunos datos esporádicos que carecieron de suficiente coherencia para dar una idea de la historia. No existía razón para creer que el enamorado de Pandora se había quitado la vida. Se llamaba Flack y era un científico. En la opinión de Bliss, se trataba de un tonto y, siempre en su opinión, Pandora era una tonta al dejarse consumir por él. Y Bliss tenía la opinión de que todos los hombres de ciencia eran más o menos tontos.

III.
Aquel año asistí a la cena de Acción de Gracias con los Bliss. Durante la velada busqué asombrar a los concurrentes narrando los misteriosos eventos de la noche de mi encuentro con el desconocido. Pero mi relato no logró el resultado deseado. Dos o tres personas recalcitrantes intercambiaron significativas miradas. Pandora, que se encontraba desacostumbradamente pensativa, escuchaba con aparente indiferencia. Su padre, con su estúpida incapacidad para comprender algo fuera de lo común, se rió sin reserva y hasta llegó a cuestionar mi integridad como observador de fenómenos sobrenaturales. Algo irritado y tal vez con mi fe en el milagro un tanto menoscabada, pedí disculpas por retirarme temprano. Pandora me acompañó hasta el umbral.

—Su relato —me dijo— me interesó de modo extraño. También yo podría informar de raros eventos dentro y alrededor de la casa que lo sorprenderían. Y no creo ser totalmente ignorante de la naturaleza de los mismos. El penoso pasado empieza a lanzar un rayo de luz, pero no seamos apresurados. Trate de investigar el asunto más a fondo, y hágalo por mí.

La joven exhaló un suspiro al darme las buenas noches. Me pareció oír un segundo y más profundo suspiro, demasiado nítido para ser un simple eco. Empecé a descender las escaleras. Había bajado media docena de escalones cuando sentí el peso de la mano de un hombre en mi hombro. Pensé en un primer momento que tal vez Bliss me había seguido hasta el vestíbulo para disculparse de su grosería. Me volví para recibir su amistosa proposición, pero no había nadie a la vista. La mano volvió a tocarme el brazo y me estremecí de temor a pesar de mis ideas filosóficas. Esta vez la mano me tiró de la manga del saco, como si me invitase a subir las escaleras. Subí uno o dos escalones y la presión en mi brazo se hizo más ligera. Hice una pausa y la silenciosa invitación se repitió con una premura que no dejaba dudas acerca de sus deseos. Juntos subimos las escaleras. Aquella presencia abría el ascenso y yo la seguía. ¡Qué trayecto extraordinario! Las dependencias estaban brillantemente iluminadas con luz de gas. Pero el testimonio de mis ojos sólo indicaba que no había nadie en la escalinata, sino yo. Cerrando los ojos, la ilusión, si así se la podía llamar, era perfecta. Podía oír, delante mío, el crujido de las escaleras, las pisadas suaves pero perfectamente audibles, sincronizadas con las mías, y aún la respiración regular de mi acompañante y guía. Al extender el brazo podía tocar con los dedos el borde de sus prendas... una pesada capa de lana bordeada de seda.

De repente abrí los ojos, los cuales me volvieron a informar que me hallaba completamente solo. Se me presentó entonces este problema: cómo determinar si era la visión la que me estaba engañando, mientras que mis sentidos del oído y del tacto me daban indicios correctos, o si bien mis oídos y órganos del tacto mentían, mientras que mis ojos comunicaban la verdad. ¿Quién podrá ser arbitro cuando los sentidos se contradicen? ¿La capacidad de raciocinio? La razón se inclinaba a reconocer la presencia de un ser inteligente, cuya existencia era rotundamente negada por los sentidos más dignos de confianza. Llegamos al piso superior de la casa. La puerta que daba acceso al salón principal se abrió ante mí, aparentemente por sí misma. Una cortina en el interior pareció correrse por sí sola y mantenerse abierta el tiempo suficiente para ingresar a un departamento, en cuyo interior todo indicaba el buen gusto y los hábitos de una persona erudita. Ardía un fuego de leños en el hogar y las paredes estaban cubiertas de libros y cuadros. Las reposeras eran amplias y acogedoras. No había en la estancia nada misterioso o espeluznante, nada que difiriera de un amueblamiento común y corriente.

Mi mente se hallaba ya libre de los últimos vestigios de la sospecha de un fenómeno sobrenatural. Tal vez, estos fenómenos no carecían de una explicación racional; sólo me faltaba una clave para interpretarlos. El comportamiento de mi invisible anfitrión indicaba una disposición amistosa. Pude observar con perfecta tranquilidad una serie de manifestaciones de energía por parte de algunos objetos inanimados, independientes de toda acción humana. En primer lugar, una amplia otomana se desplazó desde un rincón de la habitación y se aproximó al hogar. Luego un sillón Reina Ana, de respaldo cuadrado, salió de otro rincón, avanzando hasta detenerse frente al primero. Una pequeña mesa de tres patas se elevó ligeramente sobre el piso y ocupó un espacio entre los dos sillones. Un grueso volumen en octavo se movió hacia atrás, abandonó su lugar en el estante y flotó tranquilamente por el aire a una altura de unos tres o cuatro pies, posándose prolijamente en la mesa. Una pipa de porcelana finamente pintada abandonó su soporte en la pared y se unió al volumen. Una caja de tabaco saltó desde la repisa del hogar. La puerta de un gabinete se abrió sobre sus goznes y un botellón y un vaso de vino iniciaron juntos un viaje, arribando a su destino en forma simultánea. Todos los objetos de aquella habitación parecían estar animados por el espíritu de la hospitalidad.

Me acomodé en la reposera, llené el vaso de vino, encendí la pipa y examiné el volumen. Era el Handbuch der Gewebelehre, de Bussius de Viena. Una vez que lo hube colocado en la mesa, se abrió con premeditación en la página cuatrocientos cuarenta y tres.

—¿No está usted nervioso, ¿verdad? —dijo en tono perentorio una voz situada a no más de cuatro pies de mi tímpano.

IV.
Esta voz tenía un sonido conocido. Era la voz que había oído en la calle, la noche del 6 de noviembre, cuando había exclamado "¡Ox!"

—No —dije—. No estoy nervioso. Soy hombre de ciencia, acostumbrado a considerar todos los fenómenos como explicables por medio de las leyes naturales, siempre que podamos descubrir tales leyes. No, no estoy asustado.
—Mucho mejor así. Usted es un hombre de ciencia, como lo soy yo —la voz parecía expresar un gran dolor—, un hombre valiente y un amigo de Pandora.
—Discúlpeme —interpolé—. Puesto que se menciona el nombre de una dama, sería buen saber con quién o qué estoy hablando.
—Eso es precisamente lo que deseo comunicarle, —replicó la voz—, antes de pedirle que me preste un gran servicio. Mi nombre es, o era, Stephen Flack. Soy, o he sido, ciudadano de los Estados Unidos. Mi estado legal en la actualidad es un misterio tan grande para mí como posiblemente lo sea para usted. Pero soy, o era, un hombre honesto y un caballero, y le ofrezco mi mano.

No vi ninguna mano, pero extendí la mía y sentí la presión de unos dedos cálidos y llenos de vida.

—Ahora bien —continuó la voz, después de este silencioso pacto de amistad—, tenga la amabilidad de leer el pasaje en el cual he abierto el libro que estaba en la mesa.

He aquí una traducción aproximada de lo que leí en alemán:

-Puesto que el color de los tejidos orgánicos que constituyen el cuerpo humano depende de la presencia de ciertos principios inmediatos de tercera clase, conteniendo todos ellos hierro como uno de sus elementos esenciales, se deduce que la tonalidad puede variar de acuerdo a modificaciones químico-fisiológicas bien definidas. Un exceso de hematina en los glóbulos de la sangre dará un tinte más rojizo a cada tejido. La melanina, que da el color al coróideo del ojo, al iris y al cabello, puede aumentarse o disminuirse según leyes recientemente formuladas por Scharcht, de Basilea. En la epidermis, el exceso de melanina es responsable de la existencia de los negros y su suministro deficiente la de los albinos. La hematina y la melanina, juntos con la biliverdina de color gris-amarillento y la urocacina de color rojo-amarillento, son los pigmentos que otorgan las características del color a los tejidos, los que, de otro modo, serían transparentes, o casi transparentes. Deploro mi incapacidad para registrar el resultado de ciertos experimentos histológicos sumamente interesantes realizados por el incansable investigador Froliker, quien tuvo éxito en su intento de separar la decoloración rosada del cuerpo humano por medios químicos...

—Durante cinco años —continuó mi invisible compañero cuando concluí la lectura—, fui alumno y ayudante de laboratorio de Froliker, en Friburgo. Bussius conjeturó sólo a medias la importancia de nuestros experimentos. Alcanzamos resultados tan asombrosos que las autoridades demandaron que no se publicaran, ni siquiera para el mundo científico. Froliker murió hizo un año el pasado mes de agosto. Tenía gran fe en el genio de este gran pensador y hombre admirable. Si él hubiese recompensado mi incuestionable lealtad con plena confianza, no sería yo ahora una miserable piltrafa humana. Pero su reserva natural y los celos profesionales con que todos los sabios guardan sus resultados no verificados, me mantuvieron ignorante de las fórmulas esenciales que regían nuestros experimentos. Como discípulo suyo conocía bien los detalles específicos del trabajo, pero sólo mi maestro poseía el secreto fundamental. Como consecuencia, he sido llevado a soportar una desgracia más pavorosa que las desgracias que cualquier otro ser humano pueda haber padecido, desde que Dios lanzó la maldición primordial sobre Caín. Al principio, nuestros esfuerzos fueron dirigidos a la ampliación y variación de la cantidad de materia pigmentaria en el sistema. Incrementando la proporción de melanina, por ejemplo, transportada por el alimento a la sangre, pudimos convertir un hombre rubio en moreno y un moreno en un negro africano. Casi no existía tonalidad que no pudiéramos impartir a la piel, modificando y variando nuestras combinaciones. Los experimentos, usualmente, se probaban en mi persona. En diferentes ocasiones fui de color cobrizo, azul violeta, carmesí y amarillo-cromo. Durante una semana triunfal exhibí en mi cuerpo todos los colores del arco iris. Y todavía queda un testigo de la interesante naturaleza de nuestro trabajo durante este período."
La voz hizo una pausa, y en cuestión de segundos se hizo oír una campanilla de mano que estaba sobre la repisa. Al instante, un hombre viejo, con un ceñido casquete, entró a la habitación arrastrando los pies.

—Kaspar —dijo la voz en alemán—, muéstrale tu pelo a este caballero.
Sin mostrar sorpresa alguna y como si estuviera perfectamente acostumbrado a recibir órdenes desde el espacio vacío, el viejo sirviente hizo una reverencia y se quitó el casquete. Los escasos mechones que quedaron entonces al descubierto eran de un brillante verde esmeralda. No pude contener una exclamación de asombro.

—El caballero encuentra tu cabello muy hermoso —dijo la voz, siempre en alemán—. Es todo Kaspar.

Volviendo a calzarse el casquete, el servidor se retiró con una mirada de vanidad satisfecha en el rostro.

—El viejo Kaspar era sirviente de Froliker y ahora es el mío. Fue el sujeto de una de las primeras aplicaciones del proceso. El benemérito hombre quedó tan satisfecho con el resultado que no quería permitirnos que restauráramos a su cabello el color original. Es un alma fiel y mi único intermediario y representante ante el mundo visible.

-Vamos ahora —continuó Flack— al relato de mi desgracia. El gran histólogo con el cual tuve el privilegio de estar asociado, dirigió entonces su atención hacia otra rama de la investigación, aún más interesante. Hasta ese momento había buscado simplemente aumentar o modificar los pigmentos de los tejidos. Inició entonces una serie de experimentos, en busca de la posibilidad de eliminarlos totalmente del sistema, por medio de la absorción, la exudación y el uso de los cloruros y otros agentes químicos que actúan sobro la materia orgánica. ¡Y tuvo demasiado éxito!
"Volví a ser sometido a los experimentos, que fueron supervisados por Froliker, quien me comunicó acerca del secreto del proceso solamente lo que era inevitable. Durante semanas permanecí en su laboratorio sin ver a nadie y sin ser visto por persona alguna, excepto el profesor y su fiel Kaspar. Herr Froliker actuaba con cautela, vigilando de cerca el efecto de cada nueva prueba, y avanzando gradualmente. Nunca llegaba tan lejos en un experimento como para que la posibilidad de retroceder desapareciera. Siempre dejaba expedito un camino fácil para echarse atrás. Por esa razón, me sentía perfectamente seguro en sus manos y me sometía a lo que requiriese de mí.

-Bajo la acción de las drogas blanqueadoras que el profesor me había administrado en combinación con poderosos detergentes, me puse al principio pálido, blanco, incoloro como un albino, pero sin que mi salud se resintiera. Mi cabello y mi barba se parecían a la lana de vidrio y mi piel al mármol. El profesor estaba satisfecho con los resultados y decidió no seguir adelante. Me devolvió entonces a mi color normal.

-En el siguiente experimento, y en los que le sucedieron, permitió que sus agentes químicos se afirmaran más en los tejidos de mi cuerpo. No sólo me puse blanco, como un hombre que no se ha expuesto al sol, sino ligeramente translúcido, como una estatuilla de porcelana. Después hizo una pausa en sus experimentos y me devolvió mi color natural, permitiéndome salir al mundo exterior. Dos meses más tarde ya era más que translúcido. Tal vez haya usted visto esos animales marinos radiales como la medusa, cuyos contornos son casi invisibles para el ojo humano. Bien, yo era en el aire como la medusa en el agua. Casi perfectamente transparente, sólo inspeccionándome de cerca podía el viejo Kaspar descubrir donde me encontraba en la habitación cuando venía a traerme alimentos. Fue Kaspar quien atendía a mis necesidades cuando debía permanecer encerrado.

—Pero, ¿y sus ropas? —inquirí, interrumpiendo la narración de Flack—. Deben haberse destacado fuertemente sobre el borroso aspecto de su cuerpo.
—Ah, no —dijo Flack—. El espectáculo de un traje aparentemente vacío moviéndose por el laboratorio era demasiado grotesco hasta para el serio profesor. Para proteger su gravedad, se vio obligado a desarrollar un método para aplicar su proceso a la materia orgánica inerte, la lana de mi capa, el algodón de mis camisas y el cuero de mis zapatos. Entonces quedé vestido como lo estoy todavía.

-En esa etapa de nuestros experimentos, cuando ya había logrado una transparencia casi perfecta y, por lo tanto, una invisibilidad completa, conocí a Pandora Bliss. Un año atrás, en el mes de julio, en uno de los intervalos de nuestros trabajos, y en una época en que aún presentaba un aspecto natural, fui a la Selva Negra para recuperarme. Vi y admiré a Pandora por primera vez en la pequeña aldea de San Blasino. Ellos procedían de los saltos del Rin y estaban en viaje hacia el norte; yo, por mi parte, cambié mi rumbo y también viajé al norte. En la Posada Stern me enamoré de Pandora; en la cumbre del Feldberg ya la adoraba con locura. En el Hollenpass estaba dispuesto a sacrificar mi vida por una palabra agradable de sus labios. Sobre el Hornisgrinde le rogué que me permitiera lanzarme desde la cima de la montaña hacia las tenebrosas aguas del Mummelsee para demostrar mi devoción. Usted conoce a Pandora y, puesto que la conoce bien, no es necesario tratar de disculpar el rápido crecimiento de mi obsesión. Ella coqueteó conmigo, se rió, paseó en carruaje, recorrió conmigo los caminitos en los bosques verdes, ascendió conmigo cuestas tan empinadas que hacerlo juntos era un delicioso y prolongado abrazo; habló de la ciencia y los sentimientos; escuchó mis esperanzas y mi entusiasmo, me desairó, me trató con desprecio, me hizo enloquecer, a su dulce antojo, y todo mientras el positivista de su padre dormitaba en los salones de las posadas leyendo las secciones financieras de los últimos periódicos de Nueva York. Pero ni aún hoy sé si realmente me amaba. Cuando el padre de Pandora se enteró de la naturaleza de mis ocupaciones y de mis perspectivas futuras, decidió interrumpir abruptamente nuestro dulce idilio. Supongo que me ubicaba en la clase de los prestidigitadores profesionales y los charlatanes de feria. Traté en vano de explicarle que me haría famoso y probablemente, rico.

—Cuando sea usted famoso y rico —observó con una sonrisa—, me complacerá mucho verlo en mi oficina de Broad Street.
Se llevó a Pandora a París y yo retorné a Friburgo.
Pocas semanas más tarde, una brillante tarde de agosto, me encontraba en el laboratorio de Froliker, invisible ante cuatro personas que se hallaban casi al alcance de mi brazo. Kaspar estaba detrás mío, lavando unos tubos de ensayo. Con una orgullosa sonrisa en su rostro, Froliker contemplaba fijamente el lugar donde sabía que yo estaba. Dos profesores colegas, convocados con algún pretexto, me empujaban inconscientemente con sus codos, mientras discutían no sé que cuestiones sin importancia. Podían haber oído los latidos de mi corazón, estoy seguro.

—De paso Herr Profesor —preguntó uno de ellos, a punto de partir— ¿ha regresado su ayudante, Herr Flack. de sus vacaciones?
La prueba había sido perfecta. Tan pronto como estuvimos solos, el profesor Froliker sujetó mi mano invisible, como lo hizo usted esta noche. Estaba de muy buen humor.

—Mi querido amigo —dijo—, mañana culminaremos nuestra tarea. Aparecerá usted, o más bien no aparecerá, ante la asamblea de la universidad en pleno. Ya he enviado invitaciones por telégrafo a Heidelberg, a Bonn y a Berlín. Schrotter, Haeckel, Steinmetz y Lavallo estarán presentes. Nuestro triunfo se celebrará en presencia de los físicos más eminentes de la época. Entonces, revelaré los secretos de nuestro proceso, los que he mantenido ocultos hasta ahora, incluso para usted, mi colaborador y amigo de confianza. Pero usted compartirá mi gloria. ¿Qué es eso que he oído sobre un avecilla silvestre que se ha volado? Hijo mío, pronto tendrá pigmento suficiente y podrá ir a París a buscarla con la fama en sus manos y las bendiciones de la ciencia sobre su cabeza.

A la mañana siguiente, diecinueve de agosto, antes de que me levantara de mi litera, Kaspar entró apresuradamente en el laboratorio.

—¡Herr Flack! ¡Herr Flack! —dijo con voz entrecortada—, Herr Profesor acaba de morir de una apoplejía.

V.
El relato había llegado a su fin. Me quedé sentado, pensando en todo lo que había oído. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué podía decirle? ¿De que modo podría ofrecer consuelo a este hombre desdichado?

Flack, invisible, sollozaba con honda amargura. Fue el primero en hablar:

—¡Es cruel, muy cruel! Sin haber cometido ningún crimen antes los ojos del hombre, ningún pecado ante la vista de Dios, he sido condenado a un destino mil veces peor que el infierno. Debo marchar sobre la faz de la tierra, como un hombre, viviente, vidente, amante como los otros, mientras que entre yo y todo lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida, existe una barrera establecida para toda la eternidad. Hasta los fantasmas tienen forma propia. Mi vida es una muerte en vida: mi existencia, el olvido eterno. Ningún amigo puede mirarme a la cara. Si abrazara contra mi pecho a la mujer que adoro, sólo le inspiraría un terror inenarrable. La veo casi todos los días. Rozo sus vestidos cuando paso cerca de ella en las escaleras. ¿Me amaba ella acaso? ¿Me ama? Si lo supiera, ¿no sería mi maldición aún más cruel? Sin embargo es para averiguar la verdad que lo he traído aquí.

Fue entonces que cometí el error más grande de mi vida.

—¡Anímese! —dije alegremente—, Pandora siempre lo ha amado.
Cuando vi que la mesa se volcaba bruscamente, advertí la vehemencia con que Flack se había puesto de pie. Sus manos asían mis hombros con ferocidad.
—Sí —continué diciendo—, Pandora ha sido fiel a su recuerdo. No hay razón para desesperarse. El secreto del proceso de Froliker murió con él, pero ¿por qué no puede ser redescubierto mediante experimentos y deducciones desde el comienzo, con la ayuda que usted mismo puede prestar? Tenga valor y esperanza. Ella lo ama. Dentro de cinco minutos lo oirá usted de sus propios labios.

Nunca había oído un gemido de dolor tan patético como su exultante grito de alegría. Bajé apresuradamente las escaleras para llamar a la señorita Bliss al salón. Le expliqué la situación en pocas palabras. Ante mi sorpresa, ni se desmayó ni se puso histérica.

—Por supuesto que lo acompañaré —dijo con una sonrisa que no supe interpretar entonces.
Me siguió hasta los aposentos de Flack y con gran tranquilidad escudriñó todos los rincones del departamento con una sonrisa inmóvil en su rostro. No podría haber mostrado mayor aplomo si hubiese entrado en un elegante salón de baile. No manifestó asombro ni terror alguno, cuando su mano fue asida por manos invisibles y cubierta de besos por labios que nadie podía ver. Escuchó con compostura el torrente de amorosas y acariciadoras palabras que mi infortunado amigo vertía en sus oídos. Con asombro y un poco inquieto, yo observaba la extraña escena ante mis ojos.

Muy pronto, la señorita Bliss retiró su mano.
—En verdad, señor Flack —dijo con una leve carcajada—, es usted bastante demostrativo. ¿Adquirió tal costumbre en el continente europeo?
—Pandora —le oí decir—. No entiendo.
—Tal vez —continuó ella serenamente—, considera usted estas efusiones como uno de los privilegios de su invisibilidad. Permítame felicitarlo por el éxito de su experimento. Qué hombre tan inteligente debe haber sido su profesor... ¿cómo se llama? Podría usted hacer una verdadera fortuna exhibiéndose como un fenómeno.

¿Esta era la mujer que durante meses había exhibido su pena inconsolable por la pérdida de este misino hombre? Estaba estupefacto. ¿Quién puede pretender analizar los motivos de una mujer coqueta? ¿Qué ciencia tiene la suficiente profundidad como para desentrañar sus caprichos?

—Pandora —volvió a exclamar el hombre invisible, con voz de asombro—. ¿Qué significa esto? ¿Por qué me recibes de esta manera? ¿Es todo lo que tienes que decirme?
—Creo que sí —replicó con gran indiferencia, yendo hacia la puerta—. Es usted un caballero y no es necesario que le pida que me ahorre más molestias.
—Su corazón es de hielo —murmuré cuando pasó a mi lado—. Es indigna de él.

El desesperado grito de Flack atrajo a Kaspar a la habitación. Con el instinto adquirido en largos años de leal servicio, el anciano fue directamente al lugar donde estaba su amo. Lo vi tomar algo en el aire como si estuviera forcejeando con él, buscando detener al hombre invisible, pero fue arrojado violentamente a un costado. Recobrándose, se quedó atento un instante, con el cuello distendido y el rostro pálido. Después salió corriendo de la habitación y bajo las escaleras. Lo seguí. La puerta de calle estaba abierta. Vi a Kaspar vacilar unos segundos en la vereda. Y finalmente corrió hacia el oeste por la calle, con tal velocidad que me fue sumamente difícil mantenerme a su lado. Era cerca de la medianoche. Cruzamos avenida tras avenida. Un murmullo inarticulado de satisfacción se escapó de los labios del viejo Kaspar. A poca distancia delante de nosotros vimos un hombre, parado en la esquina de una de las avenidas, quien repentinamente caía al suelo. Seguimos corriendo un instante sin disminuir la velocidad. A corta distancia frente a nosotros podía oír rápidas pisadas. Agarré a Kaspar del brazo y él asintió con la cabeza.

Casi sin resuello, era consciente de que no pisábamos ya el pavimento sino que caminábamos sobre tablas y entre una increíble confusión de maderos. Ya no había más luces delante nuestro, sino solamente el oscuro vacío, Kaspar, dando un prodigioso salto, aferró algo, se le escapó y cayó de espaldas lanzando un grito de terror.

Se oyó un sordo chapoteo en las oscuras aguas del río que estaba bajo nuestros pies.


El hombre que nunca llegaba a joven. Fritz Leiber (1910-1992)

Maot se está impacientando. Muchas veces, al caer de la tarde, se encamina lentamente a donde la tierra negra se encuentra con la arena arnarwa y allí se queda, avizorando el desierto, hasta que empiezan a soplar los vientos.

Yo en cambio me siento de espaldas a la mampara de cañas y contemplo el Nilo.

No es únicamente porque está llegando a joven. También empieza a hastiarse de los campos. Deja a mi cuidado las tareas de labranza y prodiga su atención al rebaño. Cada día lleva las cabras y las ovejas más lejos a pastorear.

Yo he estado viendo los síntomas durante mucho tiempo. En el transcurso de las últimas generaciones los campos cultivados se han vuelto cada vez más escasos y se los riega con menos diligencia. Se diría que llueve más a menudo. Las casas se han tornado más simples, meras tiendas cercadas por muros. Y cada año hay alguna familia que recoge sus rebaños y emprende la lenta marcha hacia el oeste.

¿Por qué aferrarme tan tenazmente a estas pobres reliquias de civilización, yo que he visto a los hombres del rey Keops desarmar piedra por piedra la Gran Pirámide y transportarla de nuevo a las montañas?

Me he preguntado a menudo por qué yo nunca llego a joven. Ese hecho es todavía para mí un misterio tan grande como el de los labriegos de tez morena que se arrodillan con temerosa veneración cuando paso a su lado.

Envidio a los que llegan a jóvenes. Sueño con desprenderme de esta cáscara de sensatez y responsabilidad, con zambullirme en un período de amores borrascosos y pasiones intensas, los años felices que preceden al fin.

Pero sigo siendo un hombre barbado de unos treinta años, y visto hoy la piel de cabra como otrora vestí el jubón o la toga, siempre a punto de dar el gran salto, pero sin llegar jamás a darlo.

Tengo la impresión de que siempre fui así. Ni siquiera puedo recordar mi propio desentierro, y eso es algo que todo el mundo recuerda.

Maot es sutil. No pide lo que quiere, pero al anochecer, cuando regresa a casa, se sienta lejos del fuego y murmura incitantes fragmentos de canciones y se frota los párpados con pigmento verde para hacerse deseable a mis ojos, y trata por todos los medios de contagiarme su desasosiego. Me tienta a interrumpir el trabajo abrasador del mediodía y me hace ver lo robustas que se están poniendo nuestras cabras y ovejas.

Ya no quedan más hombres jóvenes entre nosotros. Cuando llegan a jóvenes, o acaso antes, todos toman el camino del desierto. Incluso patriarcas desdentados, macilentos, se levantan de sus sepulcros y sin detenerse casi a reponer sus fuerzas con las vituallas y los brebajes excavados con ellos, juntan sus manadas y sus esposas y parten, cojeando, rumbo al poniente.

Recuerdo el primer desentierro que presencié. Era en un país de maquinarias y humo e incesantes noticias. Pero lo que voy a relatar ocurrió en un remanso donde había aún granjas pequeñas y caminos estrechos y formas de vida simples.

Había dos viejecitas llamadas Flora y Helena. Seguramente ellas mismas habían sido desenterradas hacía unos pocos años, pero eso no lo recuerdo. Creo que yo era algo así como un sobrino, pero no estoy seguro.

Empezaron a visitar a una vieja tumba en el cementerio, a un kilómetro del pueblo. Recuerdo los ramilletes de flores que traían cuando regresaban. Sus rostros severos, plácidos, habían empezado a agitarse. Yo veía que el dolor iba entrando en sus vidas.

Pasaron los años. Sus visitas al cementerio se hicieron más frecuentes. Una vez, al acompañarlas, advertí que la borrosa inscripción de la lápida se iba tomando más nítida y clara, al igual que las facciones de los rostros de las dos ancianas. «John, amante esposo de Flora...»

A menudo Flora sollozaba hasta la medianoche, y Helena iba y venía por la casa con el semblante atribulado. Llegaban los parientes y les decían palabras de consuelo, pero con eso sólo parecían ahondarles el dolor.

Por último la lápida llegó a ser totalmente nueva, y el césped que la cubría se puso verde y tierno y desapareció en la húmeda tierra pardusca. Como si estas fueran las señales que sus oscuros instintos habían estado aguardando, Flora y Helena dominaron su pena y visitaron al pastor y al encargado de la funeraria y al médico, e hicieron ciertos arreglos.

En un frío día de otoño, cuando las rizadas hojas castañas remolineaban entre los árboles, partió el cortejo: el vacío coche fúnebre, los silenciosos automóviles negros. En el cementerio vimos a un par de hombre provistos de palas que se alejaban discretamente de la tumba recién abierta. Entonces, mientras Flora y Helena lloraban desconsoladamente y el pastor pronunciaba palabras solemnes, una caja larga y estrecha fue retirada de la tumba y transportada a la carroza.

En la casa desatornillaron y levantaron la tapa del féretro, y vimos a John, un anciano ceroso con una larga vida por delante.

Al día siguiente, en obediencia a lo que al parecer era un antiguo ritual, lo sacaron del ataúd, y el hombre de la funeraria le extrajo de las venas un líquido acre y le inyectó la sangre roja. Luego lo llevaron y lo acostaron en una cama. Al cabo de algunas horas de petrificada espera, la sangre empezó a actuar. El hombre se agitó, y el primer hálito de vida le resonó ásperamente en la garganta. Flora se sentó en la cama y lo estrechó contra su pecho en un tímido abrazo.

Pero estaba muy enfermo y necesitado de reposo, y el médico le indicó por señas a Flora que saliera de la alcoba. Recuerdo la expresión de su rostro en el momento de cerrar la puerta.

También yo hubiera debido sentirme feliz, pero me parece recordar que tuve la sensación de que había un no sé qué de malsano en todo el episodio. Tal vez nuestras primeras experiencias de las grandes crisis de la vida nos afecten siempre en esa forma.

Estoy enamorado de Maot. Los centenares de mujeres que antes he amado en mi largo errar por el mundo no desmedran la sinceridad de mi afecto. Yo no entré en su vida, ni en la de las otras, como lo hacen normalmente los amantes: desde la tumba o en la pasión de una terrible querella. Yo siempre voy a la deriva.

Maot sabe que en mí hay algo extraño. Pero no deja que eso interfiera en sus esfuerzos por hacerme hacer lo que ella quiere.

Amo a Maot y sé que en última instancia accederé a su deseo. Pero antes quiero seguir un tiempo más a la orilla del Nilo y de la magnífica pompa que su pasar conjura.

Mis primeros recuerdos son siempre los más difíciles, y lucho con todas mis fuerzas por interpretarlos. Tengo la sensación de que si pudiera retroceder un paso más en la memoria llegaría a poseer una sabiduría aterradora. Pero, al parecer, nunca puedo hacer el esfuerzo necesario.

Esos recuerdos comienzan sin nada que los preceda, en nubes y torbellinos, en oscuridad y miedo. Soy ciudadano de una grande y lejana nación, no uso barba y visto ropas feas y incómodas, pero por mi aspecto y mi edad no soy distinto del que soy ahora. El país es cien veces más grande que Egipto, y sin embargo es sólo uno de tantos. Todos los pueblos del mundo se conocen entre sí, y el mundo es redondo, no plano, y flota en una inmensidad sin límites, jalonada por archipiélagos de soles, no circunscripta por una bóveda tachonada de estrellas.

Hay máquinas en todas partes, y las noticias dan la vuelta al mundo como un grito, y los deseos son muchos. Existe una abundancia jamás soñada, oportunidades sin par. Y sin embargo los hombres no son felices. Viven con miedo. Miedo, si la memoria no me engaña, de una guerra que nos envolverá y acaso destruirá a todos y que se cierne sobre nosotros como una amenaza de oscuridad.

Las armas que tienen preparadas para esa guerra son terribles. Grandes máquinas que navegan sin timonel, no a través del agua sino del aire, dando la vuelta al mundo para ir a destruir una ciudad enemiga. Otras que surcan el cielo como dardos hasta más allá del aire, para venir a atacarnos desde las estrellas. Nubes envenenadas. Partículas letales de polvo luminoso.

Pero las peores de todas son las armas que sólo se rumorean.

Durante meses que parecen eternidades esperamos el estallido de esa guerra. Sabemos que los errores ya fueron cometidos, que se han dado los pasos irrevocables, que se han perdido las últimas oportunidades. Sólo esperamos el momento.

Se diría que debiera existir alguna razón especial para que hayamos llegado a tales extremos de horror y desesperanza. Como si hubiera habido otras guerras mundiales anteriores y hubiésemos luchado desesperadamente por salir de ellas prometiéndonos que esa sería la última Pero de esas guerras nada recuerdo. Y bien pudiera ser que el mundo y yo hayamos sido creados a la sombra de esa catástrofe, en un desentierro universal.

Lentos pasan los meses. De pronto, misteriosamente, increíblemente, la guerra empieza a replegarse. Las tensiones se alivian. Las nubes se disipan. Hay gran actividad, conferencias y planes. Se multiplican las esperanzas de una paz duradera.

Pero no dura. En súbito holocausto, surge un opresor llamado Hitler. Curioso que este nombre me vuelva a la memoria después de tantos milenios. Sus ejércitos se despliegan por todo el globo.

Pero sus triunfos son efímeros. Sus soldados son rechazados y Hitler cae en el olvido. Al final, es un oscuro agitador, casi un desconocido.

Otra paz, entonces, pero tampoco duradera. Una nueva guerra, menos cruenta que la anterior, que también trae consigo un período más apacible.

Y así sucesivamente.

Algunas veces pienso (debo aferrarme a esto) que en otras eras el tiempo ha de haber fluido en el sentido opuesto y que, en violenta reacción a la postrer guerra total, ha de haber vuelto sobre sus pasos para desandar su primitivo curso. Que nuestras vidas presentes no son más que un retorno y un retroceso. Una gran retirada.

En ese caso es posible aún que el tiempo vuelva a invertir su curso. Quizá tengamos otra posibilidad de escalar la valla.

Pero no...

El pensamiento se ha desvanecido en las ondas del Nilo.

Otra familia se marcha del valle en este día. Toda la mañana han estado escalando penosamente la garganta de arena. Y ahora, al volver las cabezas para contemplar acaso por última vez el borde de los amarillos acantilados, se perfilan contra el cielo de la mañana: motas verticales los hombres, motas horizontales las bestias.

Junto a mí, Maot los sigue con la mirada. Pero no hace ningún comentario. Está segura de mí.

El acantilado queda otra vez desierto. Pronto habrán olvidado al Nilo con sus turbadores fantasmas de recuerdos.

Nuestra vida entera es un olvidar y un retornar. Del mismo modo que las madres absorben a los niños, así los grandes pensamientos son absorbidos por las mentes geniales. Al principio están en todas partes. Nos rodean como el aire. Luego hay una merma. Ya no todos los hombres los conocen. Y surge entonces un gran hombre y los toma para sí, y se convierten en un secreto. Sólo subsiste la inquietante convicción de que algo maravilloso se ha desvanecido.

He visto a Shakespeare desescribir las grandes tragedias. He visto a Sócrates despensar los profundos pensamientos. He oído a Jesús desdecir las divinas palabras.

Hay una inscripción en la piedra, y parece eterna. Al volver, siglos después, la encuentro igual, apenas un poco menos borrosa, y pienso que ella, el menos, puede durar. Pero un día llega un escriba y laboriosamente rellena los surcos hasta que queda tan solo la piedra lisa.

Entonces solo él sabe lo que allí estaba escrito. Y cuando llega a joven, ese conocimiento se extingue para siempre.

Lo mismo ocurre con todo cuanto hacemos. Nuestras casas se vuelven nuevas y las desmantelamos, y arrumbamos los materiales en minas y canteras, bosques y campos. Nuestras ropas se vuelven nuevas y las abandonamos. Y nosotros mismos nos volvemos nuevos y olvidamos y buscamos ciegamente una madre.

Ahora todos se han marchado. Solo Maot y yo nos demoramos.

No pensé que ocurriría tan pronto. Ahora que estamos acercándonos al fin, la naturaleza parece apresurarse.

Supongo que aquí y allá, a lo largo del Nilo, ha de haber otros rezagados, pero a mí me gusta pensar que nosotros somos los últimos, los últimos que veremos desaparecer los sembrados, los últimos que miraremos el río sabiendo algo de lo que antaño simbolizó, antes de hundirse en el eterno olvido.

Nuestro mundo es el del triunfo de las causas perdidas. Después de esa segunda guerra de que hablé hubo en mi país natal, del otro lado del mar, un largo período de paz. Había en ese entonces entre nosotros un pueblo primitivo al que llamábamos indios, un pueblo desdeñado y dominado, obligado por nosotros a vivir aislado, en áreas miserables. No nos causaban ninguna preocupación. Si alguien nos hubiera dicho que tenían poder para dañarnos, nos habríamos reído.

Pero repentinamente surgió entre ellos una chispa de rebelión. Formaron bandas, se procuraron arcos y armas inferiores y vinieron a nosotros en pie de guerra.

Nosotros los enfrentamos en pequeñas batallas que jamás eran del todo decisivas. Ellos persistían, volvían siempre a la lucha, tendían emboscadas a nuestros hombres y nuestras carretas, nos hostigaban sin cesar y finalmente sus incursiones se volvieron respetables.

Sin embargo, los considerábamos tan insignificantes que hasta encontramos tiempo para librar entre nosotros una guerra civil.

El desenlace de esa guerra fue triste. Una porción de la población de piel oscura fue esclavizada y obligada a trabajar para nosotros en las casas y los campos.

Las fuerzas de los indios crecieron de una manera formidable. Poco a poco nos expulsaron de los anchos ríos y llanuras del oeste medio, obligándonos a atravesar las boscosas montañas hacia el este.

En la costa oriental los resistimos durante algún tiempo, principalmente por habernos aliado con una nación isleña transoceánica, a la que cedimos nuestra independencia.

Hubo un hecho alentador. Los negros esclavizados fueron reunidos y amontonados en navíos y traídos a las playas australes de este continente, y aquí fueron liberados o puestos en manos de tribus guerreras que finalmente les concedieron libertad.

Pero la presión de los indios, esporádicamente ayudados por aliados extranjeros, fue en aumento. Ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, caserío por caserío, levantamos nuestras viviendas y también nosotros nos embarcamos para surcar el mar. Hacia el final los indios se tornaron extrañamente pacíficos, y los últimos cargamentos de hombres parecían huir no tanto por miedo físico sino por el terror sobrenatural que inspiraban las verdes florestas silenciosas que habían engullido sus hogares.

En el sur los aztecas empuñaron sus cuchillos de vidrio y sus espadas con filo de pedernal y echaron a los... creo que se llamaban españoles.

Un siglo más y todo el continente occidental cayó en el olvido, salvo algunas vagas, obsesivas remembranzas.

La tiranía y la ignorancia crecientes, una incesante contracción de las fronteras, rebeliones de los oprimidos, que a su vez se convertían en opresores: estos hechos constituyeron la siguiente era de la historia.

Una vez pensé que la marea había cambiado de rumbo. Surgió un pueblo pujante y disciplinado, el pueblo romano, y sometió bajo su férula a la mayor parte del mundo debilitado.

Pero esa estabilidad resultó transitoria. Una vez más los gobernados se levantaron contra los gobernantes. Los romanos fueron expulsados: de Inglaterra, de Egipto, de la Galia, de Asia, de Grecia. De los campos yermos surgió Cartago para disputarle y arrebatarle a Roma su hegemonía. Los romanos buscaron refugio en Roma, su importancia menguó, se perdieron en un laberinto de migraciones.

Sus ideas revitalizantes resplandecieron durante un siglo glorioso en Atenas, luego cesaron de gravitar.

Después de eso, la declinación continuó a un ritmo uniforme. Ya nunca más me dejé engañar con el pensamiento de que el curso de las cosas había cambiado.

Excepto esta última vez.

Porque era pétreo y seco, porque el sol lo bañaba a raudales, porque estaba lleno de templos y sepulcros, porque era afecto a las tradiciones y a la calma, pensé que Egipto podría perdurar. El casi inmutable correr de los siglos alentó en mí esa creencia. Pensaba que si no habíamos llegado al momento crucial habíamos al menos llegado al reposo.

Pero han comenzado las lluvias, los templos y sepulcros llenan los peñascos de los acantilados, y la tradición y la calma han dado paso a los impacientes afanes del nómade.

Si hay un momento crucial, no llegará hasta que el hombre sea uno con las bestias.

Y Egipto deberá desaparecer como todo lo demás.

Mañana Maot y yo emprenderemos la marcha. Ya hemos reunido nuestros animales y enrollado nuestra tienda.

Maot arde de juventud. Está muy cariñosa.

Será extraño andar por el desierto. Pronto, demasiado pronto, nos daremos nuestro último y más dulce beso, y ella parloteará conmigo como una niña y yo velaré por ella hasta que encontremos a su madre.

O quizá un día la abandonaré en el desierto, y su madre la encontrará.

Y yo, yo seguiré eternamente.


El hombre de la multitud. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(La Bruyère)

Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.

Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.

La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.

El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.

La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.

Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.

Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.

Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.

A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.

Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.

Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.

Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.

Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.

Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.

-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.


El hombre muerto. Horacio Quiroga (1878-1937)

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!

¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.


El hombre de las mil piernas. Frank Belknap Long (1901-1994)

Alguien llamaba violentamente a la puerta de ml habitación. Comoquiera que eran ya pasadas las doce y aún no habla podido dormirme, el alboroto no me cayó muy bien.

-¿Quién anda ahí? -pregunté.
-Un joven insiste en ser recibido, señor -repuso en voz ronca mi casero-. Un joven, sí..., muy pálido y extremadamente delgado, señor..., con una cuestión que dice urgente y que no admite demora. «Está en cama», le he dicho, y él insiste en que usted es el único médico que puede ayudarle ahora. Dice que no ha comido ni dormido durante una semana; y no es más que un muchacho, señor.
-Dígale que pase, pues. -Y así diciendo salté de la cama, tomé mi bata y encendí un cigarrillo.

Se abrió la puerta para dar paso a un hilo de luz y a un joven tan increíblemente emaciado que no pude menos de contemplarle con horror. Mediría un metro ochenta y era muy ancho de hombros, pero no pesaría más de cincuenta kilos. Durante unos instantes permaneció silencioso con la mirada fija en mí. Le ofrecí un cigarrillo e hizo un gesto negativo con la mano.

-No fumo -me espetó-. Es lo último que haría. Nada impide tanto la claridad del pensamiento como el tabaco.
-¿Tiene usted algo que comunicarme... alguna confesión quizá de la que quiera hacerme partfcipe?
-Sí..., una confesión. ¿Sabe usted lo que siguifica que le nieguen a uno ampliar los limites del conocimiento humano cuando ha logrado introducir una nueva dimensión en el proceso mental? Hubo un tiempo en que el mundo científico en pleno me escuchaba con respeto, y apreciaba incluso el valor de mis palabras. Pero, ahora...

Se echó a temblar de tal manera que me vi obligado a sujetarlo con tanta autoridad como deseos de que se tranquilizara.

-Cuando la sociedad niega a una persona de genio creador el derecho a su propio nombre... -siguió- ...que se apreste a lo gue pueda venir. Es el miedo de a qué extremos podía llegar lo que me ha enfermado.
-Un ligero tratamiento de sostén.., -empecé a decir.
-No deseo ningún tratamiento -replicó iracundo. Luego, más mesurado, anadió-; Le asombraría, quizá, el conocer mi nombre.
-¿Cómo se llama usted?
-Arthur St. Amand -respondió al tiempo que se incorporaba.

Fue tal mi asombro, que a poco se me cae el cigarro de las manos. Y no me importa añadir que, por unos instantes, me sentí incluso asustado. ¡Arthur St. Amand!

-Arthur St. Amand -repitió-. Naturalmente, se ha quedado usted sin habla al descubrir que ese jo ven pálido, nervioso y emocionalmente desequllibrado que tiene delante no es sino el que fuera llamado una vez par de Newton y de Leonardo da Vinci. Resulta grotescamente irónico, pero no menos trágico. Como el doctor Fausto, llegué a encararme con Dios, y ya ve, ahora soy menos que un escolar.
-Es usted muy joven aún -dije entrecortadamente-. No puede tener más de veinticuatro años.
-Veintitrés, para ser exacto. Fue precisamente a los veinte cuando publiqué mi comunicación acerca de las vibraciones etéreas. Durante seis meses me vi rodeado de gloria. Era el maravilloso joven de las ciencias superiores..., luego vino aquel francés con su teoría...
-Supongo que se refiere a monsieur Paul Rondoli -le interrumpí-. Recuerdo la sensación causada en su tiempo por su sorprendente refutación. Le eclipsó a usted completamente de la atención popular; más tarde, si no yerro, el mundo científico le declaró a usted un fraude y su estrella se puso repentinamente.
-Pero ascenderá de nuevo -exclamó mi joven visitante-, El mundo volverá a discutirme y esta vez no seré olvidado. Demostraré mi teoría. Probaré que el efecto de las vibraciones etéreas en las células individualizadas es de cambio. -Vaciló unos instantes, y de pronto se echó a gritar-. Pero, no, no se lo diré. No se lo diré a nadie. He venido aquí esta noche para desahogarme. En principio pensé en acudir a un cura. Era necesario que me confesara con alguien. Cuando mis pensamientos se aglomeran, se vuelven monstruosos. Le he elegido a usted porque es un hombre de inteligencia y de discernimiento imaginativos y porque ha oído ya muchas confesiones, pero no discutiré ahora el tema de las vibraciones etéreas. Cuando lo vea, comprenderá.

Giró bruscamente sobre sus talones y abandonó la estancia y mi casa sin mirar siquiera atrás. No he vuelto a verle nunca más.


Diario de Thomas Shiel,
novelista y narrador de cuentos

21 de Julio. Es mi cuarto día en la playa. He ganado ya un kilo y medio y estoy tan moreno que hasta he asustado a una muchachita cuando fui a bañarme esta mañana. La pequeña construía un castillo de arena y al verme abandonó la pala y echó a correr en dirección a su madre. «¡Un horrible hombre negro!» ha gritado. Quizá pensara que yo era un genio extraído directamente de Las mil y una noches.

22 de Julio. La niña que asusté ayer ha desaparecido. La policía investiga el caso, que se estima de secuestro. Esta desgraciada ocurrencia ha deprimido a todos los presentes. Se han deshecho los grupos de bañistas y hasta los niños permanecen silenciosos, tristes y apáticos. No se ha descubierto huella alguna en la arena del lugar donde fue vista la niña por última vez y se supone el escenario de la desaparición...

23 de julio. Ha desaparecido otro niño, y esta vez el secuestrador ha dejado una pista. En la escena donde tuvo lugar una violenta lucha ha sido hallado el sombrero y bastón de paseo de un hombre, al parecer joven. En varios metros a la redonda la arena ha aparecido teñida de sangre. Esta mañana varias madres han abandonado el New Beach Hotel con sus hijos.

24 de julio. Elsie ha llegado esta mañana. Se ha producido un nuevo crimen justo hacia el momento de su llegada, y apenas me he visto con valor para explicarle la situación. Mi palidez, no obstante, la ha alarmado. «¿Qué te pasa?», ha preguntado. «Pareces enfermo.» «Lo estoy -he dicho-. He visto algo horroroso en la playa esta mañana.» «¡Cielo santo! –ha exclamado ella-: ¿Han encontrado a alguno de los niños?» Ha sido un gran respiro para mí que ella supiera ya el caso por los periódicos de Nueva York. «No -ha sido mi lacónica respuesta-. No han dado con ellos, pero sí con un hombre con la cabeza destrozada y el cuerpo totalmente desprovisto de sangre. Y cerca de su cadáver, los investigadores han descubierto unos pequeños montoncitos de algo parecido a limo, de color amarillento. A la luz del sol esa sustancia parecía centellear con un brillo muy especial.» «¿La han examinado?» ha querido saber Elsie. «Lo están haciendo ahora. Sabremos los resultados esta noche.» «¡Que Dios se apiade de nosotros!»

25 de Julio. Dos cosas curiosas. El químico que ha examinado la sustancia gelatinosa hallada cerca del cuerpo, en la playa, declara que se trata de protoplasma vivo y ha procedido a enviarla al Ministerio de Sanidad para que sea clasificado por uno de sus expertos biólogos. La otra es que han descubierto una profunda charca de unos siete metros de diámetro, en una falla del terreno, a una milla aproximadamente del New Beach Hotel, y dicen que alberga a extraños pobladores. El agua es negra como la tinta, y muy salina. Se encuentra a unos tres metros de la orilla del mar y, sin embargo, se ve afectada por las corrientes y mareas de tal modo que su nivel varía un palmo y medio con las mareas.

Esta mañana uno de los huéspedes del hotel, concretamente una joven llamada Clara Phillips, se ha acercado a la charca por simple casualidad, y fascinada por su siniestra apariencia ha querido dibujarla. Se había sentado al borde de las rocas y preparado ya el fondo y los celajes de su composición, así como algunos detalles del primer plano, cuando ha creído oír un extraño ruido a sus pies. «Gulp», parecía, «gulp». No ha podido evitar un grito de susto, alejarse de allí sólo unos pasos, lo justo no obstante para eludir un largo tentáculo dorado que se acercaba a ella sobre las rocas. Aquel tentáculo surgía del mismo centro de la charca, de las negras aguas, y su aspecto era verdaderamente repulsivo. La mujer no se ha amilanado, sino que, avanzando rápidamente, lo ha pisoteado con decisión. Su ataque ha sido tan resuelto que aquella cosa ha sido incapaz de evitarlo y volver de nuevo a su elemento. La señorita Phillips, cabe añadir, es una mujer joven, de extraordinaria presencia de ánimo y no menos notable energía. Ha reducido el extremo del tentáculo a pulpa a base de taconazos. Luego se ha dado la vuelta y ha echado a correr. Jamás lo había hecho tan de prisa desde sus tiempos de escuela.

Y éste es el relato del pequeño Harry Doty. Le ofrecí por él una reluciente moneda, pero me lo ha contado gratis.

-Sí, señor; esta charca la conozco de siempre. Solía venir a ella en busca de cangrejos, caracoles y grandes anémonas de color púrpura. Pero hasta la semana pasada siempre sabía lo que iba a sacar. Alguna vez pescaba algo menos corriente, una concha o gusano descabezado, con chupadores verdes en la cola y con facha de dernonio endomingado, y alguna vez, un patinador que me miraba y me miraba como enfadado. Pero nunca algo como eso, señor. Lo he enganchado por la cabeza y tenía los ojos más humanos que he visto nunca, señor. Me ha escupido, y yo he soltado inmediatamente el sedal. Y me he ido. Sí, señor, me he ido a todo correr. Y oía, ¡oh!, ¡sí señor!, que había echado detrás de mí.

26 de Julio. Elsie y yo partimos mañana. Estoy con mis nervios a punto de estallar, y Elsie tartamudea cada vez que abre la boca. No la culpo por tartamudear, pero no alcanzo a comprender por qué desea hablar de ello, después de lo que hemos visto... Hay cosas que sólo se pueden expresar con el silencio.

El analista local ha recibido esta mañana el informe del Ministerio de Sanidad. El material hallado en la playa estaba formado por millares de células muy semejantes a las que componen el cuerpo humano. Sin embargo, no eran humanas. Los biólogos se han quedado tan desconcertados, que han enviado un cultivo de ellas a Washington, mientras que otro se halla ya en camino del Museo Americano de Historia Natural. Las autoridades locales han investigado esta mañana la curiosa charca negra descubierta entre las rocas. Elsie, yo y la mayoría de turistas observábamos las operaciones. Thomas Wilshire, miembro de la policía de New Jersey, ha echado una sonda, que con creciente pasmo hemos visto hundirse. «Treinta metros», murmuró Elsie mientras los policías se miraban perplejos el uno al otro. «Probablemente ha ido a parar al mar», exclamó alguien. «No creo que la charca sea tan profunda», añadió otro. Thomas Wilshire ha sacudido la cabeza. «Pasan cosas raras aquí -dijo-. No me gusta nada el cariz del asunto.»

El buzo era un hombre pequeño y enjuto, afectado de algún oscuro mal nervioso, o algo así, que le hacia temblar violentamente de vez en cuando. «Tendrás que bajar en seguida» dijo Wilshire. El aludido asintió con la cabeza y empezó a mover los pies.

«Ayudadle a meterse en el traje, muchachos» ordenó Wilshire en tono perentorio, con lo que el pobre desgraciado fue alzado materialmente por poderosas manos y transformado en un instante en un monstruo de formas redondeadas y ojos protuberantes.

Al poco había desaparecido en las negras aguas. Dos hombres le daban acompasada y enérgicamente a la bomba mientras Wilshire cabeceaba soñoliento y se rascaba repetidamente la barbilla, acaso para no rendirse del todo al sueño. «Me pregunto qué habrá ahí abajo -musitó-. Personalmente, no creo que tenga muchas probabilidades de salir. No estaría en sus zapatos por todo el oro de Fort Knox.» A los pocos minutos, el tubo de goma empezó a agitarse violentamente. «¡Pobre muchacho! –farfulló Wilshire-. Sabía que algo iba a pasarle. ¡Izad, rápido, izad!»

El tubo fue sacado en un santiamén. No había nada a su extremo, aunque su porción inferior aparecía cubierta por una especie de limo dorado y brillante. Wilshire tomó el cabo sajado, lo examinó con displicencia y dijo: «Limpiamente cortado... ¡Pobre diablo!»

Los demás nos miramos unos a otros horrorizados. Elsie palideció tanto que por un momento creí que iba a desmayarse. Wilshire habló de nuevo: «De momento, ya hemos descubierto algo», empezó a decir. Nos apelotonamos alrededor de él. Wilshire hizo una pequeña pausa, y una ligera sonrisa de triunfo distendió sus labios. «Efectivamente, hay algo en esa charca -concluyó-. La vida de nuestro amigo no se ha perdido en vano.»

Sentí el absurdo deseo de golpear con saña aquel rostro orondo y pagado de sí mismo, y lo habría hecho de no detener mi impulso una súbita exclamación general.

«¡Mirad!», gritó Elsie, al tiempo que con frenético ademán señalaba hacia la charca. ¡Estaba cambiando de color! Lentamente iba adquiriendo un tono rojizo... De pronto algo estremecedor salió a la superficie, donde se revolvió unos instantes. «¡Un brazo humano!» exclamó Elsie con voz entrecortada, llevándose las manos al rostro. Wilshire silbó para sus adentros. Dos objetos más siguieron al primero, y luego algo redondo, que hizo que Elsie no pudiera evitar el mirar con ojos desorbitados a través de la separación de sus dedos.

«¡Vámonos! -conminé-. ¡Apártate de ahí en seguida!» La tomé por el brazo e iba a arrastrarla, incluso a la fuerza, lejos del borde de aquel horrible círculo de aguas negras y calmas cuando interrumpí mi acción al grito de Wilshire.
«¡Miradlo! ¡Miradlo! -gritó desaforadamente-. Es esa cosa horrible. ¡Dios!, no es humano.»

Ambos nos dimos la vuelta y contemplamos la escena absortos. Hay monstruos de la Creación que no pueden ser descritos; y lo que habla surgido para reclamar el fugitivo fragmento de su destrozada presa era de ese orden. Recuerdo vagamente, como si se tratara de una pesadilla, que poseía largos brazos que brillaban y centelleaban a la luz del sol, y un pico monstruosamente curvado bajo unos ojos azules inquisitivos en los que reflejaba la maldad más indescriptible. La idea de permanecer allí y presenciar la consumación del horroroso festín, del que era víctima el infortunado buzo, me resultó intolerable. A pesar, pues, de las protestas de Wilshire, quien nos instaba a que hiciéramos algo, giré sobre mis talones y eché a correr arrastrando a Elsie tras de mí. Como supe más tarde, fue lo mejor que podría habérseme ocurrido, pues la cosa surgió de pronto de su elemento y ¡a poco se lleva a tres turistas por delante!

Declaración de Henry Greb,
Dependiente de Farmacia

Por lo común cierro a las diez, pero llegada la hora de cierre me hallaba tan enfrascado en un relato de horror, interesante donde los haya, que se me fue el santo al cielo. Estaba tan absorto en la lectura que no noté nada particular en el ambiente hasta que, de pronto, elevé un momento la mirada y allí estaba él observándome inquisitivamente.

-¡Dios santo! -recuerdo que exclamé al tiempo que cerraba el libro.
El joven curvó los labios en una sonrisa que, por decir poco, llamaría enfermiza.
-Siento molestarle -me dice-. Pero me encuentro muy mal. ¡Necesito urgente atención médica!
-¿Puedo hacer algo por usted? -pregunté.
Me miró con gran solemnidad, como si se estuviera preguntando si yo era digno de confianza.
-En realidad se trata de un caso para un médico -dijo al fin.
-Nosotros no podemos intervenir... es ilegal, ¿sabe? –añadí.
De pronto me mostró su mano. No pude evitar una exclamación de horror. Los dedos aparecían aplastados; aquello era sólo una masa sanguinolenta, una pulpa informe.
-¡Haga algo para detener la hemorragia! –me pidió-. Veré a un médico más tarde.
En fin, saqué algo de gasa y unas vendas e hice lo que pude.
-Vaya al médico en seguida -le aconsejé-. Si no tiene usted cuidado podría infectársele. Afortunadamente no parece haber huesos rotos.
Asintió con la cabeza, y por unos momentos pareció echar chispas por los ojos.
-¡Maldita mujer! -exclamó-. ¡Maldita sea!
-¿Cómo? -repuse yo, pero él se recompuso al instante y se limitó a sonreirme.
-Estoy muy trastornado -replicó-. No sé lo que me digo... ¡perdóneme! Por cierto, tengo un corte en la cabeza, y le agradecería que me lo mirara.

Con esto, se quitó la gorra y no pude menos de sorprenderme un poco porque sus cabellos estaban completamente mojados. Los apartó y me mostró la herida, como de dos centímetros y medio.

-Su amigo no fue muy cuidadoso al lanzar ese sedal -musité yo al fin-. Nunca me ha parecido una buena idea eso de pescar con caña lanzada cuando son dos los que ocupan el mismo bote. Un amigo mio perdió así un ojo.
-Fue un anzuelo, en efecto -confesó-. Usted tiene algo de Sherlock Holmes, ¿verdad?

Ignoré su cumplido con un ademán displicente y me volví en busca de fenol. Fue entonces cuando oí como un gruñido a mis espaldas. Giré sobre mis talones y le sorprendí en el acto de abalanzarse contra mí. Sacaba espumarajos por la boca y parecía que iban a salírsele los ojos. Me incliné hacia adelante, lo tomé por los hombros, y ambos rodamos por el suelo. Mordía, arañaba y coceaba frenéticamente, y me vi obligado a darle fuerte en el rostro para librarme de él. Entonces noté un raro olor a pescado, como si la brisa marina hubiera llenado de pronto toda la estancia. Seguimos debatiéndonos en estrecho abrazo hasta que, de repente, algo pareció ceder debajo de mí. El joven se habla desembarazado de mi presa y desaparecía por la puerta. Traté de seguirle, pero se me fue el pie sobre algo muy resbaladizo y di de bruces en tierra.

Al levantarme, el joven se habla perdido por completo de vista; en mi mano tenía algo tan extraño que apenas pude creer que fuera real. Lo eché bruscamente a un lado sin poder evitar un grito de asco. Se trataba de una sustancia de consistencia gomosa, de color rojizo, y de algo así como medio palmo de longitud, cuya cara inferior estaba ocupada por un sinnúmero de ventosas doradas que se abrían y cerraban ante mis ojos. Intentaba recuperar mi serenidad cuando Harrry Morton hizo entrada en el local. Temblaba violentamente y observé que miraba con temor a sus espaldas un par de veces, antes de llegar al mostrador.

-¿Qué es lo mejor que tienes para unos nervios desbocados? -me preguntó.
-Tengo algunos buenos sedantes que no requieren prescripción médica. ¿Pero qué ocurre con tus nervios, Harry?
-Alucinaciones -me dijo con voz entrecortada-. Esto, y otras cosas.
-¿Qué cosas? ¡Cuenta, cuenta! -repuse.
-Estaba tranquilamente apoyado contra un farol -empezó a decir- y hete aquí que veo algo amarillento y voluminoso andando por la calle como una persona. No era natural, Henry. No soy supersticioso, ya lo sabes, pero había algo sobrenatural allá. De pronto, se metió en una alcantarilla y desapareció como un relámpago. A todo eso, se acompañaba de un ruido extraño. Algo así como «gulp».
Disolví las tabletas del sedante en un vaso de agua y se lo pasé por encima del mostrador.
-Comprendo, Harry -dije-, pero no andes divulgándolo por ahí. Nadie te creería.


Declaración de Helen Bowan:
Estaba sentada en el porche haciendo calceta cuando un joven con una maleta se detuvo frente a la casa y se quedó contemplándome.

-Buenos días, señora -dijo-. ¿Tiene usted una habitación con baño?
-Lea usted mismo el letrero, joven -respondí-. Tengo una bonita habitación, llena de luz, en el segundo piso, que sin duda le irá bien.
-¿Cuánto pide usted por el cuarto? -preguntó.
-Doce dólares -le dije. Quería librarme de él y pensé que el elevado precio le haría desistir; pero sin pensárselo dos veces metió la mano en el bolsillo y extrajo un buen montón de billetes, que empezó a contar. Me levanté rápidamente e hice un gesto con la cabeza; tomé su equipaje y le precedí al interior. La verdad es que no quería perderme un cliente que ofrecía semejantes perspectivas. Primo Hiram sabe un juego con conchas, y me di cuenta de que el joven iba a ser fácilmente su ostra principal.

Le conduje escaleras arriba y le mostré la habitación, con la cual parecía sentirse plenamente satisfecho. Pero, hay que ver qué cosas tienen algunos. Tan pronto como vio la bañera se excitó como un escolar que descubre un manzano lleno de fruta a su alcance, y empezó a conducirse de tal manera que me vino a la mente la sospecba de que no andaba muy bien de la azotea.

-¡Justo el tamaño adecuado! -exclamó lleno de contento-. Espero que no le importe que la mantenga llena durante todo el día. Me baño con mucha frecuencia. Pero es necesario que me proporcione algo de sal. ¡No puedo con el agua dulce!

No cabe duda de que es un tipo raro, pensé, pero no me quejo. Pocas veces se nos da, a Hiram y a mí, eso de tener a alguien así de rico en casa. Por fin se calmó y me empujó fuera de la habitación; no con malos modos, pero sí con verdadera resolución.

-Todo está bien -dijo-. Pero no quiero que se me moleste. Cuando tenga la sal, póngala en el pasillo, junto a la puerta y dé un par de golpes en ella. Nadie debe entrar en esta habitación bajo ninguna circunstancia.

Dicho y hecho. Me dio con la puerta en las narices, y al poco oí el ruido de la cerradura por las dos vueltas de llave que le dio. No me gustó la cosa, la verdad; y menos los extraños sonidos que empecé a oír. Primero fue un profundo suspiro, como de alguien que se ha desembarazado de un gran peso, luego siguió una especie de borboteo o chasquido, que no me gustaron nada. Además, no perdió tiempo alguno en darle al grifo. Hasta mí llegó claramente el chapoteo, aunque al cabo de quince minutos se hizo un silencio como de muerte. No volví a oír nada hasta la noche, cuando mandé a Lizzie arriba con la sal. Probó en la puerta, pero como estaba cerrada, optó por dejar el saco en el pasillo. Lizzie la muy lista, no se fue. Se pegó bien a la pared y aguardó. A los diez minutos, la luz fue haciéndose poquito a poco por el vano gradualmente ampliado y un brazo largo y delgado surgió de repente y se hizo con la sal. Lizzie dice que el brazo era amarillo, que estaba completamente mojado y que era el más escuálido que haya visto nunca.

-Pero ¡si es un hombre muy delgado!, Lizzie –le dije yo.
-Puede ser -replicó ella-. Pero ¡jamás he visto a un ser humano con brazos así!

Más tarde, serían las diez, yo estaba sentada en la salita, cosiendo, cuando algo húmedo ha ido a dar con mi mano. He levantado la vista, y del techo goteaba algo rojo. Sí, exactamente lo que digo, el techo estaba completamente húmedo y de él caían gotas rojas. Huelga decir que me he levantado de un salto y que me he precipitado hacia la escalera. Así pues, heme aquí escaleras arriba y golpeando en la puerta de la habitación alquilada. «¡Qué significa esto! En mi casa no tolero desórdenes -grité-. Abra esa puerta.» Oí un ruido apagado como disperso por la habitación, y luego la voz del joven hablándose a sí mismo en voz baja. «¡Es insaciable! Esta bestia vil y hambrienta... ¿Por qué piensa sólo en su estómago? No quería que viniera entonces. Pero no necesita el rayo ahora. Cuando su apetito se desata cambia sin necesidad de ello. Dios, ¡cómo me ha costado volver! ¡Los intervalos son cada vez mayores! »

De pronto pareció oír mis golpes. Cesó su extraña murmuración y le oí darle a la llave. Apenas si ha abierto en la puerta un resquicio para asomar el rostro. Es verdaderamente horrible. Sus mejillas están hundidas y sus ojeras son francamente escalofriantes. Llevaba un vendaje en la cabeza.

-Quiero que se vaya en seguida -le he dicho-. Aquí pasan cosas raras, y no puedo permitirio. Ha de marcharse inmediatamente.
Ha suspirado y me ha parecido que asentía con la cabeza.
-No importa mucho, al fin y al cabo -ha respondido-. De todas formas pensaba irme pronto. Aquí hay ratas.
-¿Ratas? -he dicho indignada. Aunque, la verdad no me ha sorprendido. No me venía de nuevo. Las hay, y es inútil negarlo.
-No puedo soportar a las ratas -ha seguido diciendo-. Voy a recoger mis cosas... me marcho ahora mismo. -Ha cerrado, pues, la puerta, y le he oído que recogía sus bártulos. Ha reaparecido en seguida, terriblemente pálido, y se ha apoyado en la pared para sostenerse; tras una breve pausa ha empezado a descender la escalera.

Le he vigilado todo el tiempo, claro está. En el primer rellano se ha detenido de nuevo, ha vacilado -yo diría que le temblaban las piernas- y se ha vuelto a apoyar en la pared. Luego ha bajado los escalones de tres en tres, y por último se ha abalanzado hacia la puerta a toda prisa. Jamás vi a nadie cruzar una puerta a tal velocidad, de manera que he pensado que habría hecho algo arriba de lo que ahora se avergonzaba. Hete aquí, pues, que desando mi camino y penetro en la habitación. Casi me he desmayado del susto. Todo mojado, resbaladizo, y con siete ratas muertas en mitad de la estancia. Y ¡lo juro! las ratas más pálidas que jamás haya visto. Hocicos y rabos completamente blancos, y diríase que no tenían una gota de sangre en el cuerpo ¿Y. en el baño? Me cuesta decir lo que he visto. ¿Recuerdan lo que he dicho del techo de abajo? Que goteaba rojo; pues la alcoba y todo lo demás no eran diferentes. He salido de la habitación como alma que lleva el diablo y no he parado hasta el teléfono.

-Ven inmediatamente a casa Hiram -le he dicho a mi primo-. ¡Algo terrible ha estado aquí!

Declaración de Walter Noys, Farero:
Estaba agotado. Había estado puliendo los reflectores toda la tarde y tenía en mis manos callos como huevos de gallina. Me encerré en la torre y tomé un libro que había estado leyendo a ratos durante una semana. Era una traducción de Las mil y una noches por un sujeto llamado Lang. Algo así de imaginativo es, ciertamente, lo que más le conviene a uno cuando se halla recluido casi en el fin del mundo, como yo; de manera que siempre he tenido debilidad por estas lecturas sobre Schemselnihar y Deryabar y acerca del joven rey de las Islas Negras. Estaba leyendo precisamente la primera parte del Rey de las Islas Negras y había llegado a la frase: «Entonces el joven se apartó la túnica y el sultán percibió con horror que era persona sólo de cintura para arriba; abajo se había convertido en mármol», cuando casualmente elevé mi vista al ventanal.

Un helado viento del sur lanzaba furiosamente la lluvia contra los cristales, y al principio no vi otra cosa que los reflejos translúcidos del vidrio mojado, que apenas me dejaban ver más allá la violencia de las enormes y negras olas. De pronto, una forma indescriptible y asombrosa se aplastó contra la ventana privándome de la vista del mar y del cielo. Ahogué un grito y me incorporé. ¡Un calamar gigante! -dije, ahogadamente-. La tormenta debe haberlo empujado contra la costa. Este tentáculo destrozará el vidrio si no hago algo. Tomé mi pulidor de hierro y mi sombrero y al instante descendía ya la escalera de caracol saltando sus peldaños de tres en tres. Antes de salir al esterior me armé asimismo de un revólver y del contenido de una jarrita de ron de Jamaica. Me detuve un momento en el umbral y miré en derredor. Desde aquel lugar no podía ver otra cosa que las grandes rocas que rodean la punta sur de la isla y una porción de mar enfurecida. La lluvia dio contra mi rostro y me cegó casi por completo, hecho que sumado al ominoso fragor de las aguas no contribuyó en modo alguno a mi tranqnilidad. Delante de mí, una inmensidad furiosa y torturada; a mis espaldas, el calor de la seguridad de mi castillo en miniatura, una pipa suave y un libro de historia... Pero no debía ignorar la amenaza que aquella horrible forma suponía para mi faro.

Descendí rápidamente tres escalones tallados en la roca y me encaminé hacia la parte posterior. Rachas de lluvia resbalaban por mis mejillas hasta mi boca y goteaban continuamente de las puntas de mis mostachos. Aquella estremecedora oscuridad se adhería a mis ropas como una sanguijuela. No habría caminado más de veinte pasos cuando di con una figura inmóvil. Al principio no vi más que la cabeza y los hombros de un hombre bien conformado; sin embargo, al aproximarme tropecé casi con algo que arrancó de mi garganta un grito de terror. Un horrible tentáculo surgió de pronto y se enrolló en mi pierna. Grité de nuevo y traté de huir. Pero, de la oscuridad salió otro de aquellos pegajosos miembros, y otro, y otro. Mis dedos se cerraron sobre el revólver que llevaba en el bolsillo. Lo extraje y abrí fuego, presa de pánico. La detonación trajo ecos de todas las rocas vecinas. Un súbito y estridente alarido agónico rompió luego el silencio que siguió al disparo. Las palabras, como los ruegos, llegaron a mis oídos en tono apasionado.

-¡No tire otra vez! ¡Por favor, no lo haga! Estoy listo. Ya estaba acabado cuando vine aquí ¡en busca de ayuda! No tenía intención de dañarle. Ante Dios, que no deseaba que ellos le atacaran. Pero ya no los puedo controlar. Es demasiado para mí. Es demasiado para mí. ¡Compadézcame!

Durante unos momentos, el desconcierto no me dejó pensar. Fijé mi mirada estúpidamente en el humeante revólver que tenía en la mano y busqué luego con la vista el océano, cuyas enormes olas me devolvieron la serenidad. Sólo entonces volví mis ojos lentamente hacia aquello que se hallaba a mis pies. Pero incluso entonces, mi cerebro se negaba a integrar aquella imagen, aquella horrorosa visión, y me invadieron las náuseas.

«Y cuando el joven apartó su túnica el sultán percibió que era persona sólo de cintura para arriba...»

A un paso apenas de donde me encontraba, una monstruosa masa gelatinosa se extendía espantosamente sobre las goteantes rocas y de su núcleo central lleno de engrosadas venas surgían un millar de tentáculos agitados y ondulantes como las serpientes de la cabeza de Medusa. Y en el centro mismo de esta obscenidad aparecía el torso y la cabeza de un joven desnudo. Sus cabellos aparecían pegados y cubiertos de algas; habla manchas de sangre en su elevada y blanca frente. Su nariz era tan afilada que me recordó la imagen de una cimitarra que de un momento a otro fuera a describir un arco fulgurante en aquella luz misteriosa y crepuscular. Sus dientes castañeteaban con tal fuerza que podía oírlos desde donde me encontraba. Mientras lo contemplaba atónito y sin palabras, tosió violentamente sacando espumarajos por la boca.

-¡Whisky! -exclamó-. ¡Estoy listo! ¡He chocado contra un barco!

Aun esforzándome, no pude emitir palabra alguna, aunque creo que sí algunos extraños sonidos guturales. El joven agitó la cabeza histéricamente.

-Sabía que comprendería -musitó-. Me enfrento con ello, pero desde el primer momento supe que me ayudaría a vencer. Un vaso de whisky...
-¿Cómo ha a podido apresarlo esa cosa? -pregunté frenético. Había dado con mi voz y estaba decidido a recuperar también mi sano juicio-. ¿Cómo le ha envuelto esa cosa en sus horribles tentáculos?
-No me ha envuelto -dijo el joven con voz ronca-. ¡Yo soy esa cosa!
-¿Que usted es... qué?
-Una parte de ello -replicó el joven.
-¿No le está tragando eso? -grité de nuevo-. ¿No está siendo usted devorado en este momento?
El joven sacudió tristemente la cabeza.
-Es parte de mí -repitió, para añadir luego en tono salvaje-: debo tomar algo que me devuelva la fuerza. Estoy acabado. Nadaba en la superticie cuando surgió de pronto un barco y cortó seis de mis piernas; me ha debilitado mucho la pérdida de sangre y no puedo soportarlo más.
Una escuálida mano surgió de las tinieblas para apartar el agua que cegaba aquellos cansados ojos.
-Unas cuantas siguen aún vivas -dijo- y no puedo controlarlas. Casi le han agarrado a usted... pero las otras han entrado ya. No puedo desplazarme sobre ellas.

Con toda la energía que fui capaz de reunir levanté mi revólver y avancé hacia aquella cosa.

-No sé de qué está usted hablando -exclamé-. Pero voy a volar este monstruo en pedazos.
-¡Por Dios santo, no lo haga! -gritó el joven-. Sería un asesinato. Somos un ser humano.
Un relámpago de fuego escarlata fue la respuesta. Casi sin darme cuenta había apretado el gatillo, y era mi arma la que hablaba ahora de nuevo.
-¡Lo haré trizas! -mascullaba yo entre dientes- ¡ese demonio culebreante y horrible!
-¡No, no! -Hasta mí llegaban los alaridos del joven, y de pronto un espantoso clamor pareció surgir de la oscuridad. Vi cómo se estremecía aquella cosa delante de mí y cómo palpitaban frenéticamente todos sus pliegues antes de elevarse súbitamente a gran altura. Brotó la sangre violentamente de aquel enorme e hinchado cuerpo; una ducha carmesí creó una verdadera cortina ante mis ojos. En las alturas, a casi treinta metros, acerté a vislumbrar vagamente el rostro pálido y desencajado por la agonía de aquel joven, que ahora se me dirigía a voz en grito y desafiante. Parecía andar sobre zancos.
-No puedes matarme -gritaba-. Soy más fuerte de lo que pensaba. Todavía venceré.

Alcé nuevamente mi revólver, pero antes de que pudiera tomar mira, el monstruo se precipitó en las oscuras aguas. Fui quizá muy afortunado por no osar seguirle. Mis rodillas flaquearon y di de bruces contra las rocas. Cuando me recuperé y quise hablar, me encontré entre dos sábanas blancas ante la desconcertada mirada de un asombrado inspector del gobierno.

-Has pasado muy malos momentos, muchacho -dijo-, hemos tenido que darte varios estimulantes. ¿Has sufrido alguna crisis nerviosa?
-En cierto modo, sí -repuse-, pero fue algo de Las mil y una noches.

El muchacho maravilloso:
(Curioso manuscrito hallado en una botella)
Yo era el muchacho maravilloso. Mi genio asombraba al mundo. ¡Una mente magnífica, un destino sublime! Mis enemigos... se confabularon para destruirme. Como un globo perforado... Una pequeña caja y un perro, que coloco debajo de ella. Cambio... ¡gelatina! La vibración etérea origina curiosos cambios en las células vivas... El proceso se inicia y nada puede detenerlo. Crecimiento! ¡Enorme crecimiento! ¡No para de producir brotes... piernas, brazos! ¡Maravilloso crecimiento! El paso siguiente... humano. Puse una niña debajo. Cambio. ¡Hermosa medusa! No paraba de crecer. Le suministré ratones. La destruí. ¡Qué interesante! Debo probar conmigo mismo. Sé cómo regresar. Fuerza de voluntad. La del niño es demasiado débil, pero el hombre puede volver. No se produce cambio alguno en el contenido celular. ¡Una experiencia tremenda! Busqué una charca profunda para ocultarme. Hambre. Un hombre en la playa. La policía sospecha. Debo ser más cuidadoso. ¿Por qué no me llevaría el cuerpo mar adentro? Un horrible incidente. Joven artista. Casi logré apresarla, pero me pisoteó una pierna. Me la aplastó. Dolor horrible. He de ser más cuidadoso.

Gran humillación. ¡Mira que ser enganchado por el anzuelo de un niño! Pero le di un buen susto. ¡El muy maldito! Le miré como si fuera a quemarlo. Intenté agarrarlo, pero emprendió carrera, ¡y qué carrera! Quería comérmelo. Tenía mejillas muy sonrosadas. Los adultos son más difíciles de tragar y digerir. Está claro que sospechan. Los chicos son incapaces de tener la lengua quieta. Quería comérmelo. Les di un buen susto a todos y me hice con un hombre. Vino por mí en traje de buzo, pero lo capturé. Lo hice pedazos. Sí, literalmente, pedazos. Luego dejé que los fragmentos fueran ascendiendo poco a poco a la superficie. Quería asustarlos. Creo que lo conseguí. Corrieron despavoridos. Las autoridades son imbéciles. Regresé. Pero no fue fácil. La cosa se resistió tenazmente.

-¡Soy el amo! -dije, acallando sus sonidos guturales. Insistí en ellos, pero regresé, aunque ¡con la mano aplastada y sangrando!

¡El muy estúpido! ¿Por qué le llevó tanto tiempo? No sabía el hambre que despertaba en mí su enrojecido rostro. La cosa vino a mí sin el rayo. Estaba delante del mostrador y vino a mí. Me abalancé contra el hombre. Tuve suerte de poder huir. Terrible problema. No puedo evitar que vuelva. Me despierto por la noche y lo hallo extendido sobre la cama y por toda la estancia moviendo incansablemente sus brazos. Y sus demandas son insaciables. En estado vígil no deja de exigirme alimento. Ha llegado al extremo de absorberme por completo alguna vez. Pero ahora, mientras escribo esto, la porción superior de mi cuerpo es humana. Esta tarde me he trasladado a una habitación amueblada cerca de la playa. El agua de mar, la sal, se ha convertido en una necesidad insoslayable. Los cambios se producen ahora con más rapidez. No puedo impedirio. Mi voluntad es impotente. Llené la bañera de agua y le añadí algo de sal. Luego me he introducido en ella. ¡Qué delicia! ¡Qué consuelo!... Hambre. Horrible e insaciable hambre.

Soy todo bestia, todo animal. Ratas. He capturado seis ratas. Deliciosas. ¡Qué alivio! Pero he dejado la habitación hecha un desastre. ¿Qué ocurriría si la vieja idiota de abajo sospechase? Sospecha. Quiere que me vaya. Me iré. Sólo me queda un refugio ahora. ¡El mar! Iré al mar. Es inútil que pretenda ser humano. Soy todo animal, todo bestia. ¡Qué susto debo haberle dado a la vieja arpía! Pude oír el castañeteo de sus dientes cuando descendí las escaleras. ¡Lo que me costó el no saltar sobre ella! El mar, al fin. ¡Qué alivio! ¡Qué alegría! ¡Por fin libre!

Un barco. He chocado de frente con él. Seis brazos perdidos. Terrible agonía. Sin rumbo durante horas. Tierra. He alcanzado las rocas antes de perder el sentido. Más tarde he logrado regresar, es decir, parte de mí. He pedido ayuda. Un loco estúpido ha salido del faro y se ha quedado mirándome con los ojos como platos. Cinco de mis tentáculos han ido hacia él. No he podido controlarlos. Han hecho presa en una de sus piernas. El hombre ha perdido la cabeza. Ha sacado un revólver y se ha liado a tiros con ellos. Consigo someterlos. Un esfuerzo tremendo. He rogado, he tratado de explicarle. No ha querido escucharme. Más disparos..., muchos disparos. Fuego horrible en mi cuerpo..., en mis brazos y piernas. La fuerza ha vuelto a mí. Me he incorporado y he retornado a las aguas. Odio a los seres humanos. Me estoy haciendo cada vez más grande, y me haré sentir en el mundo.

Arthur St. Amand

El pescador de salmones
(Declaración de William Gamwell)
Eramos cinco en el bote: Jimmy Simms, Tom Snodgrass, Harry O'Brian, Bill Samson y yo.

-Jimmy -he dicho-, será mejor que le demos al almuerzo. No es que me sienta muy hambriento, pero está claro que el salmón ha enterrado su nariz en el fango.
-No pican, es verdad -ha comentado Jimmy- Jamás he visto pesca más aburrida.
-No te quejes -ha terciado Harry-, sólo llevamos aquí cinco horas.

Ibamos derivando hacia la costa este y le he gritado a Bill que no se hiciera el remolón y le diera a los remos. Nada, caso omiso.

-Iremos a parar a la ruta de los barcos -he advertido-. Por cierto, ¿qué es ese extraño remolcador con la chimenea rota?
-Arribó esta mañana -dijo Jim-, yo diría que contrabandearon.
-Se arriesgan mucho -añadió Harry-. La lancha de Hacienda está al caer.
-¡Hela allá! -terció Bill en este instante señalando con el dedo hacia unos bajíos.
En efecto, por allá venía, pegada a la costa y con tal resolución, que diríase una avispa lanzada al ataque.
-Le va a cortar el paso, tan seguro como que he nacido -añadió aquél-. ¡Vamos a ver algo bueno!
-¡Atrás, atrás! -grité yo-. ¿Queréis que nos encontremos en medio?

Tom y Bill saltaron inmediatamente a los banquillos y tiraron con fuerza de los remos para llevar nuestro bote en dirección a la costa oeste; sin embargo, la corriente hizo presa de nosotros y nos dificultó la maniobra. Una bandera de señales flameó un instante sobre la cubierta de la lancha fiscal. Jimmy nos tradujo su significado. «Deteneos o abriremos fuego.» Con una exclamación añadió: ¡Veamos qué dice el otro! Al parecer el conminado habla decidido ignorar la orden. Se agitó un instante sobre la cresta de una ola y echó luego adelante resueltamente. Una gran columna de humo negro ascendió de su malparada chimenea.

-¡Están dando máquina! -gritó Bilí-. Pero es inútil, no conseguirán nada.
-Nada -confirmó Tom-. Una andanada y saltarán en pedazos. -Bill se incorporó y se llevó las manos a los oídos. El resto fuimos casi ensordecidos por la estruendosa detonación-. ¿Qué os dije? -preguntó voz en grito, Tom.

Unánimemente pusimos nuestra mirada en el remolcador. La chimenea había desaparecido y el barco daba tumbos en una mar agitada.

-Y eso no ha sido más que una descarga por su proa -apuntó Bill-. Ya veis lo que ha hecho. ¡Esperad a que disparen los gordos!

Y esperamos, contando con ver algo interesante. Lo que vimos, sin embargo, a poco nos hace dar un salto. Entre perseguido y perseguidor se había interpuesto una masa amarillenta que subía más de diez metros por encima de la superficie. Numerosos tentáculos azotaban desenfrenadamente el aire y se oía un escalofriante sonido como de algo que no para de engullir. Hasta nosotros llegaron los despavoridos gritos de los hombres del remolcador, mientras que en la cubierta de la lancha alguien exclamaba con voz desgarrada:

-¡Miradlo! ¡Miradlo! ¡Oh, Dios mio!
-¡Santo Cielo! -farfulló Bill.
-¡Estamos perdidos! -dijo Tom, con voz ahogada.

Durante algunos instantes aquella cosa se limitó a cernerse ominosamente en las alturas, haciendo vibrar su enormidad entre ambas embarcaciones, hasta que se decidió por la del gobierno. Tenía por lo menos mil patas, que se agitaban horriblemente a la luz del sol. El pico era curvo y muy agudo, y la enorme boca, mucho mayor que la de una ballena, se abría y cerraba con amenazadores chasquidos y extraños ruidos de constante engullir. Era escalofriante. Parecía que aquella masa iba a aplastar la lancha fiscal, aunque con sus tentáculos suponía un peligro cierto para todas las naves, grandes y pequeñas, de la zona.

-¿Estamos vivos? -exclamó Bill-. ¿En verdad es ésta la costa de Long Island? No lo creo. Estamos en el océano Indico o en el golfo Pérsico o en mitad del océano Artico... ¡Eso es un Jormungandar!
-¿Qué es un Jormungandar? -inquirió Tom, desaforadamente. Se hallaba al final de sus fuerzas y sólo un milagro le conservaba aún el juicio.
-Esas cosas que viven en los fondos de los mares glaciales -respondió Bill roncamente-. Salen a la superficie una vez cada cien años en busca de aire. Juraría que ese monstnio es precisamente uno de ellos. ¡Un Jormungandar!

Fuéralo o no, lo que estaba claro es que aquel horror tenía propósitos bien definidos. En esos momentos descendía violentamente contra su presa. Las aguas se arremolinaron espumantes a su paso. En los demás barcos, los hombres se hablan apelotonado junto a la borda para contemplar la escena con semblante despavorido. Los oficiales de la lancha se habían recuperado de su momentáneo asombro y gesticulaban furiosamente al tiempo que corrían de un lado para otro por cubierta impartiendo órdenes. Tres cañones fueron colocados en posición, prestos a abrir fuego a bocajarro contra aquella monstruosidad. Un hombrecillo con oro en sus mangas se puso de puntillas, para dar las últimas directrices a voz en grito.

-¡No disparéis hasta que podáis veros en sus ojos! -gritó-. No podemos permitirnos el lujo de fallar. Le enviaremos una andanada que no olvidará.
-¡No es natural, señor! -dijo alguien entrecortadamente-. Nunca se ha visto nada así en el mundo.

Era evidente que los tripulantes del remolcador no lo pasaban mal. Gorras y cabos fueron lanzados al aire y la cubierta resonaba a sus estentóreos gritos. Los pudimos oír casi tan claramente como si hubiéramos estado presentes en el mismo castillo de proa participando de la celebración.

-¡Fuego! -ordenó el hombrecillo de chaqueta azul de la lancha.
-¡No les servirá de nada! -sentenció Bill cuando el estruendo de los cañones hacía vibrar ya nuestros tímpanos-. No servirá de nada.

El caso es que Bill tuvo razón. Aquella tremenda descarga no había logrado detener la marcha del monstruo. Se elevó sobre las aguas como una nube y cargó contra el barco como un gigantesco pez volador. Extendió sus enormes brazos y arrancó furiosamente la nave de la cresta de las olas.
Sus enormes costados dorados brillaban como la estrella de la mañana, pero un manantial de sangre roja brotó de un boquete en su garganta. Haciendo caso omiso de sus heridas, estrujó aquel navío de acero entre sus poderosos brazos, en mitad del aire. Nunca olvidaré la escena. Me basta con cerrar los ojos para que se me presente una y otra vez con igual intensidad. No puedo apartar de mi recuerdo aquel gigantesco horror de los abismos insondables. Aquella fantástica y estremecedora monstruosidad de fondos de la más negra noche. Y entre sus colosales brazos y patas veo aún una navecilla de cuya cubierta se precipitan decenas de diminutos seres, entre alaridos y convulsiones, para caer entre un sinfín de culebreantes tentáculos.

Aquella mole ocultó casi el Sol. Ascendió hasta el cenit y con un incesante movimiento de sus miembros transformó la lancha en una masa informe de centelleante acero.

-¡Ahora nos toca a nosotros! -musitó Bill con voz ahogada.
-Nada puede ya salvarnos. El hombre que tropieza con un Jormungandar puede darse por muerto.

Mis otros compañeros cayeron sobre sus rodillas y el pequeño Harry O'Brian se puso totalmente amarillo. Pero aquella cosa no nos atacó. Con un desgarrador alarido que parecía insultantemente humano se hundió en las olas arrastrando tras de sí los aplastados despojos de la lancha y los destrozados y sangrantes cuerpos de un centenar de hombres. Mientras se perdía de vista en lo hondo, el mar se levantó en momentánea meseta, que poco a poco fue tiñéndose de color rojo. Bill había saltado a los remos, gritando y maldiciendo para darnos ánimo.

-¡Dadle, chicos! -ordenó-. Hagamos por alcanzar la costa sur antes de que eso salga de nuevo a respirar. No queremos pasar el resto de nuestros días en la profundidad del mar. Ni queremos vérnoslas con un Jormungandar.

No lo pensamos dos veces; al instante bogábamos con todas nuestras fuerzas. Los hombres de los otros barcos nos gritaban y llamaban, pero no nos detuvimos ni siquiera para declarar. No pensábamos más que en aquella colosal monstruosidad, que veríamos ya siempre elevándose por los aires hasta ocultar al Sol mientras nos quedara un hálito de vida y nuestra memoria retuviera algo de su contenido.

Suelto aparecido en la Long Island Gazette.
«Esta mañana ha sido hallado el cuerpo de un joven de unos veinticinco años de edad en una playa desierta próxima a Northport. El cadáver aparecía horriblemente emaciado y el forense, señor E. Thomas Bogart, ha señalado la presencia de tres pequeñas heridas en el muslo. Los bordes de aquéllas aparecían manchados como por efecto de la pólvora. El cuerpo apenas pesaba cincuenta kilos. Se cree que haya podido ser víctima de un crimen y han sido iniciadas ya diversas investigaciones en la vecindad.»

La caja de horror
(Declaración de Harry Olson)

No habíla probado bocado en tres días y ello me decidió a mirar en los cubos de basura. A veces se encuentra uno con algo aprovechable; otras, no. El caso es que iba examinándolas sistemáticamente, una por una. Habíla ido calle arriba y calle abajo y el trabajo no me había reportado más que un viejo par de tirantes y una lata de salmón. Sin embargo, a la altura de la última casa me paré de pronto. Extendí mi brazo más bien escuálido y tomé la caja. Era de aspecto muy curioso, con extraños lados de vidrio y pequeños orificios en su parte delantera. Por detrás parecía ocultar un compartimiento metálico, de unos seis o siete centímetros cuadrados. En una de sus caras había una tapa corrediza que permitía introducir la mano en su interior. Miré hacia las ventanas de la casa; nadie me estaba observando, de modo que me metí la caja debajo de la chaqueta y puse tierra por medio. Debe ser algo caro, apostaría cualquier cosa, pensé. Probablemente la ha palmado algún médico y su viuda se ha desembarazado de la cosa sin consultar con nadie. Seguro que es algo científico, y bien me reportará una semana de condumio, por lo menos.

Quería examinar aquel curioso objeto antes de proceder con el negocio, y me dirigí a un solar vacío donde estaba seguro de no ser molestado. Fui a sentarme detrás de un letrero, extraje la caja y la contemplé perplejo. Me interesó, sí señor. Tenía esa ingeniosa palanquita arriba, que al presionarla hacía que corriera la tapa de abajo, se oyera una especie de click y apareciera un extraño fulgor. Me di cuenta en seguida de que lo de la tapa era para que se pudiera meter algo. No sabía exactamente qué, pero mi curiosidad no conocía límites. Esta luz no está aquí por nada, me dije. Aquí hay negocio, seguro.

Empecé a preguntarme qué ocurriría si pusiera algo vivo en aquel agujero. Habla unos matojos cerca de donde estaba y me dirigí hacia ellos. Me llevó algún tiempo hacerme con lo que buscaba; pero cuando di con ello, lo agarré firmemente entre el pulgar y el índice para que no escapara, y le dije:

-Saltamontes, ¿sabes?, no tengo nada personalmente contra ti, pero una mente científica no se anda con remilgos ni falsos respetos.

Aquel bichejo infernal no dejaba de revolverse y llenó mis dedos de una especie de melaza; pero fue en vano. Fuertemente atenazado entre mis dedos, lo empujé adentro de la tapa. Luego le di a la palanquita y miré por los orificios. Aquella miserable criatura se estremeció y revoloteó algunos minutos... antes de empezar a disolverse. Fue haciéndose cada vez más blando y vaporoso, hasta el extremo de que llegué a ver a su través. Cuando ya no era más que una especie de limo, le dio como un tembleque. Lo eché al suelo, y, ¡salió corriendo más rápido que un ciempiés!

«Soy presa de una ilusión -me dije-; estoy viendo cosas que jamás han sido ¡y que jamás han de poder ser!»

Entonces hice una cosa muy tonta: Metí la mano y le di a la palanqnita. Al principio no ocurrió nada; durante unos segundos diría yo; luego, mi mano empezó a ponerse fría, muy fría. Miré por los agujeros, y lo que vi me hizo soltar un grito, retirar mi mano a toda prisa y salir corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Mano?... ¡Una masa informe, convertida en vivero de culebras frenéticamente inquietas! Bueno, eso es lo que creí a primera vista; entonces reparé en que, más que de serpientes, se trataba de algo blando, amarillento, de consistencia semejante a goma... ¡de una especie de tentáculos!

Sin embargo, no perdí la cabeza, ni siquiera ante aquello. «No es más que una alucinación -me dije-. ¡Seamos sensatos...!» Así que empecé a hablarme a mí mismo razonablemente, todo para convencerme de la imposibilidad de lo que estaba sucediendo. Me senté en una roca, alcé mi mano a la luz y la examiné fríamente. Había un millar de dedos... finos, blandos y... ¡goteaban! Pero, me obligué a seguir mirando. Y rompí a hablar, decidido. «Vamos, basta ya -dije-. Estoy imaginando cosas raras.» Creí ver que los dedos encogían un poco, que se hacían más duros. «Todo esto es fantasía, pura imaginación desbocada -insistí-. ¡Vaya ridiculez! Esa caja es como cualquier otra. ¡No tiene nada de particular!»

En fin, no es fácil de creer; pero, con mis palabras recobré el aplomo ¡y el juicio! ¡Hice, en suma, que mi mano volviera a ser normal! Aquellas cosas culebreantes y gordezuelas fueron haciéndose más cortas; menos blandas, al principio, más duras luego y, por último, volví a tener una mano absolutamente normal y, claro, con todos sus dedos: ¡ni más, ni menos! Me incorporé y rompí a gritar. Afortunadamente, no había nadie por allá que pudiera oírme ¡ni ver la de saltos que di de puro contento! Sereno otra vez, tomé aquella caja infernal y me dirigí directamente al río. «¡Ya está bien! -le espeté-. ¡No volverás a jugar malas pasadas a nadie!»

Antes de echarla a las aguas la convertí en verdadera jalea contra las planchas del embarcadero. ¡Hala!, ¡golpes y más golpes!

«¡Se acabó! -exclamé-. ¡Ah queda eso!», grité mientras se hundía. Debieran darme una medalla por lo que hice, Pero no me quejo. No todo el mundo puede considerarse un bienhechor desinteresado de la Humanidad.