sábado, 5 de octubre de 2024

Poemas. Andrés Trapiello.

Una ventana al mundo. 


Para mi hotel de noche un cielo sube
del estuario lentamente. Arde
un tremedal de estrellas y esta plaza
solitaria se queda y en silencio.
Sin las luces insomnes del tranvía,
sin su fruto amarillo y sin su estruendo
se adormecen las empinadas calles,
se vacían de niños, y las tiendas
y las botillerías van cerrando.
Es suave la colina y son los verdes
una quinta arruinada, unas palmeras,
un aire colonial triste y seguro,
testigos de que el Tajo llega al mar
y al puerto negros buques con bombillas.
¡Es ronca su sirena como el humo!
¡Hermosos animales de la noche,
funerales carrozas por el agua!
Viejas ciudades donde siempre hay gente
asomada al balcón y en las ventanas.
Si yo pudiera estar en esa altura,
miraría en silencio y duraría siempre:
todo el azul, el río y la memoria.
Baja esta calle allí donde no llego
a ver, mi hotel, final donde me miro
y otro por mí deja mi nombre en un
nombre de otra ciudad y de otro río.





Una muchacha.


(Sobre de un tema de Anacreonte)

Pienso que tú, y el sueño me envanece,
una muchacha sólo,
vendrás hacia mi encuentro preguntando por mí.
Juegas con una rama de mirto y da tu pelo,
como rosa, leve sombra a tu espalda.

Mas yo, después de tanto tiempo solo,
¿cómo sabré besarte sin que dejes
de jugar con tu rama,
sin que mis manos borren
la sombra de esos pétalos?

Es, pues, mejor que sigas
vagando por mi sueño.
No quieras ser real
ni vengas hasta mí. Vete, muchacha.
Hay todo un mar enfrente de las ruinas.





Tiempo del aire. 


Miro pasar los barcos
y oigo el ruido
de sus viejos motores
como tu corazón, lejano.
Oscilan las linternas de los mástiles,
son líneas en el agua
las rosas de los vientos.
Nada deseo sino ver la costa
que se pierde a lo lejos.
Nada sentir, sino sentir
los ácidos olores de este mar,
el amarillo yodo y el brillar de las algas
mezclados por la noche.
Nada amar,
cegar hasta cegarse
de oscuridad los ojos y de amor.

Pasan los viejos barcos,
brama el tiempo del aire
y las torres que pueden
ver desde el otro lado,
sombrías, solitarias, se asemejan
a las que vemos allí,
perdidas flores,
semillas de luz
aventadas en el mar.

Todos los puertos son el mismo,
uno y el mismo,
donde cantan las brumas
y una ciudad se apaga y un estrecho,
sin que nunca sepamos
si vamos, si venimos
o si estaremos siempre.





Testamento. 


He muerto ya, paisaje que yo he amado
tantas veces aquí, rincón del alma.
Una vez más vengo por verte. A un lado,
encinares y olivos, y la calma

de ver, al otro, olivos y encinares.
Algunos caserones con jardines
llenos de ortigas ya, viejos lagares
con aspecto de viejos polvorines.

Un camino con olmos en hilera,
una majada, una almazara en ruinas,
musical, perezosa, la palmera,
y un Gredos azulado entre neblinas.

Nada de cuanto miro está en mis ojos
ni el olor del jazmín lo lleva el viento.
He muerto ya. Contempla mis despojos:
te dejo este paisaje en testamento.





Soneto. 


Ahora es noviembre. Un mes tranquilo. Llueve.
Acaso sea para mí la vida
este solo llover y esta dormida
parte del mundo eternamente leve.

Las sombras del camino que se aleja,
la iglesia y el zarzal, las telarañas
y este pensar en ínsulas extrañas
tan sólo por libar, como la abeja.

Dulce es la vida así, la miel amarga.
Es casi equivocarse estar seguro.
El arte es breve, mas la muerte larga.

Quizá me he confundido de pasado,
de presente tal vez y de futuro.
Quizá ya sólo sea lo soñado.





Quién tuviera todavía... 


Quién tuviera todavía
aquella suave elegancia
de rimar Francia y fragancia
como Lamartine hacía.

Quién tuviera todavía
en el cristal de los ojos
un bergantín viajero
con el amor verdadero
de los crepúsculos rojos.

La vieja melancolía
de cerrados caserones
junto a abandonados huertos
y de los sonidos muertos
que tienen los esquilones
la muerta melancolía.

Quién pudiera todavía
vagar como los vilanos
en deriva silenciosa
hasta la fosa
y si estuviera en mis manos,
quién pudiera todavía
morir de melancolía.





Preferencias.


Ni las cumbres sublimes ni los ríos
que no han sido ensuciados por los hombres;
ni los palacios ni las blancas ruinas
de los templos antiguos, ni los dioses
de mármol o bronce, iguales todos,
ni la alada victoria ni un bugatti,
y menos aún la música y el baile,
con sus amanerados sacerdotes:
ninguna de esas cosas y de otras
tan admiradas por los más sensibles
y que tienen que ver con el buen gusto
me proporciona una emoción profunda.
Si acaso, los hangares en desuso,
las estaciones fuera de servicio,
el laberinto de las fundiciones,
el brumoso extrarradio, un descampado
en el que sólo puede comprenderse
la perpleja tristeza de los hombres,
y los ríos que arrastran su miseria,
oscuros, majestuosos y solemnes,
y las descomunales escombreras.





Por si algún día quedaras... 


Por si un día quedaras
del lado de la noche,
en su fría frontera un no sé qué
esperando del horizonte vasto,
yo recuerdo tu voz
limpia como una almendra
y ese cantar con distraído acento
y todo cuanto ardía sin que tú lo supieses.
Como pasa la luz por una copa
de Oporto, así acaba la tarde.
Si algo deseara ahora,
que fueran como semillas que arraigaran seguras
estas pocas palabras. Como grana
de salvia que en cada primavera
llevase sus raíces, un poco más allá,
a donde cierra tus párpados
de eternidad la tierra.






Por los caminos del tedio.


La vida necesita de ese siglo anterior
que la haga soportable. Aquel momento
en que la luz dorada sobre el bosque
ardía en el quinqué prendido dentro.
Y debió ser hermoso ese pensar
de los viejos románticos en palacios barrocos.
Vivir con la mirada puesta atrás,
como el que sigue amando. Nunca
aquellos hombres supusieron
que su dolor sería, con los años,
el sueño venidero en un perdido otoño.





Para un combatiente del Ebro. 


¿Qué sabemos nosotros
de los viejos caminos llenos de barro y lodo?
¿Qué podemos nosotros recordar
de la pasada guerra,
de esos pueblos pequeños rodeados de viñas?
¿De esos bailes de pueblo
sobre las verdes eras y a la luz del carburo,
cuando el sagrado azul, el azul del crepúsculo
se queda entre las tumbas, viejas y abandonadas?

Otoño, otoño mío,
¿Qué sabemos nosotros de la guerra?
Dime por qué el azul, sagrado azul,
es el color de los que nunca vuelven,
de aquellos que partieron
una mañana antigua
por los viejos caminos llenos de barro y lodo.





Nocturno. 



                                                                Para Carlos Pujol.

Como el llover doblaba aquel piano
mi soledad y en su cristal caía.
Eran lentas las notas que llegaban
hasta el torpe temblor de la hojarasca.

Sonaba a sombras frías esa tarde,
el laurel y la yedra, el pozo, el aire,
pero más dulce que el paisaje era
aquella melodía para nadie.

Yo la escuchaba atento y nada oía
salvo las gotas repicar monótonas.
Penumbrosa canción que en sí encerraba
al rosal, al mastín, al que naufraga.

Al que va peregrino no sabiendo
y a aquel que recorrió todo el camino
y ya nada le queda. Misteriosa
canción de viento, de hojarasca y miedo.

(...)

Lo que era jardín en la ventana
es noche al fin, espesa y negra noche,
y este silencio un eco también negro
de lo que no sonaba.





Nada. 


Te imagino, lector, dentro de muchos años
leyendo estas palabras. En tu mesa
una luz de bujía y una rosa
anunciarán el sueño, un cuerpo, nada.
Es inútil que busques. En la ceniza hay brasas
que podrías tener entre tus manos
sin quemarte. En tu pulso,
avisos, aprensiones, también nada.
Debes saber que, entonces, quiero decir, ahora,
volvían cada año vencejos
y este viejo Madrid ya era viejo
con sus ciegas veletas y sus jardines muertos.
¿Qué buscas, pues, aquí? ¿Algo distinto?
¿Una forma tan sólo? ¿Esa nueva manera
de traer el ingenio, rimas, nada?
¿Buscas tal vez aliento,
saber que ha de morir contigo el mundo,
el hálito más puro de la vida,
el cantar de los pájaros
y los ríos de susurrar oscuro?
Yo mismo cuántas noches
fui devanando el tiempo
y cuántas, como tú, miré a los ojos
de esa hermosa figura cuyo nombre variaba,
primero amor, luego silencio, nada.
Te imagino, lector, dentro de muchos años.
Sigues aquí conmigo
sin que sepas tú mismo
que aquello que aquí buscas
es tu propio dolor, este Madrid,
el volar de un vencejo,
un tiempo igual al tuyo,
el bálsamo en el alma
de un aire limpio y puro.
Que buscas un misterio, vida, nada.





Museo romántico.


La penumbra vacía de esa pequeña sala
guarda las campanadas de un reloj de pared.
Como un juguete antiguo suena su mecanismo,
la cuerda de hojalata entre nácares negros.

Poco a poco la tarde asoma encapotada
a las vitrinas, triste. Las encuadernaciones
con el oro cansado y las viejas granadas
de los lomos ya crujen de carcoma y polilla.

Abiertos sobre la mesa, pesada como un barco,
hay un montón de libros. Y estampas militares
que al rozarlas el aire desprenden un perfume
de caudaloso Sena, de cueva y humedades.

Éste es sitio tranquilo con algo galdosiano:
mecedoras que suenan, candelabros, espejos
con azogues leprosos y en el vitral pintado
un jardín erudito de fuente con Cupido.

Ya hace falta encender unas bombillas pobres
para ver aquí dentro. Pega fuera la lluvia.
Y cuando vuelve a oírse la hora en el reloj,
por estas mismas sombras han pasado cien años.





Monólogo. 


Como una niña habla para sí
misma, sentada sola al tocador
de su madre, con rouge en las mejillas.
Habla de aquel que la amará y llora
de contento, a pesar del maquillaje
excesivo. Las lágrimas le anuncian
un ángel, pero también la muerte
que ella ignora, aturdida en esas sedas.
El ruido del cepillo en el cristal
le asusta de repente.
Levanta su mirada hasta el espejo
y se contempla en unos ojos que son suyos,
pero después de muchos años.





Mirador de la enferma.


En qué lejanos días te me muestras.
Navío, almendra o armador de cielos,
todo eso en un punto conseguías
reunir, si levantabas el semblante.

La luna y su bastón probaban pasos
nuevos, abiertos los balcones, sobre
tus pómulos. Vara de nardos, cortos
saludos que duraban la mañana.

Fría fuente de ciervos era el pulso
de las hojas desde el jardín cayendo,
un surtidor los ruidos en la grava.

Y en cada mano siempre una sonata
que acortara la espera de la muerte.
Tu sombra hará la eternidad más breve.





Mecina Fondales. 


En esta inmensidad
la voz oscura y misteriosa
de las aves nocturnas
tiene un temblor de sombras
y su cantar se funde
con el profundo discurrir del río.
En el silencio verdeoscuro y fresco,
el agua de una fuente, los rumores y el eco,
el calor de una noche de verano.

Europa queda lejos
de estas blancas adelfas, de esta luna,
de la radio que oímos no sé dónde,
de la lejana música que mueve,
como visillo, el viento.
Una turbia falena se quema en la bombilla
y su chinesca sombra anima la terraza
y una estrella fugaz
cruza después el cielo y un deseo:
-Quédate entre nosotros y no vuelvas.





Me asomo todas las tardes... 


Me asomo todas las tardes
a este jardín soleado
a escuchar las soledades
que hablan entre sí callando:
Todo es igual y distinto.
¿Crepuscular?, ¿machadiano?
Quién sabe dónde está el hilo
de un laberinto tan largo.
La tarde desaparece
y en el jardín encantado
oigo una distinta fuente
soñar en el mismo caño.





Los triunfos. 


En toda victoria un dolor
tiene su origen. El estío,
cuando se abre el alto ventanuco,
se desgarra sobre los chopos que clarean.
La traza de aire fresco
que entra entonces, levanta
de la madera un fresco olor a lejía
de suelos muy fregados.
Y algo que fue sombra y vigilia
en la pensión, cobra forma
con la ligera luz del alba.
En el vasar, sobre blanca labor
de lienzo y almidón,
unos cuantos jazmines, aún lozanos.
Y quien lo ve, añora
ese privilegiado amor que impulsa
a quien obtuvo la prodigiosa flor,
al abrigo de la fría Segovia.





Las tradiciones. 


Un régimen antiguo en sus ojos insomnes
de jardines y alanos aparece.
Cuando su mano alcanza la llave
de la lámpara y la vuelve, apagándola,
sobre el lino de la mesa se derrama,
y en su cuello, un dudoso azul
del alba, tibio latido que se inicia.
Y ese mirar cansado vale más
que cualquier siglo presente.





Las horas muertas. 


Violeta de la tarde,
abejorro amarillo
que zumba en el espejo
de la poza del río.

Las horas verdinegras
las pasan los mosquitos
haciendo y deshaciendo
sobre el agua su ovillo.

Todo parece hecho
por obra del Destino,
lo que se pierde en flautas,
lo que se pierde en pitos.

En el manzano juzga
un abejorro fino.





La vida fácil. 


Qué fácil es vagar los días grises,
creer que nuestra vida
rebosa de la vida de otros.
Incluso suponer
que nosotros seremos
el alto mundo lleno
que vivirán mañana los que vengan.
A tal extremo incita un buque, un árbol,
alguien que oigamos al piano
o esas perspectivas de un paseo
con gentes que también van suponiendo.
El cielo anubarrado y negro
o los gorriones
saltando entre los coches
saben que vamos
y no nos desengañan.





La ventana de Keats.


                                                             Para Manuel Borrás.

Apartado de todo, vuelto a mí
en silencio egoísta, en soledad
de campos y de encinas y callejas
que el otoño volvió más taciturnas;
asilado a esta sombra y sin más patria
que una vieja edición de tus poemas;
sentado en berroqueña piedra gris
y leyendo tus versos, oigo cómo
de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
Todo lo dejo entonces, mi lectura,
mis leves pensamientos, mi silencio.
Todo por escucharle. Es él, él mismo.
El dulce ruiseñor que tú supiste
distinguir entre todas las demás
criaturas, por ser no melodioso,
que lo era, sino por ser el tuyo,
el a ti destinado desde siempre,
desde el día en que Dios de mansas fieras
ocupó el Paraíso y dijo: «hágase
también el ruiseñor, para que Keats,
en la umbría Inglaterra, al escucharlo
embelesado, alcance esta verdad:
que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
y que la rama cambia y cambia el pájaro,
mas no la melodía. Esta será
de país a país siempre la misma,
de un continente a otro y desde un siglo
a otro siglo, la misma melodía,
igual que en el estanque van las ondas
cuando alguien en él escribió un nombre».
Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
el ruiseñor menudo de tus versos,
frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
y hecho de pura abstracta lejanía.
y están también los prados y colinas
por los que tú anduviste. Están comigo
ahora, aquí. Y las viejas mansiones
que el campo inglés conoce, venerables,
cubiertas por la yedra, iluminadas
con quinqués y bujías cuya luz
llenaba las ventanas de dorada
quietud e invitación al sueño,
de modo que de lejos, si pasaba
un viajero, se decía: «¡Quién
pudiera estar allí, junto a esa lámpara,
dentro de aquella casa, allí sentado
en cómodo sillón leyendo un libro
o bebiendo los vinos de Madeira
y escuchando un piano, o ni siquiera,
sólo como esa sombra que es el tiempo!
¡Sólo como la sombra de aquel hombre
que se asoma al balcón para mirarme!
¡Quién pudiera quedarse en esa casa
y no tener, cerrada ya la noche,
que andar por estos fúnebres caminos
y exponerse a morir en soledades
que harían de la muerte algo aún más triste»...
Eso diría el viajero errante,
eso mismo diría al contemplar
la vieja casa solitaria y grande.
Y luego seguiría su camino
sin dejar de mirar de vez en cuando
atrás, hasta perder aquella luz,
aquel temblor de oro entre las ramas
oscuras de los tejos, sin haber
siquiera sospechado que eras tú,
John Keats, la sombra.

Y que le viste
llegar por el camino, y que dijiste:
«Al Sur marcha ese hombre.
¡Quién pudiera con él perderse lejos!
Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
languidecer aquí llevando una
vida que ni siquiera de infeliz
puedo calificarla! Mira, parte
de nuevo, se va. Empieza ya la luna
a vadear el río. ¡Cuánto debe
compadecer mis años!»...

                              Y que luego,
para apagar la sed de tu acedía,
tomaste una vez más un papel nuevo
sin dejar de pensar en aquel hombre
que viste peregrino. Quizás ese
fue el día en que escribiste aquel poema
que empieza así: «Feliz es Inglaterra..."
¿Quién podría saberlo? Ahora otra vez
lo leo en este viejo libro tuyo,
y al leer me parece que tu otoño
es este otoño mío y que también
es mío el ruiseñor que ya ha callado,
y me confundo y creo
que aquellos claros ríos entre hayales
son nuestro pedregal, cuna de víboras.
Y así, miro estos bíblicos olivos
y alcornoques ascéticos, la tierra
de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
pestilente cenizo o amargas hierbas,
y ebrio de gratitud, no siento ya
ni abrasador el sol ni amargo el aire
ni severos los pardos y los negros,
que son colores nuestros metafísicos,
sino que cierro el libro y miro lejos,
porque tus versos hacen que yo vea
este lugar como lugar del alma,
y vuelto a mí, comienzo a recorrer
de nuevo este paisaje silencioso
y a verlo de otro modo ya sentirlo
y a desear también la dulce muerte,
hermana zarza, hermanos alcornoques,
ortigas, alimañas, sequedades.





La carta. 


He encontrado la casa
donde te llevaré a vivir. Es grande,
como las casas viejas. Tiene altos
los techos y en el suelo,
de tarima de enebro, duerme siempre
un rumor de hojas secas
que los pasos avivan. A los ocres
de las paredes nada ya parece
retenerles aquí. Igual que frágiles
pétalos, largo tiempo olvidados
en un libro, amarillean todos.
Entre rejas, trenzado,
un rosal sin podar.
En el jardín pequeño, una fuente
y un fauno. Y me dicen
que también unos mirlos.
Cuando en los meses fríos de otoño,
al escuchar sus silbos
cobren vida tus ojos, en el verde
del agua miraré contigo
cómo mueren los días.
Cómo se vuelve polvo en los muebles
oscuros tu silencio
que azotará la lluvia
allí donde te encuentres.





Estudio de piano de ronda. 


Un mundo empieza a retornar
por la reja abierta.
Aplazados sonidos, yunques
de platero por el claro
callejón de luna.
Aún imperfectos, la noche
de vosotros se llena,
haciéndose más honda.
Poco a poco, el tableteo
de un lejano simón
va alcanzando las notas.
Cuando se han perdido
los pasos del caballo,
suena la tapa del piano,
cerrando un empedrado
que alguien riega.





Es esto... 


Es esto
la temible muerte.
Ha llegado el final
y no tienes respuesta.
el vaso de cristal,
la flor sobre la mesa,
el dolor de partir
sin que tu corazón conozca
una sola razón
de estas tres cosas
sencillas.





Endecha. 


La falda, un blanco balneario,
desaparece en el recodo
verde, al final del paseo.
Enarenado trecho de los bojes
donde tú caes de ese lado de la sombra,
como durmiendo cambias
de sitio, para siempre
en otros brazos
que los míos despiertos.





En tus mejores años.


Cuando te veo ahora en tus mejores años
con toda la belleza de una copa de vino,
brillándote en los ojos el deseo y las noches
estrelladas de agosto, imagino ese invierno
en que, vieja y cansada, te entregues al recuerdo.

He querido llegar antes que tú a ese día.
Y revivir los tiempos en que tú levantaste
de esta ruina una casa, plantaste en ella higueras,
y alimentaste fuegos que a todos nos hicieron
imaginar la vida muy lejos de los muertos.

Ya ves que ahora han llegado, siniestros, silenciosos.
Por eso tu poeta ha venido contigo
a recorrer de nuevo nuestras amadas ruinas,
y si ayer fue tu risa, hoy será tu silencio,
cuando, vieja y cansada, de nada sirve el sueño.





En las lluviosas tardes de Noviembre...


En las lluviosas tardes de noviembre
de pesadumbre llenas,
con un libro de románticas rimas
que habla de hojas secas
me siento a ver el fuego
junto a la chimenea.
En esas cortas tardes otoñales,
poca la luz de perla
en el salón, a solas, sin testigo,
las cosas se sombrean
con azulado tedio
de indefinible esencia.
¡Veladas de borroso calendario
y avara somnolencia,
de vacíos laureles y jardines,
agrias tardes eternas
que tienen del olvido
la misteriosa rueca!





En la sala apagada. 


Ha quedado todo al fin
recogido: vida, sueño.
Hasta la carcoma duerme
con sus monólogos secos.

El reloj en la pared
y en el tic-tac mi miedo
como pisadas que vienen
a marcar más los silencios.

Lo mismo todas las noches.
En voz baja por el precio
de mi muerte con la muerte
discuto. Nunca hay acuerdo.

Y al despuntar, como amigos
nos deseamos los buenos
días y para esa misma
noche quedamos en vernos.

Silencio de los pianos
y de los sonidos negros.





Elegía.


                                                                            A Miriam.

Recuerdas aquel tiempo en que oler una rosa,
una rosa tan sólo, ni siquiera perfecta,
te arrancaba las lágrimas? Te acercabas despacio
al rosal preferido y, a resguardo del mundo,
como quien lleva dentro el tesoro más hondo
podías estar horas a su lado esperando
sin atreverte apenas a confesar tu dicha,
sabedor de que nadie te igualaba en fortuna.

Ibas buscando ávido los temblores simbólicos,
la estrella que caía de lo negro en lo negro,
o sus ojos oscuros o el ruido que en la noche
trenzaban los insectos en el astro bombilla
mientras de la majada volvían los acordes
truncos de las esquilas a su caja de música,
todo lo que temblando nacía o se acostaba.

Mientras atardecía ibais por las callejas.
¿Recuerdas el olor del hinojo y la menta?
¿Recuerdas que decías «como puñal lo noto
que me abrasara aquí», y el vientre señalabas?

Apenas si podíais articular palabra
por temor a estropear aquellos sentimientos
nombrándolos en alto, y habríais escogido
disolveros entonces en el aire anisado,
conscientes de que nunca estaríais tan cerca.

Cuando pienso que yo de joven cultivaba
momentos melancólicos cual gusanos de seda,
qué lejos me encontraba de sospechar que alguno
nacería deforme y me devoraría
justo cuando añorase la alegría de entonces,
la juventud perdida, aquel sutil talento
para hablar de la muerte al tiempo que llenaba
de caricias un cuerpo ceñido por la gracia.

Quién podía decirte que aquellas que trenzabas
guirnaldas primitivas se te marchitarían
tan pronto entre las manos. Hablabas de finales,
de viejos caserones y de ruinosas casas,
de sonidos oscuros y nidos de otro tiempo,
de calles provinciales y sonatas de Czerny,
pero eran entonces palabras solamente,
la muerte y la desdicha palabras nada más,
como lo fueran sombra, ruiseñor o ciprés.

Han pasado los años y ya nada es igual.
A tu rosal el tiempo le dio un tronco leñoso,
pero sus rosas siempre en cada primavera
vuelven a florecer. Sólo tú te haces viejo
de veras, sólo tú has oído hace un rato
delante de esa rosa un silencio inhumano
y has sentido miedo, y te has puesto a llorar,
no lágrimas estéticas como aquellas antiguas,
sino un lloro dañino, pues todo cuanto entonces
pensabas que sería como ruina armoniosa,
con su bonita yedra y su viejo jardín,
no es más que un trozo informe de mineral silencio,
el dolor de ser piedra suelta por un camino.





El río. 


Para mí qué encanto tiene un río
con barcas en la orilla.
Estarse junto al agua y ver correr
voluptuosas nubes en su ancho caudal.
Hacerse un sitio allí, en la maleza
azulada, un hueco donde ver
cómo es cosa de poco nuestra vida
y no ser vistos. Y mirar las barcas
tensando y destensando
una cuerda de esparto en la verde
corriente, con el agua de la lluvia
pudriéndose en sus tablas. Esperar
la tormenta y contemplar el cielo
vagabundo y morado. Oír el ruido
de gotas en el río, sus castillos
como timbales delicados.
Y pensar, si se puede,
en quien amamos mucho
o si entonces no amamos, no pensar,
no pensar, no pensar.
Y volver nuestros ojos
a ese mudo transcurso, y vacíos
quedar sin que sepamos
cuánto tiene de sueño
el frío y el dolor
y esas barcas sin gente
chocando unas con otras
o si podemos despertar un día.





El árbol de la ciencia.


Dicen, mi amor, que es imposible hacer
versos de amor feliz, de enamorado,
que sólo lo perdido o no alcanzado
se canta en la poesía, el padecer

olvido o el sufrimiento de volver
al recuerdo de todo lo pasado.
Unas veces la sed de lo vedado;
otras, el vino del amargo ayer.

No hagas caso, mi amor, habladurías.
Contigo todas mis melancolías
son ramas escarchadas en anís

donde se posa un pájaro de nieve.
Escúchale cantar tan hondo y breve.
Que no te engañe su plumaje gris.





El amor de las cosas.


Y me senté por descansar del día
junto al gran ventanal
y estuve allí no sé qué largo rato.
Cansado estaba y triste y sin propósito
viendo correr el agua de la fuente.
Los del jardín eran colores foscos,
verdes que se enlutaban y unas rosas
al pie de una escalera por la lluvia
gastados. Y allí mismo, en un rincón,
bajo el naranjo agrio,
las viejas herramientas
que dejó el jardinero,
la esterilla de esparto y el hocino
de primitivo aspecto, curvo y negro.
Se deshacía el día en fino polvo
de oro, el agua por el canalillo
de barro apenas se atrevía al ruido
y a su torre volvían las palomas.
No era de noche aún, sino de azul,
de un azul muy intenso.
Vino el amor entonces
a mi lado a quedarse,
el amor de las cosas del huerto,
parte del cual estaba ya sembrado
y esperaba su fruto.
Pero de pronto una blanca lechuza
se desplomó del cielo
y me asustó su majestad al verla
detrás de unos laureles remontando;
hasta escuché sus fantasmales alas.
no era de noche aún,
el aire de azucenas perfumado,
y cerré la ventana
y ya no pude recorrer
mi corazón del todo.





E.D. 


Mírame aún. Creció musgo en mis labios
y en los inviernos crudos me visita la nieve.
Siéntate, viajero, a mi lado.
Cuando la lluvia arranca plateadas
coronas de la piedra y silenciosa
en el ciprés muere la tarde, sólo
de ti me acuerdo. Pero tú estás lejos.
Pasa tu mano por mi nombre y quita
las hojas amarillas que lo cubren,
y los pétalos secos de esas flores
antiguas. Llámame después y dime
si el viento de esos campos lo ha borrado
o si tiembla en el aire todavía
como el romero verde.





Al final de la tarde...


Al final de la tarde
las últimas estelas se detienen
en la pared de cal,
accidentes, cenizas.
En los ojos entonces los paisajes
suenan como lacados
y hasta parecen lágrimas,
tan suavemente llegan.

Hablo de mí porque temo a la muerte
desnuda de las cosas
y que la muerte venga a esta azotea
a quedarse en la calma y el silencioso valle.

Como en su vaso el té moruno y verde
o el viejo libro que abierto está a su lado
han conseguido ser dueños de su quietud,
y en su quietud
igualarse a los astros que van en vastas órbitas,

como ese viejo libro y ese vaso de té,
recuerda este lugar y este momento.

Un día llegará en que te preguntes
¿de ti, de mí,  qué fue de todo aquello?,
y de los ojos
ya no vendrán palabras.





Adoro las ciudades que son viejas... 


Adoro las ciudades que son viejas
ciudades de provincia
y los puentes de piedra y los de hierro
y los puentes en ruinas,
viejos puentes de piedra solitarios
invadidos de ortigas.

Pero también me cansan esas viejas
ciudades de provincia
y todo lo que un puente sobre un río
oscuro simboliza.





Adonde tú por aire claro vas... 


Adonde tú por aire claro vas,
en sombra yo, o en hojarasca breve,
te he seguido. Yo mismo sombra soy
de ti. Y no puedes tú notar que yo
te siga, yo, callado tras de ti,
lumbre contigo o nieve de tu mano.
Y veo tu mirar, mas siempre esquivo,
oscuro y amoroso, en huertos altos
que tú para tu amor los cercas. Fuentes,
aves, la reja de la casa sueño
ser yo, la claridad, su vuelo limpio,
el aire entre los hierros. Pero tú,
a mi través, cuando me miras, creo
que estás mirando a otro, de no verme.
Y ya la fuente, el ave, las espadas
de la verja no son nada. La tarde
su rosa le retira al vaso. Pétalos
sólo, los continentes que parecen
sobre la mesa, a ti te los ofrezco,
te envío su gobierno y yo, la sombra.





A una gota de rocío. 


Van forjando al rocío fondo y forma
en la secreta fragua,
cuando nadie lo ve, para después
dejarlo igual que un vaso en la alacena
de la naturaleza inabarcable,
agua de pozo limpia y sed al mismo tiempo.
Y cómo estos principios se combinan
para pulir, tal piedra de diamante,
el silencio y la rosa
de donde nace al fin, como del poro
de la noche agitada van naciendo
nuestros sueños más íntimos,
esa pequeña gota
destilada en el tallo de cualquier loca avena.
Luego el sueño también le vence a ella,
y se evapora, devolviéndole al mundo
su perfume de rosa y su silencio,
y no deja más rastro
que en nosotros la vida, si morimos.
Y por ello, si fuera dios yo un día,
no cogería arcilla de la tierra
ni ninguna otra cosa,
sino a ti, mi pequeña Galatea
que en la avena te meces dulcemente,
y ordenaría al punto: Hágase el hombre
de esta lágrima pura,
y así quizá pudiera ser el hombre,
pleno en su instante único
entre tan bellas nadas,
más duradero sueño, una leyenda.


Poemas. Marina Tsvetáieva (1892-1941)

Versos a Blok. 


En Moscú, las cúpulas en llamas.
En Moscú, ya tañen las campanas.
Los sepulcros están aquí, en hilera,
y allí duermen los zares, las zarinas.

Tú no sabes aún que en el alba del Kremlin
se respira mejor que en cualquier otro sitio.
Tú no sabes que en el alba del Kremlin
yo te rezo hasta el alba.

Tú pasas sobre el Neva
y yo sobre el Moscova,
cabizbaja.
Se duermen las farolas.

Te quiero en el insomnio.
Te escucho en el insomnio.
Mientras que por el Kremlin
despiertan campaneros.

Mi río con tu río,
mi mano con tu mano
se ignoran. Cariño mío, alegría
hasta que el alba alcance a la siguiente.





Tu alma y la mía son gemelas... 


Tu alma y la mía son gemelas
como mis manos: la derecha y la izquierda.
Tan cálidas y tiernas son unidas
como dos alas de un pájaro dormido.
¡Por un ciclón quedamos separados,
por un abismo, tú y yo, como dos alas!





Se ha ido. Ya no como...


Se ha ido. Ya no como:
quedó sin gusto el pan.
Se ha ido - todo es tiza
si lo llego a tocar.

...Para mí, era el pan,
era la nieve;
ya la nieve no es blanca,
el pan no sabe a nada.





Regreso del líder. 


El caballo... cojo.
La espada... oxidada.
¿Quién es el líder
jefe de muchedumbres?

Paso -una hora.
Respiro -un siglo.
Mirando hacia lo bajo,
donde se encuentran tantos.

Enemigo o Amigo,
espina o Laurel.
Todo sueña.
El Caballo es Él.

El caballo... cojo.
La espada... oxidada.
La capa, vieja.
Mas derecho el cuerpo.

Julio 3 de 1921





Psique. 


1
He vuelto a casa: no soy una impostora
ni una criada -no necesito pan.
Soy tu ocio del domingo, tu pasión,
tu séptimo día y tu séptimo cielo.

Allí, en la tierra, me echaban monedas,
me colgaban piedras al cuello.
-¡Amado! ¿No te acuerdas?
Soy tu golondrina, tu Psique.

2
'Toma, cariño, mis harapos
que fueron un dulce cuerpo.
Lo he destrozado, lo he gastado,
sólo quedan las dos alas.

Vísteme tú con tu esplendor,
sálvame, por piedad.
Y los pobres andrajos raídos
llévalos a la sacristía.

13 de mayo de 1918





Poema del fina.


Como la piedra afila el cuchillo,
Como se desliza el serrín al barrer,
Así, aterciopelada, la piel
Húmeda súbitamente en los dedos.

Oh dobles -coraje, sequedad-
De los hombres, ¿dónde estáis,
Si en mis palmas hallo lágrimas
Y no lluvia?

El agua es de la fortuna,
¿Qué más podría desear?
Si tus ojos son diamantes
Que se vierten en mis palmas,

Ya no pierdo
Nada. Fin del fin.
Caricias, caricias
-Acaricio tus mejillas.

Somos así, orgullosas
Y polacas -Marina-,
Cuando en mis manos llueven
Ojos de águila:

¿Lloras? Mi amor,
Mi todo: perdóname.
Trozos de sal
Caen en mis palmas.

Llanto de hombre, veta
Que en la cabeza retiembla.
Llora. Otra te devolverá
La vergüenza que te hice dejar.

Somos dos peces
Del mis-mí-si-mo mar.
Dos conchas muertas
Labio contra labio.

Todo lágrimas.
Sabor
A armuelle.
-¿Y mañana
Cuando
Despierte?





Nostalgia de la patria: ¡qué fastidio!...


Nostalgia de la patria: ¡qué fastidio!
Después de largo tiempo delatado.
Ya me es indiferente
dónde sentirme sola.

Caminar sobre piedras,
a casa con la cesta.
La casa que no es mía:
hospital o caserna.

Me da igual quién me mire
como a un león cautivo.
Cuál es el clan humano
que me ha expulsado -siempre-.

Muy dentro de mí misma,
oso polar si hielo.
Dónde no poder convivir (¡ni lo intento).
Dónde me humillarán -da lo mismo-.

No, mi lengua natal ya no me engaña,
ni materna, me engaña su llamada.
Ya me es indiferente en qué lenguaje
no seré comprendida por el hombre.

(Lector, devorador de toneladas
de periódicos, adicto al cotilleo...)
El es del siglo veinte;
yo: ¡fuera de los siglos!

Enhiesta como un tronco,
resto de la alameda.
Todo y todos iguales;
igual indiferencia.

Lo natal, lo pasado,
rasgos todos y marcas:
toda fecha borrada-
donde ha nacido el alma.

Mi tierra me ha perdido,
y el que investigue, astuto,
el ámbito de mi alma -¡mi alma toda!
no encontrará la traza.

Las casas son ajenas y los templos vacíos.
Me da todo lo mismo.
Mas si aparece un árbol
en el camino, un serbal...





Mis versos, escritos tan temprano... 


Mis versos, escritos tan temprano
que no sabía aún que era poeta,
inquietos como gotas de una fuente,
como chispas de un cometa,

lanzados como ágiles diablillos al asalto
del santuario donde todo es sueño e incienso,
mis versos de juventud y de muerte
-¡mis versos, que nadie lee!-,

en el polvo de los estantes dispersos
-¡que ninguna mano toca!-,
como vinos preciosos, mis versos
también tendrán su hora.





Magdalena. 


Entre nosotros, los diez mandamientos,
el calor de las diez hogueras.
La sangre hermana causa rechazo,
pero eres de sangre ajena.

En los tiempos evangélicos
yo sería una de aquéllas...
(¡La sangre ajena es la más deseada,
y entre todas, la más ajena!)

Con todas mis desazones, preclaro,
arrastrándome, te seguiría.
Oculta la mirada demoníaca,
Perfumes en ti vertería:

sobre tus pies, bajo tus pies,
o derramándolos a tu paso...
¡Fluye, pasión envilecida,
empeñada a los parroquianos!

Fluye con la espuma de la boca,
con el fervor de la mirada.
Fluye en el sudor del lecho. Tus pies
en mi cabellera calzo
como en una piel.

A tus pies, como seda, me extiendo.
¡No serás aquél (¡soy aquélla!)
que dijo a la bestia de la melena
ígnea: "¡Levántate, hermana!"


2
Por tus derroteros no pregunto,
porque, amada, todo se cumplió.
Tú me has calzado a mí, descalzo,
en el torrente
de tu cabello
y de tu dolor.

No pregunto cuánto han costado
estos perfumes. Al desnudo,
a mí,
con la ola de tu cuerpo
me has vestido,
como con un muro
o una vid.

Dócil y dulce, como nunca antes,
manso tocaré tu desnudez.
A mí, tan recto, me has enseñado
el declive de la ternura
al caer a mis pies.

Me harás una fosa entre tu pelo,
y sin lienzos me envolverás.
¿Para qué me has de traer la mirra?
Como ola,
tú me lavarás.





Libertad salvaje. 


Me gustan los juegos en que todos
son arrogantes y malignos,
en que son tigres y águilas
los enemigos.

Libertad salvaje
Que cante una voz altiva:
"¡Aquí, muerte, allí -presidio!"
¡Luche la noche conmigo,
la noche misma!

Volando voy -tras de mí van las fieras;
y con el lazo en las manos yo me río...
¡Ojalá la tormenta
me haga añicos!

¡Que sean héroes los enemigos!
¡Acabe en guerra el convite!
Que sólo quedemos dos:
¡El mundo y yo!





Insomnio 11. 



¡Insomnio, amigo mío!
Otra vez tu mano.
Mientras alzo mi copa
te encuentro en la callada,
en la sonora noche.

¡Déjame que te embruje!
¡Prueba!
No trates de ascender
sino de ir hacia adentro...
Ya te llevo...
Susurra con los labios:
¡Paloma! ¡Amigo!
Prueba.
Déjame que te embruje.
Bebe
de todas las pasiones,
huye
de toda noticia.
Calma.
Concede,
amiga...
Abre los labios.
Abre los labios al placer
y, al borde de la tallada copa,
bebe.
Absorbe.
Traga
hasta el no-ser.
¡Amigo! ¡No te enfades!
¡Déjame que te embruje!
¡Bebe!
De todas las pasiones
la más apasionada,
y de todas las muertes
la más dulce... mis manos.

¡Déjame que te embruje! ¡Bebe!
Desaparece el mundo. Ningún lugar:
orillas inundadas... Bebe mi golondrina
perlas fundidas.
Y tú bebes el mar,
bebes el alba.
¿Con qué amante es la juerga?
¿Con el mío?
Bebe, pequeño,
que ya compararemos.

Y si preguntan, ¡responderé!
El porqué de las mejillas lívidas.
Con Insomnio me fui de juerga, sí.
Con Insomnio me fui de juerga.

Mayo de 1921





Insomnio 10.


Otra vez una ventana
donde otra vez no se duerme.
A lo mejor beben vino,
a lo mejor no hacen nada.
O tal vez, manos unidas,
no separan esas manos.
En cada casa, mi amigo,
hay así una ventana.

Separaciones y encuentros:
gritas, nocturna ventana,
quizás hay cientos de velas,
o quizás sólo tres velas.
Sin reposo
mi cabeza.
En mi casa
ha entrado eso.

¡Hay que rezar por la casa sin sueño!
¡Y rezar por el fuego en la ventana!

26 de diciembre de 1916





Insomnio 2. 


Así como me gusta
besar las manos
y ofrendar nombres,
también me gusta
abrir las puertas
-¡de par en par!- a la oscura noche.

Apoyando la cabeza,
oír los recios pasos
hacerse más ligeros,
y cómo el viento mece
el bosque somnoliento
y desvelado.

¡Oh noche!
Van creciendo los arroyos
que en el sueño desembocan.
Ya se me cierran los ojos.
en medio de la noche
alguien se ahoga.

27 de mayo de 1916





Es sencilla mi ropa... 


Es sencilla mi ropa,
pobre mi hogar.
¡Soy una isleña
de islas remotas!

¡Nadie me hace falta!
si entras -pierdo el sueño.
Por calentarle la cena a un extraño
quemaría mi casa.

Si me miras -ya nos conocemos,
si entras -¡quédate a vivir!
Es sencillo nuestro fuero,
está escrito en la sangre.

En la palma de la mano tendremos
la luna, si nos place.
Si te vas -es como si no existieras,
y como si tampoco yo existiera.

Miro la marca del cuchillo:
¿sanará antes
de que venga otro extraño
a pedirme agua?





En la frente besar - penas borrar... 


En la frente besar -penas borrar.
Beso la frente.

En los ojos besar, -el insomnio quitar.
Beso los ojos.

En los labios besar  -dar de beber.
Beso los labios.

En la frente besar  -la memoria borrar.
Beso la frente.

5 de junio de 1917





Comediante 4. 


Ya no te necesito,
y no es porque no contestaras
a vuelta de correo, cariño.

Ni por saber que estas líneas,
escritas con tristeza,
las leerás entre risas.

(Escritas por mí a solas -
¡y sólo para ti!- ¡por vez primera!
con alguien las descifrarás).

Ni porque rozarán
los rizos tu mejilla -¡Soy maestra
en leer acompañada!

Tampoco porque a un tiempo
suspiraréis inclinados
sobre las mayúsculas desvaídas.

Ni porque caerán a la par
vuestros párpados -es difícil
mi letra- ¡y en verso, además!

¡No, amiguito! -Es más fácil,
es peor que un enfado.

Ya no te necesito-
porque... porque-¡Ya no te necesito nunca más!

3 de diciembre de 1918





Bendigo la labor nuestra de cada día... 


Bendigo la labor nuestra de cada día,
bendigo el sueño nuestro de cada noche,
el divino juicio y la caridad divina,
la ley benévola y la ley de bronce,

mi empolvada púrpura, de harapos cubierta...,
mi empolvado bastón, de los rayos hogar,
y asimismo, Señor, bendigo el pan
en horno ajeno y la paz en casa ajena.

21 de mayo de 1918





A ti, dentro de un siglo. 


A ti, que nacerás dentro de un siglo,
cuando de respirar yo haya dejado,
de las entrañas mismas de un condenado a muerte,
con mi mano te escribo.

¡Amigo, no me busques! ¡Los tiempos han cambiado
y ya no me recuerdan ni los viejos!
¡No alcanzo con la boca las aguas del Leteo!
Extiendo las dos manos.

Tus ojos: dos hogueras,
ardiendo en mi sepulcro -el infierno-
y mirando a la de las manos inmóviles,
la que murió hace un siglo.

En mis manos -un puñado de polvo-
mis versos. Adivino que en el viento
buscarás mi casa natal.
O mi casa mortuoria.

Orgullo: cómo miras a las mujeres,
las vivas, las felices; yo capto las palabras:
"¡Impostoras! ¡Ya todas están muertas!
Sólo ella está viva.

Igual que un voluntario le ha servido.
Conozco sus anillos y todos sus secretos.
¡Ladronas de los muertos!
¡De ella son los anillos!"

¡Mis anillos! Me pesa,
hoy me arrepiento
de haberlos regalado sin medida.
¡Y no supe esperarte!

También me da tristeza que esta tarde
tras el sol haya ido tanto tiempo
y he ido a tu encuentro,
dentro de un siglo.

Apuesto -dice él- que vas a maldecir
a todos mis amigos en sus oscuras tumbas.
¡Todos la celebraban! Pero un vestido rosa
nadie le ofreció.

¿Quién era el generoso? Yo no: soy egoísta.
No oculto mi interés si no me matas.
A todos les pedía cartas,
para por las noches besarlas.

¿Decirlo? ¡Lo diré! El no-ser es un tópico.
Y ahora, para mí, eres ardiente huésped.
Les negarás la gracia a todas las amantes
para amar a la que hoy es sólo huesos.





A Rainier Maria Rilke. 


Rainer, quiero encontrarme contigo,
quiero dormir junto a ti, adormecerme y dormir.
Simplemente dormir. Y nada más.
No, algo más: hundir la cabeza en tu hombro izquierdo
y abandonar mi mano sobre tu hombro izquierdo, y nada más.
No, algo más: aún en el sueño más profundo, saber que eres tú.
Y más aún: oír el sonido de tu corazón. Y besarlo.





A Boris Pasternak. 


Distancia: kilómetros y kilómetros?
Nos han dispersado, transplantado
nos han ¡y qué bien estamos
en los lejanos horizontes!

Distancia y lejanías?
Des-pegados, des-soldados.
Apartaron manos, crucificaron
sin saber lo que destruían: la unión total.

De suspiros y tendones
nos malquistaron, nos esparcieron
y exfoliaron.
Muro y foso.
Separados, como las águilas.

Conspiradores y lejanías?
No nos desbarataron; nos perdieron
por los tugurios de las latitudes:
disgregados como huérfanos.

¿Cuál es, pero cuál es, marzo?
¡Como a las barajas nos han cortado!

24 de marzo de 1925





A Alia. 


                                                   mi hija

Algún día, criatura encantadora,
para ti seré sólo un recuerdo,

perdido allá, en tus ojos azules,
en la lejanía de tu memoria.

Olvidarás mi perfil aguileño,
y mi frente entre nubes de humo,

y mi eterna risa que a todos engaña,
y una centena de anillos de plata

en mi mano; el altillo-camarote,
mis papeles en divino desorden,

Por la desgracia alzados, en el año terrible;
tú eras pequeña y yo era joven.





A Ajmátova. 


¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas!
Oh loca criatura del infierno y de la noche blanca.
Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentas
Y tu puro lamento nos traspasa como flecha.

Nos empujamos y un sordo ah
De mil bocas te jura fidelidad, Anna
Ajmátova. Tu nombre, hondo suspiro,
Cae en es hondo abismo que carece de nombre.

Pisar la tierra misma que tú pisas, bajo tu mismo cielo;
Llevamos una corona.
Y aquél a que a muerte hieres a tu paso
Yace inmortal en su lecho de muerte.

Sobre esta ciudad que canta brillan cúpulas,
Y el vagabundo ciego canta loas al Señor…
Y yo, yo te ofrezco mi ciudad con sus campanas,
Ajmátova, y con ella te doy mi corazón.