martes, 4 de febrero de 2025

El lobisón. Horacio Quiroga (1878-1937)

Una noche en que no teníamos sueño, salimos afuera y nos sentamos. El triste silencio del campo plateado por la luna se hizo al fin tan cargante que dejamos de hablar, mirando vagamente a todos lados. De pronto Elisa volvió la cabeza.

—¿Tiene miedo? —le preguntamos.
—¡Miedo! ¿De qué?
—¡Tendría que ver! —se rió Casacuberta—. A menos...

Esta vez todos sentimos ruido. Dingo, uno de los perros que dormían, se había levantado sobre las patas delanteras, con un gruñido sordo. Miraba inmóvil, las orejas paradas.

—Es en el ombú —dijo el dueño de casa, siguiendo la mirada del animal. La sombra negra del árbol, a treinta metros, nos impedía ver nada. Dingo se tranquilizó.
—Estos animales son locos —replicó Casacuberta—, tienen particular odio a las sombras...

Por segunda vez el gruñido sonó, pero entonces fue doble. Los perros se levantaron de un salto, tendieron el hocico, y se lanzaron hacia el ombú, con pequeños gemidos de premura y esperanza. Enseguida sentimos las sacudidas de la lucha.

Las muchachas dieron un grito, las polleras en la mano, prontas para correr.

—Debe ser un zorro: ¡por favor, no es nada! ¡toca, toca! —animó Casacuberta a sus perros. Y conmigo y Vivas corrió al campo de batalla. Al llegar, un animal salió a escape, seguido de los perros.
—¡Es un chancho de casa! —gritó aquél riéndose. Yo también me reí. Pero Vivas sacó rápidamente el revólver, y cuando el animal pasó delante de él, lo mató de un tiro.

Con razón esta vez, los gritos femeninos fueron tales, que tuvimos necesidad de gritar a nuestro turno explicándoles lo que había pasado. En el primer momento Vivas se disculpó calurosamente con Casacuberta, muy contrariado por no haberse podido dominar. Cuando el grupo se rehizo, ávido de curiosidad, nos contó lo que sigue. Como no recuerdo las palabras justas, la forma es indudablemente algo distinta.

—Ante todo —comenzó— confieso que desde el primer gruñido de Dingo preví lo que iba a pasar. No dije nada, porque era una idea estúpida. Por eso cuando lo vi salir corriendo, una coincidencia terrible me tentó y no fui dueño de mí. He aquí el motivo.

Pasé, hace tiempo, marzo y abril en una estancia del Uruguay, al norte. Mis correrías por el monte familiarizándome con algunos peones, no obstante la obligada prevención a mi facha urbana. Supe así un día que uno de los peones, alto, amarillo y flaco, era lobisón. Ustedes tal vez no lo sepan: en el Uruguay se llamaba así a un individuo que de noche se transforma en perro o cualquier bestia terrible, con ideas de muerte.

De vuelta a la estancia fui al encuentro de Gabino, el peón aludido. Le hice el cuento y se rió. Comentamos con mil bromas el cargo que pesaba sobre él. Me pareció bastante más inteligente que sus compañeros. Desde entonces éstos desconfiaron de mi inocente temeridad. Uno de ellos me lo hizo notar, con su sonrisita compasiva de campero:

—Tenga cuidao, patrón...

Durante varios días lo fastidié con bromas al terrible huésped que tenían. Gabino se reía cuando lo saludaba de lejos con algún gesto demostrativo.

En la estancia, situado exactamente como éste, había un ombú. Una noche me despertó la atroz gritería de los perros. Miré desde la puerta y los sentí en la sombra del árbol destrozando rabiosamente a un enemigo común. Fui y no hallé nada. Los perros volvieron con el pelo erizado.

Al día siguiente los peones confirmaron mis recuerdos de muchacho: cuando los perros pelean a alguna cosa en el aire, es porque el lobisón invisible está ahí.

Bromeé con Gabino.
—¡Cuidado! Si los bull-terriers lo pescan, no va a ser nada agradable.
—¡Cierto! —me respondió en igual tono—. Voy a tener que fijarme.

El tímido sujeto me había cobrado cariño sin enojarse remotamente por mis zonceras. Él mismo a veces abordaba el tema para oírme hablar y reírse hasta las lágrimas.

Un mes después me invitó a su casamiento; la novia vivía en el puesto de la estancia lindera. Aunque no ignoraban allá la fama de Gabino, no creían, sobre todo ella.

—No cree —me dijo maliciosamente. Ya lejos, volvió la cabeza y se rió conmigo.

El día indicado marché; ningún peón quiso ir. Tuve en el puesto el inesperado encuentro de los dueños de la estancia, o mejor dicho, de la madre y sus dos hijas, a quienes conocía. Como el padre de la novia era hombre de toda confianza, habían decidido ir, divirtiéndose con la escapatoria. Les conté la terrible aventura que corría la novia con tal marido.

—¡Verdad! ¡La va a comer, mamá! ¡La va a comer! —rompieron las muchachas.
—¡Qué lindo! ¡Va a pelear con los perros! ¡Los va a comer a todos! —palmoteaban alegremente.

En ese tono ya, proseguimos forzando la broma hasta tal punto que, cuando los novios se retiraron del baile, nos quedamos en silencio, esperando. Fui a decir algo, pero las muchachas se llevaron el dedo a la boca.

Y de pronto un alarido de terror salió del fondo del patio. Las muchachas lanzaron un grito, mirándome espantadas. Los peones oyeron también y la guitarra cesó. Sentí una llamarada de locura, como una fatalidad que hubiera estado jugando conmigo mucho tiempo. Otro alarido de terror llegó, y el pelo se me erizó hasta la raíz. Dije no sé qué a las mujeres despavoridas y me precipité locamente. Los peones corrían ya. Otro grito de agonía nos sacudió, e hicimos saltar la puerta de un empujón; sobre el catre, a los pies de la pobre muchacha desmayada, un chancho enorme gruñía. Al vernos saltó al suelo, firme en las patas, con el pelo erizado y los bellos retraídos. Miró rápidamente a todos y al fin fijó los ojos en mí con una expresión de profunda rabia y rencor. Durante cinco segundos me quemó con su odio. Precipitóse enseguida sobre el grupo, disparando al campo. Los perros lo siguieron mucho tiempo.

Éste es el episodio; claro es que ante todo está la hipótesis de que Gabino hubiera salido por cualquier motivo, entrando en su lugar el chancho. Es posible. Pero les aseguro que la cosa fue fuerte, sobre todo con la desaparición para siempre de Gabino.

Este recuerdo me turbó por completo hace un rato, sobre todo por una coincidencia ridícula que ustedes habrán notado; a pesar de las terribles mordidas de los perros —y contra toda su costumbre— el animal de esta noche no gruñó ni gritó una sola vez.


El metrónomo. August Derleth (1909-1971)

Para Jonathan Frid, que retrata a Barnabás en "Sombras oscuras" como "el mayor monstruo de todos".


Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido.

—¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse!

Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva oscuridad de la noche. Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando, por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo.

Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba nada.

—Ahora sólo te tengo a ti —le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas líneas de su rostro.

Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban. Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» —se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente haciendo resonar todas las recámaras de su memoria.

¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo.

O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava, golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia el hijo de la primera esposa de Farewell.

Apartó la canción de su memoria. Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo. Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para él. Recordó entonces que Margot fue creyente.

¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá. Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca. Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado del piano.

De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención.

De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.»

Escuchó.

Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía bastante profundamente. Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí.

Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia la puerta de su habitación. Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido.

Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas suaves y apagadas. Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón, la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea de su regreso a la una de la madrugada.

Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No cruces esa puerta.»

Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la linterna. Allí no había nada.

«¡Qué absurdo!», pensó.

En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera despertar a Henry.

Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano.

¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
¿Qué tal estás?
Mi querido, mi querido
míster Mel-zo,

Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto alivio.

Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese allá abajo.

Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia. En el vestíbulo de abajo no había nada.

Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy, buscando su metrónomo!

Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror. ¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana! Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio.

El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez, dando vueltas por la habitación. Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz.

—Márchate —murmuró con dureza—. ¡Oh, márchate!

Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva habitación hundida en la noche.

Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella. Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí.

Pero la puerta no se abrió.

Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a donde se hallaba la puerta.

Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara.

Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió. Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba, vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal.

Echó a correr.

Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba y llegar al cristal.

Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de terror. Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche.

—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó.

Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla.

Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror.

Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella.

Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro.

El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo, como un animal. Echó a correr de una esquina a otra de la habitación. Pero el niño estaba en todas partes. De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior.

Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro.

Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al caer, le había dado contra la sien.

Estaba muerta.

Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después, su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza de sus suposiciones y finalmente llamó al juez. Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta.

—Ha ocurrido un terrible accidente —dijo—. Evidentemente, estaba andando en sueños, víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien. Está allí, muerta.

Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y esperó a que el juez terminara su inspección.

Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio.

—Mire aquí, Farewell —dijo—. No comprendo esto —y sin esperar a que Henry Farewell le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo—: Ese golpe no fue suficiente para matarla. Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me extraña. Venga, por favor.

Penetraron juntos en la biblioteca.

—Mire eso —dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la pared y el suelo a lo largo de toda la habitación.

Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación.

—Como un niño pequeño con los pies húmedos —dijo Farewell, en un tono de voz que indicaba su poca predisposición a creer lo que decía—. Parece como si hubiera estado chapoteando en el agua, ¿verdad? —preguntó.
—No, no —dijo el juez, con voz tensa—. Parece más bien un niño que hubiera estado completamente empapado, ropas y todo —se arrodilló, se puso las gafas y dijo—: Mire, gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas... detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto.

Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de imaginación, dijo:

—Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.


El lobizón. Silvina Bullrich (1915-1990)

Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.

Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.

Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:

-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.

E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.


Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.

Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.

Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.

Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.

Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.

Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.

En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.

Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:

-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.

El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.

-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.

Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:

-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.

¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.

-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.

Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.

-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.

Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.

-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.

Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.

-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.

Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.

Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:

-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.

En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:

-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.

La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.

Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.

Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.

-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.

Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:

-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…

Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.

-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.

Yo continuaba murmurando “mienten…”

-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.

Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.

-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.

Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.

-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.

La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!... ¡Deténganlo!...”

Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.

Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:

-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.

Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.


El mensajero. Robert W. Chambers (1865-1933)

Pequeño mensajero gris,
vestido como la Muerte pintada,
polvo es tu vestido.
¿A quién buscas
entre lirios y capullos cerrados
al atardecer?

Entre lirios y capullos cerrados
al atardecer
¿a quién buscas,
pequeño mensajero gris
vestido en el espantable atuendo
de la Muerte pintada?
Omniprudente

¿has visto todo lo que hay que ver con tus dos ojos?
¿Conoces todo lo que hay por conocer y, por tanto,
omnisciente
te atreves a decir no obstante que tu hermano miente?

R.W.Chambers.


I.

-La bala entró por aquí -dijo Max Fortin, y puso su dedo medio en un limpio boquete exactamente en medio de la frente.

Yo estaba sentado en un montículo de algas y me descolgué la escopeta con que cazaba aves.
El pequeño químico palpó con precaución los bordes del agujero abierto por el disparo, primero con el dedo medio, luego con el pulgar.

-Déjeme ver el cráneo otra vez -dije.
Max Fortin lo alzó del suelo.
-Es como todos los otros -observó. Yo asentí con la cabeza sin ofrecerme a aliviarlo de la carga. Al cabo de un momento, reflexivamente volvió a ponerlo sobre la hierba a mis pies.
-Es como todos los otros -repitió, limpiando sus gafas con el pañuelo-. Pensé que querría ver uno de los cráneos, de modo que traje éste del cascajar. Los hombres de Bannalec están todavía cavando. Tendrían que detenerse.
-¿Cuántos cráneos hay en total? -pregunté.
-Encontraron treinta y ocho cráneos; hay treinta y nueve anotados en la lista. Están apilados en el cascajar al borde del trigal de Le Bihan. Los hombres están trabajando todavía. Le Bihan los detendrá.
-Vayamos allí -dije; y cogí mi escopeta y .me puse en camino a través de los riscos, Fortin a un lado, Môme al otro.
- ¿Quién tiene la lista? -pregunté mientras encendía la pipa-. ¿Dice que hay una lista?
-La lista se encontró enrollada en un cilindro de latón -dijo el pequeño químico. Añadió-: No debería fumar aquí. Sabe que si una sola chispa volara hasta el trigal...
-Ah, pero mi pipa tiene una cubertura -dije sonriendo.
Fortin me observó mientras yo ajustaba la cubertura de pimentero sobre la taza refulgente de la pipa. Luego continuó:
-La lista estaba escrita sobre un grueso papel amarillo; el tubo de latón la preservó. Se encuentra hoy en tan buen estado como en 1760. Ya la verá.
-¿Es esa la fecha?
-La lista está fechada "abril de 1760". La tiene el brigadier Durand. No está escrita en francés.
-¡No está escrita en francés! -exclamé.
-No -replicó Fortin solemnemente-, está escrita en bretón.
-Pero -protesté-, la lengua bretona no se escribió ni se imprimió nunca en 1760.
-Salvo los sacerdotes -dijo el químico.
-Sólo oí de un sacerdote que escribió en lengua bretona.
Fortin me dirigió una mirada furtiva.
-¿Se refiere a... al Sacerdote Negro? -preguntó.
Asentí con la cabeza.
Fortin abrió la boca para volver a hablar, vaciló y finalmente apretó los dientes con obstinación sobre el tallo de trigo que estaba masticando.
-¿Y el Sacerdote Negro? -sugerí alentador. Pero sabía que era inútil; porque es más fácil apartar a las estrellas de su curso que hacer que un bretón obstinado hable. Anduvimos un minuto o dos en silencio.
-¿Dónde está el brigadier Durand? -pregunté mientras hacía una seña a Môme para que se apartara del trigal, que pisoteaba como si fuera brezos. En ese momento llegamos a la vista del extremo más alejado del trigal y la oscura masa húmeda de los riscos más allá.
-Durand está allí... puede verlo; se encuentra detrás del alcalde de St. Gildas.
-Ya lo veo -dije; y descendimos por un sendero para ganado abrasado al sol entre el brezal.
Cuando llegamos al borde del trigal, Le Bihan, el alcalde de St. Gildas, me llamó; me puse la escopeta bajo el brazo y bordeé el trigal hasta el sitio en que el buen hombre se encontraba.
-Treinta y ocho cráneos -dijo con su vocecita aguda-; sólo resta uno y me opongo a que se siga buscando. ¿Supongo que Fortin se lo dijo?
Le estreché la mano y devolví el saludo al brigadier Durand.
-Me opongo a que se siga la búsqueda -repitió Le Bihan toqueteándose nervioso los botones de plata que cubrían la parte delantera de su chaqueta de terciopelo y velarte como el peto de una armadura de escamas.
Durand abultó los labios, se retorció sus tremendos bigotes y metió el pulgar bajo el cinturón del sable.
-En cuanto a mí -dijo , soy partidario de que se continúe la búsqueda.
-¿Qué se siga la búsqueda de qué? ¿Del trigésimo noveno cráneo? -pregunté.

Le Bihan asintió con la cabeza. Duraud frunció el ceño ante el mar iluminado por el sol, que se mecía como un cuenco de oro fundido desde los riscos hasta el horizonte. Seguí su mirada. Sobre los riscos oscuros, recortado sobre el centelleo del mar, había un cormorán, negro, inmóvil, con la horrible cabeza alzada hacia el cielo.

-¿Dónde está esa lista, Durand? -pregunté.
El gendarme revolvió en su bolsa de despacho y sacó un cilindro de latón de un pie de longitud poco más o menos. Con suma gravedad desatornilló la tapadera e hizo caer un rollo de grueso papel amarillo cubierto de densa escritura por ambos lados. Ante una señal de Le Bihan, me alcanzó el rollo. Pero no entendí nada de la torpe escritura, desvaída ahora y de un pardo opacado.

-Vamos, vamos, Le Bihan -dije con impaciencia-, tradúzcala ¿quiere? Usted y Max Fortin hacen de nada un gran misterio, según parece.

Le Bihan se acercó al foso donde los tres hombres de Bannalec estaban cavando, dio una orden o dos en bretón y se volvió hacia mí. Al dirigirme al borde del foso, los hombres de Bannalec estaban quitando un fragmento cuadrado de lona de lo que parecía ser una pila de adoquines.

-¡Mire! -dijo con voz aguda Le Bihan. Miré. La pila era un montón de cráneos. Al cabo de un momento bajé por los lados pedregosos del foso y me acerqué a los hombres de Bannalec. Me saludaron gravemente apoyados sobre los picos y las palas y enjugándose las caras sudorosas con las manos curtidas por el sol.
-¿Cuántos? -pregunté en bretón.
-Treinta y ocho -respondieron.

Miré a mi alrededor. Más allá del montón había dos pilas de huesos humanos. Junto a ellos había un montículo de fragmentos rotos y herrumbrados de hierro y acero. Al mirar más de cerca, vi que el montículo se componía de bayonetas herrumbradas, hojas de sables y de hoces y, aquí y allá, hebillas deslucidas unidas a trozos de cuero duro como el hierro. Recogí un par de botones y una hebilla. Los botones tenían las armas reales de Inglaterra: la hebilla tenía por blazón las armas inglesas y también el número "27".

-Oí a mi abuelo hablar del terrible regimiento inglés, el 27º de Infantería, que desembarcó en esta región y la asoló -dijo uno de los hombres de Bannalec.
-¡Oh! -dije-. ¿Entonces estos son los huesos de soldados ingleses?
-Sí-dijeron los hombres de Bannalec.
Le Bihan me llamaba desde el borde del foso arriba, y di la hebilla y los botones a los hombres y trepé por el lado de la excavación.
-Bien -dije, tratando de impedir que Môme me saltara encima y me lamiera la cara al emerger yo del foso-, supongo que sabrá a quiénes pertenecen estos huesos. ¿Qué hará con ellos?
-Un hombre -dijo Le Bihan enfadado-, un inglés, pasó por aquí en un carro liviano camino de Quimper hace una hora... ¿y a que no sabe lo que quería hacer?
-¿Comprar-las reliquias? -pregunté sonriendo.
-Exactamente... ¡el muy cerdo! -dijo el alcalde de St. Gildas en su vocecilla aguda-. Jean Marie Tregunc, que encontró los huesos, estaba aquí, donde está Max Fortin ¿y sabe lo que respondió? Escupió al suelo y dijo: "Cerdo inglés ¿me toma por un profanador de tumbas?"
Conocía a Tregunc, un bretón sobrio de ojos azules, que vivía de un extremo del año al otro sin poder permitirse ni una sola vez comer un trozo de carne.
-¿Cuánto le ofreció el inglés a Tregunc? -pregunté.
-Doscientos francos por sólo los cráneos.
Pensé en los cazadores y los compradores de reliquias en los campos de batalla de nuestra guerra civil.
-El año 1760 hace ya mucho que pasó -dije.
-El respeto por los muertos no puede morir nunca -dijo Fortin.
-Y los soldados ingleses vinieron aquí para matar a vuestros padres y quemar vuestras casas -continué.
-Eran asesinos y ladrones, pero... están muertos -dijo Tregunc acercándose por la playa con su rastra marina y su chaqueta mojada.
-¿Cuánto ganas al año, Jean Marie? -le pregunté acercándome a estrecharle la mano.
-Doscientos veinte francos, monsieur.
-Cuarenta y cinco dólares al año -dije-. ¡Bah! tú te mereces más, Jean. ¿Quieres hacerte cargo del cuidado de mi jardín? Mi esposa quería que te lo preguntara. Creo que sería justo para ti y para mí pagarte cien francos al mes. Venga, Le Bihan, venga, Fortin... y usted Durand. Quiero que alguien me traduzca esa lista en francés.
Tregunc se me había quedado mirando con sus ojos azules dilatados.
-Puedes empezar en seguida -le dije sonriente-, si el salario te parece adecuado.
-Es adecuado -dijo buscando su pipa de una manera torpe que molestaba a Le Bihan.
-Pues ve entonces y empieza a trabajar -gritó el alcalde con impaciencia; y Tregunc se puso en camino por el brezal hacia St. Gildas, saludándome con la gorra con cintas de terciopelo y asiendo con fuerza la rastra marina.
-Le ofrece más de lo que yo recibo de salario -dijo el alcalde, al cabo de un momento de contemplación de sus botones de plata.
-¡ Bah! -dije- ¿Qué hace usted para ganarse el salario excepto jugar al dominó con Max Fortin en la taberna de Groix?
Le Bihan enrojeció, pero Durand hizo resonar su sable y le guiñó el ojo a Max Fortin, y yo, riendo, pasé mi brazo bajo el del ofendido magistrado.
-Hay un sitio con sombra bajo el acantilado -dije-, venga, Le Bihan, y léame lo que dice el rollo.

En pocos instantes llegamos a la sombra del acantilado, y yo me tendí sobre el césped con la barbilla en la mano para escuchar. El gendarme, Durand, también se sentó retorciéndose los bigotes hasta que sus extremos fueron agudos como agujas. Fortin se apoyó en el acantilado puliendo sus gafas y examinándonos con su vaga mirada de miope; y le Bihan, el alcalde, se plantó en medio de nosotros, enrollando el papel y poniéndoselo bajo el brazo.

-En primer lugar -empezó con voz aguda-, encenderé la pipa y, mientras lo hago, les contaré acerca del ataque del fuerte que allí ven. Mi padre me lo contó; su padre se lo contó a él.

Señaló con la cabeza en dirección de un fuerte en ruinas, una pequeña estructura cuadrada de piedra sobre el acantilado, que no era ahora sino un montón de muros a punto de derrumbarse. Entonces sacó lentamente una bolsita de tabaco, un pedazo de pedernal y yesca y una larga pipa con una minúscula taza de arcilla cocida. Llenar una pipa semejante requiere diez minutos de concentrada atención. Fumarla por entero, cuatro inhalaciones. Es muy propia de los bretones, esta pipa bretona. Es la cristalización de todo lo que es bretón.

-Adelante -dije, encendiendo un cigarrillo.
-El fuerte -dijo el alcalde -fue levantado por Luis XIV, y fue desmantelado dos veces por los ingleses. Luis XV lo restauró en 1793. En 1760 los ingleses lo tomaron por asalto. Vinieron desde la isla de Groix -en tres barcos- y asolaron el fuerte y saquearon St. Julien, y empezaron a quemar St. Gildas... pueden verse todavía las marcas de sus balas en mi casa; pero los hombres de Bannalec y los hombres de Lorient cayeron sobre ellos con picas y hoces y trabucos, y los que no huyeron yacen aquí en el foso abajo... treinta y ocho en total.
-¿Y el cráneo trigésimo noveno? -pregunté terminando mi cigarrillo.
El alcalde había logrado llenar su pipa y ahora empezó a guardar la bolsita de tabaco.
-El trigésimo noveno cráneo -masculló sosteniendo la pipa entre sus dientes defectuosos-, el trigésimo noveno cráneo no es asunto que me incumba. He dicho a los hombres de Bannalec que dejen de cavar.
-Pero ¿qué es...? ¿A quién pertenece el cráneo que falta? -insistí con curiosidad.
El alcalde estaba ocupado tratando de lograr una chispa con el yesquero. No bien lo hizo, encendió la pipa, inhaló lo prescrito, quitó la ceniza de la taza y gravemente se guardó la pipa en el bolsillo.
-El cráneo que falta? -preguntó.
-Sí-dije con impaciencia.
El alcalde lentamente desenrrolló el papel y empezó a leer traduciendo el bretón al francés. Y esto es lo que leyó:

En los Acantilados de S. Gildas
13 de abril de 1760
En esta fecha, por orden del conde de Soisic, general en jefe de las fuerzas bretonas que se encuentran en el bosque de Kerselec, los cuerpos de treinta y ocho soldados ingleses de los Regimientos de Infantería 27º, 50º y 72º fueron sepultados en este sitio junto con sus armas y pertrechos.

El alcalde hizo una pausa y me miró reflexivamente.
-Adelante Le Bihan -le dije.
-Con ellos -continuó el alcalde dando vuelta al papel y leyendo el otro lado- se sepultó el cuerpo del vil traidor que entregó el fuerte a los ingleses. El modo de su muerte fue como sigue: Por orden del muy noble conde de Soisic, el traidor fue primero marcado en la frente con la impronta de una cabeza de flecha. El hierro quemó la carne y fue presionado con fuerza de modo que la marca quemara aun el hueso del cráneo. El traidor fue luego sacado afuera y se le ordenó que se arrodillara. Admitió haber guiado a los ingleses desde la isla de Groix. Aunque sacerdote y francés había violado su oficio sacerdotal para ayudarlos revelando la contraseña que daba paso al fuerte. La contraseña la obtuvo al confesar a una joven bretona que solía venir remando desde la isla de Groix para visitar a su marido en el fuerte. Cuando el fuerte cayó, esta joven, enloquecida por la muerte de su marido, fue en busca del conde de Soisic y le contó cómo el sacerdote la había forzado a confesarle todo lo que sabía acerca del fuerte. El sacerdote fue arrestado en St. Gildas mientras estaba por cruzar el río para dirigirse a Lorient. Al ser arrestado, maldijo a la joven, Marie Trevec...

-¡Cómo! -exclamé-. ¡Marie Trevec!
-Marie Trevec -repitió Le Bihan-; el sacerdote maldijo a Marie Trevec y a toda su familia y descendientes. Se le disparó mientras estaba arrodillado con una máscara de cuero que le cubría la cara, pues los bretones que componían el escuadrón de ejecución se rehusaban a hacer fuego contra un sacerdote a no ser que su cara estuviera oculta. El sacerdote era l'Abbé Sorgue, comúnmente conocido como el Sacerdote Negro por causa de su cara oscura y sus cejas prietas. Fue sepultado con una estaca atravesada en el corazón.

Le Bihan hizo una pausa, vaciló, me miró y devolvió el manuscrito a Durand. El gendarme lo recibió y lo metió en el cilindro de latón.
-De modo -dije- que el trigésimo noveno cráneo es el del Sacerdote Negro.
-Sí-dijo Fortin . Espero que no lo encuentren.
-Les he prohibido seguir adelante -dijo el alcalde irritado-. Ya me ha oído, Max Fortin.
Me puse en pie y cogí mi escopeta. Môme se me acerco y puso su cabeza en mi mano.
-Ese es un magnífico perro -observó Durand poniéndose también él en pie.
-¿Por qué no quiere hallar su cráneo? -pregunté a Le Bihan-. Sería interesante ver si la marca de la flecha quemó también el hueso.
-Hay algo en el rollo que no le he leído - dijo el alcalde con aire lúgubre-. ¿Quiere saber de qué se trata?
-Pues claro -repliqué sorprendido.
-Deme otra vez el escrito, Durand -dijo; entonces leyó la parte inferior: "Yo, l'Abbé Sorgue, obligado a escribir lo que precede por mis ejecutores, lo he hecho con mi propia sangre; y con ella dejo mi maldición. Mi maldición a St. Gildas, a Marie Trevec y a sus descendientes. Volveré a St. Gildas cuando mis restos sean perturbados. ¡Ay del inglés que toque mi cráneo marcado!"
-¡Qué disparate! -dije-. ¿Crees de veras que fue escrito con su propia sangre?
-Voy a comprobarlo -dijo Fortin- por requerimiento de monsieur le Maire. No obstante, no siento la menor ansiedad por llevar a cabo la tarea.
-Mire -dijo Le Bihan tendiéndome el escrito-, está firmado "l'Abbé Sorgue".
Miré el papel con curiosidad.
-Debe de ser el Sacerdote Negro -dije-. Era el único hombre que escribió en lengua bretona, Este es un descubrimiento suMômente interesante, pues ahora, por fin, se ha aclarado el misterio de la desaparición del Sacerdote Negro. ¿Por supuesto enviará esto a París, Le Bihan?
-No -dijo el alcalde con obstinación-, será enterrado en el foso abajo con el resto de las mentiras del Sacerdote Negro.
Lo miré y reconocí que cualquier argumento resultaría inútil. Pero sin embargo, dije:
-Será una pérdida para la historia, monsieur Le Bihan.
-Tanto peor para la historia entonces -dijo el esclarecido alcalde de St. Gildas.

Habíamos vuelto a descender al foso mientras hablábamos. Los hombres del Bannalec estaban llevando los huesos de los soldados ingleses al cementerio de St. Gildas, sobre los acantilados del este, donde ya un grupo de mujeres de cofia blanca estaban reunidas en actitud de plegaria; y vi la sombría sotana de un sacerdote entre las cruces del pequeño cementerio.

-Eran ladrones y asesinos; ahora están muertos -murmuró Max Fortin.
-Respete a los muertos repitió el alcalde de St. Gildas mirando a los hombres de Bannalec.
-Estaba escrito en ese rollo que Marie Trevec de la isla de Groix, fue maldecida por el sacerdote... ella y sus descendientes -dije tocando a Le Bihan en el brazo-. Hubo una tal Marie Trevec que se casó con un tal Yves Trevec de St. Gildas.
-Es la misma -dijo Le Bihan mirándome de soslayo.
-¡Oh! -dije-. Entonces son antepasados de mi esposa.
-¿Tiene miedo de la maldición? -preguntó Le Bihan.
-¿Qué? -dije riendo.
-Hubo el caso del Emperador Púrpura -dijo Max Fortin con timidez.

Sobrecogido por un momento, lo enfrenté, luego me encogí de hombros y pateé un alisado pedazo de roca que estaba cerca del borde del foso, casi enterrado entre la grava.

-¿Cree usted que el Emperador Púrpura bebió hasta enloquecer porque descendía de Marie Trevec? -pregunté despectivo.
-Claro que no -dijo Max Fortin apresurado.
-Claro que no -dijo el alcalde con una voz fuerte y aguda-. Sólo que... ¡Vaya! ¿qué está usted pateando?
-¿Cómo? -pregunté mirando hacia abajo y al mismo tiempo involuntariamente pateando de nuevo. El liso fragmento de roca se soltó y rodó de la grava aflojada a mis pies.
-El vigésimo noveno cráneo! -exclamé-. ¡Caramba, es la mollera del Sacerdote negro! ¡Miren, allí tiene la marca de la flecha en la frente!
El alcalde dio un paso atrás. Max Fortin también retrocedió. Hubo una pausa durante la cual los miré y ellos miraban a todas partes menos a mí.
-No me gusta -dijo el alcalde por fin con aguda voz enronquecida-. ¡No me gusta! El escrito dice que volvería cuando sus restos fueran perturbados. No... no me gusta, monsieur Darrel...
-¡Tonterías! -dije-. El pobre maldito diablo está en un sitio del que no puede salir. Por Dios, Le Bihan, ¿qué es todo eso de lo que habla en el año de gracia de 1896?
El alcalde me miró.
-Y dice "inglés". Usted es inglés, monsieur Darrel -anunció.
-Sabe que no. Sabe que soy americano.
-Es lo mismo -dijo el alcalde de St. Gildas con obstinación.
-No, no lo es -respondí exasperado y deliberadamente empujé el cráneo hasta que rodó al fondo del foso.
-Cúbralo -dije-; entierre el rollo junto con él, si insiste, pero creo que debería enviarlo a París. No esté tan lúgubre, Fortin, a no ser que crea en licántropos y fantasmas. ¡Eh! ¿Qué...? ¿Qué diablos les sucede después de todo? ¿Qué mira usted de ese modo, Le Bihan?
-Venga, venga murmuró el alcalde en voz baja y trémula-, es hora de que nos vayamos de aquí. ¿Lo vio? ¿Lo vio, Fortin?
-Lo vi -musitó .Max Fortin pálido de miedo.
Los dos hombres corrían casi a través de la hierba soleada y yo me apresuré tras ellos preguntando qué sucedía.
-¡Qué sucede! -dijo el alcalde con rechinar de dientes, jadeando de exasperación y terror-. ¡El cráneo rueda hacia arriba! -y se lanzó a una aterrada carrera. Max Fortin lo seguía de cerca.

Los vi correr como en una estampida a través de la hierba y me volví hacia el foso, perplejo, incrédulo. El cráneo estaba en el borde del foso, exactamente donde se encontraba antes que lo empujara. Durante un segundo me quedé mirándolo fijamente; una singular sensación helada me recorrió la columna vertebral, y me volví y me eché a andar mientras el sudor brotabá de cada una de las raíces de mis cabellos. Antes de haberme alejado veinte pasos, cobré conciencia de lo absurdo de la entera situación. Me detuve ardiendo de vergüenza y fastidiado conmigo mismo y volví sobre mis pasos. Allí estaba el cráneo.

-Empujé una piedra en lugar del cráneo -murmuré para mí. Entonces, con la culata de la escopeta, empujé el cráneo sobre el borde del foso y lo miré rodar hasta el fondo; y cuando dio contra él, Môme, mi perro, de pronto con la cola entre las piernas aulló y se lanzó a la carrera por el brezal.
-¡Môme! -grité enfadado y atónito; pero el perro sólo corrió más de prisa, y dejé de llamar de mera sorpresa.
"¡Qué diablos le sucede a ese perro? -pensé-. Nunca antes me había jugado una pasada semejante."
Mecánicamente miré al foso, pero no pude ver el cráneo. Miré abajo. El cráneo estaba a mis pies otra vez, rozándolos.
-¡Dios del Cielo! -musité, y lo golpeé ciegamente con la culata de la escopeta. La espantosa cosa voló por el aire, girando una vez y otra sobre sí misma y cayó finalmente de nuevo al fondo del foso. Sin aliento la miré fijamente; luego, confundida y casi sin comprender nada, retrocedí mirándola todavía, uno, diez, veinte pasos, con los ojos casi saltados de las órbitas, como si esperara verla subir arrastrándose del foso bajo mi misma mirada. Por fin di la espalda al foso y avancé a largos pasos por el brezal en dirección de mi casa. Al llegar al camino que serpentea desde St. Gildas hasta St. Julien eché una rápida mirada por sobre el hombro al foso. Había algo blanco, desnudo y redondeado sobre el césped junto a él. Quizá fuera una piedra; había muchas esparcidas.

II.

Cuando entré a mi jardín, vi a Môme echado sobre el escalón del umbral. Me miró de soslayo y dejó caer la cola.
-¿No estás avergonzado, perro idiota? -le dije buscando a Lys con la mirada en las ventanas del piso alto.
Môme se echó de espaldas y levantó una suplicante pata como para apartar de sí la calamidad.
-No actúes como si yo acostumbrara a molerte a palos -le dije disgustado. Nunca en mi vida había amenazado al animal con un látigo-. Pero eres un perro tonto -continué-. No, no hay por qué mimarte ni llorar por ti; Lys puede hacerIo, si quiere, pero yo estoy avergonzado de ti y, por lo que me atañe, puedes irte al diablo.
Môme se metió en la casa y yo lo seguí subiendo directamente al boudoir de mi esposa. Estaba vacío.
-¿Dónde ha ido? -inquirí mirando con severidad a Môme, que me había seguido-. ¡Oh! No lo sabes. No finjas saberlo. ¡sal de ese sofá! ¿Crees que Lys quiere pelos color canela en su asiento?
Hice sonar la campanilla, pero cuando Catherine y 'Fine acudieron no sabían dónde "madame" había ido; de modo que me dirigí a mi cuarto, me bañé, cambié de traje de caza algo tétrico por unos cálidos pantalones bombachos y, después de demorarme un tiempo en mi arreglo personal -porque era muy escrupuloso ahora que me había casado con Lys- bajé al jardín y me senté bajo las higueras.
-¿Dónde puede estar? -me pregunté. Môme vino arrastrándose en busca de consuelo y lo perdoné por consideración a Lys, de lo cual se regocijó con múltiples cabriolas.
-Eres un cachorro retozón -le dije-. ¿Qué fue lo que te asustó en el brezal? Si vuelves a hacerlo tendrás un castigo.

Hasta entonces apenas me había atrevido a pensar en la espantosa alucinación de la que había sido víctima, pero ahora la enfrenté directamente, ruborizándome un tanto ante mi veloz retirada del foso.

-Pensar -dije en alta voz- que esos cuentos de viejas de Max Fortin y Le Bihan me hicieron ver lo que no existe en absoluto. Perdí la cabeza como un escolar en un dormitorio a oscuras.
Porque sabía ahora que había confundido una piedra redondeada con un cráneo en cada caso y había empujado un par de grandes piedras al foso en lugar del cráneo.
-¡Disparate! -dije- Debo de tener el hígado en muy malas condiciones para ver cosas semejantes mientras estoy despierto. Lys sabrá qué darme.

Me sentí mortificado, irritado y malhumorado, y pensé con disgusto en Le Bihan y Max Fortin. Pero al cabo de un rato dejé de especular y aparté de mi mente al alcalde, el químico y el cráneo, y me puse a fumar pensativo mirando cómo el sol se hundía en el mar al oeste. Cuando el crepúsculo cubrió el océano y el brezal, una inquieta felicidad me llenó el corazón, la felicidad que todos los hombres conocen... todos los hombres que han amado. Lentamente la niebla púrpura se arrastró sobre el mar; los acantilados se oscurecieron; el bosque estaba amortajado. Nube tras nube fue tiñéndose de rosa; los acantilados se tiñeron asimismo; yermo y pastizal, brezal y bosque ardían y pulsaban con el gentil rubor. Vi las gaviotas volar y girar sobre la barra de arena, con sus níveas alas punteadas de rosa; vi las golondrinas de mar navegar por la superficie del río sereno, manchado hasta sus plácidas profundidades con el cálido reflejo de las nubes. El gorjeo de los pájaros del seto quebró el silencio; un salmón lució su flanco brillante por sobre la superficie del agua. La interminable monotonía del océano intensificaba el silencio. Estaba sentado inmóvil reteniendo el aliento como quien escucha el primer rumor bajo de un órgano. De pronto el límpido silbido de un ruiseñor quebró el silencio y el primer rayo de luna plateó las aguas bañadas por la neblina. Levanté la cabeza. Lys estaba de pie frente a mí en el jardín. Después de besarnos, cogidos del brazo nos paseamos por los senderos de grava contemplando los rayos de luna resplandecer en la barra de arena mientras la marea subía más y más. Los amplios macizos de clavelinas blancas a nuestro alrededor vibraban con el movimiento de blancas mariposas nocturnas; las rosas de octubre estaban en flor y perfumaban el viento salino.

-Querida -dije- ¿dónde está Yvonne? ¿Prometió pasar la Navidad con nosotros?
-Sí, Dick; me trajo desde Plougat esta tarde. Te envía su cariño. No estoy celosa. ¿Qué cazaste?
-Una liebre y cuatro perdices. Están en el cuarto de caza. Le dije a Catherine que no las tocara hasta que tú no las vieras.

Pues bien, supongo que sabía que Lys no sentía particular entusiasmo por la caza o las armas; pero fingía sentirlo, y siempre negaba despectiva que fuera por mí y no por el puro amor del deporte. De modo que me arrastró a inspeccionar el saco de caza bastante magro; me felicitó y dio un gritito de deleite y pena cuando saqué del saco por las orejas a la enorme liebre.

-Ya no nos comerá la lechuga -dije tratando de justificar el asesinato.
-Desdichado conejito... y ¡qué belleza! ¡Oh, Dick! Tienes muy buena puntería ¿no es así?
Esquivé la pregunta y saqué del saco una perdiz.
-¡Pobrecillas criaturas! -dijo Lys en un susurro-; dan lástima ¿no te parece? Claro que tú eres tan inteligente...
-Las haremos al horno -dije con cautela-; díselo a Catherine.
Catherine vino a recoger las piezas de caza y en seguida 'Fine Lelocard, la doncella de Lys, anunció la cena y Lys se marchó a su boudoir.
Me quedé un instante contemplándola beatífico y pensando:
-Muchacho, eres el tío más dichoso del mundo: ¡estás enamorado de tu esposa!
Me dirigí al comedor, contemplé entusiasmado los platos; volví a marcharme; me encontré con Tregunc en el vestíbulo; le sonreí; miré la cocina, le sonreí a Catherine y subí las escaleras todavía sonriente.
Antes que pudiera llamar a la puerta de Lys, ésta se abrió y Lys salió de prisa. Cuando me vio exhaló un gritito de alivio y apoyó su cabeza en mi pecho.
-Algo me espiaba por la ventana -dijo.
-¿Cómo? -exclamé enfadado.
-Un hombre, creo, disfrazado como un sacerdote, y lleva una máscara. Debe de haber trepado por el laurel.
Bajé y salí fuera de la casa en un segundo. El jardín a la luz de la luna estaba absolutamente desierto. Tregunc acudió y juntos registramos el seto y las plantas alrededor de la casa y junto al camino.
-Jean Marie -dije por fin-, suelta a mi bulldog, te conoce, y llévate la cena a la galería desde donde puedes vigilar. Mi esposa dice que el individuo está disfrazado de sacerdote y lleva una máscara.
Tregunc mostró sus blancos dientes en una sonrisa.
-No creo que se aventure de nuevo aquí, monsieur Darrell.
Volví y encontré a Lys sentada tranquilamente a la mesa.
-La sopa está pronta, querido -dijo-. No te preocupes; seguramente no fue sino algún rústico patán de Bannalec. Nadie de St. Gildas o St. Julien podría haber hecho algo semejante.
Yo estaba demasiado exasperado en un principio como para responder, pero Lys trató la cuestión como una estúpida broma y al cabo de un rato también yo empecé a considerarla bajo esa luz.
Lys me contó de Yvonne y recordó mi promesa de que invitaría a Herbert Stuart para que la conociera.
-¡Eres una traviesa diplomática! -protesté-. Herbert está en París trabajando fuerte para el Salón.
-¿No crees que podría dedicar una semana a cortejar a la joven más bonita de Finistére? -preguntó Lys inocentemente.
-¡Lajoven más bonita! ¡No tanto! -dije.
-¿Quién lo es entonces? -instó Lys.
Me eché a reír algo avergonzado.
-¿Supongo que te refieres a mí, Dick? -dijo Lys ruborizándose.
-Supongo que te estoy aburriendo ¿no es así?
-¿Aburrirme? oh, no, Dick.
Después de servidos el café y los cigarrillos, hablé de Tregunc, y Lys estuvo de acuerdo.
-¡Pobre Jean! Estará contento ¿no es cierto? ¡Eres un verdadero tesoro!
-¡Tonterías! -dije-. Necesitábamos un jardinero; tú misma lo dijiste, Lys.
Pero Lys se inclinó sobre mí y me besó, y luego me agachó y abrazó a Môme, que silbó a través del hocico con sentimental agradecimiento.
-Soy una mujer muy feliz -dijo Lys.
-Môme se ha comportado hoy como un mal perro -observé.
-¡Pobre Môme! -dijo Lys sonriendo.
Cuando hubo terminado la cena y Môme roncaba junto al fuego -porque las noches de octubre son frías en Finistére-, Lys se acomodó en el rincón de la chimenea con su bordado y me dirigió una rápida mirada desde bajo sus pestañas.
-Pareces una escolar, Lys -le dije provocativo-. No creo que hayas cumplido los dieciséis todavía.
Ella echó atrás sus pesados cabellos broncíneos meditativa. Su muñeca era blanca como la espuma de las olas.
-¿Hace cuatro años que estamos casados? No puedo creerlo -dije.
Ella me dirigió otra rápida mirada y tocó el bordado sobre su rodilla sonriendo apenas.
-Ya veo -dije sonriendo también a la prenda bordada-. ¿Crees que le sentará?
-¿Qué le sentará? -repitió Lys. Luego se echó a reír.
-Y -insistí ¿estás perfectamente segura de que tu... de que la necesitaremos?
-Perfectamente -dijo Lys. Un delicado color le tiñó las mejillas y el cuello. Sostuvo en alto la pequeña prenda, toda vellosa de encajes y refinados bordados.
-Es muy hermosa -dije-. No abuses demasiado de tu vista, querida. ¿Puedo fumarme una pipa?
-Pues claro -dijo ella, escogiendo una madeja de seda celeste.
Por un rato me quedé sentado y fumé en silencio observando sus dedos delgados entre sedas teñidas y una hebra de oro.
Entonces ella habló:
-¿Cuál dijiste que era tu timbre, Dick?
-¿Mi timbre? Oh, algo rampante sobre algo, o...
-¡Dick!
-¿Querida?
-No seas impertinente.
-No lo recuerdo, de veras. Es un timbre ordinario; todos en Nueva York lo tienen. No hay familia que se pase sin él.
-Te estás comportando de modo desagradable, Dick. Envía a Josephine arriba en busca de mi álbum.
-¿Pondrás ese timbre en el... lo que fuere?
-Así es; y el mío también.
Pensé en el Emperador Púrpura y medité un instante.
-¿No sabías que yo tenía un timbre, no es cierto? -dijo sonriendo.
-¿En qué consiste? -contesté evasivo.
-Ya lo verás. Llama a Josephine.
La llamé, y cuando 'Fine apareció, Lys le impartió alguna orden en voz baja, y Josephine se alejó al trote asistiendo con la cabeza de blanca cofia y diciendo:
-Bien, madame.
Al cabo de unos minutos volvió cargando un mohoso volumen ajado del que el azul y el oro habían desaparecido casi por completo.
Cogí el libro en mis manos y examiné las antiguas portadas blasonadas.
-¡Lirios -exclamé.
-Fleur-de-lis -dijo mi esposa con recato.
-Oh-dije yo asombrado, y abrí el libro.
-¿No has visto nunca antes este libro? -preguntó Lys con una chispa de malicia en la mirada.
-Sabes que no. ¡Vaya! ¿qué es esto? ¡Ajá! ¿De modo que debería haber un de antes de Trevec? ¿Lys de Trevec? Entonces ¿por qué diablos el Emperador Púrpura...?
-¡Dick! -gritó Lys.
-Esta bién -dije-. ¿Leeré acerca del Sieur de Trevec que cabalgó solo hasta la tienda de Saladin en busca de la medicina del San Luis? ¿O leeré acerca de... qué es esto? Oh, aquí está, todo en blanco y negro... ¿acerca del marqués de Trevec que se ahogó ante los ojos de Alba antes que someter el estandarte de la fleur-de-lis a España? Está todo escrito aquí. Pero, querida ¿qué me dices de ese soldado llamado Trevec, muerto en el viejo fuerte del acantilado?
-Abandonó el de y los Trevec desde entonces han sido republicanos -dijo Lys ...todos excepto yo.
-Eso está muy bien -dije-: es hora de que nosotros los republicanos acordemos la adopción de algún sistema feudal. ¡Mi querida, bebo por el rey! -y levanté la copa de vino y miré a Lys.
-Por el rey -dijo Lys ruborizándose. Alisó la pequeña prenda sobre sus rodillas; rozó sus labios con la copa; tenía los ojos muy dulces. Vacié la copa por el rey.
Al cabo de un silencio dije:
-Contaré historias al rey. Su Majestad se verá complacida.
-Su Majestad -repitió Lys suavemente.
-O su Majestad la Reina -dije riendo-. ¿Quién puede saberlo?
-¿Quién, en verdad? -murmuró Lys con un gentil suspiro.
-Conozco algunas historias acerca del Jack el Matador de Gigantes anuncié-. ¿Y tú, Lys?
-¿Yo? No, no acerca de un matador de gigantes, pero lo sé todo acerca de los licántropos y Jeanne-la-Flamme y el Hombre Vestido de Andrajos Púrpuras y... ¡Oh, Dios, y un montón más!
-Eres muy sabia -dije-. Le enseñaré inglés a su Majestad.
-Y yo bretón -exclamó Lys celosa.
-Le traeré juguetes al rey -dije-: grandes lagartos verdes del yermo, pequeñas lisas grises para que naden en globos de cristal, conejillos del bosque de Kerselec...
-Y yo -dijo Lys- le traeré la primera prímula, la primera rama de espino albar, el primer junquillo al rey... a mi rey.
-Nuestro rey -dije; y hubo paz en Finistére.
Me apoyé en el respaldo de mi asiento hojeando ocioso las páginas del curioso viejo volumen.
-Estoy buscando el timbre -dije.
-¿El timbre, querido? Es la cabeza de un sacerdote con la marca de una flecha en la frente, sobre un campo...
Me enderecé y miré fijamente a mi esposa.
-Dick ¿qué te sucede? -dijo sonriendo-. La historia figura en ese libro. ¿Quieres leerla? ¿No?, ¿Quieres que te la cuente? Bien, pues: sucedió en la tercera cruzada. Había un monje al que llamaban el Sacerdote Negro. Se volvió apóstata y se vendió a los enemigos de Cristo. Un Sieur de Trevec irrumpió en el campamento sarraceno al mando de sólo un centenar de lanceros y les arrebató al Sacerdote Negro del medio mismo de su ejército.
-¿De modo que así fue cómo se hicieron del timbre? -dije tranquilamente; pero pensé en el cráneo marcado en el fondo del foso y quedé meditabundo.
-Sí -dijo Lys-. El Sieur de Trevec le cortó la cabeza al Sacerdote Negro, pero antes le marcó la frente con la cabeza de una flecha. El libro dice que esa fue una acción pía, y el Sieur de Trevec obtuvo gran honra con ella. Pero yo pienso que marcarlo fue una crueldad -dijo suspirando.
-¿Oíste hablar de algún otro Sacerdote Negro?
-Sí. Hubo otro el siglo pasado, aquí en St. Gildas. Arrojaba una sombra blanca al sol. Escribió en lengua bretona. Crónicas, según me parece. Nunca las he visto. Su nombre era el mismo del viejo cronista y del otro sacerdote, Jacques Sorgue. Algunos dijeron que descendía en línea directa del traidor. Claro que el primer Sacerdote Negro tuvo maldad suficiente como para cometer cualquier cosa. Pero si tuvo un hijo, no necesariamente tuvo que ser el antecesor del último Jacques Sorgue. Dicen que éste fue un santo. Dicen que era tan bueno que no se lo dejó morir, sino que un buen día fue arrebatado al cielo -añadió Lys con ojos crédulos.
Yo sonreí.
-Pero desapareció -insistió Lys.
-Me temo que su viaje fue en otra dirección -dije jocoso e, irreflexivamente, le conté la historia de la mañana. Había olvidado por completo al hombre enmascarado a su ventana, pero antes de haber terminado, lo recordé perfectamente, y advertí lo que había hecho al verla empalidecer.
-Lys -la insté con ternura-, esa no fue sino la jugarreta de un torpe bufón. Tú misma lo dijiste. No eres supersticiosa, mi querida.
Su mirada estaba fija en la mía. Lentamente se quitó la pequeña cruz de oro que llevaba en el escote y la besó. Pero sus labios temblaban al presionar sobre el símbolo de la fe.

III.

A las nueve de la mañana del día siguiente, poco más o menos, entré en la taberna de Groix y me senté a una larga mesa de roble descolorido, dando los buenos días a Marianne Bruyère, quien a su vez, me saludó con su cabeza tocada de una cofia blanca.

-Mi inteligente doncella de Bannalec -le dije- ¿qué copa estimulante tenéis en la taberna de Groix?
-¿Schist? -sugirió en bretón.
-Con unas gotas de vino tinto, entonces -repliqué.
Trajo la deliciosa cidra de Quimperlé y le agregó un poco de Bordeaux. Marianne me observaba con sus rientes ojos negros.
-¿Cómo es que tienes las mejillas tan rojas, Marianne? -pregunté- ¿Ha estado aquí Jean Marie?
-Estamos comprometidos para casarnos, monsieur Darrel -dijo riendo.
-¡Ah! ¿Desde cuándo ha perdido la cabeza Jean Marie Tregunc?
-¿La cabeza? ¡Oh,! monsieur Darrel, quiere usted decir el corazón!
-Así es, en efecto -dije-. Jean Marie es un individuo práctico.
-Y todo se lo debe a su bondad... -empezó la muchacha, pero yo levanté la mano y sostuve en alto la copa.
-Se lo debe a sí mismo. A tu felicidad, Marianne -y bebí un largo trago del schist-. Dime ahora -le dije- dónde puedo encontrar a Le Bihan y Max Fortin.
-Monsieur Le Bihan y monsieur Fortin están arriba en la estancia grande. Creo que están examinando los efectos del Almirante Rojo.
-¿Para enviarlos a París? Oh, ya sé. ¿Puedo subir, Marianne?
-Y Dios vaya con usted -dijo la joven sonriendo.
Cuando llamé a la puerta de la amplia habitación arriba, el pequeño Max Fortin la abrió. Tenía las gafas y la nariz cubiertas de polvo; el sombrero, con las pequeñas cintas de terciopelo esparcidas, estaba torcido.
-Pase usted, monsieur Darrel -dijo-; el alcalde y yo estamos empacando los efectos del Emperador Púrpura y del pobre Almirante Rojo.
-¿Las colecciones? -pregunté entrando en la estancia-. Deben tener mucho cuidado al empacar esas cajas de mariposas; el más ligero movimiento puede romper alas y antenas, ya saben.
Le Bihan me estrechó la mano y señaló la gran pila de cajas.
-Están todás forradas de corcho -dijo-, pero Fortin y yo estamos poniendo fieltro en cada una de las cajas. La Sociedad Entomológica de París paga los gastos del envío.

Las colecciones combinadas del Almirante Rojo y el Emperador Púrpura constituían una magnífica exhibición. Levanté y examiné una caja tras otra, llenas de coloridas mariposas y polillas, cada uno de los especimenes cuidadosamente rotulado en latín. Había cajas llenas de carmesíes mariposas nocturnas de la especie llamada tigre que parecían llamear; cajas consagradas a las mariposas amarillas comunes; sinfonías de anaranjado y amarillo pálido; cajas de mariposas nocturnas de la especie llamada esfinge, de suave color gris o arena; y cajas de llamativas mariposas de las ortigas pertenecientes a la numerosa familia de Vanessa. Sola en una caja estaba clavado el emperador púrpura, el Apatura Iris, ese especimen fatal que le había dado al Emperador Púrpura el nombre y la muerte. Recordaba la mariposa y me quedé allí mirándola con el entrecejo fruncido. Le Bihan miró desde el suelo donde estaba clavando la cubierta de un cajón lleno de cajas.

-¿Está acordado entonces -dijo que madame, su esposa, dona la entera colección del Emperador Púrpura a la ciudad de París?
Asentí con la cabeza.
-¿Sin aceptar nada a cambio?
-Es una donación -dije.
-¿Incluido el emperador púrpura en la caja? Esa mariposa vale mucho dinero -insistió Le Bihan.
-No supondrá que deseamos vender ese especimen ¿no es cierto? -respondí con algo de aspereza.
-Si fuera usted, lo destruiría -dijo el alcalde con su agudo timbre.
-Eso sería una tontería -dije-, como lo fue que enterrara ayer el cilindro de latón y el rollo.
-No fue una tontería -dijo Le Bihan tercamente-, y preferiría no discutir el asunto del rollo.
Miré a Max Fortin, que inmediatamente esquivó mis ojos.
-Son ustedes un par de viejas supersticiosas -dije, metiéndome las manos en los bolsillos-; se tragan todos los cuentos de parvulario que se inventan.
-¿Y qué? -dijo Le Bihan malhumorado-; hay más verdad que mentira en la mayor parte de ellos.
-Oh -dije con befa ¿el alcalde de St. Gildas y St. Julien cree en el Loup-garou?
-No, no en el Loup-garou.
-¿En qué, entonces? ¿En Jeanne-la-Flamme?
-Eso -dijo Le Bihan con convicción- es historia.
-¡El diablo lo es! -dije-. Y quizá monsieur el alcalde ¿su fe en los gigantes es increbrantable?
-Hubo gigantes... todo el mundo lo sabe -gruñó Max Fortin.
-¡Y es usted químico! -observé despectivo.
-Escuche, monsieur Darrel -chilló Le Bihan-, usted mismo sabe que el Emperador Púrpura era un científico. Ahora suponga que le dijera que se rehusó siempre a incluir en su colección a un Mensajero de la Muerte.
-¿Un qué? -exclamé.
-Ya sabe a qué me refiero... esa mariposa que vuela de noche; algunos la llaman Cabeza de la Muerte, pero en St. Gildas la llamamos Mensajero de la Muerte.
-Oh -dije-, se refiere a esa gran mariposa nocturna llamada comúnmente "cabeza de la muerte". ¿Por qué diablos la llama la gente aquí mensajero de la muerte?
-Durante centenares de años ha sido llamada en St. Gildas mensajero de la muerte dijo Max Fortin-. Aun Froissart habla de él en sus comentarios sobre las Crónicas de Jacques Sorgue. El libro está en su biblioteca.
-¿Sorgue? ¿Y quién era Jacques Sorgue? Nunca he leído su libro.
-Jacques Sorgue era el hijo de un cura que había depuesto sus hábitos... no recuerdo de quién. Fue durante las cruzadas.
-¡Dios de los cielos! -exploté-. No oigo hablar más que de cruzadas, curas, muerte y hechicería desde que lancé al foso de una patada ese cráneo y ya estoy cansado, se lo digo francamente. Cualquiera diría que vivimos en edades oscuras. ¿Sabe el año de gracia en que nos encontramos, Le Bihan?
-Mil ochocientos noventa y seis -dijo el alcalde.
-Y, sin embargo, ustedes dos, hombre crecidos, tienen miedo de una mariposa.
-No me gustaría que entrara una volando por la ventana -dijo Max Fortin-; significa desgracia para la casa y los que moran en ella.
-Sólo Dios sabe por qué marcó a una de sus criaturas con una calavera amarilla en el dorso -observó píamente Le Bihan-, pero supongo que con ello nos hace una advertencia; y propongo beneficiamos con ella -añadió con aire triunfal.
-Pues mire usted un poco, Le Bihan -dije-, con cierto esfuerzo de la imaginación, es posible percibir un cráneo en el tórax de cierta variedad de la mariposa esfinge. ¿Qué hay con ello?
-No conviene tocarla -dijo Le Bihan moviendo de un lado al otro la cabeza.
-Chilla cuando se la roza -agregó Max Fortin.
-Algunas criaturas chillan todo el tiempo -observó mirando fijamente a Le Bihan.
-Los cerdos -agregó el alcalde.
-Sí, y los asnos -contesté-. Escuche, Le Bihan: ¿pretende que vio ayer el cráneo rodando cuesta arriba?
El alcalde cerró apretadamente la boca y cogió el martillo.
-No sea terco -dije-; le he hecho una pregunta.
-Y yo me niego a contestarla -replicó Le Bihan-. Fortin vio lo que yo vi; que hable él.
Miré inquisitivo al pequeño químico.
-No digo que lo haya visto en realidad rodar hacia arriba desde el fondo del foso por sí mismo -dijo Fortin estremeciéndose- , pero... pero entonces ¿cómo salió del foso si no rodó por sí solo?
-Pues no salió; lo que confundió con el cráneo era una piedra amarillenta -repliqué-. Está usted nervioso, Max.
-Una... una piedra muy curiosa, monsieur Darrel -dijo Fortin.
-También yo fui víctima de la misma alucinación. -continué-, y lamento decir que me tomé la molestia de enviar al fondo del foso a dos inocentes piedras, imaginando cada vez que era el cráneo.
-Es lo que era -dijo Le Bihan encogiéndose de hombros displicente.
-Eso demuestra -dije sin tener en cuenta la réplica del alcalde- qué fácil es relacionar una serie de coincidencias de modo que el resultado tenga el sabor de lo sobrenatural. Pues bien, anoche mi esposa imaginó que había visto a un sacerdote que la espiaba por la ventana...
Fortin y Le Bihan se pusieron de pie rápidamente dejando caer martillo y clavos.
-¿Q-q-qué fue eso? -preguntó el alcalde.
Repetí lo que había dicho. Max empalideció.
-¡Dios mío! -murmuró Le Bihan-. ¡E1 Sacerdote Negro en St. Gildas!
-¿N-n-no conoce usted la profecía? -tartamudeó Fortin-. Frossart la cita refiriéndose a Jacques Sorgue:

Cuando el Sacerdote Negro se levante de entre los muertos
La gente de St. Gildas gemirá en su sueño;
Cuando el Sacerdote Negro se levante de su tumba,
¡Tenga el buen Dios piedad de ese pueblo!

-Aristide Le Bihan -dije enfadado-, y usted, Max Fortin, ya he aguantado bastantes disparates. Algún estúpido patán de Bannalec ha estado en St. Gildas gastando bromas y asustando a tontos como ustedes. Si no tienen cosa mejor que hablar que meras leyendas de parvularios, esperaré hasta que recobren el juicio. Buenos días -y me marché más perturbado de lo que quería confesarme.

El día se había vuelto neblinoso y anublado. En el este flotaban pesadas nubes húmedas. Oí las olas tronando contra los ricos, y las grises gaviotas chillaban mientras revoloteaban y giraban altas en el cielo. La marea se arrastraba por las arenas del río más y más alta, y vi algas que flotaban en la playa y lançons que saltaban desde la espuma, plateados trazos luminosos en la lobreguez. Los zarapitos volaban río arriba de a dos o de a tres; las tímidas golondrinas de mar atravesaban el yermo hacia algún estanque tranquilo y solitario, a salvo de la tempestad que se acercaba. En cada seto se reunían los pájaros del campo, apiñándose, gorjeando incesantes. Cuando llegué a los acantilados, me senté apoyando la barbilla en las manos cerradas. Ya una vasta cortina de lluvia que caían en el océano a millas de distancia, ocultaba la isla de Groix. Al este, tras el blanco semáforo sobre las colinas, se amontonaban nubes negras sobre el horizonte. Al cabo de un momento resonó el trueno, triste, distante y una fina madeja de relámpagos se desarrolló a través de la cresta de la tormenta que se aproximaba. Bajo el acantilado a mis pies, las olas se precipitaban espumosas sobre la costa, y los lançons saltaban y se estremecían al punto de parecer los reflejos de los rayos atrapados en una red. Me volví hacia el este. Llovía sobre Groix, llovía en Sainte Barbe, llovía ahora en el semáforo. Muy altas en el remolino de la tormenta, chillaban unas pocas gaviotas; una nube más cercana arrastraba velos de lluvia en su estela; el cielo estaba recorrido de relámpagos; los truenos resonaban.

Cuando me puse en pie para marcharme, una gota de lluvia me cayó sobre el dorso de la mano, y otra, y otra aun en la cara. Dirigí una última mirada al mar, donde las olas explotaban en extrañas formas blancas que parecían arrojar brazos amenazantes hacia mí. Entonces algo se movió en el acantilado, algo negro como la negra roca que aferraba: un inmundo cormorán que alzaba su espantosa cabeza hacia el cielo. Lentamente me dirigí a casa a través del sombrío yermo donde los tallos de los tojos lucían un opacado verde metálico y los brezos, ya no violetas ni púrpuras, colgaban transidos y parduscos entre las lóbregas rocas. El césped mojado crepitaba bajo mis pesadas botas, el espino negro rasgaba y arañaba codos y rodillas. Sobre todo flotaba una luz extraña, pálida, espectral, donde el rocío del mar giraba en el paisaje y me bañaba la cara, hasta que la tuve entumecida de frío. En amplias franjas, fila tras fila, onda sobre onda, la lluvia descendía sobre el yermo infinito, y, sin embargo, no había viento que la obligara a ese ritmo. Lys estaba a la puerta cuando llegué al jardín, y me hizo señas de que me apresurara; y entonces, por primera vez, me di cuenta de que estaba calado hasta los huesos.

-¿Cómo se te ocurrió salir cuando amenazaba semejante tormenta? -dijo-. ¡Oh, estás empapado! Ve rápido y cámbiate; puse tu ropa interior de abrigo sobre la cama, Dick.

Besé a mi esposa y subí a cambiar mis ropas empapadas por algo más cómodo. Cuando volví a la sala ardía un fuego en el hogar, y Lys bordaba sentada en el rincón de la chimenea.

-Catherine me dice que la flota de pesca de Lorient se ha hecho a la mar. ¿Crees que hay peligro, querido? -preguntó Lys dirigiendo sus ojos azules a los míos cuando entré.
-No sopla viento y no soplará en el mar-dije mirando por la ventana. A lo lejos, más allá del yermo veía los negros acantilados que se destacaban en la niebla.
-¡Cómo llueve! -murmuró Lys-. Acércate al fuego, Dick.
Me tendí sobre la alfombrilla de pieles con las manos en los bolsillos y la cabeza sobre las rodillas de Lys.
-Cuéntame un cuento -dije-. Me siento como un niño de diez años.
Lys se llevó un dedo a sus labios escarlatas. Siempre esperaba que hiciera ese movimiento.
-¿Te quedarás muy quieto entonces? -preguntó.
-Quieto como la muerte.
-Muerte -repitió como un eco una vocecita muy suavemente.
-¿Hablaste, Lys? pregunté volviéndome para poder verle la cara.
-No, ¿y tú,Dick?
-¿Quién dijo "muerte"? -pregunté sobresaltado.
-Muerte -repitió como un eco una voz suavemente.

Me puse en pie de un salto y miré a mi alrededor. También Lys se puso en pie y sus agujas y bordados cayeron al suelo. Parecía estar por desmayarse apoyando todo su peso en mí, y la conduje a la ventana y la abrí un poco para que le diera el aire. Cuando la cadena del rayo hendió el cenit, el trueno resonó y una cortina de lluvia irrumpió en el cuarto arrastrando con ella algo que revoloteaba... algo que aleteaba y chillaba y cayó sobre la alfombrilla con blandas alas mojadas. Nos inclinamos sobre ella juntos, Lys asida a mí, y vimos que era una mariposa "cabeza de la muerte" transida por la lluvia. El día oscuro transcurrió lentamente mientras nos estuvimos sentados junto al fuego, cogidos de la mano, con su cabeza sobre mi pecho, hablando del dolor, el misterio y la muerte. Porque Lys creía que había cosas en la tierra que nadie podría entender, que permanecían innominadas por siempre hasta que Dios descubriese el rollo de la vida y todo hubiera terminado. Hablamos de la esperanza, el miedo y la fe, y del misterio de los santos; hablamos del principio y el fin, de la sombra del pecado, de presagios y de amor. La mariposa todavía yacía en el suelo agitando sus alas sombrías al calor del fuego, con el cráneo y las costillas claramente esbozadas sobre su cuello y cuerpo.

-Si es el mensajero de la muerte que visita esta casa -dije- ¿por qué habríamos de tener miedo, Lys?
-La muerte es bienvenida para los que aman a Dios -murmuró Lys, se quitó la cruz del escote y la besó.
-La mariposa podría morir si la arrojara fuera a la tormenta -dije al cabo de un silencio.
-Deja que se quede -suspiró Lys.
Esa noche, mientras mi esposa dormía, yo me quedé sentado a su lado leyendo la Crónica de Jacques Sorgue. Puse una pantalla a la candela, pero Lys empezó a inquietarse y, finalmente, me llevé el libro abajo, a la sala donde las cenizas del fuego susurraban y blanqueaban en el hogar.

La mariposa "cabeza de la muerte" yacía sobre la alfombra ante el fuego donde la había dejado. Al principio creí que había muerto, pero cuando la miré más de cerca, vi un suave brillo en sus ojos de ámbar. La blanca sombra recta que arrojaba sobre el suelo se estremecía con el titilar de la candela. Las páginas de la Crónica de Jacques Sorgue estaban húmedas y pegajosas; las iniciales iluminadas de oro y azul dejaban escamas azulinas y doradas donde mis dedos las rozaban.

-No es de papel; es de pergamino delgado -me dije; y sostuve la página descolorida cerca de la flama de la candela y leí traduciendo laboriosamente:

"Yo, Jacques Sorgue, vi todas estas cosas. Vi la Misa Negra celebrada en la capilla de St. Gildas-sobre-el-Acantilado. Y la dijo el Abbé Sorgue, mi pariente: por ese pecado mortal el sacerdote apóstata fue capturado por el muy noble Marquis de Plougastel y por él condenado a ser quemado con hierros candentes, hasta que su alma chamuscada abandonó su cuerpo para volar al encuentro de su amo el diablo. Pero cuando el Sacerdote Negro yacía en la cripta de Plougastel, su amo Satán llegó por la noche y lo liberó, y lo llevó por tierra y por mar a Mahmoud, que es Soldan o Saladin. Y yo, Jacques Sorgue, al viajar posteriormente por mar, vi con mis propios ojos a mi pariente, el Sacerdote Negro de St. Gildas, transportado por aire sobre una vasta ala negra, que era el ala de su amo Satán. Y esto lo vieron también dos hombres de la tripulación."

Volví la página. Las alas de la mariposa en el suelo empezaron a agitarse. Seguí adelante la lectura y los ojos me ardían a la luz titilante de la candela. Leí de batallas y de santos, y me enteré de cómo el gran Soldan hizo un pacto con Satán, y llegué luego al Sieur de Trevec y leí cómo atrapó al Sacerdote Negro en medio de las tiendas de Saladin, lo llevó consigo y lo decapitó marcándolo primero en la frente. "Y antes de parecer", decía la Crónica, "maldijo al Sieur de Trevec y a sus descendientes, y dijo que volvería con seguridad a St. Gildas. 'Por la violencia a que me sometéis, os haré violencia. Por el mal que sufro de vuestras manos, obraré el mal sobre vos y vuestros descendientes. ¡ Ay de vuestros hijos, Sieur de Trevec!' "

Hubo un zumbido, un batir de fuertes alas y mi candela se avivó como en una súbita brisa. El cuarto se llenó de una vibración; la gran mariposa se lanzaba aquí y allá, aleteando, zumbando sobre el cielo raso y la pared. Dejé caer el libro y avancé un paso adelante. Estaba ahora aleteante sobre el antepecho de la ventana y, por un momento, lo tuve bajo mi mano, pero el bicharraco chillaba y retrocedí. Entonces, súbitamente, se lanzó a través de la llama de la candela; la luz refulgió y luego se apagó y, al mismo tiempo, una sombra se movió en la oscuridad afuera. Dirigí la mirada hacia la ventana. Una cara enmascarada me atisbaba. Rápido como el pensamiento, cogí el revólver y disparé hasta el último cartucho, pero la cara avanzó más allá de la ventana, el cristal se desvaneció como niebla delante de ella y a través del humo del revólver vi algo que se deslizaba velozmente dentro del cuarto. Traté entonces gritar, pero la cosa me había atrapado por el cuello y caí de espaldas entre las cenizas del hogar. Cuando abrí los ojos yacía en el hogar con la cabeza entre las cenizas frías. Lentamente me alcé sobre las rodillas, me puse en pie penosamente y llegué a tientas hasta una silla. En el suelo estaba mi revólver brillante a la pálida luz de la mañana temprano. Mientras la mente íbaseme aclarando de a poco, miré estremecido la ventana. El cristal estaba intacto. Me agaché rígido, cogí el revólver y abrí el cilindro. Cada cartucho había sido disparado. Mecánicamente cerré el cilindro y me guardé el revólver en el bolsillo. El libro, las Crónicas de Jacques Sorgue, estaba en la mesa junto a mí, y cuando quise cerrarlo, miré la página en que estaba abierto. Estaba salpicada de lluvia y las letras se habían borroneado, de modo que la página no éra más que una mera confusión de oro, rojo y negro. Al dirigirme tambaleante hacia la puerta, miré temeroso por sobre mi hombro. La mariposa "cabeza de muerte" se arrastraba estremecida por la alfombrilla.

IV.

El sol hacía ya tres horas que había salido. Debo de haber dormido, porque me despertó un súbito galope de caballos bajo nuestra ventana. Había gente que gritaba y llamaba en el camino. Me levanté de un salto y abrí la ventana. Allí estaba Le Bihan, la imagen misma del desvalimiento, y Max Fortin, a su lado, limpiaba sus gafas. Algunos gendarmes acababan de llegar de Quimperlé y me era posible oírlos a la vuelta de la casa, pisando fuerte y haciendo resonar sus sables y carabinas mientras conducían sus caballos a mis establos. Lys se sentó mientras murmuraba a medias dormida, preguntas a medias ansiosas.

-No lo sé -respondí-. Bajaré para ver qué significa.
-Es como el día que vinieron a arrestarte -dijo Lys dirigiéndome una mirada perturbada. Pero la besé y me reí hasta que ella sonrió también. Entonces me puse la chaqueta y la gorra y me precipité escaleras abajo. La primera persona a la que vi junto al camino fue el brigadier Durand.
-¡Hola! -dije-. ¿Ha venido usted a arrestarme de nuevo? ¿Cuál es la causa de todo este ajetreo?
-Hace una hora recibimos un telegrama -dijo Durand con animación-, y con razón suficiente, según me parece. Mire, monsieur Darrel.
Señaló el suelo casi a mis pies.
-¡Dios de los cielos! -grité-. ¿De dónde ha salido ese charco de sangre?
-Eso es lo que quiero saber, monsieur Darrel. Max Fortin lo encontró al romper el alba. Mire, hay salpicaduras por todas partes en la hierba también. Un rastro de ella conduce a su jardín, a través de los macizos de flores hasta su misma ventana, la que da a la sala. Hay otro rastro que va desde este sitio a través del camino hasta los acantilados y al foso de grava y, desde allí, por el yermo hasta el bosque de Kerselec. En un minuto montaremos e iremos a registrar entre los árboles. ¿Quiere unírsenos? ¡Bon Dieu! El individuo ha sangrado como un buey. Max Fortin dice que se trata de sangre humana, de lo contrarío, no lo habría creído.

El pequeño químico de Quimperlé se acercó en ese momento frotando las gafas con un pañuelo de colores.

-Sí, es sangre humana -dijo-, pero una cosa me intriga: los corpúsculos son amarillos. Nunca vi antes sangre humana con corpúsculos amarillos. Pero ese su doctor inglés, Thompson, afirma que tiene...
-Pero se trata de sangre humana de cualquier modo ¿no es así? -insistió Durand.
-S-sí -admitió Max Fortin.
-Pues entonces es de mi incumbencia seguir el rastro -dijo el corpulento gendarme, y llamó a sus hombres y les dio orden de montar.
-¿Oyó usted algo anoche? -me preguntó Durand.
-Oí la lluvia. Me asombra que no haya lavado estas huellas.
-Deben de haberse producido después de que cesara la lluvia. Mire esa espesa salpicadura, cómo pesa sobre las hojas de hierba y las inclina. ¡Ajj!
Era un coágulo pesado de maligno aspecto que me hizo retroceder con la garganta apretada de asco.
-Mi teoría -dijo el brigadier- es la siguiente: algunos de esos pescadores biribis, probablemente los islandeses se echaron al estómago alguna copa de cognac de más y se pelearon junto al camino. Algunos fueron acuchillados y fueron arrastrándose hasta su casa. Pero hay un solo rastro y, sin embargo... sin embargo ¿cómo es posible que toda esa sangre provenga de una sola persona? Bien, el herido, digamos, se arrastró primero hasta su casa y luego de vuelta hacia aquí, y se dirigió, borracho y agonizando, Dios sabe hacia dónde. Esa es mi teoría.
-Y muy buena, por cierto -dije con calma-. ¿Y va a seguirle el rastro?
-Sí.
-¿Cuándo?
-En seguida. ¿Vendrá usted?
-Ahora no. Luego lo alcanzaré al galope. ¿Irá hasta la linde del bosque de Kerselec?
-Sí; oirá nuestras voces. ¿Viene usted, Max Fortin? ¿Y usted, Le Bihan? Bien; coged el carro.

El corpulento gendarme dobló la esquina de la casa en dirección del establo y en seguida volvió montado en un vigoroso caballo gris; su sable brillaba sobre la montura; sus guarniciones amarillas y blancas estaban inmaculadas. La pequeña muchedumbre de mujeres tocadas de cofias con sus hijos retrocedió cuando Durand espoleó y se alejó trotando seguido de dos policías montados. Poco después también Le Bihan y Max Fortin partieron en el desmantelado carro del alcalde.

-¿Vendrá usted? -preguntó Le Bihan con su vocecilla aguda.
-Dentro de un cuarto de hora -repliqué, y volví a la casa.
Cuando abrí la puerta de la sala, la mariposa "cabeza de la muerte" batía sus fuertes alas contra el panel de la ventana. Por un segundo vacilé, luego me acerqué y abrí la ventana. El bicharraco salió volando, revoloteó un momento sobre los macizos de flores y luego se lanzó a través del yermo hacia el mar. Llamé a los sirvientes y los interrogué. Josephine, Catherine, Jean Marie Tregunc, ninguno de ellos habla oído la menor señal de perturbación durante la noche. Entonces le dije a Jean Marie que ensillara mi caballo y, mientras hablaba con él, Lys bajó.

-Querida -empecé yendo a su encuentro.
-Debes decirme todo lo que sabes, Dick -me interrumpió mirándome el rostro con gravedad.
-Pero no hay nada que decir... sólo una riña de borrachos y alguien que resultó herido.
-Y tú te dispones a partir... ¿A dónde, Dick?
-Pues hasta el borde de1 bosque de Kerselec. Durand, el alcalde y Max Fortin se han adelantado siguiendo... un rastro.
-¿Qué rastro?
-Algo de sangre.
-¿Dónde la encontraron?
-Afuera, junto al camino. -Lys se persignó.
-¿Se acerca a nuestra casa?
-Sí.
-¿Cuánto?
-Llega hasta la ventana de la sala -dije dándome por vencido.
Su mano me asió fuertemente por el brazo.
-Anoche soñé..
-También yo... -pero pensé en los cartuchos vacíos de mi revólver y callé.
-Soñé que corrías un grave peligro, y no me era posible mover mano ni pie para salvarte; pero tú tenias tu revólver y yo te gritaba que dispararas...
-¡Y disparé! -grité excitado.
-¿Tú... tú disparaste?
La tomé en mis brazos.
-Querida -dije , algo extraño ha ocurrido... algo que no puedo entender todavía. Pero, por supuesto, tiene una explicación. Anoche creí que disparaba contra el Sacerdote Negro.
-¡Ah! -exclamó Lys angustiada.
-¿Es eso lo que soñaste?
-Sí, sí ¡eso era! Y te rogaba que dispararas...
-Y lo hice.
Su corazón latía contra mi pecho. La sostuve junto a mí en silencio.
-Dick -dijo ella por fin-, quizá mataste... mataste a eso.
-Si era humano, di en el blanco -respondí lóbrego-. Y era humano -proseguí recuperándome, avergonzado de haberme casi desmoronado-. ¡Claro que era humano! Todo el asunto es bastante sencillo. No fue una riña de borrachos, como lo cree Durand; fue una broma pesada de un patán borracho, por la que ha recibido su merecido. Supongo que debo de haberle llenado el cuerpo de balas, y se ha ido arrastrando a morir al bosque de Kerselec. Es algo terrible; siento haber disparado de modo tan precipitado; pero los idiotas de Le Bihan y Max Fortin han estado crispándome los nervios al punto que me encuentro tan histérico como un escolar -terminé con enfado.
-Has disparado... pero el cristal de la ventana no se ha roto -dijo Lys en voz baja.
-Pues entonces la ventana estaba abierta. En cuanto al... al resto... Sufro de indigestión nerviosa y un médico ha de curarme del Sacerdote Negro, Lys.
Vi por la ventana a Tregunc que aguardaba con mi caballo junto al portón.
-Querida, creo que es mejor que vaya a unirme a Durand y los demás.
-Iré yo también.
-¡Oh, no!
-Sí, Dick.
-No, Lys.
-Estaré en agonía cada instante que estés ausente.
-La cabalgata es demasiado fatigosa, y no sabemos el cuadro con que puedas toparte. Lys ¿no creerás realmente que en esto haya nada sobrenatural?
-Dick -respondió ella con gentileza-, yo soy bretona. -Con sus dos brazos en torno a mi cuello, mi mujer dijo:- La muerte es don de Dios. No le tengo miedo cuando estamos juntos. Pero sola... ¡oh, marido mío, tendría miedo de un Dios que te me quitara!

Nos besamos con sencillez, como dos niños. Entonces Lys se fue de prisa a cambiar de vestido y yo me paseé por el jardín mientras la esperaba. Salió poniéndose sus delgados guanteletes. La alcé hasta la montura, di una rápida orden a Jean Marie y monté a mi vez. Pues bien, dejarse abrumar por pensamientos de horror en semejante mañana con Lys montada junto a ml, no importa qué hubiera sucedido la noche precedente, era imposible. Además Môme venía a la carrera junto a nosotros. Le pedí a Tregunc que lo cogiera, pues temía que los cascos de los caballos lo descerebrara si nos seguía, pero el astuto cachorro se esquivó y se lanzó tras Lys que iba al trote a lo largo del camino. "No importa", pensé, "si recibe un golpe, seguirá viviendo, pues no tiene cerebro que perder." Lys me esperaba en el camino junto a la capilla de Nuestra Señora de St. Gildas cuando me uní a ella. Se persignó, yo me quité la gorra y luego sacudimos nuestras riendas y galopamos hacia el bosque de Kerselec. Hablamos muy poco mientras cabalgamos. Era maravilloso contemplar a Lys montada. Su exquisita figura y su cara adorable eran la encarnación de la juventud y la gracia; sus cabellos rizados refulgían como hebras de oro.

Con el rabillo del ojo vi al mimado cachorro Môme que saltaba animoso, olvidado de los cascos de los caballos. Nuestro camino serpenteaba cerca de los riscos. Un inmundo cormorán levantó vuelo desde las rocas negras y aleteó pesadamente a través de nuestro camino. El caballo de Lys se alzó sobre las patas traseras, pero ella lo obligó a asumir la posición normal y señaló con el látigo el ave.

-La veo -dije-; parece seguir nuestro camino. Es raro ver un cormorán en un bosque ¿no es cierto?
-Es un mal signo -dijo Lys-. Conoces el proverbio de Morbihan: "Cuando el cormorán abandona el mar, la Muerte ríe en el bosque y los hombres prudentes construyen embarcaciones."
-Me gustaría -dije sinceramente- que hubiera menos proverbios en Bretaña.
Nos era posible divisar el bosque ahora; a través del brezal me era posible ver el brillo de los adornos de los gendarmes y el resplandor de los botones de plata de la chaqueta de Le Bihan. El seto era bajo y lo superamos trotando luego a través del páramo donde estaban Le Bihan y Durand gesticulando.
Se inclinaron ceremoniosamente ante Lys cuando nos acercamos.
-El rastro es horrible... es un río -dijo el alcalde con su voz chillona-. Monsieur Darrel, creo que a madame no le agradaría acercarse mas.
Lys cogió las riendas y me miró.
-¡Es horrible! -dijo Durand acercándose-. Parece que todo un regimiento sangrante hubiera pasado por aquí. El rastro serpentea y serpentea de un lado al otro allí en la espesura; lo perdemos a veces, pero siempre volvemos a encontrarlo. No puedo entender cómo un hombre... no, ni veinte, pueda sangrar de esa manera.
Una llamada, respondida por otra, resonó desde las profundidades del bosque.
-Son mis hombres; están siguiendo el rastro -murmuró el brigadier-.¡Sólo Dios sabe que habrá al final!
-¿Volvemos, Lys? -pregunté.
-No; cabalguemos a lo largo del borde occidental de los bosques y desmontemos. El sol calienta mucho ahora, y me gustaría descansar por un momento -dijo.
-La parte occidental del bosque no tiene nada desagradable -dijo Durand.
-Muy bien -respondí-; llámeme, Le Bihan, si encuentra algo.

Lys hizo girar a su yegua y yo la seguí a través de los flexibles brezos y, por detrás, venía Môme con animado trote. Penetramos el bosque soleado a un cuarto de kilómetro poco más o menos de donde habíamos dejado a Durand. Bajé a Lys de su caballo, arrojé ambas riendas sobre una rama y; dándole a mi esposa el brazo, la ayudé a instalarse en una roca plana y musgosa que sobresalía sobre un arroyuelo que murmuraba entre los abedules. Lys se sentó y se quitó los guanteletes. Môme le apoyó la cabeza en el regazo, recibió inmerecidas caricias y se me acercó dubitativo. Tuve la debilidad de condonar su ofensa, pero hice que se tendiera a mis pies para gran disgusto suyo. Apoyé mi cabeza en las rodillas de Lys mirando el cielo entre las ramas entrecruzadas de los árboles.

-Supongo que lo maté -dije-. Me afecta de manera terrible, Lys.
-No era posible que lo supieras, querido. Pudo haber sido un ladrón y... si... no... ¿Habías... habías disparado el revólver desde ese día hace cuatro años en que el Almirante Rojo trató de matarte? Pero sé que no.
-No -dije intrigado-. Así es, no lo he hecho. ¿Por qué?
-¿Y no recuerdas que te pedí que me dejaras cargarlo por ti el día en que Yves partió jurando que te mataría a ti y a su padre?
-Sí, lo recuerdo por cierto. ¿Y bien?
-Y bien... llevé los cartuchos a la capilla de St. Gildas primero y los sumergí en agua bendita. No te rías, Dick -dijo Lys gentilmente y puso sus frías manos en mis labios.
-¡Reír, querida mía!

Arriba el cielo de octubre era de pálida amatista, y la luz del sol ardía como una flama anaranjada a través de las hojas amarillas de las hayas y los robles. Mosquitos y jejenes danzaban y giraban en el aire; una araña se dejó caer desde una rama a cierta distancia del suelo y quedó suspendida del extremo de la imperceptible hebra.

-¿Tienes sueño, querido? -preguntó Lys inclinándose sobre mí.
-Sí... un poco; apenas dormí un par de horas anoche -respondí.
-Puedes dormir si lo deseas -dijo Lys y me tocó acariciadora los ojos.
-¿Te pesa mi cabeza en las rodillas?
-No, Dick.

Estaba ya medio adormecido; no obstante, oía el rumor del arroyo bajo las hayas y el zumbido de las moscas del bosque en el aire. En seguida, aun éstas se acallaron. Lo próximo de que tuve conciencia es que me encontraba sentado con el eco del grito todavía en los oídos, y vi a Lys ocultándose tras de mí, cubriéndose la cara con ambas manos. Cuando me puse en pie de un salto, volvió a gritar y se aferró a mis rodillas. Vi a mi perro lanzarse gruñiendo entre unas malezas, luego lo oí gemir y salió retrocediendo con plañidero aullido, las orejas caídas y la cola arrastrada. Me agaché y me desembaracé de la mano de Lys.

-¡No vayas, Dick! -gritó-. ¡Oh, Dios, es el Sacerdote Negro!
En un momento había saltado el arroyo y me había abierto camino entre las malezas. No había nadie. Miré a mi alrededor; examiné cada tronco, cada arbusto. Súbitamente lo vi. Estaba sentado en un tronco caído, con la cabeza apoyada en las manos y la vieja sotana negra recogida a su alrededor. Por un momento se me erizó el pelo bajo la gorra; me brotó el sudor en la frente y los pómulos; luego recobré la razón y comprendí que el hombre era humano y estaba probablemente herido de muerte. Sí, de muerte; porque allí, a mis pies, se extendía el húmedo rastro de sangre, sobre hojas y piedras, hasta un pequeño hueco, desde la figura de negro que descansaba silenciosa bajo los árboles. Vi que no podía escapar aun cuando hubiera tendido fuerza para hacerlo, porque por delante tenía, casi a sus pies, un profundo pantano brillante. Al dar un paso adelante, mi pie quebró una rama. Ante el sonido la figura se sobresaltó un tanto, y luego su cabeza cayó hacia adelante nuevamente. Tenía la cara enmascarada. Me acerqué al hombre y le pedí que me dijera dónde estaba herido. Durand y los demás irrumpieron entre las malezas en ese mismo momento y se apresuraron a acudir a mi lado.

-¿Quién es usted que se oculta tras una máscara con sotana de sacerdote? -preguntó el gendarme en alta voz.
No hubo respuesta.
-¡Mire...! ¡Mire la sangre coagulada en la sotana -dijo por lo bajo Le Bihan a Fortin.
-Se niega a hablar -dije.
-Quizás esté muy malherido -susurró Le Bihan.
-Lo vi alzar la cabeza -dije-; mi esposa lo vio arrastrarse hasta aquí.
Durand se acercó a la figura y la tocó.
-¡Hable! -dijo.
-¡Hable! -dijo trémulo Fortin.

Durand aguardó un momento, luego, con un súbito movimiento hacia arriba, arrancó la máscara del hombre y echó hacia atrás su cabeza. Estábamos viendo las órbitas de una calavera. Durand se quedó rígido; el alcalde chilló. El esqueleto cayó de sus ropas putrefactas al suelo delante de nosotros. De entre las costillas y los dientes sonrientes fluyó un torrente de sangre negra que corrió entre las hierbas estremecidas; luego la cosa tembló y cayó al lodo negro de la ciénaga. Desde el barro surgieron pequeñas burbujas de aire iridescente; los huesos fueron tragados lentamente y, cuando los últimos fragmentos se perdieron de vista, desde las profundidades y a lo largo de la orilla se arrastró una criatura con brillantes alas estremecidas. Era la mariposa "cabeza de la muerte".

Desearía tener tiempo para contar cómo Lys superó las supersticiones... porque nunca supo la verdad acerca de este asunto, ni nunca la sabrá, pues prometió no leer este libro. Desearla contar acerca del rey y su coronación, y lo bien que le sentó el vestido en esa ocasión. Desearía escribir cómo Yvonne y Herbert fueron juntos a la caza del jabalí en Quimperlé y cómo los perros corrieron la presa por el medio del pueblo, derribando a tres gendarmes, el notario y una vieja. Pero me estoy volviendo charlatán, y Lys me llama para que acuda y oiga cómo el rey dice que tiene sueño. Y no es posible hacer esperar a su Alteza.